La mañana del funeral de Michael el cielo estaba nublado, perfecto para el momento pero poco habitual en el sur de California. Una de esas raras coincidencias que hacían pensar a Rowan que, quizá, existiera un Dios y que, a veces, cuidaba de ella.
Y luego recordó que Dios estaba ausente cuando asesinaron a Michael.
Se quedó en la parte posterior de la iglesia durante el funeral. Quinn y Colleen la flanqueaban, y había varios equipos de seguridad dentro y fuera de la iglesia y en el piso de Tess, que era donde los deudos y amigos se reunirían después.
John estaba sentado con su hermana en la primera fila, y tenía a Tess abrazada por sus hombros estrechos, con la cabeza inclinada hacia ella.
Rowan no temía que Bobby fuera a intentar algo en ese lugar. No sólo por los federales, que estaban por todas partes. Michael había sido poli y se habían presentado docenas de ex colegas uniformados para darle el pésame a John.
Era lo único que Rowan podía hacer para controlar sus emociones. Se sentía como una extraña.
John leyó la elegía.
– Michael es mi hermano -empezó diciendo-. Y yo lo quiero.
Unas lágrimas silenciosas rodaron por las mejillas de Rowan.
– Michael nació policía. Y era un buen poli. Cuando dejó el cuerpo para montar una empresa conmigo, el Departamento de Policía de Los Ángeles perdió a un buen hombre. Honrado y fiable. Michael creía en la justicia y en la clara línea divisoria entre el bien y el mal.
»Pero quizás el Michael que vosotros no conocíais es el hombre que yo llamaba Mickey, mi hermano y mejor amigo. Le fascinaba salir a pescar, y podía estarse horas sentado esperando que picara un pez. Cuando yo me inquietaba y rompía el hilo de pescar por darme prisas, Mickey sacudía la cabeza y decía: «Paciencia». Reía porque siempre pescaba los peces más grandes.
Rowan se quedó sólo por John, pero no oyó el resto de las anécdotas sobre Michael. Odiaba los funerales, odiaba tener que despedirse de la buena gente. La valentía de John se notaba. Estar ahí y tener que hablar de su hermano muerto le destrozaba el alma.
En cuanto acabó el funeral, les pidió a Quinn y a Colleen que la acompañaran a Malibú. Alcanzó a cruzar una mirada con John cuando se iba y él frunció el ceño. Ella se giró con los ojos llenos de lágrimas. Aquello no podía ser buena señal.
A Rowan no le iba bien con las relaciones. ¿Qué pasaba entre ella y John? No tenía ni idea, pero en el fondo intuía que no duraría mucho. ¿Cómo podía durar? El hermano de John había muerto por culpa suya. Su hermana corría peligro por culpa suya. Aunque John tomara sus propias decisiones, su vida también corría peligro por culpa de ella.
Bobby vendría a por ella. Tenía que asegurarse de que no hiciera daño a nadie más.
Bobby MacIntosh tenía un aspecto muy distendido aquel miércoles por la noche, modestia aparte.
En el espejo vio reflejado a un vaquero alto de pelo rubio, con el pantalón tejano desgastado, su camisa nueva y recién planchada, y una corbata de bolo con un pasador color turquesa engastado en plata. Sí, muy elegante. Esta noche se lo iba a pasar en grande, pensó con una sonrisa.
Se encontraría con Sadie dentro de treinta minutos y la invitaría a una cena agradable y, después, un buen revolcón en la habitación del hotel donde se alojaba el ejecutivo Rex Barker. Sadie no era sólo una prostituta. Era una chica de alterne de alto vuelo, el tipo de chica que los ejecutivos invitaban a cenar y a tomar unas copas y al teatro y a exposiciones de arte.
Y, cuando uno es listo, consigue referencias de otros clientes. Claro está, a veces uno tiene que improvisar sobre la marcha. Ser un ex presidiario en este caso le favorecía, aunque no usó su nombre verdadero. Llamó a otros ex presidiarios y al final encontró un servicio de compañía que satisfacía sus necesidades. El broche de oro fue el nombre que usó como referencia, el de un famoso juez federal.
Listo, muy listo.
Acabó de preparar su maletín. Escalpelo, tijeras médicas, sacos de basura, pañuelos y broches para los pezones. Ay, ay, ay, cuando leyó cómo el malo en el libro de Rowan mataba a sus víctimas, le sorprendió que su hermana fuera capaz de inventar cosas tan retorcidas.
Tanta expectación lo mareaba.
Cerró el maletín y salió de la habitación del hotel.
Esa noche volaría de vuelta a Los Ángeles. El viernes, Rowan… Lily… sería toda suya.
Ansiaba que llegara el momento de estrangular a la muy zorra.
Susana Marlene Pierce, Sadie para sus clientes, aprendió muy pronto a servirse de su belleza para conseguir lo que quería. Cuando su padrastro la violó a los catorce años, podría haber bajado la cabeza y lamentado lo que le deparaba el destino.
En cambio, decidió tomar su futuro en sus propias manos. Empezando por su propio padrastro querido.
Nadie supo quién montó los cargos de desfalco contra Stuart Price. Nadie, excepto Sadie, desde luego. Calculó que cinco años en prisión y doscientos cincuenta mil dólares de compensación a sus clientes le darían tiempo suficiente para abandonar los territorios de la iglesia metodista y llegar a Hollywood.
Nunca llegó a Hollywood.
En Dallas, conoció a Bridget Carter, una bella morena que vestía ropa de marca que Sadie ansiaba tener, y una casa de un millón de dólares en un barrio chic de la ciudad. Sadie adquirió la elegancia de una estrella de cine.
Además de control, poder y seguridad.
Trabajar de escolta le permitió controlar a hombres que siempre había deseado pero a los que nunca había sabido llegar. ¿Qué sabía del poder de las mujeres una chica de diecisiete años que ni siquiera había terminado el instituto en Arkansas? Porque de eso se trataba cuando se hablaba de chicas escoltas, o chicas de alterne, o prostitutas. Se trataba de poder.
Bridget se lo enseñó todo, desde cómo vestir adecuadamente hasta las buenas maneras, la seguridad y la cultura (una escolta tenía que estar al tanto de los acontecimientos importantes, pero siempre opinar lo mismo que el cliente). Una escolta debía saberlo todo sobre la música popular, el arte y el teatro para saber estar en sociedad. Y Sadie se lo tragó todo. Por eso había acabado estudiando historia del arte y economía simultáneamente. La historia del arte porque era divertido, la economía por… pues, por los negocios.
A doscientos cincuenta dólares la hora, con un mínimo de cuatro horas, Sadie sólo trabajaba dos noches a la semana y ganaba más en un mes de lo que veía su pobre madre camarera en un año. Y si su madre la hubiera apoyado cuando le contó lo de la violación, quizá Sadie le habría enviado algún dinero para que no tuviera que trabajar doce horas al día y seis días a la semana.
Pero su madre la llamó puta y no le creyó. De modo que Sadie no tuvo remordimientos de quedarse con todo ese dinero manchado de sexo.
Ahora, cinco años después, con asistir a clases en la universidad, trabajar media jornada como escolta de hombres maduros y vivir en una bonita urbanización, Sadie lo tenía todo. Calculaba que le quedaban tres años y que ya no tendría que trabajar si no quería. Bridget, que tenía más de cuarenta años, la estaba instruyendo para que cogiera el relevo en los negocios, y Sadie pensó que podría ser una buena fórmula para jubilarse. El quince por ciento del negocio de sus chicas, aceptando clientes sólo cuando quería, viviendo en una mansión casada con un ejecutivo rico. ¡Qué maravilla de vida!
Normalmente, no trabajaba los miércoles, pero Bridget había llamado para informarle que el juez Vernon Watson la había recomendado a un amigo que estaba de visita y sólo pasaría esa noche en la ciudad. A Sadie le gustaba Vern. Le pagaba unos mil quinientos dólares al mes por una cena y un espectáculo, seguidos de una mamada en su habitación. Como Vern había recomendado al señor Barker, aceptó la propuesta.
Regla número uno: nunca dar a los clientes la dirección de su residencia. Así que Sadie se dio cita con él en el bar de su hotel, el Adam's Mark, un lugar exclusivo cerca del centro.
No dejó de sorprenderle, pensando que Vern tenía más de sesenta arios, que su amigo sólo tuviera unos cuarenta. Y vestía como un habitante del norte se imaginaba que vestiría un vaquero del sur. Pero tenía un aspecto agradable, nada del otro mundo, pero parecía simpático, y era más joven que la mayoría de sus clientes.
Le sonrió y le tendió la mano.
– Señor Barker, soy Sadie Pierce.
Él le devolvió una sonrisa, le tomó la mano y se la besó.
– El placer es mío -dijo, con un leve acento del sur, aunque no era un acento de Texas.
Ella no se lo pensó dos veces cuando él la cogió del brazo y la llevó hasta la entrada del hotel, donde llamó un taxi.
La conversación durante la cena versó sobre lo típico, con largos intervalos de silencio. Barker no paraba de mirar a la gente, fijándose en cada una de las personas que entraban. Aún cuando aquello habría irritado a cualquier invitada, a Sadie no le importó. Al fin y al cabo, a ella se le pagaba por satisfacer sus necesidades.
En el taxi, Barker se volvió hacia ella.
– Sé que le prometí un espectáculo, señorita Sadie. Pero es usted tan redomadamente guapa que me preguntaba si le importaría que volviésemos ahora al hotel.
En realidad, era muy mono cuando lo preguntaba así. Como si a ella fuera a importarle. Ése era su trabajo, una tarea que conocía a la perfección.
– En absoluto, señor Barker.
Era curioso, pero en ningún momento él le había dicho que lo llamara Rex. Todos los hombres con que se citaba le pedían que los llamara por su nombre. Eso les hacía creer que ella estaba allí porque disfrutaba de su compañía, no porque le pagaban. Pero él no era un habitual del asunto, y seguramente no solicitaba los servicios de una chica escolta muy a menudo.
En la habitación, ella pidió un momento en el baño para refrescarse.
– Cruzando la habitación -dijo él-. ¿Quiere que le sirva una copa?
Regla número dos: nunca beber alcohol en el trabajo.
– Perrier o agua mineral, cualquiera de las dos.
– ¿Vino? ¿Algo más fuerte?
– Querido, usted es lo bastante hombre como para excitarme sin estimulantes artificiales. -Siempre había que hacerles creer que eran ellos quienes mandaban.
Él parecía inseguro, así que ella sonrió, se le acercó y lo besó ligeramente en los labios.
– Tres minutos y estaré preparada para lo que usted quiera.
Él sonrió. Sadie tuvo un leve estremecimiento de miedo que le recorrió la espalda. Parpadeó, y cualquier intuición o percepción rara que había tenido se desvaneció.
Pasó por alto la regla número tres: siempre confía en tus intuiciones.
Le guiñó un ojo, se giró y entró en el cuarto de baño con un paso de vals.
Después de asearse, Sadie abrió el bolso para sacar el maquillaje y vio que en su teléfono móvil estaba encendida la luz intermitente de los mensajes. Normalmente, ignoraba los mensajes mientras trabajaba, pero en la pantalla vio el número de Bridget. Eran tres mensajes, y todos eran de ella. Sadie deseó que no hubiera ocurrido nada grave e introdujo su contraseña para escucharlos.
– Por favor, Sadie, por lo que más quieras, sal de ahí en cuanto puedas. No confío en ese tipo. Acabo de hablar con el juez y me ha dicho que no ha recomendado a nadie. Lamento no haberlo verificado antes, pero pensé que… es todo culpa mía. Estoy muy, muy preocupada… ¿Recuerdas esa advertencia de los polis de la que te hablé? -preguntó, sin aliento-. Dile que tu madre ha muerto y que tienes que irte y que le devolveremos el dinero, ¿vale? Por favor, llámame en cuanto puedas. Por favor.
Sadie sintió que se le desbocaba el corazón. Nunca había oído a Bridget tan asustada. A Bridget, la mujer con más clase, más tranquila y más correcta que conocía.
Miró a su alrededor. El cuarto de baño. No había salida. Estaba a punto de perder la calma y devolvió el teléfono al bolso con mano temblorosa. ¿Funcionaría la mentira? No veía otra salida. No podía llegar y salir sin más.
Pero él le había mentido acerca de Vern. Incluso habían hablado del juez durante la cena, y Barker se expresaba como si fueran grandes amigos. Eso exasperó a Sadie. Algunos hombres, como su padrastro y ese cabrón de Barker, creían que podían manipular a las mujeres para que hicieran lo que quisieran porque pensaban que las mujeres eran estúpidas.
Sadie era cualquier cosa menos estúpida.
Se armó de valor. Le diría al señor Barker, si así se llamaba, que la broma había acabado y que ella se marchaba. Abrió de un tirón la puerta del cuarto de baño, cruzó la habitación y se dirigió al salón de la suite.
– ¿Señor Barker? Lo siento, pero…
Una mano enorme le tapó la boca y ella se resistió.
– Has tardado demasiado hablando ahí dentro -le dijo al oído una voz grave y amenazante, una voz que no se parecía en nada al acento con que Barker le había hablado durante la noche.
Sadie luchó, consciente de que era muy posible que en ello le fuera la vida. El aviso acerca de un asesino en serie que andaba buscando prostitutas le vino a la cabeza como un vago recuerdo.
Nunca pensó que le ocurriría a ella.
Algunos de sus clientes se ponían un poco rudos, y ella no tenía reparos en recurrir a sus conocimientos en artes marciales para tenerlos a raya. Pero esto era diferente. Barker utilizaba la fuerza bruta, y lo hacía para anularla.
Sintió algo metálico que le rozaba la muñeca, y luego un «clic» cuando las esposas se cerraron. Sus instintos le hicieron ver una realidad pavorosa. ¡No! No podía dejar que la dominara.
Se resistió y luchó. Recordando su entrenamiento en defensa personal, utilizó la fuerza de él en su contra. Lanzó una patada hacia arriba y hacia atrás y, cuando le dio en los testículos, él aulló de dolor. La empujó contra el suelo. Al tropezar y caer, intentó incorporarse, pero él le propinó un puñetazo.
– ¡Puta! -exclamó, y volvió a pegarle.
Ella se retorció y él le cogió el brazo con la esposa colgando de la muñeca. Por el rabillo del ojo, Sadie vio la lámpara de pie. Intentó agarrarla y con los dedos rozó la base, pero no lo suficiente para cogerla.
¡Recuerda tu entrenamiento!
El entrenamiento. Sí. Con la mano que tenía libre, le buscó los ojos y le arañó el que tenía más a su alcance. Hundió los dedos en el borde inferior y tiró de él.
Él lanzó un grito y descargó el brazo libre para golpearla. La cabeza rebotó a un lado y Sadie supo enseguida que le había roto la nariz.
Le entró el pánico, pero también la furia. Aquel tipo era igual a su padrastro. Cualquier mujer que no se pusiera de rodillas para satisfacerle en lo que él quisiera era candidata a ser utilizada como punching ball.
Ella no iba a morir a manos de un cabrón enfermo que quería dominar a las mujeres. Con la mano derecha, de la cual colgaban las esposas, lo golpeó en un lado de la cabeza con el metal. Una y otra vez.
Su grito de dolor y rabia le dio más miedo que la amenaza. Aquel tipo no estaba bien de la cabeza. Sintió sus manos en la garganta, presionándole la tráquea con los pulgares.
Iba a matarla.
¡No! Sadie se resistía a morir. Levantó las manos por entre la uve que dibujaban sus brazos y volvió a buscarle los ojos. Se estaba ahogando y la visión empezaba a fallarle, pero se aferró a los pequeños huesos en el lado exterior de los ojos y apretó. No sabía si la maniobra funcionaría cuando el señor Wolfe se la había enseñado años atrás, pero sintió que los huesos crujían bajo sus dedos y no los soltó. Barker lanzó un grito de dolor, le soltó el cuello e intentó agarrarle las manos.
Ella volvió a usar las esposas como un látigo y le hizo un corte en la cara. Él aflojó justo lo necesario para que ella lanzara una patada y se retorciera para liberarse. No se preocupó por su bolso. Salió disparada hacia la puerta, la abrió de un tirón y corrió por el pasillo. No conseguía que de su garganta magullada escapara un grito.
Corrió hasta las escaleras por miedo a esperar el ascensor. Ignoraba si el tipo la perseguía, pero corrió por su vida y bajó diez plantas a toda velocidad. No paró hasta llegar al vestíbulo y acabar en los brazos de un sorprendido ayudante del director que justo pasaba por ahí.
– Dios mío, señorita, ¿qué ha ocurrido?
Con voz ronca y la sangre de la nariz rota obstruyéndole la garganta, balbuceó:
– El hombre… El hombre que me ha invitado ha tratado de matarme. -Dio el número de la habitación y el ayudante del director la condujo a un sofá en su despacho mientras llamaba a seguridad para que fueran a la habitación.
Quince minutos más tarde, fue él mismo quien le contó que el hombre había desaparecido.