Latimer se sentía paralizado. Tenía la boca abierta y era consciente de que su aspecto resultaba ridículo y de que nada se podía hacer ante este hecho.
Dimitrios, pues, estaba vivo. Ni siquiera se le ocurrió argüir contra esa aseveración. Instintivamente sabía que era verdad. Era como si un médico le hubiera dicho que padecía de una peligrosa enfermedad, de cuyos síntomas sólo se había enterado vagamente. Su sorpresa iba más allá de las palabras: se sentía agraviado, lleno de curiosidad y un tanto temeroso. Entretanto, su mente había comenzado a trabajar, afiebrada, para analizar e interpretar nuevos y distintos elementos. Cerró la boca para volver a abrirla y decir, con voz débil:
– No puedo creerlo.
Peters, sin ninguna duda, se sentía muy satisfecho por el efecto causado por su declaración.
– Apenas si he abrigado alguna esperanza de que usted no comprendiera la verdad. Grodek, por supuesto, lo ha comprendido todo -explicó Peters-. Le habían intrigado ya ciertas preguntas que le formulé un tiempo atrás. Cuando usted le fue a ver, su curiosidad aumentó. Y por ese motivo quería saber tanto sobre el asunto. Sin embargo, tan pronto como usted le dijo que había visto aquel cadáver, en Estambul, Grodek lo comprendió todo. Se percató de que lo único que lo convertía a usted en persona de incalculable valor para mí era el hecho de haber visto la cara del hombre que ha sido enterrado como Dimitrios. Era evidente. No para usted, quizá. Supongo que cuando ves a alguien totalmente desconocido en un depósito de cadáveres y un policía te dice que ese hombre se llama Dimitrios Makropoulos, aceptarás (si sientes el suficiente respeto hacia la policía) que ésa es la única verdad del caso. Yo sabía que usted había visto a alguien que no era Dimitrios. Pero… no podía probarlo. Por otra parte, usted podía hacerlo. Usted puede identificar a Manus Visser. -Peters hizo una pausa significativa y al ver que Latimer no hacía comentario alguno, agregó-: ¿Por qué lo identificaron como Dimitrios Makropoulos?
– Había un carnet de identidad, cosido en la parte interior del forro de la chaqueta, expedido en Lyon hace un año, a nombre de Dimitrios Makropoulos.
Latimer hablaba maquinalmente. Pensaba en el brindis de Grodek: a la salud de las novelas policíacas inglesas; pensaba también que el ex espía había sido incapaz de reprimir la risa con que celebró su propio chiste. ¡Cielos! ¡Qué tonto le había considerado Grodek!
– Un carnet de identidad francés -dijo Peters-. Eso me resulta divertido. Muy divertido.
– Había sido examinado y reconocido como auténtico por las autoridades francesas y, además, llevaba una fotografía también auténtica.
Peters le dedicó una sonrisa tolerante.
– Yo podría mostrarle una docena de carnets de identidad franceses auténticos, mister Latimer, cada uno de ellos a nombre de Dimitrios Makropoulos y cada uno con una fotografía distinta. ¡Mire! -extrajo de un bolsillo un permis de séjour [44] verde, lo abrió y, cubriendo con sus dedos el espacio destinado a los datos de identificación, dejó ver la fotografía-. ¿Me reconoce usted aquí, mister Latimer?
Latimer sacudió la cabeza.
– Sin embargo -declaró Peters-, se trata de una verdadera fotografía mía, tomada hace tres años. No me he molestado en engañar a nadie. Simplemente ocurre que no soy fotogénico, eso es todo. Pocas personas lo son. La cámara es una mentirosa estupenda. Dimitrios pudo haber utilizado fotografías de cualquier persona con el mismo tipo de cara que la de Visser. Esta fotografía que le he mostrado hace unos instantes es de alguien parecido a Visser.
– Si Dimitrios vive todavía, ¿dónde está?
– Aquí, en París -Peters se inclinó hacia adelante y palmeó una rodilla de Latimer-. Ha sido usted muy razonable -dijo con tono amable-. Se lo contaré todo, mister Latimer.
– Es muy amable de su parte -replicó el escritor, con un gesto de amargura.
– ¡No! ¡No! Usted tiene derecho a saberlo -protestó Peters calurosamente, antes de fruncir los labios y estirarlos hacia adelante, en ese gesto de las personas que saben muy bien distinguir lo justo de lo injusto-. Se lo contaré todo -repitió antes de encender otro cigarro.
»Tal como usted puede suponer -prosiguió-, todos estábamos enojados con Dimitrios. Algunos le prometieron vengarse. Pero yo, mister Latimer, jamás he sido un hombre que me haya gustado darme de cabeza contra las paredes. Dimitrios había desaparecido y no había modo de encontrarle.
»Una vez olvidadas las vejaciones de la vida en prisión, purgué el odio de mi corazón y me dediqué a viajar, para recuperar así mi sentido de la proporción. Me he convertido en un vagabundo, mister Latimer. Algún pequeño negocio aquí, otro pequeño negocio allí, viajes, meditación… ésa ha sido mi vida. Hace un par de años, me encontré con Vissner, en Roma.
»Como supondrá, no le había visto durante los últimos cinco años. ¡Pobre hombre! Había pasado muy duras penalidades. Pocos meses después de haber salido de la cárcel, agobiado por apuros de dinero, había falsificado un cheque. Le condenaron otra vez: tres años de prisión; después, cuando cumplió la pena, le deportaron. No tenía siquiera un céntimo y no podía trabajar en Francia, donde conocía gente que le habría sido útil. Creo que no puedo reprocharle que se haya dejado vencer por una gran amargura.
»Me pidió que le prestara algún dinero. Nos habíamos encontrado en un café y me explicó que debía ir a Zurich para comprar un nuevo pasaporte, pero no tenía el dinero necesario. Su pasaporte holandés no le servía, porque en él constaba su verdadero nombre. Me hubiera gustado echarle una mano: aunque jamás me había caído muy bien, su situación me parecía deplorable. Sin embargo, me negué a prestarle dinero.
»Ante mi negativa se irritó y no hacía más que acusarme de no confiar en que él sabría pagar una deuda de honor; sin duda, era una tontería hablar de esa manera. Después comenzó a implorarme. Podía probar, me dijo, que podría pagar ese dinero y entonces me confesó algunas cosas interesantes.
»Ya le he dicho que Visser sabía algo más que nosotros acerca de Dimitrios. Sí, sabía bastante más. Había conseguido, a costa de no pocos problemas, averiguar ciertos detalles. Todo ocurrió después de aquella tarde en que él empuñó su pistola para amenazar a Dimitrios; aquella tarde en la que Dimitrios le había vuelto la espalda. Nadie había desafiado de ese modo a Visser antes y él quiso saber quién era aquel hombre que le había humillado. En fin, ésta es la explicación que yo me he hecho.
»Visser me aseguró que había sospechado que Dimitrios nos traicionaría, pero sé muy bien que eso no es más que una tontería. Fueran cuales fueran sus motivos, Visser decidió que seguiría a Dimitrios después de una de las reuniones en la Impasse.
»La primera noche en que lo intentó, no tuvo éxito. Junto a la entrada de la Impasse había un enorme coche aguardando y Dimitrios se alejó en él antes de que su seguidor lograra llamar a un taxi.
»La segunda noche, Visser había alquilado un coche y no asistió a nuestra reunión sino que esperó a Dimitrios en la rue de Rennes. Cuando el coche, enorme y cerrado, apareció en la rue, Visser lo siguió. Dimitrios se detuvo ante la puerta de un gran edificio de apartamentos, en la avenue de Wagram, y entró en la casa mientras el coche se alejaba.
»Visser anotó la dirección y una semana más tarde, cuando supo que Dimitrios estaba reunido con nosotros en esta misma habitación, fue al inmueble y preguntó por monsieur Makropoulos. Como era natural, el conserje no conocía a ninguna persona con ese nombre. Visser le dio dinero, le describió a Dimitrios y pudo averiguar que tenía un apartamento en aquel edificio, a nombre de Rougemont.
»Ahora bien, a pesar de su engreimiento, Visser no era tonto. Sabía que Dimitrios debía haber previsto la posibilidad de que le siguieran y supuso que el apartamento de Rougemont no era su única vivienda. De modo que se dispuso a observar las idas y venidas de monsieur Rougemont. No tardaría en descubrir que había otra salida en la parte trasera del edificio y que Dimitrios a menudo se marchaba de la casa por allí.
»Una noche, cuando Dimitrios abandonó el inmueble por aquella puerta trasera, Visser le siguió. No tuvo que andar demasiado para descubrir que nuestro jefe vivía en una gran mansión en la avenue Hoche. Esa propiedad pertenecía, según descubrió más tarde, a una dama muy elegante, dueña también de un título nobiliario. La llamaré madame la Comtesse [45]. Más tarde, Visser vio que Dimitrios salía con aquella mujer, camino de la ópera. Dimitrios iba en grande tenue [46] y ambos subieron a un lujoso Hispano que les esperaba a la puerta.
»Tras obtener estos resultados, Visser perdió interés por el asunto. Sabía dónde vivía Dimitrios. Sin duda, en ese momento debió pensar que, en cierta medida, había cumplido con su venganza al descubrir este detalle. Además, también se había cansado de apostarse a la espera en las calles. Su curiosidad estaba satisfecha. Lo que había descubierto, después de todo, era lo que había querido descubrir. Dimitrios era un hombre que ganaba mucho dinero: lo gastaba tal como lo hacían otros hombres poseedores de gran fortuna.
»Mis amigos me habían dicho que Visser, al ser detenido en París, había revelado muy pocas cosas sobre Dimitrios. Pero, a pesar de eso, creo que ya por entonces abrigaba malos propósitos, porque era hombre de naturaleza violenta y también estaba muy paga do de sí mismo. De todas maneras, hubiera sido inútil que él hubiese intentado algo para que detuvieran a Dimitrios. Sólo podía dar a la policía las señas del apartamento de la avenue de Wagram y de la casa de madame la Comtesse, en la avenue Roche, y Visser sabía que Dimitrios no estaría en ninguno de esos lugares. Como ya le he dicho, mister Latimer, ese hombre tenía otras ideas para sacarle partido a lo que conocía.
»Creo que, en un primer momento, Visser pensó en asesinar a Dimitrios tan pronto como le encontrara. Pero cuando comenzó a andar mal de dinero, su odio hacia Dimitrios dio paso a un sentimiento algo más razonable. Tal vez haya recordado el Hispano Suiza y el lujo de la mansión de madame la Comtesse, quizá la noble dama se quedaría preocupada al saber que su amigo obtenía una fortuna con la venta de heroína y quizá Dimitrios hubiera estado dispuesto a pagar una buena suma para evitarle semejante preocupación.
»Después de salir de la cárcel, a comienzos de 1932, durante varios meses, Visser se dedicó a buscar a Dimitrios. El apartamento de la avenue de Wagram ya no estaba ocupado. La casa de madame la Comtesse estaba cerrada y el conserje le dijo que la señora se había ido de viaje a Biarritz. Visser fue a Biarritz y averiguó que madame la Comtesse estaba allí con algunos amigos. Dimitrios no se encontraba entre ellos. Visser regresó a París. Entonces tuvo lo que considero una brillante idea. El mismo se mostraba orgulloso de ella. Por desgracia para él, esa idea se le ocurrió un poco tarde.
»Un día, Visser pensó que Dimitrios había sido adicto alguna vez y dio en pensar que, tal vez como lo hacen los adictos que disponen de mucho dinero, Dimitrios podía haberse internado en una clínica de rehabilitación. Sin duda, su adicción tenía que haber alcanzado un nivel muy alto.
»En los alrededores de París hay cinco clínicas privadas especializadas en este tipo de tratamiento. Con la excusa de averiguar precios y condiciones de la terapia, para un hermano imaginario, Visser visitó cada una de las cinco, diciendo que había sido enviado al lugar por un amigo de monsieur Rougemont. En la cuarta, la idea dio sus frutos. El doctor que habló con Visser preguntó por el estado de salud de Rougemont.
»Creo que Manus Visser sentía una baja satisfacción ante la idea de lo que habría sido el proceso de rehabilitación de Dimitrios.
»La cura es terrible, ya lo sabe usted. Los médicos siguen suministrando drogas al paciente, pero gradualmente reducen la dosis. La tortura que sufre el enfermo es casi insoportable; durante días y días no hace más que bostezar, sudar y temblar; no puede dormir ni comer. Anhela la muerte y balbucea incoherencias acerca del suicidio: no tiene siquiera fuerzas para poder hacerlo. Esa piltrafa gime y chilla por su droga, que le es restringida poco a poco. Esa piltrafa… Pero será mejor que no le aburra con estos horrores, mister Latimer. La cura exige un periodo de tres meses y cuesta cinco mil francos semanales. Cuando la terapia termine, tal vez el paciente olvidará sus torturas y comenzará a tomar drogas de nuevo. O quizá logre ser sensato y olvide el Paraíso. Dimitrios, al parecer, ha sido sensato.
»Rougemont se había marchado de la clínica cuatro meses antes de la visita de Visser, de modo que había que pensar en alguna otra brillante idea. Y, por cierto que la pensó, pero debía viajar de nuevo a Biarritz y no tenía dinero. O sea que falsificó un cheque, lo cobró y emprendió el viaje. El razonamiento de Visser era simple: Dimitrios y madame la Comtesse habían sido amigos; era probable que ella supiera dónde estaba Dimitrios en aquel momento. Pero Visser no podía presentarse ante la dama para preguntarle las señas de su antiguo amigo. Aun en el caso de que tuviera un buen pretexto, no podía hacerlo, porque ignoraba el nombre por el que ella conocía a Dimitrios.
»Ya ve usted: las dificultades eran muchas. Sin embargo, Visser encontró la vía para superarlas. A lo largo de varios días vigiló la villa de madame la Comtesse. Después, cuando conoció todos los detalles importantes del lugar, una noche se introdujo en la habitación de la dama, mientras los dos sirvientes dormían y los señores habían salido. Visser buscó entre los objetos personales de madame la Comtesse. Esperaba encontrar cartas.
»Dimitrios jamás había escrito informes en nuestro negocio, no era una tarea que le agradara, y jamás había mantenido correspondencia con ninguno de nosotros. Pero Visser recordaba que en una oportunidad Dimitrios había garabateado sobre un papel una dirección para dársela a Werner. Yo mismo recuerdo aquella ocasión. Me había llamado la atención su extraña caligrafía: una letra que revelaba pocos estudios, llena de rasgos desmañados, inseguros y de trazos vulgares que pretendían ser airosos adornos. Visser había ido tras esa escritura. Y por cierto que la encontró.
»Había nueve cartas. Todas provenían de un hotel de Roma, muy distinguido. Perdón, mister Latimer, ¿qué me ha dicho?
– Puedo decirle qué estaba haciendo Dimitrios en Roma. Estaba organizando el asesinato de un político yugoslavo.
Mister Peters no se mostró muy impresionado.
– Es muy posible -comentó con tono indiferente-: no se encontraría donde se encuentra hoy de no haber poseído esa especial destreza para la organización. ¿Qué le estaba diciendo?¡Ah!, sí, las cartas.
»Todas provenían de Roma y todas estaban firmadas con iniciales que, a los fines de mi relato, le diré que eran C.K. Las cartas en sí mismas no eran lo que Visser había esperado. Eran muy formales, pomposas y breves. La mayoría de ellas no decían más que eso: el remitente estaba en buen estado de salud, sus negocios iban muy bien y esperaba volver a ver a su querida amiga muy pronto. Nada de tuteos, ya sabe usted. Pero en una decía que había conocido a una persona emparentada con la familia real italiana gracias a un enlace matrimonial y en otra carta contaba cómo había sido presentado a un diplomático rumano, que tenía un título de nobleza. Al parecer, se mostraba sumamente complacido con aquellas relaciones. Todo eso era muy snob y Visser pensó que podía lograr que Dimitrios quisiera comprarle su amistad.
»Anotó, pues, el nombre del hotel y, después de dejar ordenado cuanto había tocado, regresó a París desde donde pensaba seguir a Roma. Llegó a París a la mañana siguiente. La policía le estaba esperando. Creo que como falsificador había resultado ser poco hábil.
»Figúrese usted lo que sentiría aquel pobre hombre… Durante los tres interminables años que pasó en la cárcel no hizo nada que no fuera pensar en Dimitrios, en lo cerca que había estado de él y en lo lejos que se hallaba en esos momentos. Por alguna extraña razón, consideraba que Dimitrios era el responsable de su nuevo encarcelamiento.
»Esa idea encendía más aún su odio contra el antiguo jefe y le afirmaba su decisión de hacerle pagar por el daño ocasionado. Creo que Visser estaba fuera de su sano juicio.
»Tan pronto como fue puesto en libertad, consiguió un poco de dinero en Holanda y marchó a Roma. Dimitrios le aventajaba en tres años, pero Visser estaba decidido a enfrentarse con él. Fue, pues, al hotel, se presentó como detective privado holandés y pidió ver los registros de las personas que habían permanecido en el hotel tres años antes. Las fichas habían ido a dar a los archivos de la policía, por supuesto, pero en el hotel se conservaban los recibos del periodo en cuestión y así Visser logró descubrir el nombre que Dimitrios había utilizado. También supo que Dimitrios había dejado una dirección: era un número de apartado de correos de París.
»Visser se enfrentaba con una nueva dificultad. Sabía el nombre, pero de nada le serviría si no lograba entrar en Francia y seguir allí los pasos de aquel hombre. No tenía ningún sentido que enviara por escrito un pedido de dinero: Dimitrios no seguiría yendo aún a buscar correspondencia, al cabo de tres años, a ese apartado de correos. Además, Visser no podía poner los pies en Francia sin que lo llevaran a la frontera o lo metieran otra vez en la cárcel. En cierto modo se veía forzado a cambiar de nuevo su nombre y a conseguir un nuevo pasaporte, pero no tenía dinero suficiente para hacerlo.
»De modo que le presté tres mil francos. Y debo confesarle, mister Latimer, que me sentí estúpido al hacerlo; en fin, en realidad ese hombre me daba pena. Ya no era el Visser que yo había conocido en París: la prisión le había chafado. En otro tiempo, sus pasiones se reflejaban en sus ojos; ahora sólo emergían hasta su boca y sus mejillas. Vaya, que comprendes que te estás volviendo viejo.
»Le di el dinero por compasión y para desembarazarme de él. No había creído ni una palabra de su historia. Ya comprenderá usted cuál sería mi asombro, hace un año, al recibir una carta de Visser que contenía un giro por valor de tres mil francos.
»La carta era muy breve, sólo decía: "Le he encontrado, tal como dije que lo haría. Aquí le remito, con mi más profundo agradecimiento, el dinero que usted me había prestado. Bien vale tres mil francos la sorpresa que se llevará usted." Eso era todo. Ni siquiera había firma. Tampoco dirección. El giro había sido librado en Niza y la carta llevaba un sello de correos de esa ciudad.
»Aquella carta me hizo pensar, mister Latimer, Visser había recuperado sus ínfulas, que le permitían darse el lujo de devolverme aquellos tres mil francos. Esto significaba que tenía mucho dinero, sin duda. Las personas engreídas sueñan con realizar gestos grandilocuentes, pero muy pocas veces los llevan a la práctica. Dimitrios debía haber pagado y, ya que no era ningún tonto, debía tener buenos motivos para hacerlo.
»Yo estaba sin trabajo entonces, mister Latimer, sin trabajo y un tanto intranquilo. De modo que pensé que bien podía ser interesante encontrar a Dimitrios, por mi cuenta, y compartir la buena suerte de Visser.
»No era la codicia lo que me impulsaba, mister Latimer, no quiero que piense eso. Me sentía interesado. Además, siempre he creído que Dimitrios ha quedado en deuda conmigo por los apuros e indignidades que me he visto obligado a soportar por el. Durante dos días jugué con esa idea. Después, al tercer día, adopté una decisión: me fui a Roma.
»Ya puede figurarse, mister Latimer, que pasé por muchas dificultades y desilusiones. Conocía las iniciales que Visser, en su empeño por convencerme, me había revelado, pero lo único que sabía acerca de aquel hotel de Roma se reducía a que era muy caro y elegante.
»Desgraciadamente, hay muchos hoteles caros en Roma. Comencé a visitarlos, uno tras otro. Pero cuando, en el quinto hotel, me dijeron que no podían permitirme ver los registros del año 1932, abandoné el intento.
»Sin embargo, a continuación acudí a un amigo italiano que trabajaba en un ministerio del gobierno. Este hombre puso su influencia a mi servicio y, tras algunos cabildeos y no pocos gastos, recibí una autorización para inspeccionar los archivos del Ministerio del Interior, correspondientes al año 1932. Descubrí cuál era el nombre que Dimitrios había utilizado en aquella oportunidad y también descubrí algo que Visser no sabía: en 1932, tal como yo mismo lo había hecho, Dimitrios se había decidido a adoptar la nacionalidad de cierta república sudamericana que es muy comprensiva en estos casos, si tu bolsillo es suficientemente ancho. De modo que Dimitrios y yo nos habíamos convertido en compatriotas.
»Debo confesarle, mister Latimer, que regresé a París muy esperanzado. Pero me esperaba una amarga desilusión. Nuestro cónsul no se mostró comprensivo ni dispuesto a echarme una mano. Me aseguró que jamás había oído hablar del señor [47] C.K. Y aún me aguardaba otro inconveniente. La mansión de madame la Comtesse, en la avenue Hoche, permanecía deshabitada desde hacía dos años.
»¿Cree usted que era muy sencillo enterarse del lugar en que se encontraba una dama rica y elegante? No; era sumamente difícil. El anuario Bottin no revelaba nada. Al parecer, esta señora no tenía casa en París. Le confieso que estaba a punto de abandonar mi búsqueda cuando se me ocurrió cuál podía ser el camino para superar mis dificultades.
»Caí en la cuenta, en aquel momento, de que una dama de buen tono como madame la Comtesse por fuerza tenía que haber ido a practicar algún deporte de invierno durante la temporada que acababa de finalizar. Por lo tanto, pedí en Hachette que me proporcionaran un ejemplar de cada revista francesa, suiza, alemana e italiana dedicada a los deportes de invierno y a las crónicas de sociedad, publicada en los tres últimos meses.
»Era, por supuesto, un recurso desesperado. Pero dio sus frutos. No puede hacerse usted una idea del número de revistas de esa clase que se publican. Me llevó algo más de una semana leerlas con gran cuidado, mister Latimer, y le aseguro que al poco casi me había convertido en un socialdemócrata. De todos modos, a finales de semana había recuperado ya mi sentido del humor. Si la repetición convierte las palabras en tonterías, convierte en tonterías mucho mayores las sonrisas, por muy ricos que sean quienes sonrían.
»Además, había encontrado por fin lo que buscaba. En una de las revistas alemanas del mes de febrero, leí una breve reseña que decía que madame la Comtesse había ido a St. Anton para practicar deportes invernales. En una revista francesa había una foto suya, en el apartado de modas, vestida con ropas de esquiar. Fui, pues, a St. Anton. No hay muchos hoteles en ese lugar, o sea que no me llevó mucho tiempo averiguar que monsieur C.K. había estado en St. Anton junto con madame la Comtesse y que había dejado una dirección de Cannes.
»En Cannes me enteré de que monsieur C.K. tenía una villa en Estoril pero que, en esos momentos, él estaba en viaje de negocios. Esto no me desilusionó. Tarde o temprano, Dimitrios regresaría a su villa. Mientras tanto, me dedicaría a averiguar algo más acerca de monsieur C.K.
»Siempre he sostenido, mister Latimer, que el modo de lograr el éxito en esta vida de hoy consiste en conocer a la gente que pueda resultarnos útil. En mis tiempos conocí a mucha gente importante e hice negocios con ellos: ese tipo de persona, ya me entiende usted, que siempre está bien informada de lo que ocurre y de por qué ocurren las cosas que ocurren. Siempre me he preocupado por ser condescendiente con esas personas. Y eso me ha reportado buenos dividendos.
»Mientras Visser debió de merodear y acechar en la oscuridad para obtener la información que necesitaba, yo conseguí la mía preguntándole a un amigo. Todo resultó mucho más sencillo de lo que yo había supuesto, porque, según me enteré entonces, Dimitrios se había convertido en una persona importante en ciertos círculos, bajo el nombre de C.K.
»Por cierto que al enterarme de lo importante que era, me llevé una agradable sorpresa. Y comencé a creer que Visser debía de estar viviendo del dinero que le sacaba a Dimitrios. Ahora bien: ¿qué sabía Visser? Sólo que Dimitrios había traficado con drogas ilegalmente y era muy difícil que pudiese probarlo. Manus Visser no sabía nada del tráfico de mujeres. Yo sí. Por lo tanto, pensé, debían existir otras cosas que Dimitrios prefería mantener ocultas. Si antes de acercarme a Dimitrios yo lograba averiguar algunas de esas cosas, mi presión financiera podría llegar a ser muy fuerte. Decidí visitar a algunos amigos más.
»De entre todos ellos, dos me fueron de gran ayuda. Grodek era uno. Un amigo rumano el otro. Ya sabe usted que Grodek se había relacionado con Dimitrios cuando empleaba el apellido Talat. Mi amigo rumano me dijo que en 1925 Dimitrios había mantenido sospechosos tratos financieros con Codreanu, el lamentado jefe de la Guardia de Hierro rumana.
»En ninguno de esos asuntos había nada criminal. Y por cierto que las informaciones que me proporcionó Grodek llegaron a deprimirme un tanto. No era probable que las autoridades yugoslavas pidieran la extradición después de tantos años; en cuanto al gobierno francés, sin duda estaría dispuesto a ser tolerante con el tráfico de drogas y de mujeres, dado que Dimitrios había prestado algún servicio a la república en 1926.
»De modo que decidí ver qué podía averiguar en Grecia. Una semana más tarde llegaba a Atenas y cuando, sin obtener resultados positivos, aún trataba de localizar en los registros oficiales algo referente a Dimitrios, leí en un periódico ateniense una noticia sobre el descubrimiento de un cadáver de un griego oriundo de Esmirna, llamado Dimitrios Makropoulos; el cuerpo había sido hallado por la policía de Estambul. -Peters levantó los ojos y miró fijamente a Latimer-. ¿Comienza ya a comprender, mister Latimer, por qué me resultaba muy difícil de comprender su interés por Dimitrios?-Y luego agregó, en respuesta al gesto afirmativo de su interlocutor-: También yo, por supuesto, consulté los archivos de la Comisión de Socorro, pero le seguí a usted a Sofía, en lugar de ir a Esmirna. Me pregunto si usted querrá decirme ahora qué pudo averiguar allí en los archivos de la policía.
– Dimitrios era sospechoso de haber asesinado a un prestamista llamado Sholem, en Esmirna, en 1922. Después escapó a Grecia. Dos años más tarde, intervino en un atentado que se proponía asesinar al Kemal. Volvió a escapar, pero los turcos, con el pretexto del asesinato cursaron una orden de detención.
– ¡Un asesinato en Esmirna! Eso lo aclara todo -dijo Peters sonriendo-. Nuestro Dimitrios es un hombre maravilloso, ¿no le parece? Tan pragmático.
– ¿Qué quiere decir?
– Déjeme terminar el relato y lo comprenderá. Tan pronto como leí aquella nota en el periódico, envié un telegrama a un amigo mío, que estaba en París, preguntándole si sabía dónde estaba en ese momento monsieur C.K. Dos días más tarde recibía la respuesta, por la que supe que monsieur C.K. acababa de regresar a Cannes después de realizar un crucero por el mar Egeo, en compañía de unos amigos había navegado en un yate griego que dos meses antes él mismo había alquilado.
»¿Comprende ahora lo ocurrido, mister Latimer? Usted me ha dicho que aquel carnet de identidad, encontrado en el cadáver, ya tenía un año. Esto significa que había sido obtenido pocas semanas antes de que Visser me enviara los tres mil francos. Ya lo ve usted: desde el momento mismo en que encontró a Dimitrios, Visser estuvo sentenciado. Sin duda alguna, Dimitrios pensó rápidamente en asesinarlo. El motivo salta a la vista. Visser era un hombre peligroso, era una persona demasiado fatua, era capaz de irse de la lengua, de ser indiscreto en cualquier momento, con beber tan sólo unas copas y con la única intención de fanfarronear. Tenía que ser asesinado.
»¡Ya ve usted lo inteligente que ha sido Dimitrios! Pudo haber asesinado a Visser inmediatamente, por cierto. Pero no lo hizo. Su taimada mente elaboró un plan mejor. En vista de que se veía ante la necesidad de asesinar a Visser, ¿no sería posible utilizar provechosamente su cadáver? ¿Por qué no utilizarlo para salvaguardarse a sí mismo contra las posibles consecuencias de aquel anterior asesinato, en Esmirna? No era muy probable que aquel hecho tuviera nuevas consecuencias, pero allí se le presentaba una oportunidad para asegurarse de ello. El cuerpo de Dimitrios Makropoulos, el asesino, sería depositado en las manos de la policía turca. Dimitrios, el bandido, habría muerto y monsieur C.K. seguiría con vida, cultivando su jardín.
»Por supuesto que sería necesaria la propia cooperación de Visser. Había que conseguir que se sintiera seguro. De modo que Dimitrios sonrió y pagó, en tanto llevaba a cabo las diligencias necesarias para obtener un carnet de identidad que acompañara al cadáver de Visser. Nueve meses después, en junio, invitó a su buen amigo Visser: juntos harían un crucero por el Egeo.
– Sí, ¿pero cómo pudo haberle asesinado durante el viaje? ¿Se olvida de la tripulación?¿Qué explicaciones pudo haber dado a los otros pasajeros del yate?
Peters adoptó el aire de un experto conocedor de esas situaciones.
– Permítame decirle, mister Latimer, lo que yo hubiera hecho en el caso de Dimitrios. Para empezar, habría alquilado un yate griego. Por un motivo muy sencillo: fondearía así en el puerto del Pireo.
»A mis amigos, incluido Visser, les diría que debían reunirse conmigo en Nápoles. Luego, después de un mes de navegación, volvería con ellos a Nápoles, puerto que, según he dicho hace un momento, sería el final del viaje.
»Una vez desembarcados, yo seguiría a bordo para llevar el barco hacia el Pireo. En ese momento, hablaría con Visser, en privado, para decirle que un negocio muy importante y muy secreto me estaba aguardando en Estambul; le propondría que me acompañara en el yate, porque me interesaba sobremanera que él colaborara conmigo. Al mismo tiempo, le pediría que no se lo dijera a los demás integrantes del crucero, que podían molestarse al ver que no les invitaba también a ellos, y que subiera a bordo después de la partida de los demás, en secreto. Para el pobrecito y engreído Visser semejante invitación sería irresistible.
»En cuanto al capitán del yate, le diría que Visser y yo abandonaríamos el barco en Estambul, para regresar por tierra a París, después de solventar algunos negocios; él tendría que llevar el yate hasta el Pireo.
»En Estambul, Visser y yo desembarcaríamos juntos. La tripulación tendría orden de entregar nuestro equipaje a quien fuera a buscarlo, cosa que sucedería después de que hubiéramos decidido en qué hotel habríamos de hospedarnos. Después llevaría a mi compañero a un club nocturno, que está en una calle próxima a la Grande Rue de Pera. Esa misma noche, unas pocas horas más tarde, yo tendría diez mil francos menos en el bolsillo y Visser se encontraría en el fondo del Bósforo, en un lugar desde donde las corrientes llevarían su cuerpo, cuando estuviera en condiciones de flotar, hasta el cabo Seraglio.
»Acto seguido, iría a un hotel y alquilaría una habitación con el nombre y el pasaporte de Visser; enviaría a alguien hasta el yate para que retirara mi equipaje y el de Visser. A la mañana siguiente, siempre bajo el nombre de Visser, abandonaría el hotel en dirección a la estación. Después de haber registrado minuciosamente todo el equipaje de Visser, lo dejaría en la consigna de la estación. Y cogería el tren hacia París. Si alguna vez alguien hiciera averiguaciones acerca de Visser en Estambul, encontraría que ese hombre había marchado a París por tren. Pero, en realidad, ¿a quién se le ocurriría hacer averiguaciones? Mis amigos seguirían creyendo que Visser había desembarcado en Nápoles. El capitán y la tripulación del yate no estarían interesados en el asunto.
»Además, Visser tenía pasaporte falso, era un criminal: un individuo de esa clase siempre tiene un motivo muy determinado para desaparecer cuando le apetece. ¡Fin!
Peters extendió las manos a uno y otro lado.
– Así se me habría ocurrido a mí explicar una situación semejante. Tal vez Dimitrios lo haya hecho de un modo algo distinto; pero creo que es así como ha sucedido. Sin embargo, hay una cosa respecto a la que no estoy seguro del todo. Usted recordará que me dijo que, algunos meses antes de su llegada a Esmirna, una persona se mostró interesada por examinar los archivos de la policía de esa ciudad. Esa persona, tal vez, era Dimitrios. Siempre fue muy cauteloso. Estaría preocupado por saber cuánto sabían acerca de su apariencia física; debía enterarse antes de dejar el cadáver de Visser en manos de la policía turca.
– Pero el hombre del que yo le he hablado tenía aspecto de francés.
Peters esbozó una sonrisa llena de reproches.
– O sea que usted no fue completamente franco conmigo en Sofía, mister Latimer. Usted ha hecho averiguaciones sobre ese misterioso hombre -dijo, encogiéndose de hombros-. Sí, por cierto que Dimitrios tiene ahora aspecto de francés. Lleva ropas francesas.
– ¿Le ha visto usted hace poco tiempo?
– Ayer. Aunque él a mí no me ha visto.
– Es decir que usted sabe con exactitud en qué lugar de París vive.
– Sí, con exactitud. Tan pronto como descubrí sus nuevos negocios, supe dónde debía buscarle.
– ¿Y ahora que le ha encontrado, qué?
Peters frunció el ceño.
– Vaya, mister Latimer. Estoy bien seguro de que usted no es ningún tonto. Usted sabe y puede probar que el hombre enterrado en Estambul no es Dimitrios. De ser necesario, podría identificar la fotografía de Visser en los archivos policiales. Por otra parte, yo sé qué nombre ha adoptado en la actualidad Dimitrios y también sé dónde encontrarle. Para Dimitrios, nuestro común silencio bien vale una buena suma de dinero.
»Si tenemos en cuenta el destino de Visser, también sabremos cómo obrar en estas circunstancias. Le pediremos un millón de francos. Dimitrios pagará, aunque tenga la certeza de que acudiremos a él a por más dentro de un tiempo. Pero nosotros no seremos tan necios, arriesgando nuestras vidas de esa manera. Nos tendremos que contentar con medio millón cada uno (casi tres mil libras esterlinas, mister Latimer), y después nos daremos un punto en la boca.
– Le entiendo. Chantaje con dinero en mano. Nada de créditos. ¿Pero por qué quiere que me meta en este negocio? La policía turca podría identificar a Visser sin mi ayuda.
– ¿Cómo? Ya le han identificado como Dimitrios y le han enterrado. Desde ese momento han visto docenas de cadáveres. Han transcurrido varias semanas. ¿Recordarán la cara de Visser con la precisión necesaria para iniciar un costoso proceso de extradición contra un rico extranjero, sólo porque durante catorce años ha sido el principal sospechoso de un asesinato ocurrido hace dieciséis años?¡Mi querido mister Latimer! Si le contara esto, Dimitrios se reiría de mí. Haría lo mismo que ha hecho con Visser: me entregaría algunos miles de francos un par de veces, o tres, para mantener mi pico cerrado, para que no le ocasione problemas con la policía francesa. Después, para su propia seguridad, planearía la más adecuada manera de asesinarme. Pero usted ha visto el cadáver de Visser y lo ha identificado. Usted ha visto los archivos de la policía en Esmirna. Dimitrios ignora quién es usted. Tendrá que pagar o correr algún riesgo que escapa a su previsión. Y es un hombre demasiado cauto para arriesgarse hasta ese punto.
»Escúcheme: en primer lugar, es esencial que Dimitrios no descubra nuestras identidades. Sabrá quién soy yo, desde luego, pero ignorará mi nombre actual. Para usted, inventaremos un nombre. Mister Smith, quizá, dado que es usted inglés. Me pondré en comunicación con Dimitrios con el nombre de Petersen y concertaremos un encuentro con él en un barrio bajo de París, en un lugar que elegiremos nosotros mismos. Allí deberá entregarnos nuestro millón de francos. Esa será la última vez que nos va a ver.
Latimer se echó a reír, aunque con desgana.
– ¿Y usted cree de verdad que Dimitrios aceptara ese plan suyo?
– Si a su muy entrenada mente, mister Latimer, se le puede ocurrir un plan más ingenioso que el mío, le aseguro que me sentiré increíblemente feliz…
– Mi muy entrenada mente, mister Peters -interrumpió el escritor-, está pensando cuál puede ser el mejor modo de hacer llegar a la policía la información que usted acaba de proporcionarme con tanto detalle.
La sonrisa de Peters empalideció.
– ¿La policía?¿Qué información, mister Latimer?-preguntó con un tono suave.
– Pues… les diré que… -Latimer comenzó a hablar con cierta impaciencia, pero se detuvo casi de inmediato, con un gesto de perplejidad en el rostro.
– En efecto; así es -aprobó mister Peters con un movimiento de cabeza-. Usted no posee ninguna información verdadera que pueda transmitir. Si acude a la policía turca, logrará que pidan a la policía francesa fotografías de Manus Visser y que comprueben su identidad.
»¿Qué puede ocurrir después? Sabrán que Dimitrios Makropoulos esta vivo. Y eso será todo. Como usted recordará, no le he dicho el nombre que Dimitrios utiliza en la actualidad y tampoco le he dicho las verdaderas iniciales. Sería imposible que usted descubriera su pista en Roma, tal como Visser y yo lo hicimos. Tampoco sabe usted el nombre de madame la Comtesse.
»En cuanto a la policía francesa, no creo que se vayan a mostrar muy interesados por la suerte de un holandés criminal y deportado; y me parece que no les interesará demasiado saber que en algún lugar de Francia vive un griego que usa un nombre falso y que en 1922 mató a un hombre en Esmirna.
»Ya ve, mister Latimer: no puede hacer nada sin mí. Por supuesto que, si Dimitrios se mostrara poco accesible, será prudente poner todo esto en conocimiento de la policía. Pero no creo, por ahora, que Dimitrios crea ningún problema. Es un hombre de elevada inteligencia. Además, mister Latimer, ¿por qué desdeñar tres mil libras?
Latimer observó a Peters durante unos segundos. Después preguntó:
– ¿Se le ha ocurrido pensar, mister Peters, que yo podría rechazar esas tres mil libras? Al parecer, amigo mío, su larga relación con criminales le impide seguir ciertas formas de razonamiento…
– Esa rectitud moral… -comenzó a decir Peters con una cierta preocupación, pero se interrumpió y, en apariencia, cambió de idea; tras un seco carraspeo, prosiguió-: Si usted lo prefiere, podríamos informar a la policía después de habernos asegurado el dinero -sugirió con aquella deliberada benevolencia que uno pone en su voz cuando ha de hablar con un amigo que se encuentra borracho-. Aun cuando Dimitrios pudiera probar que nos ha pagado el dinero, no podría decir a la policía nuestros nombres ni podría revelar nuestras señas, por muy desagradable que quisiera mostrarse.
»Vera usted, mister Latimer: creo que ésa sería una salida magistral por parte nuestra. Porque estaríamos segurísimos de que Dimitrios dejaría de representar un peligro. Quizá sería conveniente enviar un dossier a las autoridades policiales, en forma anónima; tal como lo hizo Dimitrios en 1931. Sería un justo desquite -al instante sus facciones se ensombrecieron-. Ah, no. Me temo que es imposible. Me temo que las sospechas de sus amigos de la policía podrían recaer sobre usted, mister Latimer. ¡No podemos correr ese riesgo, por supuesto!
Pero Latimer no le escuchaba. Comprendía que todo lo que había dicho era una tontería y, sin embargo, buscaba empeñosamente alguna justificación. Peters estaba en lo cierto: no podía hacer nada para llevar a Dimitrios ante la justicia. Sólo le restaba elegir entre dos posibilidades. Por un lado, regresar a Atenas y dejar que Peters hiciera el mejor trato posible con Dimitrios; por otro, permanecer en París y ver el último acto de esa grotesca comedia en la que, de pronto, se había visto representando un papel. En vista de que la primera opción se presentaba como imposible, estaba obligado a adoptar la segunda decisión. En realidad, no podía elegir. Para ganar tiempo había cogido y encendido un cigarrillo. Al cabo de unos instantes, alzó la cabeza.
– Pues bien -dijo con lentitud-, haré lo que usted quiera. Pero bajo ciertas condiciones.
– ¿Condiciones?-los labios de Peters dibujaron un fino trazo en su obesa cara-. Creo que compartir la ganancia a medias es más que una generosidad de mi parte, mister Latimer. ¡Vaya, si sólo con mis molestias y los gastos…!
– Espere un momento, mister Peters. Le he dicho que pondré ciertas condiciones. La primera podrá aceptarla y cumplirla con toda facilidad. Simplemente tendrá que quedarse con todo el dinero que sea capaz de sacarle a los bolsillos de Dimitrios. La segunda… -comenzó a decir, pero se detuvo: gozaba del efímero placer de ver desconcertado a su interlocutor. De inmediato advirtió que sus ojos acuosos también se habían convertido en un trazo brillante.
Las palabras de Peters, al resonar en el silencio de la habitación, parecían cargadas de sospecha:
– Creo que no le entiendo bien, mister Latimer. Si esto no es otra cosa que una torpe trampa…
– Oh, no. No hay ninguna trampa, ni torpe ni de ninguna otra clase, mister Peters. «Rectitud moral», ha dicho usted, ¿no es cierto? Pues sí, está bien. Estoy dispuesto como ha visto usted, a colaborar en el chantaje contra una persona, siempre y cuando esa persona sea Dimitrios. Pero no quiero recibir ni un céntimo por ello. O sea que será mejor para usted, desde luego.
Peters asintió, pensativo.
– Sí, ya lo entiendo. Es bastante lógico que usted se comporte de esa manera. O sea que será mejor para mí, como usted ha dicho. ¿Pero cuál es la otra condición?
– Es igualmente inofensiva. Usted ha hecho algunas misteriosas alusiones al hecho de que Dimitrios se ha convertido en una persona importante. Para que yo le ayude a obtener ese millón de francos, le exijo que me diga con exactitud en qué se ha convertido. Peters pareció reflexionar durante unos segundos; después se encogió de hombros.
– Pues bien. No hay ninguna razón para que no se lo pueda decir. Por más que lo piense no veo cómo le ayudaría ese dato a descubrir la actual identidad de Dimitrios. El Banco de Crédito Eurasiático está registrado en Mónaco y los detalles de su constitución no pueden ser conocidos ni inspeccionados. Dimitrios es miembro de la Junta de Directores.