Alice se detuvo camino del restaurante para enviar su carta a Daldry. Al entrar en la sala oyó un vivo altercado entre mamá Can y su sobrino. Pero, en cuanto se acercó a la trascocina, mamá Can se calló y miró mal a Can para que se callara también, lo que no se le escapó en absoluto a Alice.
– ¿Qué pasa? -preguntó poniéndose su delantal.
– Nada -protestó Can, cuya mirada decía todo lo contrario.
– Pero si ambos parecen muy enfadados -dijo Alice.
– Una tía debería tener derecho a reñir a su sobrino sin que éste levante la mirada al cielo y le falte al respeto -respondió mamá Can alzando la voz.
Can salió del restaurante dando un portazo sin siquiera despedirse de Alice.
– Parece grave -añadió ella al acercarse a la cocina, donde el marido de mamá Can se atareaba.
Se volvió hacia ella con una espátula en la mano y le hizo probar su guiso.
– Está delicioso -dijo Alice.
El cocinero se secó las manos en el delantal y se dirigió sin decir una palabra hacia el cobertizo para fumarse allí un cigarrillo. Le echó una mirada de exasperación a su mujer antes de cerrar a su vez de un portazo.
– Buen ambiente -dijo Alice.
– Esos dos se han aliado contra mí -refunfuñó mamá Can-. El día que me muera, los clientes me seguirán al cementerio antes de permitir que les sirvan esos dos cabezones.
– Si me dijera lo que pasa, quizá podría ponerme de su parte; con un dos contra dos, el partido estaría más igualado.
– El cretino de mi sobrino es demasiado buen profesor y tú aprendes demasiado rápido nuestra lengua. Can debería meterse en sus asuntos y tú deberías hacer lo mismo. Vete, pues, al comedor en lugar de quedarte ahí plantada; ¿ves algún cliente en esta cocina? No, pues largo, esperan que los sirvan, ¡y ni se te ocurra dar un portazo!
Alice no se lo hizo repetir. Dejó en el primer estante que estaba a mano la pila de platos que el pinche acababa de secar, y se volvió libreta en mano hacia el comedor, que comenzaba a llenarse.
Apenas se cerró la puerta de la cocina, se oyó a mamá Can gritarle a su marido que apagase el cigarrillo y que volviese en el acto a su cocina.
La noche continuó sin más contratiempos, pero, cada vez que Alice pasaba por la cocina, constataba que mamá Can y su marido no se dirigían la palabra.
Los lunes por la noche, el turno de Alice nunca acababa muy tarde, los últimos clientes abandonaban el restaurante alrededor de las once. Terminó de ordenar el comedor, se desató el delantal, se despidió del pinche, del marido de mamá Can, quien masculló un confuso adiós, y por fin de ella, quien la miró salir poniéndole cara rara.
Can la esperaba fuera, sentado en un murete.
– Pero ¿adónde has ido? Te has escapado a la francesa. ¿Y qué es lo que le has hecho a tu tía para ponerla en ese estado? Por culpa de tus tonterías hemos pasado todos una noche horrorosa, estaba de un humor de perros.
– Mi tía es mucho más terca que un perro, nos hemos peleado, eso es todo, mañana irá todo mejor.
– ¿Y puedo saber por qué os habéis peleado? Después de todo, soy yo quien ha pagado los platos rotos.
– Si se lo digo, se enfadará mucho más y el turno de mañana será peor que el de esta noche.
– ¿Por qué? -preguntó Alice-. ¿Me concierne en algo?
– No puedo decir nada. Bueno, ya hemos cotilleado bastante, la acompaño, es tarde.
– ¿Sabes, Can? Soy una persona adulta y no tienes la obligación de escoltarme todas las noches hasta mi casa. En estos meses he tenido tiempo para aprenderme el camino. La casa donde vivo no se mueve nunca del final de la calle.
– No está bien burlarse de mí, me pagan por encargarme de usted, sólo hago mi trabajo, como usted en el restaurante.
– ¿Cómo que te pagan?
– El señor Daldry continúa enviándome un giro cada semana.
Alice miró durante un buen rato a Can y se fue sin decir nada. El guía le dio alcance.
– También lo hago por amistad.
– No me digas que es por amistad, porque te pagan -dijo acelerando el paso.
– Las dos cosas no son incompatibles, y por la noche las calles no son tan seguras como cree. Estambul es una gran ciudad.
– Pero Üsküdar es un pueblo donde todo el mundo se conoce, me lo has repetido cien veces. Ahora déjame en paz, conozco mi camino.
– Está bien -suspiró Can-, le escribiré a Daldry para decirle que ya no quiero su dinero, ¿le parece bien así?
– Lo que me habría parecido bien es que me hubieses dicho mucho antes que te seguía pagando por ocuparte de mí. Intenté dejarle claro que ya no quería su ayuda, pero constato que no hace más que lo que le da la gana, una vez más, y eso me pone furiosa.
– ¿Por qué el hecho de que alguien la ayude la pone furiosa? Es absurdo.
– Porque no le he pedido nada, y no necesito la ayuda de nadie.
– Eso es todavía más absurdo, todos necesitamos a alguien en la vida, nadie puede hacer grandes cosas solo.
– Bueno, ¡pues yo sí!
– Bueno, ¡pues usted tampoco! ¿Lograría poner a punto su perfume sin la ayuda del artesano de Cihangir? ¿Habría encontrado su taller si yo no la hubiese llevado? ¿Habría conocido al cónsul, al señor Zemirli y al maestro de escuela?
– No exageres, no tienes nada que ver con lo del maestro de escuela.
– ¿Y quién decidió ir por la callejuela que pasaba por delante de su casa? ¿Quién?
Alice se paró y se encaró con Can.
– Eres de una mala fe increíble. De acuerdo, sin ti no habría conocido ni al cónsul, ni al señor Zemirli, no trabajaría en el restaurante de tu tía, no viviría en Üsküdar y probablemente me habría ido de Estambul. Es a ti a quien le debo todo eso, ¿estás satisfecho?
– ¡Y no habría pasado ante el callejón donde se encontraba ese colegio!
– Te he pedido disculpas, no nos vamos a pasar con esto toda la noche.
– No he debido de captar en qué momento se ha disculpado. Y no habría conocido a ninguna de esas personas, ni habría encontrado un empleo en el restaurante de mi tía, ni habría ocupado la habitación que le alquila, si el señor Daldry no me hubiese contratado. Podría extender sus disculpas y agradecérselo a él también, al menos con el pensamiento. Estoy seguro de que le llegarían de una forma u otra.
– Lo hago en cada carta que le escribo, «señor doy lecciones de moral», quizá dices eso únicamente para que no le prohíba en mi próxima carta mandarte tus giros.
– Si después de todos los favores que le he hecho quiere usted hacer que pierda mi empleo, es asunto suyo.
– Eso es justo lo que decía, eres de una mala fe increíble.
– Y usted tan terca como mi tía.
– Vale, Can, ya he tenido mi ración de discusiones por esta noche, por todo el mes, mejor dicho.
– Vamos a tomarnos un té y hagamos las paces.
Alice se dejó guiar a un café cuya terraza, todavía muy frecuentada, ocupaba el final de un callejón.
Can les pidió dos rakis. Alice prefería el té que le había prometido, pero el guía no quiso escucharla.
– El señor Daldry no le tenía miedo a beber.
– ¿A ti te parece valiente cogerse un ciego?
– No lo sé, nunca me he hecho esa pregunta.
– Bueno, pues deberías; la ebriedad es una cobardía estúpida. Ahora que hemos brindado con raki para darte gusto, vas a decirme qué tiene que ver conmigo esa discusión con tu tía.
Can dudó si responder, pero la insistencia de Alice venció sus últimas reticencias.
– Es por toda esa gente que le he hecho conocer. El cónsul, el señor Zemirli, el maestro, aunque le he jurado a mi tía que en éste no he tenido nada que ver y que habíamos pasado por delante de su casa por casualidad.
– ¿Qué es lo que te reprocha?
– Meterme en lo que no me importa.
– ¿Por qué le disgusta eso?
– Dice que cuando nos ocupamos demasiado de la vida de los demás, incluso cuando creemos que hacemos bien, acabamos por no traerles más que problemas.
– Bueno, pues iré a tranquilizar a mamá Can mañana mismo y le explicaré que no me has traído más que alegrías.
– No puede decirle tal cosa a mi tía, sabría que se lo he dicho yo y se pondría furiosa conmigo. Y más teniendo en cuenta que no es completamente verdad. Si no le hubiese presentado al señor Zemirli, no habría estado tan triste cuando se murió; y si no la hubiese llevado a esa callejuela, no se habría sentido desamparada ante ese viejo profesor. Nunca la había visto en semejante estado.
– ¡Tienes que decidirte de una vez por todas! O son tus talentos de guía los que nos condujeron a ese colegio, o es una casualidad y no tienes nada que ver.
– Digamos que es un poco las dos cosas: la casualidad hizo que se quemase el konak, y yo la llevé a la callejuela. La casualidad y yo éramos socios en este asunto.
Alice apartó su vaso vacío, Can volvió a llenarlo de inmediato.
– Esto me recuerda a mis buenas noches con el señor Daldry -dijo el guía.
– ¿Podrías olvidarte de Daldry cinco minutos?
– No, no creo -respondió Can después de reflexionar.
– ¿Cómo habéis llegado a discutir así?
– Por la cocina.
– No te preguntaba dónde había comenzado, sino cómo.
– Ah, eso no puedo decírselo, mamá Can me ha hecho prometerlo.
– Bueno, pues te libero de tu promesa. Una mujer puede levantar la promesa que un hombre le ha hecho a otra mujer a condición de que ellas se lleven bien y que eso no cause ningún perjuicio ni a una ni a otra. ¿No lo sabías?
– ¿Se lo acaba de inventar?
– Ahora mismo.
– Eso es lo que yo pensaba.
– Can, dime por qué habéis hablado de mí.
– ¿Qué bien puede hacerle eso?
– Ponte en mi lugar. Imagina que nos hubieses sorprendido a Daldry y a mí peleándonos por causa tuya, ¿no querrías saber por qué?
– No habría necesidad. Imagino que el señor Daldry me habría criticado otra vez, que usted habría salido en mi defensa y que él se lo habría reprochado una vez más. No es muy complicado, ya ve.
– ¡Me vuelves loca!
– Y a mí es mi tía quien me vuelve loco por culpa de usted, así que ya estamos igual.
– De acuerdo, un toma y daca. No le digo nada a Daldry en mi próxima carta a propósito de tus giros, y tú me confiesas cómo ha empezado esa discusión.
– Eso es un chantaje, y usted me obliga a traicionar a mamá Can.
– Y yo, al no decirle nada a Daldry, traiciono mi independencia; ya ve, todavía estamos igual.
Can miró a Alice y le volvió a llenar el vaso.
– Beba primero -dijo sin dejar de mirarla.
Alice vació el vaso de un trago y lo volvió a dejar violentamente sobre la mesa.
– ¡Te escucho!
– Creo que he encontrado a la señora Yilmaz -declaró Can.
Y, ante la mirada alelada de Alice, añadió:
– Su niñera… Sé dónde vive.
– ¿Cómo la has encontrado?
– Can todavía es el mejor guía de Estambul, y eso es verdad para las dos orillas del Bósforo. Hace casi un mes que hago preguntas por aquí y por allá. Me he recorrido las calles de Üsküdar y he encontrado a alguien que la conocía. Se lo había dicho, Üsküdar es un sitio donde todo el mundo se conoce, o, digamos, un sitio donde todo el mundo conoce a alguien que conoce a alguien… Üsküdar es un pueblecito.
– ¿Cuándo podremos ir a verla? -preguntó Alice ansiosa.
– Cuando llegue el momento, ¡y mamá Can no podrá saber nada!
– Pero ¡por qué se mete! ¿Y por qué no quería que me hablases de ello?
– Porque mi tía tiene teorías sobre cualquier cosa. Afirma que las cosas del pasado deben permanecer en el pasado, que nunca es bueno despertar nuevas historias. No se debe exhumar lo que el tiempo ha enterrado, asegura que le haría daño conduciéndola a casa de la señora Yilmaz.
– Pero ¿por qué? -preguntó Alice.
– Del porqué no tengo ni idea, quizá nos enteremos cuando vayamos. ¿Ahora tengo su promesa de que será paciente y que esperará sin decir nada a que organice esa visita?
Alice se lo prometió, y Can le suplicó que la dejara acompañarla a su casa mientras la borrachera aún se lo permitiese. Con el número de vasos de raki que se había soplado al hacerle esa confesión, era más que urgente ponerse en camino.
Al día siguiente por la tarde, al volver del taller de Cihangir, Alice fue a toda velocidad a su casa a cambiarse antes de empezar su turno de las siete.
La vida en el restaurante de mamá Can parecía haber retomado su curso normal. Su marido se afanaba en la cocina gritando en cuanto un plato estaba listo, y mamá Can vigilaba la mesa desde la caja. No la abandonaba más que para ir a saludar a los parroquianos, y desde allí designaba con una mirada las mesas en las que había que situar a la gente según la importancia que les concedía. Alice tomaba nota, zigzagueaba entre los clientes y la cocina, y el pinche lo hacía lo mejor que podía.
Hacia las nueve, cuando llegaba la «hora punta», mamá Can abandonó su taburete suspirando y se decidió a echarles una mano.
Mamá Can observaba discretamente a Alice, quien, por su parte, hacía grandes esfuerzos por no revelar nada del secreto que le había confiado Can.
Cuando el último cliente se hubo ido, mamá Can echó el cerrojo, empujó una silla y se instaló en una mesa sin quitarle los ojos de encima a Alice, quien, como cada noche, ponía las mesas para el día siguiente. Estaba quitando el mantel de la mesa vecina a la que ocupaba mamá Can cuando ésta le confiscó el trapo con el que daba brillo a la madera y le cogió la mano.
– Anda, ve a preparar un té con menta, querida, y vuelve con dos vasos.
La idea de respirar un poco no disgustaba a Alice. Volvió a la cocina y reapareció unos minutos más tarde. Mamá Can ordenó al pinche que cerrase el postigo del pasaplatos; Alice dejó su bandeja y se sentó enfrente de ella.
– ¿Eres feliz aquí? -preguntó la dueña tras servir el té.
– Sí -respondió Alice, perpleja.
– Eres valiente -dijo mamá Can-, como yo cuando tenía tu edad, el trabajo nunca te ha dado miedo. Una situación extraña, si se piensa bien, la de nuestra familia contigo, ¿no te parece?
– ¿Qué situación? -preguntó Alice.
– Por el día mi sobrino trabaja para ti y, por la noche, tú trabajas para su tía. Es casi un negocio familiar.
– Nunca lo había pensado así.
– ¿Sabes? Mi marido no habla mucho, dice que no le da tiempo, que hablo por dos, al parecer. Pero te aprecia y te valora.
– Me siento conmovida, yo también os quiero a todos.
– Y la habitación que te alquilo, ¿te gusta?
– Me gusta la calma que reina en ella, la vista es magnífica y duermo muy bien.
– ¿Y Can?
– ¿Perdón?
– ¿No has comprendido mi pregunta?
– Can es un guía formidable, seguramente el mejor de Estambul; con el paso de los días que hemos pasado juntos se ha convertido en un amigo.
– Hija mía, ya no son días lo que habéis pasado juntos, sino semanas y meses. ¿Eres consciente del tiempo que pasa contigo?
– ¿Qué intenta decirme, mamá Can?
– Sólo te pido que tengas cuidado con él. ¿Sabes? Los flechazos no existen más que en los libros. En la vida real, los sentimientos se construyen tan lentamente como edificamos nuestro hogar, piedra a piedra. ¡O te crees que me volví loca de amor ante mi marido la primera vez que lo vi! Pero, después de cuarenta años de vida en común, quiero muchísimo a ese hombre. He aprendido a amar sus cualidades, a adaptarme a sus defectos, y cuando me enfado con él, como ayer por la noche, me aíslo y reflexiono.
– ¿Y sobre qué reflexiona? -preguntó Alice, burlona.
– Me imagino una balanza, y en un platillo pongo lo que me gusta de él y en el otro lo que me enfada. Y, cuando miro la balanza, siempre la veo inclinada hacia el lado bueno. Es porque tengo la suerte de tener un marido con el que puedo contar. Can es mucho más inteligente que su tío y, a diferencia de éste, es más bien guapo.
– Mamá Can, nunca he querido seducir a su sobrino.
– Bien lo sé, pero es de él de quien te hablo. Estaría dispuesto a recorrer todo Estambul por ti, ¿o es que no lo ves?
– Lo siento, mamá Can, nunca había pensado que…
– También lo sé, trabajas tanto que no has tenido un minuto para pensarlo. ¿Por qué crees que te he prohibido venir aquí el domingo? Para que tu cabeza descanse un día a la semana y tu corazón encuentre una razón para latir. Pero ya veo que Can no te gusta; deberías dejarlo tranquilo. Ahora conoces el camino para ir a tu artesano de Cihangir. Vuelve a hacer buen tiempo, podrías ir allí sola.
– Se lo diré mañana mismo.
– No hace falta, no tienes más que decirle que no necesitas más sus servicios. Si realmente es el mejor guía de la ciudad, encontrará muy rápido nuevos clientes.
Alice clavó su mirada en los ojos de mamá Can.
– ¿No quiere que trabaje más aquí?
– Yo no he dicho eso, no sé por qué lo has pensado. Te aprecio mucho, los clientes también, y estoy encantada de verte todas las noches; si ya no vinieras, creo que incluso me molestaría contigo. Conserva tu trabajo, la habitación donde duermes y donde la vista es hermosa, pasa tus días en Cihangir y todo irá para mejor.
– Entiendo, mamá Can, lo pensaré.
Alice se quitó su delantal, lo dobló y lo dejó sobre la mesa.
– ¿Por qué se enfadó con su marido ayer por la noche? -preguntó al dirigirse hacia la puerta del restaurante.
– Porque me parezco a ti, querida, soy de genio vivo y hago demasiadas preguntas. ¡Hasta mañana! Lárgate ya, volveré a cerrar cuando salgas.
Can esperaba a Alice en un banco. Se levantó a su paso y, al abordarla, provocó que se sobresaltase.
– No te había oído.
– Lo siento, no quería asustarla. Tiene mala cara, ¿no se ha arreglado lo del restaurante?
– Sí, todo ha vuelto a la normalidad.
– Con mamá Can las tormentas nunca duran mucho tiempo. Venga, la acompaño.
– Tengo que hablar contigo, Can.
– Yo también, caminemos. Tengo noticias para usted y prefiero decírselas por el camino. La razón por la que el viejo profesor no se cruza ya con la señora Yilmaz en el mercado es que ella ha dejado Estambul. Ha ido a pasar sus últimos días a lo que fue antaño su ciudad, ahora vive en Izmit y hasta tengo su dirección.
– ¿Está lejos de aquí? ¿Cuándo podremos ir a verla?
– Está a unos cien kilómetros, una hora en tren. También podemos ir allí por mar, no he organizado nada todavía.
– ¿A qué esperas?
– Prefiero estar seguro de que realmente quiere encontrarse con ella.
– Por supuesto, ¿qué es lo que te hace dudarlo?
– No lo sé, mi tía quizá tenga razón cuando dice que no es bueno desenterrar el pasado. Si ahora es feliz, ¿de qué le servirá eso? Más vale mirar adelante y pensar en el futuro.
– No tengo nada que temer del pasado, y además todos necesitamos conocer nuestra historia. Me pregunto sin parar por qué mis padres me ocultaron una parte de mi vida. En mi lugar, ¿no querrías saberlo?
– ¿Y si tenían buenas razones? ¿Y si era para protegerla?
– ¿Protegerme de qué?
– ¿De los malos recuerdos?
– Tenía cinco años y no conservo ninguno, y además no hay nada más inquietante que la ignorancia. Si conociera la verdad, fuera la que fuese, al menos me resignaría.
– Imagino que ese viaje en barco para volver a su casa debió de ser terrible, y su madre seguro que daba gracias al cielo de que no se acordase de nada de todo aquello. Ésa es probablemente la razón de su silencio.
– A mí también me lo parece, Can, pero no es más que una suposición y, para serte franca, me gustaría tanto que me hablasen de ellos, aunque sea para decirme cosas anodinas. Cómo se vestía mi madre, lo que me decía por la mañana antes de que fuese al colegio, cómo era nuestra vida en ese piso de ciudad Rumelia, lo que hacíamos los domingos… Sería una forma como otra cualquiera de retomar el contacto con ellos, aunque sólo fuera durante una conversación. Es tan duro despedirse de alguien cuando no se ha podido decir adiós… Los echo de menos tanto como en los primeros días de su desaparición.
– En lugar de ir al taller de Cihangir, mañana la llevaré a casa de la señora Yilmaz, pero ni una palabra a mi tía, ¿me lo promete? -preguntó Can al pie de la casa de Alice.
Lo miró atentamente.
– ¿Tienes a alguien en tu vida, Can?
– Tengo a mucha gente en mi vida, señorita Alice. Amigos y una familia muy grande, casi demasiado numerosa para mi gusto.
– Quería decir alguien a quien quisieras.
– Si quiere saber si hay una mujer en mi corazón, le diré que todas las chicas bonitas de Üsküdar lo visitan cada día. Amar en silencio no cuesta nada y no ofende a nadie, ¿verdad? Y usted, ¿quiere a alguien?
– Soy yo quien te ha hecho la pregunta.
– ¿Con qué cuento le ha ido mi tía? Se inventaría cualquier cosa para que deje de ayudarla en su búsqueda. Es tan obstinada cuando tiene una idea en la cabeza que le podría hacer creer que pensaba pedirle que se case conmigo, pero, tranquila, no tenía intención de hacerlo.
Alice cogió la mano de Can en la suya.
– Te prometo que no la he creído ni por un instante.
– No haga eso -suspiró Can retirando la mano.
– Sólo era un gesto de amistad.
– Quizá, pero la amistad nunca es inocente entre dos seres que no son del mismo sexo.
– No estoy de acuerdo contigo; mi mejor amigo es un hombre, nos conocemos desde la adolescencia.
– ¿No lo echa de menos?
– Por supuesto, le escribo cada semana.
– ¿Y responde a todas sus cartas?
– No, pero tengo una buena excusa: no se las envío.
Can sonrió a Alice y se fue andando hacia atrás.
– ¿Y nunca se ha preguntado por qué nunca envía esas cartas? Creo que ya es hora de volver, es tarde.
Querido Daldry:
Le escribo esta carta con el corazón helado. Creo haber llegado al término de este viaje y, sin embargo, si le escribo esta tarde es para anunciarle que no regresaré, al menos en mucho tiempo. Al leer las líneas que seguirán comprenderá por qué.
Ayer por la mañana me reuní con la niñera de mi infancia. Can me condujo a la residencia de la señora Yilmaz. Vive en una casa en lo alto de una callejuela adoquinada que antiguamente no estaba cubierta más que de tierra. Tengo que decirle también que al final de esa callejuela se encuentra una gran escalera…
Como cada día, habían dejado Üsküdar muy de mañana, pero tal y como le había prometido Can a Alice, habían ido a la estación de Haydarpasa. El tren había partido del andén a las nueve y media. Con el rostro pegado a la ventanilla del compartimento, Alice se había preguntado cómo sería su niñera y si su rostro le despertaría algún recuerdo. Llegados a Izmit una hora más tarde, habían cogido un taxi que los condujo a lo alto de una colina en el barrio más antiguo de la ciudad.
La casa de la señora Yilmaz tenía muchos más años que su propietaria. Construida en madera, se inclinaba extrañamente a un lado y parecía a punto de desmoronarse en cualquier momento. Los revestimientos de la fachada no estaban ya sujetos más que por viejos clavos descabezados, las ventanas corroídas por la sal, y los ataques de muchos inviernos quedaban marcados en sus contramarcos. Alice y Can llamaron a la puerta de esa morada moribunda. Cuando el que tomó por el hijo de la señora Yilmaz la hizo entrar en el salón, Alice quedó invadida por el olor a resina de la madera humeante de la chimenea y por el aroma de unos libros antiguos que olían a leche cuajada, de una alfombra que desprendía un olor a la dulzura seca de la tierra, de un par de viejas botas de cuero que olían todavía a lluvia.
– Está arriba -dijo el hombre señalando al piso superior-, no le he dicho nada, simplemente que tenía visita.
Al subir la bamboleante escalera, Alice percibió el perfume a lavanda de las colgaduras, el olor del aceite de lino que abrillantaba la barandilla, el de las sábanas almidonadas, parecido al de la harina, y, en la habitación de la señora Yilmaz, el de la naftalina, que provocaba una sensación de soledad.
La señora Yilmaz leía sentada en su cama. Dejó que le resbalasen las gafas a la punta de la nariz y miró a esa pareja que acababa de llamar a la puerta.
Observó fijamente a Alice, quien se acercaba, contuvo el aliento antes de dar un largo suspiro, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Alice no veía en esa cama más que a una anciana que le era extraña hasta que la señora Yilmaz la cogió en sus brazos sollozando y la estrechó contra ella…
Con la nariz hundida en su nuca, reconocí el acorde perfecto de mi infancia, el aroma de los besos recibidos antes de ir a la cama. Oí, surgido de esa infancia, el crujido de las cortinas que se abrían por la mañana, la voz de mi niñera al gritarme: «Anusheh, levántate, hay un barco muy bonito en la rada, tienes que venir a verlo.»
Recobré el olor de la leche caliente en la cocina, volví a ver las patas de una mesa de cerezo bajo la cual me gustaba tanto esconderme. Oí los escalones de la escalera crujir bajo los pasos de mi padre, y he vuelto a ver de repente, en un dibujo en tinta negra, dos rostros que había olvidado.
He tenido dos madres y dos padres, Daldry; ya no tengo ninguno.
Hizo falta un rato para que la señora Yilmaz secara mis lágrimas; sus manos me acariciaban las mejillas y sus labios me cubrían de besos. Murmuraba mi nombre sin poder parar: «Anusheh, Anusheh, mi pequeña Anusheh, mi sol, has vuelto para ver a tu vieja niñera.» Y yo también lloré, Daldry. Lloré por toda mi ignorancia, por no haber sabido nunca que aquellos que me trajeron al mundo no me vieron crecer, que aquellos a los que amé y que me criaron me habían dado en adopción para salvarme la vida. No me llamo Alice, sino Anusheh; antes que inglesa, soy armenia; y mi verdadero apellido no es Pendelbury.
A los cinco años era una niña silenciosa, una niñita que se negaba a hablar sin que se supiera por qué. Mi universo estaba hecho de olores, eran mi lenguaje. Mi padre, zapatero, poseía un gran taller y dos comercios, a una orilla y otra del Bósforo. Era, me afirmó la señora Yilmaz, el más renombrado de Estambul y venían a verlo de todos los barrios de la ciudad. Mi padre se encargaba de la tienda de Pera, mi madre dirigía la de Kadiköy, y, cada mañana, la señora Yilmaz me llevaba al colegio, situado al fondo de un pequeño callejón de Üsküdar. Mis padres trabajaban mucho, pero el domingo mi padre nos llevaba siempre a pasear en calesa.
A principios del año 1914, el enésimo médico les había sugerido a mis padres que mi mutismo no era una fatalidad, que ciertas plantas medicinales podrían calmar mis noches turbadas por violentas pesadillas y que conciliar el sueño me soltaría la lengua. Mi padre tenía por cliente a un joven farmacéutico inglés que ayudaba a las familias en dificultades. Cada semana, la señora Yilmaz y yo íbamos a la calle Isklital.
En cuanto veía a la mujer de ese farmacéutico, según parece, gritaba su nombre con una voz clara.
Las pociones del señor Pendelbury tuvieron virtudes milagrosas. Al cabo de seis meses de tratamiento dormía como un ángel y le encontraba cada vez más gusto a hablar. La vida volvió a ser feliz, hasta el 25 de abril de 1915.
Aquel día en Estambul, notables, intelectuales y periodistas, médicos, profesores y comerciantes armenios fueron arrestados en el transcurso de una redada sangrienta. Ejecutaron sin juicio a la mayoría de los hombres, y a los que habían sobrevivido los deportaron a Adana y a Alep.
Al final de la tarde, el rumor de las masacres llegó hasta el taller de mi padre. Unos amigos turcos vinieron a avisarle de que pusiese a su familia a salvo lo más rápido posible. Se acusaba a los armenios de conspirar con los rusos, enemigos en la época. Nada de eso era verdad, pero el furor nacionalista había inflamado los ánimos y, a pesar de las manifestaciones de muchos estambulitas, los asesinatos se habían perpetrado con la mayor impunidad.
Mi padre se precipitó a reunirse con nosotras; en el camino, se cruzó con una patrulla.
«Tu padre era un hombre bueno -me repetía la señora Yilmaz-, corría en la oscuridad para salvaros. Lo atraparon cerca del puerto. Tu padre era también el más valiente de los hombres; cuando aquellos locos salvajes acabaron con su sucio trabajo y lo dieron por muerto, se levantó de nuevo. A pesar de las heridas, caminó y encontró el medio de cruzar el estrecho. La barbarie no había llegado todavía a Kadiköy.
»Lo vimos regresar ensangrentado en medio de la noche; con el rostro hinchado estaba irreconocible. Había ido a veros a la habitación donde dormíais y luego le suplicó a tu madre que no llorase, para no despertaros. Nos reunió a tu madre y a mí en el salón, y nos explicó lo que pasaba en la ciudad, los asesinatos que se cometían en ella, las casas que ardían, las mujeres a las que agredían. El horror del que son capaces los hombres cuando pierden su humanidad. Nos dijo que había que protegeros a toda costa, abandonar la ciudad en el acto, enganchar el carretón y huir a provincias, donde las cosas estarían seguramente más calmadas. Tu padre me suplicó que os acogiese en mi familia, aquí, en esta casa de Izmit donde pasaste algunos meses. Y, cuando tu madre, llorando, le preguntó por qué daba a entender que él no formaría parte del viaje, todavía recuerdo que le respondió: “Voy a sentarme un poco, pero sólo porque estoy cansado.”
»Había orgullo en él, del que te mantiene recto como la punta de una lanza, del que te obliga a seguir en pie en cualquier circunstancia.
»Sentado en su silla, cerró los ojos; tu madre se arrodilló y lo abrazó. Puso una mano en su mejilla y le sonrió. Entonces tu padre dio un largo suspiro, su cabeza se inclinó a un lado y ya no dijo nada más. Murió con la sonrisa en los labios, mirando a tu madre, como había decidido.
»Recuerdo que, cuando tus padres discutían, tu padre me decía: “¿Sabe, señora Yilmaz? Está furiosa porque trabajamos demasiado, pero cuando seamos viejos le compraré una bonita residencia en el campo, con tierras alrededor, y será la más feliz de las mujeres. Y yo, señora Yilmaz, cuando muera en esa casa, que será el fruto de nuestros esfuerzos, el día en que me vaya, serán los ojos de mi mujer lo que querré ver en el último momento.”
»Tu padre me contaba eso hablando muy alto para que tu madre lo oyera. Entonces, ella dejaba pasar unos minutos y, cuando se ponía el abrigo, iba a la puerta y le decía: “En primer lugar, nada te dice que me dejarás el primero, y yo, el día en que muera por culpa de tus malditas zapaterías, que me habrán agotado, serán suelas de cuero lo que veré en mi último delirio.”
»Y luego tu madre le daba un beso jurando que era el zapatero más exigente de la ciudad, pero que no hubiese querido a ningún otro por marido.
»Tumbamos a tu padre en su cama. Tu madre lo arropó como si durmiera, le dio un beso y le susurró unas palabras de amor que no les concernían más que a ellos. Me pidió que fuese a despertaros y luego nos fuimos, pues tu padre nos lo había ordenado.
»Mientras enganchaba el carretón, tu madre terminó de preparar una maleta; entre otras cosas, metió el dibujo de ella y de tu padre que ahora ves sobre esa cómoda, entre las dos ventanas de mi habitación.»
Daldry, avancé hacia la ventana y cogí el marco entre mis manos. No reconocí sus rostros, pero ese hombre y esa mujer que me sonreían en su eternidad eran mis verdaderos padres.
«Habíamos viajado una buena parte de la noche -prosiguió la señora Yilmaz-, y llegamos antes del amanecer a Izmit, donde mi familia os acogió.
»Tu madre estaba inconsolable. Se pasaba la mayor parte del día sentada al pie de un gran tilo que puedes ver desde la ventana. Cuando estaba mejor, te llevaba a caminar por el campo, a coger ramos de rosas y de jazmines. Por el camino nos recitabas todos los olores que encontrabas.
»Creíamos estar en paz, que la locura y la barbarie habían cesado, que los horrores que había conocido Estambul sólo habían durado una noche. Pero nos equivocábamos. El odio gangrenaba todo el país. En el mes de junio, mi joven sobrino llegó sin aliento gritando que estaban arrestando a los armenios en los barrios de la parte baja de la ciudad. Se los agrupaba sin miramientos en los alrededores de la estación antes de hacerlos subir en vagones de ganado, donde los maltrataban más que a los animales que tienen por destino el matadero.
»Yo tenía una hermana que vivía en una gran casa junto al Bósforo; esa tonta era tan guapa que había seducido a un rico notable, un hombre demasiado poderoso como para que no nos atreviésemos a entrar en su casa sin que nos hubieran invitado. Ella y su marido tenían un corazón de oro y nunca habrían dejado que nadie, por el motivo que fuera, le tocara ni un pelo a ninguna mujer ni a uno de sus hijos. Decidimos que, en cuanto se pusiera el sol, os llevaría allí. Lo recuerdo como si fuera ayer, mi pequeña Anusheh: a las diez de la noche cogimos la pequeña maleta negra y, ocultas en la oscuridad de las callejuelas de Izmit, nos dirigimos hacia la casa de mi hermana. Desde lo alto de la escalera que se encuentra al final de nuestra calle, se podía ver el fuego elevándose hacia el cielo. Las casas de los armenios ardían cerca del puerto. Nos escabullimos varias veces de los regimientos salvajes que diezmaban a la comunidad armenia. Nos escondimos en las ruinas de una vieja iglesia. Éramos tan ingenuos que creíamos que lo peor había pasado, así que salimos. Tu madre te llevaba de la mano y, de repente, nos vieron.»
La señora Yilmaz dejó de hablar; sollozaba, y yo la consolaba entre mis brazos. Cogió su pañuelo, se enjugó el rostro y continuó con su penoso relato.
«Tienes que perdonarme, Anusheh, han pasado más de treinta y cinco años, y nunca consigo hablar de ello sin llorar. Tu madre se arrodilló delante de ti, te dijo que eras su vida, su pequeña maravilla, que tenías que sobrevivir a toda costa, que, pasara lo que pasase, velaría siempre por ti, y que siempre estarías en su corazón, allí donde estuvieras. Te dijo que tenía que dejarte, pero que no te abandonaría nunca. Se acercó a mí, dejó tu mano en la mía, y nos empujó a la sombra de una puerta cochera. Nos besó a todos y me suplicó que os protegiera. Luego se fue sola en la oscuridad, al encuentro de la columna de los bárbaros. Para que no viniesen hacia nosotros, para que no nos vieran, fue ella la que se dirigió hacia ellos.
»Cuando se la llevaron, os hice bajar la colina a través de senderos que conocía desde siempre. Mi primo nos esperaba en una cala, había amarrado su barca de pesca al pontón. Nos hicimos a la mar y, mucho antes de que se hiciera de día, habíamos atracado. Caminamos de nuevo, y por fin llegamos a la casa de mi hermana.»
Le pregunté a la señora Yilmaz qué le había sucedido a mi madre.
«Nunca logramos averiguar nada en concreto -me respondió-. Pero sabemos que en Izmit deportaron a cuatro mil armenios y que, durante el transcurso de ese trágico verano, asesinaron a centenares de miles por todo el imperio. Hoy ya nadie habla de ello, todo el mundo se calla. Los que sobrevivieron y encontraron la fuerza para dar testimonio de ello son muy pocos. No han querido escucharlos. Hace falta mucha humildad y valor para pedir perdón. He oído murmurar que llevaron a interminables columnas de mujeres, hombres y niños hacia el sur. Los que no iban metidos en vagones de ganado caminaban junto a los raíles. Sin agua, sin comida. Remataban en la cuneta con una bala en la cabeza a aquellos que ya no podían avanzar. A los demás les hicieron cruzar el desierto y los dejaron morir de agotamiento, de sed y de hambre.
»Cuando te cuidaba en casa de mi hermana durante ese verano ignoraba todo esto, aunque me temía lo peor. Había visto partir a tu madre y adivinaba que no volvería. Tuve miedo por ti.
»Al día siguiente de esa tragedia volviste a tu mundo silencioso, ya no querías hablar.
»Un mes más tarde, cuando mi hermana y su marido se habían asegurado de que Estambul volvía a estar en calma, te acompañé a casa del farmacéutico de la calle Isklital. Cuando viste a su mujer, sonreíste de nuevo, abriste los brazos y corriste hacia ella. Les conté lo que os había pasado.
»Tienes que comprenderme, Anusheh, era una decisión terrible, yo acepté porque debía protegerte.
»La mujer del farmacéutico te tenía mucho cariño, y tú no te quedabas corta. Cuando estabas con ella aceptabas pronunciar algunas palabras. De vez en cuando se reunía conmigo en los jardines de Taksim, adonde te llevaba a jugar; aquella mujer te hacía oler hojas, hierbas y flores, y te enseñaba a decir sus nombres; con ella revivías. Una tarde en que iba a buscar tus remedios, el farmacéutico me anunció que se iban a volver pronto a su país, y me propuso llevarte con ellos. Me prometieron que allí, en Inglaterra, no tendrías nunca miedo de nada, que te darían la vida que su mujer y él habían soñado con darle al hijo que no podían tener. Me aseguraron que junto a ellos no serías ya una huérfana, que no te faltaría nunca de nada y que, sobre todo, te colmarían de amor y cariño.
»Dejarte ir me provocaba un gran dolor, pero yo no era más que una niñera, mi hermana no podía quedarse con vosotros más tiempo y no tenía medios para criaros a ambos. Eras la más frágil, y él era demasiado pequeño para un viaje semejante, así que fue a ti, querida mía, a quien decidí salvar.»
Querido Daldry, al terminar ese relato creía haber derramado todas mis lágrimas; y, sin embargo, créame, todavía me quedaban.
Le pregunté a la señora Yilmaz por qué hablaba de «vosotros» todo el tiempo y a quién se refería al decirme que, de ambos, yo era la más frágil.
Me cogió el rostro entre sus manos y me pidió perdón. Perdón por haberme separado de mi hermano.
Cinco años después de mi llegada a Londres con mi nueva familia, el ejército de nuestro rey ocupó Izmit; qué ironía, ¿no?
En el transcurso del año 1923, cuando la revolución estaba a punto de estallar, el cuñado de la señora Yilmaz perdió sus privilegios y, poco después, la vida.
Su hermana, como muchas otras, huyó de aquel imperio desmoronado mientras nacía la nueva república. Emigró a Inglaterra y se instaló, con unas joyas como única fortuna, a orillas del mar, en la región de Brighton.
La vidente tenía razón en todos los puntos. Nací en Estambul, y no en Holborn. He conocido una a una a las personas que debían conducirme hasta el hombre que más me importaría en la vida.
Voy a ir en su busca, ya que ahora sé que existe.
En alguna parte tengo un hermano, y se llama Rafael.
Un beso,
ALICE
Alice pasó el día en compañía de la señora Yilmaz.
La ayudó a bajar la escalera y, después de comer bajo el cenador en compañía de Can y del sobrino de la señora Yilmaz, fueron ambas a sentarse al pie del gran tilo.
Esa tarde, la niñera le contó historias de un pasado en el que su padre era un zapatero de Estambul y su madre una mujer feliz por haber tenido dos hermosos hijos.
Cuando se separaron, Alice prometió ir a verla con frecuencia.
Le pidió a Can volver por mar; cuando el barco que los llevaba a Estambul atracaba, miró todas las yalis de la orilla y sintió que la emoción se adueñaba de ella.
A la noche siguiente, bajó en medio de la oscuridad a enviarle su carta a Daldry. Éste la recibió una semana más tarde y nunca le confesó a Alice que él también, al leerla, había llorado.