Una vez más, su pesadilla había sido fiel a su visita nocturna. Al despertarse, Alice se sentía agotada. Se enrolló en su manta y fue a prepararse el desayuno. Se puso cómoda en la butaca que Daldry había ocupado el día anterior y le echó una ojeada al folleto turístico que había dejado sobre el baúl. Aparecía en portada una foto de la basílica de Santa Sofía.
Rosas otomanas, flores de naranjo, jazmín, con sólo hojear las páginas le parecía distinguir cada uno de los perfumes. Se imaginó en las callejuelas del gran bazar, rebuscando entre los puestos de especias, oliendo los aromas delicados de romero, de azafrán, de canela, y sintió cómo esa ensoñación despierta reavivaba sus sentidos. Suspiró volviendo a dejar el folleto. Su té le pareció de repente desagradable. Se vistió para llamar a la puerta de su vecino. Le abrió en bata y pijama, conteniendo un bostezo.
– ¿No se habrá pasado un pelín de madrugadora por casualidad? -le preguntó frotándose los ojos.
– Son las siete.
– A eso me refería, hasta dentro de dos horas -dijo, y volvió a cerrar la puerta.
Alice llamó de nuevo.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Daldry.
– Diez por ciento -anunció.
– ¿De qué?
– Diez por ciento de mis beneficios si encuentro en Turquía la fórmula de un perfume original.
Daldry la observó impasible.
– ¡Veinte! -respondió cerrando de nuevo la puerta, que Alice volvió a empujar de inmediato.
– Quince -propuso ella.
– Es usted un monstruo para los negocios -dijo Daldry.
– Lo toma o lo deja.
– ¿Y mis cuadros? -preguntó.
– Eso como usted quiera.
– Resulta hiriente, querida.
– Entonces, pongamos lo mismo: quince por ciento por la venta de todos los lienzos que pinte allí o a su regreso, en caso de que se inspiren en nuestro viaje.
– A eso me refería, ¡un monstruo para los negocios!
– Deje de halagarme, ¡no hay quien se lo trague! Termine de dormir y venga a verme cuando esté realmente despierto para discutir este proyecto, al que todavía no he dicho que sí. ¡Y aféitese!
– ¡Creía haber entendido que la barba me sentaba bien! -exclamó Daldry.
– Entonces, déjela que crezca de verdad; quedarse a medias le hace parecer desaliñado y, si tenemos que ser socios, quiero que esté presentable.
Daldry se frotó la barbilla.
– ¿Con o sin?
– Y dicen que las mujeres son indecisas -respondió Alice al irse hacia su piso.
Daldry se presentó en casa de Alice a mediodía. Llevaba traje, se había peinado y perfumado, pero no afeitado. Interrumpiendo a Alice, le anunció que, en cuanto a la barba, pensaba darse de plazo hasta el día de la partida para pensarlo. Invitó a su vecina al bar para discutir en terreno neutral, precisó. Pero, al llegar al final de la calle, Daldry la condujo hacia su coche.
– ¿Ya no vamos a comer?
– Sí -respondió Daldry-, pero a un restaurante de verdad, con mantel, cubiertos y platos finos.
– ¿Por qué no me lo ha dicho antes?
– Para darle una sorpresa. Además, probablemente también me lo habría discutido, y tengo ganas de un buen trozo de carne.
Le abrió la puerta y la invitó a ponerse al volante.
– No creo que sea muy buena idea -dijo-, la vez anterior las calles estaban desiertas…
– Le prometí una segunda lección, y siempre cumplo mis promesas. Y, además, quién sabe si en Turquía tendremos que conducir. No quiero ser el único que sepa hacerlo. Vamos, cierre esa puerta y espere a que me haya sentado para dar al contacto.
Daldry rodeó el Austin. Alice estaba atenta a cada una de sus instrucciones. En cuanto le indicaba que girase, se detenía un instante para asegurarse de que no se ponía en el camino de ningún otro vehículo, lo que exasperaba a Daldry.
– A esta velocidad, ¡nos va a adelantar un peatón! La invito a comer, no a cenar.
– ¡No tiene más que conducir usted mismo! ¡Qué pesado es! ¡Está todo el rato refunfuñando! ¡Lo hago lo mejor que puedo!
– Bueno, continúe pisando un poco más el pedal del acelerador.
Poco después le rogó a Alice que se pusiese junto a la acera; por fin habían llegado. Un aparcacoches se precipitó hacia la puerta del pasajero antes de darse cuenta de que había una mujer al volante. De inmediato, dio la vuelta al Austin para ayudar a Alice a bajar.
– Pero ¿adónde me ha traído? -preguntó Alice, inquieta por tantas atenciones.
– ¡A un restaurante! -suspiró Daldry.
Alice quedó subyugada por la elegancia del sitio. Las paredes del comedor estaban forradas de madera; las mesas se encontraban alineadas en perfecto orden, cubiertas por manteles de algodón egipcio, y contaban con más cubiertos de plata de los que había visto en toda su vida. Un camarero los guió hacia un reservado e invitó a Alice a tomar asiento en el banco. En cuanto se retiró, un maître acudió a presentar las cartas. Lo acompañaba un sumiller que no tuvo tiempo de aconsejar a Daldry, pues este último pidió de inmediato un château margaux de 1929.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Daldry al despedir al sumiller-. Parece furiosa.
– ¡Estoy furiosa! -susurró Alice para no atraer la atención de sus vecinos.
– No lo comprendo, le traigo a uno de los restaurantes más famosos de Londres, le hago servir un vino de una finura exquisita, un año mítico…
– Precisamente, habría podido avisarme. Usted va con traje, su camisa es de un blanco que envidiaría la mejor de las lavanderas. ¿Y qué ocurre conmigo? Yo voy emperifollada como una colegiala a la que llevan a tomarse una limonada al final de la calle. Si usted hubiese tenido la delicadeza de informarme de sus planes, al menos habría dedicado algo de tiempo a maquillarme. La gente de alrededor debe de estar diciéndose…
– Que es una mujer encantadora y que tengo suerte de que haya aceptado mi invitación. ¿Qué hombre perdería su tiempo observando su forma de vestir cuando esos ojos que usted tiene pueden acaparar por sí solos toda la atención del género masculino? No se preocupe y, tenga piedad, valore lo que van a servirnos.
Alice miró a Daldry, dubitativa. Probó el vino, largo en la boca y sedoso, que la achispó en seguida.
– ¿No estará tonteando conmigo, Daldry?
A Daldry le faltó poco para ahogarse.
– ¿Al ofrecerle acompañarla de viaje en busca del hombre de su vida? Sería una extraña forma de hacerle la corte, ¿no le parece? Y, dado que vamos a ser socios, seamos sinceros: ambos sabemos que no somos el tipo del otro. Ésa es la única razón por la que puedo hacerle esta propuesta sin la más mínima segunda intención. En fin, casi…
– ¿Casi qué?
– Precisamente para conversar sobre ello era por lo que quería que comiésemos juntos. A fin de que nos pongamos de acuerdo en un ultimísimo detalle de nuestra sociedad.
– Creía que nos habíamos puesto de acuerdo sobre los porcentajes.
– Sí, pero tengo un favorcito que pedirle.
– Le escucho.
Daldry le sirvió otra copa de vino a Alice y la invitó a beber.
– Si las predicciones de esa vidente se confirman, soy, por tanto, la primera de esas seis personas que la llevarán hasta ese hombre. Como he prometido, la acompañaré, pues, hasta la segunda de ellas, y cuando la hayamos encontrado, porque estoy seguro de que la encontraremos, entonces habré cumplido con mi misión.
– ¿Adónde quiere llegar?
– ¡Menuda manía tiene de interrumpirme todo el rato! Precisamente iba a decírselo. Una vez que haya cumplido con mi deber, volveré a Londres y la dejaré proseguir con su viaje. De todos modos, no voy a sujetar las velas en su gran cita, ¡eso sería carecer de tacto! Por supuesto, según los términos de nuestro pacto, financiaré su viaje hasta su término.
– Viaje que le reembolsaré chelín a chelín, aunque tenga que trabajar para usted lo que me quede de vida.
– Déjese de chiquilladas, no le hablo de dinero.
– Entonces, ¿de qué?
– Ese último detallito precisamente…
– Bueno, ¡pues dígalo de una vez por todas!
– Quisiera, en su ausencia, sea cual sea la duración de ésta, que me autorizase a ir cada día a trabajar bajo su lucernario. Su piso estará vacío y no tendrá utilidad alguna para usted. Le prometo cuidarlo, lo que, entre usted y yo, no le vendría mal.
Alice observó a Daldry.
– ¿No estará proponiéndome llevarme a miles de kilómetros de mi casa y abandonarme en tierras lejanas para poder por fin pintar bajo mi lucernario?
A su vez, Daldry miró a Alice con gravedad.
– Tiene los ojos muy bonitos, pero ¡mucha mala leche!
– De acuerdo -dijo Alice-, pero únicamente cuando conozcamos a esa célebre segunda persona y a condición de que nos dé motivos para proseguir la aventura.
– ¡Pues claro! -exclamó Daldry levantando su copa-. Entonces, brindemos ahora que hemos cerrado nuestro trato.
– Brindaremos en el tren -replicó Alice-, todavía me concedo el derecho a cambiar de opinión. Todo esto es bastante precipitado.
– Iré a buscar nuestros billetes esta tarde y me ocuparé también de nuestro alojamiento en Estambul.
Daldry volvió a dejar la copa y sonrió a Alice.
– Le brillan los ojos -dijo-, y le sienta bien.
– Es el vino -murmuró-. Gracias, Daldry.
– No es un cumplido.
– No es por eso por lo que le doy las gracias. Lo que hace por mí es muy generoso. Esté seguro de que una vez en Estambul trabajaré día y noche para crear ese perfume que hará de usted el más feliz de los inversores. Le prometo que no voy a decepcionarle…
– ¡Tonterías! Disfrutaré tanto como usted de abandonar la monotonía londinense. Dentro de unas horas estaremos bajo el sol y, cuando veo la palidez de mi rostro en el espejo que tiene detrás, pienso que buena falta me hace.
Alice se volvió y se miró a su vez en el espejo. Le hizo un gesto de complicidad a Daldry, que la estaba espiando. La perspectiva de ese viaje le daba vértigo, pero, por una vez, saboreaba la embriaguez sin contención alguna. Y, mirando todavía a Daldry en el espejo, le pidió consejo sobre cómo anunciarles a sus amigos la decisión que acababa de tomar. Daldry se quedó pensando un instante y le hizo notar que la respuesta se encontraba en la pregunta. Bastaría con decirles que había tomado una decisión que la hacía feliz; si eran amigos de verdad, no podrían sino animarla.
Tras esas palabras, Daldry renunció a pedir un postre y Alice le propuso ir a caminar un poco.
A lo largo de su paseo, Alice no dejó de pensar en Carol, Eddy, Sam y, sobre todo, en Anton. ¿Cómo reaccionarían? Se le ocurrió invitarlos a todos a cenar a su casa. Les haría beber más de lo habitual, esperaría a que se hiciese tarde y, alcohol mediante, les hablaría de sus proyectos.
Vio una cabina telefónica y le preguntó a Daldry si le importaba esperarla un instante.
Después de cuatro llamadas, Alice tenía la impresión de que acababa de dar los primeros pasos de un largo viaje. Su decisión estaba tomada, sabía que ya no daría marcha atrás. Se reunió con Daldry, que la esperaba apoyado en una farola fumándose un cigarrillo. Alice se acercó a él, lo agarró y lo hizo girar sobre sí mismo arrastrándolo a un corro improvisado.
– Vayámonos tan rápido como sea posible. Quisiera escapar del invierno, de Londres y de mis costumbres, quisiera que fuese ya el día de nuestra partida. Voy a visitar Santa Sofía, las callejuelas del gran bazar, embriagarme de aromas, ver el Bósforo, mirar cómo bosqueja a los transeúntes en la encrucijada de Occidente y Oriente. Ya no tengo miedo, y soy feliz, Daldry, muy feliz.
– Aunque sospecho que está un poco borracha, es maravilloso verla tan contenta. No lo digo para seducirla, querida vecina, dicho sea con sinceridad. Le pediré un taxi; yo voy a encargarme de la agencia. Por cierto, ¿tiene pasaporte?
Alice dijo que no, como una niña pillada in fraganti.
– Un buen amigo de mi padre ocupaba un puesto importante en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Le llamaré, hará que se aceleren los trámites, estoy seguro. Pero, antes de nada, cambio de programa: vamos a hacer fotos de carnet; la agencia puede esperar, y, esta vez, me pongo yo al volante.
Alice y Daldry fueron al estudio de un fotógrafo de barrio. Mientras se peinaba por tercera vez delante de un espejo, Daldry le hizo notar que la única persona que abriría su pasaporte sería un aduanero turco. Era muy probable que no les hiciese mucho caso a unas pocas mechas rebeldes. Alice acabó sentándose en el taburete del fotógrafo.
Este último acababa de equiparse con una novísima máquina que fascinó a Daldry. Sacó una lámina de la caja, la separó en dos, y unos minutos más tarde Alice descubrió en ella su rostro, repetido cuatro veces. Luego le tocó a Daldry tomar asiento en el taburete. Puso una sonrisa boba y contuvo la respiración.
Con sus documentos en el bolsillo, fueron a hacerse los pasaportes a St James. Ante el encargado, Daldry informó de la inminencia de su viaje, exagerando su preocupación por ver importantes negocios comprometidos si no podían irse en el debido momento. Alice estaba espantada de la cara que su vecino le estaba echando al asunto. Daldry no dudó en hacer valer la recomendación de un pariente que estaba bien situado en el gobierno, pero del que prefería, por discreción, omitir el nombre. El encargado prometió darse prisa. Daldry se lo agradeció y empujó a Alice hacia la salida, temiéndose que arruinase su superchería.
– Nada le detiene -dijo ella al volver a bajar a la calle.
– Sí, ¡usted! Con las muecas que ponía mientras defendía nuestra causa, no estaba lejos de jorobarlo todo.
– Perdóneme si me he reído cuando le ha jurado a ese pobre hombre que, si no estábamos en Estambul dentro de unos días, la convaleciente economía inglesa no se repondría nunca.
– Las jornadas de ese funcionario deben de ser de una monotonía espantosa. Gracias a mí, ha quedado investido de una misión que considerará de la mayor importancia; no veo en ello sino benevolencia por mi parte.
– A eso me refería: tiene usted la cara más dura del mundo.
– ¡Estoy muy de acuerdo!
Al salir de la delegación, Daldry se despidió del policía de guardia e hizo entrar a Alice en el Austin.
– La llevo y me largo a la agencia.
El Austin circulaba a buen ritmo por las calles de la capital.
– Esta noche -dijo ella- me reúno con mis amigos en el bar del final de nuestra calle, si quiere unirse a nosotros…
– Prefiero liberarla de mi presencia -respondió Daldry-. En Estambul no tendrá otra elección que soportarme constantemente.
Alice no insistió, Daldry la dejó en su casa.
La noche se hacía esperar; por mucho que Alice se esforzase en su mesa de trabajo, le era imposible anotar en el papel la más mínima fórmula. Empapaba una cinta en un frasco de esencia de rosa, y sus pensamientos volaban hacia los jardines orientales, que imaginaba magníficos. De repente, oyó la melodía de un piano. Habría jurado que provenía del piso de su vecino. A Alice le hubiese gustado saberlo a ciencia cierta, pero en cuanto abrió su puerta, la melodía se detuvo en seco y la casa victoriana se volvió a sumir en el mayor de los silencios.
Cuando empujó la puerta del bar, sus amigos ya estaban allí, en plena discusión. Anton la vio entrar. Alice se arregló un poco el cabello y avanzó hacia ellos. Eddy y Sam apenas le prestaron atención. Anton se levantó para ofrecerle una silla antes de retomar el curso de la conversación.
Carol se quedó mirando a Alice y se inclinó hacia ella para preguntarle discretamente al oído qué había pasado.
– ¿De qué hablas? -susurró Alice.
– De ti -respondió Carol mientras los chicos continuaban con un agrio debate sobre el gobierno del primer ministro Attlee.
Eddy deseaba ardientemente el regreso de Churchill a la política; Sam, ferviente partidario de su oponente, predecía la desaparición de la clase media en Inglaterra si el señor de la guerra ganaba las próximas elecciones. Alice quiso dar su opinión, pero se sintió obligada primero a responder a su amiga.
– No me ha pasado nada en particular.
– ¡Mentirosa! Te ha sucedido algo, se te ve en la cara.
– ¡Qué tontería! -protestó Alice.
– Hace mucho tiempo que no te veía tan radiante, ¿has conocido a alguien?
Alice soltó una carcajada, lo que hizo callar a los chicos.
– Es verdad que se te ve distinta -dijo Anton.
– Pero, bueno, ¿qué os pasa? Mejor pídeme una cerveza en lugar de decir burradas, tengo sed.
Anton invitó a sus dos camaradas a seguirle y se encaminó hacia la barra. Había cinco vasos que llenar y no tenía más que dos manos.
Ya sola en compañía de Alice, Carol aprovechó para proseguir su interrogatorio.
– ¿Quién es? A mí me lo puedes decir.
– No he conocido a nadie, pero, por si te interesa, no me extrañaría que me sucediese dentro de poco.
– ¿Sabes con antelación que vas a conocer a alguien dentro de poco tiempo? ¿Te has hecho adivina?
– No, pero he decidido creer lo que me habéis obligado a escuchar.
Carol, al colmo de la excitación, cogió las manos de Alice entre las suyas.
– Te vas, ¿es eso? ¿Vas a hacer ese viaje?
Alice asintió y señaló con la mirada a los tres chicos, que volvían hacia ellas. Carol se levantó de un salto y les ordenó que volvieran a la barra. Los avisarían cuando hubiesen terminado con su conversación de chicas. Los tres muchachos se quedaron desconcertados, se encogieron de hombros a la vez y volvieron sobre sus pasos, puesto que los acababan de echar.
– ¿Cuándo? -preguntó Carol, más excitada que su mejor amiga.
– No lo sé todavía, pero es cuestión de unas semanas.
– ¿Tan pronto?
– Esperamos nuestros pasaportes, hemos ido a pedirlos esta tarde.
– ¿Nuestros? ¿Te vas acompañada?
Alice se sonrojó y le dio a conocer a Carol el trato que había acordado con su vecino.
– ¿Estás segura de que no hace todo esto para seducirte?
– ¿Daldry? Por el amor de Dios, ¡no! Hasta le he hecho esa pregunta, así, abiertamente.
– ¿Has tenido la cara de hacerlo?
– No lo he pensado, ha surgido en la conversación y me ha hecho notar que acompañar a una mujer hasta los brazos del hombre de su vida no sería muy agudo para alguien que quisiera hacerle la corte.
– Lo admito -dijo Carol-. Entonces, ¿de verdad le interesa invertir en tus perfumes? Menuda confianza en tu talento.
– ¡Por lo visto tiene más que tú! Yo no sé lo que le motiva más, si gastarse una herencia que no quiere, hacer un viaje, o tal vez simplemente aprovechar mi lucernario para pintar. Parece que sueña con ello desde hace años y le he prometido que le dejaría mi piso durante mi ausencia. Volverá mucho antes que yo.
– ¿Piensas irte tanto tiempo? -le dijo Carol disgustada.
– No lo sé.
– Escucha, Alice, no quiero ser una aguafiestas, sobre todo porque he sido la primera en animarte a ello, pero, ahora que esto se concreta, me parece un poco inconsciente irse tan lejos porque una vidente te ha vaticinado que encontrarás al amor de tu vida.
– Pero no me voy por eso, larguirucha. No estoy tan desesperada. Sólo que no paro de dar vueltas en mi taller, hace meses que no consigo crear un perfume; me asfixio en esta ciudad, en esta vida. Voy a saborear el aire de alta mar, embriagarme de nuevos olores y de paisajes desconocidos.
– ¿Me escribirás?
– Por supuesto, ¡que te crees tú que voy a desaprovechar una ocasión así para ponerte celosa!
– ¡Pero si eres tú la que me dejas a los tres chicos para mí sola! -replicó Carol.
– ¿Quién te dice que con mi ausencia no me tendrán todavía más en sus mentes? ¿Nunca has oído decir que la separación intensifica el deseo?
– No, nunca he oído decir una cosa tan estúpida, y tampoco he tenido nunca la impresión de que tú fueses su principal centro de interés. ¿Cuándo piensas decirles que te vas?
Alice le comentó que quería organizar una cena en su casa al día siguiente. Pero Carol le respondió que no había necesidad de montar tanta película; después de todo, ¡no era la novia de ninguno de los chicos! En realidad no tenía que pedirle permiso a nadie.
– ¿Permiso para qué?
– Para ir a visitar unos archivos secretos -respondió Carol de inmediato sin saber de dónde le venía semejante idea.
– ¿Archivos? -interrogó Anton.
Sam y Eddy se sentaron a su vez. La pandilla estaba al completo. Alice detuvo su mirada en Anton y anunció su decisión de ir a Turquía.
Se hizo un largo silencio.
Eddy, Sam y Anton, boquiabiertos, miraban fijamente a Alice, incapaces de decir palabra; Carol dio un puñetazo sobre la mesa.
– No os ha dicho que se vaya a morir, sino que se va de viaje; ¿podéis respirar de una vez?
– ¿Estabas al corriente? -le preguntó Anton a Carol.
– Desde hace un cuarto de hora -respondió irritada-. Lo siento, no he tenido tiempo de enviaros un telegrama.
– ¿Te ausentas por mucho tiempo? -preguntó Anton.
– No sabe nada -respondió Carol.
– Irte tan lejos tú sola -preguntó Sam-, ¿es realmente prudente?
– Viaja con su vecino, el gruñón que irrumpió en su casa la otra noche -aclaró Carol.
– ¿Te vas con ese tipo? ¿Hay algo entre vosotros? -preguntó Anton.
– Que no -respondió Carol-, que son socios, que es un viaje de negocios. Alice va a buscar en Estambul algo que le ayude a crear nuevos perfumes. Si queréis contribuir a los gastos del viaje, a lo mejor todavía hay tiempo de convertirse en accionista de su futura gran compañía. Si tienen ganas, señores, ¡no lo duden! Vayan ustedes a saber si dentro de unos años no ocupan una silla en el consejo de administración de Pendelbury y Asociados.
– Tengo una pregunta -le interrumpió Eddy, que hasta ese momento no había dicho nada-. A pesar de que Alice vaya a convertirse en presidenta de una multinacional, ¿puede hablar por sí sola todavía o desde ahora hay que pasar por ti para dirigirse a ella?
Alice sonrió y acarició la mejilla de Anton.
– Es un auténtico viaje de negocios, y como sois mis amigos, en lugar de dejaros encontrar mil buenos motivos para impedir que me vaya, os invito a mi casa el viernes, para celebrar mi partida.
– ¿Te vas tan pronto? -preguntó Anton.
– La fecha no está fijada todavía -respondió Carol-, pero…
– En cuanto tengamos nuestros pasaportes -intervino Alice-. Prefiero evitar las despedidas, más vale decirse adiós un poco demasiado pronto. Y además, así, si os echo de menos a partir del sábado, todavía podré pasar a veros.
La noche acabó tras esas palabras. Los chicos no estaban para fiestas. Se dieron un beso en la acera delante del bar. Anton se llevó a Alice aparte.
– Te escribiré, te prometo que te enviaré una carta cada semana -dijo antes incluso de que hablase.
– ¿Qué vas a buscar allá que no encuentras entre nosotros?
– Te lo diré cuando vuelva.
– Si vuelves.
– Mi querido Anton, no es sólo por mi carrera por lo que emprendo este viaje; lo necesito, ¿lo entiendes?
– No, pero me imagino que desde ahora tendré todo el tiempo del mundo para pensar en ello. Buen viaje, Alice, cuídate y escríbeme sólo si tienes ganas de verdad.
Anton le volvió la espalda a su amiga y se volvió a ir con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.
Aquella noche, los muchachos no tenían ganas de acompañar a las chicas. Alice y Carol subieron la calle juntas, sin decir una palabra.
Ya en su casa, Alice no encendió la luz. Se quitó la ropa, se deslizó desnuda bajo las sábanas y miró la luna creciente que brillaba por encima del lucernario; un cuarto creciente, se dijo, casi igual al que había en la bandera de Turquía.
El viernes, a final de la tarde, Daldry llamó a la puerta de Alice. Entró en el piso, agitando orgulloso los dos pasaportes.
– Aquí están -dijo-, todo está en regla, ¡podemos viajar al extranjero!
– ¿Ya? -preguntó Alice.
– ¡Y con los visados! ¿No le había dicho que tenía algunos conocidos bien situados? He pasado a buscarlos esta mañana, y me he ido de inmediato a la agencia para poner a punto los últimos detalles del viaje. Nos iremos el lunes, esté lista a partir de las ocho.
Daldry dejó el pasaporte de Alice encima de su mesa de trabajo y se fue inmediatamente.
Ella pasó las páginas del documento, soñadora, y lo dejó sobre la maleta.
En el transcurso de la noche, todos pusieron buena cara, a pesar de que no tenían ganas de hacerlo. Anton los había dejado plantados; desde que Alice había anunciado su partida, la pandilla de amigos ya no era la misma. No era medianoche cuando Eddy, Carol y Sam decidieron volver a casa.
Se dijeron muchas veces adiós con largos abrazos. Alice prometió escribir con frecuencia, llevar multitud de recuerdos del bazar de Estambul. En el umbral de su puerta, Carol, llorando, le juró encargarse de los chicos como de su propia familia y de hacer entrar en razón a Anton.
Alice se quedó en el rellano hasta que el hueco de la escalera volvió a estar en silencio antes de volver a su casa, con el corazón en un puño y un nudo en la garganta.