John esperaba fuera del despacho de Rowan sin quitarle el ojo a la cerradura. La culpa le roía la conciencia. Sabía que no debía invadir su espacio. Pero ya había estado en su dormitorio y ahí no había nada de interés, salvo dos cargadores de su Glock en el cajón de su mesilla de noche y una escopeta debajo de la cama.
¿A qué le temía?
Rowan pasaba mucho tiempo en su estudio. Ahí tenía su ordenador. Cuando quería estar sola, se iba al estudio. ¿Por qué?
¿Y por qué él se sentía culpable? Había hecho cosas mucho peores en la vida que hurgar entre los objetos personales de una mujer de cuya protección era responsable. Desde luego, no era su caso sino el de Michael. Pero ella ocultaba algo, algo importante, aunque no lo supiera. Y quizá sería Michael el que pagara por su silencio.
O, quizá, sería la propia Rowan.
John no iba a dejar que eso ocurriera. Abrió la puerta antes de que pudiera cambiar de opinión, y la cerró tras entrar, con el corazón acelerado. No pretendía curiosear en la vida de Rowan. Sin su invitación, no.
La decoración del estudio era diferente del blanco desnudo que imperaba en el resto de la casa. Revestimientos de madera de cerezo, estanterías empotradas y una gran mesa esquinera dominaban la pequeña sala. Había dos sillones de cuero frente a frente en el medio. Una silla de lectura, una mesa y una lámpara en un rincón. El suelo de baldosas del estudio era el mismo del pasillo, pero estaba casi todo cubierto por una gruesa alfombra de tripe blanca.
Era un ambiente convencional y acogedor, decididamente más adecuado para Rowan que el vacío blanco inmaculado de la casa de la playa en Malibú.
Al ver la mesa desordenada, montones de libros en la mesa de lectura y una taza con un fondo frío de café, John pensó que ése era el verdadero hogar de Rowan. Se sentía peor invadiendo ese espacio que entrando en su dormitorio.
La mayoría de los libros versaban sobre crímenes de la vida real, novelas policiacas y clásicos literarios. Sobre su mesa había un ejemplar ajado de Alguien voló sobre el nido del cuco. En las estanterías había más clásicos conocidos. Puede que fuera una casa de alquiler, pero era evidente que ella había traído muchas cajas de libros. Por alguna razón, John sospechaba que el dueño de aquella aséptica casa no era lector de Steinbeck y Las uvas de la ira, o de A sangre fría, de Truman Capote.
John se quedó mirando la mesa. Encendió el ordenador. Mientras acababa de ponerse en marcha, buscó cualquier cosa que le diera una pista sobre Rowan y su pasado.
El montón de periódicos junto al ordenador eran copias de periódicos en Internet que trataban del reciente asesinato. Denver, Los Ángeles, Portland. Él ya los había leído. La policía se había guardado de revelar el detalle de los libros abandonados en la escena del crimen, pero la prensa ya había relacionado los asesinatos con los libros de Rowan.
Aquella asociación debía torturarla. Haber pasado seis años luchando contra los asesinos en serie y asesinatos múltiples para acabar siendo protagonista de un caso similar.
John sabía cómo se sentía. Había perdido la cuenta de los años que llevaba librando una guerra interminable contra las drogas, y en ocasiones había perdido de vista el límite entre los buenos y los malos, donde acababan unos y empezaban otros. Sin embargo, era una guerra que se había jurado librar hasta que el último desalmado que se colara por los resquicios de la ley estuviera muerto y quemando en el infierno.
Los otros montones de papeles parecían copias de facturas, notas para sus libros, impresiones de capítulos. Sabía por Michael que trabajaba en un nuevo libro y en el guión de la película que estaban rodando. Mencionó algo sobre su primera película, que había sido rechazada, y le dijo que Rowan no estaba dispuesta a dejar que nadie reescribiera sus libros para transformarlos en algo que no eran.
John también entendía eso. En realidad, creía haber encontrado algo profundo en Rowan que no podía explicar. Era como si supiera cómo iba a reaccionar, qué pensaría en una situación cualquiera, y sospechaba que esos asesinatos la estaban corroyendo por dentro. Se la veía irritada y se mostraba inflexible en su actitud más superficial, pero cuando él miraba en sus ojos, veía en ellos todo lo que ella no decía.
Rowan Smith ocultaba sus emociones muy en sus adentros. Igual que él.
John se sentó ante el ordenador cuando no encontró nada más entre los papeles. Su correspondencia electrónica era principalmente con la gente de los estudios, y la mayoría de ella versaba sobre el guión en que Rowan trabajaba. No guardaba los correos antiguos. Él podía encender su portátil y copiar sus archivos antiguos pero, por algún motivo, no pensaba que tuviera nada importante en su ordenador. Al parecer, sólo lo usaba para escribir.
Crimen de pasión era la película que se estrenaría ese fin de semana. Crimen de claridad era la que estaban rodando ahora. Hojeando sus documentos, vio que Crimen de riesgo era la novela que saldría a la calle la próxima semana y que La casa de los horrores era la novela en que trabajaba ahora.
John se sentía confundido. Rowan estaba segura de que habría una víctima más, de su cuarta novela, Corrupción, y que luego el asesino vendría a por ella. Pero, ¿qué había de la última novela? Ese libro no había conservado el título de la serie «Crimen de…» Se preguntó a qué se debería eso. Tendría que preguntárselo. Pero si se lo preguntaba, ella sabría que había entrado en su ordenador.
¿Era posible que el asesino se hubiera hecho con una copia del manuscrito del libro? ¿Se trataba de alguien que Rowan conocía bien? ¿Lo bastante como para invitarlo a casa?
John apagó el ordenador y echó un vistazo a su mesa de trabajo. El cajón de los archivos contenía casi únicamente correspondencia personal o relacionada directamente con sus libros.
Excepto una carpeta.
Noticias de periódicos, ligeramente amarillentos, de hacía unos cuatro años, informaban de una masacre en Nashville, Tennessee.
El empresario Karl Franklin asesina a toda su familia y se suicida.
La noticia informaba que Karl Franklin llegó a casa tarde un lunes por la noche después del trabajo y mató a su mujer y a sus cuatro hijos mientras dormían. Todo el mundo estaba espantado. Franklin era un hombre de negocios exitoso, no tenía problemas económicos y siempre hablaba con entusiasmo de su familia.
No había motivos visibles, ninguna razón. El hombre se había quebrado y asesinado a su familia cuando nada debería haberlo quebrado. Y luego se quitó la vida, y nadie pudo preguntarle por qué.
Hacía cuatro años. Era el caso que aparecía en las pesadillas de Rowan. Era el caso que estaba revisando en el FBI en ese preciso momento.
Algo se insinuó vagamente en su conciencia. Sacó su teléfono móvil y llamó a un contacto en Washington.
– Hola, Andy, soy John Flynn.
– Flynn. Es la segunda vez que me llamas esta semana. Parece que estás trabajando.
– Se podría decir. Estoy ayudando a mi hermano con un caso. ¿Tienes algo para mí?
– No. Te dije que tardaría lo suyo. Meterme a averiguar cosas sobre la vida del director adjunto me podría costar el empleo, amigo. Espero que tengas un empleo para mí en el comando Delta.
John rió.
– Puedes acompañarme la próxima vez que vaya a América del Sur.
– No, gracias. Prefiero trabajar en un McDonald's. Querías un informe de la situación. Ahora no tengo nada. Llámame la semana que viene.
– No. Otra pregunta, que debería ser fácil.
– Dime.
John oyó que un vehículo se detenía frente a la casa. Se acercó a la cortina y miró, pero no vio nada.
– ¿Cuándo dejó Rowan Smith el FBI? Fue hace cuatro años. Quiero una fecha exacta.
– Eso te lo puedo decir. No cuelgues.
– Gracias.
Mientras esperaba, John siguió mirando por la ventana. Sólo podía ver los techos de los coches que pasaban por la autopista a unos quince metros, por un elevado terraplén que la separaba de la casa de Rowan. Era una carretera muy transitada.
Antes de que Andy volviera al teléfono, un camión viejo pasó lentamente delante de la casa pero sin detenerse. Si el conductor buscaba una casa, podía ser cualquiera de las docenas que había en ese trozo de la carretera del Pacífico. El camión pasó de largo y salió de su campo visual. Pero John nunca dudaba de su intuición y esperó junto a la ventana, ajustando la veneciana para ver sin ser visto.
– ¿John?
– Sigo aquí.
– Su finiquito data del treinta y uno de agosto, pero ella renunció a toda actividad el dos de mayo.
John no tenía que volver a mirar el periódico para saber que Franklin mató a su familia el primero de mayo. No sólo había sido su último caso sino también el motivo de su renuncia. ¿Por qué? John había leído los demás expedientes. Algunos eran crímenes mucho más brutales, y ella los había investigado sin titubear.
– Una cosa más.
Andy suspiró con un resoplido trágico.
– Me van a despedir.
– Puedes mirar a ver si hay otros crímenes similares al de Franklin.
– ¿Dónde? ¿Cuándo?
– Estados Unidos. Cuando sea.
– Mierda, John. Suerte que tus preguntas no son nada difíciles.
John no pudo evitar una sonrisa.
– Te debo una -dijo.
– Ya lo creo que sí. Te llamaré. No sé cuándo. Es un asunto muy extenso que cubrir.
– Gracias, colega. Lo ideal sería lo más pronto posible.
– Ya no sé si seguimos siendo colegas -dijo Andy, y colgó.
John sonrió. Andy nunca cambiaría. Era agradable cuando la reacción de las personas se volvía predecible.
Se quedó junto a la ventana y esperó. Al cabo de diez minutos, pensó que el conductor había venido de visita a otra casa en la calle. Se apartó de la ventana y paseó la mirada por el estudio una última vez.
Aquel lugar no podía revelarle nada más. Pero John salió con la sensación de que conocía mucho mejor a Rowan Smith.
Salió del estudio, no sin antes asegurarse de que todo estaba tal como lo había encontrado. El ordenador apagado, el montón de papeles, los cajones cerrados. Todo en orden.
Era pasada la hora de comer, y tenía hambre. Aunque no sabía cocinar ni la mitad de bien que su hermano, sabía hacer unos bocadillos muy suculentos. Tess le había dicho que Rowan tenía poca comida en casa hasta que llegó Michael. Mientras John miraba en la nevera y en la despensa bien surtidas, no pudo evitar preguntarse hasta cuándo se quedaría Michael. Por la cantidad de comida, parecía que pensaba quedarse para siempre.
Una vez más, era como lo de Jessica. Y lo peor era que Michael no lo veía.
John se preparó un bocadillo, y empezó a comer, más por una cuestión de hábito que porque le gustara su sabor.
Si no le fallaba su intuición, a Rowan la habían asignado al caso Franklin y había renunciado después de visitar la escena del crimen. Era probable que le hubieran propuesto tomar una baja antes de que se aceptara su renuncia, con la esperanza de que cambiara de opinión. John sabía que algunos agentes que trabajaban en tareas muy duras a veces necesitaban un tiempo para recuperar la salud mental. De otra manera, se quemaban.
Rowan Smith, un caso clásico de agente quemada. Pero en lugar de integrarse en un cuerpo de policía menor, como hacían otros, o de trabajar como consultora privada, o aceptar un trabajo en un despacho, ella había iniciado una segunda carrera, muy exitosa, escribiendo novelas policiacas. En sus libros ahondaba en los detalles del horror que un ser humano podía infligir a otro, cosas que habría visto no pocas veces, sobre todo en los casos que investigaba.
Pero, quizá no fuera un caso clásico.
John oyó un crujido en el balcón de afuera y se quedó quieto, a punto de dar un mordisco al bocadillo. Se tensó entero ante la alerta. Sus orejas casi se estremecieron buscando localizar a un posible intruso.
Siguieron otros crujidos. Crac, crac.
Alguien subía las escaleras que venían de la playa.
Sin hacer ruido, John dejó el plato y desenfundó su pistola. Cuando se acercó a la puerta lateral sus zapatillas deportivas no crujían sobre el suelo de baldosas. Bajó sigilosamente las escaleras y siguió hacia la playa.
Cuidando de no mostrarse al intruso ocultándose detrás de los pilares de apoyo del balcón, siguió hasta llegar a las escaleras de atrás. Las había revisado al llegar la primera vez y sabía que si pisaba en el exterior del peldaño, evitaba el crujido de la madera.
Se detuvo a unos diez escalones de la parte superior y miró por el pasamanos. Un intruso. Era un joven de unos veinte años. Era alto y delgado y tenía el pelo oscuro. Llevaba un enorme ramo de flores. Si hubiera llamado a la puerta de entrada, John no le habría dado mayor importancia.
El chico llamó a la puerta trasera y apoyó la mano en el vidrio para mirar dentro. Trató de abrir lentamente la puerta.
John se acercó sigilosamente por detrás.
– No se mueva. Tengo una pistola. ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
El chico se giró bruscamente, y miró de un lado a otro, nervioso.
– Es… estoy buscando a… a Ro… Rowan. -Abrió desmesuradamente los ojos al ver la pistola de John y apretó con fuerza el ramo de flores.
– ¿Quién eres?
– Adam. Soy Adam. Eh, Adam Williams. Cuatro-cuatro-cinco, West Toluca Boulevard, Bloque B.
John tuvo la impresión de que el chico era de fiar. Había algo raro en él. Sin embargo, los criminales más astutos sabían fingir. Con voz severa, preguntó:
– ¿De qué conoces a Rowan?
– Ella me… me consiguió mi empleo. Soy su fan número uno. He leído todos sus libros. Ella me consiguió mi empleo. Trabajo para Barry en los estudios. Barry es un tío muy bueno, pero se enfadó conmigo por la jugarreta que le hice a Marcy, y Rowan también se enfadó y yo dije que lo sentía pero pensé que a Rowan le gustarían las flores porque es una chica y mi madre decía «a todas las chicas les gustan las flores, estúpido».
John enfundó el arma, confiando que el chico era quien decía ser.
– Adam. Soy John Flynn, también soy amigo de Rowan.
Adam frunció el ceño.
– ¿Cómo sé que no está mintiendo? Rowan dijo que había un hombre malo que hacía daño a la gente. -Adam dio un paso atrás.
John alzó las manos para demostrarle que no era un enemigo.
– Podemos llamarla. ¿Quieres llamarla?
Adam asintió con un gesto enérgico. Luego paró, y negó con la cabeza con la misma convicción.
– No, podría ser una trampa. Podría ser que usted le haya tendido una trampa. No, ella debería mantenerse alejada. Tiene un guardaespaldas, ¿sabía eso?
– Lo sé. Es mi hermano, Michael. ¿Tú lo conoces?
Un aire de reconocimiento pasó fugazmente por la expresión de Adam, pero siguió alerta.
– Podría ser -dijo, como un chico desafiante.
John metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono móvil.
– Voy a llamar a Rowan y ella vendrá a casa y hablará contigo. ¿De acuerdo? -Cuando vio que el muchacho seguía indeciso, dijo-: Tú también podrás hablar con ella. Ella te dirá que no soy un peligro, luego entraremos en la casa y esperaremos.
– De acuerdo -aceptó Adam, con voz queda.
John marcó el número del móvil de Michael, recriminándose por no tener el número de Rowan.
– Mickey, soy John. Déjame hablar con Rowan.
– ¿Por qué?
– Porque tengo una situación delicada aquí y quiero que ella me ayude.
– Dime de qué se trata.
Maldito sea. Quería hacerse el duro.
– Adam Williams ha venido a saludarla y no está seguro de que yo no sea el tipo malo del que le advirtió Rowan. Quiero que hable con él.
– ¿Adam? ¿El chico retrasado?
John hizo una mueca, temiendo que el chico lo hubiera oído.
– Sí, el fan número uno de Rowan.
– Ya sospechaba que tramaba algo. Tú, retenlo ahí. Yo llamaré a la policía y…
– No, Michael -dijo John, con voz más severa de lo que era su intención-. ¿Puedes hacer el favor de…?
– Mira, John, llevo trabajando en este caso mucho más tiempo que tú y… -John oyó la voz de Rowan en el trasfondo, pero no lo que decía. En sordina, oyó que Michael decía: «Pero no estás segura de que sea inofensivo. ¿Por qué no le pedimos a la policía que hable con él?»
– ¡Por supuesto que no! -exclamó Rowan, lo bastante fuerte para que John la escuchara. Más voces en sordina, y luego se puso Rowan.
– ¿John?
– Soy yo.
– Déjeme hablar con Adam.
John no pudo evitar una sonrisa, pero al mirar a Adam, se puso serio. El chico estaba estrangulando los lirios.
– Adam, Rowan quiere hablar contigo.
Con las manos temblando, él chico cogió el móvil.
– ¿Ho… Hola?
John observó mientras la expresión de Adam pasaba del miedo a la preocupación, y de ésta a la calma. Y otra vez preocupación.
– No… no se lo pedí a Barry. Yo lo había visto bastantes veces, y pensé que podía hacerlo. No le hecho nada al camión, te lo prometo. -Pasaron varios minutos, pero al parecer lo que Rowan dijo apaciguó a Adam-. ¿Puedo esperarte aquí? -La respuesta fue probablemente sí, porque Adam sonrió, fascinado, y le devolvió el móvil a John-. Rowan quiere hablar con usted.
– ¿Rowan?
– John, llegaremos en quince minutos. Le he dicho a Adam que podía esperarme. Tendré que llevarlo de vuelta a Burbank. No tiene carné de conducir.
– Yo lo llevaré.
– ¿Lo haría? -preguntó, después de un silencio.
– ¿Y por qué no?
¿Qué pensaba que era? ¿Un gilipollas? Era evidente que Adam era un poco lento. También adoraba a Rowan. No pretendía hacerle daño y era probable que en la ciudad no lo pasara muy bien.
– Yo… de acuerdo. Se lo agradezco.
Rowan colgó y John se quedó mirando el teléfono un momento. Rowan Smith era un alma desconfiada, lo cual no le molestaba, salvo que, al parecer, no confiaba en él.
Y luego, él había invadido deliberadamente su espacio, y le había hecho preguntas muy duras, la mayoría de las cuales todavía estaban sin respuesta. Y, además, la consideraba una mujer cautivadora.
¿Qué era eso tan fascinante que tenía? Desde luego, era una mujer guapa. Su pelo rubio casi blanco tenía un aspecto suave y sedoso, y a él le encantaría acariciarlo. Tenía un olor fresco y natural. Y sus ojos, esos ojos gris azulado le mostraban sus sentimientos con tanta o más claridad que sus palabras o su manierismo.
Rowan se devanaba los sesos pensando en qué había hecho para merecer la atención de ese loco. John la admiraba por su manera de centrarse, por su tesón y por aquella carrera que había dejado. No entendía por qué había renunciado, pero era evidente que algo del asesinato de los Franklin la había sacudido. ¿Se había quemado? No era típico de una personalidad como la suya, al menos de la persona fuerte e independiente que mostraba al mundo.
Sin embargo, Rowan era una persona introvertida y particular, y le retenía información sin reconocer lo importante que era, lo valioso que podía ser. A John no le gustaban los engaños, intencionados o no y exigía que todas las personas con que trabajaba actuaran con la misma franqueza. Que confiaran en él. Era un código de honor necesario en las selvas de América del Sur, en las calles de México y en todos los puertos del litoral donde recalaba la droga. Si no podía confiar en ella, ¿con qué contaba?
Y si ella no confiaba en él, ¿cómo podía acercarse a ella?
Era lo que quería. Descubrir qué la hacía vibrar. Como su amigo, Adam. Era un chico un poco lento, pero ella le había prestado atención cuando era evidente que no lo había tenido fácil en la vida. Otra faceta de su compleja personalidad.
– Adam, ¿qué te parece si entramos en la casa?
– Está cerrada.
– Lo sé. Pero yo tengo una llave de la puerta lateral. -John lo condujo al interior y en sólo unos minutos ya tenía a Adam sentado ante la barra del centro. El chico todavía sostenía en las manos las pobres flores.
– ¿Quieres que las ponga en un jarro con agua?
– Son para Rowan.
– Lo sé. Pero las flores necesitan agua.
– Sí, es verdad. Necesitan agua. -Adam parecía intimidado, y a John le dio pena. Por el comentario de antes, su madre no le había prestado ningún apoyo. Era evidente que Rowan lo había acogido una paciencia de santa. John no podía dejar de sentir admiración por ese detalle.
Encontró un florero en la estantería de arriba de la despensa y lo llenó de agua, y luego vació el paquete de cristales que venían con el ramo para prolongar su lozanía. Arregló las flores en el florero y sacudió la cabeza.
– No soy muy bueno con estas cosas.
Adam las arregló un poco y adquirieron un aspecto mucho mejor.
– He roto una -dijo Adam, frunciendo el ceño.
– No importa. Todavía se sostiene. -John cogió el florero, lo llevó al comedor y lo dejó en el centro de la mesa. Desde la abertura que daba a la cocina, preguntó-: ¿Están bien aquí?
Adam se asomó, las vio y sonrió.
– Sí. Son muy bonitas.
John volvió a la cocina.
– ¿Quieres un vaso de agua? ¿Coca-cola?
Adam asintió con la cabeza.
– Leche. Y Rowan dijo que tenía galletas de chocolate y que podía comer una.
John buscó las galletas y las encontró en la despensa, una bolsa a medio vaciar de galletas de chocolate gourmet de doble cara. A Rowan le gustaban los dulces, y John no pudo evitar una sonrisa. Al fin y al cabo, era una mujer de verdad, algo más que el caparazón externo de una mujer perfecta.
En ese momento, Rowan entró en la cocina, con Michael siguiéndola. John y Adam estaban comiendo galletas y tomando leche ante el mostrador. John alzó una mirada tímida, con un bigote de leche dibujado sobre el labio superior. Parecía tan ridículo que Rowan tuvo ganas de reír. Un ex militar duro y aguerrido con un bigote de leche. Lo encontró tan enternecedor que se giró rápidamente hacia Adam y alejó a John de sus pensamientos.
– Adam, ¿por qué has venido hasta aquí en coche? -inquirió.
Adam la miró, preocupado, con el vaso en la mano. Parecía a la vez avergonzado y emocionado.
– Te quería decir que siento mucho lo que pasó con Marcy.
– Ya te disculpaste. Y te dije que no estaba enfadada.
Adam frunció el ceño y se quedó mirando el vaso de leche casi vacío.
– Ya lo sé -murmuró-, pero Barry estaba enfadado y a veces actúa como si todavía lo estuviera. Dice que quizá Marcy intente que me despidan.
– No dejaré que Marcy haga que te despidan, ya te lo he dicho.
– ¿Ni Barry?
– Ni Barry.
– ¿Me lo prometes?
– Haré todo lo que pueda. -Rowan le cogió la barbilla a Adam para que la mirara-. Pero lo que has hecho hoy está mal. He llamado a Barry y le he contado lo del camión. Ni siquiera se había dado cuenta de que había desaparecido. ¿Qué habría pasado si hubiera llamado a la policía pensando que alguien lo había robado?
– No pensé en eso. No pensaba ausentarme mucho rato, sólo para traerte las flores y volver.
– Ya te entiendo. Pero no tienes carné de conducir, Adam. Podrías haberle hecho daño a alguien porque no conoces las normas de circulación. Te he dicho que cuando quieras aprender a conducir, yo te enseñaré y te ayudaré a sacarte el carné. Pero no puedes hacerlo cuando te dé la gana.
– Lo siento. Soy un estúpido. ¿Estás enfadada conmigo?
Rowan intentaba adoptar una actitud severa, pero le costaba. Con Adam, le costaba. Ella lo quería mucho y habría estrangulado a la madre por su cruel indiferencia y sus abusos verbales.
– No eres estúpido, Adam. No quiero volver a oírte decir eso. ¿Entendido?
– Pero…
– Adam.
– Sí, Rowan. ¿No estás enfadada?
– No estoy enfadada. Pero no vuelvas a hacerlo.
Él dejó escapar un profundo suspiro de alivio, y Rowan lo abrazó. Miró a John, que la observaba con expresión pensativa. Se giró rápidamente. No quería sentirse atraída por John Flynn. Era un hombre peligroso. Peligroso para ella.
Sonó el teléfono móvil de John y éste respondió. Rowan no podía oír la conversación, pero vio que la expresión de John pasaba de la contemplación a una expresión vacía en un abrir y cerrar de ojos. Era a propósito de ella. Habría querido interpelarle, pero de estar en su pellejo ella habría hecho lo mismo. Sin embargo, no tenía por qué gustarle.
– Gracias, Andy -dijo, y colgó. Alcanzó a ver que ella lo miraba, pero su expresión siguió siendo inescrutable.
Estaba tramando algo. ¿Qué sería?
– ¿De qué hablabas? -preguntó Michael.
Rowan casi había olvidado que Michael estaba presente. Se inclinó contra el marco de la puerta, y su actitud relajada contrastaba con la tensión que ella advertía en su cuello y sus hombros. Al principio, creía que John y Michael eran dos buenos hermanos, pero ahora observaba que cada vez que estaban juntos en un mismo espacio se palpaba una tensión incómoda.
– Negocios -dijo John, y guardó el móvil en el bolsillo del pantalón-. Adam ha traído flores.
John cambió deliberadamente de tema, y Rowan estaba segura de que había indagado sobre ella. Aquella posibilidad le irritó, pero su impulso de insistir se desvaneció cuando Adam empezó a hablar, excitado.
– John ha encontrado un florero. Espero que esté bien, pero yo no quería que se marchitaran. Yo he roto una, así que puedes sacarla, pero son igual de bonitas.
– Claro que son bonitas, Adam, pero no tenías que traerme nada.
Adam sacudió enérgicamente la cabeza.
– Oh, sí. Barry siempre le compra flores a Sylvie cuando ella se enfada con él. Y aunque tú hayas dicho que no estabas enfadada conmigo por haberle hecho la jugarreta a Marcy, sabía que estabas un poco enfadada y quería decirte que lo sentía, pero no sólo decirlo, ¿me entiendes?
Rowan sonrió.
– Lo sé. Ha sido muy amable de tu parte -dijo Rowan, mirando por la cocina-. ¿Dónde están?
– John las ha puesto en el comedor. -Adam saltó del taburete y tomó por la mano a Rowan para llevarla a la sala contigua-. Iba a comprar rosas, pero el hombre me dijo que los lirios cala eran mejor para las amigas. Nosotros somos amigos. ¿No te parecen bonitas?
Rowan sonrió hasta que vio las flores.
Lirios.
Se le nubló la mirada, hasta que sólo vio los lirios blancos. Una voz muerta, tan clara como si su madre estuviera a su lado, dijo:
– ¿No te parecen bonitas? Igual que tú, Lily.
Lily miró a su madre y sonrió.
– Son más bonitas, mamá.
Mamá rió y sacudió la cabeza.
– Cuando seas mayor, serás todo un encanto con los hombres, cariño. -Le acarició el pelo con sus dedos suaves y delgados, y Lily se entregó a la caricia con una sonrisa-. Sabes que te he puesto Lily porque tu padre me regaló lirios el día de nuestra primera cita.
– Lo sé, Mamá. -Ella adoraba esa anécdota. No podía imaginarse a su padre regalándole flores a su madre. Estaba siempre tan serio. Y a veces le gritaba a Mamá. Ella no lo veía a menudo. La mayoría de las noches ya estaba en la cama cuando él llegaba del trabajo, y el único día en que ella hablaba con él era los domingos. Y compartir su atención con sus dos hermanos y dos hermanas era difícil. Ella prefería leer o jugar en el patio trasero.
Tres hermanas, se dijo a sí misma mientras miraba la cuna. Danielle era muy bonita.
– ¿Por qué no le has puesto Rose al bebé para que siempre te trajeran rosas? Las rosas son más bonitas que los lirios -dijo Lily, y arrugó la nariz. En realidad, no le gustaban tanto los ramos de flores. Eran bonitas cuando estaban recién cortadas y arregladas en un florero, pero luego se morían y Mamá las tiraba a la basura, casi como si no le importara. Lily no sabía por qué a la gente le gustaba tener flores en la casa todo el tiempo, si se morían tan rápido.
Afuera, en el jardín, las flores estaban siempre vivas. Dormían durante el invierno pero volvían todas las primaveras. Ésas eran las flores que le gustaban a Lily.
Mamá rió y la besó en la cabeza.
– Eres una niña muy divertida.
Danielle empezó a berrear. En realidad, no era un llanto, era como un graznido.
– Creo que tiene hambre, Lily. ¿La puedes coger?
– ¿Yo? -Lily tenía muchas ganas de tomar al bebé en brazos, pero su padre le decía que no lo tocara, que los bebés no eran muñecas.
– Claro que sí, tú.
Lily fue hasta la cuna y miró a su hermanita. La amaba desde el momento en que Papá las había traído a las dos a casa la semana anterior. Pero saber que la podía coger y llevársela a Mamá para que le diera de mamar, encumbraba ese amor a otras alturas. Ella podía ayudar a hacer de mamá. No podía alimentarla porque todavía no tenía pechos, pero podía cambiarle los pañales y la ropa y llevársela a Mamá.
Sonrió con ganas.
– Hola, bebé -dijo, con su mejor voz de madre-. Soy tu hermana mayor, Lily. Vamos a ser muy amigas.
Con cuidado y ternura, cogió a la recién nacida, sosteniéndole la cabeza como Mamá le había enseñado. Dio tres pasos hasta el sofá.
Mamá tomó al bebé para amamantarlo. Ella chupaba y Mamá tenía una mirada soñadora.
– Lily, no hay nada mejor en el mundo que amamantar a tu bebé. Algún día crecerás y serás mamá.
– Me gustaría tener muchos hijos.
Mamá sonrió.
– Puedes tener todos los que quieras. Puedes hacer lo que quieras con tu vida, cariño. Puedes ser médico, o abogado, o profesora, o madre. Todas las profesiones son importantes.
– Pero las mamás son las más importantes porque los bebés las necesitan -dijo Lily, sintiéndose muy lista.
– Sí, los bebés necesitan a sus madres.
Desde arriba se oyó un fuerte golpe que sobresaltó a Lily, que se acercó a su madre.
– Estúpido, malo. Apártate de mi camino.
Era Bobby. A juzgar por el ruido, estaría rabioso. Incluso más rabioso que Papá cuando Mamá no hacía algo bien.
– Cariño, ve a cuidar de Peter. Date prisa.
Lily salió corriendo del salón, porque el temor por Peter era superior al miedo que le tenía a Bobby. Se detuvo al pie de la escalera y miró hacia arriba.
– ¡No! -gritó.
Bobby empujó a Peter y las pequeñas piernas de éste cedieron. Se aferró del pasamanos cuando Bobby bajó la escalera a grandes zancadas.
Lily subió corriendo y Bobby se rió de ella.
– Espero que te rompas el cuello, Lily la tonta.
Lily lo ignoró y vio a Peter que se tambaleaba y caía tres peldaños y cogía el pasamanos. El niño gritó pero ella alcanzó a cogerlo.
– ¿Estás bien, bebé? -preguntó, mientras ayudaba a volver a Peter a lo alto de la escalera. Se oyó un portazo. Bobby había salido. Ojalá que nunca volviera. Le daba mucho miedo.
Lo odiaba.