6

El lunes por la mañana a las ocho, Alice, maleta en mano, le echó una última ojeada a su piso antes de volver a cerrar la puerta. Bajó la escalera nerviosa; Daldry la esperaba ya en un taxi.

El conductor del black cab cogió su equipaje y lo puso en la parte delantera. Alice se encaramó al asiento trasero, al lado de Daldry, que la saludó antes de indicarle al taxista la dirección de Harmondsworth.

– ¿No vamos a la estación? -preguntó Alice, inquieta.

– No, en efecto -respondió lacónico Daldry.

– ¿Y por qué a Harmondsworth?

– Pues porque es donde se encuentra el aeródromo. Quería darle una sorpresa, viajaremos por los aires, será mucho más rápido que el tren para llegar a Estambul.

– ¿Cómo que por los aires? -preguntó Alice.

– He secuestrado dos patos en Hyde Park. Que no, ¡nos vamos en avión, por supuesto! Imagino que para usted también es la primera vez. Volaremos a una velocidad de doscientos cincuenta kilómetros por hora a siete mil metros de altitud. ¿No es simple y llanamente increíble?

Mientras el coche dejaba la ciudad y recorría el campo, Alice vio pasar los pastos y se preguntó si no habría preferido quedarse en tierra firme, aun a riesgo de que el viaje durase mucho más tiempo.

– Piénselo -prosiguió Daldry completamente excitado-; haremos escala en París, luego en Viena, donde pasaremos la noche, y mañana estaremos en Estambul en lugar de llegar allí tras una larga semana.

– No tenemos tanta prisa como para eso -le hizo notar Alice.

– ¿No me diga que montar a bordo de un avión le da miedo?

– Todavía no lo sé.

El aeropuerto de Londres estaba en plena construcción. Había tres pistas de cemento ya operativas, mientras que un batallón de tractores trazaba otras tres. BOAC, KLM, British South American Airways, Irish Airline, Air France, Sabena, las jóvenes compañías estaban unas al lado de las otras bajo tiendas y barracas de chapa ondulada que hacían las veces de terminales. El primer edificio de ladrillo se construía en el centro del aeródromo. Cuando estuviera acabado, el aeropuerto de Londres adquiriría un aspecto más civil que militar.

Sobre la pista había aviones de la Royal Air Force y aparatos de líneas comerciales aparcados en batería.

El taxi se colocó delante de una verja. Daldry cogió sus maletas y condujo a Alice hacia la tienda de Air France. Presentó sus billetes en el mostrador de facturación. El agente de tierra los acogió con deferencia, llamó a un mozo y le dio a Daldry dos tarjetas de embarque.

– Su vuelo sale a la hora prevista -dijo-, en breve vamos a proceder a llamar a los pasajeros. Si desean que sellen su pasaporte las autoridades aduaneras, el mozo les acompañará.

Cumplidas las formalidades, tanto Daldry como Alice se instalaron en un banco. Cada vez que un aparato levantaba el vuelo, el ruido ensordecedor de sus motores impedía cualquier intento de conversación.

– Creo que, con todo, tengo un poco de miedo -confesó Alice entre dos bramidos.

– Parece que a bordo es menos ruidoso. Créame, esas máquinas son mucho más seguras que los automóviles. Estoy convencido de que una vez en el aire estará encantada con el espectáculo que se presentará ante usted. ¿Sabe que nos servirán una comida?

– ¿Vamos a hacer escala en Francia? -preguntó Alice.

– En París, pero sólo para cambiar de avión, desgraciadamente no tendremos el placer de ir a la ciudad.

El empleado de la compañía fue a buscarlos, a continuación se unieron a ellos otros pasajeros y se los escoltó a todos por la pista.

Alice vio un inmenso avión. Una pasarela subía hacia la parte trasera de la carlinga. Una azafata, vestida con un uniforme favorecedor, acogía a los pasajeros en el último escalón. Su sonrisa tranquilizó a Alice. Qué trabajo tan increíble tenía esa chica, pensó Alice al entrar en el DC-4.

La cabina era mucho más grande de lo que había supuesto. Alice tomó asiento en una butaca tan cómoda como la que tenía en su casa, salvo porque estaba equipada con un cinturón de seguridad. La azafata le mostró cómo abrocharlo y cómo abrirlo en caso de emergencia.

– ¿Qué clase de emergencia? -se inquietó Alice.

– No tengo ni idea -respondió la azafata sonriendo cada vez más-, nunca he vivido ninguna. Esté tranquila, señora -le dijo-, todo va a ir bien; realizo este viaje todos los días y nunca me canso de hacerlo.

La puerta trasera se volvió a cerrar. El piloto saludó uno a uno a los pasajeros y volvió a su puesto, donde el copiloto ejecutaba la lista de verificación. Los motores petardearon, un haz de llamas iluminó cada ala y las hélices giraron con un estrépito ensordecedor; pronto, sus palas se volvieron invisibles.

Alice se hundió en su asiento y clavó las uñas en los apoyabrazos.

La carlinga vibraba, quitaron los calzos de las ruedas, el avión bordeaba ya la pista. Sentada en la segunda fila, Alice no se perdía nada de las comunicaciones entre el puesto de pilotaje y la torre de control. El radiomecánico escuchaba las instrucciones de los controladores aéreos y se las transmitía a los pilotos. Acusaba recibo de los mensajes en un inglés que Alice no lograba descifrar.

– Ese tipo tiene un acento espantoso -le dijo a Daldry-, la gente que le habla no debe de comprender nada de lo que les dice.

– Si me lo permite, lo importante es que sea buen aviador y no experto en lenguas extranjeras. Relájese y disfrute de la vista. Piense en Adrienne Bolland, vamos a volar en unas condiciones que ella nunca conoció.

– ¡Así lo espero! -dijo Alice encogiéndose todavía más en su asiento.

El DC-4 se alineaba para el despegue. Los dos motores ganaban en potencia, la carlinga vibraba todavía más. El comandante soltó los frenos y el aparato cogió velocidad.

Alice había pegado la cara a la ventanilla. Pasaron las infraestructuras del aeropuerto; sintió de repente una sensación desconocida, las ruedas habían abandonado el suelo y el avión oscilaba en el aire ganando altitud lentamente. La pista se empequeñecía a ojos vistas antes de borrarse para dejar paso a la campiña inglesa. Y, mientras el avión subía a toda velocidad, las formas de las granjas que aparecían a lo lejos parecían encogerse.

– Parece magia -dijo Alice-. ¿Cree que vamos a atravesar las nubes?

– Ojalá -respondió Daldry abriendo su periódico.

A la campiña le sucedió pronto el mar. Alice hubiese querido contar las crestas de las olas que aparecían en la inmensidad azul.

El piloto anunció que se verían las costas francesas de un momento a otro.

El vuelo duró menos de dos horas. El avión se acercaba a París y la excitación de Alice aumentó cuando creyó ver la torre Eiffel a lo lejos.

La escala en Orly fue breve. Un empleado de la compañía acompañó a Alice y a Daldry por la pista hasta otro aparato. Alice no escuchaba ni una palabra de lo que le decía Daldry, no pensaba más que en una sola cosa: el próximo despegue.

El vuelo de Air France de París a Viena fue bastante más movido que el de Londres. Alice se divertía con el traqueteo que sufría el avión cada vez que éste atravesaba una zona de turbulencias. Daldry, sin embargo, no parecía tan cómodo. Después de una copiosa comida, se encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Alice, que lo rechazó. Sumida en la lectura de una revista, soñaba despierta con las últimas colecciones de los modistos parisinos. Le dio las gracias a Daldry por enésima vez; nunca había imaginado vivir un momento semejante, y nunca, juró, había sido tan feliz. Daldry le respondió que se alegraba de ello y la invitó a descansar un poco. Esa noche cenarían en Viena.


Austria estaba cubierta de nieve. Las extensiones blancas parecían llegar hasta el infinito por el campo y Alice quedó subyugada por la belleza del paisaje. Daldry había dormido durante una buena parte del vuelo, y se despertó cuando el DC-4 se aproximaba a su destino.

– Dígame que no he roncado -le suplicó Daldry al abrir los ojos.

– Con menos fuerza que los motores -respondió Alice sonriendo.

Las ruedas acababan de tocar la pista; el aparato paró delante de un hangar, acercaron una pasarela y los pasajeros pudieron bajar.

Un taxi los condujo al centro de la ciudad. Daldry le precisó al conductor que iban al hotel Sacher. Mientras se acercaban a Heldenplatz, una camioneta se deslizó por una placa de hielo y se cruzó delante de ellos antes de quedarse tumbada sobre un costado.

El taxista evitó por los pelos la colisión. Unos peatones se precipitaron a prestar ayuda al conductor, quien salió indemne de su cabina, pero la circulación estaba bloqueada. Daldry le echó una ojeada a su reloj y masculló en muchas ocasiones: «Vamos a llegar demasiado tarde.» Alice, sorprendida, se lo quedó mirando.

– ¿Acabamos de librarnos de un accidente y se preocupa por la hora?

Sin ni siquiera prestar atención, Daldry le pidió al taxista que encontrase una solución para sacarlos de ese atasco. El hombre, que no hablaba una palabra de inglés, se contentó con encogerse de hombros mostrando el caos que había ante ellos.

– Vamos a llegar demasiado tarde -repitió una vez más Daldry.

– Pero ¿adónde llegaremos demasiado tarde? -se enfureció Alice.

– Lo verá a su debido tiempo; en fin, si es que no nos quedamos prisioneros aquí toda la noche.

Alice abrió la puerta y bajó del taxi sin decir una palabra.

– Eso, ¡enfurrúñese! -se quejó Daldry asomándose por la ventanilla.

– ¡Menuda cara tiene! No deja de refunfuñar y ni siquiera es capaz de decirme lo que le tiene tan impaciente.

– Porque no puedo decírselo, ¡eso es todo!

– Bueno, pues cuando pueda, ¡volveré a subir!

– Alice, déjese de chiquilladas y vuelva a sentarse, va a coger frío y, además, no vale la pena complicar una situación que ya lo es bastante de por sí. Vaya suerte, tenía que volcarse esa estúpida camioneta delante de nosotros.

– ¿Qué situación? -preguntó Alice, brazos en jarras.

– La nuestra; estamos bloqueados en este atasco cuando deberíamos estar ya cambiándonos en el hotel.

– ¿Vamos a un baile? -preguntó Alice con tono irónico.

– ¡Casi! -respondió Daldry-. Y no le diré más. Ahora suba, me parece que por fin se está despejando.

– Desde aquí tengo mucha mejor vista que usted, que está sentado en ese coche, y puedo asegurarle que la carretera no se ha despejado en absoluto. Vamos al hotel Sacher, ¿no es así?

– En efecto, ¿por qué?

– Porque, desde donde me encuentro, señor gruñón, veo el letrero. Me imagino que a pie debe de encontrarse a cinco minutos de aquí.

Daldry miró a Alice estupefacto. Como la carrera del taxista estaba pagada por la compañía aérea, salió del vehículo, cogió las dos maletas del maletero y le rogó a Alice que hiciera el favor de seguirle.

Las aceras resbaladizas no impidieron a Daldry caminar apresuradamente.

– Vamos a terminar rompiéndonos la crisma -dijo Alice agarrándose a la manga de Daldry-. ¿Qué es tan urgente, por Dios?

– Si se lo digo, ya no será una sorpresa. Démonos prisa, veo la marquesina del hotel, sólo tenemos que caminar algo menos de un kilómetro y habremos llegado.

El portero fue a su encuentro, recogió las maletas y les abrió la puerta.

Alice contempló la gran araña de cristal que estaba colgada de una larga trenza en medio del vestíbulo. Daldry había reservado dos habitaciones; rellenó las fichas policiales y el conserje le entregó las llaves. Miró la hora en el reloj del bar, que se veía desde la recepción, y puso cara de disgusto.

– Ya está, ¡es demasiado tarde!

– Como usted diga -respondió Alice.

– En fin, qué remedio. Vayamos así, con los abrigos puestos no se darán cuenta.

Daldry le hizo cruzar la calle a la carrera. Ante ellos se erguía un magnífico edificio de arquitectura neorrenacentista. A cada lado del frontispicio se alzaban las estatuas de dos caballeros negros listos para lanzarse al galope. La cúpula de cobre que dominaba la ópera era inmensa.

Hombres de esmoquin y mujeres en vestido de noche se apretujaban en los escalones. Daldry cogió a Alice del brazo y se unió a la muchedumbre.

– No me diga… -susurró Alice al oído de Daldry.

– ¿Que vamos a la ópera? ¡Pues sí! Le había preparado esta sorpresita. La agencia de viajes de Londres lo orquestó todo. Nuestras entradas esperan en la taquilla. Una noche en Viena sin ir a escuchar una obra de teatro lírico era inconcebible.

– Pero no con la ropa con la que he viajado todo el día -dijo Alice-. Mire a la gente de alrededor, parezco una pordiosera.

– ¿Por qué cree que estaba perdiendo la paciencia en ese maldito taxi? El traje de gala es obligatorio, así que haga como yo y cierre bien su abrigo; nos lo quitaremos cuando la sala esté sumida en la oscuridad. Se lo ruego, ni un comentario; por Mozart, estoy dispuesto a todo.

Alice estaba realmente contenta de ir a la ópera, era su primera vez, por lo que obedeció a Daldry sin chistar. Se colaron entre los espectadores con la esperanza de escapar a la vigilancia de los porteros, acomodadores y vendedores de programas, que se ajetreaban en el vestíbulo principal. Daldry se presentó ante la ventanilla y le dio su nombre a la recepcionista. La mujer se puso las gafas e hizo pasar una larga regla de madera por el registro que se encontraba delante de ella.

– Señor y señora Daldry, de Londres -dijo con un acento austríaco muy marcado y le tendió las entradas a Ethan.

Sonó un timbre anunciando el inicio del espectáculo. Alice hubiese querido tener tiempo para contemplar el lugar, el esplendor de la gran escalera, las arañas gigantescas, los dorados, pero Daldry no le dio ocasión. La tiraba del brazo sin parar para mantenerse ocultos entre la muchedumbre, que avanzaba con sus entradas hacia el jefe de sala. Cuando llegó su turno, Daldry contuvo el aliento. El jefe de sala le pidió amablemente que dejaran sus abrigos en el guardarropa, pero Daldry hizo como si no le entendiera. Detrás de ellos, los espectadores empezaban a impacientarse. El jefe de sala alzó los ojos al cielo, rasgó la esquina inferior de las entradas y los dejó entrar. La acomodadora se quedó mirando a Alice y, a su vez, le rogó que se quitase el abrigo. Estaba prohibido llevarlo en la sala. Alice se sonrojó, Daldry se mostró ofendido, volviendo a hacer como si no comprendiese una palabra de lo que le decían, pero la acomodadora había adivinado su estratagema y les pidió en un inglés muy decente que hicieran el favor de obedecer y hacer lo que se les pedía. Las normas sobre la indumentaria eran estrictas, y el traje de etiqueta, obligatorio.

– Dado que habla nuestra lengua, señorita, podemos solucionarlo entre nosotros. Acabamos de llegar del aeropuerto y un estúpido accidente en el hielo de sus carreteras nos ha impedido cambiarnos.

– Señora, y no señorita -respondió la acomodadora-. Y, sean cuales sean sus motivos, debe llevar imperativamente esmoquin y la señora vestido largo.

– Pero eso qué importa, ¡si vamos a estar a oscuras!

– No soy yo quien hace las reglas; en cambio, estoy obligada a hacerlas cumplir. Tengo más personas que acompañar, señor, regrese a la ventanilla, donde le reembolsarán sus entradas.

– Pero bueno -dijo Daldry perdiendo la paciencia-, cada regla tiene su excepción, ¡su reglamento tendrá la suya! No estaremos más que una noche aquí, simplemente le pido que mire para otro lado.

La acomodadora miró a Daldry de una manera que no dio ninguna esperanza.

Alice le suplicó que no montase un escándalo.

– Venga -dijo-, no pasa nada, era una maravillosa idea y ya estoy más que sorprendida. Vamos a cenar, estamos agotados, tal vez no habríamos aguantado toda una ópera.

Daldry fulminó a la acomodadora con la mirada, cogió sus entradas, que rompió delante de ella, y arrastró a Alice hacia el vestíbulo.

– Estoy furioso -dijo al abandonar la ópera-, no es un desfile de moda, sino música.

– Es la costumbre, hay que respetarla -respondió Alice para calmarlo.

– Bueno, pues esa costumbre es grotesca, y ya está -refunfuñó Daldry al salir a la calle.

– Es gracioso -dijo Alice-, cuando se enfada pone cara de niño. Menudo carácter debía de tener.

– ¡Tenía muy buen carácter y era un niño fácil!

– No le creo ni por un instante -le respondió Alice riéndose.

Fueron en busca de un restaurante y, al mismo tiempo, rodearon la ópera.

– Esa idiota de la acomodadora nos ha hecho perdernos Don Giovanni. No se me pasa. Al agente de viajes le costó muchísimo conseguirnos esos asientos.

Alice había visto una puertecita por la que acababa de salir un utilero. La puerta no estaba completamente cerrada, y Alice puso una sonrisa traviesa.

– ¿Estaría dispuesto a arriesgarse a una noche en la comisaría por escuchar Don Giovanni?

– Ya le he dicho que por Mozart estaría dispuesto a todo.

– Entonces, sígame. Con un poco de suerte, tal vez sea yo quien le sorprenda ahora.

Alice empujó la puerta de servicio y conminó a Daldry a que la siguiera sin hacer ruido. Cruzaron un largo pasillo que estaba sumido en un claroscuro rojizo.

– ¿Adónde vamos? -le susurró Daldry.

– No tengo ni idea -respondió Alice en voz baja-, pero creo que vamos por buen camino.

Alice se guiaba por las notas musicales, que se aproximaban. Le señaló a Daldry una escalera que trepaba hacia otra crujía, mucho más alta aún.

– ¿Y si nos pillan? -preguntó Daldry.

– Diremos que nos hemos perdido buscando los aseos, ahora trepe y cállese.

Alice se puso en marcha hacia la segunda crujía. Daldry la seguía, paso a paso, y cuanto más avanzaban mejor se distinguían las melodías de la ópera. Alice miró hacia arriba, por encima de ella había una pasarela colgada de cabos de acero.

– ¿No es peligroso? -preguntó Daldry.

– Probablemente, tomamos altura, pero mire abajo, es maravilloso, ¿no cree?

Y, debajo de la pasarela, Daldry descubrió el escenario.

De don Giovanni no veían más que el sombrero y el disfraz, les era imposible ver todo el decorado, pero Alice y Daldry gozaban de una vista impagable de una de las salas de ópera más bellas del mundo.

Alice se sentó, sus piernas se balancearon en el vacío al ritmo de la música. Daldry se instaló a su lado, cegado por el espectáculo que se interpretaba bajo su mirada.

Mucho más tarde, cuando don Giovanni invita al baile a Zerlina y a Masetto, Daldry susurró al oído de Alice que pronto se acabaría el primer acto.

Alice se levantó en el mayor de los silencios.

– Es preferible que nos escabullamos antes del entreacto -sugirió-. Conviene que los tramoyistas no nos sorprendan cuando esté todo iluminado.

Daldry se fue con pesar. Desanduvieron el camino lo más discretamente posible, se cruzaron por el camino con un iluminador que no les prestó demasiada atención, y volvieron a salir por la puerta de los artistas.

– ¡Qué noche! -exclamó Daldry en la acera-. ¡Volvería con mucho gusto para decirle a nuestra acomodadora que el primer acto era magnífico!

– Un mocoso, ¡un auténtico mocoso!

– ¡Tengo hambre! -exclamó Daldry-. Esta escapada me ha abierto el apetito.

Vio una taberna al otro lado del cruce, pero se dio cuenta de repente de que Alice parecía agotada.

– ¿Qué le parecería una cena rápida en el hotel? -le propuso.

Alice no se hizo de rogar.

Cuando acabaron de comer, los dos viajeros se retiraron a sus respectivas habitaciones y, como en Londres, se despidieron en el rellano. Se habían citado al día siguiente por la mañana: a las nueve en el vestíbulo.

Alice se instaló en el pequeño escritorio delante de la ventana de su habitación. Encontró en un cajón lo necesario para escribir, admiró la calidad del papel y anotó las primeras palabras de una carta que le dirigía a Carol. Le contó las impresiones del viaje, le habló de la extraña sensación que había tenido cuando se alejaba de Inglaterra, le describió su increíble noche en Viena, y luego dobló la carta y la tiró al fuego que crepitaba en la chimenea de su habitación.


*

Alice y Daldry se habían reencontrado por la mañana, como estaba previsto. Un taxi los condujo hacia el aeropuerto de Viena, cuyas pistas se veían en la lejanía.

– Veo nuestro avión, el tiempo es bueno, seguramente saldremos a la hora prevista -dijo Daldry para llenar el silencio que reinaba desde que habían salido.

Alice permaneció en silencio y no dijo una palabra hasta que llegaron a la terminal.

Inmediatamente después del despegue, cerró los ojos y se durmió. Una turbulencia algo más fuerte hizo que dejara caer su cabeza sobre el hombro de su vecino. Daldry estaba paralizado. La azafata se acercó por el pasillo y Daldry renunció a su bandeja de comida para no despertar a Alice. Sumida en un profundo sueño, se apoltronó y dejó la mano sobre su torso. Daldry creyó oír que lo llamaba, pero no era su nombre el que había murmurado con una sonrisa. Entreabrió los labios y pronunció otras palabras inaudibles antes de desplomarse completamente sobre él. Ethan tosió, pero nada parecía poder sacar a Alice de sus sueños. Una hora antes del aterrizaje, volvió a abrir los ojos y Daldry cerró los suyos, fingiendo haberse adormecido también. Alice se sonrojó al descubrir la postura en la que se encontraba. Al constatar que Daldry dormía, le rogó al cielo que no se despertara mientras trataba de incorporarse con suavidad.

En cuanto ella recuperó su sitio en su asiento, Daldry bostezó largo rato, se estiró agitando su brazo izquierdo, dolorido, y se interesó por la hora.

– Creo que vamos a llegar pronto -dijo Alice.

– No me he enterado del vuelo -mintió Daldry masajeándose la mano.

– ¡Mire! -exclamó Alice con el rostro pegado a la ventanilla-, hay agua hasta donde alcanza la vista.

– Me imagino que contempla el mar Negro, yo no veo más que su pelo.

Alice se apartó para compartir con Daldry el paisaje que se ofrecía ante ella.

– En efecto, no vamos a tardar en aterrizar, no estaría en contra de desentumecer los brazos.

Poco rato después, Alice y Daldry se desabrochaban los cinturones. Al bajar del avión, Alice pensó en sus amigos de Londres. Se había ido hacía dos días y, sin embargo, le parecía que habían pasado semanas. Su piso le parecía muy lejos y se le encogió el corazón al pisar el suelo.

Daldry recuperó los equipajes. En el control de pasaportes, el aduanero los interrogó sobre la finalidad de la visita. Daldry se volvió hacia Alice y le respondió al oficial que habían ido a Estambul para encontrarse con el futuro esposo de Alice.

– ¿Su prometido es turco? -le preguntó el aduanero al mirar de nuevo el pasaporte de Alice.

– A decir verdad, todavía no lo sabemos. Puede que lo sea, de lo único de lo que estamos seguros es de que vive en Turquía.

El aduanero titubeó.

– ¿Viene a Turquía para casarse con un hombre que no conoce? -le preguntó.

Y, antes de que Alice pudiera responder, Daldry le confirmó que se trataba exactamente de eso.

– ¿No existen buenos maridos en Inglaterra? -añadió el oficial.

– Sí, probablemente -replicó Daldry-, pero no el que le conviene a la señorita.

– Y usted, señor, ¿también ha venido a nuestro país para buscar una mujer?

– Por Dios, no, no soy más que el acompañante.

– Quédense aquí -dijo el aduanero, al que las palabras de Daldry habían dejado perplejo.

El hombre se alejó hacia un despacho acristalado, y Alice y Daldry lo vieron conversar con su superior.

– ¿Era necesario contarle esa clase de idioteces a un aduanero? -preguntó Alice, furiosa.

– ¿Qué quería que le dijera? Ésa es la finalidad de nuestro viaje, que yo sepa, y me da pánico mentir a las autoridades.

– No parecía molestarle en la expedición de pasaportes.

– Ah, sí, pero era en casa, aquí estamos en tierra extranjera y conviene comportarse como un perfecto caballero.

– Sus chiquilladas al final acabarán por traernos problemas, Daldry.

– Que no, ya verá, decir la verdad siempre compensa.

Alice vio al superior encogerse de hombros y devolverle los pasaportes al aduanero, que volvió con ellos.

– Todo está en regla -afirmó este último-, ninguna ley prohíbe venir a casarse a Turquía. Les deseo una estancia agradable entre nosotros y le deseamos que sea muy feliz, señorita. Quiera Dios que se case con un hombre honrado.

Alice le dio las gracias con una sonrisa y recuperó su pasaporte sellado.

– Y qué, ¿quién tenía razón? -fanfarroneó Daldry al salir del aeropuerto.

– Podría haberse contentado con decirle que veníamos de vacaciones.

– Con apellidos diferentes en nuestros pasaportes eso habría resultado ser una completa inconveniencia.

– Es usted exasperante, Daldry -dijo Alice subiéndose al taxi.

– En su opinión, ¿cómo es? -le preguntó Daldry a Alice tras sentarse junto a ella.

– ¿El qué?

– Ese hombre misterioso que al final nos ha traído hasta aquí.

– No sea tonto, lo que he venido a buscar es un nuevo perfume… y me lo imagino colorido, sensual y al mismo tiempo ligero.

– Por el color no me preocupo, es difícil ser tan pálido como nosotros, los pobres ingleses; en lo que respecta a la ligereza…, si hace alusión a mi humor, me temo que no tengo rival; en cuanto a la sensualidad, ¡la dejaré que juzgue por sí misma! Bueno, dejo de hacerla rabiar, veo que no está de humor.

– Estoy de muy buen humor, pero hubiera preferido no pasar como una desaprovechada ante ese aduanero.

– Bueno, piense que lo he distraído de esa foto de carnet que tanto parecía preocuparle en Londres.

Alice le dio un codazo en el brazo a Daldry y se volvió hacia la ventanilla.

– ¡Para que me vuelva a decir que tengo mal carácter! Usted tampoco debía de ser moco de pavo de niña.

– Puede ser, pero al menos tengo el decoro de reconocerlo.

Atravesar las afueras de Estambul puso fin a su riña. Daldry y Alice se acercaban al Cuerno de Oro. Callejuelas estrechas, casas de fachadas abigarradas escalonadas en anfiteatro, tranvías y taxis que peleaban en las principales arterias… La ciudad era un hervidero y captaba toda su atención.

– Es extraño -dijo Alice-, estamos muy lejos de Londres y, en cambio, este lugar me resulta conocido.

– Es por mi compañía -dijo Daldry para hacer rabiar a Alice.

El taxi se detuvo en la curva de una gran avenida adoquinada. El hotel Pera Palace, noble edificio de sillares, de arquitectura francesa, dominaba la calle Mesrutiyet en el distrito de Tepebasi, en el corazón del barrio europeo. Había seis cúpulas con placas de cristal suspendidas sobre el inmenso vestíbulo; la decoración interior ecléctica combinaba con gusto boiseries inglesas y mosaicos orientales.

– Aquí estaba una de las habitaciones favoritas de Agatha Christie -anunció Daldry.

– Este sitio es demasiado lujoso -se quejó Alice-, podríamos habernos podido contentar con una modesta casa de huéspedes.

– El tipo de cambio de la libra turca nos es favorable -replicó Daldry-, y además tengo que tomar medidas draconianas si quiero despilfarrar mi herencia.

– En realidad, si lo he entendido bien, ha sido al envejecer cuando se ha convertido en un mocoso, Daldry.

– En justa compensación, querida, la venganza es un plato que se sirve frío, y créame si le digo que tengo mucho por lo que desquitarme de mi adolescencia. Pero basta de hablar de mí. Vamos a instalarnos en nuestras habitaciones y reencontrémonos en el bar dentro de una hora.


Y fue una hora más tarde, al esperar a Alice en el bar del hotel, cuando Daldry conoció a Can. Solo en la barra, ocupaba uno de los cuatro taburetes, mientras se dedicaba a barrer con la mirada la sala desierta.

Can debía de tener treinta años, tal vez uno o dos más. Llevaba un traje elegantemente cortado. Can tenía los ojos de color oro y arena, y la mirada viva, disimulada detrás de unas gafitas redondas.

Daldry se sentó a su lado. Le pidió un raki al camarero y se volvió discretamente hacia su vecino. Can le sonrió y le preguntó en un inglés más bien decente si su viaje había sido agradable.

– Sí, más bien rápido y confortable -respondió.

– Bienvenido a Estambul -replicó Can.

– ¿Cómo sabía que soy inglés y que acabo de llegar?

– Su ropa es inglesa y no estaba por aquí ayer -respondió Can, con voz impostada.

– El hotel es agradable, ¿no cree? -añadió Daldry.

– No sabría decirle… Vivo en lo alto de la colina Beyoglu, pero vengo a menudo por aquí por las noches.

– ¿Negocios o placer? -preguntó Daldry.

– Y usted, ¿cómo es que ha venido a Estambul?

– Oh, yo todavía me hago esa pregunta, es una historia un poco extraña. Digamos que estamos de búsquedas.

– Aquí encontrará todo lo que quiere. Nuestra ciudad rebosa de ricuras. Cuero, caucho, algodón, lana, seda, aceites, productos del mar y de fuera… Dígame lo que busca y le pondré en contagio con los mejores comerciantes de la región.

Daldry tosió en el cuenco de la mano.

– No se trata de eso, no estoy en Estambul como comerciante. Por otra parte, no sé nada de negocios, soy pintor.

– ¿Está usted artista? -preguntó Can con entusiasmo.

– ¿Artista? Tal vez no llegue a tanto todavía, pero creo que tengo una buena pincelada.

– ¿Y qué pinta?

– Cruces.

Y, ante la perplejidad de Can, Daldry añadió de inmediato:

– Intersecciones, si prefiere.

– No las prefiero, la verdad. Pero puedo presentarle a nuestros excepcionales cruces de Estambul si lo desee, sé unos con peatones, carretas, tranvías, automóviles, dolmus [2] y autobuses, eso como usted mire.

– ¿Quién sabe? Si se tercia… Pero tampoco he venido para eso.

– ¿Entonces? -susurró Can, picado por la curiosidad.

– Entonces, como le decía, es una larga historia. Y usted, ¿a qué se dedica?

– Soy guía e intérprete. El mejor de la ciudad. En cuanto le dé la espalda, el camarero le dice lo opuesto, pero únicamente porque tiene un negociete, ¿comprende? Los otros guías le pagan una comisión anónima. Conmigo, nada de propinas, tengo una moral. Un turista, o si ha venido a hacer tiendas, no puede desenvolverse aquí sin un guía y un intérprete de excelencia. Y, como ya le decía, soy…

– El mejor de Estambul -interrumpió Daldry.

– ¿Mi reputación se me ha adelantado? -preguntó Can, lleno de orgullo.

– Quizá necesite sus servicios.

– Sería preferible que lo pesase. Elegir guía es una cosa importante en Estambul y no quiero que tenga remordimientos, no tengo sino clientes satisfactorios.

– ¿Por qué cambiaría de idea?

– Porque luego ese maldito camarero le dirá indecencias sobre mí y a lo mejor le entran ganas de creerlo. Y, además, todavía no me ha decido qué se está rebuscando.

Daldry vio a Alice saliendo del ascensor y cruzando el vestíbulo.

– Hablaremos de ello mañana -dijo Daldry levantándose precipitadamente-. Tiene razón, lo consultaré con la almohada. Nos encontraremos aquí a la hora del desayuno, pongamos hacia las ocho, si le viene bien. No, a las ocho es un poco pronto; con el desfase horario estaré todavía en pleno sueño; pongamos a las nueve. Y, si no le molesta, preferiría que nos viésemos en otra parte, en una cafetería, por ejemplo.

Daldry hablaba cada vez más rápido a medida que Alice se aproximaba. Can le sonrió maliciosamente.

– En el pasado ya me he encontrado con algunos clientes extraños -dijo el guía-. Hay un salón de té y de bollitos muy placenteros en la calle Istikal, en el cuatrocientos sesenta y uno. Dígale al taxi que le lleve a Lebon, es un sitio indispendiable, todo el mundo se lo sabe. Lo esperaré allí.

– Perfecto, ahora debo dejarle, hasta mañana -dijo Daldry precipitándose hacia Alice.

Can se quedó sentado en su taburete, observando cómo Daldry guiaba a Alice hacia el comedor del hotel.


*

– He pensado que preferiría cenar aquí esta noche, la noto cansada después del largo viaje -dijo Daldry instalándose en la mesa.

– No, no demasiado -respondió Alice-. He dormido en el avión y, además, en Londres son dos horas antes. No consigo creer que sea ya de noche.

– Los desfases horarios son desconcertantes cuando no se tiene costumbre de viajar. Mañana necesitará levantarse a las tantas. Le propongo que quedemos hacia mediodía.

– Es muy previsor por su parte pensar en mañana, Daldry, pero la noche ni siquiera ha comenzado.

El maître les presentó las cartas: había becada en el menú y multitud de pescados del Bósforo. Alice no apreciaba demasiado la caza; dudó si pedir el lüfer [3] que le aconsejaba el maître, pero Daldry les pidió cigalas. El maître dijo que las de aquella región eran excelentes.

– ¿Con quién hablaba? -le preguntó Alice.

– Con el maître -respondió Daldry, sumido en la carta de vinos.

– Cuando he llegado al bar parecía estar en plena conversación con un hombre.

– Ah. ¿Él?

– Con ese «él», me imagino que se refiere a la persona con la que le he visto conversar.

– Es un guía que capta clientes vagando por el bar. Pretende ser el mejor de la ciudad…, pero su inglés es espantoso.

– ¿Necesitamos un guía?

– Tal vez unos días, no es ninguna tontería tenerlo en cuenta, eso nos hará ganar tiempo. Un buen guía nos sabrá ayudar a encontrar las plantas que busca y, por qué no, nos llevará a regiones más salvajes, donde la naturaleza podría reservarnos algunas sorpresas.

– ¿Lo ha contratado ya?

– Claro que no, apenas hemos cruzado unas palabras.

– Daldry, la caja del ascensor es de cristal, los he visto antes incluso de llegar a la planta baja y parecían en plena conversación.

– Intentaba venderme sus servicios, yo le escuchaba. Pero, si no le gusta, puedo pedirle al conserje que nos encuentre otro.

– No, no quiero hacerle gastar inútilmente el dinero. Estoy segura de que, con un poco de criterio, podremos desenvolvernos. Más bien deberíamos comprar una guía turística; al menos, no tendremos que darle conversación.


Las cigalas estaban a la altura de las promesas del maître.

Daldry se dejó tentar por un postre.

– Si Carol me viese en este comedor suntuoso -dijo Alice tras probar su primer café turco-, se pondría verde de envidia. En cierta forma, también le debo este viaje un poco a ella. Si no hubiese insistido en que fuese a hablar con esa vidente en Brighton, nada de todo esto habría pasado.

– Entonces, deberíamos brindar por su amiga Carol.

Daldry le pidió al sumiller que les sirviera un poco más de vino.

– Por Carol -dijo Daldry haciendo tintinear el cristal.

– Por Carol -repitió Alice.

– Y por el hombre de su vida, al que encontraremos aquí -exclamó Daldry levantando de nuevo su copa.

– Por el perfume que lo hará rico -respondió Alice antes de beber un trago de vino.

Daldry le echó una mirada a la pareja que cenaba en la mesa vecina. La mujer, con un elegante vestido negro, estaba preciosa. Daldry le encontró un parecido con Alice.

– ¿Quién sabe? A lo mejor tiene familia lejana que se instaló en esta región.

– ¿De qué habla?

– Hablábamos de la vidente, que yo sepa. ¿No le dijo que tenía orígenes turcos?

– Daldry, de una vez por todas, deje de pensar en esa bobada de la adivinación. Las palabras de esa mujer no tenían ningún sentido. Mis padres eran ingleses, y mis abuelos también lo eran.

– Figúrese, tengo un tío griego y una prima lejana veneciana. Y, sin embargo, toda mi familia es natural de Kent. Los matrimonios deparan muchas sorpresas cuando uno estudia su genealogía.

– Pues bien, mi genealogía es de lo más británica, y nunca he oído hablar de un abuelo que haya vivido a más de cien millas de nuestras costas. Mi tía abuela Daisy, la más lejana de mis parientes, hablo en términos de distancia geográfica, vive en la isla de Wight.

– Pero, al llegar a Estambul, me ha declarado que le había parecido familiar.

– Mi imaginación me juega a veces estas malas pasadas. Desde que me propuso el viaje no he dejado de preguntarme cómo sería esta ciudad, he hojeado tantas veces el folleto turístico que habré acabado memorizando inconscientemente las imágenes.

– Yo también lo he repasado varias veces, y las dos únicas fotos que se encontraban en él eran una vista de Santa Sofía en la portada, y otra del Bósforo a mitad del fascículo; nada que ver con las afueras, que es lo que hemos atravesado viniendo del aeropuerto.

– ¿Cree que tengo rasgos turcos? -le preguntó Alice con una gran carcajada.

– Tiene la piel un poco mate para ser inglesa.

– Eso lo dice porque usted es blanco como una pared. Por cierto, haría bien en ir a descansar, tiene muy mala cara.

– ¡Estupendo! Por si no lo sabe, soy hipocondríaco a más no poder; hábleme una vez más de la palidez de mi piel y me desmayo para usted en medio del restaurante.

– Entonces, vamos a dar una vuelta. Un paseíto digestivo le sentará muy bien, ha comido como una lima.

– Pero ¿qué dice? No me he tomado más que un postre…

Daldry y Alice bajaron a pie el gran bulevar. La noche parecía haber envuelto la ciudad por entero; las farolas no iluminaban gran cosa, apenas hacían brillar el pavimento. Cuando pasaba un tranvía, se veía su faro como si fuera el ojo de un cíclope surcando la noche opaca.

– Mañana iniciaré los trámites para conseguir una cita en el consulado -dijo Daldry.

– ¿Y eso para qué?

– A fin de saber si tiene familia en Turquía, o si sus padres estuvieron aquí alguna vez.

– Me imagino que mi madre me habría hablado de ello -respondió Alice-; se quejaba sin cesar de que había viajado muy poco en su vida. Siempre me decía cuánto lo había echado de menos. Creo que lo lamentaba de verdad. A mamá le habría gustado dar la vuelta al mundo, pero sé que nunca había ido más allá de Niza. Eso fue antes de que yo viniese al mundo, mi padre le regaló una escapada amorosa. Guardaba un recuerdo imperecedero de ello y me contaba sus paseos a orillas de un mar azul cielo como si se tratase del más bonito de los viajes.

– He aquí algo que no soluciona nuestras búsquedas.

– Daldry, le aseguro que pierde el tiempo; si tuviese familia aquí, incluso muy lejana, lo sabría.

Se habían desviado por una calle secundaria, todavía peor iluminada que la arteria principal. Alice levantó la mirada hacia la fachada de un edificio de madera cuyo frágil voladizo parecía a punto de desplomarse.

– ¡Qué mala suerte que no esté mejor cuidado! -lamentó Daldry-. Estos palacios debían de ser magníficos en su época -suspiró-. Ya no son más que fantasmas de esplendores pasados.

Y Daldry distinguió en el frío de la noche el rostro desencajado de Alice, que miraba la fachada ennegrecida del edificio.

– ¿Qué le pasa? Se diría que ha visto a la Virgen.

– Ya he visto esta casa, conozco este sitio -murmuró Alice.

– ¿Está segura? -preguntó Daldry sorprendido.

– A lo mejor no es ésta, pero sí una muy similar. Aparecía en cada una de mis pesadillas y se encontraba en una callejuela al cabo de la cual una gran escalera conducía hacia la parte baja de la ciudad.

– Estaría tentado a proseguir nuestro paseo para saberlo a ciencia cierta, pero creo que es preferible esperar a mañana. Esta callejuela se adentra en una oscuridad poco atractiva, una auténtica boca de lobo.

– Había ruido de pasos -prosiguió Alice, perdida en sus pensamientos-, gente que nos perseguía.

– ¿Nosotros? ¿Con quién estaba?

– Lo ignoro, no veía más que una mano, me arrastraba en una huida aterradora. Vayámonos de aquí, Daldry, no me siento bien.

Daldry cogió a Alice y se la llevó rápidamente hasta la gran avenida. Se acercaba un tranvía. Daldry le hizo señales al conductor para que ralentizase máquinas. Ayudó a Alice a subir a la plataforma trasera y la hizo sentarse. En el interior del vehículo, Alice recuperó el contacto con la vida. Los pasajeros intercambiaron algunas palabras. Un señor mayor de traje oscuro leía su periódico, tres jóvenes canturreaban a coro. El cochero accionó la manivela y el vehículo se volvió a poner en movimiento. El tranvía subía hacia el hotel. Alice ya no hablaba; tenía los ojos clavados en la espalda del conductor, quien estaba detrás del cristal índigo que lo aislaba de los viajeros.

El Pera Palace estaba a la vista. Daldry puso la mano en el hombro de Alice, y ésta se sobresaltó.

– Hemos llegado -dijo-, hay que bajar.

Alice siguió a Daldry. Cruzaron la gran avenida y entraron en el hotel.

Daldry acompañó a Alice hasta la puerta de su habitación. Le dio las gracias por la excelente cena y pidió perdón por su comportamiento, pues ni siquiera ella sabía explicar lo que le había pasado un poco antes.

– Tener la impresión de revivir una pesadilla cuando se está despierto es bastante perturbador -dijo Daldry, con aspecto sombrío-. Por muy cabezota que le parezca, intentaré obtener información en el consulado.

Le deseó buenas noches y desapareció en su habitación.


*

Alice se sentó en el borde de la cama y se dejó caer hacia atrás, con las piernas colgando. Observó el techo largo rato, se levantó de un salto y se acercó a la ventana. Los últimos estambulitas se apretujaban para volver a sus casas, parecían arrastrar la noche tras sus pasos. Una lluvia fría que había sucedido a la llovizna de la tarde hacía brillar los adoquines de la calle Isklital. Alice corrió la cortina y fue a sentarse detrás del pequeño escritorio, donde comenzó la redacción de una carta.


Anton:


Ayer, en Viena, escribía a Carol, pero era en ti en quien pensaba al redactar una carta que terminé quemando. Dudo si mandarte ésta, pero qué más da, necesito hablar contigo. Aquí estoy, en Estambul, instalada en un palacio de un lujo que ni tú ni yo hemos conocido nunca. Te volvería loco este pequeño escritorio de caoba desde donde te escribo.

¿Te acuerdas de cuando éramos adolescentes, cuando pasábamos delante de los porteros con librea de los grandes hoteles y me cogías de la cintura como si fuésemos un príncipe y una princesa de visita en el extranjero?

Debería estar encantada con este increíble viaje, pero lo cierto es que también echo de menos Londres; y también te echo de menos a ti en Londres. Hasta donde me alcanza la memoria, eres mi mejor amigo, aunque a veces me pregunto por la naturaleza de nuestra amistad.

No sé qué hago aquí, Anton, ni realmente entiendo por qué me he ido. En Viena he dudado de coger ese avión que me iba a alejar todavía más de mi vida.

Sin embargo, desde mi llegada me ha dominado un sentimiento extraño, una sensación que no me abandona. La de haber visitado ya estas calles, la de reconocer los ruidos de la ciudad y, lo cual es más perturbador todavía, el recuerdo del olor de la madera barnizada de un tranvía que acabo de coger hace un momento. Si estuvieses aquí, podría contarte todo esto, y me tranquilizaría. Pero estás lejos. En alguna parte, en lo más hondo de mí, estoy contenta de pensar que Carol te tiene a partir de ahora todo para ella. Está loca por ti, imbécil, no te das cuenta de nada. Abre los ojos, es una chica increíble, aunque estoy segura de que veros juntos me volvería loca de celos. Sé lo que pensarás, que estoy como una cabra, pero qué quieres, Anton, soy así. Echo de menos a mis padres, la orfandad es un mar solitario del que no me curo.

Te escribiré mañana otra vez, o tal vez el fin de semana. Te contaré lo que hago y, ¿quién sabe?, si acabo enviando una de estas cartas, tal vez me respondas.

Te mando un fuerte abrazo desde mi ventana, que domina las orillas del Bósforo, las cuales veré mañana a la luz del día.

Cuídate.

ALICE

Alice dobló la carta en tres partes iguales antes de colocarla en el cajón del pequeño escritorio. Luego apagó la lámpara, se desvistió y se deslizó en sus sábanas, a la espera del sueño.


*

Una mano firme la levanta del suelo. Adivina el perfume de jazmín en la falda donde se refugia su rostro. De repente, las lágrimas corren por sus mejillas sin que pueda hacer nada por retenerlas. Querría reprimir los sollozos, pero el miedo es demasiado fuerte.

El ojo de un tranvía surge de las tinieblas. La arrastran bajo la chambrana de una puerta cochera. Agazapada en la sombra, ve pasar el vehículo iluminado que corre ya hacia otro barrio. El ruido chirriante de las ruedas se borra a lo lejos y la calle se vuelve silenciosa.

– Ven, no te quedes aquí -dice la voz.

Sus pasos precipitados resbalan, trastabillan a veces sobre los adoquines irregulares, pero, en cuanto está a punto de tropezar, la mano vuelve a cogerla.

– Corre, Alice, te lo ruego, sé valiente. No mires atrás.

Le gustaría parar un momento para recobrar el aliento. A lo lejos ve una larga columna de hombres y mujeres a los que escoltan.

– Corre, Alice, hay que encontrar otro recorrido -dice la voz.

Desanda su camino volviendo a contar los pasos que le han costado tanto esfuerzo. Al final de la calle corre un inmenso río, los reflejos de la luna se mecen sobre las olas tormentosas.

– No te acerques a la orilla, podrías caerte. Casi estamos, un esfuerzo más y pronto podremos descansar.

Alice bordea la margen y pasa frente a un edificio cuyos zócalos se hunden en las negras aguas. De repente, se oscurece el horizonte, levanta la mirada, una intensa lluvia se abate sobre ella.


Alice se despertó chillando, un grito casi animal, el de una niña presa del más agudo de los pánicos. Se levantó, aterrorizada, y encendió la luz.

Le hizo falta un buen rato antes de que las palpitaciones de su corazón se aplacaran. Se puso un albornoz y se acercó a la ventana. Bramaba una tormenta que vertía torrentes de agua sobre los tejados de Estambul. El último tranvía bajaba por la avenida Tepebasi. Alice apartó la cortina, decidida a anunciarle al día siguiente a Daldry que deseaba regresar a Londres.

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