Londres, viernes 22 de diciembre de 1950
La tormenta golpeaba en el lucernario que había encima de la cama. Una insistente lluvia de invierno. Harían falta muchas más para limpiar la ciudad de las manchas de la guerra. No habían pasado más que cinco años desde el final de la contienda, y la mayor parte de los barrios conservaban aún las cicatrices de los bombardeos. La vida volvía a su curso, había racionamiento, menos que el año anterior, pero el suficiente como para añorar los días en que se podía comer hasta la saciedad y consumir carne que no fuera enlatada.
Alice estaba pasando la noche en su casa, en compañía de sus amigos. Sam, librero en Harrington & Sons y excelente contrabajo; Anton, carpintero y trompetista sin igual; Carol, enfermera recientemente desmovilizada y contratada de inmediato en el hospital de Chelsea, y Eddy, que se ganaba la vida un día sí y otro no cantando al pie de la escalera de Victoria Station o, cuando le dejaban, en los bares.
Fue él quien, durante la velada, sugirió ir de excursión al día siguiente a Brighton para celebrar la llegada de la Navidad. Las atracciones que se extendían a lo largo de la gran escollera habían vuelto a abrir, y, un sábado, la feria estaría en su apogeo.
Todos rebuscaron en sus bolsillos. Eddy había conseguido un poco de dinero en un bar de Notting Hill; a Anton, su jefe le había dado una pequeña gratificación por fin de año; Carol estaba sin blanca, pero nunca tenía dinero y sus viejos amigos estaban acostumbrados a pagárselo siempre todo; Sam le había vendido a una cliente norteamericana una edición original de Fin de viaje y una segunda edición de La señora Dalloway, por las que había cobrado en un día el sueldo de una semana. En cuanto a Alice, disponía de algunos ahorros, se merecía gastarlos, había trabajado todo el año como una burra y, de todas formas, habría encontrado cualquier excusa para pasar un sábado en compañía de sus amigos.
El vino que Anton había llevado sabía a corcho y tenía un regusto a vinagre, pero todos habían bebido lo bastante para ponerse a cantar a coro, un poco más alto a cada canción, hasta que el vecino de esa planta, el señor Daldry, llamó a la puerta.
Sam, el único que tuvo ánimo para ir a abrir, prometió que el ruido cesaría en el acto; además, ya era hora de que cada cual volviera a su casa. El señor Daldry había aceptado sus disculpas, no sin haber manifestado primero en un tono algo altivo que trataba de dormir y que apreciaría que su vecindario no se lo impidiese. La casa victoriana que compartían no estaba preparada para transformarse en un club de jazz, dijo, y oír sus conversaciones a través de las paredes era ya bastante desagradable. Y después volvió a su piso, justo enfrente.
Los amigos de Alice se habían puesto abrigos, bufandas y gorros, y habían quedado al día siguiente por la mañana a las diez en punto en Victoria Station, en el andén del tren de Brighton.
Sola ya, Alice puso un poco en orden la gran habitación, que, según el momento del día, servía de taller, de comedor, de salón o de dormitorio.
Transformaba su sofá en cama cuando se enderezó súbitamente para mirar la puerta de entrada. ¿Cómo había tenido su vecino la cara de ir a interrumpir una fiesta tan buena? ¿Y con qué derecho se había entrometido de esa forma en sus asuntos?
Agarró el chal que colgaba del perchero, se miró en el espejito de la entrada, volvió a dejar el chal, que la hacía parecer mayor, y se fue con paso decidido a golpear en la puerta de su quisquilloso vecino. Con los brazos en jarras, esperó a que abriese.
– Dígame que hay fuego y que con su histeria sólo pretende salvarme de las llamas -suspiró el señor Daldry afectadamente.
– Primero, las once de la noche de un viernes no son horas intempestivas, y, además, ¡yo aguanto sus escalas bastante a menudo, así que usted podría tolerar un poco de ruido, para una vez que tengo invitados!
– Usted invita a sus ruidosos camaradas todos los viernes, y tienen la lamentable costumbre de pasarse sistemáticamente con las copas, lo que no deja de tener un efecto sobre mi sueño. Y, para su información, no tengo piano alguno, las escalas de las que se queja deben de ser obra de otro vecino, quizá de la señora de abajo. Yo soy pintor, señorita, y no músico, y la pintura, que yo sepa, no hace ningún ruido. ¡Qué tranquila era esta vieja casa cuando yo era su único habitante!
– ¿Usted pinta? ¿Y qué pinta exactamente, señor Daldry? -preguntó Alice.
– Paisajes urbanos.
– Qué gracioso, no lo veía de pintor, me lo imaginaba…
– ¿Qué se imaginaba, señorita Pendelbury?
– Me llamo Alice, debe saber cuál es mi nombre, dado que no se le escapa ni una de mis conversaciones.
– No es culpa mía si las paredes que nos separan no son muy gruesas. Ahora que nos hemos presentado oficialmente, ¿puedo volver a acostarme o desea que sigamos aquí en el rellano manteniendo esta conversación?
Alice miró a su vecino unos segundos.
– ¿Por qué está tan mal de la cabeza? -preguntó la joven.
– ¿Disculpe?
– ¿Por qué se muestra distante y hostil? Entre vecinos, podríamos hacer un esfuercito por entendernos, o al menos disimularlo.
– Vivía aquí mucho antes que usted, señorita Pendelbury, pero desde que se instaló en ese piso, que espero recuperar, mi vida ha quedado como poco trastornada y mi tranquilidad ya no es más que un lejano recuerdo. ¿Cuántas veces ha venido a llamar a mi puerta porque le faltaba sal, harina o un poco de margarina cuando cocinaba para sus amigos, tan adorables ellos, o para pedirme una vela al irse la corriente? ¿Se ha preguntado alguna vez si sus frecuentes intromisiones iban a perturbar mi intimidad?
– ¿Quería vivir en mi piso?
– Quería poner en él mi estudio. Usted es la única en esta casa que disfruta de un lucernario. Por desgracia, sus encantos obtuvieron el favor de nuestro casero, así que me contento con la pálida luz que entra por mis humildes ventanas.
– Nunca me he cruzado con nuestro casero, alquilé ese piso a través de una agencia.
– ¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche?
– ¿Ésa es la razón por la que me trata con tanta frialdad desde que vivo aquí, señor Daldry? ¿Porque he conseguido el estudio que usted deseaba?
– Señorita Pendelbury, los que están fríos, en este preciso momento, son mis pies. Los pobres están sometidos a las corrientes de aire que nuestra conversación les impone. Si no tiene inconveniente, voy a retirarme antes de que me resfríe. Le deseo una noche agradable, la mía se ha acortado gracias a usted.
El señor Daldry volvió a cerrar delicadamente la puerta en las narices de Alice.
– ¡Qué tipo tan raro! -masculló ella volviendo por donde había venido.
– La he oído -gritó en seguida Daldry desde su salón-. Buenas noches, señorita Pendelbury.
De nuevo en su casa, Alice se aseó un poco antes de ir a acurrucarse bajo las sábanas. Daldry tenía razón, el invierno se había adueñado de la casa victoriana y la escasa calefacción no bastaba para hacer subir el mercurio. Cogió un libro del taburete que le servía de mesilla de noche, leyó algunas líneas y lo volvió a dejar. Apagó la luz y esperó a que sus ojos se adaptaran a la penumbra. La lluvia corría por el lucernario. Alice sintió un escalofrío y se puso a pensar en la tierra anegada del bosque, en las hojas que en otoño se descomponían en los robledales. Inspiró profundamente y una nota tibia de mantillo se adueñó de ella.
Alice tenía un don peculiar. Sus aptitudes olfativas, muy superiores a lo normal, le permitían distinguir el más mínimo aroma y conservarlo en la memoria para siempre. Pasaba los días inclinada sobre la larga mesa de su taller, esmerándose en combinar moléculas para conseguir la armonía que tal vez se convirtiese algún día en un perfume. Alice era «nariz». Trabajaba sola, y cada mes visitaba a los perfumistas de Londres para proponerles sus fórmulas. La primavera anterior había logrado convencer a uno de ellos para comercializar una de sus creaciones. Su «agua de gavanza» había cautivado a un perfumista de Kensington y había obtenido cierto éxito entre su distinguida clientela, lo que le procuraba una pequeña suma mensual que le permitía vivir un poco mejor que en años precedentes.
Se instaló en su mesa de trabajo y volvió a encender la lámpara que había encima. Cogió tres tiras de papel secante, las metió en otros tantos frascos y, hasta muy entrada la noche, estuvo pasando a limpio las notas que iba tomando.
La alarma del despertador sacó a Alice de su sueño; le lanzó la almohada para hacerlo callar. Un sol velado por la bruma matutina iluminó su rostro.
– ¡Maldito lucernario! -refunfuñó.
Luego, al recordar la cita en el andén de la estación, dejó de remolonear.
Se levantó de un salto, cogió al azar algunas prendas de su armario y se precipitó hacia la ducha.
Al salir de casa, Alice le echó una ojeada a su reloj; en autobús nunca llegaría a tiempo a Victoria Station. Silbó a un taxi y, en cuanto estuvo a bordo, le suplicó al taxista que fuese por el camino más rápido.
Cuando llegó a la estación, cinco minutos antes de la salida del tren, una larga cola de viajeros se extendía ante las ventanillas. Alice miró hacia el andén y se dirigió allí a la carrera.
Anton la esperaba ante el primer vagón.
– Por Dios, ¿dónde estabas? ¡Date prisa, monta! -le dijo, ayudándola a subir al estribo.
Se acomodó en el compartimento donde la esperaba su pandilla de amigos.
– Según vosotros, ¿qué probabilidades tenemos de que nos pidan el billete? -preguntó al sentarse, sin aliento.
– Ya te daría yo mi billete si hubiese comprado uno -respondió Eddy.
– Yo diría que la mitad de las probabilidades -dijo Carol.
– ¿Un sábado por la mañana? Yo me inclinaría por un tercio… Ya lo veremos al llegar -concluyó Sam.
Alice apoyó la cabeza contra el cristal y cerró los ojos. Había una hora de trayecto entre la capital y la estación costera. Durmió durante todo el viaje.
En la estación de Brighton, un revisor hacía acopio de los billetes de los viajeros a la salida del andén. Alice se paró ante él y fingió buscar en sus bolsillos. Eddy la imitó. Anton sonrió y les dio a ambos sendos tickets.
– Los tenía yo -le dijo al revisor.
Cogió a Alice de la cintura y se la llevó al vestíbulo.
– No me preguntes cómo sabía que llegarías tarde. ¡Siempre llegas tarde! Y, en cuanto a Eddy, lo conoces tan bien como yo; lo de colarse lo lleva en la sangre, y no quería que este día se echase a perder antes de comenzar siquiera.
Alice sacó dos chelines de su bolsillo y se los tendió a Anton, pero él volvió a cerrar la mano de su amiga sobre las monedas.
– Vámonos ya -dijo-. El día pasa muy rápido, no quiero perderme nada.
Alice lo miró alejarse: Anton iba dando saltos. Ella tuvo una visión fugaz del adolescente al que había conocido tiempo atrás, y eso la hizo sonreír.
– ¿Vienes? -dijo, volviéndose.
Bajaron por Queen’s Road y West Street hacia el paseo que había a orillas del mar. Había ya mucha gente allí. Dos grandes escolleras avanzaban hacia las olas. Los edificios de madera que sobresalían de ellas las hacían parecer grandes buques.
Las atracciones de la feria se encontraban en el Palace Pier. La pandilla de amigos llegó al pie de un reloj que indicaba la entrada. Anton compró el ticket de Eddy y, con un gesto, le indicó a Alice que ya se había encargado del suyo.
– No vas a invitarme todo el día -le susurró al oído.
– ¿Y por qué no, si me apetece?
– Porque no hay ninguna razón para que…
– ¿Que me apetezca no es una buena razón?
– ¿Qué hora es? -preguntó Eddy-. Tengo hambre.
A pocos metros de allí, delante del gran edificio que albergaba el invernadero, se encontraba un puesto de fish and chips. El olor a frito y a vinagre llegaba hasta ellos. Eddy se frotó la tripa y arrastró a Sam hacia la caseta. Alice puso una mueca de asco al unirse al grupo. Cada uno hizo su pedido. Alice pagó al vendedor y sonrió a Eddy al ofrecerle una bandeja pequeña de pescado frito.
Comieron acodados en la barandilla. Anton, silencioso, miraba cómo se colaban las olas entre los pilares de la escollera. Eddy y Sam arreglaban el mundo. El pasatiempo favorito de Eddy era criticar al gobierno. Acusaba al primer ministro de no hacer nada o de no hacer lo suficiente por los más necesitados, de no haber sabido poner en marcha grandes obras para acelerar la reconstrucción de la ciudad. Después de todo, hubiese bastado con contratar a todos los que no tenían curro y no tenían qué comer. Sam le hablaba de economía, argumentaba la dificultad de encontrar mano de obra cualificada, y, cuando Eddy bostezaba, lo tachaba de vago y de anarquista, lo cual disgustaba menos a éste que a su propio amigo. Habían estado en el mismo regimiento durante la guerra y la amistad que los unía era incondicional, fueran cuales fuesen sus discrepancias.
Alice se mantenía un poco al margen del grupo para evitar el olor a frito, demasiado intenso para su gusto. Carol se unió a ella, y ambas se quedaron un momento sin decir nada, con la mirada puesta en alta mar.
– Deberías tener cuidado con Anton -murmuró Carol.
– ¿Por qué? ¿Está enfermo? -preguntó Alice.
– ¡De amor por ti! No hace falta ser enfermera para darse cuenta. Pásate un día por el hospital, haré que te examinen la vista; has tenido que volverte muy miope para no darte cuenta.
– Eso es una tontería, nos conocemos desde la adolescencia, no hay nada entre nosotros más que una larga amistad.
– Sólo te pido que tengas cuidado con él -la interrumpió Carol-. Si sientes algo por él, es inútil andarse con rodeos. Todos estaríamos muy contentos de saber que estáis juntos, os lo merecéis. En caso contrario, no seas tan poco clara con él, lo haces sufrir para nada.
Alice se cambió de sitio para darle la espalda al grupo y ponerse frente a Carol.
– ¿En qué soy poco clara?
– Al fingir que ignoras que me he encaprichado con él, por ejemplo -respondió Carol.
Dos gaviotas se deleitaron con los restos de pescado y patatas que Carol había lanzado al mar. Tiró su bandeja en una papelera y fue a reunirse con los chicos.
– ¿Te quedas vigilando el reflujo de la marea o vienes con nosotros? -le preguntó Sam a Alice-. Vamos a dar una vuelta por la feria, he visto una máquina en la que se puede ganar un puro de un mazazo -añadió remangándose la camisa.
Alimentaron el aparato a razón de un cuarto de penique por intento. El resorte, en el que había que golpear lo más fuerte posible, lanzaba por los aires una bola de fundición; si ésta hacía tintinear la campana situada a siete pies de altura, te llevabas un puro a la boca. Aunque estaba lejos de ser un habano, a Sam le parecía que era de una tremenda elegancia. Lo intentó ocho veces y se dejó dos peniques, probablemente el doble de lo que habría desembolsado por comprar un puro igual de malo al vendedor de tabaco, que estaba a pocos pasos de allí.
– Préstame una moneda y déjame -dijo Eddy.
Sam le tendió un cuarto de penique y se echó atrás.
Eddy levantó la maza como si se tratase de un simple martillo y, sin mayor esfuerzo, lo dejó caer de nuevo sobre el resorte. La bola de fundición saltó e hizo tintinear la campana. El feriante le entregó su premio.
– Éste es para mí -explicó Eddy-; dame otra moneda, voy a intentar ganar uno para ti.
Un minuto más tarde, los dos compinches encendieron sus puros. Eddy estaba encantado, Sam hacía cuentas en voz baja. A ese precio, habría podido permitirse un paquete de cigarrillos. Veinte Embassy frente a un triste puro le dio que pensar.
Los chicos vieron los coches de choque, intercambiaron una mirada y se encontraron casi de inmediato sentados en ellos. Los tres daban volantazos y aplastaban el pedal del acelerador para golpear a los demás lo más fuerte posible ante las miradas consternadas de las chicas. Cuando se les acabó el turno, tomaron por asalto la caseta de tiro al blanco. Anton era el más hábil con diferencia. Por haber puesto cinco perdigones en la diana, se llevó una tetera de porcelana, que le regaló a Alice.
Carol, al margen del grupo, observaba el carrusel, donde los caballitos daban vueltas bajo las guirnaldas de luces. Anton se acercó a ella y la cogió del brazo.
– Lo sé, es una chiquillada -suspiró Carol-, pero si te dijera que nunca he dado…
– ¿No te montaste nunca en un tiovivo cuando eras pequeña? -preguntó Anton.
– Crecí en el campo, en mi pueblo no paraba ninguna feria. Y, cuando vine a Londres a estudiar enfermería, se me había pasado la edad, y luego vino la guerra y…
– Y ahora te gustaría darte una vuelta… Entonces, sígueme -dijo Anton arrastrándola hacia la caseta donde se compraban los billetes-, te regalo tu bautizo de caballitos. Toma, móntate en ése -dijo señalando una montura de crines doradas-, los demás me parecen más inquietos y, la primera vez, más vale ser prudente.
– ¿No vienes conmigo? -le preguntó Carol.
– Ah, no, eso no es para mí, me mareo sólo con mirarlos. Pero te prometo que haré un esfuerzo y no te quitaré ojo de encima.
Sonó un timbre, Anton bajó del estrado. El carrusel cogió velocidad.
Sam, Alice y Eddy se acercaron para observar a Carol, la única adulta en medio de una retahíla de niños que se burlaban de ella y la señalaban con el dedo. En la segunda vuelta, corrían lágrimas por sus mejillas, y se las secaba como podía con el dorso de la mano.
– ¡Muy agudo! -le dijo Alice a Anton, dándole un golpe en el hombro.
– Creía que hacía bien, no entiendo lo que le ocurre, es lo que quería…
– Quería dar un paseo a caballo contigo, idiota, y no ponerse en ridículo en público.
– ¡Que Anton está diciendo que tenía buena intención! -replicó Sam.
– A poco caballeros que fuerais, iríais a buscarla en lugar de quedaros ahí plantados.
En el tiempo en que se miraban el uno al otro, Eddy ya se había subido al carrusel y remontaba la fila de los caballitos, repartiendo por aquí y por allí una torta a los chavales que se reían con demasiada insolencia para su gusto. El tiovivo proseguía con sus giros infernales, y Eddy llegó por fin a la altura de Carol.
– Necesita un palafrenero, ¿no es así, señorita? -dijo, poniendo la mano sobre las crines del caballito.
– Te lo ruego, Eddy, ayúdame a bajar.
Pero Eddy se acomodó a horcajadas en la grupa del caballito y estrechó a la jinete entre sus brazos. Le susurró al oído:
– ¡Que te crees tú que vamos a dejar a esos mocosos librarse así como así! Vamos a divertirnos tanto que van a morirse de envidia. No te subestimes, amiga, acuérdate de que, mientras yo soplaba en los bares, tú llevabas camillas bajo las bombas. La próxima vez que pasemos delante de los idiotas de nuestros amigos, quiero oír cómo te ríes a carcajadas, ¿me has entendido?
– ¿Y cómo quieres que lo consiga, Eddy? -preguntó Carol entre hipidos.
– Si crees que estás ridícula en este jamelgo entre estos críos, piensa que yo estoy detrás de ti con mi puro y mi gorra.
Así que, en la siguiente vuelta, Eddy y Carol reían a mandíbula batiente.
El tiovivo se ralentizó y se detuvo.
Para hacerse perdonar, Anton invitó a una ronda de cerveza en el puesto de bebidas, un poco más lejos. Los altavoces chirriaron y, de repente, un foxtrot endiablado se adueñó de la crujía. Alice miró el cartel pegado en un poste: Harry Groombridge y su orquesta acompañaban una comedia musical en el antiguo gran teatro de la escollera, transformado en café después de la guerra.
– ¿Vamos? -propuso Alice.
– ¿Qué nos lo impide? -inquirió Eddy.
– Perderíamos el último tren y, en esta época, no me veo durmiendo en la playa -respondió Sam.
– No estés tan seguro -replicó Carol-. Cuando termine el espectáculo, tendremos una media hora larga para llegar a pie a la estación. Es verdad que empieza a hacer muchísimo frío, no estaría en contra de entrar un poco en calor bailando. Y, además, justo antes de Navidad sería un recuerdo precioso, ¿no creéis?
Los chicos no tenían una propuesta mejor. Sam hizo un cálculo rápido: la entrada costaba dos peniques; si daban media vuelta y se marchaban, sus amigos probablemente querrían ir a cenar a un bar, así que era más económico optar por el espectáculo.
La sala estaba abarrotada, los espectadores se apretujaban delante del escenario, casi todos bailaban. Anton arrastró a Alice y lanzó a Eddy a los brazos de Carol; Sam se burló de las dos parejas y se alejó de la pista.
Como había presentido Anton, el día había pasado demasiado de prisa. Cuando la compañía fue a saludar al auditorio, Carol les hizo una señal a sus amigos: era el momento de volver por donde habían venido. Se dirigieron hacia la salida.
Los farolillos bamboleados por la brisa le daban a la inmensa escollera, en esa noche de invierno, el aspecto de un extraño paquebote que iluminaba con sus luces un mar por el que nunca navegaría.
Cuando la pandilla de amigos avanzaba hacia la salida, una adivina le dedicó una gran sonrisa a Alice desde su quiosco.
– ¿Nunca has fantaseado con saber lo que te depara el porvenir? -le preguntó Anton.
– No, nunca. No creo que el futuro esté escrito -respondió Alice.
– Al empezar la guerra, una vidente le dijo a mi hermano que sobreviviría, siempre y cuando se mudase de casa -dijo Carol-. Había olvidado hacía mucho esa profecía cuando se incorporó a su unidad; dos semanas más tarde, el edificio en el que vivía se desplomó bajo las bombas alemanas. No se libró ninguno de sus vecinos.
– ¡Menuda vidente! -respondió secamente Alice.
– Nadie sabía entonces que Londres soportaría el Blitz [1] -replicó Carol.
– ¿Quieres ir a consultar al oráculo? -preguntó Anton en tono burlón.
– No seas idiota, tenemos un tren que coger.
– Todavía faltan, como poco, tres cuartos de hora; el espectáculo ha terminado antes de lo previsto. Tenemos tiempo. Ve, ¡te invito!
– No tengo ningunas ganas de ir a escuchar los camelos de esa vieja.
– Deja a Alice tranquila -intervino Sam-, ¿no ves que le da canguelo?
– Vaya tres, me estáis empezando a enfadar, no tengo miedo, no creo ni en cartománticas ni en bolas de cristal. Y, además, ¿por qué os interesa conocer mi futuro?
– A lo mejor es que alguno de estos caballeros sueña en secreto con saber si acabarás metida en su cama… -sugirió Carol.
Anton y Eddy se volvieron estupefactos. Carol se había sonrojado y, para mantener el tipo, les dirigió una sonrisita sarcástica.
– Podrías preguntarle si vamos a perder o no nuestro tren, eso por lo menos sería una revelación interesante -añadió Sam-, y además podríamos comprobarlo rápidamente.
– Bromead tanto como queráis, yo creo en ello -continuó Anton-. Si tú vas, Alice, yo voy después.
– ¿Sabéis que a veces os ponéis muy estúpidos? -dijo, abriéndose paso.
– ¡Cobardica! -soltó Sam.
Alice se volvió bruscamente.
– Bueno, ya que me las veo con cuatro tontitos que quieren perder el tren, voy a ir a escuchar las necedades de esa mujer y luego nos volvemos. ¿Estáis contentos? -preguntó tendiendo la mano hacia Anton-. ¿Me das esos dos peniques o qué?
Anton rebuscó en el bolsillo y le dio las dos monedas a Alice, quien se dirigió hacia la adivina.
Alice avanzó hacia el quiosco; la vidente seguía sonriéndole. La brisa marina arreció, arañándole las mejillas y obligándola a bajar la cabeza, como si de repente alguien le hubiese prohibido sostenerle la mirada a la anciana señora. Sam tal vez tenía razón, la perspectiva de esa experiencia le molestaba más de lo que había supuesto.
La vidente le rogó a Alice que tomase asiento en un taburete. Sus ojos eran inmensos, su mirada de una profundidad abismal, y la sonrisa, que no la abandonaba nunca, cautivadora. No había ni bola de cristal ni cartas del tarot en su velador, sólo sus alargadas manos moteadas de marrón, que tendía hacia Alice. Cuando las tocó, Alice sintió que se adueñaba de ella un extraño sosiego, un bienestar que no había sentido desde hacía mucho tiempo.
– Tu rostro, hija mía, lo he visto antes -silbó la vidente.
– ¡Me ha visto al pasar!
– No crees es mis dones, ¿verdad?
– Soy racional por naturaleza -respondió Alice.
– Mientes, eres una artista, una mujer autónoma y decidida, aunque es cierto que el miedo te frena.
– Pero ¿qué le ha dado hoy a todo el mundo con que tengo miedo?
– No parecías tranquila cuando venías hacia mí.
La mirada de la vidente se clavó más en la de Alice. Su rostro estaba ahora muy cerca del suyo.
– Pero ¿dónde me he cruzado antes con esa mirada?
– ¿En otra vida, tal vez? -respondió Alice en tono irónico.
La vidente, confusa, se irguió repentinamente.
– Ámbar, vainilla y cuero -susurró Alice.
– ¿De qué hablas?
– De su perfume, de su pasión por Oriente. Yo también percibo algunas cosas -dijo Alice aún con más insolencia.
– Tienes un don, en efecto, pero hay algo más importante todavía: llevas en ti una historia sobre la que lo ignoras todo -respondió la anciana.
– Esa sonrisa que no la abandona nunca -replicó Alice burlona-, ¿es para darles mayor confianza a sus presas?
– Sé por qué has venido a verme -dijo la vidente-, es divertido si una lo piensa.
– ¿Ha oído cómo me retaban mis amigos?
– No eres de la clase de gente que acepta un reto fácilmente, y tus amigos no tienen nada que ver con nuestro encuentro.
– ¿Quién entonces?
– La soledad que te persigue y te tiene en vela toda la noche.
– No veo nada divertido en todo esto. Dígame algo que me sorprenda de verdad; no es que su compañía no sea agradable, pero, bromas aparte, de verdad, no puedo dejar que se me escape el tren.
– No, de hecho, es más bien triste. Lo que es divertido, por el contrario, es que…
Su mirada se apartó de Alice para perderse a lo lejos. Alice tuvo casi una sensación de abandono.
– ¿Va a decirme algo? -preguntó Alice.
– Lo que es divertido de verdad -continuó la vidente al volver en sí- es que el hombre más importante de tu vida, el que buscas desde siempre sin saber ni siquiera que existe, ese hombre acaba de pasar hace apenas unos segundos detrás de ti.
El rostro de Alice se quedó petrificado y no pudo resistir las ganas de volverse. Dio la vuelta en su taburete para ver a lo lejos a sus cuatro amigos, que le hacían señas de que había que irse.
– ¿Es uno de ellos? -balbuceó Alice-. ¿Ese hombre misterioso será Eddy, Sam o Anton? ¿Ésa es su gran revelación?
– Escucha lo que te digo, Alice, y no lo que deseas oír. Te he confiado que el hombre que más te importará en la vida acaba de pasar por detrás de ti. Ahora ya no está ahí.
– Y ese príncipe azul al que conoceré en el futuro, ¿dónde se encuentra ahora?
– Paciencia, hija mía. Tendrás que conocer a seis personas antes de llegar hasta él.
– Bonito negocio, seis personas, ¿nada más?
– Sobre todo, bonito viaje… Un día lo entenderás, pero es tarde, y te he revelado lo que tenías que saber. Y dado que no te crees ni una palabra de lo que acabo de decirte, mi consulta es gratuita.
– No, prefiero pagarle.
– No seas tonta, digamos que este rato que hemos pasado juntas es una visita amistosa. Estoy contenta de haberte visto, Alice, no me lo esperaba. Eres alguien singular; bueno, lo es tu historia.
– Pero ¿qué historia?
– Ya no tenemos tiempo, y además todavía te la creerías menos. Vete, o tus amigos te van a odiar por haberles hecho perder su tren. Daos prisa, y sed prudentes, va a haber un accidente en seguida. No me mires así, lo que acabo de decirte no tiene nada que ver con la videncia, sino con el sentido común.
La vidente le ordenó a Alice que la dejara. Alice la miró unos segundos, ambas mujeres intercambiaron una última sonrisa y Alice se reunió con sus amigos.
– ¡Vaya cara que tienes! ¿Qué es lo que te ha dicho? -preguntó Anton.
– Luego, ¡habéis visto qué hora es!
Y, sin esperar una respuesta, Alice se lanzó hacia el pórtico que había a la entrada de la escollera.
– Tiene razón -dijo Sam-, hay que darse mucha prisa, el tren sale dentro de menos de veinte minutos.
Se pusieron todos a correr. Al viento que soplaba en la playa se le había sumado una fina lluvia. Eddy cogió a Carol del brazo.
– Ten cuidado, las calles están resbaladizas -dijo mientras la arrastraba en su carrera.
Salieron del paseo y subieron por la calle, que estaba desierta. Las farolas de gas iluminaban débilmente la calzada. A lo lejos, se veían las luces de la estación de Brighton; les quedaban menos de diez minutos. Una carreta con un caballo apareció justo cuando Eddy cruzó la calle.
– ¡Cuidado! -gritó Anton.
Alice tuvo la serenidad necesaria para agarrar a Eddy de la manga. El coche casi los derriba, y sintieron el aliento del animal que el cochero trataba desesperadamente de detener.
– ¡Me has salvado la vida! -farfulló Eddy, conmocionado.
– Ya me lo agradecerás más tarde -respondió Alice-, démonos prisa.
Al llegar al andén, se pusieron a gritar en dirección al jefe de estación, que cogió su linterna y les ordenó que subiesen en el primer vagón. Los chicos ayudaron a las chicas a auparse. Anton estaba todavía en el estribo cuando el tren se puso en marcha. Eddy lo agarró del hombro y tiró de él antes de cerrar la portezuela.
– Ha faltado un segundo -suspiró Carol-. Y tú, Eddy, menudo susto me has dado, de verdad; esa carreta casi te pasa por encima.
– Me parece que Alice ha tenido todavía más miedo que tú; miradla, se ha quedado blanca como una pared -dijo Eddy.
Alice ya no decía ni una palabra. Se instaló en el asiento y observó por el cristal cómo se alejaba la ciudad. Sumida en sus pensamientos, se acordó de la vidente, de las palabras que le había dicho, y, al recordar su advertencia, se puso todavía más pálida.
– Bueno, ¿nos lo cuentas? -soltó Anton-. Después de todo, hemos estado a punto de dormir al raso por tu culpa.
– Por culpa de vuestro estúpido reto -replicó secamente Alice.
– Habéis estado hablando un buen rato, ¿te ha dicho algo sorprendente, por lo menos? -preguntó Carol.
– Nada que no supiese ya. Os lo dije, la videncia es un engañabobos. Con unas buenas dotes de observación, un mínimo de intuición y algo de convicción en la voz, se puede engañar a cualquiera y hacerle creer lo que sea.
– Pero todavía no nos has dicho lo que esa mujer te ha revelado -insistió Sam.
– Os propongo que cambiemos de tema de conversación -intervino Anton-. Hemos pasado un día fantástico, volvemos a casa, no veo ninguna razón para buscarle las cosquillas a nadie. Lo siento, Alice, no deberíamos haber insistido, no tenías ganas de ir y todos hemos sido un poco…
– Cretinos, y yo la primera -siguió Alice, mirando a Anton-. Ahora tengo una pregunta mucho más apasionante: ¿qué hacéis en Nochebuena?
Carol volvía a St Mawes, con su familia. Anton cenaba en la ciudad en casa de sus padres. Eddy le había prometido a su hermana que pasaría la noche en su casa; sus sobrinitos esperaban a Papá Noel, y su cuñado le había preguntado si quería representar el papel. Incluso había alquilado un disfraz. Era difícil escaquearse cuando su cuñado lo sacaba de apuros tan a menudo sin decirle nada a su hermana. En cuanto a Sam, su jefe lo había invitado a una fiesta a beneficio de los niños del orfanato de Westminster y tenía como misión repartir los regalos.
– ¿Y tú, Alice? -preguntó Anton.
– Pues… también me han invitado a una fiesta.
– ¿Dónde? -insistió Anton.
Entonces, Carol le dio un puntapié en la tibia. Sacó un paquete de galletas de dentro de su bolso diciendo que tenía una hambre canina. Les ofreció un Kit Kat a cada uno y después le lanzó una mirada fulminante a Anton, que se frotaba la pantorrilla indignado.
El tren entró en Victoria Station. El humo acre de la locomotora invadía el andén. Al pie de las grandes escaleras, el olor de la calle no era más agradable. Una niebla densa había tomado al barrio como prisionero, partículas de carbón que se consumían a lo largo del día en las chimeneas de las casas, partículas que flotaban alrededor de los faroles, cuyas bombillas de tungsteno esparcían una triste luz anaranjada en la bruma.
Los cinco camaradas acecharon la llegada del tranvía. Alice y Carol fueron las primeras en bajarse, vivían a tres calles la una de la otra.
– Por cierto -dijo Carol al despedirse de Alice en la puerta de su edificio-, si cambias de opinión y renuncias a tu fiesta, podrías venirte a pasar la Navidad a St Mawes; mamá está loca por conocerte. Le hablo a menudo de ti en mis cartas y tu oficio la intriga mucho.
– ¿Sabes una cosa? No sé muy bien cómo hablar de mi oficio -le dijo Alice a Carol después de agradecerle la invitación.
A continuación, le dio un beso a su amiga y desapareció por el hueco de la escalera.
En ese momento oyó encima los pasos de su vecino, que volvía a su casa. Se detuvo para no cruzárselo en el rellano, no estaba de humor para discutir.
Hacía casi tanto frío en su apartamento como en las calles de Londres. Alice se quedó con el abrigo sobre los hombros y los mitones en las manos. Llenó el hervidor, lo dejó sobre el hornillo, cogió un tarro de té de la estantería de madera y no encontró más que tres briznas olvidadas. Se dirigió a la mesa de su taller y abrió el cajón de un joyerito que contenía pétalos de rosas secos. Desmenuzó unos pocos en la tetera y vertió el agua hirviente, se puso cómoda en su cama y retomó el libro que había dejado en la víspera.
De repente, la habitación quedó sumida en la oscuridad.
Alice se encaramó a su cama y miró por el lucernario. El barrio estaba por completo a oscuras. Los cortes de corriente, frecuentes, duraban al menos hasta el amanecer. Alice se puso a buscar una vela; al lado del lavabo, un pequeño montículo de cera marrón le recordó que había utilizado la última la semana anterior.
Trató en vano de volver a encender la corta mecha; la llama vaciló, crepitó y acabó apagándose.
Aquella noche, Alice quería escribir, poner sobre el papel unas notas de agua salada, de madera de viejos tiovivos, de barandillas corroídas por las salpicaduras. Aquella noche, sumida en la noche cerrada, Alice no conciliaría el sueño. Se acercó a la puerta, dudó y, suspirando, se resignó a cruzar el rellano para pedirle una vez más ayuda a su vecino.
Daldry abrió la puerta, vela en mano. Llevaba un pantalón de pijama y un jersey de cuello de cisne bajo una bata de seda de color azul marino. La luz de la vela teñía de un color extraño su rostro.
– La esperaba, señorita Pendelbury.
– ¿Me esperaba? -respondió sorprendida.
– Desde que han cortado la corriente. No duermo con bata, como podrá imaginar. Tenga, ¡he aquí lo que me iba a pedir! -dijo, sacando una vela de su bolsillo-. Es esto lo que ha venido a buscar, ¿no es así?
– Lo siento, señor Daldry -dijo agachando la cabeza-, de verdad, me acordaré de comprar.
– Ya no me lo creo, señorita.
– Puede llamarme Alice, ¿sabe?
– Buenas noches, señorita Alice.
Daldry cerró la puerta, Alice volvió a su casa. Pero, un instante después, oyó que llamaban a la puerta. Alice abrió y vio que Daldry se encontraba delante de ella, sosteniendo una caja de cerillas en la mano.
– Me imagino que tampoco tiene de esto. Las velas son mucho más útiles encendidas. No me mire así, no soy adivino. La última vez tampoco tenía cerillas y, como la verdad es que quiero acostarme, he preferido adelantarme.
Alice se guardó mucho de confesarle a su vecino que había rascado su última cerilla para prepararse una infusión. Daldry encendió la mecha y pareció satisfecho cuando la llama penetró en la cera.
– ¿Le he dicho algo que le haya molestado? -preguntó Daldry.
– ¿Por qué dice eso? -respondió Alice.
– Se le ha ensombrecido el rostro de repente.
– Estamos en la penumbra, señor Daldry.
– Si tengo que llamarla Alice, tendrá que llamarme a mí también por mi nombre: Ethan.
– Muy bien, le llamaré Ethan -contestó Alice, sonriendo a su vecino.
– Pero, diga lo que diga, parece, como poco, contrariada.
– Sólo es cansancio.
– Entonces, la dejo. Buenas noches, señorita Alice.
– Buenas noches, señor Ethan.