Ya era tarde cuando John fue a la morgue. Le había pedido a su tía que se quedara con Tess, y luego habló con el comisario de policía, el antiguo jefe de Michael, para que ordenara la vista del cadáver.
John apenas se dio cuenta de la baja temperatura en el sótano mientras el ayudante del juez de instrucción lo conducía por el pasillo hasta una de las numerosas salas del depósito. Quitó el cerrojo del cajón B-4, segunda fila desde abajo, pero no lo abrió.
– Le daré unos minutos -dijo el ayudante, y salió de la sala para que John pudiera disfrutar de cierta intimidad.
John se quedó mirando el cajón.
Michael. Michael se encontraba en el cajón B-4.
John se inclinó, cogió con decisión el tirador y cerró los ojos. ¿Cómo puedes estar muerto? ¿Cómo es posible que hayas desaparecido?
La suya no siempre había sido una relación fácil, incluso en la infancia. Se llevaban poco más de un año, los dos rivales en los deportes y con las mujeres. Pero siempre habían sido amigos, incluso cuando se peleaban. John ingresó en el ejército, en el Comando Delta, y Mickey se hizo policía. Los dos habían heredado el estricto sentido de la justicia de su padre. Los dos observaban la misma compasión de su madre por las víctimas. Cuando el padre murió de un paro cardíaco a los cincuenta años, hicieron piña para cuidar de su madre y su hermana. Y cuando su madre murió al año siguiente, siguieron juntos. Fundaron la empresa. Cuidaban de Tess.
Claro que habían tenido puntos de desacuerdo. Jessica era uno de ellos, el más grave. John nunca había confiado en ella, pero Michael estaba seguro de que Jessica cambiaría. Unas cuantas peleas más, por esto o aquello. Pero cuando se peleaban, siempre se reconciliaban. Como una pareja en un buen matrimonio, no se acostaban enfadados.
Hasta la noche de ayer.
Un sollozo vacío escapó de su garganta y John se agachó junto al cajón. La última vez que había hablado con Michael estaba enfadado. Le había ganado en la maniobra, y Michael lo sabía. John siempre ganaba porque jugaba mejor. Sabía qué teclas pulsar y las pulsaba con acierto para conseguir la reacción que quería.
Y cuando el agente Peterson vio que Michael perdía los estribos, estuvo de acuerdo en que necesitaba una noche libre. Una planificación perfecta de los tiempos. Unos tiempos establecidos por John. Ahora Michael estaba muerto. Y él no podía decirle a su hermano que se había equivocado.
John abrió el cajón y un chorro de aire frío le dio en la cara. El olor ya familiar del producto químico mezclado con el olor de la muerte le embargó los sentidos. Había visto muchos cadáveres en su vida. En la morgue, en el campo de batalla, en la selva.
Pero ninguno era su hermano.
Los tres agujeros oscuros en el pecho de Michael contrastaban con la palidez azulina de su piel. El cuerpo parecía más pequeño tendido ahí en la plancha de acero. El pelo de Michael estaba humedecido por el frío gélido de la cámara. Llevaba el pelo demasiado largo, pero a Michael nunca le había gustado el corte militar que prefería John. Michael, siempre tan lleno de vida y de risas, siempre dispuesto a disfrutar con un buen chiste, ahora estaba muerto.
John no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que una lágrima cayó sobre el cuello de Michael. Se llevó una mano a los ojos y los cerró con fuerza, reprimiendo el dolor agudo de la emoción. Respiró desde lo más hondo, a saltos, sintiendo una punzada en el pecho que le recordaba su tristeza.
– Michael, lo siento -dijo, con un hilo de voz-. Encontraré a tu asesino. Y te vengaré. Te lo prometo. No volveré a decepcionarte nunca más.
John la observaba en su sueño.
Estaba hecha un ovillo en la silla de su estudio. Según todos los indicios, Rowan no había salido de la habitación desde el día anterior. Su aspecto era de lo más vulnerable. Su larga cabellera le cubría el rostro, y tenía la cara apoyada en el brazo de la silla y las piernas plegadas. No parecía una postura demasiado cómoda. Incluso bajo la tenue luz que venía del salón, parecía demasiado pálida. Se preguntó si habría comido, y luego se preguntó si, en realidad, le importaba.
No le importaba. Ahora, no.
John miró su reloj. Eran las cinco y media. No había dormido más de una hora, y a las cuatro decidió que esa noche no dormiría. No podía sacarse de la cabeza la imagen de Michael ahí tendido, muerto ante sus ojos. Sin embargo, por algún extraño motivo, se sentía tranquilo. Ahora tenía un propósito, un objetivo. La venganza.
Acababa de relevar a Peterson y ahora preparaba café. Collins llamó para decirle que Peter O'Brien, el hermano de Rowan en Boston, no podría haber cometido ninguno de los asesinatos. Tenía una coartada bastante sólida, la misa diaria. John sospechaba que O'Brien no estaba implicado, sobre todo porque estaba vigilado por los federales. Aún así, insistió ante el director adjunto para que lo investigaran a él y a cualquiera que pudiera tener un motivo para perseguir a Rowan con esos procedimientos tan enfermizos dignos de un sádico.
Collins revisaba los expedientes del asesinato de los MacIntosh y prometió enviarle por fax los recortes de prensa, las fotos o cualquier cosa que pudiera servir, al cuartel general del FBI.
John hubiera preferido otra manera de hacer las cosas, pero horas de desvelo y de dar vueltas y más vueltas, de pasear y volver a sentarse, lo habían dejado frente a la única conclusión posible. Alguien que Rowan conocía bien había matado a Michael, y ese alguien había formado parte de la vida de ella hace veintitrés años.
Rowan tenía que mirar los informes, buscando algo que saltara a la vista y les permitiera dar con ese cabrón. Peterson dijo que traería a Adam Williams para que mirara las fotos. John estaba demasiado distraído para sentirse culpable, pero el aguijón del remordimiento no cesaba. El pobre chico no estaría tranquilo en la oficina del FBI mirando fotos de escenas de crímenes, pero él era el único que había visto al asesino, de eso estaba seguro. Era su mejor esperanza.
John carraspeó suavemente, cuidándose de no despertar a Rowan, pero ella se incorporó de un salto con la pistola en la mano. Él no se había dado cuenta de que dormía con la Glock debajo de la almohada.
– John -dijo, con voz espesa y adormecida. Se hundió lentamente en la silla para tranquilizarse.
– He preparado café.
– Gracias -dijo ella, asintiendo con la cabeza. Tosió para aclararse la garganta-. ¿Dónde está Quinn?
– Acabo de relevarlo.
Ella frunció el ceño cuando lo miró.
– Pensé que…
– Seguiré en el caso hasta que atrape al asesino de mi hermano. -Su voz sonaba dura, pero con las emociones a flor de piel.
– Supongo que lo de hacer footing hoy no será posible.
– Si quieres hacer footing, hacemos footing. -Se la quedó mirando, cuidándose de conservar un rostro inexpresivo.
– Necesito un minuto -dijo ella finalmente.
– Estaré en la cocina. -En cuanto ella cerró la puerta del estudio, John recuperó una respiración normal. No se había dado cuenta de lo tenso que estaba hablando con Rowan. Detestaba verla tan asustada, derrotada y con esa mirada vacía. Pero no podía pensar en ella, no podía estimarla y, desde luego, no podía preocuparse por ella.
Protegería su vida. Nada más y nada menos.
Porque si no fuera por él y sus malditas hormonas, además de su ridícula pelea con Michael, su hermano todavía estaría vivo. John había acusado a Michael de dejarse llevar por sus emociones, pero él había caído exactamente en lo mismo. No sólo se creía el único capaz de conseguir que Rowan soltara toda la verdad, había deseado no sólo su sinceridad sino también su cuerpo.
Rowan vio salir a John y ahogó un grito. Se tapó la boca con un intento vano de atrapar el sonido. No sabía cómo sería capaz de sostenerse durante el día, pero de alguna manera tenía que sosegarse.
¿Cómo podía perdonarse a sí misma? ¿Cómo la perdonaría John?
Subió a su habitación y se echó agua fría en la cara. Se quedó mirando su reflejo fantasmal en el espejo. ¿Era ella? Sus ojos azul claro eran más grises que de costumbre, vidriosos y faltos de vitalidad. Su piel tenía un tinte cetrino, el pelo un tono apagado y su aliento era horrible. Se cepilló los dientes dos veces, se lavó la cara con jabón y se peinó antes de recogerse el pelo.
En realidad, no tenía ganas de hacer footing, pero le parecía importante mantener el tipo delante de John. Si ella se venía abajo, él tendría una cosa más de que preocuparse. No quería que se inquietara por ella. Era una mujer madura, había vivido con dolor y culpa casi toda su vida. Un asesinato más no le haría flaquear. Se limitaría a guardarlo en esa cámara de su corazón donde conservaba los recuerdos de todos aquellos a cuya muerte había contribuido sin proponérselo.
Michael estaba en buena compañía.
Se apretó el puente de la nariz y respiró hondo un par de veces. Era una tontería salir a hacer footing, lo sabía. No había comido desde el viernes por la noche. Pero quizás ayudaría a mitigar el dolor.
John esperaba con ansias salir a hacer footing. Lo necesitaba. Cualquier cosa que neutralizara el dolor de su corazón. Empezarían con tres vueltas. Cuatro vueltas podrían combatir el dolor. Cinco vueltas podrían ahogarlo.
Pero sería un error cansarse tanto. Si alguien los vigilaba, sería el momento indicado para atacar.
John miró por la ventana de la cocina, pero sólo vio la pared de la casa vecina a la de Rowan, y unos veinticinco metros del acantilado reforzado entre los dos terrenos.
Ya iba por la tercera taza de café y se obligó a comer una tostada. Sabía a papel y ahora tenía un nudo en el estómago, pero le serviría para absorber la cafeína. Empezaba a sentirse un poco más humano.
Rowan entró en la cocina y se sirvió un vaso de agua. Tenía mejor aspecto que veinte minutos antes, pero todavía estaba pálida. Sus pequeñas gafas oscuras le tapaban los ojos. Parecía preparada. Rígida. Fría. Inexpresiva.
Un pensamiento preocupante cruzó por su cabeza. Rowan no era tan fría como él había creído al conocerla. Era una manera de ocultar sus sentimientos, como esas gafas que le servían para ocultar sus ojos. Tal vez todo lo sucedido le estaba afectando.
Maldita sea, eso a él no le importaba. Él tenía una misión que cumplir. Encontrar al asesino de Michael y proteger a Rowan del fuego cruzado. No tenía energías para ocuparse de los sentimientos de ella.
– Vamos -dijo.
Sobre la arena mojada, ella apuró el paso. Él conservaba una distancia prudencial, dos zancadas por detrás, pero la apremiaba a seguir con su aliento en la nuca, pisándole los talones para ir más rápido, más duro. ¿Cómo purgaría el dolor a un ritmo tan lento? Necesitaba el aire frío para templar el dolor caliente, el escozor de la sal en sus pulmones.
Por eso la urgía a seguir. Cuando ella quiso detenerse al cabo de dos vueltas, él no quiso. Ni siquiera estaba cansado. Sabía que Rowan podía correr dos o tres vueltas más. Habían corrido muchas veces y ella estaba en excelente forma. ¿Acaso pensaba que él no podría? ¿Que se quedaría por el camino? Ni loco.
Casi habían llegado de vuelta a las escaleras de la casa cuando Rowan empezó a correr más despacio.
– ¡Venga, corre! -le gritó al oído, como un sargento de marines.
Rowan tropezó y cayó de rodillas. Él saltó por encima para no caer sobre ella, pero al rozarla tropezó y cayó al suelo.
Se incorporó rápidamente y permaneció agachado, barriendo la escena con una mirada y con la pistola desenfundada. Es una trampa, fue lo primero que pensó. El asesino había plantado algo en la arena para que tropezaran. ¿Acaso acechaba para dar el golpe?
Sólo vio las casas tranquilas lejos de la playa. No oyó más que el rugido de las olas, la brisa, el graznido de las gaviotas en busca de peces. Ningún reflejo del rifle de un francotirador, ni rastro de trampas.
¿Por qué, entonces, se le había erizado el pelo de la nuca?
– Está despejado, pero tendríamos que volver -dijo John.
Rowan seguía a cuatro patas, y respiraba con dificultad. Él le tendió la mano, pero ella no la aceptó.
– ¿Qué coño? -dijo-. Tenemos que seguir. Eres un blanco perfecto ahí sentada.
– Déjalo. -Rowan se dejó caer en la arena y hundió la cabeza entre los brazos.
– ¿Qué dices? -John se agachó y la levantó a pulso hasta ponerla de pie. Le habían saltado las gafas en la caída, y tenía los ojos llenos de lágrimas. Se tambaleó, incapaz de sostenerse, y cayó contra él, al tiempo que lo empujaba.
– Déjame -murmuró, intentando que le soltara el brazo.
No tenía fuerzas y a John no le costó sostenerla. Pero la dejó ir. Ella volvió a derrumbarse en la arena, con las piernas como dos plumas.
– Déjame. Él vendrá. Tú vigila desde el balcón y, cuando venga, lo matas. En mi armario hay un rifle de francotirador.
¿De qué diablos hablaba? ¿Utilizarse a sí misma como cebo? Si Rowan moría, John perdería a otro ser querido. No podía dejarla morir, y no lo haría.
La miró a la cara, enrojecida por el esfuerzo y medio cubierta de arena después de la caída. Ella no lo miraba a él sino al mar, con los ojos inundados de lágrimas. Seguía respirando con dificultad y tenía las mejillas hundidas.
Él no quería pensar en su dolor. No quería que le recordaran lo que él estaba haciendo cuando Michael murió. Cómo había manipulado a su hermano y lo había enviado a la muerte.
Cómo había disfrutado estando en brazos de Rowan, abrazándola, penetrándola.
Aquél no era ni el momento ni el lugar adecuado para una relación, ni siquiera para el sexo. Pero Rowan no tenía a nadie. Él no le dejaría ofrecerse al asesino como si fuera un cordero para un sacrificio.
La levantó en sus brazos y la llevó hasta la casa. Cuando Rowan ni siquiera protestó al ser cogida como un bebé, él supo que no estaba del todo bien.
John no había reflexionado sobre cómo se sentía Rowan por el asesinato de Michael. Poco a poco se fue dando cuenta de que todo aquello le provocaba un dolor espantoso. Pero Michael no era su hermano, ni su mejor amigo. Sólo había sido su guardaespaldas.
Aún así, en su imaginación, ella era responsable de que todas aquellas víctimas cayeran en manos del asesino. John debería haber pensado antes en esa asociación, pero había estado demasiado concentrado en conseguir que ella le contara la verdad y luego en llorar la muerte de Michael.
Ella también estaba sufriendo.
La dejó sobre el sofá, pero ella no quería mirarlo, y se quedó tendida mirando el techo. Él la vio esforzarse para controlar sus emociones, y la vio retirar el escudo que había construido con tanto éxito.
Rowan estaba agotada por el esfuerzo sostenido de la carrera además del poco sueño. ¿Habría comido? John lo dudaba. Él no había podido comer el día anterior. Sólo tomó unos cuantos sorbos de la sopa y únicamente porque había obligado a Tess a comer algo.
La dejó y fue a la cocina para servirse más café. ¿Qué iba a hacer ahora? Apenas podía mantener la compostura. ¿Y qué haría para que Rowan mantuviera la suya?
Centrarse, maldita sea; él sabía centrarse. Todos esos meses, y años, persiguiendo a Pomera y sus operativos. Después de que Denny murió, infiltrado en la banda de traficantes y cargándose lenta y trabajosamente a los camellos, uno tras otro. Centrarse. Perseverancia. Paciencia.
Lo haría. Por Michael.
Eso significaba que necesitaba a Rowan y cualquier información que guardara en su cabeza. Aunque a ella le pareciera irrelevante. Y no podría obtener nada de ella si se ponía enferma de culpa.
La comida no era más que combustible, y eso estaba bien, puesto que John no sabía cocinar. Tostó un poco de pan de trigo e hizo un bocadillo de mantequilla de cacahuete con mermelada. Dio por sentado que a Rowan le gustaba la mantequilla de cacahuete con mermelada, puesto que las había comprado. Le sirvió una taza de café y se la llevó al salón.
Rowan no estaba.
– Mierda. -Fue al escritorio y la encontró allí, en un rincón, mirando por la ventana a través de las venecianas parcialmente abiertas.
– Me ha estado observando -dijo, sin volverse, con voz suave y ronca.
– ¿Cómo lo sabes?
– Al principio, fue una corazonada. No me había dado cuenta antes, pero de vez en cuando me sentía incómoda. Un cosquilleo en la espalda, pero no he visto a nadie que me observara de manera extraña. -Sacudió la cabeza y se miró los pies-. Ha estado aquí, John. En mi casa.
– ¿Qué? -John se puso tenso y de inmediato se volvió alerta.
Por fin, Rowan le dirigió una mirada por encima del hombro antes de girarse hacia la biblioteca. En aquel momento, su rostro expresaba todo el tumulto de emociones que normalmente disimulaba.
– Se llevó uno de mis libros. Sé que ha sido él. Se lo dije a Quinn. Él ordenó que registraran toda la casa pero por ahora no hay nada. No creo que sea capaz de aguantar esto, John.
Él tuvo que aguzar el oído para entender qué decía. Dejó el bocadillo y el café en la mesa y se colocó detrás de ella.
– Sí que podrás.
Se estremeció al pensar que el asesino de Michael había estado en casa de Rowan. ¿Habría entrado mientras ella dormía arriba? ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo llevaba acechándola antes de idear ese tormento enfermizo y cruel?
– No soy tan fuerte como piensas. Abandoné el FBI porque era débil.
– Abandonaste porque tenías que descansar. Todos necesitamos un respiro, sobre todo por hacer lo que hacemos. Rodeados por el mal. Luchando contra el mal y no siempre saliendo vencedores.
Ella se giró y le lanzó una mirada, aunque los ojos parecían sorprendentemente vacíos. ¿En qué estaría pensando? ¿Había decidido abandonar?
– Tú nunca abandonaste -dijo-. Nunca renunciaste a luchar por Denny.
– Eso es diferente.
– Don Quijote y los molinos de viento -dijo ella, asintiendo pausadamente con la cabeza-. Yo sólo soy un molino más, John. Vuelve con tu hermana. Ella te necesita. El FBI no me dejará desprotegida.
¿Acaso quería que se marchara?
– No -dijo-, me quedaré hasta el final.
Ella lo miró fijamente, el rostro endurecido, aunque un ligero fruncimiento de los labios delataba un puchero reprimido.
– No puedo vivir con el peso de otra muerte sobre mi conciencia.
– A mí no me pasará nada. -John la cogió por los hombros. No tenía la intención de sacudirla con tanta fuerza, sólo darle un pequeño sacudón para que ella supiera que hablaba en serio. Sin embargo, ella lanzó la cabeza hacia delante y él vio una chispa del fuego presente en su mirada.
Bien. Tenía que saber que su decisión iba en serio.
– Rowan, me quedaré hasta el final. Ese tipo mató a mi hermano. Y ha matado a otras seis personas inocentes. Te está atormentando. No descansaré hasta que esté muerto. -Había querido decir «hasta que sea capturado», pero no se corrigió.
– O hasta que mueras tú -murmuró ella, y se apartó de él. Se detuvo junto a la mesa donde esperaban el bocadillo y el café. Se quedó mirando el pan un buen rato, pero no lo tocó. Se dirigió a la puerta-. Acabo de hablar con Roger. Le he pedido que me mandara todos los archivos sobre la muerte de mi madre y Dani. Me ha dicho que ya los ha enviado. -Se lo quedó mirando. No era una mirada acusadora sino de complicidad-. ¿Cuándo salimos?
– Te lo iba a decir -dijo él, pensando que debería habérselo avisado.
Ella asintió con gesto silencioso.
– En dos horas. Peterson está ordenando los archivos a medida que los reciben de Washington.
– Estaré en mi habitación -dijo ella, y salió.
Maldita sea. ¿Qué había ocurrido? ¿En qué pensaba Rowan? Tenía que saber que él la protegería hasta el final.
Rowan soñaba.
Incapaz de poner fin al sueño, éste ocupaba su mente, casi la calmaba, como una canción de cuna. Ella estaba fuera de su cabaña en Colorado, la casa en forma de A que ella consideraba su hogar. La paz y la alegría. El hogar. Finalmente a solas. La muerte, la violencia y la sangre eran un recuerdo del pasado distante.
Todavía clareaba cuando salió al jardín de la cabaña, pero al volver a entrar ya estaba oscuro. No funcionaban las luces, pero ella oyó a alguien en la planta de arriba. Y abajo. ¿Intrusos? El corazón le latía con fuerza.
Rowan, soy yo.
Michael, dijo ella, pronunciando su nombre en voz alta. Michael, tú estás muerto.
Él rió y ella no pudo reprimir una sonrisa. Los muertos no reían. No hablaban ni le hacían sentirse como si todo fuera a salir bien.
Todo era sólo una pesadilla. Todo. Nada de eso ha ocurrido. Nadie te acecha. Todo saldrá bien.
Gracias a Dios. Quizá las oraciones de Peter habían surtido efecto, y el Dios que ella veía como cruel y perverso tenía algo de bondadoso.
¡Lily! ¡Juega conmigo!
Dani vino corriendo hacia ella y se enredó entre sus piernas. Tenía tres años, y sus coletas oscuras y rizadas botaban en el aire, arriba y abajo.
Dani. Pero si…
Era todo una pesadilla, dijo Michael, saliendo de entre las sombras. Llevaba puesto un esmoquin. La mancha roja que se extendía por el pecho le llamó la atención.
Michael, te han disparado. ¿Era su voz? Es un sueño, se dijo. Nada de esto es real.
Es real, Lily. Dani la miró con sus grandes ojos azules. Rowan se agachó y estrechó a su hermana.
Dani, te quiero.
Tiró de una de las coletas, como solía hacer, pero ésta se desprendió y se le quedó en la mano. Ella miró el pelo que sostenía y luego lo dejó caer, como si le quemara. Miró a su hermana, reparó en la mancha oscura en su pijama azul, y en la pátina vidriosa de sus bellos ojos. Dani se desplomó en sus brazos, y la sangre fluyó entre los dedos de Rowan. Entonces gritó.
¡No grites! Te oirá.
Era de nuevo Michael. Michael estaba muerto y ahora le hablaba.
Te oirá.
Era Doreen Rodríguez, desde el sofá. O, más bien, su cabeza. El resto de su cuerpo estaba diseminado por la sala. Una mano amputada quiso agarrar a Rowan y ella corrió hasta el otro extremo de la sala con Dani en los brazos.
Lily, mi dulce Lily.
¿Mamá?
Mamá estaba en la cocina. La vio salir, cubierta de sangre. Lily, Lily, lo siento. Las lágrimas de Mamá eran de sangre.
Ay, Mamá. ¡Te añoro tanto!
Apretó a Dani contra su pecho, pero cuando volvió a mirar, ya no era Dani.
Era Tess.
¡No, no! Había matado a Tess. ¿A ella también? No podía ser. Él la había matado. Pero John nunca la perdonaría. Primero, Michael, luego Tess. ¿Quién más? ¿Quién más debía morir en su nombre?
¿Por qué, por qué, por qué? Cerró los ojos con fuerza.
Ahora caía y abrió los ojos. Estaba en su cama. En su propia cama, en la galería de su cabaña. No estaba sola. John estaba a su lado, y le tocaba los pechos, el vientre. Sus manos eran cálidas y ella dio un suspiro de alegría. Era su lugar en el mundo. Se acurrucó contra él, llena de una paz y una añoranza que nunca había sentido, un deseo profundo de estar cerca de alguien.
John.
John, que hacía el amor con ella. Lento, cálido, afectuoso. Era algo bello, no se parecía a nada que hubiera vivido antes. Él formaba parte de ella. Eran inseparables. Se necesitaban el uno al otro. Ella lo necesitaba. Lo necesitaba como nunca había necesitado a nadie.
Se giró para mirarlo a la cara, con movimientos lentos y torpes, como si estuviera bajo el agua, un agua espesa como la sangre.
¿John?
Estiró la mano para tocarlo. Cuando la retiró, estaba caliente y pegajosa. Húmeda. Se llevó los dedos a la cara. Sangre. La sangre de John.
Se incorporó y se quedó mirando la cama. John estaba ahí tendido, descuartizado. La cabeza le colgaba de las vértebras, le faltaba un brazo y el pecho era una carnicería de entrañas y músculos. Él la miraba, y sus ojos verde oscuro y vidriosos eran acusadores.
Es todo culpa tuya. Es todo culpa tuya.
De pronto, el corazón abierto le latió en el pecho y lanzó un chorro de sangre que la empapó. John se sentó y los intestinos se derramaron y empezaron a reptar hacia ella. Él la apuntó con el brazo extendido. Eres tú. Tú hiciste esto. Tú, Lily, eres tú.
Los intestinos treparon por sus piernas y ella gritó. Y no paró de gritar.