El lucernario estaba recubierto de una fina película sedosa, la nieve había llegado a la ciudad. Alice se levantó de la cama, tratando de mirar al exterior. Levantó un panel del cristal y lo volvió a cerrar de inmediato, helada por el frío que entraba desde fuera.
Con los ojos todavía empañados por el sueño, titubeó hasta el hornillo y puso el hervidor en la llama. Daldry había tenido el detalle de dejar su caja de cerillas sobre la estantería. Sonrió para sí misma al volver a pensar en la velada del día anterior.
Alice no tenía ganas de ponerse a trabajar. Era Navidad; a falta de familia que visitar, iría a pasear al parque.
Vestida con ropa de abrigo, salió sin hacer ruido de su apartamento. La casa victoriana estaba en silencio, Daldry debía de dormir.
La calle parecía de un blanco inmaculado y esa visión le encantó. La nieve tenía ese poder de cubrir toda la suciedad de la ciudad, e incluso los barrios más tristes hallaban una cierta belleza al llegar el invierno.
Se acercaba un tranvía. Alice corrió hacia el cruce, saltó a bordo, se compró su billete ante el cochero y se sentó en un asiento al final del vehículo.
Media hora más tarde, entró en Hyde Park por Queen’s Gate y subió por la avenida diagonal hacia Kensington Palace. Se detuvo ante el pequeño lago. Los patos se deslizaban por el agua sombría, acercándose a ella con la esperanza de recibir un poco de alimento. Alice lamentó no tener nada que ofrecerles. Del otro lado del lago, un hombre sentado en un banco le hizo una señal con la mano. Se levantó. Sus gestos cada vez más abiertos la invitaban a ir hacia él. Los patos se apartaron de Alice y dieron media vuelta, corriendo a toda velocidad hacia el desconocido. Alice bordeó la orilla y se acercó al hombre, que se había acuclillado para dar de comer a los palmípedos.
– ¿Daldry? Qué sorpresa encontrarle aquí, ¿me seguía?
– Lo que es sorprendente es que un desconocido la llame y corra a su encuentro. Estaba aquí antes que usted, ¿cómo habría podido seguirla?
– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó Alice.
– La Navidad de los patos, ¿lo había olvidado? Al salir a tomar el aire, me he encontrado en el bolsillo de mi abrigo el pan que mangamos en el bar. Y entonces me he dicho: «Dado que voy a dar un paseo, me acercaré a alimentar a los patos.» Y a usted, ¿qué le ha traído aquí?
– Es un sitio que me gusta.
Daldry rompió dos puntas del pan y compartió los trozos con Alice.
– Así que -dijo Daldry- nuestra escapadita no ha servido de mucho.
Alice no respondió, concentrada en alimentar a un pato.
– Una vez más, la he oído pasearse arriba y abajo durante una buena parte de la noche. ¿No ha logrado conciliar el sueño? Pero si estaba agotada.
– Me dormí y me desperté poco tiempo después. Una pesadilla, por no decir varias.
Daldry había repartido todo su pan, Alice también; él se volvió a levantar y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
– ¿Por qué no me dice lo que esa vidente le reveló ayer?
No había mucha gente en las avenidas nevadas de Hyde Park. Alice hizo un relato fiel de su conversación con la vidente, y abordó incluso el momento en que ésta se había acusado de no ser más que una impostora.
– Qué extraño cambio por su parte. Pero, dado que le confesó su charlatanería, ¿por qué encabezonarse?
– Porque fue precisamente entonces cuando comencé a creer en ella. Sin embargo, soy muy racional, y le juro que, si mi mejor amiga me contase un cuarto de lo que oí, me burlaría de ella sin clemencia.
– Deje a su mejor amiga tranquila y concentrémonos en su asunto. ¿Qué es lo que la desasosiega hasta ese grado?
– Todo lo que esa vidente me ha dicho es chocante; póngase en mi lugar.
– ¿Y le habló de Estambul? ¡Pues menuda idea! Quizá tendría que irse allí para saberlo a ciencia cierta.
– En efecto, menuda idea. ¿Podría llevarme en su Austin?
– Mucho me temo que esa ciudad se encuentra fuera de su radio de acción. Lo decía por decir.
Se cruzaron con una pareja que subía por la avenida. Daldry se calló y esperó a que se hubiesen alejado para retomar su conversación.
– Voy a decirle lo que la desasosiega de esta historia. La vidente le ha prometido que el hombre de su vida la espera al final de ese viaje. No la culpo; es, en efecto, de un romanticismo tremendo y muy misterioso.
– Lo que me inquieta -respondió Alice secamente- es que afirme con tanta seguridad que nací allí.
– Pero su partida de nacimiento prueba lo contrario.
– Me acuerdo, cuando tenía diez años, de haber pasado delante del dispensario de Holborn con mi madre, y todavía la oigo decirme que era allí donde me había traído al mundo.
– Bueno, ¡olvídese de todo eso! No debería haberla llevado a Brighton; creía hacer bien, pero ha sido todo lo contrario y la he empujado a concederle importancia a algo que no la tiene.
– Ya es hora de que vuelva a trabajar, la ociosidad no se me da muy bien.
– ¿Qué se lo impide?
– Ayer tuve la ocurrencia de resfriarme; no se trata de nada grave, pero es bastante incapacitante en mi oficio.
– Se suele decir que, si uno se cuida un resfriado, no dura nada más que una semana, y que, si no se hace nada, hacen falta siete días para curarse -dijo Daldry riéndose maliciosamente-. Me temo que tendrá que tomárselo con paciencia. Si ha cogido frío, más le valdría ponerse a resguardo. Mi coche está aparcado delante de Prince’s Gate, al final de este camino. La acompaño.
El Austin se negaba a arrancar. Daldry le pidió a Alice que se pusiera al volante, iba a empujarlo. En cuanto el coche cogiese un poco de velocidad, no tendría más que soltar el pedal del embrague.
– No es complicado -le aseguró-, pie izquierdo hasta el fondo, luego un golpecito del pie derecho cuando el motor se haya puesto en marcha, y luego los dos pies en los dos pedales de la izquierda, todo ello manteniendo las ruedas paralelas a la calle.
– ¡Es muy complicado! -se quejó Alice.
Los neumáticos patinaban sobre la nieve. Daldry se resbaló y se pegó un golpazo contra la calzada. En el interior del Austin, Alice, que había observado la escena por el retrovisor, se reía a carcajadas. Con la euforia del momento, pensó en girar la llave y tratar de encender el automóvil. El motor tosió y luego arrancó, y Alice se reía cada vez más.
– ¿Está segura de que su padre era farmacéutico y no mecánico? -le preguntó Daldry instalándose en el asiento del copiloto.
Su abrigo estaba cubierto de nieve y su rostro no estaba en su mejor momento.
– Lo siento, no tiene nada de divertido, pero no puedo evitarlo -respondió Alice risueña.
– Bueno, dele -refunfuñó Daldry-; puesto que esta porquería de coche parece haberla adoptado, métase por la carretera; veremos si es así de sumiso cuando intente acelerar.
– Pero sabe que nunca he conducido -replicó Alice, todavía animada.
– Siempre hay una primera vez para todo -respondió Daldry, impasible-. Pise el pedal de la izquierda, embrague y suéltelo suavemente mientras acelera un poco.
Las ruedas patinaban sobre el pavimento helado. Alice, agarrada al volante, volvió a centrar el coche con una destreza que impresionó a su vecino.
En esas últimas horas de la mañana de Navidad, las calles estaban casi desiertas, y Alice conducía atendiendo escrupulosamente los consejos de Daldry. Salvo algunas frenadas un poco bruscas, que le costaron calar el coche dos veces, consiguió llevarlos a su casa sin el más mínimo incidente.
– Ha sido una experiencia genial -dijo girando el contacto-. Me ha encantado conducir.
– Bueno, podemos dar una segunda lección esta semana si le apetece.
– Será un inmenso placer.
Al llegar a su rellano, Daldry y Alice se despidieron. Alice se notaba con fiebre, y la idea de descansar no le resultaba desagradable. Le dio las gracias a Daldry y, una vez en su casa, estiró su abrigo sobre la cama y se acurrucó bajo las sábanas.
Flotaba un fino polvillo en el aire, removido por un viento cálido. De lo más alto de una callejuela de tierra bajaba una escalera hacia otro barrio de la ciudad.
Alice avanzaba, con los pies descalzos, mirando a todos lados. Los cierres metálicos de las tiendecitas, todos ellos pintados de colores abigarrados, estaban echados.
Una voz la llamó en la lejanía. En los escalones de arriba, una mujer le hizo una señal para que se diese prisa, como si las acechase un peligro.
Alice corrió junto a ella, pero la mujer huyó y desapareció.
Bramaba un clamor a su espalda: gritos, chillidos. Alice se precipitó hacia la escalera; la mujer la esperaba al pie de ésta, pero le prohibió avanzar. Le juró su amor y le dijo adiós.
Mientras se alejaba, su silueta se empequeñecía hasta volverse minúscula mientras se agrandaba en el corazón de Alice hasta volverse inmensa.
Alice se lanzó hacia ella; los escalones se resquebrajaban bajo sus pasos, una larga grieta hendió en dos la escalera y el bramido de su espalda se volvió insoportable. Alice alzó la mirada; un sol rojo quemaba su piel, sintió el trasudor de su cuerpo, la sal en sus labios, la tierra en su cabello. Unas nubes de polvo se arremolinaban a su alrededor y volvían el aire irrespirable.
A pocos metros oyó un quejido lancinante, un gemido, palabras murmuradas cuyo sentido no comprendía. Se le hizo un nudo en la garganta. Alice se ahogaba.
Una mano audaz la cogió del brazo y la levantó del suelo justo antes de que la gran escalera se hundiese bajo sus pies.
Alice soltó un chillido, se resistió lo mejor que pudo, pero el que la agarraba era demasiado fuerte y Alice sintió que perdía el conocimiento, una pérdida contra la que era inútil luchar. Por encima de ella, el cielo era inmenso y rojo.
Alice volvió a abrir los ojos, cegada por la blancura del lucernario cubierto de nieve. Tiritaba, la frente le ardía de fiebre. Buscó a tientas el vaso de agua que se encontraba en su mesilla y fue presa de un ataque de tos al tragar el primer sorbo. Estaba agotada. Tenía que levantarse, que ir a buscar una manta, algo con lo que quitarse ese frío que la helaba hasta los huesos. Intentó levantarse en vano, y se quedó dormida de nuevo.
Oyó susurrar su nombre, una voz familiar trataba de tranquilizarla.
Estaba escondida en un recoveco, ovillada, con la cabeza entre las rodillas. Una mano puesta sobre la boca le impedía hablar. Tenía ganas de llorar, pero la que la retenía con los brazos le suplicaba que se callara.
Oyó el martilleo de un puño en la puerta. Los impactos se volvían más violentos, ahora daban serias patadas. Ruidos de pasos, alguien acababa de entrar. Refugiada en el pequeño cuchitril, Alice contuvo el aliento; le pareció que su respiración se había detenido.
– Alice, ¡despierte!
Daldry se acercó a la cama y puso una mano en su frente.
– Pobrecita, está ardiendo.
Daldry la ayudó a levantarse, enderezó la almohada y la tumbó correctamente.
– Voy a llamar a un médico.
Volvió a su cabecero unos instantes después.
– Tengo miedo de que haya cogido algo más que un resfriado. El doctor estará aquí en seguida, descanse, me quedo junto a usted.
Daldry se sentó al pie de su cama e hizo exactamente lo que había prometido. El médico llegó al cabo de poco. Examinó a Alice, le tomó el pulso, escuchó atentamente los latidos de su corazón y su respiración.
– No hay que tomarse su estado a la ligera, probablemente sea gripe. Que se quede abrigada y que transpire. Hágala beber -le dijo a Daldry- agua templada ligeramente azucarada e infusiones, a pequeños sorbos cada vez, pero con la mayor frecuencia posible.
Le dio aspirinas a Daldry.
– Esto debería hacer que le baje la fiebre. Si no es así de aquí a mañana, llévela al hospital.
Daldry pagó al médico y le agradeció que se hubiese desplazado el día de Navidad. Se fue a buscar a su casa dos mantas grandes con las que tapó a Alice. Puso en medio de la habitación la butaca que se encontraba delante de la mesa de trabajo y se instaló allí para pasar la noche.
– Me pregunto si no prefería que sus ruidosos amigos me tuviesen despierto; al menos, estaría en mi cama -refunfuñó.
En la habitación, el ruido ha cesado. Alice empuja la puerta del armario donde se ha refugiado. Ya no hay más que silencio y ausencia. Han tirado los muebles, han deshecho la cama. En el suelo yace un marco roto. Alice aparta delicadamente los fragmentos de cristal y vuelve a poner el dibujo en su lugar, encima de la mesilla de noche. Es un dibujo en tinta china en el que le sonríen dos rostros. La ventana está abierta, un aire suave sopla de fuera y levanta las cortinas. Alice se acerca, el borde de la ventana está demasiado alto, hay que encaramarse a un taburete para ver la calle, más abajo. Se sube, la luz del día es intensa, entrecierra los ojos.
Sobre la acera, un hombre la mira y le sonríe, un rostro benévolo, lleno de amor. Quiere a ese hombre con un amor sin medida. Siempre lo ha querido así, lo conoce desde siempre. Querría retenerlo, gritar su nombre, pero ya no tiene voz. Entonces, Alice le hace una pequeña señal con la mano; como respuesta, el hombre agita su gorra, le sonríe, antes de desaparecer.
Alice volvió a abrir los ojos. Daldry la sostenía y llevaba un vaso de agua a sus labios mientras le suplicaba que bebiese lentamente.
– Lo he visto -murmuró-, estaba allí.
– Vino el médico -dijo Daldry-. Un domingo y día de Navidad, tenemos que ser concienzudos.
– No era médico.
– Pues tenía toda la pinta de serlo.
– He visto al hombre que me espera allá.
– Muy bien -dijo Daldry-, volveremos a hablar de ello en cuanto esté mejor. Mientras tanto, descanse. Me parece que ya tiene un poco menos de fiebre.
– Es mucho más guapo de lo que imaginaba.
– No lo dudo ni por un segundo. Debería coger la gripe yo también, a lo mejor vendría a hacerme una visita Esther Williams… Estaba irresistible en Llévame a ver el partido.
– Sí -murmuró Alice delirando a medias-, me llevará al partido.
– Perfecto, durante ese rato podré dormir tranquilo.
– Debo ir en su busca -susurró Alice, con los ojos cerrados-, tengo que ir allí, debo reunirme con él.
– ¡Una idea excelente! Sin embargo, le sugiero que espere algunos días. No estoy totalmente seguro de que, en su estado, el flechazo fuera recíproco.
Alice se había dormido. Daldry suspiró y volvió a su sitio en la butaca. Eran las cuatro de la mañana, tenía la espalda magullada por la incómoda postura que mantenía, le dolía la nuca como un demonio, pero Alice parecía tener mejor color. Actuaba la aspirina, caía la fiebre. Daldry apagó la luz y rezó por conciliar el sueño.
Un ronquido repetitivo despertó a Alice. Sus miembros estaban todavía doloridos, pero el frío había abandonado su cuerpo para dar paso a una suave tibieza.
Volvió a abrir los ojos y descubrió a su vecino, repantigado en la butaca, con una manta en los pies. A Alice le hizo gracia que la ceja derecha de Daldry se levantara y bajara al ritmo de su respiración. Comprendió por fin que su vecino había pasado la noche velándola, y eso la puso en un terrible aprieto. Levantó delicadamente la manta, se enrolló con ella y se dirigió discretamente hacia el hornillo. Puso el té en la tetera, tomando mil precauciones para no hacer ruido, y esperó a que el agua se calentara. Los ronquidos de Daldry se habían redoblado, con tanta fuerza que le molestaron en su sueño. Se giró sobre un lado, se resbaló y se cayó cuan largo era sobre el parquet.
– ¿Qué hace de pie? -dijo bostezando.
– Té -respondió Alice vertiéndolo en las tazas.
Daldry se levantó, se estiró y se frotó los riñones.
– Haga el favor de volver a acostarse en seguida.
– Estoy mucho mejor.
– Me recuerda a mi hermana, y no es un cumplido. Igual de testaruda e inconsciente. Apenas ha recobrado un poco de fuerza y se expone al frío. Vamos, ni media palabra, ¡corriendo a la cama! Voy a encargarme de su té. En fin, si mis brazos tienen a bien cooperar. No es que se me haya quedado dormido el cuerpo, es que se me ha quedado en coma.
– Lamento haberle incordiado -respondió Alice obedeciendo a Daldry.
Se sentó en su cama y cogió la bandeja que él le había dejado en las rodillas.
– ¿No se le ha abierto un poco el apetito? -preguntó.
– No, la verdad.
– Bueno, pues va a comer de todos modos, es necesario -dijo Daldry.
Cruzó el rellano y volvió con una caja metálica de galletas.
– ¿Son auténticas shortbreads? -le preguntó-. Hace una eternidad que no me tomo una.
– Tan auténticas como es posible, son caseras -dijo orgullosamente mojando una galleta en su taza de té.
– Parecen deliciosas -dijo Alice.
– ¡Evidentemente! Pero ¿no le digo que las he hecho yo mismo?
– Es de locos…
– ¿Y por qué hacer mis shortbreads es de locos? -se ofendió Daldry.
– … cómo ciertos sabores nos recuerdan a nuestra infancia. Mi madre las preparaba los domingos, las comíamos con chocolate caliente todas las tardes de la semana, en cuanto terminaba mis deberes. En esa época no las apreciaba demasiado, las dejaba fundirse en el fondo de la taza, y mamá no se daba cuenta en absoluto de mis artimañas. Más tarde, durante la guerra, cuando esperábamos en los refugios a que se callaran las sirenas, el recuerdo de las shortbreads se adueñaba de mí. En el interior de un sótano sacudido por las bombas que caían en las cercanías, pensé muchas veces en esas meriendas.
– Creo que nunca he tenido la dicha de vivir un momento tan íntimo con mi madre -dijo Daldry-. No aspiro a que mis galletas igualen a las de sus recuerdos, pero espero que sean de su gusto.
– ¿Le importa que coja otra? -dijo Alice.
– A propósito de sueños, ha tenido serias pesadillas esta noche -masculló Daldry.
– Lo sé, me acuerdo, me paseaba descalza en una callejuela de otro tiempo.
– El tiempo no tiene influencia en los sueños.
– No lo comprende, me parecía conocer ese lugar.
– Probablemente alguna reminiscencia. En las pesadillas se mezcla todo.
– Era una mezcla horrible, Daldry, tenía todavía más miedo que bajo los V1 alemanes.
– ¿Es posible que los misiles formasen parte también de su pesadilla?
– No, me encontraba en un sitio muy diferente. Alguien me perseguía, me quería hacer daño. Y, cuando él apareció, se disipó el miedo, tenía la sensación de que ya nada podía pasarme.
– ¿Cuando apareció quién?
– Ese hombre de la calle, me sonreía. Me saludó con su gorra y luego se marchó.
– Lo evoca con una emoción inquietante, como si fuera verdad.
Alice suspiró.
– Debería ir a descansar, Daldry, está blanco como una pared.
– Usted es la enferma, pero le reconozco que su butaca no es muy cómoda.
Llamaron a la puerta. Daldry fue a abrir y se encontró a Carol en el rellano, que llevaba una gran cesta de mimbre en la mano.
– ¿Qué hace usted aquí? ¿No irá a decirme que Alice le molesta también cuando está sola? -preguntó Carol al entrar en la habitación.
Luego vio a su amiga en la cama y se quedó sorprendida.
– Su amiga ha contraído una buena gripe -respondió Daldry desarrugándose la chaqueta, un poco apurado de estar ante Carol.
– Entonces llego en el momento oportuno. Puede dejarnos, soy enfermera, Alice ya está en buenas manos.
Acompañó a Daldry a la puerta, apremiándolo a abandonar la casa.
– Vamos -dijo-, Alice necesita descansar, voy a ocuparme de ella.
– Ethan -llamó Alice desde su cama.
Daldry se irguió sobre la punta de sus pies para verla por encima del hombro de Carol.
– Gracias por todo -susurró Alice.
Daldry le dedicó una sonrisa y se retiró.
Cerrada de nuevo la puerta, Carol se acercó a la cama, puso la mano en la frente de Alice, le palpó el cuello y le ordenó que sacara la lengua.
– Tienes todavía un poco de fiebre. Te he traído un montón de cosas del campo. Huevos frescos, leche, mermelada, suizo que hizo mamá ayer. ¿Cómo te sientes?
– Como en medio de una tormenta desde que has llegado.
– «Gracias por todo, Ethan» -dijo Carol melindrosa llenando el hervidor-. Menudo cambio ha dado vuestra relación desde nuestra última cena en tu casa. ¿Tienes algo que contarme?
– Que eres idiota y que tus insinuaciones están fuera de lugar.
– No he insinuado nada; constato, eso es todo.
– Somos vecinos, nada más.
– Lo erais la semana pasada y él te trataba de «señorita Pendelbury» y tú de «señor gruñón que viene a echar a perder la fiesta». Os ha pasado algo que os ha acercado así.
Alice se calló. Carol se quedó mirándola, con el hervidor en la mano.
– ¿Tanto?
– Volvimos a Brighton -suspiró Alice.
– ¿Era él tu misteriosa invitación de Navidad? Tienes razón, ¡qué idiota soy! Y yo que creía que te habías inventado una salida para despistar a los chicos. Me he odiado toda la fiesta de Navidad por haberte dejado sola en Londres y no haber insistido para que vinieses a casa de mis padres. Y, en ese rato, la señorita estaba ligando con su vecino a orillas del mar. Soy la auténtica reina de los imbéciles.
Carol dejó una taza de té en el taburete, junto a la cama de Alice.
– ¿Nunca se te ha ocurrido comprar muebles? ¿Una mesilla de verdad, por ejemplo? Espera, espera, la señorita intrigante -prosiguió muy excitada- no me dijo que la intromisión de tu vecino el último día era un numerito que habíais preparado para echarnos y acabar la noche juntos…
– ¡Carol! -susurró Alice señalando la pared que separaba su piso y el de su vecino-. ¡Calla y siéntate! Agotas más que la peor de las gripes.
– No es gripe, es sólo un buen golpe de frío -respondió Carol, furiosa por el rapapolvo recibido.
– Esa escapada no la habíamos planeado. Fue un acto de generosidad por su parte. Y deja ya ese tonito burlón; entre Daldry y yo no hay nada más que una simpatía recíproca y educada. No es en absoluto mi tipo de hombre.
– ¿Por qué volviste a Brighton?
– Estoy agotada, déjame descansar -suplicó Alice.
– Es conmovedor ver lo que te emocionan mis cuidados.
– En lugar de soltar tus burradas, podrías darme un poco de ese suizo… -respondió Alice justo antes de estornudar.
– ¿Ves? Es un buen resfriado.
– Tengo que quitármelo de encima y volver a ponerme a trabajar lo antes posible -dijo Alice incorporándose en la cama-. Me voy a volver loca de no hacer nada.
– Vas a tener que tomártelo con calma. Esa pequeña excursión a Brighton te costará toda una semana sin olfato. Bueno, ¿al final me vas a decir lo que fuisteis a hacer allí?
Cuanto más avanzaba Alice en su relato, más estupefacta parecía Carol.
– Vaya -silbó con ironía-, yo también estaría aterrorizada en tu lugar, ahora entiendo por qué te has puesto enferma al volver.
– Muy divertido -respondió Alice encogiéndose de hombros.
– Bueno, Alice, es ridículo, no son más que tonterías. ¿Qué quiere decir eso de «Nada de lo que creías ser era verdad»? En cualquier caso, hacerte recorrer tantos kilómetros para que oigas tales estupideces es un bonito detalle por parte de tu vecino. Aunque conozco a algunos chicos que habrían hecho mucho más por pasearte en su coche. La vida es realmente injusta, soy yo quien tiene amor para dar y tomar, y eres tú quien les gusta a los hombres.
– ¿Qué hombres? Estoy sola de la mañana a la tarde, y no lo estoy menos por la noche.
– ¿Quieres que volvamos a hablar de Anton? Si estás sola, es únicamente por tu culpa. Eres una idealista que no sabe pasárselo bien. Pero a lo mejor eres tú quien tiene razón en el fondo. Creo que me habría gustado que me dieran mi primer beso en los caballitos -retomó Carol con voz triste-. Me tengo que ir, voy a llegar tarde al hospital. Y, sobre todo, no querría molestaros si tu vecino vuelve.
– Ya basta, te digo que no hay nada entre nosotros.
– Lo sé, no es tu tipo de hombre; y además, ahora que un príncipe azul te espera en alguna parte en una tierra lejana… Tal vez deberías cogerte unas vacaciones e ir en su búsqueda. Si pudiese, te acompañaría con mucho gusto. Me burlo de ti, pero un viaje de chicas sería toda una aventura… En Turquía hace calor, los chicos deben de tener la piel bronceada.
Alice se había adormilado. Carol recogió la manta, que estaba a los pies de la butaca, y la extendió sobre la cama.
– Duerme, cariño -susurró-, soy un cardo y una celosa, pero eres mi mejor amiga y te quiero como a una hermana. Volveré a verte mañana después de mi guardia. Vas a curarte rápido.
Carol se puso el abrigo y se fue de puntillas. Se cruzó con Daldry en el rellano, iba de compras. Bajaron juntos. Una vez en la calle, Carol se volvió hacia él.
– Se pondrá bien pronto -dijo.
– Magnífica noticia.
– Es muy amable por su parte haberse ocupado así de ella.
– Era lo mínimo -respondió-, entre vecinos…
– Adiós, señor Daldry.
– Una última cosa, señorita. Aunque no sea asunto suyo, sepa, para su información, que tampoco es mi tipo de mujer, pero, vamos, ¡en absoluto!
Y Daldry se esfumó sin despedirse de Carol.