El consulado había recuperado el aspecto de los días ordinarios; los ramos ornamentales habían desaparecido, habían guardado los candelabros de cristal, y las puertas que daban a la sala de recepción estaban cerradas.
Tras pedirles el pasaporte, un militar en uniforme de gala condujo a Alice y a Daldry al primer piso del edificio neoclásico. Cruzaron por un largo pasillo y esperaron a que un secretario fuera a recibirlos.
Entraron en la oficina del cónsul; el hombre tenía una apariencia severa, pero una voz agradable.
– Así que, señorita Pendelbury, es usted amiga de su excelencia.
Alice se volvió hacia Daldry.
– No habla de mí -le susurró al oído-, esta vez se refiere al embajador.
– Sí -balbuceó Alice dirigiéndose al cónsul.
– Para que la mujer de su excelencia requiera de mí una cita en tan breve plazo, deben de ser muy allegadas. ¿En qué puedo serle útil?
Alice le explicó su búsqueda; el cónsul la escuchó mientras rubricaba las hojas de un expediente que se encontraba en su escritorio.
– Suponiendo, señorita, que sus padres hubieran efectuado una solicitud de visados, serían las autoridades otomanas de la época las concernidas, y no nosotros. Aunque antes de la proclamación de la república nuestro consulado fue una gran embajada, no veo ninguna razón para que ese expediente se haya tramitado aquí. Sólo el Ministerio de Asuntos Exteriores turco podría haber conservado en sus archivos los documentos que le interesan. Y dudo, suponiendo que esa clase de papeleo haya sobrevivido a una revolución y a dos guerras, que acepten emprender búsquedas tan enojosas.
– A menos -dijo Daldry- que el consulado hiciera una búsqueda particular junto a las antedichas autoridades, insistiendo en el hecho de que la solicitud procede de una amiga muy cercana a la mujer del embajador de Inglaterra. Se quedaría estupefacto al descubrir que, a veces, el deseo de complacer a un país amigo que además es socio comercial puede mover montañas. Sé de lo que hablo, pues yo mismo tengo un tío cercano consejero de nuestro ministro de Asuntos Exteriores, de quien depende su consulado, si no me equivoco. Un hombre encantador, por cierto, y que me profesa un afecto sin límites desde la desaparición brutal de su hermano, mi muy añorado padre. Tío al que no dejaré de señalar la ayuda preciosa que me habrá prestado, insistiendo en la eficacia de la que habrá hecho prueba. He perdido el hilo de mi frase -dijo Daldry, pensativo-. En resumen, lo que quería decir…
– Creo haber comprendido sus palabras, señor Daldry. Voy a contactar con los servicios competentes, y haré todo lo que pueda para que les proporcionen la información que desean. Sin embargo, no sean demasiado optimistas, dudo que una simple solicitud de visado haya estado archivada durante tanto tiempo. ¿Decía, pues, señorita Pendelbury, que la llegada hipotética de sus padres a Estambul se situaría entre 1900 y 1910?
– Exactamente -respondió Alice, roja de confusión ante lo caradura que podía llegar a ser Daldry.
– Aprovechen esta estancia entre nosotros, la ciudad es magnífica; si obtengo cualquier resultado, les haré llegar un mensaje a su hotel -les prometió el cónsul acompañando a sus invitados a la puerta de su despacho.
Alice le agradeció su diligencia.
– Me imagino que su tío, al ser hermano de su padre, se apellida también Daldry -dijo el cónsul al estrecharle la mano a Daldry.
– No exactamente -respondió este último con aplomo-. Figúrese, como artista elegí el apellido de mi madre, que me parecía más original. Mi tío se apellida Finch, como mi difunto padre.
Al salir del consulado, Alice y Daldry se volvieron al hotel para tomarse ese té que el cónsul no les había ofrecido.
– De verdad, ¿el apellido de su madre es Daldry? -le preguntó Alice al instalarse en el salón del bar.
– En absoluto, y no hay ningún Finch en nuestra familia, pero, en cambio, siempre se puede encontrar usted uno empleado en un ministerio o en una administración. Es un patronímico enormemente extendido.
– ¡No le tiene usted miedo a nada!
– Debería felicitarme, hemos llevado a buen puerto y con eficacia nuestro asunto, ¿no le parece?
El karayel se había levantado por la noche; el viento de los Balcanes llevaba nieve consigo, lo que puso fin a la particular suavidad de ese invierno.
Cuando Alice abrió los ojos, las aceras tenían la misma blancura que las cortinas de percal que colgaban de la ventana de su habitación y los tejados de Estambul se parecían a los de Londres. La tempestad que soplaba le impedía salir, ya prácticamente no se veía el Bósforo. Después de tomar el desayuno en el salón restaurante del hotel, Alice subió a la habitación y se instaló en el escritorio, en el que tenía la costumbre de escribir una carta casi a diario.
Anton:
Últimos días de enero. Ha llegado el invierno, que hoy nos da nuestros primeros instantes de descanso. Ayer conocí a nuestro cónsul, me ha dado pocas esperanzas sobre las probabilidades de saber si mis padres vinieron hasta aquí. No te oculto que me cuestiono sin cesar el sentido de mi búsqueda. A menudo me pregunto si son las predicciones de una vidente y el sueño de descubrir un nuevo perfume lo que me han alejado realmente de Londres, o si eres tú. Si te estoy escribiendo esta mañana de Estambul es porque te echo de menos. ¿Por qué te he ocultado este cariño particular que siento por ti?
A lo mejor porque tenía miedo de poner nuestra amistad en peligro. Desde la desaparición de mis padres, eres lo único que me vincula a esa parte de mi vida. Nunca olvidaré tus cartas, que recibía cada martes durante esos largos meses en los que me refugié en la isla de Wight.
Querría que me escribieras, leer tus novedades, saber cómo pasan tus días. Los míos son alegres en su mayoría. Daldry es un niño insufrible, pero también un verdadero caballero. Y, además, esta ciudad es bella, la vida apasionante y la gente generosa. He encontrado en el gran bazar algo que te va a gustar, no te digo más, esta vez me he jurado que lograría guardar el secreto. Cuando vuelva iremos a dar una vuelta a orillas del Támesis y tocarás para mí…
Alice levantó el bolígrafo, mordisqueó el capuchón y tachó las últimas palabras hasta dejarlas ilegibles.
Iremos a dar una vuelta por los muelles del Támesis y me contarás todo lo que te ha pasado mientras estuve tan lejos de Londres.
No creas que me he ido sólo a hacer de turista; avanzo en mis obras, o más bien alimento nuevos proyectos. En cuanto el tiempo lo permita, volveré al mercado de especias. La noche anterior decidí poner a punto nuevas fragancias para perfumar el interior de las casas. No te burles de mí, la idea no me pertenece, se me ha ocurrido gracias a ese artesano del que te hablé en una carta anterior. Ayer, justo antes de dormirme, volvía a pensar en mis padres, y a cada recuerdo estaba ligada una sensación olfativa. No te hablo ahora de la colonia de mi padre o del perfume de mi madre, sino de otros muchos aromas. Cierra los ojos y acuérdate de esos olores de la infancia: el cuero de tu cartera; el olor a tiza, incluso el de la pizarra cuando el profesor te castigaba a repetir una frase en ella; el de la leche con chocolate que tu madre preparaba en la cocina. En mi casa, en cuanto mamá cocinaba, olía a canela, la ponía en casi todos los postres. Con el recuerdo de mis inviernos, vuelve hasta mí el olor de la leña que mi padre recogía en el bosque y que quemaba en la chimenea; con el recuerdo de los días de primavera, el perfume de las rosas silvestres que le regalaba a mi madre y que olían en el salón. Mamá me decía siempre: «Pero ¿cómo consigues oler todo eso?» Nunca comprendió que cada instante de mi vida estaba marcado con esos olores particulares, que eran mi lenguaje, mi forma de aprehender el mundo que me rodeaba. Y perseguía los olores de las horas que pasaban, igual que otros se conmueven viendo cómo cambian los colores con la luz. Distinguía docenas de notas: las de la lluvia que cae por las hojas y se mezcla con el musgo de los árboles, empapando, en cuanto el sol exalta el olor de los bosques; las de la hierba seca en verano; las de la paja de los graneros adonde íbamos a escondernos; incluso las del montón de estiércol adonde me empujaste…; y esa lila que me regalaste cuando cumplí dieciséis años.
Podría recordarte muchas cosas de nuestra adolescencia y de nuestras vidas adultas nombrándote los perfumes que me vienen a la cabeza. ¿Sabes, Anton, que tus manos tienen una nota a pimienta, una mezcla de cobre, de jabón y de tabaco?
Cuídate, Anton, espero que me eches un poco de menos.
Te escribiré de nuevo la semana que viene.
Un beso,
ALICE
El día después de la tormenta, la lluvia, que seguía cayendo, había borrado la nieve. Los siguientes días, Can les enseñó a Alice y a Daldry diferentes monumentos de la ciudad. Visitaron el palacio de Topkapi, la mezquita Süleymaniye, las tumbas de Solimán y de Roxelana, se pasearon durante horas por las calles animadas alrededor del puente Gálata, recorrieron las avenidas del bazar egipcio. En el bazar de las especias, Alice se detenía ante cada puesto, olfateando los polvos, las decocciones de flores secas, los frascos de perfume. Por primera vez desde que comenzó el viaje, Daldry se mostró maravillado ante un monumento, en este caso las maravillosas lozas de Nicea de la mezquita Rüstem Pasa, y luego también ante los frescos de la antigua iglesia de San Salvador. Al recorrer las callejuelas de un antiguo barrio donde las casas de madera habían resistido a los grandes incendios, Alice se sintió incómoda y quiso alejarse. Le hizo a Daldry subir corriendo a lo alto de la torre genovesa que había visitado sin él. Pero el momento más bonito fue, desde luego, cuando Can la llevó al pasaje de las flores y su mercado cubierto, donde Alice quiso pasar el día entero. Comieron en uno de los numerosos chiringuitos del barrio. El jueves, fue la visita al barrio de Dolmabahçe, el viernes al de Eyüp, en pleno Cuerno de Oro. Después de haber admirado la tumba del compañero del Profeta, subieron los escalones hasta el cementerio y se concedieron una pausa en el café Pierre Loti. Desde las ventanas de la vieja casa a la que el escritor francés iba a descansar, se veía por encima de las tumbas otomanas el gran horizonte que dibujaban las orillas del Bósforo.
Esa misma tarde, Alice le confió a Daldry que tal vez era el momento de pensar en volver a Londres.
– ¿Quiere abandonar?
– Nos hemos equivocado de estación, querido Daldry. Tendríamos que haber esperado a que la vegetación floreciese para emprender nuestro viaje. Y si quiero poder reembolsarle algún día todos los gastos que ha invertido, más vale que vuelva a mi mesa de trabajo cuanto antes. He hecho, gracias a usted, un viaje extraordinario y volveré con la cabeza llena de ideas nuevas, pero ahora es necesario que las plasme.
– No son sus perfumes lo que nos ha traído hasta aquí, lo sabe muy bien.
– No sé lo que me ha conducido aquí, Daldry. ¿Las predicciones de una vidente? ¿Mis pesadillas? ¿Su insistencia y la oportunidad de escapar de mi vida durante un tiempo? He querido creer que mis padres habían estado en Estambul; la impresión de andar tras sus pasos me acercaba a ellos, pero no tenemos ninguna noticia del cónsul. Tengo que madurar, Daldry, aunque me resista con todas mis fuerzas a esa necesidad, y usted también debería hacerlo.
– No estoy de acuerdo. Reconozco que tal vez hayamos sobrevalorado la pista del cónsul, pero piense en esa vida que le prometió la vidente, en ese hombre que la espera al final del camino. Y yo le he hecho la promesa de llevarla hasta él, o al menos hasta el segundo eslabón de la cadena. Soy un hombre de palabra y mantengo mis promesas. Ni hablar de bajar los brazos frente a la adversidad. No hemos perdido el tiempo, más bien al contrario. Ha tenido nuevas ideas y otras más que se le ocurrirán, estoy seguro. Y, además, tarde o temprano acabaremos por encontrar esa segunda persona que nos llevará a la tercera y así sucesivamente…
– Daldry, seamos razonables, no le pido volver mañana mismo, sino empezar a pensar en ello.
– Está todo pensado, pero, puesto que me lo pide, pensaré en ello de nuevo.
La llegada de Can puso fin a su conversación. Era el momento de volver al hotel, su guía los llevaría esa misma noche al teatro a ver un ballet.
Y día tras día, yendo de iglesias a sinagogas, de sinagogas a mezquitas, de los antiguos cementerios silenciosos a las calles animadas, de los salones de té a los restaurantes donde cenaban cada noche, donde cada uno desvelaba por turnos un poco de su historia y algunas confidencias sobre su pasado, Daldry se reconciliaba cada vez más con Can. Se estableció una complicidad entre ellos en torno a un pícaro proyecto del que uno era el autor y el otro, a partir de ese momento, fue el cómplice.
El lunes siguiente, el conserje del hotel llamó a Alice, que volvía de un día muy apretado. Una estafeta consular había llevado a última hora de la mañana un telegrama a su nombre.
Alice lo cogió rápidamente y miró a Daldry, ansiosa.
– Bueno, venga, ábralo -le suplicó.
– Aquí no, vayamos al bar.
Se instalaron en una mesa al fondo de la sala y, con un gesto de la mano, Daldry despidió al camarero, que se acercaba para tomar nota.
– ¿Y bien? -dijo lleno de impaciencia.
Alice despegó el doblez del telegrama, leyó las pocas líneas que se encontraban en él y dejó el sobre encima de la mesa.
Daldry miraba a ratos a su vecina y a ratos el telegrama.
– Si leyera el contenido sin su autorización, resultaría indecoroso por mi parte, pero hacerme esperar un segundo más sería cruel por la suya.
– ¿Qué hora es? -preguntó Alice.
– Las cinco de la tarde -respondió Daldry exasperado-, ¿por qué?
– Porque el cónsul de Inglaterra no va a tardar en llegar.
– ¿El cónsul viene aquí?
– Es lo que anuncia en su mensaje; tendrá noticias que comunicarme.
– Bueno, pues, en ese caso, dado que la ha citado a usted -dijo Daldry-, no me queda más remedio que dejarles.
Daldry hizo como si fuese a levantarse, pero Alice le puso una mano sobre el brazo para invitarle a sentarse; no tuvo que insistir mucho.
El cónsul estaba en el vestíbulo del hotel. Vio a Alice y fue a su encuentro.
– Ha recibido mi sobre a tiempo -dijo quitándose el abrigo.
Se lo confió junto con su sombrero al camarero y tomó asiento en un sillón club entre Alice y Daldry.
– ¿Quiere beber algo? -preguntó Daldry.
El cónsul miró su reloj y aceptó con mucho gusto un bourbon.
– Tengo una cita justo al lado dentro de media hora. El consulado no está muy lejos y, como tenía novedades para usted, me he dicho que era tan simple como dárselas en persona.
– Le estoy muy agradecida -dijo Alice.
– Como presentía, no he obtenido ninguna información de nuestros amigos turcos. No vean en ello mala voluntad por su parte, un amigo que trabaja en la Sublime Puerta, el equivalente a nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, me llamó anteayer para confirmarme que había emprendido todas las búsquedas posibles, pero que una solicitud de entrada en el territorio en tiempos del Imperio otomano… Duda incluso que la llegaran a archivar.
– Entonces, estamos en un callejón sin salida -dedujo Daldry.
– En absoluto -replicó el cónsul-. Le pedí por si acaso a uno de mis oficiales del servicio secreto que estudiase su asunto. Es un joven aprendiz, pero de una rara eficacia, y acaba de probarla una vez más. Se dijo que, con un poco de suerte, suerte para nosotros, evidentemente, uno de sus padres podría haber perdido su pasaporte en el transcurso de su estancia, o quizá se lo habrían robado. Estambul no es un remanso de paz hoy en día, pero la ciudad era todavía menos segura a principios de siglo. En resumen, si tal hubiera sido el caso, sus padres evidentemente se habrían dirigido a la embajada que ocupaba, antes de la revolución, la residencia actual del consulado.
– ¿Y les robaron los pasaportes? -preguntó Daldry con más impaciencia que nunca.
– Tampoco -respondió el cónsul haciendo tintinear los hielos en su vaso-. Pero sí que se dirigieron a la embajada en el transcurso de su estancia, y es que sus padres se encontraban en Estambul no en 1909 o en 1910, como suponía, sino a partir de finales de 1913. Su padre estudiaba Farmacología y vino a completar unas investigaciones sobre las plantas medicinales que se encuentran en Asia. Sus padres fijaron su domicilio en un pequeño piso en el barrio de Beyoglu. No lejos de aquí, por cierto.
– ¿Cómo se enteró de todo eso? -preguntó Daldry.
– No necesito recordarles el caos en el que cayó el mundo en agosto de 1914, ni la desafortunada decisión que tomó el Imperio otomano en noviembre de ese mismo año, cuando se aliaron a las potencias centrales y, por tanto, a Alemania. Al ser sus padres súbditos de su majestad, se encontraban ipso facto tras las filas de lo que el imperio consideraba entonces como el enemigo. Presintiendo los riesgos que su mujer y él podían correr, su padre pensó en notificar su presencia en Estambul ante su embajada, no sin la esperanza de que los repatriaran. Por desgracia, en esos tiempos de guerra viajar no carecía de riesgos, sino al contrario: tuvieron que aguardar todavía mucho tiempo antes de volver a Inglaterra. Pero, y eso es lo que nos ha permitido recuperar su rastro, se pusieron bajo la protección de nuestros servicios para poder refugiarse en la embajada en todo momento si llegaban a temer por su vida. Como saben, las embajadas siguen siendo, en cualquier circunstancia, territorios inviolables.
Mientras le escuchaba hablar, Alice palidecía, su rostro estaba tan lívido que Daldry acabó preocupándose.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó cogiéndole la mano.
– ¿Quiere que haga que llamen a un médico? -añadió en seguida el cónsul.
– No, no es nada -balbuceó-, prosiga, se lo ruego.
– En la primavera de 1916, la embajada de Inglaterra consiguió repatriar a un centenar de residentes haciéndolos embarcar secretamente a bordo de un carguero bajo pabellón español. España había permanecido neutral, el navío cruzó el estrecho de los Dardanelos y llegó sin contratiempos a Gibraltar. Allí hemos perdido el rastro de sus padres, pero su presencia atestigua que lograron volver a la madre patria sanos y salvos. Así que, señorita, a partir de ese momento sabe más que yo…
– ¿Qué sucede, Alice? -preguntó Daldry-. Parece conmocionada.
– Es imposible -balbuceó.
Sus manos se habían echado a temblar.
– Señorita -añadió el cónsul casi ofendido-, le ruego que crea seriamente en las informaciones que acabo de desvelarle…
– Ya había nacido -dijo ella-, me encontraba necesariamente con ellos.
El cónsul miró a Alice circunspecto.
– Si usted lo dice, pero me sorprende, no tenemos ningún rastro de usted en los registros y borradores que hemos consultado. Tal vez su padre no había informado de su existencia a nuestros servicios.
– ¿Su padre habría ido a buscar protección ante la embajada para su mujer y para él, y habría omitido informar de la presencia de su única hija? Me sorprendería mucho -intervino Daldry-. ¿Está seguro, señor cónsul, de que los niños aparecen en sus registros?
– Pero bueno, señor Daldry, ¿por quién nos toma? Somos un país civilizado. Por supuesto que los niños estaban inscritos con sus padres.
– Entonces -dijo Daldry volviéndose hacia Alice-, es posible que su padre haya decidido omitir voluntariamente su presencia por miedo a que esa repatriación se juzgase demasiado aventurada para un niño de corta edad.
– Desde luego que no -protestó vivamente el cónsul-. ¡Las mujeres y los niños primero! Tengo como prueba de ello que, entre las familias embarcadas a bordo de ese carguero español, había niños, y eran la prioridad.
– Entonces, no echemos a perder este momento preocupándonos por motivos que probablemente no se lo merezcan. Señor cónsul, no sé cómo agradecérselo, las informaciones que acaba de darnos superan con mucho nuestras expectativas…
– ¿Y no me acordaría de algo? -murmuró Alice interrumpiendo a Daldry-. ¿No guardaría ni el más mínimo recuerdo?
– No quiero ser indiscreto y mucho menos grosero, pero ¿qué edad tenía, señorita Pendelbury?
– Cumplí cuatro años el 25 de marzo de 1915.
– Y, por tanto, tenía cinco a comienzos de la primavera de 1916. Les profeso el mayor de los cariños a mis padres, les estaré agradecido toda la vida por la educación y el amor que me dieron, pero sería incapaz de acordarme de nada que se remonte a tan temprana edad -dijo el cónsul dando unas palmaditas en la mano de Alice-. Bueno, espero haber cumplido con mi misión y satisfecho su solicitud. Si puedo serles de utilidad en cualquier otra cosa, no duden en venir a visitarme, ya saben dónde se encuentra nuestro consulado. Ahora debo dejarles, voy a llegar tarde.
– ¿Recuerda su dirección?
– La anoté en un trozo de papel, imaginándome que me haría esa pregunta. Espere -dijo el cónsul rebuscando en el bolsillo interior de su chaqueta-, aquí está… Vivían muy cerca de aquí, en la antigua calle mayor de Pera, rebautizada calle de Isklital, y más exactamente en la segunda planta de ciudad Rumelia, está justo al lado de ese célebre pasaje de flores.
El cónsul besó la mano de Alice y se levantó.
– ¿Tendría la gentileza -dijo dirigiéndose a Daldry- de acompañarme hasta la puerta del hotel? Tengo dos cositas que decirle, nada importante.
Daldry se levantó y siguió al cónsul, quien se ponía el abrigo. Cruzaron el vestíbulo; el cónsul se detuvo delante de la recepción y se dirigió a Daldry.
– Mientras hacía esas búsquedas para su amiga he buscado, por curiosidad, la presencia de un Finch en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
– ¿Sí?
– Pues sí…, y el único empleado que responde al nombre de Finch es un aprendiz en la sección de correo; en ningún caso puede tratarse de su tío, ¿no es así?
– No lo creo, en efecto -respondió Daldry examinándose la punta de los zapatos.
– Eso es, en efecto, lo que me parecía a mí. Le deseo una agradable estancia en Estambul, señor Finch-Daldry -dijo el cónsul antes de cruzar precipitadamente la puerta giratoria.