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Londres, miércoles 31 de octubre de 1951


El taxi se detuvo al pie de la casa victoriana. Alice cogió su equipaje y subió la escalera. El rellano del último piso estaba en silencio, miró la puerta de su vecino y entró en su casa.

El piso olía a madera encerada. El taller estaba tal y como lo había dejado; en el taburete que había cerca de la cama descubrió tres tulipanes blancos en un jarrón.

Se quitó el abrigo y fue a sentarse a su mesa de trabajo. Rozó el tablero de madera y miró el cielo gris de Londres a través del lucernario.

Luego volvió cerca de su cama y abrió el estuche, donde había puesto a salvo una trompeta y un frasco de perfume cuidadosamente empaquetado que colocó delante de ella.

No había comido nada desde por la mañana, y todavía era hora de ir a hacer algunas compras a los ultramarinos del final de la calle.

Llovía, no tenía paraguas, pero el impermeable de Daldry colgaba del perchero. Alice se lo puso sobre los hombros y volvió a salir.

El dependiente estaba encantado de volver a verla, hacía meses que no iba ya a comprar en su tienda y se había extrañado. Al llenar su cesta, Alice le contó que había hecho un largo viaje y que pronto se volvería a ir.

Cuando el dependiente le dio la cuenta, rebuscó en los bolsillos del impermeable, olvidando que no era el suyo, y encontró un manojo de llaves en uno, un trozo de papel en el otro. Sonrió al reconocer el ticket de la entrada que Daldry había comprado la tarde en que la había llevado a la feria de Brighton. Cuando Alice buscaba en su monedero con qué pagar al dependiente, el papel se deslizó y aterrizó en el suelo. Se fue con los brazos cargados; como de costumbre, había comprado demasiadas cosas.

De nuevo en casa, Alice colocó sus compras y, al mirar su despertador, vio que ya era hora de prepararse. Esa noche iba a hacerle una visita a Anton. Volvió a cerrar el estuche de la trompeta y reflexionó sobre el vestido que llevaría.

Mientras se maquillaba delante del pequeño espejo de la entrada, Alice quedó presa de una duda; un detalle la preocupaba.

– Las taquillas estaban cerradas aquella noche, la entrada era gratuita -se le escapó.

Volvió a cerrar su barra de labios, se precipitó hacia el impermeable, rebuscó de nuevo en sus bolsillos, pero no encontró más que el manojo de llaves. Se lanzó escaleras abajo y se puso a correr hasta los ultramarinos.

– Hace un momento -le dijo al dependiente empujando la puerta- se me ha caído un papel al suelo, ¿lo ha visto?

El dependiente le hizo notar que su establecimiento estaba impecablemente cuidado; si había tirado un papel al suelo, probablemente se encontraba ya en la papelera.

– ¿Dónde está la papelera? -preguntó Alice.

– Acabo de vaciarla en la basura, como es debido, señorita, y la basura se encuentra en el patio, pero no pensará en ningún caso…

No le dio tiempo a terminar su frase, Alice ya había cruzado su tienda y abierto la puerta que daba al patio. Agobiado, el dependiente se reunió con ella y levantó los brazos al cielo al ver a su cliente arrodillada, rebuscando entre los desperdicios en medio del desorden que había provocado.

Se acuclilló a su lado y le preguntó cómo era ese valioso tesoro que buscaba.

– Es un ticket -dijo.

– De lotería, espero.

– No, sólo un viejo ticket de entrada al Pier de Brighton.

– ¿Puedo suponer que tiene un gran valor sentimental?

– Quizá -respondió Alice al apartar con las puntas de los dedos una cáscara de naranja.

– ¿Sólo quizá? -exclamó el dependiente-. ¿Y no podía haberse asegurado antes de volcar mi basura?

Alice no respondió a su pregunta, al menos no inmediatamente. Su mirada se clavó en un trozo de papel.

Lo cogió, lo desplegó y, al descubrir la fecha que figuraba en él, le dijo al dependiente:

– Sí, tiene un inmenso valor sentimental.

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