Capítulo 7

Rowan durmió a rachas, con las emociones todavía a flor de piel. La pesadilla seguía ahí, aunque ahora estaba despierta, y no tenía que ver sólo con los asesinatos de la familia Franklin. Otros demonios de más de cuatro años de antigüedad intentaban hacerse un lugar en su memoria consciente. Tenía que luchar con toda su rabia para mantenerlos a raya. Y de tanto esfuerzo, le vino un dolor de cabeza tan punzante que la dejó atontada.

Se tomó dos cápsulas de Motrin, un medicamento de receta, y bajó. Michael estaba sentado a la mesa del comedor leyendo los papeles de un archivo.

– ¿Qué es eso?

Él levantó la mirada, frunció el ceño y cerró la carpeta.

– Tiene un aspecto horrible.

– Gracias. -Desde luego, él no iba a contarle lo de la carpeta. Ella pensó que tendría algo que ver con el asesinato de la florista, o con la pobre Doreen Rodríguez. No tenía por qué mirar la carpeta, ya había visto los asesinatos en su imaginación.

– Le prepararé algo de comer.

Ella dijo que no con un gesto de la cabeza. Comer nunca había sido importante. En épocas de crisis, a menudo se olvidaba de comer.

– Quiero salir a correr.

– No es una buena idea.

– No me importa.

Sonó el timbre y Rowan dio un salto. ¿Desde cuándo le asustaban las pequeñas cosas de la vida cotidiana? Sacó la Glock de su funda y la sostuvo, preparada.

Michael sacó su propia pistola y le hizo una señal para que esperara en la cocina.

Comprobó quién era por la mirilla.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Traigo un paquete de mensajeros Express para Rowan Smith.

– ¿De parte de quién?

El hombre miró la hoja con los datos.

– Harper.

Rowan asomó la cabeza, reflexionó un segundo y luego se encogió de hombros mirando a Michael, que fruncía el ceño.

– No lo sé -dijo.

– Deje el paquete en la entrada.

– Necesito que alguien me firme.

– Espere un momento. -Michael se apartó de la puerta. Le indicó a Rowan que se quedara donde estaba. Pasó a su lado y salió por la puerta de atrás.

Ella esperó, ansiosa, por un momento distraída por el café que acababa de preparar Michael. Se sirvió una taza grande de café cargado, y tomó un sorbo.

Al volver, Michael cerró las puertas, volvió a poner la alarma y examinó el paquete con las manos enguantadas. Rowan miraba desde el otro lado de la mesa.

– Parece normal -dijo, y la miró esperando una confirmación.

Ella cruzó el comedor, dejó la taza y se puso un par de guantes de látex que le pasó Michael.

Era un paquete ligero, quizás unos doscientos gramos. Se lo acercó al oído. Silencio. Miró todos los bordes, y ninguno parecía contener un mecanismo de detonación oculto. Sería difícil enviar una bomba por mensajero a menos que estuviera programada. Los paquetes eran manipulados de cualquier manera y en éste las etiquetas no señalaban que se tratara de un objeto frágil.

– Está bien -afirmó. Empezó a abrir el paquete, pero Michael la detuvo.

– Déjeme a mí.

Rowan dejó el paquete a regañadientes y se apartó, con los puños apretados. No soportaba que la protegieran.

Observó mientras Michael abría el paquete con cautela. El corazón le latía a toda prisa, y le indignaba que aquella entrega le creara una corriente subterránea de miedo. La caja, envuelta con papel marrón era blanca, una simple caja de regalo, sin etiqueta, del tamaño de un vídeo. Un único trozo de cinta adhesiva sellaba el borde. Michael lo rompió con el dedo y levantó la tapa.

Dos brillantes cintas de color rojo, atadas con lazos en torno a unos mechones de pelo negro y rizado. Pelo humano. Como si hubieran cortado dos coletas, conservadas por la madre después del primer corte de pelo de su hija cuando ya era mayor. Guardadas por una madre que no quiere que su hija crezca.

Cintas rojas, pelo negro.

No, otra vez no.

Dani.

Las lágrimas rodaron, silenciosas, por las mejillas de Rowan mientras miraba el contenido de la caja en manos de Michael. Una tristeza profunda le marcaba hasta la última arruga del rostro.

– ¿Rowan? -Michael dejó la caja en la mesa y se le acercó-. ¿Rowan? -Con un dedo, le subió el mentón hasta que las miradas se encontraron.

El dolor descarnado que Michael vio en su rostro lo impresionó. Jamás había visto unos ojos tan expresivos en su vida, y ahora los desbordaba una agonía profunda.

– ¿Qué significa esto? -Miró detenidamente el contenido para asegurarse de que no pasaba nada por alto. Un mechón de pelo negro atado con una cinta roja. Lo dejó en la mesa y la cogió por los brazos. Rowan estaba temblando, y él la abrazó-. Háblame, Rowan. No puedo ayudarte si no hablas conmigo.

– Dani -dijo ella, con un hilillo seco de voz, y se apoyó en su pecho.

– ¿Quién es Danny?

Ella no contestó. Michael la cogió y la llevó hasta el sofá, donde la sentó sobre sus rodillas y la estuvo meciendo largo rato, hasta que sus sollozos se convirtieron en llanto, su llanto en gemidos y, al final, en una quietud absoluta. Por algún motivo, el silencio era lo peor.

Rowan había hundido la cabeza en el pecho de Michael. Él se la apartó.

– Rowan, confía en mí. Tienes que confiar.

Ella lo miró a los ojos, buscando… ¿Qué buscaba? ¿Honestidad? ¿Confianza? Él no lo sabía. A Rowan le temblaron los labios y él le selló la boca roja y frutosa con un dedo.

– Confía en mí -volvió a murmurar.

Ella tragó con dificultad.

– Yo… yo. -Tras esas palabras, pronunciadas con voz ronca, guardó silencio.

Él la besó suavemente en la frente. Ella lo necesitaba. Aquella mujer fuerte e independiente lo necesitaba, y él se sintió lleno de deseos e ilusión. Todos sus instintos de protección estaban centrados en ella, y Michael ya estaba medio enamorado.

La estrechó contra su pecho.

– ¿Qué? Cuéntame.

– No… no puedo -dijo, con voz entrecortada.

Él le giró la cara, buscando sus ojos, su boca, las arrugas de ansiedad en su frente. Le temblaban los labios. Michael tenía unas ganas desesperadas de besarla, de demostrarle que él podía protegerla, que siempre estaría a su lado.

No podía besarla. Era demasiado vulnerable, la veía demasiado desamparada. Pero, maldita sea, qué ganas tenía de probar esos labios rojos y temblorosos, aliviar el dolor de su rostro. Sólo faltaba que ella lo dejara entrar.

Se deshizo de su abrazo tan rápido que él ni siquiera sintió cómo lo rechazaba.

– Michael, esto no es buena idea.

Ella también había sentido la conexión, y eso le daba esperanzas. Quizá, cuando todo esto acabara, habría una esperanza para ellos dos.

– Rowan, puedo esperar. -Diablos, cómo costaba pronunciar esas palabras. No tenía ganas de esperar. Quería entregarse a ella por entero, completamente, en ese mismo instante. Pero no iba a cometer los errores que había cometido en el pasado.

Una vez más, sonó el timbre.

– Mierda -masculló, mientras se dirigía a la puerta.

Rowan suspiró aliviada al separarse de Michael, y se acercó a propósito hacia la mesa del comedor. Le gustaba Michael y empezaba a confiar en él… como compañero, no como amante. Era incapaz de darle a cualquier hombre otra cosa que sexo. Hacía tiempo, un novio le había dicho que era fría como el hielo.

Y Michael le gustaba demasiado como para hacerle creer algo acerca de ella que no era verdad. Había demostrado ser un tipo competente, y le proporcionaba el espacio y el apoyo que necesitaba.

Cogió su taza de café, evitando mirar la caja. Le tembló la mano. Sólo quería que todo aquello acabara. No se derrumbaría. Nunca más.

Oyó la voz de Quinn desde la otra sala.

– Ha habido otro asesinato. ¿Dónde está Rowan?

A Rowan casi se le cayó la taza. La depositó sobre la mesa con cuidado y se dejó caer en una silla. Cerró los ojos y tragó con dificultad. Otro asesinato. Las coletas. Nunca había escrito que sus malvados asesinos le cortaran el pelo a la víctima, pero sabía que aquello estaba relacionado con ella.

Ese hombre tenía unas ganas desesperadas de hacerle daño.

– No creo… -comenzó a decir Michael. Rowan abrió los ojos. Quinn estaba en la entrada del comedor y miraba con el ceño fruncido en su bello rostro.

La compañera de Quinn, Colleen Thorne, estaba detrás de él. Rowan se acordaba de Colleen de sus tiempos en el FBI, una agente tranquila, discreta, que Rowan respetaba, aunque nunca habían sido amigas, lo que no era ninguna novedad. Rowan no trababa amistad fácilmente con sus colegas. Era más fácil mantener sus distancias con la gente que cultivar vínculos que pudieran herirla.

Colleen la saludó con un gesto de la cabeza y ella respondió al gesto. Miró a Quinn.

– ¿A quién ha matado? -preguntó.

– A una madre divorciada con sus dos hijas -dijo Quinn.

– Portland. Harper. Crimen de claridad. -Cerró los ojos, con la imagen de las coletas todavía grabada en su mente-. Trae una bolsa de pruebas.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Michael.

– Una de las víctimas era una niña de cinco años, a la que, por lo visto, le habían cortado el pelo. Color castaño -añadió Quinn.

– Otro crimen de imitación.

Quinn sacudió la cabeza.

– Sí y no. En el libro, una familia de apellido Harper es asesinada. Una mujer y sus dos hijas adolescentes. Es el mismo apellido, una hija adolescente, pero otra de cinco años. En la novela de Rowan, a la niña asesinada no le cortan el pelo.

– Pero ¿estás seguro de que lo ha hecho la misma persona? -preguntó Rowan, aunque ella misma no tenía la menor duda.

– Dejó tu libro en la escena del crimen -dijo Quinn, con expresión grave. Se sentó ante la mesa, frente a ella-. Las diferencias con la novela podrían ser personales, quizá sus propios fetiches enfermizos. Tal vez no pudo encontrar a una familia Harper en Portland que coincidiera con la descripción, de manera que introdujo una ligera variación.

Quinn también se puso guantes y metió la caja, el papel y el pelo en una bolsa de pruebas. Se lo entregó todo a Colleen. Le dijo algo que Rowan no alcanzó a oír, y su compañera salió del comedor.

La novela de Rowan. La culpa de Rowan. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en las manos, sabiendo que debía conservar la cordura. Sabía que el asesino se había desviado deliberadamente de la novela porque conocía su pasado. Y, por algún motivo, estaba seguro de que la mataría cuando terminara de destruirla.

¿Quién era ese cabrón? ¿Cómo sabía de la existencia de Dani? Rowan no creía en las coincidencias. Tenía que saber algo de su hermana menor.

Pero nadie sabía que a Dani la habían asesinado.

De repente, algo encajó en su lugar. Sus recuerdos sobre el asesinato de los Franklin la otra noche. La pequeña también tenía el pelo castaño. Fue esa visión de la pequeña masacrada en su cama, con sus coletas negras, lo que había impulsado a Rowan a devolver su placa.

Otra conexión con Nashville. ¿El típico asesinato con suicidio? Quizá no. Quizás había algo más.

– Quinn. Esto tiene que estar relacionado con el asesinato de los Franklin. Hablé con Roger de ello. Me dijo que me mandaría los archivos.

– Pero tú no trabajaste en ese caso -dijo Quinn, frunciendo el ceño. La miró con esos ojos suspicaces que ponía durante los interrogatorios.

Ella se resistió al impulso de encerrarse en sí misma. No soportaba tener que mostrar su debilidad para que el mundo entero pudiera verla.

– Fue mi último caso. Yo hice la primera inspección. Y después renuncié.

Michael y Quinn guardaron silencio, de pie frente a ella como centinelas en un interrogatorio, esperando que en algún momento se quebrara. Quizá no. Quizá no era más que su miedo. De volver a derrumbarse. Una vez más.

Adoptó una postura firme y dejó descansar las manos sobre la mesa, como si estuviera relajada. Evitó jugar con la taza. No sabía si tenía fuerzas para luchar contra aquel mal desconocido, pero no iba a mostrar su debilidad al resto del mundo.

– Llevaremos el pelo al laboratorio y lo analizaremos para confirmar si corresponde a la víctima -dijo Quinn-. He llamado a Roger, que estuvo en la escena del crimen, para saber qué piensa de lo del pelo. Es la segunda vez que el asesino se ha puesto en contacto contigo directamente. Está muy cerca.

El tipo iba a por ella. Lo sabía. Si la policía o el FBI no lo pillaban antes, vendría a buscarla. El asesinato de los Franklin pesaba sobre su conciencia. Si no hubiera renunciado al FBI cuatro años antes, ¿habría cambiado algo? Si hubiera seguido con el caso como la buena agente entrenada por el FBI, dejando de lado todos sus sentimientos personales, ¿el resultado habría sido diferente? No lo sabía, y el hecho de no saberlo se añadía al peso que llevaba encima.

Tanta muerte en su vida. Quizá su propia muerte la liberaría algún día.

– Habrá uno más -avisó Rowan, con voz temblorosa. El asesino había escogido un asesinato de cada uno de sus tres libros. ¿Los había escogido al azar? ¿O tenían una relevancia especial para el asesino? Rowan carraspeó-. Crimen de corrupción. En esa novela hay siete asesinatos. ¿Puedes hacer algo para que se difunda ese detalle? Hay siete mujeres en peligro. -Cogió la taza de café y bebió un sorbo. Estaba frío, pero tenía que hacer algo con las manos.

– Estaremos atentos -dijo Quinn-. La policía de Washington D.C. está alerta. La prensa se ha cebado con esta historia y ya ha publicado los nombres de las mujeres que mueren asesinadas en tu novela. Supongo que los libros estarán agotados en todas las librerías. -Empezó a sonreír, y luego se dio cuenta de que había metido la pata-. Lo siento, Rowan, no quería…

Ella dejó la taza en la mesa con tanta fuerza que se hizo trizas. La rabia acumulada contra el asesino desconocido se volvió de pronto contra Quinn. ¿Cómo se atrevía a decir una cosa así? Como si ella no lo supiera. Como si toda aquella publicidad no deseada no la pusiera enferma de los nervios. El asesino la había despojado del único placer catártico que poseía: el placer de escribir, inventarse historias donde el bien siempre triunfaba sobre el mal. No sabía si algún día volvería a escribir.

– ¿Cómo te atreves? Es dinero manchado de sangre. ¡No pienso ni tocarlo! -Echó la silla hacia atrás y pasó como un torbellino junto a Michael y se alejó por el pasillo hacia su estudio.

El portazo dio el toque final.

– Mierda -dijo Quinn, mesándose el pelo-. Debería pedirle perdón.

– ¿Por qué no le da un poco de tiempo? -dijo Michael. No dejaría que Quinn se acercara de nuevo a Rowan. Era evidente que habían compartido algo en el pasado.

Quinn miró a Michael de arriba abajo.

– Señor Flynn, Rowan y yo hemos sido colegas y amigos mucho tiempo -dijo-. Voy a hablar con ella.

Michael le cerró el camino.

– Dele un poco de tiempo -insistió Michael. Los dos eran igual de altos, pero Michael pesaba al menos seis kilos más que Quinn, todo músculo.

Se quedaron así mirándose, cara a cara, durante un buen minuto. Michael estaba decidido a negarle a Quinn el acceso a Rowan, mientras Quinn medía las ventajas y desventajas de enfrentarse al guardaespaldas. Fue Quinn el que rompió el silencio.

– Dejaré a Rowan por esta noche, pero tiene que venir al cuartel general del FBI mañana a revisar esos casos suyos.

– Es lo que ha estado haciendo aquí -observó Michael.

– Hemos encontrado unos cuantos que requieren una atención más detallada. Su conocimiento y familiaridad con estos casos es importante.

– Yo la acompañaré.

– Gracias -dijo Quinn cuando abría la puerta para irse-. Se lo agradezco.

Rowan oyó que se cerraba la puerta de entrada y se sintió aliviada con la partida de Quinn. Era un buen agente pero, maldita sea, ella creía que la conocía mejor. El dinero. Le importaba un rábano el dinero. Ella escribía porque tenía que hacerlo, como una purga del dolor que había guardado encerrado tantos años. En sus libros, la justicia siempre triunfaba. En su mundo de fantasía, los malos siempre morían. Las víctimas eran vengadas, el bien prevalecía sobre el mal.

Sin embargo, en la vida real nada de eso era verdad. A veces, las víctimas recibían una compensación de la justicia. A veces se castigaba a los malos. A veces el bien derrotaba al mal.

Pero, con la misma frecuencia, el que vencía era el mal.

Oyó unos pasos que llegaban hasta su puerta y se detenían. No quería hablar con Michael. Tenía buenas intenciones, pero era imposible que la entendiera. Por suerte, los pasos pasaron de largo y se alejaron por el suelo de baldosas.

Respiró como si hubiera estado conteniendo la respiración sin darse cuenta y miró la pistola que sostenía en la mano. Todo su dolor podía desaparecer en ese instante con una sola bala.

Era una cobarde. No se atrevía a acabar con su propia vida. Sólo quería que ese cabrón viniera a por ella antes de que nadie más muriera.


El director adjunto Roger Collins tomó el primer vuelo a Portland para inspeccionar la última escena del crimen del «Asesino Imitador», el nombre que los medios de comunicación habían dado al último asesino en serie de Estados Unidos. Tres horas más tarde, volvía al este, pero no al aeropuerto de Dulles.

– ¿A qué hora está previsto que lleguemos a Logan? -le preguntó a un auxiliar de vuelo que pasaba.

– Aterrizamos a las dieciséis y diez, hora del Este.

Collins sacó su cartera y extrajo una tarjeta que guardaba debajo de su carné de conducir. La miró un rato largo antes de sacar el teléfono móvil del respaldo del asiento delantero, marcó la clave de su tarjeta de crédito y pidió hablar con el director.

– Roger.

La voz del doctor Milton Christopher era grave y áspera, y no había cambiado en los más de veinte años que Roger lo conocía.

– Milt, ojalá te estuviera llamando para charlar.

– ¿Qué pasa?

– Voy camino de Boston y necesito hablar con MacIntosh.

Siguió una larga pausa.

– No ha habido cambios.

– Ya lo sé, pero tengo que verlo. Llegaré después de las horas de visita.

– ¿Tiene algo que ver con ese asesino en serie de la costa Oeste?

Ahora le tocó a Roger hacer una pausa.

– Puede ser.

– Estaré aquí -dijo el médico, con un suspiro.

– Gracias. -Roger colgó y miró por la ventana. Tenía que hacer una llamada más. Marcó el número.

– Penitenciaría de Shreveport.

– Tengo que hablar con el director acerca de un preso.


Cuando Roger aparcó el sedán de alquiler frente al Hospital de Bellevue para Presos Discapacitados Mentales, acababa de hablar por teléfono con las autoridades del sistema penitenciario de Texas. Se miró en el espejo retrovisor y no le sorprendió ver que tenía ojeras. El pelo canoso que a Gracie siempre le parecía tan «distinguido» le daba un aspecto más avejentado que sus cincuenta y nueve años.

Iban a rodar cabezas por haber trasladado a esa semilla del diablo sin haberle informado. Sin embargo, después de cuatro horas y media de llamadas, desvíos de llamadas y amenazas, Roger había descubierto dónde estaba y había hablado con el director de Beaumont, una cárcel de alta seguridad en Texas. El director James Cullen tenía respuestas a todas sus preguntas y había pasado la noche revisando una copia de todos los antecedentes pertinentes.

Roger iba a bajar de su coche en Bellevue cuando sonó su móvil. Estuvo a punto de no contestar. Eran más de las seis y no quería que Milt esperara mucho más. Pero echó una mirada al número y enseguida reconoció el de Rowan.

Sintió un nudo en el estómago, porque sabía que si algún día se sabía la verdad, ella nunca lo perdonaría. El hecho de que todo lo que hiciera fuera para protegerla no le serviría de excusa.

– Collins -contestó.

– ¿Ha hablado Quinn contigo hoy?

– Sí. -Por eso estaba en Boston, pero no podía decírselo.

– Le has puesto protección a Peter, ¿no? Si se entera de lo de Dani, puede que…

– Peter está a salvo, Rowan.

– Contrataré a un guardaespaldas, si es necesario. Si hay un problema de dinero, tengo suficiente.

– Ya está hecho.

– Gracias. -Siguió una pausa y Roger tuvo ganas de contárselo todo. Pero no lo hizo.

– ¿Alguna otra cosa?

Sonaba derrotada. Deseaba estar allí con ella, ser el padre que necesitaba y que nunca había tenido. Incluso cuando Rowan vivía con él y Gracie, él trabajaba doce y catorce horas al día. Sobre todo al principio, cuando ella lo había necesitado más.

– Vamos a coger a ese hijo de perra.

– Lo sé. -No daba la impresión de que Rowan le creyera-. Adiós.

– Espera… -Pero Rowan ya había colgado.

Cerró el móvil de un golpe y dio un puñetazo en el techo del coche. Mierda, mierda, mierda.

– ¿Te puedo ayudar en algo?

Roger se giró rápidamente. Milt Christopher ya lo había visto. En realidad, estaba demasiado cansado para hacer las cosas bien. Sacudió la cabeza.

– Sólo quiero que me lleves a ver a MacIntosh.

Caminaron en silencio por el césped. Se suponía que los prados amplios y bien cuidados calmaban la locura que se escondía tras las paredes.

Milt utilizó su pase de seguridad para abrir una puerta en un extremo del patio. Él y Roger tuvieron que firmar ante un guardia y luego siguieron por un pasillo ancho y blanco; cruzaron otras dos puertas de seguridad hasta llegar a la entrada de la habitación de Robert MacIntosh.

– ¿Estás seguro de que no confías en mí para esto?

– Confío en ti, Milt, pero tengo que verlo en persona.

Milt asintió con la cabeza y luego abrió la puerta con una llave.

Robert MacIntosh estaba sentado en una silla frente a una ventana con barrotes que daba al patio que acababan de cruzar. Estaba casi oscuro, pero por la mirada vacía de sus ojos azules, Roger pensó que MacIntosh no lo sabía o no le importaba. Acercó una silla, la puso frente a él y lo miró, deseando ver algo, cualquier cosa menos la expresión vacía que recordaba.

Roger creía que la mayoría de las personas no estaban desequilibradas cuando cometían crímenes odiosos. Según todos los documentos públicos, Robert MacIntosh había estado en sus cabales veintitrés años antes. ¿Qué lo había quebrado? ¿Qué había cortado el fino hilo de la cordura? ¿Acaso estaba desequilibrado cuando mató a su mujer, o su brutal asesinato le vació la mente para encontrarse con su alma muerta?

No era justo. Había querido que el peso de la ley cayera sobre ese cabrón más que sobre cualquier otro asesino que había conocido en sus treinta y cinco años en el FBI. Y MacIntosh no había pronunciado ni una palabra desde el día en que lo encontraron sentado junto al cuerpo desmembrado de su mujer muerta, embadurnado con la sangre que manchaba la cocina donde ella murió.

– Cabrón -susurró.

Milt, el médico, carraspeó.

Roger buscó los ojos ciegos de Robert MacIntosh, y no encontró nada humano, nada que estuviera vivo en sus profundidades. Aquel caparazón vacío de ser humano vivía del erario público a un coste de más de cien mil dólares al año. Tendrían que haberlo ajusticiado en la escena del crimen cuando el primer agente de policía llegó a la casa de los horrores de Boston.

Roger se incorporó.

– ¿Ha venido a verlo alguien recientemente?

– La verdad es que sí -dijo Milt, y parpadeó.

– Tengo que ver los registros de seguridad.

Una hora más tarde, Roger salía con copias de los registros de visitas desde el 10 de mayo hasta el 23 de septiembre del último año, y con la promesa de que Milt pediría los vídeos de seguridad correspondientes a aquellos días y los enviaría inmediatamente a la sede del FBI.

En veintitrés años nadie había visitado a Robert MacIntosh, hasta el año pasado, cuando Bob Smith vino a verlo dos veces.

¿Quién diablos era Bob Smith?

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