Capítulo 11

Rowan golpeó el florero con el brazo y lo lanzó volando de la mesa. Al caer al suelo, el agua se derramó por todas partes. El florero se hizo trizas y los lirios quedaron esparcidos.

John frunció el ceño, confundido con lo que acababa de suceder. Vio a Rowan volverse hacia Adam, con los ojos desorbitados y llenos de terror.

– ¿Quién te dijo…? ¿Quién te lo dijo?

– Yo… yo… yo -balbuceó Adam, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

John se acercó a Rowan antes que Michael y la tomó por la cara, obligándola a mirarlo.

– Rowan, basta. Ya.

Ella parpadeó al mirar a John, y en su cara sólo había confusión. Luego miró a Adam, que se había quedado petrificado.

– Adam, perdóname -dijo, y dio un paso atrás, temblando.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó John, y apoyó la mano en su hombro. Le dio una pequeña sacudida, preocupado. En su cara vio la indecisión de no saber si podía o no confiar en él-. Puedes confiar en mí.

A Rowan los ojos se le llenaron de lágrimas cuando se llevó la mano temblorosa a la boca. Se incorporó de un golpe y salió a toda prisa de la habitación.

Maldita sea. Había estado tan cerca. Iba a salir a buscarla cuando Michael levantó un brazo.

– John, dale un minuto.

– Mierda, Michael, hay algo que no nos ha contado, algo que está directamente relacionado con lo que está pasando. No podernos permitir que nos mantenga en la incertidumbre.

– No será jugando al gran matón como conseguirás que confíe en ti -dijo Michael, con la mandíbula temblándole de rabia.

John se mesó el pelo. Rowan había vuelto a revivir un viejo recuerdo al ver las flores. Las había mirado durante más de un minuto antes de romper el florero. ¿Qué había en ellas capaz de despertar esa reacción?

John miró a Adam. Se había acurrucado contra la pared, con los brazos alrededor de las piernas, y unas lágrimas silenciosas le rodaban por las mejillas. Rowan se iba a sentir muy mal cuando se diera cuenta de lo que había hecho.

John se agachó junto a él.

– ¿Adam?

No hubo respuesta.

– Adam, no pasa nada.

– Llamaré a los estudios para que alguien lo venga a buscar.

– No -dijo John, y su voz sonó más dura de lo que pretendía-. Le prometí a Rowan que lo llevaría a casa. -Estiró el brazo y tocó a Adam-. Adam, necesito que me hagas un favor.

Adam sollozaba.

– Me odia.

– No, Adam, Rowan no te odia. Te quiere mucho, mucho. Está muy apenada por lo de las flores.

– Odia las flores. No debería haber escuchado a ese hombre.

Instintivamente John sintió sonar la alerta.

– ¿El hombre? ¿Qué hombre? ¿El florista?

Adam negó con la cabeza, pero siguió sin mirar a John.

– No, no hablaba muy bien inglés.

– ¿Quién era? ¿Un cliente?

– Creo… creo que sí.

– ¿Dónde compraste las flores?

Adam se encogió de hombros, y su espalda se sacudió con los sollozos.

– Adam, esto es muy importante -dijo John-. Necesito que me enseñes dónde compraste las flores.

– ¿Por… por qué? Rowan me odia.

– No, Adam, Rowan no te odia. Pero si me enseñas dónde compraste las flores, Rowan se pondrá muy feliz.

Adam levantó la vista por primera vez y John sintió un nudo en el corazón cuando vio la angustia en el rostro del chico. Tenía el pelo oscuro aplastado contra el cráneo, y su tez demasiado blanca era un contraste fantasmal.

– Rowan nunca está feliz.

La realidad de la sencilla frase de Adam sacudió a John. Rowan tenía algo guardado muy adentro, y no cabía duda de que, fuera lo que fuera, el asesino lo sabía. Ahora tiraba de sus hilos. Copiando sus asesinatos ficticios, mandándole las coletas, la corona funeraria… convenciendo a Adam de comprar lirios.

Aquel hombre estaba jugando con Rowan, obligándola a revivir recuerdos que, sospechaba John, llevaban enterrados mucho tiempo.

Pero nada podía quedar enterrado para siempre.

– Adam, por favor. Esto es muy, muy importante. Necesito que me lleves al lugar donde compraste las flores.

– De acuerdo -dijo el muchacho, con la voz de un niño al que han regañado.

John lo ayudó a incorporarse. Adam vio las flores en el suelo y el labio inferior le tembló. John salió con él de la habitación y se volvió hacia Michael.

– Volveré pronto -dijo-. Si te enteras de algo por ella, llámame.

– Claro.

John volvió a mirar a Michael antes de salir, pero su hermano tenía una mirada distante. ¿Qué pasaba? Ahora no era el momento ni el lugar para averiguar qué pasaba por la cabeza de Michael, pero sospechaba que todo tenía que ver con sus sentimientos hacia Rowan. Michael no tenía ni un pelo de tonto, y se daba cuenta de que John también se estaba implicando emocionalmente.

No quería que aquel caso perjudicara la amistad con su hermano. Tampoco quería que la perjudicara aquella mujer. Pero temía que quizá fuera demasiado tarde.


– ¿Rowan? ¿Cariño?

Michael llamó a la puerta de su habitación, pero ella no le abría. Cariño. Rowan tenía el estómago hecho un nudo. No quería estar preocupada porque Michael se sintiera herido. Era un hombre bueno, pero no la entendería. Seguramente la abrazaría y le daría palmaditas en la espalda como a una niña y le diría que todo iba a salir bien.

Todo no iba a salir bien. Alguien lo sabía. Alguien sabía que su nombre era Lily. Y si sabía que su nombre era Lily, lo sabía todo acerca de ella.

Alguien que la odiaba tanto como para desear que reviviera la peor noche de su vida.

El último año del instituto, Rowan leyó A puertas cerradas. Tres personas atrapadas en el purgatorio revivían su peor pesadilla. Una y otra vez, así era su vida. Una gran pesadilla. Ella creía que había comenzado cuando tenía diez años pero, en realidad, había empezado mucho antes. Antes de que ella naciera. Cuando su padre conoció a su madre y la invitó a salir y le regaló unos lirios.

– ¿Rowan?

Ella se acercó a la puerta, levantó una mano y la apoyó en la madera.

– Michael, por favor, déjame sola.

– Tienes que hablar de lo que te molesta.

– Ahora no.

Él no insistió, pero ella no lo oyó alejarse. Al cabo de un momento, dijo:

– Rowan, por favor, cuéntame la verdad. ¿Los asesinatos están relacionados con eso que te está molestando?

Con eso que le estaba molestando. Como si el asesino fuera un mosquito, y su pasado el de una familia conflictiva. Le molestaba su propia existencia. Su vida estaba envuelta en el dolor, el odio y la pérdida, que ella tenía que ocultar en su corazón para seguir viviendo. Sin embargo, ahora habían arrancado el velo. Su corazón sangraba, y sentía el alma invadida por recuerdos tan dolorosos. No había forma de arreglar aquella caja, no había forma de volver a poner la tapa. Los secretos se derramaban y la estaban sangrando hasta la muerte. Tendría que enfrentarse a la verdad, no tenía otra alternativa.

Pero no sabía si podría seguir adelante.

– ¿Cómo está Adam?

– Se recuperará -dijo Michael, pero Rowan sabía que eso no era verdad. No sabía cómo reparar aquel daño, y no se perdonaba por haberlo tratado mal-. John lo ha acompañado a los estudios.

Rowan sospechaba que averiguaría lo de las flores. Había visto cómo John se relacionaba con Adam mientras comían galletas y tomaban leche en la cocina. Si alguien podía sacarle alguna información a Adam, era John.

– Michael, vete -dijo, haciendo una mueca al darse cuenta de su tono de voz tan duro-. Por favor -añadió, más suave.

– Estaré abajo -dijo él, después de un largo silencio.

Cuando estuvo segura de que se había ido, fue hacia el otro lado de la habitación y echó mano de su móvil. Si John estuviera en la casa, sabía que escucharía todas sus conversaciones. Michael no haría eso. Aún así, no podía correr ese riesgo.

– Collins.

– Roger, soy Rowan.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó él, con voz tensa, preocupado.

– Alguien lo sabe. Alguien sabe mi nombre.

Siguió un silencio largo.

– No lo entiendo.

– Sí que lo entiendes. ¿Recuerdas que te hablé de aquel chico amigo mío, Adam? Alguien le ha dicho que me compre lirios.

– ¿Te ha dado alguna descripción? Llévalo a que se siente un buen rato con un experto en retratos robot. Yo me ocuparé de encontrar uno. Y no olvides…

– Roger -interrumpió Rowan-. Adam tardará un tiempo. Se deja influir muy fácilmente y el retrato no sería fiable. John verá qué puede averiguar.

– ¿John?

– John Flynn. Es el hermano y socio de mi guardaespaldas. Son los de la empresa de seguridad. Es un antiguo miembro del Comando Delta.

– Lo conozco.

Al escuchar el tono de voz de Roger, Rowan se enderezó en la silla.

– ¿Ah, sí?

– Lo conozco por su reputación, no personalmente. ¿Recuerdas aquel cargamento de droga que entró por Baton Rouge hace unos seis o siete años?

– Hubo miles de partidas de droga durante el tiempo que estuve en el FBI. Yo no trabajaba en eso.

– No, pero te acordarás de éste. Billy Grayson murió y George Petri perdió un ojo y una pierna.

Rowan lo recordaba. Habían llamado al FBI para apoyar la operación, pero el asunto se convirtió en una gran batalla sangrienta murieron cuatro agentes del FBI y otros tres sufrieron lesiones permanentes. Billy pertenecía a su misma promoción en la academia. Las bajas de la DEA fueron todavía más numerosas.

– ¿Dónde entra John Flynn en todo el asunto? Aquello fue una chapuza fenomenal.

– Podría haber sido mucho peor. Flynn trabajaba infiltrado en la operación de Pomera, un pez gordo, originario de Bolivia, pero no tengo ni idea de dónde trabaja ahora. Se enteraron de la movida y decidieron retirar a todos los agentes asignados al caso. Instalaron explosivos en los almacenes y a lo largo de los muelles. Flynn estuvo a punto de delatarse al desactivar las bombas. Cuando no estallaron, a los hombres de Pomera les entró el pánico y volaron el lugar a balazos. Atrapamos a seis hombres. Un disparo hizo estallar una carga de C-4 bajo el muelle y allí murieron la mayoría de los nuestros. Sin Flynn habríamos perdido a decenas de agentes.

Roger hizo una pausa y carraspeó.

– Después de eso, he sabido más cosas acerca de él. No siempre juega siguiendo las reglas. Hace unos años, estuvo seis meses en una cárcel en América del Sur, y la CIA lo amenazó con la cadena perpetua porque estropeó una de sus operaciones. No conozco los detalles, pero los rumores dicen que uno de los tíos se pasó al otro bando y Flynn se enteró. Se volvieron en su contra, lo dejaron en prisión y sacaron al soplón.

A Rowan no le costaba imaginarse a Flynn de agente secreto en el hemisferio sur. Pero, la cárcel… no podía imaginárselo atrapado en una celda. Tenía demasiada energía en la mente y en el cuerpo. Su intuición le decía que John preferiría morir que estar encerrado.

– ¿Y la CIA logró sacarlo?

– No. Escapó. Desde entonces, apenas trabaja para el gobierno. Yo diría que tendrá sus razones.

Yo también.

– Rowan, los lirios podrían ser una coincidencia.

Ella cerró los ojos.

– No, Roger, no ha sido una coincidencia. Adam dijo que un hombre se los había recomendado. Es él.

– ¿Quién?

– El asesino. Estoy segura.

– Pondré a Peterson a trabajar en ello enseguida.

– De acuerdo -convino ella-. Pero dile que no presione a Adam. Adam es un chico inteligente, pero no es como los demás. Es un poco lento. -Guardó silencio y se frotó los ojos-. Roger, ¿cómo es que sabe mi nombre? -preguntó, con voz temblorosa.

– Supongamos que este tío va a por ti. No sabemos por qué. Quizás alguien implicado en uno de tus casos. Es evidente que planifica las cosas minuciosamente. Los asesinatos están bien ejecutados, bien planeados y a ti te está torturando psicológicamente. Es probable que también haya investigado tu vida. Yo he guardado tus archivos con mucho celo, pero todavía existen.

– ¿Has podido profundizar en el asesinato de los Franklin? He leído los archivos. No es un caso cerrado. Hay algo ahí. Tiene que haber algo.

Porque si no había nada, quería decir que alguien que la había conocido de pequeña era un asesino.

– El hermano de Karl Frank siempre ha dicho que era inocente. Nos pusimos en contacto con él y el tipo estaba amargado. No quería hablar. Mañana iré a Nashville a hablar personalmente con él.

Era una esperanza.

– ¿En serio? ¿Crees que podría ser él?

– No lo sé, Rowan, pero estamos trabajando con todas las hipótesis.

– Roger, ¿qué pasa si es alguien relacionado con mi infancia? Alguien que sabe lo que sucedió. Que conoció a Dani. Las coletas, los lirios… está todo relacionado.

Roger soltó un suspiro ruidoso. Cuando habló, le temblaba ligeramente la voz.

– Rowan, escúchame. No te metas ahí. No puedes seguir reviviendo el pasado. Todos los que están relacionados con esa noche han muerto.

– Pero…

– Lo prometo. Miraré los archivos esta noche. Te prometo que no dejaré de mirar hasta en el último rincón. No queda nadie vivo, excepto tu tía en Ohio, pero no creo que ella sea la responsable.

Rowan se desmoronó. Su tía. La mujer que no la quería a ella ni a Peter. La mujer que les cerró su puerta diciendo que eran la semilla del diablo.

– No voy a asistir al estreno el viernes por la noche -susurró.

– ¿De tu película?

– Demasiado peligroso.

– Peterson ha dicho que lo tiene cubierto.

– Quizá, pero este cabrón sería capaz de volar el cine.

– ¿Eso crees? -preguntó Roger, con voz queda.

Rowan se frotó la cabeza.

– No -reconoció-. Todavía le queda por cometer un asesinato. De mi cuarta novela. Pero ya se ha salido del guión en una ocasión. Podría volver a hacerlo.

– La policía de Washington DC ha difundido una advertencia a las mujeres de pelo castaño en toda la región -dijo Roger-. No vamos a quedarnos de brazos cruzados sin hacer algo para protegerlas.

– Ya lo sé, pero… -dijo, y calló. ¿Cómo iban a proteger a todas las mujeres de menos de treinta años que viajaban a Washington D.C.? No todas las personas escuchaban las noticias o leían los periódicos, o creían que su vida corría peligro.

Eso era el meollo del asunto. A mí no me pasará. Yo estoy a salvo. ¿Cuántos sobrevivientes le habían dicho: No pensé que me podía pasar a mí. Jamás pensé que podrían secuestrar a mi hija. Sólo me ausenté un minuto. Tenía el coche frente al edificio. El aparcamiento estaba iluminado.

Una y otra vez. Pensarían que si corrían lo bastante rápido, el mal no sabría que habían bajado la guardia.

Rowan se estremeció y expresó su miedo.

– Aunque mi editor haya retrasado la salida de mi próximo libro, puede que el asesino consiguiera una copia. Ha habido suficiente publicidad y reseñas como para que tenga una idea de los crímenes en cuestión. Quizá sería conveniente advertir a las prostitutas de Dallas y Chicago que extremen sus precauciones.


Roger Collins colgó y envió un correo electrónico a sus hombres para que contactaran con los departamentos de policía de Dallas y Chicago lo antes posible. Revisó su itinerario de vuelo a Nashville y tomó notas para su conversación con el hermano de Karl Franklin. Durante todo ese tiempo, no podía quitarse de la cabeza el miedo de Rowan.

Lily.

¿Quién conocía su pasado? Él había ocultado muy bien la información para protegerla, para permitirle llevar una vida normal. Pero Rowan nunca había tenido una vida normal. Incluso antes de la violencia que le había arrebatado a su familia, creció en un ambiente cruel con un padre rabioso y una madre asustada.

Había intentado convencerla de que no pensara en su infancia. Por primera vez en su vida le preocupaba que las mentiras que le había contado hacía tantos años ahora le pasaran factura. Pero ¿cómo podría haberlo sabido?

Después de llamar a Gracie para decirle que hoy también volvería a llegar tarde, se dirigió a su caja fuerte personal y sacó la gruesa carpeta donde estaba recogido el pasado de Rowan. El pasado que él había intentado sepultar por ella. Para protegerla. Para darle una oportunidad.

Pero ella nunca había tenido esa oportunidad. Y esos latidos punzantes que sentía en la cabeza le hicieron entender que había cometido un error fatal.

Se sentó a su mesa y abrió la carpeta. No se movería de ahí sin antes haber revisado hasta el último registro para ver si no habría pasado por alto algún detalle.

O a alguna persona.


John miró a Adam sentado rígidamente en el asiento del pasajero del destartalado camión. Frunció el ceño, preocupado por la actitud retraída del joven. No sabía gran cosa acerca de Adam, pero intuía que la reacción de Rowan lo había afectado profundamente.

Antes de que la carretera 101 virara hacia el este, alejándose de la Autopista de la Costa, John vio el puesto de flores. Había pasado por ahí varias veces en los últimos días, pero no le había prestado atención.

– ¿Es aquí donde compraste los lirios? -preguntó a Adam.

Él asintió con un gesto casi imperceptible de la cabeza y, con una maniobra ilegal, John atravesó la calzada.

– Hablemos con el hombre que te las vendió.

– No quiero -contestó él, y se cruzó de brazos con un mohín.

– ¿Recuerdas lo que te he dicho, Adam? Ese hombre que viste podría ser el que ha hecho daño a todas esas personas. El que ha herido a Rowan. Sé que tú estimas a Rowan y no quieres que nadie le haga daño.

John no presionó más, dándole tiempo a que pensara en esa información. Pasaron varios minutos, y de pronto Adam abrió la puerta sin siquiera mirarlo.

Bien, pensó John, y bajó por su lado.

Adam caminaba arrastrando los pies, pero siguió a John hasta el mexicano delgado que atendía el puesto de flores.

Hola, señor.

Hola -contestó el hombre. Miró a Adam y sonrió-: ¿Le han gustado las flores a la señora? -preguntó, con un gesto hacia los coloridos arreglos florales.

Adam miró, con la frente arrugada, y negó con la cabeza.

Señor -siguió John-, mi amigo -dijo, y le dio a Adam unas palmadas en la espalda para identificarlo y tenerlo a su lado-, conoció aquí a un hombre. ¿Lo recuerda usted?

– ¿Si lo recuerdo? -asintió el hombre, en español-. .

– ¿Puede describirlo? ¿Su pelo? -preguntó, tocándose el pelo.

– Sí, un pelo como la arena.

– ¿El mismo color de la arena?

El hombre asintió y señaló hacia la playa, allá bajo los acantilados. Rubio, pensó John. Un poco más oscuro.

– ¿Le vio los ojos?

El hombre negó con la cabeza.

– Llevaba gafas de sol. Gafas oscuras.

Maldita sea.

– ¿Altura? -preguntó, alzando la mano.

El hombre miró de John a Adam.

– Como él -dijo, señalando a Adam y luego juntó los dedos, dejando unos centímetros-. Más alto.

– ¿Recuerda usted qué conducía? ¿Su coche?

– Un sedán. Como un Ford -dijo, y se encogió de hombros-. No estoy seguro.

– ¿Recuerda por dónde se fue?

El hombre señaló hacia Los Ángeles. Alejándose de Rowan. ¿Habría ido hasta su casa? El tipo sabía dónde vivía, pero el hecho de que estuviera acechándola preocupaba a John por varios motivos.

– Compró un lirio y lo lanzó por el acantilado -dijo el hombre, señalando hacia el otro lado del camino-. Me extrañó, pero no hice preguntas.

Había comprado un lirio y lo había tirado barranco abajo. Mierda.

– ¿Cómo vestía?

– Bien. Pantalones marrón claro. Una camisa como la suya -dijo, y señaló el polo de John-. Azul -añadió, encogiéndose de hombros-. No recuerdo más. Un individuo de aspecto agradable, de unos cuarenta años.

Nada que lo distinguiera demasiado. Al menos era más de lo que tenían antes, pensó John. Le dio las gracias al hombre y volvió con Adam al camión.

– ¿Recuerdas alguna otra cosa? -Adam no le contestó, pero John insistió-. Yo creo que recuerdas algo. Creo que hay algo que no me has contado.

– No, no -replicó Adam-. No te enfades conmigo tú también.

John suspiró, intentando ser paciente.

– No estoy enfadado contigo, Adam. Ha sido un día duro para ti, lo sé. Pero si recuerdas algo, aunque no te parezca importante, necesito saberlo.

Adam se mordió el labio.

– Parecía alguien conocido.

– ¿Conocido? ¿Cómo si lo hubieras visto antes?

– Puede ser -dijo él, encogiéndose de hombros.

– ¡Piensa, Adam! Es muy importante. -John no quería perder la calma, pero su frustración iba en aumento.

– No lo sé. Simplemente me pareció familiar. Como si lo hubiera visto antes. Soy un estúpido. No lo recuerdo. ¡Soy un estúpido! -dijo, y dio un puñetazo en el salpicadero.

John respiró hondo y puso el camión en marcha.

– No eres un estúpido, Adam. Ya lo recordarás. Y cuando lo recuerdes, quiero que me llames. -John escribió el número de su móvil en una tarjeta y se la entregó-. Llámame cuando quieras y cuéntame cualquier cosa que recuerdes. ¿De acuerdo?

Adam cogió la tarjeta y frunció el ceño. Hizo girar la tarjeta entre los dedos.

– De acuerdo.


Pensaba en las muchas mujeres de pelo castaño en Washington D.C. que ignorarían las advertencias de la policía. Algunas viajaban en grupo, pero la mayoría salía al trabajo y se dirigían al metro solas, o se separaban de sus amigas al subir a los trenes de los suburbios.

Tenía que agradecerle a Rowan ese detalle. Cuatro de las víctimas de su novela eran anónimas, de modo que no tenía que encontrar una víctima que coincidiera con un nombre. Había sido más difícil en Portland encontrar a una familia Harper que encajara con la descripción, pero al ver a la hija pequeña, supo que podía desviarse del plan y enviarle a Rowan un recuerdo. Adaptarse. Se había adaptado a las circunstancias toda su vida. Adaptarse, manipular, destruir.

Sin embargo, encontrar a una mujer sola, de pelo castaño, entre veinte y treinta años que viajara de Washington D.C. a Virginia era mucho más fácil. La semana anterior había identificado a una posible víctima. Esta noche la esperó cerca de su coche.

Otra pequeña variación, pero Rowan sabría apreciarla. Después del once de septiembre, los sistemas de seguridad del metro habían cambiado, y no podía correr el riesgo de que lo vieran las cámaras. Se preguntaba si Rowan lo reconocería después de tanto tiempo, pero creía que sí. Si ella no lo recordaba, la policía revisaría cualquier imagen en el laboratorio y descubriría que tenía antecedentes.

No podía ser. Rowan no tardaría en conocer su identidad. Pero según sus condiciones, cuando él decidiera.

Le fascinaban todos y cada uno de los libros de Rowan. Estaban tan llenos de detalles, eran tan ricos en cuestiones de vida o muerte. Le sorprendía que aquella zorra pudiera ser tan creativa. Mientras estudiaba a fondo a la protagonista, se preguntaba si Rowan había descrito a Dara Young como si fuera ella misma. Dara no se parecía en nada a Rowan. La agente ficticia del FBI era una mujer de pelo castaño con ojos marrones, mayor y, de hecho, tenía amigas.

No tenía familia, pensó, con una ancha sonrisa.

Rowan jamás sospecharía lo que había planeado, pero era brillante. ¡Brillante! Siempre había sabido que era inteligente. Mucho más que el común de los imbéciles que andan por ahí. Pero ahora… ahora se sentía inspirado.

La destrozaría mentalmente. Y luego la mataría.

Oyó que el metro se detenía en la estación, el final del trayecto. Sonrió pensando en la ironía del destino. Final de trayecto. Esperaba con ansias ese capítulo en particular. Todas las víctimas del malvado Judson Clemens de la novela de Rowan eran violadas. Él nunca había pensado en violar a una mujer. ¿Para qué? Al fin y al cabo, podía echar un polvo cuando quisiera, y pagar por ello si fuera necesario. En la cárcel, no, pero los maricones se mantenían a distancia desde que le había rebanado la polla al primero que intentó follárselo. Los violadores que conoció en la cárcel tenían problemas con el «control de la rabia», como lo llamaban los psiquiatras. Eso le hizo reír. Él no tenía problemas para controlar su rabia, ningún tipo de problemas.

La disimulaba muy bien.

Pero, en realidad, él no violaría a la mujer. Sólo se limitaría a seguir el guión que Rowan había puesto tan amablemente a su disposición. Era el plan de ella. Eran sus víctimas.

Lo siento por ti, Melissa Jane Acker, has llegado al final de tu trayecto.

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