– Verá, señor, hemos verificado su expediente, y es él -dijo el alcaide Cullen con un movimiento rígido de la cabeza y pasándose la mano por la calva suave-. Lleva aquí catorce meses. Nuestros nuevos protocolos de seguridad nos obligan a analizar una muestra de ADN al ingresar el reo. Cuando usted llamó hace tres semanas, tomamos otra muestra de ADN. Es Robert MacIntosh, sin lugar a dudas.
– Tiene que haber hecho el cambiazo durante el traslado -dijo Roger, como si hablara solo.
– ¿Perdón? -dijo John.
– La seguridad es muy estricta -explicó el alcaide Cullen. Desde hace dos años, los presos nuevos deben tener un análisis de ADN registrado en sus expedientes. Además de fotos recientes y huellas dactilares, desde luego. Antes, las huellas dactilares y las marcas corporales eran las principales características distintivas.
»Todo está en el ordenador -prosiguió, ahora más seguro-. Así que cuando ingresamos a Robert MacIntosh en esta prisión hace catorce meses, comparamos su foto, sus marcas y huellas dactilares con los registros informáticos. Coincidían perfectamente.
– ¿Y qué hay del ADN? -preguntó Roger.
– Tomamos una muestra de su ADN cuando ingresó -dijo el alcaide, frunciendo el ceño.
– De modo que no tenían nada con que compararlo.
– Las muestras de ADN son caras, director Collins. A los nuevos presos se les hace la prueba por defecto. MacIntosh está en el sistema desde hace veinte años. A los presos ya existentes se les aplica el examen a medida que se consiguen fondos.
»MacIntosh estuvo en Louisiana desde que lo condenaron hasta hace catorce meses, cuando fue trasladado aquí. No le habían hecho una muestra de ADN -explicó el alcaide.
– Yo no me entere de que lo habían trasladado aquí hasta hace tres semanas -dijo Roger, sin mirar a Rowan a los ojos. Al contrario, se quedó mirando al impostor.
– Trasladado -repitió John, incapaz de disimular su frustración.
Roger asintió con gesto tímido.
– Me enviaron una copia del expediente. Una pandilla en la prisión le había dado una paliza, y no era la primera vez. Louisiana ha tenido ciertos problemas, y el abogado de MacIntosh solicitó un traslado. Se lo concedieron. Se supone que me lo tenían que notificar, pero no lo hicieron.
– No hay motivo para creer que no sea Robert MacIntosh, junior -dijo el alcaide, con la voz tensa de indignación-. Todos los datos coinciden.
– Registros informáticos -masculló John, y se pasó la mano por el pelo-. Puede que los hayan cambiado.
– Perdón, señor Flynn -dijo el alcaide-, pero la seguridad informática es muy rigurosa. Estamos en una penitenciaría federal. Contamos con una buena protección contra los piratas informáticos.
– No hay ningún sistema seguro -sentenció John, con la mandíbula tensa.
Rowan señaló con un gesto de la cabeza al hombre al otro lado del espejo, el hombre que pasaba por ser su hermano.
– Él sabe la respuesta.
Dos minutos más tarde, Rowan estaba sentada frente al hombre que se hacía pasar por su hermano desde hacía catorce meses. John se quedó de pie junto a la pared y al lado de uno de los dos guardias. Roger se sentó a la derecha de Rowan, y el alcaide Cullen, ya bastante nervioso, permaneció a su izquierda.
– ¿Quién eres? -preguntó Rowan.
– Bobby MacIntosh, pero eso ya lo sabéis -dijo el impostor, mirándola e intentando parecer feroz, aunque sin éxito.
– No, tú no eres Bobby -dijo ella, sacudiendo la cabeza-. Bobby es mi hermano. Yo lo conozco. Tú no eres Bobby.
– Oye, muñeca, he cambiado.
– Cuéntanos cómo hicisteis el cambio -dijo Roger.
– No sé de que estáis hablando -dijo el preso. Removió los pies y las cadenas tintinearon, dejando un eco en la sala casi vacía.
Rowan le lanzó una mirada furibunda. Aquel hombre había ayudado a su hermano a matar.
– ¿Lo planeasteis juntos? Cómplice de asesinato. Bien. En Texas hay pena de muerte, ¿no es así, alcaide?
– Pues, sí, así es.
– Supongo que un cómplice no puede ser ejecutado -dijo Rowan, con voz neutra y dura.
– Bueno, existen circunstancias especiales en que se puede ejecutar a un cómplice -dijo el alcaide.
Rowan controló su reacción. Era una mentira, pero el impostor no lo sabría. Tenían que aprovechar el escaso margen del que disponían. Además, todos sabían que Texas tenía una de las legislaciones de pena de muerte más duras de todo el país.
El impostor se movía y removía, hasta que se cruzó de brazos sobre el pecho.
– No sé de que estáis hablando.
– Y bien. Te lo explicare. Tenemos tu ADN. Yo tengo mi ADN registrado en el FBI. El director adjunto Collins -dijo, mirando a Roger-, ya ha llamado para pedir que manden mis datos. Si de verdad eres mi hermano, los perfiles de ADN lo demostrarán. -Le lanzó una mirada al alcaide Cullen, que entendió rápidamente el farol.
– Guardia, por favor, llame a mi despacho y pregunte si ha llegado el fax desde Washington.
Uno de los guardias abandonó la sala y el impostor se volvió visiblemente nervioso. Desde luego, había oído de más de un criminal que habían atrapado gracias al ADN. El ADN era la prueba reina en no pocos juicios, y eso pondría inseguro a cualquier preso.
– Yo, este… -dijo.
– Dinos dónde está Bobby MacIntosh -dijo Roger.
– No lo sé -murmuró el preso. Su mirada iba de Rowan a Roger y luego al alcaide-. Creo que necesito un abogado.
Roger dio un puñetazo en la mesa.
– ¡No!
El alcaide Cullen frunció el ceño. Rowan se inclinó hacia delante.
– Señor, ¿cómo se llama?
– Lloyd -respondió él, y sonaron sus cadenas.
– Lloyd, yo soy Rowan Smith.
– Ya lo sé -dijo él, encogiéndose de hombros.
– Es por mí que Bobby quería salir de la cárcel, ¿no es así? -inquirió ella.
Lloyd vaciló, y luego asintió con la cabeza.
Rowan sintió que la cabeza le daba vueltas. Era Bobby. Siempre había sido él, y quería destruirla. Despojarla de lo que no le había podido quitar hacía veintitrés años.
– Bobby le habló de mí -dijo ella, con voz firme y bien modulada.
– De verdad, creo que necesito un… -dijo él, vacilando.
– Mira, Lloyd, te diré una cosa -intervino el alcaide Cullen-. Lo que nos digas aquí no será usado en tu contra, ¿de acuerdo? Contesta a las preguntas.
– Me matará si hablo -dijo Lloyd, que no parecía convencido.
– Y si no hablas, te mataré yo -dijo Rowan, mirándolo fijo.
– Señorita Smith -le advirtió el alcaide.
El guardia volvió con dos folios que parecían documentos oficiales. Se los entregó al alcaide, que los leyó y asintió. Lloyd palideció, y el color pastoso de su tez se volvió aún más blanco.
– Esto demuestra que no eres Robert MacIntosh. ¿Quieres colaborar o prefieres que te acusen de complicidad en un asesinato?
– ¿Asesinato? Pero ¡si todavía no ha muerto!
– Bobby ha empezado por matar a otros -dijo Rowan-. Quiere acabar conmigo. Pero yo no tengo ni la menor intención de dejar que me mate -afirmó, con una expresión rígida y los ojos ocultos. Sabía que parecía temible. Era una expresión que la prensa comentaba con fruición cuando trabajaba en el FBI. También daba buenos resultados con los criminales.
Ahora no podía venirse abajo. No ahora, que habían llegado tan cerca.
Lloyd tragó saliva, le lanzó una mirada al alcaide y luego a ella. Rowan no movió un músculo, pero el corazón le latía con tanta fuerza que estaba segura de que todos lo oían. Esta vez no podía fallar. Y no fallaría.
– Quiero ver por escrito que no me acusarán de nada de esto -dijo. Se reclinó en la silla y cerró la boca.
Roger miró al alcaide, que suspiró y sacó una libreta. Escribió él mismo una declaración en dos hojas de papel, las firmó las dos y le entregó la pluma a Lloyd. Éste las firmó torpemente, con las manos esposadas y el alcaide las guardó. Rowan echó una mirada. Lloyd había firmado con el nombre de «Robert MacIntosh».
Aquella declaración no era legal sin su verdadero nombre, pero nadie dijo nada. Pobre imbécil, pensó Rowan. No le extrañaba que Bobby lo hubiera manipulado tan fácilmente.
– Conocí a Bobby en la cárcel, en Louisiana. En cuanto ingresó. Un chico rebelde. Congeniamos en seguida. Éramos parecidos. Me habló de usted -dijo, mirando a Rowan-. La odia.
– El sentimiento es mutuo -dijo Rowan, apretando los dientes y sintiendo la sequedad de la boca. No iba a dejar que ese tipo hiciera mella en ella.
– Yo salí al cabo de diez años. Me pidió que la encontrara. Claro, ¿por qué no? No tenía nada mejor que hacer. Pero me costó un huevo encontrarla. Hasta que Bobby me habló de este Roger Collins, aquí y me dijo que quizá se habría cambiado de nombre. Pero tenía su número de seguridad social, y con eso encontré su expediente académico. -El tipo sonrió, visiblemente orgulloso de sí mismo-. Y, vaya, me dediqué a seguirla. No siempre, no tenía por qué. Sabía su nombre, podía mirar de vez en cuando. Mantenía a Bobby informado.
– Tú. Me acechabas. -Fue lo único que pudo decir para no abalanzarse y coger al muy cabrón por el pescuezo.
– Joder, no, a mí usted me importaba un rábano. Y tampoco estaba siempre vigilándola. Tenía que pasar desapercibido, ya sabe. Trabajaba, pagaba los impuestos. Volví a chirona por una acusación falsa, en el norte del estado de Nueva York. Estuve dentro casi dos años. Me rebajaron la condena por buena conducta -dijo, con una risilla-. Eso sí, me di cuenta de algo importante.
– ¿De qué? -preguntó Roger, impaciente.
Él se encogió de hombros y miró con una sonrisa torcida.
– La verdad es que me gusta estar en chirona. No tengo que trabajar si no quiero. Tengo un techo, un lugar donde vivir, y gratis. Nunca he matado a nadie, así que no tengo que vivir en el corredor de la muerte. Quiero decir, la libertad está sobrevalorada. Intenté explicárselo todo a Bobby, pero él no me hacía caso.
»Durante un tiempo, le perdí la pista, y Bobby se puso nervioso. Cuando se enteró de que era una escritora de éxito, o así, y que ganaba mucha pasta, alucinó. Se inventó todo esto, pero le llevó su tiempo. Dos años para planearlo y hacer que todo encajara.
– ¿Cómo os habéis cambiado? -preguntó Roger.
– Eso fue más fácil de lo que me pensaba. No creí que Bobby fuera capaz de apañarse, pero él estaba tan seguro de que funcionaría, y yo pensé, ¿qué más da? Si me atrapaban, me darían lo que yo quería, una temporada en la cárcel. Si funcionaba, me traerían aquí a Beaumont. Bonito lugar. Mucho mejor que allá en Louisiana.
– ¿Cómo? -repitió Roger, con la rabia a flor de piel.
– Bobby montó un accidente, una pelea con una banda, me parece. Se lo llevaron al hospital, y tenía tajos por todas partes. Había un guardia fuera de la habitación, pero no adentro. Hicimos el cambio. Yo me vestí como esos tíos de la limpieza y entré sin problemas. Claro que Bobby tuvo que cortarme, y esa parte no me gustó mucho, pero funcionó, y vine aquí y él salió del hospital. Fue totalmente perfecto.
– ¿Y qué hay de tus huellas dactilares? -preguntó Cullen.
– Antes de que Bobby se fuera de Louisiana, se metió en el sistema informático y cambió nuestros números de identidad. Ya sabéis, con huellas dactilares y todo. Está todo ahí, en el ordenador. Y Bobby es muy listo. Jugó bien desde dentro. Consiguió acceso a la biblioteca y a las oficinas. Conocía a un tipo de la trena que estaba encerrado por fraude informático, y él le ayudó.
– ¿Quién era? -preguntó el alcaide.
– No lo pregunté -dijo Lloyd, encogiéndose de hombros.
Rowan apenas creía lo que Lloyd les contaba. Bobby llevaba catorce meses en la calle. Seguro que durante un tiempo se había mantenido fuera de circulación para comprobar que el sistema penitenciario no se había dado cuenta, y cuando no vio nada en los periódicos, empezó a seguirla. Leyó sus libros. Planeó las torturas psicológicas. Cómo matar a sus personajes y hacerla sufrir.
– Eres un cabrón. -Estiró las manos sobre la mesa. Tenía los nudillos blancos.
– ¡Oiga! Yo no he matado a nadie. No mato a las personas. Yo soy un ladrón. -Lo dijo con orgullo, y Rowan sacudió la cabeza y se apretó el puente de la nariz. Bobby estaba vivo. Andaba suelto matando a gente.
– ¿Sabes dónde está MacIntosh ahora? -preguntó Roger, con voz queda.
– No hemos estado en contacto, a ver si me entiende -dijo Lloyd, encogiéndose de hombros-. ¿Para qué? Él tenía lo que quería y yo también.
– Llévenselo de vuelta a su celda -ordenó el alcaide, con cara de repugnancia.
Los guardias levantaron a Lloyd y lo hicieron salir. Por encima del hombro, miró a Rowan.
– Bobby me dijo que usted era una zorra débil. No lo sé. Creo que la subestima -dijo, y guardó silencio. Y luego añadió-: Pero sé que usted no debería subestimar a Bobby.
El alcaide Cullen les cedió su despacho mientras él se reunía con su personal en otra sala para ponerlos al corriente de la situación.
Roger reforzó el aviso que Quinn Peterson había emitido antes a todas las unidades, envió un equipo a vigilar su casa y proteger a Gracie y, cuando no tuvo más llamadas que hacer, se sentó y finalmente miró a Rowan.
– Lo siento, Rowan.
– Eres un cabrón. Yo confiaba en ti.
Él cerró los ojos. Cuando los abrió, Rowan se sorprendió al ver las lágrimas. Roger tragó saliva.
– Sólo quería protegerte, Rowan. Eres la hija que nunca tuve. Pero fui un desastre de padre, maldita sea. Nunca estaba para apoyarte. Te empujé para que ingresaras en el FBI, para que conocieras el mundillo y para que te quedaras. Pensé, diablos, no sé qué pensé. Retribución, justicia, ¿yo qué sé?
Rowan se sorprendió cuando sintió que las lágrimas afloraban, ardiendo, a sus propios ojos. Quería odiar a Roger por haberle ocultado una información tan importante, por mentirle, pero no podía odiarlo.
Rowan sentía amargura y rabia. Roger le había decepcionado. El sistema sabía que Bobby estaba vivo y Roger tendría que haber dicho la verdad cuando toda aquella pesadilla comenzó a gestarse.
Podrían haber sabido antes la verdad. Y haberle salvado la vida a alguien. A Michael, por ejemplo.
– Roger, tú fuiste el padre que yo necesitaba. Jamás creí que me mentirías. Que me ocultarías un secreto tan importante. ¿Y qué hay de la gente que ha muerto a causa de tu silencio? ¿Qué hay de Michael?
– Créeme cuando te digo que comprobé una y dos veces lo de Bobby. No tenía razón alguna para pensar que no estaba en la cárcel.
– Pero ¿y cuándo todas las pistas resultaron falsas? ¿Cuándo la leve esperanza de que fuera alguien relacionado con el asesinato de los Franklin no dio resultado? ¿Qué pasó con ellos?
Rowan se pasó la mano por la cara, secándose las lágrimas con gesto impaciente. Una rápida mirada hacia Quinn y John, que permanecían a un lado, le recordó que no estaba sola con Roger. Estaban tan callados que había olvidado que seguían en la habitación.
– No lo sé -dijo Roger, en voz baja-. No sé si podríamos haber evitado lo que sucedió.
– Tienes razón. No lo sabemos. No lo sabemos porque nunca tuvimos la oportunidad de intentarlo. -Rowan miró a Collins y vio a un hombre que ya no reconocía. Tenía el físico de Roger Collins, pelo oscuro entrecano, ojos azules y claros, arrugas incipientes en torno a los ojos y la boca. Pero no era el Roger con que ella había vivido la mitad de su infancia, el hombre que le había enseñado que merecía la pena luchar por la verdad y la justicia. El hombre que tenía ante ella era un mentiroso, y eso dolía.
– Peter. -Abrió exageradamente los ojos al caer en la cuenta de que si Bobby sabía de su existencia, tenía que saber algo de Peter-. Peter, ¡irá a buscarlo!
Roger negó con la cabeza.
– No, porque cree que Peter está muerto.
Ella lo miró, desconcertada.
– ¿Por qué?
– Cree que Peter murió esa noche, que fuiste la única que sobrevivió. Aludió a ello cuando lo interrogué, y yo nunca lo saqué de su error.
– ¡Es evidente que habrá visto los recortes de prensa y descubierto que no era verdad!
– Se dijo que Peter estaba en estado crítico, pero nunca se publicó una nota de prensa aclarando si sobrevivió o si falleció.
– ¿En estado crítico? -Rowan recordaba que Peter había quedado tan trastornado emocionalmente que lo habían sedado después de los asesinatos. Pero no había resultado herido. Respiró hondo-. Tenemos que comprobar la versión de este tipo y averiguar qué ha estado haciendo Bobby los últimos catorce meses. -Dio un puñetazo en la mesa al tiempo que se hundía en una silla-. ¡Bobby lleva catorce meses en la calle y nadie tenía ni puñetera idea!
Rowan respiraba a duras penas y John le puso una mano en el hombro. Curiosamente, se sintió mejor. John, con su presencia serena durante el vuelo, el interrogatorio y, ahora… era justo lo que necesitaba. Alzó la mirada y él le respondió con un leve gesto de la cabeza.
– Hay algo más que tengo que decirte -avisó Roger sentándose en la silla del alcaide.
Ella se giró hacia él, preparándose para lo peor, pero se sorprendió cuando le dijo:
– Creo que Bobby visitó a tu padre dos veces el año pasado.
Ella lo miró con ojos desorbitados.
– ¿Y nadie se dio cuenta?
– Utilizó un nombre y una identificación falsos. Bob Smith. Intenté recuperar las cintas de vídeo, pero el protocolo exige que las borren cada tres meses. Se conservan en formato digital en un archivo fuera del estado, y todavía me las tienen que mandar. Debería recibirlas esta noche o mañana.
– No necesitamos las cintas. Era Bobby.
– Estoy de acuerdo, pero así tendremos una foto más reciente.
– Quiero ir a Boston -anunció Rowan, después de respirar hondo.
– No me parece una buena idea -dijo John, que todavía no había hablado.
Ella se volvió para mirarlo. Tenía la mandíbula tensa y la boca apretada en una línea delgada y furibunda. Daba igual. Ella tenía que ir.
– Tengo que ver a mi padre. Quizá sepa algo de los planes de Bobby. Sería muy típico de Bobby lo de alardear -dijo, y guardó silencio-. Él pensaba que nuestro padre era débil. Le encantaría restregárselo por la cara y demostrar que él es más fuerte. Que es capaz de matar sin venirse abajo y que disfruta haciéndolo. Que pensaba matarnos a todos.
– Quiero que mañana te traslades a una casa segura -dijo Roger-. Tendremos a docenas de agentes en las calles buscando a MacIntosh. Pero él te busca a ti. No quiero exponerte al peligro.
– No -dijo Rowan-. Voy a ir a Boston. Voy a ver a mi padre y luego llamaré a Peter y le contaré la verdad. Tengo que hacerlo. No puedo dejar que siga viviendo una mentira. Y aunque Bobby no sepa que existe, sabe lo bastante acerca de mí como para encontrarlo. Hay que alertar a Peter.
– No puedo hacerte cambiar de opinión -dijo Roger. Aquello era una constatación de la realidad.
Ella sacudió la cabeza.
– Mañana por la mañana cogeré el avión a Boston. Contigo o sin ti.
John se inclinó y le susurró en un oído.
– No irás a ningún lugar sin mí, Rowan. Todavía necesitas un guardaespaldas.
Ella se volvió y buscó su mirada. John no había dicho palabra en todo el día. La culpaba a ella de la muerte de Michael y se culpaba a sí mismo. Ella lo había visto con sus propios ojos. Pero ¿y ahora? Estaba dolido. Quería venganza. Pero también había desplegado aquella defensa invisible a su alrededor para protegerla. Se sentía más fuerte cuando él estaba presente, como si ahora fuera capaz de superar aquello. Se sentía viva, y bien.
– Gracias -dijo, sin palabras, y luego se volvió hacia Roger-. A las seis. En el vestíbulo. Y no dejes que el doctor Christopher le diga que iré a verlo. Puede que en este caso funcione el elemento sorpresa.
El lunes por la mañana, Bobby MacIntosh entró en una importante librería de Dallas para comprar un ejemplar de Crimen de riesgo.
No lo necesitaba. Pero quería otro ejemplar. Seguir el mismo patrón. Dejar el libro con la víctima. Aunque estaba seguro de que Rowan, por estúpida que fuera, ya lo habría entendido.
Rowan. ¿De dónde había sacado ese nombre tan ridículo? Quizá pensaba que así lo engañaría. Que nunca la encontraría si se cambiaba el nombre. Sonrió. Puedes huir, pero no podrás esconderte, Lily.
El fin estaba cerca. Un libro más, una víctima más. Ya había escogido a la persona perfecta, tenía planeado el crimen perfecto, y era tanta la expectación que casi lo mareaba. Había llegado la hora. Una víctima más y podría enfrentarse a su hermana.
No podía estar más contento, si hubiera sido él mismo el que hubiera escogido todas las variables. Desde luego, Doreen Rodríguez era la que había requerido más esfuerzo y planificación. Pero ahora este asesinato tenía que ser perfecto para demostrarle a Lily que él era más listo que ella.
A esas alturas, la muy zorra debía estar aterrorizada. Había contratado a un guardaespaldas, pero ya se había ocupado de él. Un tipo débil. Un inútil.
Muy listo. Había averiguado que la chica que andaba por ahí era la hermana del guardaespaldas. La había seguido por unos cuantos lugares. Sería fácil llegar a ella. Si la necesitaba.
La seguridad, ¡qué chiste! La seguridad no era nada para un genio.
Había pensado en deshacerse del otro tipo. John Flynn. Mientras esperaba que el imbécil del guardaespaldas volviera del bar, hizo algunas pesquisas y averiguó alguna cosa acerca del hermano, que acababa de volver de América del Sur. Bobby se preguntaba por qué.
John Flynn era más esquivo. Pero pronto estaría asistiendo a un funeral, ¿no? Hmmm. Aquello podía interferir en sus planes actuales. Tendría que darse prisa. Y con las prisas venían los errores. Él no podía permitirse errores, no ahora, que estaba tan cerca de conseguir exactamente lo que quería.
Su venganza.
Además, matar a Flynn en presencia de Rowan tenía sus ventajas. Si se le ocurría resistirse, la obligaría a obedecer. Ella no podría derrotarlo, desde luego, por mucho entrenamiento que hubiera tenido en el jodido FBI. Él se había entrenado a fondo en la cárcel. La vencería con las manos atadas.
Pero lo primero era lo primero.
No encontró el libro de Lily entre las publicaciones recientes. Frunció el ceño y buscó en la tienda mientras aumentaba su frustración.
– ¿Le puedo ayudar en algo? -La dependienta era joven, rubia y pequeñita.
– ¿Dónde puedo encontrar Crimen de riesgo?
– ¿Perdón?
Él contestó con un resoplido. Zorra estúpida.
– Una novela. Rowan Smith. Se supone que hoy tenía que estar en las librerías.
– Eh, le preguntaré al encargado. Yo no la he visto -dijo, y se escabulló.
No podía desviarse del plan. Lo del guardaespaldas había sido un divertimento especial; quería demostrarle a Lily que había estado muy cerca, que podía llegar a cualquiera. Ahora tenía que hacer las cosas al pie de la letra.
Le hizo gracia su propio juego de palabras. En cuanto se hubiera ocupado de su hermana, sería un hombre libre. ¡Qué idea más emocionante! Todos los de su familia estarían muertos, como debía ser, y por fin podría empezar a vivir. Dejarían de acosarlo en sus pesadillas con sus caras de superioridad.
Apenas se aguantaba las ganas de ver morir a Lily. La última de la familia. Y, puesto que todo había salido tan bien, quizá se ocupara también de su querido padre.
Pero ¿qué tiene de divertido matar a alguien que ni siquiera sabe quién coño es la mano asesina?
A él le había parecido increíble que su padre fuera un zombi catatónico que pasaba sus días en un manicomio. La primera vez que lo vio por detrás, sentado en una silla, mirando el jardín, pensó, qué estafa. Su padre había vencido al sistema y ahora sólo tenía que fingir que era un cubo de basura. Quería ayudarle a fugarse.
Y entonces lo miró a los ojos. Su padre ni siquiera estaba presente en aquel cuerpo magro.
Su padre siempre había sido débil. Aún así, Bobby tenía la esperanza de que pudieran trabajar juntos, compartir con él la sensación increíble de poder torcer la mente de Lily. Escoger a sus personajes y hacerlos reales. Verla sufrir.
Habían trabajado juntos antes, ¿no? Su padre había comenzado la faena y él la había acabado.
Sin embargo, su padre jamás lo habría acabado, pensó Bobby, sintiendo la rabia que se le atragantaba. Su padre era un imbécil. Siempre pidiendo perdón. Siempre poniéndose de rodillas y pidiendo que lo perdonaran.
Cabrón de mierda.
Cuando tenía catorce años, Bobby recordaba que su padre hacía precisamente eso, ponerse de rodillas ante su madre. Estaban en el patio trasero y la muy zorra hizo alguna estupidez. Se olvidó de algo. Su padre le dio una cachetada en toda la cara, y la sangre brotó de la comisura de sus labios.
Su mirada de pánico hizo que a Bobby se le acelerara el corazón. Tener todo ese poder, que a uno lo miraran con un miedo tan visceral, era apasionante. Ansiaba que llegara el día en que su madre se encogiera de miedo ante él y se diera cuenta de quién mandaba en esa casa.
Y entonces su padre hizo algo que no tenía perdón. Le cogió las manos, se puso de rodillas y le dijo que lo sentía.
¡Que lo sentía!
Le besó las manos, le rogó que lo perdonara, con el rostro bañado en lágrimas. Su padre lloraba. La rabia que se apoderó de Bobby en ese momento era un sentimiento que nunca había experimentado. Ver a su padre acobardado y, además, de rodillas, convirtió la rabia que sentía en una ira descontrolada.
Entró en la casa, incapaz de asistir a esa escena vergonzosa, de ver cómo su madre se ponía de rodillas y besaba a su padre. Lo sé, cariño, lo sé, yo también lo siento.
Los dos merecían morir.
En ese momento, algo le rozó los pies. Miró y vio el cachorro que su padre había traído a casa para toda la familia dos semanas antes. El cachorro lo miró con unos ojos marrones que le parecieron tan patéticos que tuvo ganas de darle una patada y lanzarlo al otro lado de la sala.
Pero cogió el cachorro y salió de la casa.
Nadie volvió a ver a ese estúpido perro.
Bobby sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Ya no tenía catorce años ni estaba en casa. Estaba en medio de una estúpida librería, esperando. ¿Dónde se había metido la rubia?
Miró su reloj. Diez minutos. Estaba inquieto.
Cruzó hacia una de las cajas y se puso el primero en la fila.
– Estaba esperando para saber qué pasa con Crimen de riesgo. Estaba previsto que saliera hoy. ¿Tengo que ir a buscarlo a otra librería?
El chico delgado de la caja lo miró de manera extraña y la rubia pequeñaja se le acercó a toda prisa. ¿Por qué tenían que ser todos tan jóvenes?
– Lo siento, señor, pero el pedido no ha llegado. El gerente dice que se ha retrasado el lanzamiento y que no llegará hasta dentro de una semana, como mínimo. ¿Le puedo ayudar en alguna otra cosa?
Retrasado. ¿Por qué? ¿Era accidental, o intencionado? ¿Acaso la policía pensaba que si no tenía el libro no llevaría a cabo su misión?
Qué imbéciles. Ya les demostraría que él era más listo que todos los demás.
Salió a grandes zancadas de la librería sin decir palabra. Quizá tenía que ser así. Eso. Le dejaría su propio ejemplar del estúpido libro junto al cuerpo de la fulana. Ya le había echado el ojo a una prostituta.
Sadie.
Si creían que podían vencerlo, estaban muy equivocados. En cuanto hubiera muerto la puta, se las vería con Rowan. Con Lily.
Sintiendo una especie de pesar porque el juego llegaba a su fin, volvió a la habitación del hotel para acabar sus preparativos.