Con especial atención, Latimer había analizado el problema que le aguardaba en Sofía.
En Esmirna y en Atenas, todo se había reducido a lograr el acceso a los registros escritos. Cualquier investigador privado competente podía haber descubierto tanto como él.
Sin embargo, ahora las cosas serían muy diferentes. Era seguro que Dimitrios tuviera antecedentes policiales en Sofía. Pero, según las palabras del coronel Haki, la policía búlgara sabía muy poco de ese hombre. La poca importancia que le habían dado a su persona era obvia: hasta que no fueron consultados por el coronel Haki, no se habían molestado en pedir una descripción de Dimitrios a la mujer con quien se sabía que había estado relacionado. Era obvio, pues, que lo interesante sería aquello que no se hallaba en los archivos policiales y lo superfluo lo que sí se encontraba en ellos.
Tal como había dicho el coronel, en el caso de un asesinato político no es importante saber quién ha disparado la bala, sino quién ha pagado por ella. Cualquier información que tuviera la policía ordinaria sería valiosa, sin duda, aun cuando se habían preocupado más por el tirador que por el que había comprado los proyectiles.
Su primer cometido sería averiguar quién había ganado o quién hubiera podido ganar con la muerte de Stambulisky. Hasta tanto no tuviera esa información básica, era ociosa toda especulación acerca del papel que había jugado Dimitrios.
En el caso de que obtuviera la información, bien podía ser que resultara poco útil, a menos que se la aplicara a la redacción de un panfleto comunista; pero esa contingencia no formaba parte de las elucubraciones de Latimer, por el momento. Comenzaba a disfrutar con su experimento y no quería abandonarlo por motivos triviales. Si estaba destinado a morir, que tuviera, al menos, una muerte digna.
Durante la tarde del día de su llegada fue a las oficinas de la agencia francesa de noticias, en busca de Marukakis y le entregó la carta de presentación.
El griego era un hombre moreno, delgado, de mediana edad, con protuberantes e inteligentes ojos; al hablar, al final de cada una de sus frases, estiraba los labios hacia adelante, como si su propia falta de discreción le asombrara. Saludó a Latimer con la mesurada cortesía de un negociador en una tregua armada. Marukakis hablaba francés.
– ¿Qué información necesita usted, monsieur?
– Toda la que pueda proporcionarme sobre la gestión de Stambulisky en 1923.
Marukakis alzó las cejas.
– ¿Información sobre un hecho de tanto tiempo atrás? Tendré que refrescar mi memoria. Pero eso no es ningún inconveniente. Deme una hora.
– Me encantaría que cenara conmigo esta noche, en mi hotel.
– ¿Dónde se aloja?
– En el Grand Palace.
– Podríamos cenar mejor y por mucho menos dinero en otro sitio. Si lo desea, puedo llamarle a las ocho y pasar a recogerle para ir al restaurante. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Bueno. A las ocho en punto, pues. Au'voir [18].
Marukakis llegó puntualmente a las ocho y, en silencio, subieron andando por el boulevard Maria-Louise y por la calle Alabinska hasta una callejuela lateral. A mitad de la calleja había una tienda de comestibles. Marukakis se detuvo: tenía el aire de quien recupera la conciencia de sí mismo.
– Oh, no tiene un aspecto muy atractivo -dijo con un tono de duda-. Pero algunas veces la comida es muy buena aquí. ¿Prefiere ir usted a otro sitio?
– No, no, me fío de su elección.
– He pensado que era mi deber preguntárselo a usted -dijo el periodista griego tranquilizado antes de abrir la puerta de la tienda.
Dos de las mesas estaban ocupadas por un grupo de hombres y mujeres que sorbían una sopa ruidosamente. Latimer y su acompañante se sentaron en una tercera mesa. Un hombre de enormes bigotes, en mangas de camisa y con un delantal de rústica tela verde, se les acercó para dirigirles algunas palabras en búlgaro, con tono campechano.
– Será mejor que pida la comida usted -dijo Latimer.
Marukakis habló con el camarero, quien se atusó las puntas del mostacho antes de alejarse para gritar algo en dirección a una sombría abertura de la pared: al parecer, la entrada al sótano. Se oyó una voz que, débilmente, acusaba recibo del pedido. El camarero volvió, con una botella en una mano y tres vasos en la otra.
– He pedido vodka -dijo Marukakis-. Espero que le guste a usted.
– Sí, mucho.
– Estupendo.
El camarero llenó los tres vasos, cogió uno de ellos, hizo un gesto de saludo a Latimer y, echando atrás la cabeza se lo engulló. A continuación se marchó.
– A votre santé [19] -brindó Marukakis cortésmente-. Pues bien -prosiguió, cuando ambos dejaron los vasos sobre la mesa-, ahora que hemos bebido juntos, lo cual significa que somos camaradas, le propondré un trato. Yo le comunicaré lo que sé sobre el tema y después usted me dirá para qué quiere saber todo eso. ¿Le parece un trato justo?
– Muy justo.
– De acuerdo, pues.
Les pusieron delante sendos platos de sopa. Era espesa, muy aromatizada con especias y mezclada con nata ácida. Mientras comían, Marukakis comenzó a hablar.
En una civilización decadente, el prestigio político no es la mejor recompensa para el que posee el más perspicaz de los olfatos para el diagnóstico, sino que eso corresponde al hombre que tiene los mejores modales de salón. Es la condecoración que la ignorancia otorga a la mediocridad. Sin embargo, aún subsiste una suerte de prestigio político que puede ser llevado con una cierta patética dignidad: es el que se otorga, dentro de un partido en el que luchan doctrinarios extremistas, a un líder de mentalidad liberal. La dignidad de ese hombre es la de todos los hombres condenados. Porque él también está condenado, ya sea a sufrir el desprecio y el odio del pueblo o bien a morir como un mártir, cuando los dos extremos se destruyan mutuamente o cuando uno de ellos prevalezca sobre el otro.
Ese era el caso de monsieur Stambulisky, el líder del partido agrario campesino búlgaro, primer ministro y ministro de Relaciones Exteriores.
El partido agrario, enfrentado a la reacción organizada, se paralizó, porque sus conflictos internos le habían dividido hasta la impotencia. Y así murió, sin siquiera disparar una sola bala en su propia defensa.
Todo recomenzó de nuevo tan pronto como Stambulisky regresó a Sofía, en enero de 1923. Había asistido a la conferencia de Lausana.
El 23 de enero, el Gobierno yugoslavo (en manos de los servios por aquel entonces) había presentado en Sofía una protesta oficial contra una serie de incursiones armadas que grupos de comitadji [20] búlgaros habían llevado a cabo en la zona fronteriza con Yugoslavia. Pocos días más tarde, el 5 de febrero; durante la función inaugural del Teatro Nacional de Sofía, función a la que asistían el rey y las princesas, se colocó una bomba en un palco en el que se encontraban varios ministros del Gobierno. La bomba estalló. Hubo muchos heridos.
Tanto los autores como los objetivos de estos atentados quedaron en evidencia de inmediato.
Desde un principio, la política de Stambulisky ante el Gobierno yugoslavo había sido pacifista y conciliatoria. Las relaciones entre ambos países habían experimentado una rápida mejoría. Pero a aquella mejora se encontró un escollo en los autonomistas de Macedonia, representados por el muy conocido Comité Revolucionario Macedonio, que actuaba a la vez en Yugoslavia y en Bulgaria. Temerosos de que las relaciones amistosas entre ambos países desembocaran en una acción conjunta en contra de ellos, los macedonios comenzaron a maquinar sistemáticamente para envenenar aquellas relaciones y para destruir a su enemigo, Stambulisky. Los ataques de los comitadji y el atentado en el teatro inauguraron un período de terrorismo organizado.
El 8 de marzo, Stambulisky jugaría su baza decisiva, al anunciar que la Narodno Sobranie sería abolida el día 13 y que habría una convocatoria a elecciones generales para el mes de abril.
Estas medidas significaban un duro golpe para los partidos reaccionarios. Bulgaria caminaba hacia la prosperidad bajo las riendas del gobierno agrario. El campesinado constituía el más firme respaldo al poder de Stambulisky. Una reelección le podía dar una estabilidad aún mayor. Pero de pronto los caudales del Comité Revolucionario Macedonio aumentaron.
Casi de inmediato se produjo un conato de asesinato a Stambulisky y a su ministro de Ferrocarriles, Atanassoff, en la ciudad de Haskovo, en la frontera tracia. Fue desbaratado en el último momento. Muchos oficiales de la policía, responsables de la prohibición de las actividades de los comitadji, incluido el prefecto de la ciudad fronteriza de Petrich, recibieron amenazas de muerte. Consideradas tales amenazas, se aplazó la convocatoria a elecciones.
Más tarde, el 4 de junio, la policía de la capital descubrió una conspiración para asesinar no sólo a Stambulisky, sino también al ministro de la Guerra, Muravieff, y al ministro del Interior, Stoyanoff.
Un joven oficial del ejército, sospechoso de haber recibido la orden de matar a Stoyanoff fue acribillado a tiros durante una refriega con la policía. Otros jóvenes oficiales, también bajo las órdenes del comité terrorista, habían llegado a Sofía, al parecer. Se ordenó la búsqueda de estos conspiradores. Pero la policía había empezado a perder el control de la situación.
Ese hubiera sido el momento adecuado para que el Partido Agrario actuara, para que armara al campesinado que lo apoyaba. Pero no se tomaron las medidas necesarias. Y, a cambio, las cabezas del partido se jugaron sus cartas políticas entre sí. Para ellos, el enemigo era el Comité Revolucionario Macedonio, una banda terrorista, una pequeña organización totalmente incapaz de derrocar a un Gobierno que se atrincheraba tras cientos de miles de votos campesinos. Todos demostraron su ceguera al no ver que las actividades del Comité no habían sido otra cosa que una cortina de humo, tras la cual los partidos reaccionarios, sin detenerse ni un instante, habían llevado a cabo sus preparativos para una ofensiva. Bien pronto pagarían los jefes del partido agrario aquella falta de perspicacia.
En la medianoche del 8 de junio todo estaba en calma. A las cuatro de la madrugada del día 9 todos los miembros del Gobierno de Stambulisky, con la sola excepción del mismo Stambulisky, se hallaban en la cárcel y se decretaba la ley marcial. Los caudillos de ese coup d'état eran los reaccionarios Zankoff y Rouseff: ninguno de ellos había mantenido jamás relaciones con el Comité macedonio.
Demasiado tarde ya, Stambulisky trató de reunir al campesinado para defenderse. Algunas semanas después fue cercado, junto con algunos de sus seguidores, en una casa de campo, a unos centenares de millas de Sofía. Allí fue capturado. Poco después, en circunstancias que todavía hoy resultan oscuras, fue asesinado de un balazo.
Así fue como Latimer recordaría los hechos que le narrara Marukakis durante la cena. El griego era conciso al hablar, pero se mostraba propenso a pasar el relato de los hechos a la exposición de la teoría revolucionaria, si veía la ocasión de hacerlo. Su narración terminó, cuando Latimer estaba bebiéndose su tercera taza de té.
Permaneció en silencio durante unos segundos. Tras la pausa, dijo:
– ¿Sabe usted quiénes proporcionaban dinero al Comité?
Marukakis sonrió.
– Algún tiempo más tarde comenzaron a circular diversos rumores. Y las explicaciones que se barajaron no fueron pocas; pero en mi opinión, la más razonable y, dicho sea de paso, la única que he podido comprobar en parte, ha sido la de que el dinero había sido adelantado por el banco en el que se depositaban los fondos del Comité. Se llama Banco de Crédito Eurasiático.
– ¿O sea que ese banco adelantaba el dinero en favor de un tercer partido?
– No. El banco adelantaba el dinero en beneficio propio. He podido descubrir que esa institución había estado a punto de quebrar debido al alza del valor del lev durante la administración de Stambulisky. En los primeros meses del año 1923, antes de que los disturbios se acentuaran, el lev había llegado a duplicar su valor al término de dos meses. De ochocientos por libra esterlina pasó a cuatrocientos por cada libra. Podría averiguar el valor actual si le interesa. Cualquiera que hubiera vendido la moneda búlgara en esos meses, contra pagos a noventa días o más, contando con una baja en el mercado internacional, hubiera tenido que hacer frente a enormes pérdidas. Y el Banco de Crédito Eurasiático no era, y tampoco lo es ahora, de esa clase de entidades bancarias que aceptarían una pérdida como ésa.
– ¿Qué tipo de banco es?
– Está registrado en Mónaco. Eso quiere decir que no sólo no paga impuestos en los países en los que opera, sino que no publica sus balances, además, y que no se puede investigar al respecto. Hay otras muchas instituciones bancarias similares en toda Europa. El Eurasiático tiene sus oficinas centrales en París, pero su campo de operaciones está en los países balcánicos. Entre otras cosas, se dedica a financiar la manufactura clandestina de heroína en Bulgaria, para exportar después la droga mediante el contrabando.
– ¿Cree usted que ese banco ha financiado el coup d'état de Zankoff?
– Puede ser. De cualquier modo, ha financiado las condiciones que ha hecho posible aquel golpe de estado. Era un secreto a voces que el atentado contra Stambulisky y Atanassoff en Haskovo había sido una faena de pistoleros venidos del exterior y pagados por alguien, para que cumplieran con ese específico objetivo. Mucha gente ha dicho también que aunque se hablaba demasiado y las amenazas eran moneda corriente, todo el jaleo se habría aplacado si no hubieran intervenido los agents provocateurs [21] extranjeros.
Eso era más de lo que Latimer había esperado.
– ¿Puedo encontrar detalles sobre el atentado de Haskovo, de algún modo? Marukakis hizo un gesto dubitativo.
– Eso ocurrió hace más de quince años. Tal vez la policía podría decirle algo, pero no me parece fácil. Si supiera lo que a usted le interesa saber…
Latimer tomó una decisión.
– Pues bien, le he dicho que le explicaría por qué necesito esta información y lo haré -comenzó a decir y prosiguió de prisa-: Hace algunas semanas, encontrándome en Estambul, comí con un hombre que resultaría ser el jefe de la policía secreta turca. Una persona interesada en novelas policíacas y empeñado en que yo elabore un argumento planeado por él. Estábamos hablando de lo que diferencia a los asesinos reales de los de ficción cuando me leyó, para ilustrar el tema, el dossier de un hombre llamado Dimitrios Makropoulos o Dimitrios Talat. El hombre había sido un bandido y un degollador de la peor ralea. Había asesinado a un hombre en Esmirna disponiéndolo todo para que las autoridades ahorcaran a otro por ese crimen. Ha estado implicado en tres conatos de asesinato, incluido el de Stambulisky. Ha trabajado de espía para los franceses y ha dirigido una banda organizada que se dedicaba a la distribución de droga en París. El día antes de que me hablaran de él, le habían hallado flotando en las aguas del Bósforo. Tenía una profunda cuchillada en el vientre. Por alguna oscura razón, sentí la curiosidad de verle y así convencí al jefe de la policía secreta para que me llevara consigo al depósito de cadáveres. Dimitrios yacía allí, sobre una mesa, con sus ropas apiladas a su lado.
»Quizá ha sido porque he comido bien y me sentía un poco atontado, pero lo cierto es que, de pronto, he sentido el extraño deseo de saber más acerca de Dimitrios. Como usted sabe, soy escritor, escribo novelas policíacas. Me he dicho a mí mismo que si, por una vez siquiera en mi vida, intentara hacer alguna investigación por mí mismo, en lugar de escribir acerca de las pesquisas de otras personas, podría obtener algún resultado interesante. Mi idea ha sido rellenar algunas lagunas del dossier.
»Pero ésa ha sido una simple excusa. Y no tengo ningún reparo en confesarle que mi interés no guarda ninguna relación con la tarea de investigador. Es muy difícil explicarlo, pero ahora comprendo que mi curiosidad acerca de Dimitrios es más la del biógrafo que la del detective.
»Y también hay en todo esto un elemento emotivo. Me interesa explicarme a Dimitrios, dar cuenta de sus motivaciones, comprender su mentalidad. Ponerle un simple rótulo de desaprobación no me parece suficiente. No le he visto como a un cadáver en un depósito, sino como una unidad dentro de un sistema social que está en vías de desintegración.
Hubo una pausa.
– ¡Así es, Marukakis! Por esto he venido a Sofía y le estoy robando su tiempo con preguntas sobre lo que ocurrió quince años atrás. Me he propuesto reunir el material para una biografía que jamás se escribirá, en un momento en que se supone que debería estar escribiendo una novela policíaca. A mí me parece algo no demasiado sensato. A usted cosa digna de un loco, me imagino. Pero, en fin, ésta es mi explicación.
Se echó hacia atrás en la silla; le parecía estar representando el papel de un tonto. Hubiera sido mejor inventar una mentira con detalles bien pensados.
Marukakis permanecía con los ojos fijos en su té. Al cabo de un instante los alzó.
– ¿Cómo se explica usted, personalmente, su interés por este Dimitrios?
– Ya se lo he dicho.
– No. Creo que no. Usted se engaña a sí mismo. En el fondo, usted espera que, al racionalizar los móviles de Dimitrios, al explicar su personalidad también explicará este sistema social en vías de desintegración del que me ha hablado hace unos momentos.
– Oh, eso es muy ingenioso. Pero, si me perdona usted por decirlo, creo que es un planteamiento un tanto esquemático. No me resulta tan fácil aceptarlo.
Marukakis se encogió de hombros.
– Es lo que opino.
– Muy amable de su parte por creer en mis palabras.
– ¿Y por qué no habría de creer en ellas? Son demasiado absurdas para despertar dudas. ¿Qué sabe usted de lo que ha hecho Dimitrios en Bulgaria?
– Muy poca cosa. Me han dicho que era uno de los intermediarios en una conspiración para asesinar a Stambulisky. Lo que equivale a decir que no existen pruebas de que él mismo fuera el encargado de disparar.
»Hacia finales de noviembre de 1922 se había marchado de Atenas; le buscaba la policía bajo la acusación de robo e intento de asesinato. Eso lo he descubierto yo. También creo que llegó a Bulgaria por mar. La policía búlgara le conocía. Lo sé porque en 1924 la policía secreta de Turquía pidió informes sobre él, debido a otro caso. Aquí, la policía interrogó, entonces, a una mujer de la que se sabía que había estado relacionada con Dimitrios.
– Si esta mujer vive todavía, creo que puede ser interesante hablar con ella.
– Sí, claro que lo sería. He seguido la pista de Dimitrios en Esmirna y en Atenas, donde adoptó el nombre de Taladis, pero hasta el presente no he hablado con nadie que le haya visto vivo, siquiera una vez. Por desgracia, no sé el nombre de aquella mujer.
– Estará en los archivos de la policía. Si usted quiere, podré hacer alguna indagación.
– No puedo pedirle que se encargue de ello. Si yo quiero malgastar mi tiempo leyendo archivos policiales, nadie podrá impedírmelo, pero no hay ninguna razón para que se lo haga perder también a usted.
– Hay muchas cosas que le impedirán malgastar su tiempo en la lectura de los archivos policiales. En primer término, usted no lee búlgaro y, en segundo lugar, la policía le pondrá ciertas objeciones. Yo soy un periodista acreditado, Dios tenga piedad de mí, que trabajo para una agencia francesa de noticias. Y por lo tanto tengo ciertos privilegios. Además, por absurdo que parezca -una sonrisa entreabrió los labios de Marukakis-, su investigación me ha intrigado mucho. En los asuntos humanos lo intrincado despierta siempre el interés, ¿no cree usted?-Marukakis echó un vistazo a su alrededor. El restaurante estaba vacío; el camarero dormido, sentado en una silla y con los pies encima de una mesa; el periodista suspiró-: Tendremos que despertar al pobre diablo para pagarle.
Durante el tercer día de su estancia en Sofía, Latimer recibió una carta de Marukakis.
Estimado Mr. Latimer: (Escribía en francés)
Tal como le he prometido, aquí le adjunto un resumen de toda la información acerca de Dimitrios Makropoulos que he podido obtener de la policía. Como podrá comprobar, no está completa. Aun así, es interesante, ¿verdad? Si es posible o no encontrar a esa mujer, sólo podré decirlo cuando haya hecho algunos amigos más entre los oficiales de la policía. Tal vez nos veamos mañana.
Con la mayor cordialidad, saludo a usted,
N. MARUKAKIS
Adjunto a esa carta, iba el resumen:
ARCHIVOS POLICIALES, SOFÍA
1922-1924
Dimitrios Makropoulos. Nacionalidad: griega. Lugar de nacimiento: Salónica. Fecha: 1889. Profesión: se dice que empacador de higos. Entrada: Varna, 22 de diciembre de 1922, en el barco de bandera italiana Isola Bella. Pasaporte o carnet de identidad: tarjeta de identificación de la Comisión de Socorro, número T. 53462.
Durante una inspección de papeles en el café Spetzi, de la calle Perotska, el día 6 de junio de 1923, en Sofía, iba acompañado por una mujer llamada Irana Preveza, búlgara de origen griego. Se sabe que D.M. está relacionado con criminales extranjeros. Se ha dictado orden de extradición contra él el 7 de junio del año 1923. Se le ha exonerado de ella a petición de A. Vazoff, quien ha depositado la fianza correspondiente, el 7 de junio de 1923.
En setiembre de 1924 se recibió del Gobierno turco un pedido de información acerca de un empacador de higos llamado «Dimitrios», buscado bajo la acusación de asesinato. Se ha enviado la información precedente, al cabo de un mes. En el interrogatorio, Irana Preveza ha declarado haber recibido una carta de Makropoulos, enviada desde Adrianópolis. La mujer ha dado la siguiente descripción del individuo:
Estatura: 182 centímetros. Ojos: castaños. Piel: morena (afeitado). Cabello: oscuro y liso. Marcas de identificación: ninguna.
Al pie de este resumen, Marukakis había agregado una nota manuscrita:
N.B.: Esto es sólo el resumen de un dossier policial corriente. Se hacen algunas referencias a un segundo dossier del archivo secreto, pero no es posible obtener un permiso para consultarlo.
Latimer emitió un suspiro: sin duda el segundo dossier contenía los detalles de la actuación de Dimitrios en los sucesos del año 1923. Las autoridades búlgaras, era evidente, habían reunido más datos que los que enviaran a la policía turca. Y le resultaba verdaderamente irritante saber que existía aquella información, pero que era imposible tener acceso a ella.
Sin embargo, en la información de que disponía había sustento abundante para sus pensamientos.
La incongruencia más evidente era que, a bordo del barco de bandera italiana Isola Bella, en diciembre de 1922, durante el trayecto entre el Pireo y Varna a través del mar Negro, la tarjeta de identificación expedida por la Comisión de Socorro, n°T. 53462, hubiera sufrido una alteración. «Dimitrios Taladis» se había convertido en «Dimitrios Makropoulos». O bien Dimitrios había descubierto su talento de falsificador, o bien había conocido a alguien que lo poseyera y que lo había puesto a su servicio.
¡Irana Preveza! Una verdadera clave, que debía seguir y estudiar con especial cuidado. Si esa mujer vivía aún, sin duda le resultaría posible hallarla. Sin embargo, de momento, esa tarea quedaba encomendada a Marukakis. También era curioso el hecho de que se tratara de una persona de origen griego: quizá Dimitrios no hablara búlgaro.
«Se sabe que D.M. está relacionado con criminales extranjeros», le parecía, con todo, una frase vaga. ¿Qué clase de criminales? ¿De qué nacionalidad?¿Hasta dónde había llegado aquella asociación?¿Y por qué se había intentado deportarlo precisamente dos días antes del coup d'état de Zankoff?¿Habría sido Dimitrios uno de los asesinos de cuya presencia sospechaba la policía de la capital y a los que había buscado durante aquella crítica semana? El coronel Haki había desdeñado la idea de que Dimitrios fuera un asesino. «No es de esa clase de individuos dispuestos a arriesgar su pellejo por eso.» Pero el coronel Haki no lo sabía todo acerca de Dimitrios. ¿Y qué motivos habrían movido a A. Vazoff?¿Por qué había intervenido con tanta presteza y eficacia en favor de Dimitrios? Las respuestas a estas preguntas estarían, sin duda, en aquel segundo dossier, el de los archivos de la policía secreta. ¡Qué fastidio!
Latimer había enviado una nota al periodista, quien a la mañana siguiente le telefoneó. Acordaron que esa noche volverían a cenar juntos.
– ¿Ha logrado sonsacarle algo más a la policía?
– Sí, se lo diré todo esta noche, cuando vayamos a cenar. Hasta entonces.
A eso del anochecer, Latimer se encontraba tal como en sus tiempos de estudiante, mientras esperaba los resultados de los exámenes: un poco excitado, un tanto aprensivo y considerablemente irritado ante la formal demora en la presentación de unas notas que ya se conocían desde varios días antes. De modo que la sonrisa con que recibió a Marukakis escondía un rictus agrio.
– Es muy amable de su parte que se haya encargado de todo ese ajetreo.
Marukakis hizo florecer su mano:
– Tonterías, mi querido amigo. Ya le he dicho que me interesa el asunto. ¿Quiere que vayamos a la tienda de comestibles otra vez? Allí podremos hablar con tranquilidad.
A partir de ese momento y hasta el instante en que llegaron al restaurante, el griego habló sin parar sobre la posición de los países escandinavos ante la eventualidad de una guerra entre todos los países europeos. Latimer comenzaba a sentirse tan inclinado a la perversidad como cualquiera de los asesinos de sus novelas.
– Ahora bien -dijo, por fin, el griego-, en cuanto a aquello de Dimitrios, esta noche hemos de realizar un pequeño viaje.
– ¿Cómo?
– Ya le he dicho que me haría amigo de algún policía y así lo he hecho. En consecuencia, he podido averiguar dónde está ahora Irana Preveza. No me ha sido demasiado difícil: sucede que es muy conocida… por la policía.
Latimer sintió que su corazón aceleraba sus latidos.
– ¿Dónde está?-preguntó.
– A unos cinco minutos de camino de aquí. Es la propietaria de un Nachtlokal llamado La Vierge St. Marie.
– Nachtlokal?
Marukakis dejó que sus labios esbozaran una sonrisa.
– Oh, es lo que ustedes llamarían un club nocturno.
– Ya comprendo.
– No siempre ha tenido un negocio propio. Durante muchos años ha trabajado en casa de otros o en la suya propia. Pero ha envejecido. Tenía algún dinero ahorrado y se ha decidido a abrir su propio club. Frisa los cincuenta, pero aparenta menos años. La policía no aparta el ojo de ella. Al parecer, no se levanta hasta las diez de la noche, de modo que tendremos que esperar un poco antes de acercarnos al club para probar suerte.
»¿Ha leído la descripción de Dimitrios? "Marcas de identificación: ninguna." Eso me ha hecho gracia.
– ¿Ha pensado usted en que cómo es posible que la Preveza supiera con exactitud la estatura de Dimitrios? Ha dicho ciento ochenta y dos centímetros.
Marukakis le miró sin comprender.
– ¿Y qué?
– Poca es la gente que conoce con exactitud su propia estatura.
– ¿Y usted qué piensa al respecto?
– Creo que esa descripción proviene del segundo dossier que ha mencionado usted y no de esa mujer.
– ¿Y qué, entonces?
– Espere un momento. ¿Sabe usted quién es A. Vazoff?
– Oh, sí, quería hablarle de eso. También yo me he hecho la misma pregunta. Era un abogado.
– ¿Era?
– Murió hace tres años. Ha dejado mucho dinero, que fue reclamado por un sobrino que vive en Bucarest. Aquí no tenía familiares -Marukakis hizo una pausa antes de agregar con el más elaborado tono ingenuo-: era uno de los directores gerentes del Banco de Crédito Eurasiático. Le había reservado esta pequeña sorpresa para más tarde, pero creo que ya puede usted recibirla. Esto lo he averiguado en ciertos archivos. El Banco de Crédito Eurasiático no estuvo registrado en Mónaco hasta el año 1926. La lista de los directores en ejercicio antes de esa fecha todavía existe y puede ser revisada si el interesado sabe dónde hallarla.
– ¡Pero eso tiene una importancia increíble! -exclamó Latimer-. Comprenda usted que…
Marukakis le interrumpió para pedir la cuenta al camarero. Después echó una mirada socarrona a Latimer.
– Sabe usted -dijo-, ustedes los ingleses son sublimes. Son la única nación del mundo que cree tener el monopolio del sentido común.