15. La extraña ciudad

Peters y Latimer ocuparon sus posiciones en la esquina de avenue de la Reine y del boulevard Jean Jaurès a las diez y media de la noche. A esa misma hora, el coche alquilado debía recoger al mensajero de Dimitrios, junto al cementerio de Neuilly.

La noche era fría y poco después de la llegada de ambos hombres al lugar de la cita comenzó a llover. Se refugiaron en el amplio portal de un edificio que se alzaba sobre la avenue, a pocos metros de la esquina, en dirección al Pont St. Cloud.

– ¿Cuánto tiempo tardarán?-preguntó Latimer.

– Le he dicho que les espero hacia las once. Tienen media hora para recorrer el trayecto desde Neuilly. Podrían llegar en menos tiempo, pero les he pedido que se aseguren muy bien de que nadie les sigue y que, si sospechan algo al respecto, regresen de inmediato a Neuilly. No correrán ningún riesgo. El coche es un Renault, de dos puertas. Tendremos que tener paciencia.

Aguardaron en silencio. Cada vez que un coche se acercaba, proveniente de la parte del río, Peters se asomaba desde el portal para comprobar si se trataba del Renault alquilado.

El agua de lluvia que bajaba por la pendiente de la calle, entre los desniveles de las piedras de la calzada, formaba charcos junto a los pies de ambos hombres.

De pronto, Peters emitió un gruñido:

Attention! [57].

– ¿Ya vienen?

– Sí.

Por encima del hombro de Peters, Latimer observaba la calle. Desde la izquierda se acercaba a ellos un Renault. A medida que se aproximaban al lugar, el coche disminuía su velocidad, como si el conductor desconociera el camino a seguir. El automóvil pasó junto a ellos; en los haces de luz de sus faros brillaron las gotas de la lluvia; el coche se detuvo a unos pocos metros de distancia. En medio de la oscuridad podía verse el contorno de la cabeza y los hombros del conductor; los cristales posteriores estaban velados por sendas cortinillas. Peters metió su mano en el bolsillo de la gabardina.

– Espere aquí, por favor -dijo a Latimer antes de encaminarse al coche.

El escritor oyó que su compañero preguntaba en francés al conductor: Ça va? [58]. La respuesta fue un oui apagado. Peters abrió la puerta y se inclinó hacia dentro del coche.

Casi de inmediato retrocedió un paso y cerró la puerta. En su mano izquierda sostenía un paquete.

Attendez -ordenó Peters al conductor antes de dirigirse hacia el lugar donde Latimer le estaba esperando.

– ¿Todo en orden?-preguntó el escritor.

– Eso creo. ¿Puede encender una cerilla, por favor?

Latimer lo hizo. El paquete tenía el tamaño de un libro grande y un espesor de unos cinco centímetros; por fuera se veía un papel azul y un cordel. Peters rompió el papel en uno de los extremos del paquete; quedaron a la vista los apretados billetes de mil. El chantajista suspiró:

– ¡Estupendo!

– ¿No los contará?

– Ese placer lo reservaré para la paz de mi hogar -respondió Peters con grave expresión.

El satisfecho gordo bajó a la calzada y alzó una mano, después de guardar el paquete en un bolsillo de la gabardina.

El Renault se puso en marcha de un brinco, describió un amplio círculo y emprendió el regreso a toda velocidad, bajo la lluvia. Peters lo veía alejarse con una sonrisa suave entre los labios.

– Una mujer muy bonita -dijo-. Me gustaría saber quién es. En fin, en realidad prefiero el millón de francos. Ahora cogeremos un taxi, mister Latimer. El champaña que usted me ha pedido nos está esperando. Y creo que nos lo hemos ganado.

Encontraron un taxi cerca de la Porte St. Cloud. Peters sólo quería hablar de su éxito.

– Con una persona como Dimitrios hay que ser firme y circunspecta. Nada más. Le hemos planteado la cuestión como había que hacerlo. Le hemos hecho ver que no tenía más alternativa que la de aceptar nuestras condiciones y ya está todo solucionado. Un millón de francos. ¡Estupendo! Casi me sentí tentado a pedirle dos millones. Pero hubiera sido una insensatez mostrarse codicioso. Tal como están las cosas, él cree que le seguiremos pidiendo dinero, que tendrá tiempo para disponer de nuestras vidas, como lo ha hecho con la de Visser. Ya comprobará que se ha equivocado.

»Todo esto me produce una enorme satisfacción, mister Latimer: una satisfacción enorme para mi orgullo y para mi bolsillo. En cierto sentido, creo que he vengado al pobre Visser. También yo he sufrido mucho. Ahora he conseguido mi recompensa -sentenció mientras acariciaba su bolsillo-. Sería divertido ver a Dimitrios cuando comprenda que ha sido engañado. Es una verdadera lástima que no podamos.

– ¿Se irá de París en seguida?

– Eso tengo pensado. Quiero satisfacer un capricho: ver algo de Sudamérica. No iré a ese país de adopción, desde luego. Una de las condiciones que me impusieron para concederme la nacionalidad fue ésta: no pisar jamás esa tierra. Es una condición muy triste, porque por razones sentimentales me gustaría conocer mi país adoptivo. Pero no se puede hacer nada. Soy un ciudadano del mundo y seguiré siéndolo.

»Quizás compre una propiedad en algún sitio, un lugar donde pueda pasar el resto de mis días en paz. Usted es joven, mister Latimer. Pero cuando uno llega a mi edad, los años parecen más cortos y uno presiente que pronto va a llegar al final de su viaje. Se tiene la sensación de que te vas aproximando a una ciudad extraña, a una hora tardía de la noche y te lamentas porque tendrás que abandonar el tibio calorcillo del tren para ir a parar a algún hotel desconocido. En ese momento uno desea que el viaje prosiga eternamente. -Peters miró hacia la calle-. Ya llegamos. Su champaña favorito le está esperando. Es muy caro, tal como usted me dijo. Pero no puedo mostrarme tacaño ante un mínimo dispendio. A veces un poco de lujo resulta agradable y cuando no es así nos permite apreciar en su justo valor la sencillez. ¡Ah! -el taxi se había detenido ante la entrada de la impasse-. No tengo cambio, mister Latimer. Parece extraño, cuando llevo un millón de francos en el bolsillo, ¿no? ¿Le importaría a usted pagar, por favor?

Franquearon las puertas de hierro, siempre abiertas.

– Creo que venderé estas casas -dijo Peters- antes de irme a América del Sur. No hay ninguna razón para conservar una propiedad que no produce beneficio alguno.

– ¿No será difícil venderlas? La vista que tienen esas ventanas es un poco deprimente, ¿no es cierto?

– No hay por qué mirar siempre hacia afuera. Estas casas pueden ser muy bonitas por dentro.

Comenzaron a subir por la empinada escalera. En el segundo rellano, Peters se detuvo para recuperar el aliento, se quitó la gabardina y enarboló las llaves. Continuaron subiendo, hasta llegar a la puerta.

Peters abrió, encendió la luz y de inmediato se dirigió hacia el diván más grande. Cogió el paquete con el dinero y deshizo el nudo del cordel. Con amoroso cuidado fue desenvolviendo los billetes y alzándolos para observarlos. Por primera vez su sonrisa era sincera.

– ¡Aquí está, mister Latimer! ¡Un millón de francos! ¿Ha visto antes tanto dinero junto?¡Casi seis mil libras esterlinas! -exclamó con placer-. Ahora, nuestro pequeño brindis. Quítese la gabardina, traeré el champaña. Espero que le guste de verdad. No tengo hielo, pero he puesto la botella dentro de un cubo con agua; ya debe estar fresco.

Peters se encaminó hacia la parte de la habitación que estaba detrás de la cortina dorada.

Latimer se había apartado del diván, para quitarse la gabardina. De pronto se percató de que, a sus espaldas, Peters permanecía inmóvil, frente a la cortina. Echó una rápida mirada a su alrededor.

Por un instante creyó que estaba a punto de perder el sentido. La sangre huía de su cabeza y la convertía en una oquedad vacía. Una faja de acero le comprimía el pecho. Creyó que iba a gritar, pero permaneció inmóvil, mudo, con los ojos fijos en aquella escena irreal.

De espaldas a él, Peters estaba de pie, rígido, con las manos levantadas a la altura de la cabeza. En los pliegues dorados de la cortina, se recortaba la figura de Dimitrios, con un revólver en la mano.

Dimitrios se adelantó, moviéndose de modo que Latimer no quedara protegido por el cuerpo de Peters. Latimer dejó caer su gabardina al suelo y levantó las manos. Dimitrios, casi sin mirarle, arqueó las cejas.

– No le resulta muy grata la sorpresa de verme aquí, ¿verdad, Petersen?-dijo-. ¿O prefiere que le llame Caillé?

Peters no respondió. Latimer no podía verle la cara, pero advirtió que la garganta del chantajista se movía como si estuviera tragando algo, espasmódicamente.

Sus ojos castaños se clavaron en Latimer.

– Me encanta encontrar aquí también al inglés, Petersen. Me he ahorrado el trabajo de persuadirle para que me revele su nombre y el lugar en que podría buscarle. Pues sí: monsieur Smith, el hombre que sabe tantas cosas y que había mantenido bien oculto su rostro, ahora demuestra que es tan fácil de manejar como usted, Petersen.

»Siempre ha sido muy ingenioso usted, Petersen. Ya se lo dije antes, en otras ocasiones. En aquella en que usted me trajo un ataúd desde Salónica. ¿Lo recuerda? La ingenuidad jamás puede suplantar a la inteligencia, ya lo sabe usted. ¿De veras pensó que yo no comprendería cuáles eran sus intenciones?-Los labios de Dimitrios se torcieron en una mueca de desprecio-. ¡El pobrecito Dimitrios! Es un simple. Pensará que yo, el inteligente Petersen, volveré en busca de más dinero, como lo haría cualquier otro chantajista. No será capaz de advertir que le estoy engañando. Pero para asegurarme de que se engaña conmigo, haré lo que haría cualquier otro chantajista: le diré que más adelante le pediré de nuevo. El pobrecito Dimitrios es tan tonto que me creerá. El pobrecito Dimitrios carece de inteligencia. Aunque haya averiguado en los archivos de la propiedad del Ayuntamiento que, después de un mes de mi salida de la cárcel he logrado vender tres casas que nadie quería comprar a un individuo llamado Caillé, no se le ocurrirá ni en sueños la sospecha de que yo, el inteligente Petersen, soy también Caillé.

»¿Sabía usted, Petersen, que antes de que yo las comprara a su nombre, estas casas habían estado inhabitadas durante diez años? Usted es un perfecto idiota.

Hubo un silencio. Sus ansiosos ojos castaños se entornaron. La boca de Dimitrios se convirtió en una línea. Latimer comprendió que el griego estaba dispuesto a asesinar a Peters y también que nada podía hacer para evitarlo. Los latidos salvajes de su corazón estaban a punto de sofocarle.

– Suelte el dinero, Petersen.

Los billetes cayeron sobre la alfombra, desparramándose como un abanico.

Dimitrios alzó el revólver.

De pronto, Peters comprendió lo que estaba a punto de ocurrir.

– ¡No! Usted tiene…

Dimitrios disparó. Disparó dos veces y junto con el estampido del segundo disparo, Latimer oyó el ruido que producía uno de los proyectiles en el cuerpo de Peters.

El frustrado chantajista emitió un gemido que parecía el de un hombre a punto de vomitar, mientras caía inclinado hacia delante, hasta quedar apoyado en el suelo con las manos y las rodillas. De su cuello manaba un hilo de sangre.

Dimitrios miró a Latimer.

– Ahora le ha llegado el turno a usted.

Y en ese instante, Latimer dio un salto.

Jamás supo por qué había elegido ese preciso momento para saltar. Jamás supo qué le había impulsado a saltar. Y siempre pensó que le había movido un fuerte instinto que le obligaba a cualquier cosa para salvarse.

Sin embargo, nunca pudo llegar a comprender por qué ese instinto de autoconservación le llevó a saltar hacia el revólver que Dimitrios estaba a punto de disparar. Sin embargo, así lo hizo, y aquel salto le salvó la vida: su pie derecho, al separarse del suelo una fracción de segundo antes de que Dimitrios apretara el gatillo, tropezó en alguno de los gruesos pliegues de las alfombras marroquíes de Peters y el disparo pasó por encima de la cabeza de Latimer, para ir a incrustarse en una de las paredes.

Consciente a medias y con la frente rasguñada por la punta del cañón del revólver, el escritor se precipitó sobre Dimitrios. Ambos se revolvieron con las manos aferradas a la garganta del adversario, pero muy pronto Dimitrios asestó un rodillazo a Latimer, en el estómago, y se separó de él.

Antes había dejado caer su revólver y en ese instante se dispuso a recuperarlo. Jadeante, sin resuello, Latimer se arrastró para coger algún objeto contundente, el primero que estuviera a mano, y resultó ser aquel pesado cenicero de bronce que descansaba sobre una de las mesillas marroquíes. Lo arrojó con el resto de sus fuerzas a la cabeza del griego. Un borde del cenicero golpeó contra la sien derecha de Dimitrios, antes de que él lograra coger el revólver; el griego se tambaleó, pues el golpe apenas si le había detenido durante un segundo.

Entretanto, Latimer cogió la bandeja que había encima de la mesa y se la arrojó con todas sus fuerzas. Dimitrios, alcanzado en el hombro por la bandeja de bronce, se tambaleó una vez más. Un segundo después, Latimer empuñaba el revólver y retrocedía, con un dedo en el gatillo y tratando de recuperar su respiración.

Pálido, Dimitrios avanzaba lentamente hacia él. Latimer alzó el revólver.

– Si vuelve a dar un paso, dispararé.

Dimitrios se detuvo. Sus ojos castaños y ansiosos estaban fijos en los de Latimer; su pelo gris se había despeinado y el pañuelo de seda que llevaba alrededor del cuello se había salido de la chaqueta; tenía un aspecto deplorable. Latimer comenzaba a recuperar el aliento, pero sus rodillas temblaban, débiles, de una manera horrible; sentía un silbido casi insoportable en los oídos y el aire que respiraba, con su olor a pólvora, le estaba provocando náuseas. El siguiente movimiento le correspondía a él, sin duda, y se encontraba atemorizado y casi inerme.

– Si vuelve a dar un paso -repitió-, dispararé.

Vio que aquellos ojos castaños volaban hacia los billetes esparcidos en el suelo y luego hacia su rostro.

– ¿Qué podemos hacer?-preguntó Dimitrios, inesperadamente-. Si la policía interviene, los dos tendremos que explicar varias cosas. Si usted dispara, sólo conseguirá ese millón de francos. Si me permite salir de aquí, le daré un millón más. Creo que usted necesita ese dinero.

Latimer hizo caso omiso de esas palabras. Se movió hacia un lado, hacia la pared, para llegar a un sitio desde el que pudiera echar una mirada rápida a Peters.

El herido se había arrastrado hacia el diván sobre el que estaba su gabardina y en ese momento se había apoyado sobre unos cojines, con los ojos entornados. Respiraba ruidosamente por la boca. Uno de los proyectiles había abierto una herida, a un lado de su garganta, de la que manaba sangre casi sin cesar. El segundo se había hundido en mitad del pecho, chamuscándole la ropa. La herida era un círculo encarnado de cinco centímetros de diámetro. Esta segunda herida no sangraba. Los labios de Peters se movieron.

Con los ojos clavados en Dimitrios, Latimer se deslizó hacia un costado, hasta quedar de pie junto a Peters.

– ¿Cómo se encuentra?-preguntó.

La pregunta era totalmente estúpida y él lo supo en el momento mismo en que las palabras terminaron de brotar de su boca. Con verdadera desesperación trató de pensar sensatamente. Un hombre había sido tiroteado y él tenía delante a quien le había disparado. Por lo tanto…

– Mi pistola -murmuró Peters-, déme mi pistola. Gabardina -agregó algo más, en un tono inaudible.

Con gran cautela, Latimer recorrió el espacio que lo separaba de la gabardina y rebuscó en los bolsillos.

Dimitrios le observaba con los labios plegados en una débil y amarga sonrisa.

Al encontrar la pistola, Latimer la tendió hacia Peters, que la cogió con ambas manos y soltó el seguro.

– Ahora -murmuró el herido- vaya a buscar a la policía.

– Ya habrán oído los disparos -respondió Latimer con ánimo apaciguador-. La policía llegará dentro de unos minutos.

– No nos encontrarán -susurró Peters-, vaya a buscar a la policía.

Latimer vaciló. Lo que Peters había dicho era verdad. La callejuela estaba como blindada por muros ciegos. Tal vez alguien hubiera oído los disparos, pero a menos que una persona se hubiese hallado en las puertas mismas de la impasse en el preciso instante en que se habían producido los disparos, nadie podía saber de dónde provenían.

– Muy bien -respondió el escritor-; ¿dónde está el teléfono?

– No hay teléfono.

– Pero… -vaciló una vez más: tal vez tardaría diez minutos en encontrar a un policía.

¿Era razonable que dejara a Peters, con aquellas heridas, custodiando a un hombre como Dimitrios? Al mismo tiempo, no había otra alternativa. Peters necesitaba la ayuda de un médico. Cuanto antes estuviera Dimitrios bajo siete llaves, mejor. Comprendía que Dimitrios se fiaba del temor que le despertaba su presencia y esa certidumbre desagradaba a Latimer.

Miró a Peters; había apoyado la Lüger sobre una rodilla y apuntaba a Dimitrios. Aún fluía sangre de la herida de su cuello. Si un médico no le auxiliaba rápidamente, se desangraría por completo.

– De acuerdo -dijo-, iré tan de prisa como pueda.

Se dio la vuelta para encaminarse hacia la puerta.

– Un momento, monsieur.

El tono apremiante de aquella voz ronca hizo que Latimer se detuviera.

– ¿Qué?

– Si usted se va, él me matará, ¿no lo comprende? ¿Por qué no acepta mi ofrecimiento?

Latimer abrió la puerta.

– Sí, si quiere recurrir a alguna argucia, él le disparará -dijo, mientras echaba una ojeada al herido que se encogía sobre su Lüger-. Volveré con la policía. No dispare a menos que se vea obligado a hacerlo.

En el momento en que se disponía a trasponer el umbral, oyó la risa áspera de Dimitrios. En un movimiento involuntario, Latimer se volvió.

– En su lugar, yo me guardaría esa risa para el verdugo -exclamó-. La necesitará.

– Siempre he pensado que, al final, te vence la estupidez -dijo Dimitrios-. Si no la tuya, la de los demás. -La expresión de su rostro cambió-. ¡Cinco millones, monsieur! -vociferó irritado-. ¿No le bastan o es que quiere usted que esta carroña me mate?

Latimer le observó durante unos segundos. Ese hombre era capaz de convencerle, pero el escritor recordó a aquellos otros que se habían dejado convencer por Dimitrios. Y no esperó más. Oyó que el griego le gritaba algo en el instante mismo en que cerraba la puerta.

Había bajado hasta la mitad del segundo tramo de la escalera cuando oyó los disparos. Fueron cuatro. Los tres primeros se sucedieron rápidamente. Después se produjo una breve pausa y resonó un cuarto.

Con el corazón en la boca, el escritor se lanzó escaleras arriba, hacia la habitación. Sólo mucho tiempo después descubriría una circunstancia muy especial: mientras se precipitaba escaleras arriba, el pánico que ofuscaba su mente era por Peters.

Dimitrios no presentaba un aspecto muy agradable. Sólo una de las balas de la pistola Lüger no había dado en el blanco. Dos habían penetrado en el cuerpo del griego; la cuarta, evidentemente, disparada después de que el cuerpo hubiera caído al suelo, se había incrustado en su entrecejo y casi le había volado la parte superior del cráneo. El cuerpo de Dimitrios se convulsionaba aún.

La Lüger se había deslizado de las manos de Peters; el herido tenía la cabeza apoyada sobre el borde del diván: abría y cerraba la boca como un pez que se asfixiara. Cuando Latimer llegó a su lado, Peters soltó un gemido ahogado; un chorro de sangre escapó de entre sus labios.

Sin saber qué estaba haciendo, Latimer se tambaleó hasta llegar a la cortina. Dimitrios estaba muerto; Peters estaba agonizando y lo único que Latimer atinaba a hacer era esforzarse por no desmayarse o vomitar. Luchó para recuperar el dominio de sí mismo. Tenía que hacer algo. Peters necesitaba beber agua. Los heridos siempre necesitan agua. Allí detrás había un fregadero y algunos vasos. Llenó uno y lo llevó hacia donde yacía el herido.

Peters no se había movido. Su boca y sus ojos estaban abiertos. Latimer se arrodilló a su lado y vertió un poco de agua en su boca. El agua manó por las comisuras de los labios. El escritor dejó el vaso en el suelo y buscó el pulso de Peters. Ya no latía.

Se puso en pie rápidamente y observó sus manos. Estaban manchadas de sangre. Fue hasta el fregadero, se lavó y se secó con una pequeña toalla sucia que colgaba de un gancho.

Tenía que llamar a la policía en seguida. Lo sabía muy bien. Dos hombres se habían asesinado el uno al otro. Eso era asunto de la policía. Sin embargo, ¿qué podía decir él a los agentes? ¿Cómo podría explicar su presencia en aquel matadero?¿Podía decir que había oído los disparos al pasar por la entrada de la impasse?

Pero era posible que alguien le hubiera visto en compañía de Peters. Por ejemplo, el taxista que les había llevado hasta allí esa noche. Y cuando averiguaran que ese mismo día Dimitrios había sacado un millón de francos de su cuenta bancaria… los interrogatorios serían interminables. Porque, sin duda, sospecharían de él.

De pronto lo vio claro: debía largarse de allí al instante, sin dejar ninguna huella de su presencia en aquel lugar. Lo pensó rápidamente. El revólver que llevaba en el bolsillo pertenecía a Dimitrios. Ahora tenía sus huellas dactilares. Latimer se puso los guantes, cogió el revólver, lo limpió cuidadosamente con su pañuelo.

Con los dientes apretados volvió a la habitación, se arrodilló junto al cadáver de Dimitrios, cogió su mano derecha y apretó los dedos muertos contra la empuñadura y sobre el gatillo. Separó los dedos, sostuvo el revólver por el extremo del cañón y lo depositó sobre el piso, junto al cadáver.

Observó los billetes de mil francos, esparcidos sobre la alfombra: una lluvia de papel inútil. ¿A quién pertenecía ese dinero? ¿A Dimitrios? ¿A Peters? Allí estaba el dinero de Sholem, el dinero robado después, en Atenas, en 1922. Y también la suma ofrecida por asesinar a Stambulisky y el dinero arrebatado a madame Irana Preveza. Y había que sumar el precio pagado por el mapa náutico que Bulic había robado y una parte de los beneficios obtenidos con la trata de blancas y con el tráfico de drogas. ¿A quién pertenecía ese dinero?

Sí, la policía tendría que decidirlo. Era mejor dejar todo tal como estaba. De esa manera tendrían algo que los mantendría ocupados, algo en que pensar.

Ah, pero se había olvidado del vaso de agua.

Tendría que vaciarlo, lavarlo, secarlo y ponerlo junto a los otros vasos.

Echó una escrupulosa ojeada a su alrededor. ¿Había algo más? No. ¿Ningún otro detalle? Sí, una cosa: sus huellas dactilares estaban impresas en el cenicero de bronce y en la bandeja. Limpió ambas cosas. ¿Nada más? Sí. Más huellas dactilares en el pomo de la puerta. Lo limpió por dentro y. por fuera. ¿Alguna otra cosa? No.

Llevó el vaso a la fregadera. Una vez seco y guardado el vaso; Latimer se volvió, dispuesto a salir de allí. En ese mismo instante, advirtió algo: en un cubo le estaba aguardando la botella de champaña que Peters había comprado para celebrar el éxito. Era Verzy, de 1921: media botella.

Nadie le vio salir de la impasse. Latimer entró en un bar de la rue de Rennes y pidió un coñac.

Había empezado a temblar de la cabeza a los pies. Se había comportado como un estúpido. Debía haber acudido a la policía. Y aún no era tarde para hacerlo.

¿Qué pasaría si los cadáveres no eran descubiertos prontamente? Tal vez yacerían en ese lugar durante semanas… en esa horrible habitación, entre aquellas paredes azules con sus estrellas doradas, con sus alfombras baratas. Y la sangre se coagularía, se secaría y llegaría a mezclarse con el polvo del ambiente y la carne de aquellos cuerpos comenzaría a pudrirse.

Era terrible pensar en eso. Si hallara una manera de comunicárselo a la policía… Una carta anónima podía ser demasiado comprometedora. Las autoridades policiales deducirían de inmediato que una tercera persona había estado complicada en el asunto y no aceptarían la simple explicación de que esos dos hombres se habían asesinado mutuamente.

En ese momento se le ocurrió una idea. Lo fundamental era hacer que la policía registrara aquella casa. El motivo poco importaba.

Vio un periódico sobre una mesa cercana. Lo llevó a su mesa y comenzó a leerlo con ansiedad. Entre las noticias policiales encontró dos que convenían a sus propósitos. Una era una nota acerca del robo de unas valiosas pieles, cometido en un almacén de la avenue de la République. La otra era el relato de un asalto a una joyería: los ladrones habían roto los cristales del escaparate, cerca de la avenue de Clichy; habían sido dos hombres y habían huido con un muestrario de anillos.

Decidió que el primer robo convenía más a sus necesidades. Llamó al camarero para pedirle otro coñac y algo con que escribir una carta.

Bebió el coñac de un solo trago y se puso los guantes.

Cogió un folio y lo examinó con especial atención. Era papel barato, del que se usaba para pasar los pedidos de los clientes. Convencido de que no había ninguna clase de marca que lo diferenciara de otros papeles, Latimer escribió en el centro del folio, con letras mayúsculas:


FAITES DES ENQUÊTES SUR CAILLE. 3, IMPASSE DES. HUIT ANGES [59].


A continuación recortó la nota referente al robo de las pieles de la página del periódico y puso los dos trozos de papel dentro de un sobre. Lo remitió al comisario de policía del Séptimo Distrito.

Latimer salió del bar, compró un sello en el primer estanco que vio a su paso y echó la carta en un buzón.

Sólo a las cuatro de la madrugada, cuando ya hacía dos horas que estaba echado sobre su cama, sin poder conciliar el sueño, el nudo de nervios que estrangulaba su estómago se distendió por completo.

Dos días después apareció una breve nota en tres de los periódicos parisinos de la mañana. En las notas se decía que el cuerpo de un súbdito sudamericano llamado Frederik Peters, junto con el de otro hombre aún no identificado -pero del que también se pensaba que sería sudamericano- habían sido hallados en un apartamento, cerca de la rue de Rennes. Ambos hombres -continuaba diciendo la nota- habían recibido heridas de bala y se creía que se habían disparado mutuamente durante un tiroteo que habría sido el desenlace de una pelea por asuntos de dinero. Una importante suma había sido hallada en el apartamento.

Esa era la única referencia al caso. La atención pública, en aquellos momentos, estaba dividida entre las circunstancias de una crisis internacional y las andanzas de un asesino que operaba en los suburbios, valiéndose de un hacha.

En realidad, Latimer no leyó aquellas notas hasta varios días después de aquel en que fueron publicadas.

Poco después de las nueve de la mañana del día en que las autoridades policiales recibieron su anónimo, el escritor se había marchado de su hotel, hacia la estación del Este. Allí cogería el Orient Express.

Con el primer correo de la mañana había llegado a su poder una carta. El sello era búlgaro, había sido despachada en Sofía y, sin duda alguna, la había escrito Marukakis.

Sin leerla, Latimer la guardó en uno de sus bolsillos. No volvió a pensar en ella durante toda la mañana.

Horas más tarde, cuando el expreso corría a través de las colinas que se alzan al oeste de Belfort, Latimer recordó que había recibido aquella carta. La buscó, abrió el sobre y comenzó a leerla:


«Mi querido amigo:

Su carta me ha encantado. He sentido un gran placer al recibirla. Y he sentido no poco asombro (le ruego que me disculpe) al enterarme de que ha triunfado en la difícil tarea que se había propuesto. En realidad, no esperaba que usted la llevara a cabo.

Los años consumen tanto de nuestra sensatez que inevitablemente hacen desaparecer al mismo tiempo buena parte de nuestras locuras. Espero saber algún día por usted de qué modo una locura enterrada en Belgrado pudo ser desenterrada en Ginebra.

Me han parecido de interés los datos sobre el Banco de Crédito Eurasiático. En pago le voy a contar algo que tal vez le resulte interesante.

Como quizá ya sepa, hace poco tiempo se produjo una situación diplomática tensa entre este país y Yugoslavia. Como también sabrá, los servios tienen motivos para sentirse molestos. Si Alemania y sus aliados los húngaros, atacaran el territorio servio desde el norte; si Italia atacara desde Albania, por el sur, y por el oeste, desde el mar, y si Bulgaria se lanzara contra Servia desde el este, esa región sería conquistada en poco tiempo.

La única alternativa de salvación que se le presenta al país servio estriba en que los rusos desvíen las fuerzas alemanas y húngaras, lanzando sus tropas a través de Rumania, a lo largo del ferrocarril de la Bukovina.

Pero, ¿qué puede temer Bulgaria frente a Yugoslavia? ¿Pone en peligro este país la soberanía búlgara? La idea, en sí, es absurda. No obstante, durante los tres o cuatro últimos meses se ha esparcido un mar de propaganda en este sentido; se dice que Yugoslavia planea un ataque contra Bulgaria. "La amenaza al otro lado de la frontera" es la frase clave. Si este tipo de cháchara no fuera tan peligroso, cualquiera se echaría a reír. Pero la técnica ha sido siempre la misma.

Todo comienza con palabras que muy pronto se convierten en realidades concretas. Cuando no existen hechos que puedan servir de base a las mentiras, todo es cuestión de crear esos hechos: de la nada.

Hace dos semanas se produjo el inevitable incidente fronterizo. Unos campesinos búlgaros han sido tiroteados por algunos súbditos yugoslavos (se dice que eran soldados) y uno de los campesinos ha muerto.

La indignación popular ha sido enorme; ha habido manifestaciones callejeras contra los demoníacos servios. Las redacciones de los periódicos se han visto con una sobrecarga de trabajo.

Una semana después de esos hechos, el gobierno anunció nuevas compras de cañones antiaéreos, destinados a reforzar las defensas de las provincias del Oeste. Estas compras han sido hechas a una firma belga, mediante un préstamo negociado en el Banco de Crédito Eurasiático.

Y ayer mismo ha llegado a esta oficina una noticia sumamente extraña.

Como resultado de una investigación especial abierta por el gobierno de Yugoslavia, se ha podido comprobar que los cuatro hombres que han disparado contra los campesinos búlgaros no eran soldados yugoslavos, y lo que es más, tampoco eran súbditos yugoslavos. Provienen de distintos países y dos de ellos han cumplido, en Polonia, diversas penas por actividades de índole terrorista.

Estos hombres habían sido pagados para ocasionar el incidente. Al parecer, el dinero les fue entregado por un individuo al que ninguno de ellos conocía y del que no saben nada, excepto que había viajado desde París para contratarles.

Y todavía más. Esa noticia fue transmitida a París. Al cabo de una hora, el jefe de mi periódico me dio instrucciones precisas: había que eliminar la noticia y enviar un démenti [60] a todos los suscriptores.

Divertido, ¿verdad? Pocas personas serían capaces de figurarse que una organización tan poderosa como el Banco de Crédito Eurasiático puede llegar a demostrar que posee una sensibilidad tan exquisita.

¿Qué decir de su Dimitrios?

Un escritor de teatro dijo una vez que hay cierto tipo de situaciones que no pueden ser llevadas a escena. Son situaciones frente a las cuales el público no puede sentir ni aprobación ni desaprobación, simpatía o antipatía: situaciones de las que sólo se puede salir avergonzado o sumido en la zozobra y de las que no se puede sacar ninguna lección moral, por muy amarga que sea.

Creo que sería posible definir a ese escritor como una persona perteneciente a ese grupo de hombres desdichados que, con gran confusión, no distinguen las diferencias entre las estúpidas vulgaridades de la vida real y la existencia ideal de la imaginación. Es posible.

A pesar de todo, me he sorprendido a mí mismo preguntándome si no simpatizo con él. ¿Sería posible hallar una explicación que defina a Dimitrios o debemos abandonar esa idea, disgustados y vencidos?

Me resulta tentadora la idea de considerar razonable y justo el hecho de que haya muerto tan violenta y desagradablemente como ha vivido. Pero también éste es un camino demasiado ingenuo para huir del problema. Así no lograremos explicar el porqué de la conducta de Dimitrios: sólo encontraremos una disculpa para no hacerlo.

Es necesario que se den ciertas condiciones especiales para que se produzca un cierto tipo de criminales que esas mismas condiciones tipifican. He intentado definir esas condiciones… pero no lo he logrado con éxito.

Cuanto sé es que mientras la fuerza ejerza sus derechos, mientras el caos y la anarquía, enmascarados bajo el lema del orden y la sensatez, se impongan, aquellas condiciones existirán.

¿Cómo remediarlo? En fin, voy a dejarle: creo verle bostezando y me digo que, si le aburro, jamás volverá a escribirme y nunca sabré si está disfrutando de su estadía en Paris, si ha encontrado allí nuevos Bulic, otras madame Preveza y si nos volveremos a ver pronto por Sofía.

De acuerdo con mis últimas informaciones, la guerra no estallará hasta la primavera; o sea que aún nos queda un tiempo para dedicarnos a esquiar. Aquí, estos últimos días de enero son propicios para hacerlo. Las carreteras están en pésimo estado, pero las pistas (si logras llegar hasta ellas) son magníficas. Esperaré con ansiedad sus noticias y su promesa de venir a visitarme.

Me despido con mis más sinceros recuerdos.

N. MARUKAKIS.»


Latimer dobló la carta y la guardó en uno de sus bolsillos. ¡Excelente persona ese Marukakis! Ya le escribiría en cualquier momento, en cuanto tuviera algo de tiempo libre. Porque, de momento, debía dedicarse a solucionar varios problemas de gran importancia. Necesitaba, con mucha urgencia, un método perfecto para cometer un crimen y una multitud de sospechosos que sirvieran como cortina de humo y como entretenimiento.

Sí, los sospechosos tendrían que resultar muy entretenidos. Su último libro era algo pesado. En esta nueva novela inyectaría un poco de humor.

Desde luego que el motivo sería el dinero, que siempre seguía siendo la base más sólida.

Qué pena que los testamentos y los seguros de vida hubieran pasado ya de moda. Podía pensar en el tema de un hombre que mata a una anciana dama para que su esposa adquiera un capital privado gracias a la herencia. Tal vez valiese la pena hacerlo.

¿El escenario? Pues bien, de una aldea inglesa de campo siempre se podía obtener algún buen partido, por cierto. ¿Época del año? El verano. Partidas de criquet en el parque de una casa de campo, reuniones en el jardín de la vicaría, el tintineo de las tazas de porcelana, el dulce aroma de la hierba cortada, en las tardes de julio.

Esas eran las cosas que la gente quería ver a su alrededor. También a él le resultaban agradables esas cosas.

Latimer observó el paisaje, a través del cristal de la ventanilla. El sol se había puesto y las colinas se alejaban lentamente, sumergiéndose en el cielo nocturno. Dentro de unos minutos el expreso haría una parada en Belfort. ¡Dos días más de viaje! A lo largo de esas horas ya conseguiría elaborar la trama de su novela.

El tren penetró en un túnel.

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