8

A las diez de la mañana llamaron a la puerta de Alice. A pesar de que, a voz en grito, les dijo que estaba en la ducha, insistieron. Alice se puso un albornoz y vio por el espejo de la puerta del baño la silueta de una gobernanta que se marchaba. Encontró sobre su cama una funda de ropa, una caja de zapatos y una sombrerera. Intrigada, descubrió en la funda un vestido de noche, un par de escarpines en la caja de zapatos y, en la sombrerera redonda, un sombrero de fieltro precioso así como una notita manuscrita de Daldry:


Hasta esta noche, la espero en el vestíbulo a las seis.


Maravillada, Alice dejó caer el albornoz a sus pies y no pudo aguantar durante mucho tiempo las ganas de hacer un ensayo improvisado.

El vestido resaltaba su cintura y se ensanchaba luego en una amplia y larga falda. Desde la guerra, Alice no había visto un vestido confeccionado con tanta tela. Al girar sobre sí misma, tenía la impresión de ahuyentar esos años en los que le había faltado de todo. De olvidar las faldas tiesas y las chaquetas apretadas. El vestido que llevaba dejaba al aire sus hombros, le afinaba la cintura, redondeaba sus caderas y acrecentaba el misterio de sus piernas.

Se sentó en la cama para ponerse los escarpines y, cuando estuvo subida en ellos, se sintió altísima. Se puso la chaquetilla, ajustó el sombrero y abrió la puerta del armario para mirarse en el espejo. No creyó lo que veían sus ojos.


Colgaba cuidadosamente sus cosas a la espera de que llegara la noche cuando recibió una llamada del conserje. Un botones la esperaba para acompañarla a la peluquería, que se encontraba un poco más abajo en la misma avenida.

– Se ha debido de equivocar de habitación -dijo ella-, yo no he pedido ninguna cita.

– Señorita Pendelbury, le confirmo que la esperan en Guido dentro de veinte minutos. Cuando la hayan peinado, el salón nos llamará y volveremos a buscarla. Le deseo un magnífico día, señorita.

El conserje había colgado, al contrario que Alice, que miraba el auricular como si se tratase de una lámpara de Aladino de la que fuera a surgir un genio pícaro.


*

Lavada la cabeza y hecha la manicura, pasó bajo las tijeras de Guido, cuyo auténtico nombre era Onur. El peluquero había tomado clases en Roma y había vuelto transformado. El maestro Guido le explicó a Alice que había recibido a última hora de la mañana la visita de un hombre que le había dado instrucciones muy estrictas: un moño impecable, que debía «alzarse orgulloso bajo un sombrero».

La sesión duró una hora. El botones volvió a buscar a Alice en cuanto estuvo lista y la volvió a acompañar al hotel. Cuando entró en el vestíbulo, el conserje la informó de que la esperaban en el bar. Allí se encontró con Daldry, que estaba bebiéndose una limonada y leyendo el periódico.

– Preciosa -dijo levantándose.

– No sé qué decir, desde esta mañana tengo la impresión de ser la princesa de un cuento de hadas.

– Eso nos viene bien, necesitamos que esta noche lo sea. Tenemos que conquistar a un embajador, y no cuente conmigo para ello.

– No sé cómo lo ha hecho, pero estoy maravillada.

– No sé qué es lo que parezco, pero soy pintor. Qué quiere, el sentido de la proporción es una de mis especialidades.

– Ha escogido un vestido magnífico, nunca había llevado uno tan bonito. Tendré mucho cuidado con él, podrá devolverlo impecable. Porque lo ha alquilado, ¿verdad?

– ¿Sabía que esa nueva moda tiene nombre? New look, ¡y la ha hecho famosa un modisto francés! Si bien en el arte de la guerra nuestros vecinos nunca han estado muy al día, hay que reconocerles un genio innegable en cuestión de creaciones indumentarias y culinarias.

– Espero que le guste cuando me vea esta tarde a lo new look.

– No lo dude ni un segundo. Este peinado es realmente una idea excelente, realza su nuca y la encuentro encantadora.

– ¿La idea o la nuca?

Daldry le tendió la carta de aperitivos a Alice.

– Debería comer algo, habrá que batirse con sable esta noche para acercarse al bufet, y usted no llevará el uniforme de combate.

Alice pidió un té y unos pasteles. Se retiró un poco más tarde para ir a prepararse.

De vuelta en su habitación, abrió la puerta del armario, se tumbó en la cama y contempló su vestido.

Una lluvia torrencial se abatía sobre los tejados de Estambul. Alice se acercó a la ventana. Se oían de lejos las sirenas de los barcos de vapor. El Bósforo se difuminaba tras un cristal ahumado. Alice miró la calle de abajo: los ciudadanos se precipitaban a refugiarse a los tranvías, algunos se protegían bajo las cornisas de los edificios, los paraguas se entrechocaban en las aceras. Alice sabía que pertenecía a esa vida que se agitaba bajo sus ventanas, pero en ese instante, detrás de las gruesas paredes de un hotel lujoso de un barrio de Beyoglu, mientras la esperaba una ropa preciosa, se sentía transportada a otro mundo, un mundo privilegiado que frecuentaría esa tarde, un mundo del que ignoraba las costumbres. Y eso no hizo sino redoblar su impaciencia.


*

Había llamado a la gobernanta para que la ayudase a cerrar su vestido. Con el sombrero en su sitio, salió de la habitación. Daldry la vio en el ascensor que bajaba hacia el vestíbulo; su vecina tenía un aspecto aún más impresionante de lo que se había imaginado. La recibió ofreciéndole el brazo.

– Por lo general, me horrorizan completamente los cumplidos, pero voy a hacer una excepción a la regla, está…

– Muy new look -dijo Alice.

– Es una forma de decirlo. Nos espera un coche, tenemos suerte, la lluvia ha parado.

El taxi llegó al consulado en menos de dos minutos, la verja de entrada se encontraba a cincuenta metros del hotel, bastaba casi con cruzar la avenida para estar allí.

– Lo sé, es ridículo, pero no vamos a llegar a pie, cuestión de vergüenza -explicó Daldry.

Rodeó el vehículo para abrir la puerta de Alice; un mayordomo de uniforme la ayudaba ya a bajar.

Subieron lentamente los peldaños de la escalinata, Alice tenía miedo de dar un traspié con los zapatos de tacón. Daldry le confió la invitación al ujier, dejó su abrigo en el guardarropa e hizo pasar a Alice a una gran sala.

Los hombres se volvieron, algunos incluso interrumpieron su conversación. Las mujeres escrudiñaban a Alice de la cabeza a los pies. Peinado, chaquetilla, vestido y zapatos, era la modernidad encarnada. La esposa del embajador le dedicó una sonrisa amistosa. Daldry fue a su encuentro.

Se inclinó ante la embajadora para besarle la mano y le presentó a Alice, según las reglas protocolarias.

La embajadora se preguntó las razones que llevaban a una pareja tan encantadora tan lejos de Inglaterra.

– Perfumes, excelencia -respondió Daldry-. Alice es una de las narices más dotadas del reino, algunas de sus creaciones se encuentran ya en las mejores perfumerías de Kensington.

– ¡Qué bien! -respondió la embajadora-. Cuando volvamos a Londres no dejaré de hacerme con ellas.

Y Daldry se comprometió de inmediato a hacerle llegar algunos frascos.

– Es usted resueltamente vanguardista, querida -exclamó la embajadora-, una mujer que innova en los perfumes es muy valiente; el mundo de los negocios es tan masculino… Si se queda el tiempo suficiente en Turquía, tiene que venir a Ankara a visitarme, me aburro mortalmente -susurró sonrojándose por su confidencia-. Me hubiese gustado presentarle a mi marido; por desgracia, lo veo en plena discusión y me temo que continuará así toda la velada. Debo abandonarla, estoy encantada de haberla conocido.

La embajadora se reunió con otros comensales. La entrevista concedida a Alice no se le había escapado a nadie. Todos la miraban, lo que la hacía sentirse incómoda.

– ¡Pero qué idiota soy! ¿Cómo he podido dejar escapar una ocasión así? -dijo Daldry.

Alice no le quitaba ojo de encima a la embajadora, que conversaba entre un pequeño grupo de invitados. Soltó el brazo de Daldry y cruzó la sala, haciendo todo lo que podía por adoptar unos andares resueltos, a pesar de sus tacones.

Se unió al círculo que se había formado en torno a la embajadora y tomó la palabra.

– Lo lamento, señora, me imagino que falto a toda la consideración debida a su persona al tomarme la libertad de hablarle de manera tan directa, pero es necesario que me conceda una entrevista, no le llevará más que unos segundos.

Daldry miraba la escena pasmado.

– Es genial, ¿verdad? -susurró Can.

Daldry se sobresaltó.

– Menudo susto me ha dado, no le he oído llegar.

– Lo sé, lo he hecho adrede. Bueno, ¿está satisfecho con su guía? La recepción es una excepción, ¿no le parece?

– Me aburro mortalmente en esta clase de veladas.

– Eso es porque no le interesan los demás -respondió Can.

– Sabe que le he contratado como guía turístico y no como guía espiritual, ¿verdad?

– Creía que en la vida era un privilegio ser ingenioso.

– Me cansa, Can, le he prometido a Alice no tomar ni una gota de alcohol y eso me pone de muy mal humor, así que sea tan amable de no abusar de mi paciencia.

– Ni usted de la botella si quiere mantener su promesa.

Can se esfumó tan discretamente como había aparecido.

Daldry se acercó al bufet y se puso lo bastante cerca de Alice y de la embajadora como para espiar su conversación.

– Lamento sinceramente que la guerra se haya llevado a sus padres, y comprendo que sienta la necesidad de indagar en su pasado. Llamaré al servicio consular mañana mismo y pediré que hagan esa búsqueda por usted. ¿En qué año exactamente cree que vinieron a Estambul?

– No lo sé, señora, sin duda antes de mi nacimiento, pues mis padres no tenían a nadie a quien confiarme, aparte de mi tía tal vez, pero ella me habría hablado de ello. Mis padres se conocieron dos años antes de que yo viniera al mundo, me imagino que podrían haber hecho un viaje entre 1909 y 1910. Después de esas fechas, mamá no habría estado en condiciones de viajar, pues ya estaba embarazada.

– Esas búsquedas no deberían ser muy complicadas de efectuar, a condición de que la caída de un imperio y dos guerras no hayan hecho desaparecer los archivos que le interesan. Mi madre, quien desgraciadamente ya no está entre nosotros, me decía siempre: «El no ya lo tienes, hija mía, arriésgate a conseguir el sí.» Seamos eficaces, vamos a molestar a nuestro cónsul, voy a pedirle que la ayude y a cambio usted me dará el nombre de su modisto.

– Según la etiqueta del forro de mi vestido, se trata de un tal Christian Dior, señora.

La embajadora se juró retener ese nombre, cogió a Alice de la mano y se la presentó al cónsul, a quien le preguntó si podría ayudar a su amiga con una consulta que ésta tenía que hacerle. El cónsul prometió recibir a Alice al día siguiente por la tarde.

– Bueno -dijo la embajadora-, ahora que su asunto está en buenas manos, ¿me permite que vuelva a ocuparme de mis obligaciones?

Alice hizo una reverencia y se retiró.


*

– ¿Y bien? -preguntó Daldry tras acercarse a Alice.

– Tenemos cita con el cónsul mañana a la hora del té.

– Es desesperante, triunfa en todo en lo que yo fracaso. En fin, me imagino que sólo importa el resultado. Está contenta, supongo.

– Sí, todavía no sé cómo agradecerle todo lo que está haciendo por mí.

– ¿Podría empezar por levantarme el castigo y dejarme que beba una copita pequeña? Nada más que una, se lo prometo.

– Una sola, ¿tengo su palabra?

– De caballero -respondió Daldry, que escapaba ya hacia el bar.

Volvió con una copa de champán, que le ofreció a Alice, y un vaso rebosante de whisky.

– ¿A eso lo llama una copa? -le preguntó Alice.

– ¿Es que tengo dos? -respondió Daldry en flagrante delito de hipocresía.

La orquesta se puso a tocar un vals; a Alice le brillaron los ojos. Dejó su copa en la bandeja de un mayordomo y miró a Daldry.

– ¿Me concede un baile? Con el vestido que llevo, no puede negármelo.

– Es que… -balbuceó Daldry mirando su vaso.

– El whisky o Sissí, usted decide.

Daldry abandonó su vaso con pesar, cogió la mano de Alice y la llevó al salón de baile.

– Baila bien -dijo ella.

– Mi madre me enseñó a bailar vals, le encantaba; a mi padre le horrorizaba la música, así que bailar…

– Bueno, pues su madre fue una formidable profesora.

– Es el primer cumplido que recibo por su parte.

– Si quiere el segundo, el esmoquin le sienta de maravilla.

– Es gracioso, la última vez que llevé esmoquin me encontraba en una velada en Londres, muy aburrida, por cierto, en que me crucé con una antigua amiga a la que frecuentaba asiduamente unos años antes. Al verme, exclamó que el esmoquin me iba que ni pintado y que había estado a punto de no reconocerme. Deduje de ello que lo que llevaba habitualmente no debía de sentarme demasiado bien.

– ¿Ha tenido ya a alguien en su vida, Daldry, quiero decir, a alguien que haya contado mucho para usted?

– Sí, pero preferiría no hablar de ello.

– ¿Por qué? Somos amigos, puede hacerme una confidencia.

– Somos amigos desde hace poco, y todavía es pronto para hacerle esa clase de confidencias. Y más teniendo en cuenta que no me dejaría en buen lugar.

– ¡Así que fue ella la que le dejó! ¿Lo pasó muy mal?

– No lo sé, quizá, sí, eso creo.

– ¿Y todavía piensa en ella?

– Me pasa de vez en cuando.

– ¿Por qué ya no están juntos?

– Porque nunca lo llegamos a estar realmente, y además es una larga historia y me parecía haberle dicho que no quería hablar de ello.

– No he oído nada semejante -dijo Alice acelerando su paso de baile.

– Porque nunca me escucha; y, si continuamos dando vueltas a esta velocidad, voy a acabar pisándole los pies.

– Nunca he bailado con un vestido tan bonito, en medio de una sala tan grande, y todavía menos ante una orquesta tan majestuosa. Se lo suplico, demos vueltas tan rápido como sea posible.

Daldry sonrió y llevó a Alice por la sala de baile.

– Es usted una mujer extraña, Alice.

– Usted también, Daldry. ¿Sabe? Ayer, estaba paseando sola mientras usted dormía la borrachera y me topé con un pequeño cruce que le volvería loco. Al cruzarlo, me lo imaginé de inmediato pintándolo. Había una carreta tirada por dos caballos magníficos, unos tranvías que se entrecruzaban, una docena de taxis, un coche norteamericano antiguo, uno de esos de antes de la guerra, peatones por todos lados, e incluso una carretilla empujada por un hombre. Le habría encantado.

– ¿Ha pensado en mí al pasar por un cruce? Es encantador lo que le inspira una encrucijada.

El vals terminó, y los invitados aplaudieron a los músicos y los bailarines. Daldry se dirigió hacia el bar.

– No me mire así, la otra copa no contaba, apenas he tenido tiempo de mojarme los labios. Bueno, de acuerdo, una promesa es una promesa. Es usted imposible.

– Tengo una idea -dijo Alice.

– Me temo lo peor.

– ¿Y si nos vamos?

– No tengo nada en contra de eso, pero ¿adónde quiere ir?

– A caminar, a pasear por la ciudad.

– ¿Con esta ropa?

– Precisamente, sí.

– Está más loca de lo que pensaba, pero si eso le complace, ¿por qué no?

Daldry recogió los abrigos del guardarropa. Alice lo esperaba en lo alto de la escalinata.

– ¿Quiere que lo lleve a ver ese célebre cruce? -propuso Alice.

– De noche estoy seguro de que no tendrá el mismo atractivo; reservémonos ese placer para cuando haya luz. Mejor caminemos hasta el funicular y bajemos hacia el Bósforo por la parte de Karaköy.

– Ignoraba que conocía tan bien la ciudad.

– Yo también, pero durante el tiempo que he pasado en mi habitación estos dos últimos días, he hojeado tantas veces la guía turística que había sobre mi mesilla que he terminado por aprendérmela casi de memoria.


Bajaron las callejuelas de Beyoglu hasta la estación del funicular que unía el barrio con Karaköy. Al llegar a la placita de Tünel, Alice suspiró y se sentó en el parapeto de piedra.

– Olvidémonos del paseo a orillas del Bósforo y vayamos a instalarnos en el primer café que veamos; le levanto el castigo, podrá beber lo que quiera. Veo uno, todavía un poco lejos para mi gusto, pero probablemente sea el más cercano.

– ¿Qué me está contando? ¡Si está a cincuenta metros…! Y, además, me parece más divertido coger ese funicular, es uno de los más antiguos del mundo. Espere un minutito, ¿le he oído decir que me levantaba el castigo? ¿De dónde viene esa repentina generosidad? Sus zapatos la están martirizando, ¿verdad?

– Recorrer estas calles adoquinadas con tacones es como una tortura china.

– Apóyese en mi hombro. Luego volveremos en taxi.


El ambiente en la pequeña cafetería contrastaba radicalmente con el del inmenso salón del consulado. Allí se jugaba a las cartas, se reía y se cantaba, se brindaba por la amistad, por la salud de un conocido, por el día que estaba acabando, por la promesa de un mañana en que los negocios serían más provechosos, se brindaba por el invierno, particularmente templado ese año, por el Bósforo, que hacía latir el corazón de la ciudad desde hacía siglos, se refunfuñaba contra los barcos de vapor que se quedaban demasiado tiempo en el muelle, contra el coste de la vida, que no cesaba de aumentar, contra los perros vagabundos que invadían las afueras, contra el ayuntamiento, porque habían quemado otra vez un konak y porque el patrimonio se esfumaba por culpa de los promotores sin vergüenza; luego se brindaba de nuevo. Por la fraternidad. Por el gran bazar que los turistas volvían a frecuentar.

Los hombres abandonaron un instante sus partidas de cartas al ver entrar a dos extranjeros en traje de etiqueta. Daldry los obvió completamente, escogió una mesa bien a la vista y pidió dos rakis.

– Todo el mundo nos mira -susurró Alice.

– Todo el mundo la mira, querida, haga como si nada y beba.

– ¿Cree que mis padres se pasearon por estas callejuelas?

– ¿Quién sabe? Es muy posible, quizá lo sepamos mañana.

– Me gusta imaginarlos aquí a ambos, visitando la ciudad, me gusta la idea de seguir sus pasos. Quizá ellos también se quedaron maravillados al contemplar la vista desde los altos de Beyoglu, quizá pisaron los adoquines de las callejuelas que hay alrededor de las antiguas viñas de Pera, quizá pasearon de la mano a orillas del Bósforo… Lo sé, es una tontería, pero los echo de menos.

– No es ninguna tontería. Voy a hacerle una confidencia: echo de menos no poder reprocharle a mi padre todos los problemas de mi vida. Nunca me he atrevido a preguntárselo, pero ¿cómo…?

– ¿Cómo murieron? Fue un viernes por la tarde, en septiembre de 1941, concretamente el día cinco. Como todos los viernes, había bajado a cenar con ellos. En esa época, yo vivía en un estudio encima de su apartamento. Conversaba con mi padre en el salón, mi madre descansaba en su habitación, estaba indispuesta, un mal resfriado. Las sirenas comenzaron a chillar. Papá me ordenó que fuese a los refugios, iba a ayudar a mamá a vestirse y me prometió que se reunirían conmigo de inmediato. Quería quedarme para ayudarlo, pero me suplicó que me fuese, yo debía encontrar un sitio en el refugio donde instalar a mamá si la alerta se prolongaba. Le obedecí. La primera bomba estalló cuando cruzaba la calle, tan cerca que su onda expansiva me lanzó contra el suelo. Cuando volví en mí y me di la vuelta, nuestro edificio estaba en llamas. Después de la cena, había tenido ganas de ir a la habitación de mi madre para darle un beso, pero no lo hice por miedo a despertarla. Nunca la volví a ver. Nunca pude decirles adiós. Ni siquiera los pude enterrar.

»Cuando los bomberos apagaron el incendio, recorrí las ruinas. No quedaba nada, ni el más mínimo recuerdo de la vida que habíamos compartido, nada de mi infancia. Me fui a vivir a casa de mi tía, en la isla de Wight, y me quedé allí hasta el final de la guerra. Me hizo falta tiempo antes de poder volver a Londres. Casi dos años. Vivía como una ermitaña en mi isla, conocía cada caleta, cada playa, cada colina. Y luego mi tía acabó espabilándome. Me obligó a visitar a mis amigos. Eran lo único que me quedaba en el mundo. Ganamos la guerra, construyeron un nuevo edificio, las huellas del drama se borraron, como la existencia de mis padres y la de tantos otros. Los que viven allí ahora no pueden saberlo, la vida se impone de nuevo.

– De veras que lo lamento -murmuró Daldry.

– Y usted, ¿qué hacía durante la guerra?

– Trabajaba en un servicio de la intendencia de armas. No era apto para ir al frente, por culpa de una fea tuberculosis que dejó sus huellas en mis pulmones. Me puse furioso, hasta sospechaba que mi padre había utilizado su influencia ante los médicos militares para enviarme a la reserva. Había luchado en cuerpo y alma para que me llamaran a filas y finalmente logré acabar en un servicio de información, en el MI-44.

– Entonces, por lo menos participó -dijo Alice.

– En las oficinas, no fue para tirar cohetes. Pero deberíamos cambiar de conversación, no quiero estropear esta noche; es culpa mía, no debería haber sido indiscreto.

– Soy yo quien ha comenzado a hacer preguntas indiscretas. De acuerdo, hablemos de cosas más alegres. ¿Cómo se llamaba ella?

– ¿Quién?

– La mujer que le dejó y le hizo sufrir.

– ¡Tiene una opinión muy particular de lo que es alegre!

– ¿Por qué tanto misterio? ¿Era mucho más joven que usted? Venga, dígamelo, ¿rubia, pelirroja o morena?

– Verde, era completamente verde con grandes ojos saltones, pies inmensos y muy peludos. Ésa es la razón por la que no consigo olvidarla. Bueno, si me hace una pregunta más sobre ella, me permito otro vaso de raki.

– Pida dos, ¡brindaré con usted!


*

La cafetería cerraba, era muy tarde y ningún taxi ni dolmus circulaba por las callejuelas cercanas a la plaza de Tünel.

– Déjeme pensar, debe de haber alguna solución -dijo Daldry mientras el ventanal se apagaba detrás de ellos.

– Podría volver caminando con las manos, pero correría el riesgo de estropear mi vestido -sugirió Alice intentando dar una voltereta lateral.

Daldry la cogió justo antes de que se cayera.

– Pero si está completamente borracha, madre mía.

– No exageremos, un poco achispada, se lo concedo, pero borracha, eso son palabras mayores.

– ¿Oye? Ni siquiera es ya su voz, parece una verdulera.

– Bueno, pues es bonito eso de vender verdores, dos pepinos, un pimiento y un verde esmeralda, ¡hale! Le peso todo, mi buen caballero, y se le dejo a precio de mercado más un diez por ciento. Con eso apenas me le cubre el transporte, pero tiene una cara bonita y además quería irme ya -dijo Alice con un acento popular tan marcado que casi hubiese pasado por cockney.

– Cada vez mejor. ¡Está borracha perdida!

– No está en absoluto borracha y con las que se ha pillado desde que estamos aquí desde que estamos aquí, no es el más indicado para darme lecciones, ¿verdad? ¿Dónde está?

– Justo a su lado… ¡Al otro lado!

Alice giró sobre su izquierda.

– Ah, ¡otra vez aquí! ¿Vamos a pasearnos a orillas del río? -dijo apoyándose en una farola.

– Lo dudo, el Bósforo es un estrecho y no un río.

– Mejor, me duelen los pies. ¿Qué hora es?

– Deben de ser más de las doce, y esta noche, de forma excepcional, no es la carroza sino la princesa la que se transforma en cabezota, digo, en calabaza.

– No tengo ganas de volver, me gustaría regresar al consulado para bailar un poco más… ¿Qué ha dicho de una calabaza?

– ¡Nada! Bueno, a grandes males, grandes remedios.

– ¡¿Qué está haciendo?! -chilló Alice cuando Daldry la levantó para llevarla al hombro.

– La llevo al hotel.

– ¿Va a transportarme a la puerta en una funda?

– Si lo desea -respondió Daldry levantando los ojos al cielo.

– Pero no quiero que me deje junto al conserje, eh, ¿prometido?

– Por supuesto, y ahora nos callamos hasta que lleguemos.

– Hay un cabello rubio en el esmoquin, en la espalda, me pregunto cómo ha llegado ahí. Y, además, creo que mi sombrero acaba de caerse -masculló Alice antes de dormirse.

Daldry se volvió y vio cómo el fieltro rodaba callejuela abajo antes de acabar su carrera en la alcantarilla.

– Me temo que tendremos que comprar otro -refunfuñó.

Le esperaba una enorme cuesta hasta el hotel. Comenzó a caminar. El aliento de Alice le hacía unas cosquillas terribles en la oreja, pero no podía hacer nada contra eso.


*

Al verlos llegar así, el conserje del Pera Palace se sobresaltó.

– La señorita está muy cansada -dijo Daldry dignamente-; si pudiese darme mi llave y la de ella…

El conserje le ofreció su ayuda, pero Daldry la rechazó.

Ethan extendió a Alice sobre su cama, le quitó los zapatos y la cubrió con una manta. Luego corrió las cortinas, la miró dormir un instante antes de apagar la luz, y salió.


*

Se paseaba con su padre, le hablaba de sus proyectos. Iba a comenzar la ejecución de un gran lienzo que representase los vastos campos de lúpulo que bordeaban la propiedad. A su padre le parecía una muy buena idea. Habría que acercar el tractor para hacer que apareciese en el cuadro. Acababa de comprar uno completamente nuevo, un Fergusson trasladado de Norteamérica en barco. Daldry estaba perplejo, se había imaginado espigas inclinadas por el viento, una inmensidad amarilla en medio de la obra que contrastase con los degradados de azules que apareciesen en el cielo. Pero su padre parecía tan contento de que su tractor nuevo ocupase un puesto de honor… Había que pensar en ello, quizá representarlo en la parte de abajo del lienzo mediante una coma roja, rematada por un punto negro que simbolizaría al granjero.

Un campo de lúpulo con un tractor bajo el cielo, era realmente una buena idea. Su padre le sonreía y lo saludaba, su rostro aparecía en medio de unas nubes. Sonó un timbre, un extraño timbre que insistía e insistía de nuevo…


De un sueño en la campiña inglesa, el teléfono llevó a Daldry a la palidez del día en su habitación de hotel en Estambul.

– ¡Por Dios! -suspiró incorporándose en su cama.

Se volvió hacia la mesilla de noche y descolgó el auricular.

– Al habla Daldry.

– ¿Dormía?

– Ya no…, a menos que continúe la pesadilla.

– ¿Le he despertado? Lo siento -se disculpó Alice.

– No lo sienta, iba a pintar un cuadro que habría hecho de mí uno de los maestros del paisajismo de la segunda mitad del siglo XX, era preferible que me despertase lo antes posible. ¿Qué hora es en Estambul?

– Casi mediodía. Yo también me acabo de levantar, ¿tan tarde llegamos?

– ¿Realmente quiere que le recuerde cómo acabó la noche?

– No me acuerdo de nada. ¿Qué le parecería comer en el puerto antes de nuestra visita en el consulado?

– Un gran tazón de aire no puede hacernos daño. ¿Qué tiempo hace? Todavía no he descorrido las cortinas.

– La ciudad está inundada de luz -respondió Alice-, dese prisa en prepararse y nos encontraremos en el vestíbulo.

– La esperaré en el bar, necesito un buen café.

– ¿Quién le dice a usted que llegará antes que yo?

– Estará de broma, ¿no?


*

Al bajar la escalera, Daldry vio a Can sentado en una silla del vestíbulo, con los brazos cruzados. El guía lo miraba fijamente.

– ¿Lleva mucho tiempo aquí?

– Desde las ocho de esta mañana, le dejo que eche cuentas, excelencia.

– Lo siento, no sabía que teníamos una cita.

– Es normal que me aparezca en mi trabajo por la mañana; ¿su excelencia recuerda que ha solicitado mis servicios?

– Dígame, ¿va a continuar llamándome así mucho tiempo? Raya en lo ridículo y es irritante.

– Solamente cuando esté enfadado con usted. Había organizado una cita con otro perfumista, pero es pasado mediodía…

– Voy a tomarme un café, luego nos peleamos -respondió Daldry, y abandonó a Can.

– ¿Tiene alguna instancia en particular que atender el resto del día, excelencia? -gritó Can a su espalda.

– ¡Que me deje en paz!

Daldry se instaló en la barra, incapaz de apartar la mirada de Can, que se paseaba arriba y abajo en el vestíbulo. Abandonó su taburete y volvió con él.

– No quería ser desagradable. Para que me perdone, le doy el resto del día libre. De todas formas, había previsto llevar a la señorita Alice a comer y luego tenemos cita en el consulado. Vuelva con nosotros aquí mañana, a una hora decente, hacia mediodía, e iremos a encontrarnos con su perfumista.

Y, después de haberse despedido de Can, Daldry regresó al bar.

Alice se lo encontró allí un cuarto de hora más tarde.

– Lo sé -dijo antes incluso de que abriera la boca-, he llegado el primero, pero no voy a colgarme ninguna medalla, usted no tenía ninguna posibilidad.

– Estaba buscando mi sombrero, eso es lo que me ha retrasado.

– ¿Y lo ha encontrado? -preguntó Daldry con la mirada llena de malicia.

– ¡Por supuesto que sí! Está guardado a buen recaudo en mi armario, encima del estante.

– ¡Mira por dónde, me deja maravillado! Entonces, ¿todavía está dispuesta a que comamos a orillas del agua?

– Cambio de planes. Venía a buscarlo. Can espera en el vestíbulo, nos ha organizado una visita al gran bazar, es un guía encantador. Estoy loca de contenta, soñaba con ir. Dese prisa -dijo-, lo espero fuera.

– Yo también tengo muchas ganas de ir -masculló Daldry apretando los dientes cuando Alice se alejaba-. Con un poco de suerte podré encontrar un rincón tranquilo donde estrangular a ese guía.

Al bajar del tranvía, se dirigieron hacia el costado norte de la mezquita de Beyazit. Al final de una plaza tomaron por una callecita estrecha, con libreros y grabadores a los lados. Llevaban ya una hora rebuscando en las avenidas del gran bazar y Daldry no había dicho todavía ni una palabra. Alice, radiante, prestaba mucha atención a las anécdotas de Can.

– Es el mercado cubierto más grande y más antiguo del mundo -afirmó con orgullo el guía-. La palabra «bazar» procede del árabe. Antaño, lo llamaban Bedesten, porque bedes quiere decir «lana» en árabe, y era aquí el sitio donde se vendía la lana.

– Y yo soy la ovejita que sigue a su pastor -masculló Daldry.

– ¿Ha dicho algo, excelencia? -preguntó Can volviéndose.

– Nada en absoluto, le escuchaba religiosamente, querido -respondió Daldry.

– El antiguo Bedesten está en el centro del gran bazar, pero ahora se encuentran allí tiendas de armas antiguas, viejos bronces y una porcelana que es una excepción. En su origen estaba completamente construido con madera. Pero desafortunadamente ardió a principios del siglo XVIII. Es casi una ciudad a cielo cubierto por grandes cúpulas, las descubrirá al levantar la mirada y no mirando mal a nadie, ¡no sé si alguien entiende lo que quiero decir! Encontrarán aquí joyas, pieles, alfombras, objetos de arte, muchas imitaciones por supuesto, pero también algunas piezas grandiosas para un ojo de especialista que se ponga a rebuscar entre…

– Esta auténtica leonera -refunfuñó de nuevo Daldry.

– Pero ¿ahora qué es lo que le pasa? -protestó Alice-. Lo que nos está explicando es apasionante, está usted de un humor espantoso.

– Ni mucho menos -replicó Daldry-. Tengo hambre, eso es todo.

– Les harían falta dos días largos para explorar todas las callejuelas -añadió Can, impasible-. A fin de facilitarles una caminata de unas horas, sepan que el bazar se divide en suburbios muy bien cuidados. Incluso podemos ir a comer a un lugar excelente, ya que encontraremos en él los únicos alimentos susceptibles de apasionar a su excelencia.

– Qué extraña manera tiene de llamarle. Fíjese, «excelencia» le pega mucho, y es hasta gracioso, ¿no le parece? -susurró Alice al oído de Daldry.

– No, no mucho, pero ya que parece divertirles a los dos, no me gustaría aguarles la fiesta haciéndoles suponer ni por un segundo que su ironía puede afectarme.

– ¿Ha ocurrido algo entre ustedes? Parecen llevarse como el perro y el gato.

– ¡En absoluto! -respondió Daldry como un niño castigado en la esquina de la clase.

– ¡Tiene usted un carácter del demonio! Can está totalmente a nuestra disposición. Si tiene tanta hambre, vayamos a comer. Renuncio a este paseo si eso puede ayudar a que recupere la sonrisa.

Daldry se encogió de hombros y aceleró el paso, distanciándose de Can y de Alice.

Alice se detuvo ante una tienda de instrumentos de música; una vieja trompeta de cobre había atraído su atención. Le pidió permiso al comerciante para mirarla con más detenimiento.

– Armstrong tenía la misma -dijo el vendedor rebosante de alegría-. Una pieza única; yo no sé tocar, pero un amigo la ha probado y quiere comprarla a toda costa, es un producto magnífico -añadió.

Can examinó el instrumento y se inclinó hacia Alice.

– Es una imitación. Si quiere comprar una buena trompeta, conozco el lugar que le hace falta. Deje ésta y sígame.

Daldry miró al cielo al ver cómo Alice seguía a Can, atenta a los consejos que le daba.

Can la acompañó a otra tienda de instrumentos de música en la callejuela vecina. Le pidió al comerciante que le mostrase a su amiga los mejores modelos, siempre y cuando no fueran caros. Alice, sin embargo, ya había visto una trompeta en una vitrina.

– ¿Es una Selmer de verdad? -preguntó sosteniéndola en las manos.

– Es totalmente auténtica, pruébela si lo duda.

Alice inspeccionó la corneta.

– Una Sterling Silver de cuatro pistones, ¡debe de ser carísima!

– No es exactamente así como hay que negociar las cosas en el bazar, señorita -dijo el vendedor, riéndose de buena gana-. También tengo una Vincent Bach que ofrecerle, la Stradivarius de las trompetas, la única de este tipo que encontrará en Turquía.

Pero Alice no tenía ojos sino para la Selmer. Se acordaba de Anton, que se pasaba las horas frente a un escaparate de Battersea contemplando ese mismo modelo bajo el frío, como un apasionado de los automóviles se queda embobado delante de un Jaguar cupé o de un coche italiano. Anton se lo había enseñado todo sobre las trompetas: la diferencia entre las de pistones y las de llaves, las lacadas y las plateadas, la forma en que las aleaciones influían en las sonoridades.

– Puedo vendérsela a un precio razonable -dijo el vendedor del bazar.

Can pronunció unas palabras en turco.

– A muy buen precio -rectificó el hombre-, los amigos de Can son mis amigos. Incluso le doy el estuche de regalo.

Alice pagó al vendedor y, ante un Daldry más circunspecto que nunca, se fue con su compra.

– No sabía que era experta en trompetas -dijo detrás de ella-. Parece que sabe del tema.

– Porque no lo sabe todo de mí -respondió Alice, burlona, acelerando el paso.

– Sin embargo, nunca la he oído tocar, y sabe Dios que nuestras paredes no son muy gruesas.

– Y usted no toca el piano, ¿verdad?

– Ya se lo he dicho, es la vecina de abajo. Bueno, ¿qué? ¿Me va a contar que sopla su instrumento en los puentes del ferrocarril para no molestar al vecindario?

– Creía que tenía hambre, Daldry, ¿no? Le hago esta pregunta porque veo delante de nosotros un pequeño garito, como le gusta llamarlos, que no tiene mala pinta en absoluto.

Can entró el primero en el restaurante y, desafiando a la cola de clientes que esperaban impacientemente su turno, les consiguió una mesa de inmediato.

– ¿Es usted accionista del bazar o su padre era el fundador? -preguntó Daldry sentándose.

– ¡Simplemente un guía, excelencia!

– Lo sé, el mejor de Estambul…

– Me conmueve que me lo resepa por fin sinceramente. Voy a pedir por ustedes, el tiempo pasa y tienen dentro de poco la cita en el consulado -respondió Can, y se dirigió hacia la barra.

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