Alice:
Espero que me perdone por irme sin avisar. No tenía ganas de imponerle una despedida de más. Lo he estado pensando cada noche durante esta semana cuando la dejaba ante su habitación, y la idea de despedirme en el vestíbulo del hotel, maleta en mano, me resultaba abrumadora. Quise hacérselo saber ayer, y renuncié a ello por miedo a estropear los deliciosos momentos que estaba pasando en su compañía. Preferí que conservásemos el recuerdo de un último paseo a orillas del Bósforo. Parecía feliz y yo también lo era, y esta temporada en Estambul en su compañía quedará en mi memoria como uno de los momentos más especiales de mi vida. Espero de todo corazón que alcance su objetivo. El hombre que la quiera tendrá que acostumbrarse a su carácter (un amigo puede decirle esto sin que se enfade, ¿verdad?), pero en contrapartida tendrá junto a él a una mujer cuyas carcajadas lograrán despejar todas las tormentas de su vida.
Me siento realmente feliz de haberla tenido como vecina, y sé ahora mismo, mientras le escribo estas líneas, que echaré de menos su presencia incluso cuando me acuerde de lo ruidosa que es.
Tenga buen viaje, hija de Cömert Eczaci, corra hacia esa felicidad que le sienta tan bien.
Su afectísimo amigo,
DALDRY
Ethan:
He encontrado su carta esta mañana. La mía se la enviaré esta tarde y me pregunto cuánto tiempo tardará en llegarle. El crujido del sobre, cuando lo ha deslizado bajo mi puerta, me ha sacado de la cama y he comprendido de inmediato que se iba. Me he precipitado a la ventana, justo a tiempo para verlo subir en su taxi; cuando ha levantado la mirada hacia nuestro piso, he retrocedido un paso. Probablemente por las mismas razones que usted. Y, sin embargo, cuando su coche se alejaba por la calle Isklital hubiese querido decirle adiós de viva voz, agradecerle su presencia. Usted también tiene un carácter de cuidado (una auténtica amiga puede decírselo sin ofenderle, ¿no?), pero es un hombre excepcional, generoso, divertido y con talento.
De manera insólita se ha convertido en mi amigo; quizá esta amistad no tenga más que unos pocos días, unas pocas semanas en Estambul, pero, de una manera también muy insólita, de repente lo he necesitado esta mañana.
Le perdono de corazón la discreción de su partida, incluso creo que ha hecho bien al actuar así, a mí tampoco me gustan los adioses. En cierta forma, envidio que vaya a estar pronto en Londres. Echo de menos nuestra vieja casa victoriana, también mi taller. Voy a esperar aquí a que llegue la primavera. Can me ha prometido que, en cuanto haga bueno, visitaremos la isla de los Príncipes, que ambos nos hemos perdido. Le hablaré de cada rincón y, si descubro un cruce digno de su interés, se lo describiré hasta el más mínimo detalle. Parece ser que allí el tiempo se ha detenido, que cuando uno recorre la isla cree haber vuelto al siglo pasado. Las máquinas motorizadas están prohibidas en el lugar, sólo tienen derecho a circular burros y caballos. Mañana volveremos a ver al viejo perfumista de Cihangir, le escribiré también sobre mi visita a su casa y le tendré informado de los progresos de mis obras.
Espero que el viaje no haya sido demasiado agotador y que su madre haya recobrado la salud. Cuídela y cuídese usted también.
Le deseo que viva momentos maravillosos en su compañía.
Su amiga,
ALICE
Querida Alice:
Su carta ha tardado exactamente seis días en llegarme. El cartero me la ha traído esta mañana cuando salía. Me imagino que ella también ha viajado en avión, pero el sello de correos no dice en qué línea, ni siquiera si ha hecho escala en Viena. Al día siguiente a mi llegada, después de poner en orden mi piso, he ido a hacer lo mismo al suyo. Tranquila, no he tocado ninguna de sus cosas y me he contentado con quitar el polvo, que se había permitido, en su ausencia, instalarse impunemente en su casa. Si me hubiera visto, en delantal y pañoleta a la cabeza, con mi escoba y mi cubo en la mano, todavía se estaría riendo de mí. Lo que, por otra parte, debe de estar haciendo en este momento nuestra vecina de abajo, la que nos molesta a veces con su piano y a quien he tenido la mala suerte de cruzarme así ataviado al bajar la basura. Su morada ha recobrado la claridad de la primavera, que, espero, no se hará esperar demasiado. Decirle que reina un frío húmedo en el reino de Inglaterra sería de una evidente banalidad y, aunque ése sea uno de mis temas de conversación preferidos, no la aburriré con el tiempo que hace. Sepa, sin embargo, que no ha dejado de llover desde mi regreso y que lo ha hecho durante todo el mes, según he podido oír decir en el bar, donde he retomado la costumbre de ir a desayunar cada día.
El Bósforo y su sorprendente invierno templado me quedan muy lejos.
Ayer fui a pasear a orillas del Támesis. Tenía razón, no he encontrado ningún olor parecido a los que se divertía en hacerme descubrir en nuestros paseos cerca del puente Gálata. Incluso el purín de los caballos parece diferente aquí, y, al escribir esto, me pregunto si ése es el mejor ejemplo para ilustrar mi idea.
Me siento culpable de haberme ido sin despedirme, pero esa mañana tenía el corazón en un puño. Vaya a saber por qué, vaya a saber qué me ha hecho usted. No sé exactamente qué ha cambiado dentro de mí, pero, en cierta forma, durante esa última noche en que paseamos por Estambul usted se convirtió en mi amiga. Como dice una canción, me ha rozado el alma y me la ha cambiado, ¿cómo perdonarle el haber hecho nacer en mí las ganas de querer y de que me quieran? De una manera muy extraña, ha hecho de mí un mejor pintor, quizá incluso un hombre mejor. No se equivoque, esto no es en absoluto la confesión de unos sentimientos turbios hacia usted, sino una sincera declaración de amistad. Esas cosas pueden decirse entre amigos, ¿no?
La echo de menos, mi querida Alice, y el placer de haber puesto mi caballete bajo su lucernario sólo ha redoblado la añoranza, pues aquí, entre sus paredes, entre todos estos perfumes que me ha enseñado a reconocer, siento un poco su presencia y ello me da ánimos para pintar cierto cruce de Estambul que estudiamos juntos. Es una tarea ambiciosa y ya he tirado un buen número de esbozos que me parecían demasiado flojos, pero sabré ser paciente.
Cuídese y transmita mis saludos cordiales a Can. O mejor no, no se los transmita y guárdeselos enteros para usted.
DALDRY
Querido Daldry:
Acabo de recibir su carta y le agradezco esas palabras tan generosas que me dirige. Debo contarle la semana que acaba de pasar. Al día siguiente de irse, Can y yo cogimos el autobús que va de Taksim a Emirgan y pasa por Nisantasi. Habíamos visitado todos los centros escolares del barrio, por desgracia sin ningún resultado. Cada vez se repetía la misma escena; los patios y sus cobertizos, y horas enteras escudriñando antiguos registros sin encontrar en ellos mi nombre. Algunas veces, la visita era más corta, porque los archivos ya no existían, o porque esos colegios todavía no aceptaban niñas en tiempos del imperio. Cualquiera diría que mis padres nunca me escolarizaron cuando estábamos en Estambul. Can piensa que quizá decidieran no hacerlo por la guerra. Pero al no figurar en ninguna parte, ni en los registros del consulado ni en los de ningún colegio, a veces me pregunto si es que existía. Sé que esta idea no tiene ningún sentido, y anteayer decidí dejar esa búsqueda, que se me ha hecho dolorosa.
Después volvimos a visitar al perfumista de Cihangir, y los dos últimos días pasados en su compañía han sido mucho más fascinantes que los anteriores. Gracias a las excelentes traducciones de Can, cuyo inglés ha mejorado mucho desde que usted se fue, se lo he explicado todo acerca de mis proyectos. Al principio, el artesano pensaba que estaba loca, pero, para convencerlo, me serví de una pequeña estratagema. Le hablé de mis conciudadanos, de todos aquellos que no tendrán la suerte de visitar Estambul, aquellos que no subirán nunca a la colina de Cihangir, aquellos que no caminarán por las calles empedradas que bajan hacia el Bósforo, aquellos que no verán más que en una postal los reflejos plateados de la luna sobre sus aguas tumultuosas, aquellos que no oirán nunca la bocina de los barcos de vapor rumbo a Üsküdar. Le dije que sería maravilloso ofrecerles la posibilidad de imaginar la magia de Estambul en un perfume que les describiese toda esa belleza. Y como nuestro viejo perfumista ama su ciudad más que a nada, dejó de reír y me prestó toda su atención. Le anoté en una hoja la larga lista de olores que había percibido en las callejuelas de Cihangir, y Can se la leyó. El anciano quedó muy impresionado. Sé que ese proyecto es de una ambición disparatada, pero me puse a soñar despierta, a soñar que un día, en el escaparate de una perfumería de Kensington o de Piccadilly, habría un frasco de perfume llamado Estambul. Se lo suplico, no se burle de mí, he conseguido convencer al artesano de Cihangir y necesito que usted también me apoye.
Mi enfoque y el del artesano son diferentes; él no piensa más que en absolutos, mientras que yo lo hago en la química, pero su forma de trabajar me vuelve a llevar a lo esencial, me abre nuevos horizontes. Nuestros puntos de vista son cada día más complementarios. Recrear un perfume no se hace sólo mezclando moléculas, sino comenzando por escribir todo lo que nuestro sentido olfativo nos dicta, todas las impresiones que plasma en nuestra memoria como la aguja de un transductor graba una melodía en la cera de un microsillón.
Ahora bien, mi querido Daldry, si le cuento todo esto no es con el único objetivo de hablar de mí, aunque sea un ejercicio al que le estoy cogiendo gusto, sino también para que comentemos cómo van nuestros negocios.
Somos socios, y yo no soy la única que debe trabajar. Si no ha olvidado nada del acuerdo que cerramos en un maravilloso restaurante de Londres, recordará sin duda que usted también debía reafirmar su talento pintando el más hermoso de los cruces de Estambul. Me haría muy feliz leer en su próxima carta la lista más exhaustiva posible de lo que anotó cuando lo esperaba en el puente Gálata. No he olvidado nada de ese día y espero que usted tampoco, pues me gustaría no echar en falta ningún detalle en su cuadro. Tómeselo como un examen escrito y no mire al cielo…, aunque me imagino que ya lo ha hecho. He frecuentado los colegios un poco de más estos últimos días.
Si lo prefiere, entienda esta petición como un desafío. Cuando vuelva a Londres, le prometo ir a confiarle el perfume que haya creado y, al inspirarlo, revisitará todos los recuerdos que se haya traído con usted. Espero que a cambio me presente su cuadro ya acabado. Tendrán un punto en común, ya que cada uno, a su manera, hablará de los días que pasamos en Cihangir y Gálata.
Me toca pedirle perdón por esa forma indirecta de hacerle adivinar que me voy a quedar aquí mucho más tiempo.
Necesitaba decírselo. Soy feliz, Daldry, realmente feliz. Me siento más libre que nunca, incluso creo poder afirmar que no he conocido nunca tal libertad, y me embriaga. Sin embargo, no quiero ser una carga financiera que consuma su herencia. Sus giros semanales me han permitido vivir en unas condiciones demasiado privilegiadas y no tengo necesidad ni de comodidades ni de lujos semejantes. Can, cuya compañía me es muy valiosa, se las ha apañado para encontrarme una bonita habitación en una casa de Üsküdar, no lejos de la suya. Me la va a alquilar una de sus tías. Estoy loca de alegría, voy a dejar el hotel mañana y comenzaré a vivir la vida de una auténtica estambulita. Tardaré casi una hora para ir a casa de nuestro perfumista, y un poco más por la tarde para volver, pero no me quejo; al contrario, cruzar dos veces el Bósforo a bordo de un vapur, como lo llaman aquí, no es tan triste como meterse de prisa y corriendo en las profundidades de nuestro metro londinense. La tía de Can me ha ofrecido un puesto de camarera en el restaurante que tiene en Üsküdar, es el mejor de nuestro barrio y los turistas vienen allí en mayor número cada vez. Para ella, emplear a una anglófona es una ventaja. Can me enseñará a descifrar la carta y a saber decir en turco de qué se componen los platos preparados por el marido de mamá Can, que es el que manda en la cocina del restaurante. Trabajaré allí los viernes, sábados y domingos, y mi salario será más que suficiente para cubrir las necesidades de una vida desde luego más modesta que la que compartimos, pero a la que estaba acostumbrada antes de conocerlo.
Mi querido Daldry, ha anochecido hace mucho en Estambul, es mi última noche en este hotel, voy a disfrutar antes de dormir del lujo de mi habitación. Cada noche, al pasar delante de la que ocupaba usted, le decía buenas noches; continuaré haciéndolo desde mi ventana, que da al Bósforo, cuando esté instalada en Üsküdar.
Le indico la dirección al dorso de esta carta, espero impacientemente la que me enviará a cambio, y espero que en ella esté la lista que le obligo a escribir.
Cuídese.
Un beso de amiga,
ALICE
Alice:
Dado que estoy a sus órdenes…
En lo concerniente al tranvía:
Interior contrachapado de madera, listones del suelo gastados, una puerta de cristal de color índigo que separa al conductor de los viajeros, la manivela de hierro del cochero, dos lámparas macilentas, una pintura vieja de color crema desconchada en múltiples sitios.
En lo concerniente al puente Gálata:
Un piso cubierto de adoquines torcidos, donde se abren los raíles de dos líneas de tranvía cuyo paralelismo está lejos de ser perfecto; unas aceras irregulares, parapetos de piedra, dos pretiles negros de hierro forjado, manchados de óxido y que presentan huellas de corrosión en los puntos de inserción del metal en la piedra; cinco pescadores acodados, entre los cuales hay un niño que estaría mejor en el colegio que pescando entre semana; un vendedor de sandías de pie detrás de su carreta, que está cubierta con una tela de rayas rojas y blancas; un vendedor de periódicos con un saco de tela de yute en bandolera, una gorra torcida sobre la cabeza y que masca tabaco (que escupirá un poco más tarde); un vendedor de colgantes que mira el Bósforo preguntándose si no sería más sencillo tirar su mercancía y luego tirarse él; un carterista, o al menos un tipo que ronda con aspecto patibulario; en la acera de enfrente, un hombre de negocios vestido con un traje azul oscuro que no ha debido de hacerlos buenos desde hace mucho tiempo, como se ve en su cara de preocupación; dos mujeres que caminan codo con codo, probablemente dos hermanas, dada su semejanza; a tres metros detrás de ellas, un pobre imbécil que no parece hacerse ilusiones; un poco más lejos, un marinero que baja la escalera hacia la margen.
Y, ya que le hablo de la margen, se ven dos pontones flotantes, donde están amarrados unos barcos coloridos, unos con los cascos rayados de rojo índigo, otro de amarillo narciso. Un embarcadero donde esperan cinco hombres, tres mujeres y dos chiquillos.
La perspectiva de la calle que sigue hacia los altos permite discernir, si se presta la suficiente atención, el escaparate de una florista; a continuación, el de una papelería, un estanco, una frutería, una tienda de ultramarinos, una tienda de café; más allá, la callejuela tuerce y mis ojos no ven más.
Le ahorro las variaciones de colores en el cielo que me guardo para mí, las descubrirá en el lienzo. En cuanto al Bósforo, lo contemplamos lo bastante juntos como para que imagine los reflejos de la luz que aparecen en los remolinos de agua, en la popa de los vapores.
A lo lejos, la colina de Üsküdar y sus casas colgantes, en las que pondré mucha más atención en los detalles, ahora que me entero de que va a vivir allí; los conos de los minaretes; los centenares de buques, chalupas, yolas y cúteres que surcan la bahía… Todo esto está un poco desordenado, se lo concedo, pero espero haber aprobado holgadamente mi examen final.
Le enviaré, pues, esta carta a la nueva dirección que me ha indicado, esperando que le llegue a ese barrio que no he tenido el privilegio de visitar.
Su afectísimo,
DALDRY
P. D.: No se sienta obligada a transmitirle mis saludos a Can, ni a su tía, por cierto. Lo olvidaba, ha llovido lunes, martes y jueves, estuvo templado el miércoles, pero soleado el viernes…
Daldry:
Ya están aquí los últimos días de marzo. La semana anterior no pude escribirle. Entre los días pasados en el taller del artesano de Cihangir y las noches en el restaurante de Üsküdar, no es raro que me duerma en cuanto me tumbo en la cama al volver a mi estudio. Ahora trabajo en el restaurante todos los días de la semana. Estaría orgulloso de mí, he obtenido una gran habilidad en el manejo de bandejas y platos, he conseguido llevar hasta tres en cada brazo sin demasiado estropicio… Mamá Can, que es el nombre que le da aquí todo el mundo a la tía de nuestro guía, es encantadora conmigo. Si me comiese todo lo que me ofrece, volvería a Londres gorda como un tonel.
Todas las mañanas, Can viene a buscarme a la puerta de casa, y caminamos hasta el embarcadero. El paseo dura quince minutos largos, pero es agradable, salvo cuando sopla viento del norte. Estas últimas semanas ha hecho mucho más frío que cuando usted estuvo aquí.
Cruzar el Bósforo es siempre una maravilla. Cada vez me divierto pensando que me voy a trabajar a Europa y que volveré por la tarde a dormir a Asia. Apenas desembarcamos cogemos el autobús, y, cuando llegamos un poco tarde, lo que pasa de vez en cuando por mi culpa, tenemos que subir a un dolmus y me gasto en propinas todo lo que gané el día anterior. Es más caro que un billete de autobús, pero mucho menos que una carrera en taxi.
Una vez en Cihangir, todavía tenemos que subir sus escarpadas callejuelas. Como tengo unos horarios muy regulares, me cruzo a menudo con un zapatero ambulante en el momento en el que sale de su casa; lleva en la cintura un gran cofre de madera que parece pesar casi tanto como él. Nos saludamos y baja la ladera cantando mientras yo subo. Está también, algunas viviendas más allá, esa mujer que, desde el umbral de la puerta, mira cómo se van sus dos hijos con las carteras a la espalda; los sigue con la mirada hasta que desaparecen en la esquina de la calle. Cuando paso cerca de ella, me sonríe, y siento en su mirada una inquietud que no cesará hasta que acabe el día, cuando su prole haya vuelto al nido.
He congeniado con un tendero que me regala todas las mañanas, vaya a saber por qué, una fruta que tengo que elegir de entre las que hay en su puesto. Me dice que tengo la piel demasiado blanca y que sus frutas son buenas para la salud. Creo que le caigo bien, y es recíproco. A mediodía, cuando el artesano perfumista se va con su mujer, llevo a Can a esa tienda y nos compramos algo de comer. Nos sentamos ambos en medio de un precioso cementerio de barrio, en un banco de piedra a la sombra de una gran higuera, y nos entretenemos reinventando las vidas pasadas de los que duermen allí. Luego vuelvo al taller, el artesano me ha instalado un órgano improvisado. Por mi parte, he podido comprar todo el material que necesitaba. Avanzo en mis investigaciones. Actualmente trabajo en recrear la ilusión del polvo. No se burle de mí, el polvo es omnipresente en todos mis recuerdos, y aquí tiene olores a tierra, a tapias viejas, a caminos pedregosos, a sal, a barro en el que se mezclan la podredumbre de las maderas muertas. El artesano me enseña algunos de sus hallazgos. Se ha creado una verdadera complicidad entre nosotros. Y luego, cuando llega la tarde, Can y yo nos volvemos por el mismo camino. Cogemos de nuevo el autobús; la espera del vapor en el muelle a menudo se hace larga, sobre todo cuando hace frío, pero me confundo entre la muchedumbre de estambulitas y, cada día que pasa, tengo la creciente impresión de formar parte de ella; no sé por qué eso me embriaga tanto, pero así es. Vivo al ritmo de la ciudad, y le estoy cogiendo el gusto. Si he convencido a mamá Can para que ahora me deje ir todas las tardes es porque eso me hace feliz. Me gusta zigzaguear entre los clientes, oír gritar al cocinero porque sus platos están listos y no voy lo bastante rápido para llevármelos, me gustan las sonrisas cómplices de los pinches cada vez que mamá Can da una palmada para hacer callar a su marido, que chilla demasiado fuerte. En cuanto cierra el restaurante, el tío de Can da su último grito de la noche para llamarnos a la cocina. Cuando estamos todos sentados alrededor de la gran mesa de madera, tiende en ella un mantel y nos sirve una cena que le maravillaría. Éstos son los pequeños momentos de la vida que llevo aquí, y me hacen más feliz de lo que lo he sido nunca.
No olvido que todo esto se lo debo a usted, Daldry, a usted y sólo a usted. Me gustaría verlo empujar la puerta del restaurante de mamá Can, descubriría unos platos que se le saltarían las lágrimas. Le echo mucho de menos. Espero recibir en breve noticias suyas, pero esta vez nada de listas, su último correo no decía nada de usted y, sin embargo, eso es lo que más me interesa leer.
Su amiga,
ALICE
Alice:
El cartero me ha entregado esta mañana su carta; entregado es mucho decir, prácticamente me la ha tirado a la cara. El hombre estaba de muy mal humor, desde hace dos semanas ni siquiera me dirige la palabra. Es cierto que me preocupaba no tener noticias suyas, tenía miedo de que le hubiese pasado algo y criticaba cada día al servicio de correos por ello. Fui, pues, varias veces a la oficina para comprobar si sus cartas se habían extraviado en alguna parte. Tuve, y le juro que esta vez no fue culpa mía, un pequeño altercado con el empleado, todo porque no toleró que cuestionase la probidad de sus servicios. ¡Como si el correo de su majestad no conociese nunca pérdidas o retrasos! Y eso fue lo que le sugerí al cartero, quien se lo tomó a mal. Esa gente de uniforme son de una susceptibilidad que roza lo ridículo.
Por su culpa, ahora voy a tener que ir a pedirles disculpas. Se lo ruego, si sus horarios la absorben hasta el punto de que no encuentra ningún momento que dedicarme, tómese al menos unos minutos para escribirme que no ha tenido tiempo de escribirme. Unas palabras bastarán para acallar una preocupación inútil. Comprenda que me siento responsable de su presencia en Estambul y, por tanto, de que esté sana y salva.
Leo con placer en sus palabras que su complicidad con Can no deja de crecer, puesto que come en su compañía cada día, y por añadidura en un cementerio, lo que de todas formas me parece un lugar muy extraño para alimentarse, pero, en fin, puesto que eso la hace feliz, no tengo nada que decir.
Estoy intrigado por sus obras. Si de verdad quiere recrear la ilusión del polvo, es inútil quedarse en Estambul. Vuelva a su casa lo antes posible; constatará que, en su apartamento, el polvo lo es todo menos una ilusión.
Quiere que le dé noticias mías… Como usted, me esmero en el trabajo y el puente Gálata empieza a tomar forma bajo mis pinceles. Estos últimos días me he puesto a hacer bocetos de los personajes que pintaré en él, y además trabajo en los detalles de las casas de Üsküdar.
He ido a la biblioteca, donde he encontrado antiguos grabados que reproducen las hermosas perspectivas de la orilla asiática del Bósforo; me serán muy útiles. Cada día, cuando se acerca el mediodía, dejo mi apartamento para ir a comer al final de nuestra calle, conoce el sitio, es inútil describírselo. ¿Recuerda a la viuda que se encontraba sola en una mesa detrás de nosotros el día en que estuvimos allí juntos? Tengo una buena noticia, creo que ha terminado su luto y que ha conocido a alguien. Ayer, un hombre de su edad, hecho un auténtico fantoche, pero con cara de tipo simpático, entró con ella y los vi desayunar juntos. Espero que su historia les dure. Nada prohíbe enamorarse sea cual sea la edad, ¿no?
A primera hora de la tarde, me fui a su casa, hice un poco de limpieza y pinté hasta la tarde. La luz que cae de su lucernario es casi una iluminación para mí, nunca he trabajado tan bien.
Los sábados voy a pasear a Hyde Park. Como los fines de semana acostumbra a llover, nunca me cruzo con nadie, y eso me encanta.
A propósito de personas que me cruzo, me encontré a una de sus amigas en la calle a comienzos de semana. Una tal Carol se me presentó espontáneamente. Su rostro me vino a la memoria cuando evocó esa noche en que irrumpí en su casa. Aprovecho para decirle que lamento haberme comportado de esa manera. No fue para reprochármelo para lo que me abordó su amiga, sino porque sabía que habíamos viajado juntos y había esperado por un instante que usted estuviese de vuelta. Le dije que no pasaba nada y nos fuimos a tomarnos un té, durante el cual me permití darle noticias suyas. Por supuesto, no tuve tiempo de contárselo todo, debía empezar su turno en el hospital; es enfermera, y yo un estúpido por decírselo, puesto que es una de sus mejores amigas, pero me horrorizan los tachones. Carol se mostró fascinada por el relato de nuestros días en Estambul, y le prometí cenar con ella la semana que viene para contarle más cosas. No se preocupe, no es para nada una molestia, su amiga es encantadora.
Y ya está, Alice, como constatará al leer estas pocas líneas, mi vida es mucho menos exótica que la suya, pero, como usted, soy feliz.
Su amigo,
DALDRY
P. D.: En su última carta, al hablar otra vez de ese querido Can, escribe: «Viene a buscarme por las mañanas a la puerta de casa.» ¿Insinúa que Estambul se ha convertido en «su casa»?
Anton:
Comienzo esta carta con una noticia triste. El señor Zemirli falleció en su casa el domingo pasado, su cocinera lo encontró por la mañana, estaba echado en su sillón.
Can y yo decidimos ir a sus exequias. Pensaba que seríamos pocos y que dos almas no estarían de más para poblar el cortejo. Pero en aquel pequeño cementerio éramos un centenar apretujándonos para acompañar al señor Zemirli hasta su tumba. Por lo visto, ese hombre se había convertido en la memoria de todo un barrio; a pesar de su minusvalía, el joven Ogüz que pretendía domar los tranvías habría conseguido tener una vida plena, los que se encontraban allí daban testimonio de ello compartiendo risas y emociones en torno a su recuerdo. En el transcurso de la ceremonia, un hombre no dejaba de mirarme. No sé qué le dio a Can, pero insistió tanto en que lo conociera que fuimos los tres a tomar un té en una pastelería de Beyoglu. El hombre es un sobrino del difunto, parecía estar muy apenado. La coincidencia es perturbadora, pues ambos nos habíamos visto antes, es el propietario de la tienda de instrumentos de música donde compré una trompeta. Pero ya he hablado bastante de mí. ¿Así que ha conocido a Carol? Me alegro mucho, tiene un corazón de oro y ha encontrado un trabajo que lo acompaña. Espero que haya pasado un rato agradable en su compañía. El domingo próximo, si el tiempo lo permite (se ha moderado mucho en los últimos días), iré de picnic con Can y el sobrino del señor Zemirli a la isla de los Príncipes; ya le hablé de ello en una carta anterior. Mamá Can me ha impuesto un día de descanso a la semana, así que obedezco.
Estoy contenta de leer que progresa en su pintura y que disfruta trabajando bajo mi lucernario. Al final me gusta imaginarlo en mi casa, pinceles en mano, y espero que cada tarde, al marcharse, esparza un poco de sus colores y de su locura para alegrar la vivienda (tómese esto como un cumplido que se dice entre amigos).
A menudo quiero escribirle, pero el cansancio es tal que renuncio a ello con la misma frecuencia. Por cierto, termino esta carta demasiado corta, en la que quisiera poder contarle todavía mil cosas, porque se me cierran los ojos. Sepa que soy fiel a su amistad y que le envío cada noche desde mi ventana de Üsküdar mis mejores deseos antes de acostarme.
Un beso,
ALICE
P. D.: He decidido aprender turco, y me gusta mucho. Can me está enseñando y progreso con una facilidad que le desconcierta, me dice que hablo casi sin acento y que está muy orgulloso de mí. Espero que usted también lo esté.
¡Mi querida Suzie!
No se haga la sorprendida… Bien que usted me ha rebautizado como Anton cuando mi nombre es Ethan y siempre me escribe «Querido Daldry».
¿Quién es ese Anton en el que estaba pensando al escribirme su última carta, que acusaba casi tanto retraso como la anterior?
Si no tuviera un horror reverencial a los tachones, tacharía todo lo que acabo de escribir y que seguro que le hace pensar que estoy de mal humor. No es mentira, no estoy satisfecho con mi trabajo desde hace varios días. Las casas de Üsküdar y, en particular, aquella en la que vive me están costando Dios y ayuda. Comprenda que, desde el puente Gálata en el que nos encontrábamos, parecían minúsculas, y ahora que sé que vive allí me gustaría hacerlas inmensas y reconocibles para que pudiese identificar la suya.
Me he percatado de que en su última carta no habla en absoluto de sus obras. No es el socio el que se preocupa, sino el amigo el que es curioso. ¿Cómo lo lleva? ¿Ha conseguido recrear esa ilusión a polvo o desea que le envíe un paquetito con un poco?
Mi viejo Austin ha muerto. Es mucho menos triste que el fallecimiento del señor Zemirli, pero lo conocía desde hacía más tiempo que a él y, al dejarlo en el garaje, no le oculto que tenía el corazón en un puño. Lo positivo del asunto es que voy a poder despilfarrar un poco más de esa herencia, ya que ha renunciado a ayudarme a ello, y que iré la semana que viene a comprarme un automóvil completamente nuevo. Espero (si es que vuelve algún día) tener el placer de dejárselo conducir. Como parece que su estancia se prolonga, he decidido pagarle el alquiler a nuestro casero común. Sea tan amable, por una vez, de no llevarme la contraria; es completamente normal que lo pague yo, puesto que soy el único que utiliza su piso.
Espero que su paseo por la isla de los Príncipes le haya procurado todos los placeres que esperaba. A propósito de salidas dominicales, este fin de semana me dejo llevar por su amiga Carol al cine. Es una idea muy original esta que ha tenido, ya que yo no voy nunca.
No puedo darle el título de la película que veremos, pues es una sorpresa. Le contaré lo sucedido en una próxima carta.
Le envío mis mejores deseos, desde su apartamento, que dejo para volver a mi casa a dormir.
Hasta pronto, querida Alice. Echo de menos nuestras cenas de Estambul, y sus relatos sobre el restaurante de mamá Can y de su marido cocinero me han dado apetito.
DALDRY
P. D.: Estoy encantado de que se le dé tan bien el turco. Sin embargo, si Can es su único maestro en la materia, le recomiendo vivamente que compruebe en un buen diccionario las traducciones que le propone.
No es más que una sugerencia, por supuesto…
Daldry:
Vuelvo en este mismo momento del restaurante y le escribo en una noche en la que ya no lograré conciliar el sueño. Hoy me ha pasado algo muy perturbador.
Como cada mañana, Can ha venido a buscarme. Bajábamos de los altos de Üsküdar en dirección al Bósforo. En el transcurso de la noche anterior, había ardido un konak, y la fachada de la antigua casa se había desplomado en medio de la calle que tomamos normalmente, así que hemos tenido que bordear el siniestro. Al estar las calles vecinas llenas de escombros, hemos dado una gran vuelta.
¿No le dije en una de mis cartas que bastaba con un olor para recobrar la memoria de un lugar desaparecido? Al bordear una verja de hierro, por donde trepaba un rosal, me he detenido; un perfume me era extrañamente familiar, una mezcla de tilo y rosas silvestres. Hemos empujado la verja y hemos descubierto al final de un callejón sin salida una casa olvidada del tiempo, olvidada de todo.
Hemos avanzado por el patio, un anciano cuidaba con esmero la vegetación que renacía con la primavera. He reconocido de inmediato los aromas de las rosas, el olor de la grava, de las paredes calizas, de un banco de piedra bajo el follaje de un tilo y ese lugar ha resurgido de mi memoria. He vuelto a ver ese patio cuando estaba poblado de niños, he reconocido la puerta azul en lo alto de los escalones de la escalinata, esas imágenes olvidadas se me han aparecido como el transcurso de un sueño.
El anciano se nos ha aproximado y me ha preguntado qué buscábamos. Lo he interrogado a fin de saber si había habido un colegio en ese lugar.
«Sí -me ha confiado, emocionado-, un colegio minúsculo, pero se ha convertido desde hace mucho tiempo en la morada de un único habitante que hace las veces de jardinero.»
Ese anciano me ha informado de que, a principios de siglo, él era un joven maestro; el colegio pertenecía a su padre, que era el director. Cerrado en 1923, con la revolución, no volvió a abrir nunca sus puertas.
Se ha puesto las gafas, se me ha acercado mucho y me ha mirado con tal intensidad que me he sentido casi incómoda. Ha dejado su rastrillo y me ha dicho:
«Te reconozco, eres la pequeña Anusheh.»
Al principio creía que no estaba en sus cabales, pero he recordado que ambos habíamos pensado lo mismo de ese pobre señor Zemirli, así que, deshaciéndome de mis prejuicios, le he respondido que se engañaba, que me llamaba Alice.
Ha pretendido acordarse muy bien de mí. «Esa mirada de niñita perdida, nunca la he podido olvidar», ha dicho, y nos ha invitado a tomarnos un té en su casa. Apenas nos hemos instalado en su salón, me ha cogido de la mano y ha suspirado: «Mi pobre Anusheh, me entristece tanto lo de tus padres.»
¿Cómo podía saber que mis padres habían perecido en los bombardeos de Londres? He visto crecer su confusión cuando le he hecho la pregunta.
«¿Tus padres lograron huir a Inglaterra? Qué dices, Anusheh, es imposible.»
Sus palabras no tenían ningún sentido, pero ha continuado:
«Mi padre conoció bien al tuyo. Aquella barbarie de los jóvenes locos de la época, ¡qué tragedia! Nunca supimos lo que le pasó a tu madre. ¿Sabes? No eras la única en estar en peligro. Nos obligaron a cerrar para que lo olvidásemos todo.»
No comprendía nada de su relato y todavía no comprendo lo que ese hombre me contaba, Daldry, pero su voz, tan sincera, me perdía.
«Eras una niña estudiosa, inteligente, aunque nunca hablabas. Imposible oír el más mínimo sonido de tu garganta. Eso desesperaba a tu mamá. Casi no se puede creer lo que te pareces a ella. Al verte hace un momento en el callejón, al principio creí verla a ella, pero era imposible, por supuesto, fue hace mucho tiempo. A veces te acompañaba, por la mañana, tan contenta de que pudieses estudiar aquí. Mi padre era el único que te había aceptado en un colegio, los otros se negaban por culpa de tu obstinación a permanecer en silencio.»
He acosado a ese hombre a preguntas; ¿por qué insinuaba que mi madre había conocido un destino distinto al de mi padre cuando los había visto desaparecer juntos bajo las bombas?
Me ha mirado desconsolado y me ha dicho:
«¿Sabes? Tu niñera siguió viviendo mucho tiempo en los altos de Üsküdar, me la encontraba a veces al ir al mercado, pero hace tiempo que no me la cruzo. Ahora quizá esté muerta.»
Le he preguntado de qué niñera hablaba.
«¿Tampoco te acuerdas de la señora Yilmaz? ¿Con lo que ella te quería… Le debes mucho.»
Esa incapacidad para recobrar la memoria de esos años pasados en Estambul me ha hecho rabiar, y esa frustración ha ido empeorando desde que he oído las palabras nebulosas de ese anciano maestro de colegio que me llama por otro nombre que no es el mío.
Nos ha hecho visitar su casa y me ha enseñado el aula donde estudiaba. Se ha convertido en un saloncito de lectura. Ha querido saber qué hacía ahora, si estaba casada, si tenía hijos. Le he hablado de mi oficio y apenas se ha sorprendido de que haya elegido este camino. Y ha añadido:
«La mayoría de los niños, cuando se les confía un objeto, se lo lleva a la boca para probarlo; tú lo olías, era tu forma, muy particular, de aceptarlo o de rechazarlo.»
Y luego nos ha acompañado hasta la verja del final del callejón, y al rozar el gran tilo que vierte su sombra sobre la mitad del patio he percibido de nuevo esos aromas y he comprendido definitivamente que no era la primera vez que me encontraba allí.
Can me dice que seguramente había frecuentado ese colegio, que el anciano maestro no conserva toda su memoria y me confunde con otra niña, que mezcla sus recuerdos al igual que yo mis perfumes. Me dice que, después de haberme acordado de ciertas cosas, otros recuerdos volverán a surgir quizá, que hay que ser paciente y confiar en el destino. Si ese konak no se hubiese quemado, nunca habríamos pasado delante de la verja de ese antiguo colegio. Aunque sé que no tiene otra intención que calmarme, Can no se equivoca del todo.
Daldry, muchísimas preguntas sin respuesta se agolpan en mi cabeza. ¿Por qué ese maestro me ha llamado Anusheh, cuál es esa barbarie que evoca? Mis padres siguieron unidos hasta en la muerte; ¿por qué él da a entender lo contrario? Parecía tan seguro de sí y tan triste ante mi ignorancia.
Le pido perdón por haberle escrito estas palabras que no tienen ningún sentido; sin embargo, es lo que he oído hoy.
Mañana volveré al taller de Cihangir; después de todo, me he enterado de lo esencial. Viví aquí dos años y, por una razón que ignoro, mis padres me enviaron al colegio del otro lado del Bósforo, en un callejón perdido de Üsküdar, acompañada quizá por una niñera que se llamaba señora Yilmaz.
Espero que por su parte se encuentre bien, que, al progresar su cuadro, aumente el placer que siente ante su caballete. Para ayudarlo, sepa que mi casa tiene tres pisos, que sus paredes son de color rosa pálido, y sus contraventanas, blancas.
Un beso,
ALICE
P. D.: Perdóneme por esa confusión de nombres, estaba distraída. Anton es un viejo amigo a quien escribo a veces. Ya que hablamos de amigos, ¿le gustó la película que fue a ver con Carol?
Querida Alice:
(Aunque Anusheh sea un nombre muy bonito.)
Creo que ese viejo maestro la ha confundido con otra niñita que debía de frecuentar ese colegio. No debería dejarse atormentar más por historias surgidas de la memoria de un hombre que ya no está en sus cabales.
La buena noticia es que ha encontrado el centro en el que estaba escolarizada durante los dos años de su infancia pasados en Estambul. A partir de ahora tiene la prueba de que sus padres, incluso en tiempos difíciles, no habían descuidado sus estudios. ¿Qué más necesita buscar?
Al haber reflexionado sobre sus preguntas sin respuesta, les he encontrado una lógica implacable. Durante la guerra y en su situación (¿debo recordarle la singular ayuda que les prestaron a los habitantes de Beyoglu, lo que no carecía de peligro?), es probable que sus padres hubiesen preferido que pasase sus días en otro barrio. Y, dado que trabajaban ambos en la facultad, también es probable que hubieran recurrido a una niñera. He aquí la razón por la que el señor Zemirli no tuviese ningún recuerdo de usted. Cuando iba a buscar sus medicamentos, usted estaba en clase o confiada a esa señora Yilmaz. El misterio está resuelto, y puede volver con serenidad a sus obras que, espero, avancen a pasos agigantados.
Por mi parte, el cuadro progresa, no tan rápido como desearía, pero creo que me las apaño bastante bien. En fin, es lo que me digo cada tarde al dejar su piso y pienso todo lo contrario al volver al día siguiente. Qué quiere, es la dura vida de un pintor, ilusiones y desilusiones, uno cree dominar su tema, pero son esos malditos pinceles los que te dominan y hacen lo que les da la gana. Aunque no sean los únicos en este caso…
Por cierto, ya que su correspondencia me da a entender que añora cada vez menos Londres, como a menudo me sucede que vuelvo a pensar en ese excelente raki que bebía en Estambul en su compañía, me pongo a soñar algunas noches con la idea de una cena en el restaurante de mamá Can; me gustaría poder hacerle algún día una visita, aunque sé que es imposible, trabajo mucho últimamente.
Su afectísimo,
DALDRY
P. D.: ¿Ha vuelto a ir de picnic a la isla de los Príncipes? ¿Merece la isla su nombre? ¿La ha cruzado?
Querido Daldry:
Me reprochará el retraso de esta carta, pero no me odie, he trabajado sin pausa estas tres últimas semanas.
He hecho grandes progresos, y no solamente en el idioma turco. El artesano de Cihangir y yo nos acercamos a algo tangible. Ayer, por primera vez, obtuvimos un acorde maravilloso. La primavera tiene mucho que ver. Si supiera, Daldry, cómo ha cambiado Estambul desde la llegada del buen tiempo. Can me ha llevado este último fin de semana a visitar el campo de alrededor y he encontrado allí aromas increíbles. Las afueras de la ciudad están ahora cubiertas de rosas, las variedades se cuentan por centenares. Los melocotoneros y los albaricoqueros están en plena floración, los ciclamores de las orillas del Bósforo han adquirido un color púrpura.
Can me dice que pronto será el turno de las retamas rebosantes de oro, de los geranios, de las buganvillas, de las hortensias y de tantas otras flores. He descubierto el paraíso terrestre de los perfumistas, y soy la más afortunada de ellos por estar aquí instalada. Me preguntaba por la isla de los Príncipes: resplandece bajo su vegetación abundante. Y la colina de Üsküdar, donde vivo, no se queda atrás. Al final de mi turno vamos muy a menudo con Can a tomar algo a los cafecitos asentados en el corazón de los jardines ocultos de Estambul.
Dentro de un mes, cuando el calor sea más intenso, iremos a la playa a bañarnos. ¿Ve? Estoy tan feliz de estar aquí que me vuelvo hasta impaciente. La primavera no está sino a mitad de carrera, y ya espero inquieta la llegada del verano.
Querido Daldry, nunca sabré cómo agradecerle que me haya permitido conocer esta existencia que me embriaga. Me gustan las horas pasadas junto al artesano de Cihangir, mi trabajo en el restaurante de mamá Can, que se ha convertido casi en alguien de mi familia para mí -tan cariñosa se muestra-, y la suavidad de las noches de Estambul cuando vuelvo a casa es una maravilla.
Me gustaría tanto que me hiciera una visita, aunque fuera una semanita, para compartir con usted todas estas bellezas que he descubierto.
Es tarde, la ciudad por fin duerme, voy a hacer lo mismo.
Le mando un beso, y le escribiré en cuanto me sea posible.
Su amiga,
ALICE
P. D.: Dígale a Carol que la echo de menos, me haría feliz recibir noticias suyas.