Capítulo 6

Ella se encontraba frente a la pintoresca casa blanca de dos plantas de estilo colonial, con el corazón desbocado, y la espalda bañada en sudor. Sentía la piel húmeda y pegajosa. ¿No estaría incubando alguna enfermedad?

La casa le era familiar, aunque ella nunca había estado en esa parte de Nashville. Le lanzó una mirada al agente de policía local Tom Krause, un veterano curtido que había trabajado con ella hacía dos años en otro caso de homicidio múltiple.

En esta parte del jardín crecían unos árboles ya viejos y grandes, plantados a intervalos regulares. Unos setos bien cuidados hacían de centinelas, marcando la parte baja de todas las ventanas, ahora cerradas, de cada una de las persianas de color rojo sangre. Las cintas amarillas de la policía en la escena del crimen destacaban en aquel sereno paisaje, un indicio siniestro de lo que le esperaba en el interior.

Rowan había visto cientos de escenas de crímenes. Había visto lo Peor que el hombre podía hacerle a sus congéneres. Siempre dueña de sus emociones, sabía sepultarlas en lo más profundo de sí misma, más allá de su alma. Sin embargo, esta vez le estaba costando mucho tomar distancias con la escena del crimen. Por algún motivo, este asesinato era diferente. Familiar.

Se detuvo en el vestíbulo de la impecable casa. Limpia, cómoda, muebles caros, maderas lustrosas. Reinaba una perturbación general asociada a la presencia policial pero, aparte de eso, la casa estaba perfectamente ordenada. El olor de un detergente con esencia de limón se mezclaba con ese olor a cobre que ella conocía demasiado bien, el olor metálico de la sangre ya insinuándose en su olfato, en su boca. Cerró los ojos y se armó de valor.

¿Por qué le costaba tanto seguir adelante?

Agente Smith, ¿se encuentra bien?

La voz de Tom interrumpió su vacilación. Enseguida abrió los ojos y asintió con un gesto de la cabeza.

Claro que sí, sólo estaba pensando. ¿Quiénes eran las víctimas?

Tom consultó su bloc de notas.

Karl y Marlena Franklin y sus hijos. Se sospecha que los asesinatos precedieron a un suicidio, pero por ahora los técnicos sólo han inspeccionado la escena para fotografiarla.

Ella asintió con un gesto y siguió su inspección del lugar. La escalera empezaba en el vestíbulo, y subía en una elegante curva hacia la segunda planta. Distribuidas por la pared, había fotos de una familia conforme iba creciendo, dispuestas peldaño a peldaño y año tras año. La madre y el padre, de pelo oscuro y ojos azules. Juntos con un bebé. Juntos con un pequeño y un bebé. Con un pequeño y otro en su primer día de parvulario. Con dos pequeños y un bebé. Con dos niños mayores, otro que daba sus primeros pasos, y un bebé. Pelo castaño, ojos azules, una familia atractiva.

Con tres niños y la pequeña, todavía bebé.

En lo alto de la escalera se encontraba el último retrato de familia. Tres niños, el mayor de unos doce años. Una pequeña, de unos tres años, con coletas oscuras y cintas rojas en el pelo.

Coletas y cintas.

¡Corre! Fue su mente la que gritó, pero ella se sentía obligada a avanzar. Oía hablar a Tom, pero no escuchaba lo que decía.

¡Corre!

Tenía los pies clavados en aquella casa demasiado familiar.

En la primera habitación sólo había sangre en la cama. El hijo mayor, seguidor de los Packers, tenía trofeos en las estanterías y las paredes. Segunda habitación. Literas, más sangre. El olor y el sabor se le metían en los pulmones y tuvo una arcada.

– Rowan.

La voz venía de lejos. Ella se adelantó para apartarse de Tom.

– ¡Rowan!

Empujó la última puerta, sabiendo qué encontraría antes de abrirla.

La habitación de la pequeña, decorada con cortinas rosadas y blancas, llena de osos de peluche y muñecas. Alguien había dejado algo de comer en el suelo, junto con un juego de té del elefante Babar con sus invitados. Un oso de peluche, una jirafa y Babar tomando el té alrededor de la mesa. Era el juego del día anterior.

Una silla vacía, donde se habría sentado la pequeña.

Dani.

La pequeña quizá dormía. Habría dormido hasta que le arrebataron la vida. La sangre empapaba su edredón blanco. Dios mío, ¿Cómo podía haber tanta sangre en un cuerpo tan pequeño?

Coletas.

Dani.

Gritó.


John tomaba el café en el comedor escuchando lo que le contaba Michael acerca de la investigación de la policía y el papel del FBI. Menos de media hora antes, Rowan se había quedado dormida sobre el sofá en el salón contiguo. Cuando John la vio por primera vez, parecía agotada. Seguramente no había conseguido conciliar el sueño las últimas noches por culpa de la presión que el asesino ejercía sobre ella.

Rowan dejó escapar un gemido y él y Michael se levantaron al unísono. Se quedaron mirando un momento, John suspiró y volvió a sentarse.

– Es tu caso -dijo, aunque no estaba seguro de que su decisión fuera la más indicada. Michael se había ocupado de las medidas de seguridad como el profesional que John veía en él, pero cada vez que miraba a Rowan una suavidad se adueñaba de su rostro. Una expresión familiar, pensó John, de no hacía mucho, cuando Michael se había enamorado de Jessica Weston, la embustera.

Michael se acercó al sofá con paso cauto mientras Rowan daba vueltas en su sueño.

– Rowan -dijo, con voz queda.

De pronto, Rowan dejó escapar un grito y su cara se transformó en el vivo retrato del terror, mientras se debatía entre la pesadilla y la vigilia.

– ¡Rowan! ¡Rowan! ¡Despierte! -Michael se sentó detrás de ella y casi la cogió en su regazo; intentaba sujetarle los brazos que ella agitaba en el aire. Desde el otro lado de la sala, hasta John podía ver lo tensa que estaba, con los brazos atrapados y temblando, casi un abrazo en el vacío.

– ¡Dani, Dani! -gritó, sumida en su pesadilla.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Tess, inquieta, y se incorporó del rincón de trabajo donde se había instalado con los ordenadores.

– Una pesadilla -dijo Michael, con voz grave.

¿Quién es Danny?, pensó John, frunciendo el ceño. Observaba de brazos cruzados, aunque también se había incorporado.

Rowan se fue calmando con las palabras que Michael le susurraba al oído mientras la atraía hacia él, le acariciaba el pelo y se lo alisaba por la espalda. Rowan se sacudía con violentos sollozos, pero en absoluto silencio.

– Rowan…

– Lo siento, lo siento. -Se giró hacia el pecho de Michael y su sollozo apagado le llegó a John al corazón.

Pero John tenía que ir al fondo de ese asunto.

– ¿Quién es Danny? -preguntó, y su voz sonó más dura de lo que hubiera querido.

Ella levantó la cabeza y le lanzó una mirada llena de rabia, los ojos rojos con las lágrimas no derramadas.

John hizo caso omiso de las señas que Michael le hacía para que se callara. Había algo en todo aquello que era importante.

Rowan se apartó de Michael, buscó algo en la espalda y sacó la Glock de su funda. Comprobó la munición, devolvió el arma a la funda y se quedó parada en medio del salón. John vio que controlaba el terror de la pesadilla y al mismo tiempo concentraba toda su rabia en él. ¿Por qué? Sólo había hecho una pregunta evidente. Una pregunta que debería haber hecho Michael en lugar de estar ahí consolándola.

En el fondo de su corazón, John también quería abrazar a Rowan. Pero, a diferencia de su hermano, sabía dejar los sentimientos a un lado cuando había vidas en juego.

– Tengo que llamar a mi jefe. Mi ex jefe -se corrigió-. He tenido un recuerdo de un caso en que trabajé. Mi último caso. Me pregunto si no habrá algún tipo de conexión. -Rowan sacudió la cabeza y cerró los ojos-. No lo entiendo -dijo, como si hablara consigo misma-, pero ¿por qué, si no, soñaría con el asesinato de los Franklin ahora?

– ¿El asesinato de los Franklin? -inquirió John.

Ella abrió los ojos y lo miró.

– Un caso brutal, de asesinato y suicidio. O al menos eso pensamos en aquel momento. Había ciertas dudas, pero yo no participé en la investigación. Necesito estudiar el caso, pero no está en la caja de archivos que me ha traído Quinn.

John asintió con la cabeza. Observó que Rowan recuperaba la compostura a medida que volvía en sí. Era una persona muy diferente de la mujer que acababa de despertarse de una violenta pesadilla.

– ¿Quién es Danny? -volvió a preguntar-. ¿Una de las víctimas?

Ella miró a Michael, no a John, y en sus ojos se veía que intentaba protegerse del dolor que había visto hacía un momento. Rowan se encogió de hombros.

– Es otro caso. He pasado la mayor parte del día revisando fotos y notas sobre escenas de crímenes. No sé con qué estaba soñando.

Maldita sea. John sabía que estaba mintiendo. Había tenido una pesadilla con un tipo llamado Danny, quien quiera que fuera.

Intuyó que no era el momento de entrar en detalles. Quizá fuera verdad que lo tenía todo mezclado en sus recuerdos. Sin embargo, algo había ahí, algo que él tenía que desvelar. Quizá fuera algo que Rowan ni siquiera consideraba importante.

– Voy a llamar a Roger -anunció Rowan, y salió del salón sin volver la vista atrás.

Michael se acercó a su hermano y le hundió un dedo en el pecho.

– ¿Qué puñetas estabas haciendo? ¿La estabas interrogando? ¿No has visto que acababa de tener una pesadilla?

John se quedó boquiabierto.

– ¿No crees que tu reacción es un poco exagerada, Mickey? Hay algo oculto en la cabecita de la señora Smith, y ya es hora de que alguien se atreva a hacer las preguntas difíciles. ¡Jo!, creo que ni siquiera ella sabe lo que pasa. Pero tenemos que seguir, tenemos que llegar al fondo de este asunto. El FBI se está ocupando de esto porque ella es una ex agente, pero no están aquí en esta habitación, ¿no?

– Ya estás otra vez -dijo Michael, lo cual hizo parpadear a John.

– ¿Qué?

– Te estás adueñando de mi caso.

John alzó las dos manos, una rara señal exterior de frustración y se acercó de un par de zancadas a la ventana de vidrio oscuro que reflejaba la airada expresión de Michael y los ojos vigilantes de Tess. Aquella discusión no era nueva.

– No es que me adueñe de tu caso, Mickey -se explicó John, aunque en el fondo ardía en deseos de hacer precisamente eso. Los planes de Michael eran razonables, pero en opinión de John tardarían demasiado en llevarlos a cabo. Quizá Michael intentaba mimar a Rowan para que ella se confiara a él, pero John no se andaba por las ramas. Y esperaba que los demás tampoco lo hicieran.

– Pues yo no diría eso -replicó Michael por lo bajo.

– Aquí ocurren muchas cosas de las que no estamos enterados. Maldita sea, ella sabe algo por lo que nos podrían matar a todos. Seguro que se trata de un puñetero asunto de seguridad del FBI, y, maldita sea, no dejaré que ni tú ni Tess corráis un riesgo sólo porque el jodido FBI no quiere compartir su información. -John se giró y encaró a su hermano-. Y si ella no es consciente de ello, te aseguro que lo tiene guardado en su cabeza, y con tu acaramelada compasión no conseguirás sonsacarle la verdad.

– He sido poli quince años, por si lo has olvidado -dijo Michael, y dio unos pasos en dirección a John-. Puede que no haya llegado a ser un gran comando Delta, pero te aseguro que sé muy bien cómo protegerme y proteger a los que están a mi cargo.

– ¡No puedes ver más allá de su cara bonita!

Michael apretó los puños, temblando de ira.

– Nunca olvidarás mi jodido fracaso con Jessica.

John estaba enfadado consigo mismo. No quería herir los sentimientos de su hermano.

– Lo siento, Mickey. No era mi intención confundir las dos situaciones. Pero, Dios mío, ¿no ves que aquí hay gato encerrado? No dejaré que arriesgues tu vida por una mujer, por cualquiera, que no nos lo cuente todo. Es evidente que el asesinato de los Franklin tiene algo que ver, sobre todo si ella tiene pesadillas. Creo que tenemos que averiguar algo más acerca de Rowan Smith. Ella tiene la clave.

Al final, Michael le devolvió la mirada.

– Tienes razón, John. Mañana por la mañana, cuando todos hayamos tenido tiempo para pensar en ello, nos sentaremos con Rowan y escarbaremos en su cerebro.

– Me parece un buen plan -dijo John, y se acercó a su hermano. Alargó el brazo y le dio un apretón en el hombro-. Somos un equipo en este asunto, Mickey, como siempre.

– ¿Lo somos?

John apenas lo escuchó, aunque estaban uno al lado del otro.

– Sí, Mickey, lo somos -respondió, también con un hilo de voz.

Pero no creía que su hermano lo escuchara.

John dejó escapar un suspiro, sacó su teléfono móvil y marcó un número de Washington.

– Soy Flynn. Necesito una información.


Se les veía tan encantadores, sentados juntos en el sofá comiendo palomitas de maíz y mirando una estúpida película romántica en la tele. Habían preparado las palomitas con una antigua olla para palomitas, no con las nuevas bolsas para microondas que se cocinaban en cuatro minutos. No, éstas eran de las que se hacían poniendo aceite en el fondo y mantequilla encima. Las palomitas saltaban hasta que llenaran la olla. Como solía hacerlas su madre.

Retrato de una familia perfecta, decía el libro. ¿Perfecta? ¡Vaya broma!

Pensó en su patética familia. Su padre podía ser fuerte, pero la mayoría de las veces se portaba como un tonto, un débil. Dejaba que su madre se encargara de la casa cuando esa perra no hacía otra cosa que rezongar. Siempre pidiendo esto o exigiendo lo otro. Su padre trabajaba duro para alimentar a la familia y les había dado una bonita casa en las afueras, pero su madre no hacía más que rezongar y rezongar y siempre pedir más.

Dinero. Sólo pensaba en eso, la muy perra.

Oía la voz de su madre como si fuera ayer.

Estaba hurgando en el bolso de su madre en busca de dinero cuando la oyó venir por el pasillo. Así que se escondió en el armario y dejó la puerta corredera entreabierta para verla si se acercaba. Era de noche y ella pensaba que él estaba en la cama.

Sólo tenía ocho años, pero hacía mucho que robaba dinero. Hoy necesitaba más balines para la pistola de aire comprimido. Recordaba cuándo se la había comprado su padre, el gesto más maravilloso que jamás había tenido con él. Y cuando a esa perra le dio por protestar él sólo le dijo que si le daba la gana de comprarle una pistola de aire comprimido a su hijo, lo haría sin dudarlo un instante.

Sonrió, pensando en por qué necesitaba los balines. Había gastado treinta y seis balines para matar por fin al estúpido gato de la señora Crenshaw.

Para su próximo cumpleaños, pediría una pistola calibre veintidós.

Su madre se puso a hacer esas cosas que hacen las chicas frente al tocador: quitarse el maquillaje y cepillarse el pelo, cuando entró su padre.

Hola, cariño -dijo su madre-. Llegas tarde a casa.

Tengo que alimentar y vestir a toda una familia -dijo su padre, que parecía irritado con algo.

Ya lo sé. Sólo que te echaba de menos.

Se incorporó, se le acercó y lo besó. Ecs. Siempre que se daban esos besos, a él le venían ganas de vomitar.

Su padre suspiró y le tocó el vientre. Comenzaba a crecer. Otro bebé. ¿Por qué tenían que tener otro? ¿Acaso no había suficientes mocosos en esa casa?

Su padre se aflojó la corbata y su madre dijo:

Hoy he ido a mirar camas para las chicas. Ya que tienen que compartir una habitación, creo que sería bonito comprarles camas idénticas.

¿Por qué no me lo has preguntado antes? Supongo que no habrás comprado nada.

No, no, sólo estuve mirando. Pensaba que… ya que te han dado esa paga extra, podríamos comprar unas cuantas cosas para la casa que necesitamos desde hace tiempo. Ya sabes, nada extravagante, pero…

¿Eso es lo único que te preocupa? ¿El dinero? -Su padre dio un golpe con tanta fuerza en el tocador que las botellas de perfume y otras cosas de chicas cayeron al suelo y se quebraron.

No, cariño, tú sabes que no… Pero ahora que viene el bebé, pensé que…

¡Zas! ¡Cachetazo!

Calla de una vez con lo del maldito bebé.

Su madre se puso a sollozar.

Me dijiste que te alegrabas.

Fue como si el tiempo se detuviera, y su pequeño corazón se puso a latir con tanta fuerza, lleno de miedo y de una especie de excitación que no acababa de entender. ¿Qué iba a hacer su padre?

Al cabo de unos minutos, su padre se pasó la mano por el pelo, que llevaba muy corto.

Lo siento, cariño, no quería… sólo que estoy con mucha tensión en el trabajo. -Se inclinó para besarla en la mejilla enrojecida.

Lo sé, lo sé. -Su madre lloraba y lo abrazaba-. Todo irá bien. Yo puedo volver al trabajo y…

Él la apartó bruscamente.

¿Al trabajo? Nunca. Hicimos un trato. Tú cuidas de los niños y te ocupas de la casa, y yo gano el dinero necesario para vivir.

Lo sé, y me encanta ser tu esposa, de verdad. Pero si nos cuesta llegar a fin de mes, si vamos a perder la casa, si…

¡Zas! ¡Cachetazo!

¿Por qué quieres volver al trabajo? ¿Tiene algo que ver la visita de George Claussen la semana pasada?

George, yo… me dijo que podía recuperar mi trabajo de antes, si lo quería. Media jornada, mientras los niños están en el colegio. Y cuando llegue el bebé…

¡Zas! ¡Cachetazo!

Tú y George andáis haciendo cosas cuando yo no estoy, ¿eh?

¡No!

¡Cachetazo!

¡A mí no me mientas!

No te miento. -Sollozos. Más sollozos. Las chicas sólo sabían llorar. Sobre todo su madre. Siempre llorando y su padre siempre cedía. ¡Qué estúpido!

Odiaba a su madre.

NO volverás a trabajar. No lo necesitamos. Yo me encargaré. Siempre te daré lo que necesitas. Me crees, ¿no? ¿Me crees o no?

S… sí. Lo… lo siento mucho. No quiero volver al trabajo. Eres un marido y un padre estupendo. Te quiero mucho. -Se quedó lloriqueando en el suelo, diciendo tonterías sin parar.

Ay, cariño.

Mientras observaba desde el armario, vio que la rabia de su padre desaparecía mientras levantaba a su madre del suelo y la abrazaba.

Lo siento, lo siento mucho. No quería… Ya sé que no me engañarías. Sé que me quieres.

Claro que te quiero, te quiero -dijo ella entre sollozos, aferrándose a él.

Hicieron el amor en la cama mientras él miraba desde el armario. Había oído hablar del sexo, pero no sabía de qué se trataba.

Ahora lo sabía.

Al comienzo, pensó que su padre iba a matar a su madre. Ella gruñía y gritaba y el timbre de su voz era muy agudo. Por un momento, quedó desconcertado y pensó que su madre estaría muerta, que se iría, junto con ese estúpido bebé que llevaba en el vientre.

Pero no murió. Y su padre se disculpaba una y otra vez. Le dijo que la amaba, que amaba al bebé, que amaba a todo el mundo.

¡Pringado!

Un pringado.

Tuvo un estremecimiento en la noche. El aire húmedo de Portland le recordaba su infancia, y eso le recordaba lo mucho que odiaba a su familia.

Miró por la puerta del patio y sonrió. La familia perfecta para la foto, sentados en el sofá, sonriendo. Soltó una risilla. No había familias perfectas. La gente creía que su familia era perfecta. Al menos durante un tiempo. ¡Vaya chiste!

En el interior de la casa, la madre, la señora Gina Harper, divorciada, se incorporó y se desperezó.

Es hora de acostarse, murmuró.

La niña mayor, una adolescente, bostezó y se incorporó lentamente del sofá. La niña más pequeña, de unos cinco o seis años, protestó. Llevaba el pelo negro y rizado recogido en coletas. Gina Harper la cogió, le hizo cosquillas y se la llevó de la sala. La chica mayor miró hacia donde estaba él con un gesto extraño, luego juntó los platos de palomitas y las latas de refresco, apagó las luces y siguió a su madre y su hermana.

A él se le aceleró el corazón con sólo pensar que quizás ella lo había intuido. Que de alguna manera conocía su destino.

Que ella sería la próxima en morir.

Pero, por supuesto, ella ni siquiera lo había visto, ni siquiera sabía que estaba en el patio de ladrillos, en el exterior del salón familiar. Se había preparado con mucho cuidado.

Esta vez habría una pequeña discordancia menor con el libro, pero estaba seguro de que la autora lo agradecería.

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