Rowan no habló durante el trayecto al aeropuerto. John estaba agradecido con Peterson por haber removido cielo y tierra para encontrarles plaza en un avión que salía en menos de una hora y por haberse saltado los controles de seguridad.
El propio Peterson viajaba cerca de la cabina, ocupando la plaza de policía de aquel vuelo, ya que en ausencia de un guardia de seguridad aérea, en su condición de agente federal él cumplía esa función. John y Rowan viajaban en la parte de atrás.
John le dio a Rowan todo el espacio que necesitaba. Sufría por ella. ¿Por qué la había arrastrado a aquello? Él podría haber interrogado solo a Adam. Albergaba la peregrina idea de que la revisión de los informes despertaría en ella recuerdos reprimidos y la impulsaría a recordar alguna cosa.
Y luego recordó que Rowan había querido venir. Necesitaba venir.
Jamás habría imaginado que Bobby MacIntosh estaba vivo. Pero ahora no tenía ninguna duda de que la persona encerrada en aquella celda de la prisión de Texas con el nombre de «Robert MacIntosh Junior» no era el hermano de Rowan.
Cuando la miró, supo que ella sospechaba lo mismo.
El avión despegó casi al instante después de que embarcaron. Rowan aún no había dicho palabra y John empezaba a ponerse nervioso. Tras lanzar una mirada de reojo al ejecutivo que viajaba en la fila de al lado, John se inclinó hacia Rowan y le habló suavemente al oído.
– ¿Te encuentras bien?
Ella no respondió, y se limitó a seguir mirando por la ventanilla.
– Rowan, dime algo. -No pretendía sonar tan brusco pero, maldita sea, no podía soportar el silencio ni esa mirada inexpresiva suya.
– Es Bobby. Estoy segura.
– No tardaremos en averiguarlo.
– Roger me mintió. Desde el principio -dijo, con una voz temblorosa y llena de angustia. John sabía perfectamente cómo se sentía. Mentiras, engaños, traiciones. Tuvo que apartar esas ideas de su cabeza, no era ni el momento ni el lugar indicado. Añoraba tomarla y estrecharla en sus brazos, sólo abrazarla para que supiera que no estaba sola. Pero caminaba sobre un tejado de vidrio. No sabía cuánto más podía soportar después del trauma emocional de tener que revisar las fotos del asesinato de su familia y descubrir que aquella figura paterna en la que ella había confiado llevaba años mintiéndole sobre algo tan importante.
– Cuando Roger me interrogó -siguió-, después de que me avisaron que a Bobby lo habían detenido, que estaba en la cárcel y no podía hacerme daño, fue sincero conmigo. Me dijo que el caso era sólido, aunque yo fuera la única testigo. Con mi testimonio, estaba garantizado que Bobby pasaría el resto de su vida entre rejas.
Él le cogió la mano y se la apretó suavemente. Ella acabó por apartar la mirada de la ventanilla, se volvió y miró las manos entrelazadas, pero no hizo ademán de romper la conexión.
John no sabía por qué, pero se sentía aliviado.
– ¿Qué sentiste a propósito de eso? -Recordó que Rowan sólo tenía diez años en aquel momento. Él había visto las fotos. ¡Qué tragedia más absurda! Una niña pequeña que había perdido a casi toda su familia en una noche tan espantosa. Y luego rechazada por la tía y por los abuelos. No le costaba imaginar lo valiente que había sido Rowan.
– Enfadada. Confundida. Quería hacerle daño por lo que me hizo, pero por aquel entonces no entendía los procedimientos. -Tras una pausa, siguió-: Fue Roger también el que me contó lo de mi padre, que no había dicho ni palabra desde que la policía lo encontró en la cocina. Yo insistí en verlo. Así que Roger me llevó a Bellevue. No quería hacerlo, pero me llevó.
Sus miradas se cruzaron. Cuando John vio el dolor en su rostro le dieron ganas de tomarla en sus brazos y decirle que él la protegería.
Pero ella no quería su protección sino su comprensión.
– Roger tenía razón -dijo, con voz apenas audible-. Me vine abajo cuando vi la mirada vacía de mi padre. Había cortado todo vínculo con la realidad. No estaba poseído por el diablo, no tenía una mirada diabólica. No gritaba ni deliraba. Sencillamente, no estaba presente -añadió, y volvió a mirar por la ventanilla.-. Supongo que por eso Roger me mintió -dijo, al cabo de un momento-. Pensó que no sería capaz de enfrentarme a la declaración, sin importar lo que yo pudiera decir.
Rowan nunca olvidaría la imagen de su padre aquella última vez. Ya no parecía aquel hombre fuerte, a veces enfadado, a veces maravilloso que había llegado a admirar y temer.
– Mamá, ¿por qué te pega Papá?
Tenía siete años cuando hizo esa pregunta. Estaba poniendo a dormir a Dani en el sillón de su madre en su habitación, y le susurraba suaves palabras al oído. Su madre dejó caer el cepillo sobre la mesa del tocador.
– ¿A cuento de qué viene esa pregunta?
– Lo siento.
Comenzó a mecer a Dani, con la esperanza de que su madre no se hubiera enfadado con ella. Nunca le daba azotes. Su padre, sí, dos veces. En una ocasión, cuando rompió la bandeja de cristal que era la preferida de su madre. Y también el año anterior, cuando se fugó de casa. Se había mudado con todas sus cosas al cobertizo.
A causa de Bobby. Bobby le daba miedo.
– Cariño -dijo su madre, y se acercó a ellas. Se arrodilló frente al sillón y paró el balanceo del bebé. Obligó a Lily a que la mirara a los ojos.
Unos ojos tan bonitos, pensó Lily. Papá decía que eran como hermanas. Sólo quería ser igual de bella que su mamá cuando fuera mayor.
– Cariño, eres demasiado pequeña para entender estas cosas. Papá no quiere hacerme daño. Y… en realidad, no duele.
Mamá miró a Dani y Lily supo, aunque no entendía por qué, que su madre mentía.
– De acuerdo -dijo, con voz queda y temblorosa.
Mamá le apretó la mano.
– A veces, me equivoco cuando digo o hago algo. Papá se enfada. Ya sabes que él trabaja mucho todos los días, mucho. Y con seis hijos necesitamos mucho dinero, ¿sabes? -Su madre hablaba muy rápido.
– De acuerdo, Mamá.
– Pero Papá me quiere. Mucho, mucho. Y yo lo quiero a él. Y no es siempre así, sólo algunas veces. Casi nunca.
Lo que decía Mamá no tenía sentido. Y entonces, se inclinó y besó a Lily en la cabeza y fue como si el mundo mejorara un poco.
– ¿Rowan?
La voz de John era suave, pero urgente.
– Rowan, ¿estás bien?
– Estaba pensando -dijo ella, y respiró hondo. Él ya lo sabía todo. Sólo un secreto más que compartir-. Mi padre maltrataba a mi madre. Le pegaba. Ella siempre lo justificaba. Decía que era culpa suya. En una ocasión, le pregunté por ello y me dijo que era ella la que se equivocaba en ciertas cosas. Lo defendió.
Tenía los nudillos blancos de apretar con tanta fuerza los puños. Hizo un esfuerzo consciente por liberarse de la tensión en los músculos.
– No creo que lo de matarla haya sido algo salido de la nada -dijo John-. Es un patrón, tú ya lo sabrás. Las relaciones en que hay maltrato suelen acabar con una muerte.
– Llevaban diecinueve años casados. Seis hijos. Y ella… ella siempre estuvo a su lado, hiciera lo que le hiciese. -Rowan recordó las flores que él solía comprarle. Los besos que le daba cuando volvía por la noche-. Era como el doctor Jekyll y mister Hyde. La golpeaba. Discutían mucho. Pero no podía creer que la hubiese matado. No quería creerlo. Él solía llamarla «reina mía».
Ella respiró hondo. No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que John le secó las lágrimas de las mejillas.
– Yo amaba a mi padre y lo odiaba. Podía ser una persona maravillosa, jugaba con nosotros, nos llevaba al parque, a comer helados… pero le pegaba a mi madre. -La voz le tembló-. Yo estaba muy confundida. Y luego, verlo tan… tan vacío -dijo, y volvió a respirar hondo-. Eso no supe aceptarlo. En aquel momento, no.
– Eras una niña, Rowan. Una niña obligada por la vida a madurar demasiado rápido.
– Bobby era diferente.
Rowan no había olvidado la crueldad de su hermano. El terror silencioso que despertaba en ellos. Incluso en Mamá.
– Hay personas que nacen malvadas.
Ella no dijo nada para contradecirlo.
– Creo que Bobby aprendió lo peor de mi padre y lo hizo más retorcido. Quiero decir, era el mayor. Sabía lo que estaba pasando. Se portaba como un matón de barrio con Mel y Rachel, igual que Papá con Mamá. Les pegaba.
– ¿Y nadie hacía nada? -La voz de John estaba teñida por el asombro. Aquello no era raro, puesto que, al fin y al cabo, la suya había sido una infancia feliz.
– En una ocasión, Mel se lo contó a mi padre. Le dijo que Bobby le había pegado tan fuerte a Rachel que la había tirado escaleras abajo. Papá y Bobby tuvieron una bronca muy fuerte en el garaje. Bobby se fue y estuvo ausente varios días. Y yo me sentía feliz. Muy feliz.
– Pero volvió.
Con una venganza en mente, pensó Rowan. Eso había ocurrido un año antes de los asesinatos. Ella tenía la esperanza de que cuando cumpliera dieciocho años, Bobby se iría. Pero no se fue.
– Bobby le dijo a mi padre que era un débil y un encoñado. Yo no sabía que significaba eso por aquel entonces. Pero nunca lo desafió cara a cara, excepto esa única vez. Cuando mi padre no estaba en casa, Bobby nos aterrorizaba. Le rompió el brazo a Peter cuando todavía no sabía caminar. Yo lo vi. Pero él me dijo que si contaba la verdad, me mataría. Yo le creí, y le dije a Mamá que había sido un accidente.
– Nadie te habría culpado, Rowan -dijo John.
– ¿Habría cambiado algo si yo hubiera dicho la verdad entonces? -siguió ella, como si no le hubiera oído-. ¿Se habrían llevado a Bobby? ¿Lo habrían castigado? ¿Habrían hecho algo?
Rowan sacudió la cabeza y soltó un suspiro profundo y cansado.
– Nunca lo sabré -concluyó. Rió, pero sin ver nada divertido en ello. Sólo un vacío profundo y permanente. Se preguntó si algún día volvería a sentir la felicidad de estar viva.
John le apretó la mano y la tomó entre las suyas. Rowan estaba fría. A John le escocía la garganta. Le venían lágrimas de indignación y rabia, y él las reprimió. Ningún niño debería vivir jamás lo que había vivido Rowan. Pensar en la locura y el horror de todo lo que había aguantado era como una estocada en el corazón.
Sin embargo, lo que de verdad le indignaba no era la maldad de Bobby. Eran los padres. ¿Qué hacían viviendo con un hijo que maltrataba a los demás, un joven que los atormentaba a ellos y a sus hijos? ¿Cómo era posible que no lo remediaran? ¿Cómo podía vivir la madre en esa casa, dejar que sus hijos fueran testigos del maltrato y no sacarlos de allí?
Había otras dos chicas mayores. ¿No podría una de ellas haber acudido a las autoridades? Era evidente que habían sufrido los maltratos de Bobby. Ellas mismas habían sido víctimas. Sin embargo, Rowan cargaba con todo el peso, como si hubiera sido la única que podría haber hecho algo y luego desistido.
Ojalá pudiera explicárselo, darle seguridad, decirle que el hecho de que hubiera hecho algo o no, nada tenía que ver con lo que había ocurrido.
– Rowan, nada de eso fue culpa tuya -dijo John, con voz queda.
Ella se encogió de hombros. ¿Habría oído lo que le había dicho?
– Supongo que quiero decir que sabía que Bobby algún día haría algo malo. Algo muy malo.
– ¿Por qué crees que tu padre se vino abajo?
– No lo sé. Es la razón por la que estudié psicología criminal en la universidad. Por eso ingresé en el FBI. Quería respuestas. Y encontré respuestas. Pero no sobre mi padre. Sólo lo habitual: sucede a menudo que los cónyuges maltratadores matan o son asesinados.
John la atrajo hacia él. No soportaba escucharla torturarse a sí misma. El mal no conocía límites. Ricos o pobres, hombres o mujeres, viejos o jóvenes. No sabía qué había impulsado a Robert MacIntosh a matar a su mujer, pero lo había hundido para siempre. Veintitrés años sin hablar, sin siquiera reconocer la presencia de otro ser humano.
Bobby MacIntosh era otra cosa. Si John estaba en lo cierto y el hermano de Rowan era el protagonista de aquel festín sangriento, expertamente diseñado y premeditado que duraba ya tres semanas, tenía el corazón más retorcido y estaba mucho más sano que su padre.
Roger Collins se paseaba de arriba abajo por la sala de espera de Beaumont, la cárcel de máxima seguridad adonde habían trasladado a Bobby MacIntosh hacía un año. El alcaide ordenó llevarlo a una sala de reuniones privada, pero Roger esperaba a Rowan.
Tenía ganas de estrangular a John Flynn pero, al mismo tiempo, temía que su teoría fuera acertada. Que Bobby MacIntosh no estuviera en Beaumont sino en libertad, y que fuera él quien estuviera aterrorizando a Rowan.
Dejando de lado las buenas intenciones, había cometido un grave error. Un error que había costado la vida a siete personas. Y quizá serían más.
A los dieciocho años Bobby MacIntosh era apenas un joven, pero más peligroso que muchos criminales curtidos con décadas de agresiones en su haber. Ningún remordimiento y, desde luego, se refocilaba pensando en la noche de su matanza.
– Mira, mira, mira. Si es el agente especial Roger Collins -había dicho Bobby MacIntosh veintitrés años antes, cuando Roger lo interrogó en la celda de una cárcel de Boston.
Roger estaba al otro lado de los barrotes y miraba al chico que había matado a tres de sus hermanas.
– Lily declarará en tu contra -le había dicho a Bobby, queriendo verlo retorcerse-. Está viva, goza de buena salud y quiere enviarte a la silla eléctrica.
Bobby entrecerró los ojos al tiempo que le lanzaba a Roger una mirada diabólica.
– En Massachusetts no hay pena de muerte. Es inconstitucional -se burló él.
– Qué lástima. Yo pulsaría el interruptor de buena gana. Lily también. Has hecho lo posible por destrozarle la vida, pero ella es fuerte. Más fuerte de lo que crees. Más fuerte de lo que jamás le has reconocido. Cuando suba a declarar, no habrá ni un solo jurado que vote la absolución. Pasarás el resto de tu vida en prisión.
Se había acercado a los barrotes, a sólo centímetros de su cara. Jamás había sentido tanta repugnancia hacia un sospechoso. Después de oír el relato de Lily, Roger odiaba a ese chaval.
– Y si crees que vivirás mucho tiempo entre rejas -añadió, con voz grave y segura-, piénsatelo dos veces.
Bobby se limitó a mirarlo con ojos burlones, y se reclinó cómodamente en el camastro.
– Tú no me conoces -dijo, sacudiendo la cabeza-. Soy un sobreviviente. Y si crees que me pasaré el resto de mi vida en chirona, el que está loco eres tú.
Bobby se sentó, puso las manos sobre las rodillas y frunció el ceño. La ira reconcentrada de su expresión obligó a Roger a tragar saliva sin quererlo. Éste era el hombre que Lily temía, el hermano con que había vivido diez años, un chico que mataba sin remordimientos. Lo hacía por puro placer.
– Mataré a Lily. No ahora. Ni mañana. Algún día. Le cogeré su pescuezo de desnutrida y se lo romperé.
– No cuentes con ello -dijo Roger, apretando los dientes. Dio media vuelta y salió a grandes zancadas de la cárcel. Pero oyó las últimas palabras de Bobby MacIntosh.
– No me subestimes, caraculo.
Al día siguiente, llevó a Lily a ver a su padre. Y la pobre niña se vino abajo por completo y tuvieron que sedarla. Fue entonces cuando Roger pensó que quizá no fuera capaz de subir al banquillo a declarar, o que declarar podría causarle secuelas para el resto de sus días. Y, después de todo lo que había vivido, Collins no quería que tuviera que enfrentarse a más torturas.
Bobby intentó escapar mientras lo trasladaban a una sesión preliminar. Disparó y mató a dos guardias y cayó herido. Mientras lo operaban, Collins rogó a un Dios en el que apenas creía que se lo llevara al infierno, a donde pertenecía de verdad.
Pero el joven asesino sobrevivió.
Afortunadamente, esta vez las circunstancias eran diferentes. Bobby había matado a dos polis. Roger Collins convenció al fiscal del distrito de que Lily no tenía la entereza suficiente para soportar un juicio. Juzgaron a MacIntosh por los asesinatos de los polis en lugar de juzgarlo por el asesinato de su familia. Cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional.
Maldito estado de Massachusetts. Tendrían que haberle dado la pena de muerte.
Roger le contó a Lily que Bobby había muerto cuando intentaba escapar.
Pensándolo retrospectivamente, era un buen plan. MacIntosh estaba en la cárcel, y a Lily se le ahorraba la angustia del juicio y el miedo a que su hermano estuviera vivo y le hiciera daño. Y así había crecido una chica encantadora. Bella, inteligente y abnegada. Él la había orientado hacia el FBI porque tenía la empatía y la capacidad mental para ser una agente sobresaliente.
Pero después del asesinato de los Franklin, Rowan había renunciado, y Collins se preguntó por primera vez si no se había equivocado con ella. Si no lo había hecho al tomarla en custodia preventiva y convertirse en su apoderado. Estimulándola a romper el contacto con Peter. Convenciéndola de que cambiara de nombre.
Todo lo que Roger Collins había hecho era porque quería a Lily. Rowan era la hija que él y Gracie nunca tendrían. Cuando lo llamaron sus abuelos para decirle que no sabían cómo manejarla a ella ni a Peter, que los niños tenían pesadillas por la noche y que el psiquiatra quería probar una terapia a base de fármacos, Roger tomó una decisión. Se puso en contacto con un poli que le había dicho que él y su mujer estaban dispuestos a adoptar a Lily y a Peter.
Pero después de un periodo de prueba, le habían dicho que se quedaban sólo con Peter.
Rowan no se lo ponía fácil a nadie por aquel entonces. ¿Quién podía culparla? Se torturaba a sí misma por la muerte de Dani. Por no haber salvado a su familia.
Collins decidió acoger a Rowan. Y, desde aquel día, le había mentido.
Un guardia abrió la puerta de la sala de reuniones e hizo pasar a Rowan, a Quinn Peterson y a un hombre de pelo oscuro que, supuso Collins, sería John Flynn.
Una sola mirada a Rowan le bastó a Collins para que dejara de preguntarse si había cometido errores. Ahora tenía la certeza de que sí.
Rowan estaba agitada por su arrebato emocional en el avión, a pesar de que se había propuesto mantener la calma. Le sorprendía que John se hubiera mostrado tan comprensivo, teniendo en cuenta que su hermano había matado al suyo. John la escuchó, le hizo preguntas sencillas y no le había dicho que todo saldría bien.
Ya nada volvería a «salir bien».
Miró a Roger y frunció el ceño.
– Me has mentido.
– Creí que era la mejor solución -dijo él, asintiendo con la cabeza-. Lo siento. Me equivoqué.
Era lo menos que se podía decir. Rowan sacudió la cabeza, sin saber si podría hablar sin derrumbarse. Si hablaba con Roger, sus frases estarían plagadas de maldiciones y veneno. Roger le había mentido, siempre, no había confiado en ella para contarle la verdad. Había pensado que era probable que acabara en un manicomio, como su padre. Quizás habría acabado así. Quizá todavía podía acabar así.
Pero la traición de Roger la marcaría para toda la vida. No sabía si sería capaz de perdonarlo algún día.
Le dio la espalda a Roger y se encontró frente a frente con los ojos verdes y profundos de John. Él la cogió por el brazo y ella se inclinó apenas hacia él para demostrarle que le agradecía su apoyo. Por primera vez durante aquel largo día, Rowan pensó que quizá sobreviviría.
Entró el alcaide, un hombre sorprendentemente pequeño, de calvicie avanzada. Caminaba muy erguido y lucía una sonrisa nerviosa.
– Director adjunto Roger Collins. Soy el alcaide James Cullen. El preso está preparado para su visita. -Luego miró a Rowan y a John-. Señorita Smith, ¿correcto?
Ella asintió con la cabeza.
– Le presento a mi compañero, John Flynn. -¿Compañero? Se le había escapado. Había querido decir guardaespaldas. Ella ni siquiera pertenecía al servicio. Ya no tenía un compañero.
Nadie dijo nada, pero ella percibió un sutil cambio en la actitud de John. No lo miró, pero se preguntó en qué pensaba.
Rowan siguió al alcaide, y John la siguió de cerca, con su discreto talante protector. Roger y Quinn iban detrás. Cruzaron un pasillo largo y ancho, doblaron varias veces y el alcaide tuvo que teclear un código de seguridad en tres puertas diferentes. Los acompañaban dos guardias armados.
A través del espejo trucado que miraba a la sala de interrogatorios, muy iluminada, se veía a un hombre de poco más de cuarenta años, esposado de pies y manos. Tenía el pelo corto, de color rubio pajizo, el mentón pronunciado y ojos azules. Medía y pesaba lo normal, y mostraba la mirada hundida de la derrota que tenían muchos condenados a perpetua.
Se parecía a Bobby MacIntosh. A primera vista, Rowan creyó estar segura de que el hombre encadenado detrás de la mesa era su hermano.
Pero no lo era.
Roger habló, y en su voz grave y temblorosa se adivinaba la rabia. Y el miedo.
– Ése no es MacIntosh.