Domingo, 24 de diciembre de 1950
Alice salió a hacer unas compras. Todo estaba cerrado en su barrio; cogió el autobús que llevaba al mercado de Portobello.
Se paró en el colmado ambulante, decidida a comprar todo lo necesario para un auténtico banquete. Escogió tres buenos huevos y se olvidó de su resolución de ahorrar ante dos lonchas de beicon. Un poco más lejos, el puesto del panadero proponía maravillosos pasteles, y Alice se regaló un suizo con frutas escarchadas y un tarrito de miel.
Esa noche cenaría en su cama en compañía de un buen libro. Una larga noche y, al día siguiente, habría recuperado su alegría de vivir. Cuando dormía poco, Alice se ponía gruñona, y había pasado demasiado tiempo en la mesa de su taller esas últimas semanas. Un ramo de rosas antiguas expuesto en el escaparate del florista atrajo su atención. No era muy racional, pero, después de todo, era Navidad. Y, además, cuando estuvieran secas, utilizaría los pétalos. Entró en el quiosco, desembolsó dos chelines y se fue con el corazón henchido. Continuó su paseo e hizo un nuevo alto delante de la perfumería. Un cartel de CERRADO colgaba de la manilla de la puerta de la tienda. Alice acercó el rostro al cristal y reconoció entre los frascos una de sus creaciones. La saludó, como se saluda a un allegado, y se dirigió hacia la parada del autobús.
De vuelta a su casa, ordenó las compras, puso las flores en un jarrón y decidió ir a pasear al parque. Se cruzó con su vecino al pie de la escalera, él también parecía volver del mercado.
– Navidad, ¡qué quiere…! -dijo un poco irritado ante la cantidad de vituallas de su cesta.
– Navidad, en efecto -respondió Alice-. ¿Tiene invitados esta noche? -preguntó.
– ¡Por Dios, no! No soporto las fiestas -dijo entre susurros, consciente de lo indecente de su confidencia.
– ¿Usted tampoco?
– Por no hablar de Nochevieja, ¡creo que es todavía peor! ¿Cómo decidir con antelación si va a ser o no un día de fiesta? ¿Quién puede saber antes de levantarse si estará de buen humor? Obligarse a ser feliz me parece bastante hipócrita.
– Bueno, pero los niños…
– No tengo, razón de más para no fingir. Y además está esa obsesión con hacerlos creer en Papá Noel… Se podrá decir lo que se quiera, pero a mí me parece feo. Al final, uno acaba confesándoles la verdad; entonces, ¿qué razón hay para engañarlos? Me parece incluso un poco sádico. Los más bobos se están quietecitos durante semanas, esperando ansiosamente la llegada del gordo coloradote, y se sienten terriblemente traicionados cuando sus padres les confiesan la infame superchería. Los más avispados, por su parte, lo deben mantener en secreto, lo que es igual de cruel. Y su familia, ¿viene a verla?
– No.
– ¿Y eso?
– No me queda familia, señor Daldry.
– Ésa es, en efecto, una buena razón para que no venga.
Alice miró a su vecino y rompió a reír. Las mejillas de Daldry enrojecieron.
– Lo que acabo de decir ha sido terriblemente torpe, ¿no es así?
– Pero lleno de sentido común.
– A mí me queda familia, en fin, quiero decir, un padre, una madre, un hermano, una hermana, dos sobrinos espantosos.
– ¿Y no pasa la Nochebuena en su compañía?
– No, hace años que no. No les hago caso, y ellos tampoco se quedan cortos.
– Ésa también es una buena razón para quedarse en su casa.
– He hecho todos los esfuerzos del mundo, pero cada reunión familiar era un desastre. Mi padre y yo no estamos de acuerdo en nada, encuentra mi trabajo grotesco, yo el suyo terriblemente aburrido, en resumen, no nos soportamos. ¿Va a desayunar?
– ¿Qué relación hay entre mi desayuno y su padre, señor Daldry?
– Ninguna en absoluto.
– No he desayunado.
– En el bar de la esquina de nuestra calle sirven unas gachas deliciosas; si me concede un momento para dejar en mi casa este capacho tan poco masculino, se lo reconozco, y, sin embargo, muy útil, la llevo conmigo.
– Me disponía a ir a Hyde Park -respondió Alice.
– ¿Con el estómago vacío y este frío? Es una idea malísima. Vamos a comer, mangaremos un poco de pan de la mesa y luego nos iremos a alimentar a los patos de Hyde Park. La ventaja con los patos es que uno no necesita disfrazarse de Papá Noel para que estén contentos.
Alice sonrió a su vecino.
– Suba sus cosas, lo esperaré aquí, degustaremos sus gachas y nos iremos a celebrar juntos la Navidad de los patos.
– Maravilloso -respondió Daldry. Y, antes de echar a correr escaleras arriba, añadió-: Tardo un minuto.
Y, poco rato después, el vecino de Alice reapareció en la calle, disimulando lo mejor que podía su sofoco.
Se instalaron en una mesa tras el ventanal del bar. Daldry pidió un té para Alice y un café para él. La camarera les llevó dos platos de gachas. Daldry reclamó una cestilla de pan y, de inmediato, escondió varios trozos en el bolsillo de su chaqueta, lo que le hizo mucha gracia a Alice.
– ¿Qué clase de paisajes pinta?
– No pinto más que cosas completamente inútiles. Algunos se quedan extasiados con el campo, las orillas del mar, las llanuras o el sotobosque; yo pinto cruces.
– ¿Cruces?
– Exacto, intersecciones de calles, de avenidas. No se imagina hasta qué punto la vida de un cruce tiene miles de detalles. Unos corren, otros buscan su camino. Se encuentran en ellos todos los tipos de transporte: carretones, automóviles, motocicletas, bicis. Peatones, repartidores de cerveza que empujan sus carretillas, hombres y mujeres de toda condición se frecuentan en ellos, se molestan, se ignoran o se saludan, se empujan, se denuestan. ¡Un cruce es un lugar apasionante!
– Es realmente un tipo extraño, señor Daldry.
– Tal vez, pero reconozca que un campo de amapolas es para morirse de aburrimiento. ¿Qué accidente vital podría producirse en él? ¿Dos abejas chocando en vuelo rasante? Ayer instalé mi caballete en Trafalgar Square. Es bastante complicado encontrar un punto de vista satisfactorio sin que lo empujen a uno constantemente, pero empiezo a tener oficio y estaba, pues, en un buen sitio. Una mujer, asustada por un aguacero repentino y que, probablemente, quiere poner a salvo su ridículo moño, cruza sin mirar. Una carreta tirada por dos caballos da un terrible bandazo para evitarla. El conductor se da maña, pues la señora en cuestión se libra con un buen susto, pero los bidones que transporta se vuelcan sobre la calzada y el tranvía que llega en sentido contrario no puede hacer nada por esquivarlos. Uno de los toneles literalmente estalla debido al impacto. Un torrente de Guinness se derrama sobre el pavimento. Vi a dos borrachos dispuestos a echarse cuerpo a tierra para apagar su sed. Le ahorro el altercado entre el conductor del tranvía y el propietario de la carreta, los transeúntes que se entremezclan, los policías que tratan de poner un poco de orden en medio de ese jaleo, el carterista que aprovecha la confusión para hacer el negocio del día y la responsable de ese caos, que se escapa de puntillas, avergonzada ante el escándalo provocado por su despreocupación.
– ¿Y ha pintado todo eso? -preguntó Alice estupefacta.
– No, por el momento me he contentado con pintar el cruce, todavía tengo mucho trabajo por delante. Pero lo he memorizado todo, eso es lo esencial.
– Nunca se me había ocurrido prestar atención a todos esos detalles al cruzar una calle.
– Yo siempre he tenido pasión por los detalles, por los pequeños acontecimientos, casi invisibles, que hay a nuestro alrededor. Observar a la gente te enseña muchas cosas. No se vuelva, pero en la mesa que hay detrás de usted está sentada una anciana. Espere, levántese si quiere y cambiémonos el sitio, como si nada.
Alice obedeció y se sentó en la silla que ocupaba Daldry mientras éste se instalaba en la de ella.
– Ahora que se encuentra en su campo de visión -dijo-, mírela atentamente y dígame lo que ve.
– Una mujer de cierta edad que desayuna sola. Está vestida tirando a mal y lleva sombrero.
– Preste más atención, ¿ve algo más?
Alice observó a la anciana.
– Nada en particular, se seca la boca con su servilleta. Mejor dígame lo que no veo, va a terminar viéndome.
– Está maquillada, ¿no? De forma muy leve, pero tiene empolvadas las mejillas, se ha puesto rímel en las pestañas, un poco de carmín en los labios.
– Sí, en efecto, en fin, creo.
– Mire los labios ahora, ¿están quietos?
– No, es verdad -dijo Alice sorprendida-, se mueven levemente, ¿probablemente un tic de la edad?
– ¡En absoluto! Esa mujer es viuda, habla con su difunto esposo. No come sola, continúa dirigiéndose a él como si se encontrase delante de ella. Se ha acicalado porque su marido todavía forma parte de su vida. Se lo imagina presente a su lado. ¿No es conmovedor? Imagine el amor que hace falta para reinventarse sin tregua la presencia del ser amado. Esa mujer tiene razón: no porque se haya marchado ha dejado de existir. Con un poco de fantasía dentro de uno, la soledad no existe. Más tarde, en el momento de pagar, empujará desde el otro lado de la mesa el platito con el dinero, porque es su marido quien paga siempre la cuenta. Cuando se vaya, ya lo verá, esperará un momento en la acera antes de cruzar, porque su marido cruza la calle siempre el primero, como es debido. Estoy seguro de que cada noche, antes de acostarse, se dirige a él, y que hace lo mismo por la mañana al desearle un buen día, esté donde esté.
– ¿Y ha visto eso en un instante?
Mientras Daldry sonreía a Alice, un anciano hecho un fantoche y con pinta de borracho entró con mal paso en el restaurante, se acercó a la anciana y le dio a entender que era el momento de irse. Ella pagó la nota, se levantó y abandonó la sala tras los pasos del borracho de su marido, que sin duda debía de volver del hipódromo.
Daldry, de espaldas a la escena, no había visto nada.
– Tenía razón -dijo Alice-. La anciana ha hecho exactamente lo que usted había predicho. Ha empujado el platito hacia el otro lado de la mesa, se ha levantado y, al salir del restaurante, he creído verla dándole las gracias a un hombre invisible que le sujetaba la puerta.
Daldry parecía feliz. Engulló una cucharada de gachas, se limpió la boca y miró a Alice.
– Bueno. Entonces, esas gachas, estupendas, ¿no?
– ¿Usted cree en la videncia? -preguntó Alice.
– ¿Disculpe?
– ¿Usted cree que se puede predecir el futuro?
– Enjundiosa pregunta -respondió Daldry haciéndole una seña a la camarera para que le sirviera más gachas-. ¿El futuro ya está escrito? La idea me parece aburrida, ¿no? ¿Y el libre albedrío de cada uno? Creo que los videntes no son más que gente intuitiva. Dejemos a un lado a los charlatanes y concedámosles algún crédito a los más sinceros de ellos. ¿Están provistos de un don que les permite ver en nosotros lo que deseamos, lo que acabaremos por acometer tarde o temprano? Después de todo, ¿por qué no? Mire a mi padre, por ejemplo, su vista es perfecta y, sin embargo, está completamente ciego; mi madre, por el contrario, no ve tres en un burro y en cambio advierte muchas cosas que su marido es incapaz de adivinar. Sabía desde mi más tierna infancia que me convertiría en pintor, me lo decía a menudo. Fíjese, también veía mis lienzos expuestos en los mayores museos del mundo. No he vendido un cuadro en cinco años; qué quiere, soy un artista mediocre. Pero le hablo de mí y no le respondo. Además, ¿por qué me hace una pregunta así?
– Porque ayer me sucedió algo extraño, a lo que nunca le habría prestado la más mínima atención. Y, sin embargo, desde entonces no dejo de pensar en ello hasta el punto de encontrarlo casi perturbador.
– Empiece, pues, explicándome lo que le pasó ayer y le diré lo que pienso.
Alice se inclinó hacia su vecino, le relató su noche en Brighton y más concretamente su encuentro con la vidente.
Daldry la escuchó sin interrumpirla. Cuando hubo terminado de contarle la insólita conversación de la víspera, Daldry se volvió hacia la camarera, pidió la cuenta y le propuso a Alice que fueran a tomar el aire.
Salieron del restaurante y dieron unos pasos.
– Si he entendido bien -dijo aparentemente disgustado-, ¿tendrá que cruzarse en el camino con seis personas antes de poder conocer al hombre de su vida?
– El que más me importará en la vida -corrigió.
– Es lo mismo, supongo. ¿Y no le hizo ninguna pregunta sobre ese hombre, su identidad, el lugar donde podría estar?
– No, sólo me afirmó que había pasado por detrás de mí mientras hablábamos, nada más.
– En efecto, es bien poco -prosiguió Daldry, pensativo-. ¿Y le habló de un viaje?
– Sí, creo, pero todo esto es absurdo, qué ridícula, contarle esta historia para no dormir.
– Pero esta historia para no dormir, como la llama, la ha tenido despierta buena parte de la noche.
– ¿Parezco cansada?
– La he oído pasearse arriba y abajo por su casa. Las paredes que nos separan son prácticamente de papel maché.
– Siento haberle molestado…
– Bueno, no veo más que una solución para que recuperemos ambos el sueño, me temo que la Navidad de nuestros patos tendrá que esperar hasta mañana.
– ¿Y eso por qué? -preguntó Alice mientras llegaban delante de su casa.
– Suba a buscar una prenda de lana y una buena bufanda, nos volvemos a ver aquí dentro de unos minutos.
«¡Qué día más raro!», se dijo Alice corriendo escaleras arriba. Esa víspera de Navidad no se estaba desarrollando en absoluto como se la había imaginado. Primero ese desayuno improvisado con su vecino, al que apenas soportaba; luego su conversación más bien inesperada… ¿Y por qué le había confiado esa historia que creía absurda e inconsecuente?
Abrió el cajón de su cómoda; tenía que coger una prenda de lana y una buena bufanda, pero le costó horrores decidir cuáles combinaban. Dudó entre un cárdigan azul marino, que le hacía una bonita figura, y una chaqueta de lana de punto grueso.
Se miró en el espejo, se puso un poco en orden el pelo, renunció a darse el más mínimo toque de maquillaje, puesto que no se trataba más que de un simple paseo de compromiso.
Salió por fin de su casa, pero, cuando llegó a la calle, Daldry no estaba. A lo mejor había cambiado de opinión; después de todo, era un hombre más bien original.
Dos pitidos y un Austin 10, de color azul de ultramar, se paró junto a la acera. Daldry salió del automóvil para abrirle la puerta del copiloto a Alice.
– ¿Tiene coche? -dijo sorprendida.
– Acabo de robarlo.
– ¿Va en serio?
– Si su vidente le hubiese predicho que se iba a topar con un elefante rosa en el valle de Punyab, ¿la habría creído? ¡Pues claro que tengo coche!
– Gracias por burlarse tan abiertamente de mí, y perdone mi sorpresa, pero es la única persona que conozco que posee su propio automóvil.
– Es un modelo de ocasión. Y no es que sea un Rolls, lo constatará rápidamente por sus amortiguadores, pero no se calienta y cumple honrosamente su cometido. Lo aparco siempre en alguno de los cruces que pinto, está presente en cada uno de mis lienzos, es un ritual.
– Un día debería enseñarme esos lienzos -dijo Alice acomodándose dentro.
Daldry farfulló algunas palabras incomprensibles, el embrague crujió un poco y el coche se lanzó a la carretera.
– No querría parecerle entrometida, pero ¿podría decirme adónde vamos?
– ¿Adónde quiere que vayamos? -repuso Daldry-. ¡A Brighton, por supuesto!
– ¿A Brighton? ¿Y para qué?
– Para que pueda visitar a esa vidente y le haga todas las preguntas que debería haberle hecho ayer.
– Pero eso es una completa locura…
– Llegaremos dentro de una hora y treinta minutos, dos horas si hay hielo en la carretera, no veo ninguna locura en ello. Habremos vuelto antes de la puesta de sol y, aunque nos sorprenda la noche en el camino de vuelta, las dos grandes bolas cromadas que ve delante a cada lado de la calandra son faros… ¿Ve? Yo creo que no nos aguarda nada muy peligroso, en realidad.
– Señor Daldry, ¿tendría usted la extrema amabilidad de dejar de burlarse de mí cada dos por tres?
– Señorita Pendelbury, le prometo que haré un esfuerzo, pero, en cualquier caso, no me pida lo imposible.
Dejaron la ciudad por Lambeth, circularon hasta Croydon, donde Daldry le pidió a Alice que le hiciera el favor de coger el mapa de carreteras de la guantera y de localizar Brighton Road, por el sur. Alice le indicó que girase a la derecha, luego que diese media vuelta, pues tenía el mapa al revés. Después de algunos errores, un peatón los volvió a poner en el buen camino.
En Redhill, Daldry se detuvo para rellenar el depósito de gasolina y comprobar el estado de los neumáticos. Parecía que la dirección del Austin tiraba un poco hacia la derecha. Alice prefirió quedarse en su asiento, con el mapa sobre las rodillas.
Tras pasar Crawley, Daldry tuvo que reducir la velocidad, el campo estaba helado, el parabrisas escarchado y el coche derrapaba peligrosamente en las curvas. Una hora después, ambos tenían tanto frío que les era imposible mantener la más mínima conversación. Daldry había puesto la calefacción a toda máquina, pero enseguida se vio que el pequeño ventilador no podía luchar contra el aire glacial que se iba metiendo bajo el capó. Así pues, hicieron una parada en el mesón de las Huit Cloches y, para entrar en calor, se sentaron a la mesa más cercana a la chimenea, y allí permanecieron un buen rato. Después de una última taza de té ardiente, decidieron retomar el camino de vuelta.
Daldry anunció que Brighton no estaba muy lejos. Pero ¿no había prometido que el viaje duraría dos horas como mucho? Ya había pasado el doble de tiempo desde que salieron de Londres.
Cuando llegaron por fin a su destino, las atracciones de feria empezaban a cerrar, la larga escollera estaba ya casi desierta y los últimos paseantes volvían a su casa para preparar la celebración de la Navidad.
– Bueno -dijo Daldry al bajar del coche y sin preocuparse de la hora-. ¿Dónde se encuentra, pues, esa vidente?
– Dudo que nos haya esperado -respondió Alice frotándose los hombros.
– No seamos pesimistas y vayamos a ver.
Alice llevó a Daldry hacia la taquilla; la ventanilla estaba cerrada.
– Perfecto -dijo Daldry-, la entrada es gratuita.
Delante del puesto donde había tenido ese extraño encuentro a la víspera, Alice sintió un profundo malestar, una inquietud repentina que le oprimió la garganta. Se detuvo, y Daldry, adivinando su malestar, volvió el rostro hacia ella.
– Esa vidente no es más que una mujer como usted y como yo…, en fin, sobre todo como usted. En resumen, no se preocupe, haremos lo necesario para quitarle el hechizo.
– Otra vez burlándose de mí, y de verdad que no es muy bonito por su parte.
– Sólo quería hacerla sonreír. Alice, vaya a escuchar sin miedo lo que esa vieja loca tiene que decirle y, en el camino de vuelta, nos reiremos ambos de sus necedades. Y luego, una vez en Londres, en el estado de cansancio en el que nos encontramos, con vidente o sin ella, dormiremos como ángeles. Así que sea valiente, la espero, no me muevo ni un milímetro.
– Gracias, tiene razón, me porto como una niña.
– Sí…, bueno…, ahora corra, de todas maneras más nos valdría volver antes de que sea noche cerrada, sólo funciona un faro del coche.
Alice se acercó al puesto. Por delante estaba cerrado, pero se escapaba un rayo de luz de los postigos. Dio la vuelta y llamó a la puerta.
La vidente pareció sorprendida al descubrir a Alice.
– ¿Qué haces tú aquí? ¿Te pasa algo? -preguntó.
– No -respondió Alice.
– No pareces muy en forma, estás bastante paliducha -añadió la anciana.
– Seguramente sea el frío, estoy helada hasta los huesos.
– Entra -le ordenó la vidente-, ven a calentarte cerca de la estufa.
Alice se adentró en la caseta y reconoció de inmediato los olores de la vainilla, del ámbar y del cuero, más intensos al acercarse al hornillo. Se instaló en una banqueta; la vidente se sentó a su lado y le cogió las manos entre las suyas.
– Entonces, ¿cómo es que vienes otra vez a verme?
– Pues… pasaba por aquí y he visto la luz.
– Eres realmente encantadora.
– ¿Quién es usted? -le preguntó Alice.
– Una vidente a quien los feriantes de esta escollera respetan; la gente viene de lejos para que les adivine el porvenir. Pero ayer, a tus ojos, no era más que una vieja loca. Supongo que, si has venido hoy otra vez, es porque debes de haber cambiado de opinión. ¿Qué quieres saber?
– Ese hombre que pasaba a mis espaldas mientras hablábamos, ¿quién es? ¿Y por qué yo tendría que ir al encuentro de las otras seis personas antes de conocerlo?
– Lo siento, cariño, no tengo una respuesta a esas preguntas, te he dicho lo que he visto; no puedo inventarme nada, nunca lo he hecho, no me gustan las mentiras.
– A mí tampoco -protestó Alice.
– Pero no has pasado por casualidad por delante de mi carromato, ¿verdad?
Alice asintió con la cabeza.
– Ayer, cuando me llamó por mi nombre, no se lo había dicho, ¿cómo lo supo? -preguntó Alice.
– Y tú, ¿cómo lo haces para ponerle nombre al instante a todos los aromas que percibes?
– Tengo un don, soy perfumista.
– ¡Y yo, vidente! Cada una de nosotras tiene aptitudes para su terreno.
– He vuelto porque me han empujado a ello. Es verdad, lo que me dijo ayer me puso nerviosa -confesó Alice-, y no he pegado ojo en toda la noche por su culpa.
– Te entiendo; en tu lugar, tal vez me habría pasado lo mismo.
– Dígame la verdad, ¿de veras vio todo aquello ayer?
– ¿La verdad? Gracias a Dios, el futuro no está esculpido en mármol. Tu porvenir está hecho de elecciones que te pertenecen.
– Entonces, ¿sus predicciones no son más que camelos?
– Posibilidades, no certezas. Tú eres la única que decide.
– ¿Decidir qué?
– Pedirme o no que te revele lo que veo. Pero piénsalo dos veces antes de responderme. Saber no siempre carece de consecuencias.
– Entonces, lo primero que me gustaría saber es si es sincera.
– ¿Acaso te pedí dinero ayer? ¿U hoy? Eres tú la que ha llamado a mi puerta. Pero pareces tan inquieta, tan atormentada, que probablemente sea preferible que nos quedemos en este punto. Vuelve a tu casa, Alice. Por si eso te tranquiliza, no te acecha nada grave.
Alice miró largo rato a la vidente. Ya no la intimidaba, muy al contrario, su compañía se le había vuelto agradable y su voz ronca la sosegaba. No había hecho todo ese camino para volverse sin saber un poco más, y la idea de retar a la vidente no le disgustaba. Alice se enderezó y le tendió las manos.
– De acuerdo, dígame lo que ve, tiene razón, soy la única que decide lo que quiero o no creer.
– ¿Estás segura?
– Cada domingo, mi madre me arrastraba a misa. En invierno, hacía un frío insoportable en la iglesia de nuestro barrio. Me pasé horas rezándole a un Dios al que nunca he visto y que no salvó a nadie, así que creo que puedo pasarme unos minutos escuchándola…
– Lamento que tus padres no hayan sobrevivido a la guerra -dijo la vidente interrumpiendo a Alice.
– ¿Cómo lo sabe?
– Chis -dijo la vidente poniendo su índice en los labios de Alice-, has venido aquí para escuchar y no haces más que hablar.
La vidente volvió las manos de Alice y le puso las palmas hacia el cielo.
– Hay dos vidas en ti, Alice. La que conoces y la que te espera desde hace tiempo. Esas dos existencias no tienen nada en común. El hombre del que te hablaba ayer se encuentra en alguna parte en el camino de esa otra vida, y nunca estará presente en la que llevas hoy. Ir a su encuentro te obligará a realizar un largo viaje. Un viaje en el curso del cual descubrirás que nada de todo aquello que creías ser era verdad.
– Lo que me cuenta no tiene ningún sentido -protestó Alice.
– Tal vez. Después de todo, no soy más que una simple vidente de feria.
– ¿Un viaje adónde?
– Al lugar de donde vienes, cariño, a tu historia.
– Vengo de Londres y cuento con volver allí esta noche.
– Hablo de la tierra que te ha visto nacer.
– Londres otra vez, nací en Holborn.
– No, créeme, cariño -respondió la vidente sonriendo.
– Sabré al menos dónde me dio a luz mi madre, ¡por Dios!
– Viste la luz en el sur, no hay que ser vidente para adivinarlo, los rasgos de tu rostro dan muestras de ello.
– Lamento contradecirla, pero mis ancestros son todos naturales del norte, de Birmingham por parte de mi madre, y de Yorkshire por parte de mi padre.
– De Oriente por ambas -susurró la vidente-. Vienes de un imperio que ya no existe, de un país muy antiguo, a miles de kilómetros. La sangre que corre por tus venas nace entre el mar Negro y el Caspio. Mírate en un espejo y constátalo tú misma.
– ¡Menuda tontería! -dijo Alice, indignada.
– Te lo repito, para emprender este viaje tienes que estar dispuesta a aceptar ciertas cosas. Y tengo la impresión, a juzgar por tu reacción, de que todavía no estás lista. Es preferible parar aquí.
– Ni hablar, ¡estoy harta de noches en vela! No me iré a Londres hasta que tenga la convicción de que usted es una charlatana.
La vidente miró a Alice con gravedad.
– Perdóneme, lo lamento -añadió de inmediato Alice-, no es lo que pensaba, no quería faltarle al respeto.
La vidente le soltó las manos a Alice y se levantó.
– Regresa a tu casa y olvídate de todo lo que te he dicho; soy yo quien lo lamenta. La verdad es que no soy más que una vieja loca que desbarra y se burla de las debilidades de la gente. De tanto querer predecir el futuro, he acabado creyéndome mi propio juego. Vive tu vida sin preocupación alguna. Eres una chica guapa, no necesito ser vidente para decirte que encontrarás un hombre que te guste, pase lo que pase.
La vidente caminó hacia la puerta de su barraca, pero Alice no se movió.
– Hace un rato me parecía más sincera. De acuerdo, juguemos -dijo Alice-. Después de todo, nada me impide considerar que se trata de un juego. Imaginemos que me tomara en serio sus predicciones, ¿por dónde debería empezar?
– Eres agotadora, cariño. De una vez por todas, no he predicho nada. Digo lo que se me pasa por la cabeza, así que es inútil que pierdas el tiempo. ¿No tienes nada mejor que hacer en Nochebuena?
– También es inútil que se desacredite para que la deje en paz, le prometo irme en cuanto me haya respondido.
La vidente miró un pequeño icono bizantino colgado en la puerta de su carromato, acarició el rostro casi borrado de un santo, y se volvió hacia Alice con mayor gravedad todavía.
– En Estambul te encontrarás con alguien que te guiará hacia la próxima etapa. Pero no lo olvides nunca: si llevas esta búsqueda hasta el final, la realidad que conoces no seguirá siendo igual. Ahora déjame, estoy agotada.
La vidente abrió la puerta, el aire frío del invierno se metió precipitadamente en el carromato. Alice se apretó el abrigo, sacó un monedero del bolsillo, pero la vidente rechazó su dinero. Alice se anudó la bufanda alrededor del cuello y se despidió de la anciana.
La crujía estaba desierta, los farolillos se agitaban al viento, componiendo con sus tintineos una extraña melodía.
Un faro de coche parpadeó enfrente de ella. Daldry le hacía gestos tras el parabrisas de su Austin. Corrió hacia él, aterida.
– Empezaba a preocuparme. Me he preguntado unas cien veces si debía ir a buscarla. Era imposible esperarla fuera con un frío así -se quejaba Daldry.
– Creo que vamos a tener que circular de noche -dijo Alice mirando el cielo.
– Anda que no se ha quedado rato en esa barraca -añadió Daldry tras arrancar el motor del Austin.
– Se me ha pasado volando.
– A mí no. Espero que valiera la pena.
Alice recuperó el mapa de carreteras del asiento trasero y se lo puso sobre las rodillas. Daldry le hizo notar que, para volver a Londres, era preferible en adelante que lo cogiese en el otro sentido. Aceleró y las ruedas traseras derraparon.
– Menuda forma de hacerle pasar la noche de Navidad, ¿no? -dijo Alice casi excusándose.
– Una forma más divertida que aburrirme delante de mi aparato de radio. Y, además, si la carretera no se complica, todavía llegaremos a tiempo para cenar. Falta mucho para la medianoche.
– Para Londres también, me temo -suspiró Alice.
– ¿Me va a deprimir mucho rato? ¿El encuentro ha sido concluyente? ¿Se ha quitado de encima las preocupaciones suscitadas por esa mujer?
– Pues la verdad es que no -respondió Alice.
Daldry entreabrió la ventanilla.
– ¿Le molesto si enciendo un cigarrillo?
– No, si me ofrece uno.
– ¿Fuma?
– No -respondió Alice-, pero esta noche, ¿por qué no?
Daldry sacó un paquete de Embassy del bolsillo de su impermeable.
– Sujéteme el volante -le dijo a Alice-. ¿Sabe conducir?
– Tampoco -respondió inclinándose para agarrar el volante mientras Daldry deslizaba dos cigarrillos entre sus labios.
– Intente mantener las ruedas paralelas a la carretera.
Encendió su mechero, corrigió con su mano libre la trayectoria del Austin, que se desviaba hacia el arcén, y le tendió un cigarrillo a Alice.
– Así que nos hemos quedado con un palmo de narices -dijo-, y parece todavía más preocupada que ayer.
– Creo que les concedo demasiada importancia a las palabras de esa vidente. El cansancio, sin duda. No he dormido lo suficiente estos últimos tiempos, estoy agotada. Esa mujer está más loca de lo que me habría imaginado.
Alice tosió con la primera calada que dio. Daldry se lo quitó de los dedos y lo tiró fuera.
– Entonces, descanse. La despertaré cuando lleguemos.
Alice apoyó la cabeza contra la ventanilla, sintió cómo se le caían los párpados.
Daldry la miró dormir un instante, luego se concentró en la carretera.
El Austin paró al borde de la acera; Daldry apagó el motor y se preguntó cómo despertaría a Alice. Si le hablaba, se sobresaltaría; poner una mano en su hombro sería una inconveniencia; una tos podría funcionar, pero si había ignorado los chirridos de los amortiguadores durante el trayecto, habría que toser fortísimo para despertarla.
– Vamos a morir de frío si pasamos la noche aquí -susurró ella al abrir un ojo.
En ese momento, fue Daldry el que se sobresaltó.
Al llegar a su planta, Daldry y Alice se quedaron un rato sin saber ni uno ni otro lo que convenía decir. Alice se anticipó.
– Al final no son más que las once.
– Tiene razón -respondió Daldry-, las once apenas.
– ¿Qué ha comprado esta mañana en el mercado? -le preguntó Alice.
– Jamón, un bote de Piccalilli, alubias y un trozo de chéster, ¿y usted?
– Unos huevos, beicon, un suizo, miel.
– ¡Un auténtico festín! -exclamó Daldry-. Me muero de hambre.
– Me ha invitado al desayuno, le he costado una fortuna en gasolina y ni siquiera se lo he agradecido todavía. Le debo una invitación.
– Será un placer, estoy libre toda la semana.
– Ethan, ¡hablaba de esta noche!
– Ningún problema, hoy también estoy libre.
– Algo me olía yo.
– Reconozco que sería un poco estúpido celebrar la Navidad cada uno a su lado de la pared.
– Entonces, voy a preparar una tortilla.
– Es una idea magnífica -dijo Daldry-, dejo este impermeable en mi casa y vuelvo a llamar a su puerta.
Alice encendió el hornillo, empujó el baúl hacia el centro de la habitación, instaló dos grandes cojines a cada lado, lo cubrió con un mantel y puso cubiertos para dos. Luego se encaramó a su cama, abrió el lucernario y cogió la caja de huevos y la mantequilla que conservaba en el tejado, al frío del invierno.
Daldry llamó al poco rato. Entró en la habitación, con americana y pantalón de franela, con su capacho colgado del brazo.
– A falta de flores, imposibles de encontrar a estas horas, le traigo todo lo que he comprado esta mañana en el mercado; con la tortilla, esto será una delicia.
Daldry sacó una botella de vino de su capacho y un sacacorchos del bolsillo.
– No deja de ser Navidad, no vamos a conformarnos con agua.
En el transcurso de la cena, Daldry le contó a Alice algunos recuerdos de su infancia. Le habló de las relaciones imposibles que mantenía con los suyos: de los sufrimientos de su madre, quien, matrimonio de conveniencia obliga, se había casado con un hombre que no compartía ni sus gustos ni su visión de las cosas, y menos aún su agudeza; de su hermano mayor, carente de talante artístico, pero no de ambición, quien había hecho todo lo posible por alejar a Daldry de su familia, encantadísimo ante la perspectiva de ser el único heredero del negocio de su padre. Le preguntó muchas veces a Alice si no le aburría, y cada vez Alice le aseguraba que, al contrario, encontraba ese retrato de familia fascinante.
– ¿Y usted? -le preguntó-. ¿Cómo fue su infancia?
– Alegre -respondió Alice-. Soy hija única, no le diré que no haya echado terriblemente de menos un hermano o una hermana, porque sí lo hice, pero me beneficié de toda la atención de mis padres.
– ¿Y a qué se dedicaba su padre? -le preguntó Daldry.
– Era farmacéutico, e investigador en sus ratos libres. Fascinado por las virtudes de las plantas medicinales, se las hacía traer de los cuatro puntos cardinales. Mi madre trabajaba con él, se conocieron en la facultad. No dormíamos en sábanas de seda, pero la farmacia era próspera. Mis padres se querían y nos reíamos mucho en casa.
– Ha tenido suerte.
– Sí, lo reconozco, y, al mismo tiempo, ser testigo de tanto amor te hace aspirar a un ideal difícil de alcanzar.
Alice se levantó y llevó los platos al fregadero. Daldry se deshizo de los restos de su comida y se unió a ella. Se paró delante de la mesa de trabajo y examinó detenidamente los tarritos de terracota de donde salían largos tallos de papel, así como la multitud de frascos ordenados por grupos que había en la estantería.
– A la derecha están los absolutos, se obtienen a partir de concretos o de resinoides. En medio están los acordes en los que trabajo.
– ¿Es usted química como su padre? -preguntó Daldry sorprendido.
– Los absolutos son esencias, los concretos se obtienen tras haber extraído los principios aromáticos de ciertas materias primas de origen vegetal, como la rosa, el jazmín o las lilas. En cuanto a esa mesa que parece intrigarle tanto, la llamamos órgano. Perfumistas y músicos tienen muchos vocablos en común, nosotros también hablamos de notas y de acordes. Mi padre era farmacéutico, yo soy lo que se suele llamar una nariz. Trato de crear composiciones, nuevas fragancias.
– ¡Es un trabajo muy original! ¿Y ha inventado ya alguna, quiero decir, perfumes que se compren en las tiendas? ¿Algo que conozca?
– Sí, lo he conseguido -respondió Alice con voz risueña-. Sigue siendo algo bastante desconocido, pero se pueden encontrar algunas de mis creaciones en los escaparates de ciertos perfumistas de Londres.
– Debe de ser maravilloso ver su trabajo expuesto. Tal vez algún hombre haya logrado seducir a alguna mujer gracias al perfume que llevaba y que usted ha creado.
Esta vez, Alice dejó escapar una franca carcajada.
– Lamento decepcionarle, hasta el día de hoy sólo he realizado concentrados femeninos, pero me ha dado una idea. Debería buscar una nota de pimienta, un toque de madera, masculino, un cedro o un vetiver. Voy a pensarlo.
Alice cortó dos trozos del suizo.
– Saboreemos el postre y, luego, le dejaré marcharse. Estoy pasando una noche estupenda, pero me caigo de sueño.
– Yo también -dijo Daldry bostezando-, ha nevado mucho en el camino de vuelta y he tenido que redoblar la atención.
– Gracias -susurró Alice poniendo un trozo de suizo delante de Daldry.
– Soy yo quien debe agradecérselo, hacía mucho tiempo que no comía suizo.
– Gracias por haberme acompañado a Brighton, ha sido muy generoso por su parte.
Daldry alzó la mirada hacia el lucernario.
– La luz de esta habitación debe de ser extraordinaria durante el día.
– Lo es, un día le invito a tomar el té, podrá constatarlo usted mismo.
Cuando se comieron las últimas migas del suizo, Daldry se levantó, y Alice lo acompañó hasta la puerta.
– No voy muy lejos -dijo cruzando el rellano.
– No, en efecto.
– Feliz Navidad, señorita Pendelbury.
– Feliz Navidad, señor Daldry.