7

Daldry cerró discretamente la puerta de su habitación y avanzó por el pasillo, cuidándose de no hacer ningún ruido al pasar por delante de la de Alice. Bajó al vestíbulo, se puso su gabardina y le dijo al portero que le pidiera un taxi. El guía no le había mentido, había bastado con indicarle al taxista el nombre de la pastelería Lebon para que se pusiese en camino. La circulación ya era densa, y a Daldry le hicieron falta diez minutos para llegar a su destino. Can lo esperaba, sentado a una mesa, leyendo el periódico de la víspera.

– Creí que iba a dejarme aquí echando raíces -dijo el guía, y se levantó para saludar a Daldry-. ¿Tiene hambre?

– Estoy hambriento -respondió Daldry-, no he desayunado.

Can le hizo el pedido al camarero, y éste le llevó a Daldry un surtido de platitos con rodajas de pepino, huevos duros con páprika, aceitunas y feta, kasar y pimientos verdes.

– ¿Sería posible que me trajera un té y unas tostadas? -preguntó Daldry mirando con cara de extrañeza los platos que el camarero acababa de poner encima de la mesa.

– ¿Debo concluir que va a contraatacarme como intérprete? -preguntó Can.

– Hay una cosita que me ronda la cabeza, y no se tome a mal lo que voy a decirle… Conoce mejor Estambul que la lengua inglesa, ¿verdad?

– Soy el mejor en ambos campos, ¿por qué?

Daldry observó a Can e inspiró profundamente.

– Bueno, vayamos al meollo del asunto, y después veremos si podemos hacer negocios -dijo.

Can sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y le ofreció uno a Daldry.

– Nunca en ayunas -respondió este último.

– Literalmente, ¿qué está buscando en Estambul? -preguntó Can frotando una cerilla.

– Un marido -susurró Daldry.

Can soltó el humo de su cigarrillo entre toses.

– Disculpe, no ha acudido a la persona indicativa. Ya he sostenido peticiones extravagantes antes, pero esto ¡es el culmen! No llevo ese tipo de negocios.

– No sea idiota, no es para mí, sino para una mujer con la que no pretendo más que cerrar un trato.

– ¿Qué clase de trato?

– Un negocio inmobiliario.

– Si quiere comprar una casa o un apartamento, puedo ponerles de la cuerda con gran facilidad. Dígame su presupuesto y le presentaré ofertas estremecedoramente interesantes. Es una muy buena idea invertirse aquí. La economía actual se encuentra en un momento susceptible, pero Estambul volverá pronto a ser una suntuosidad de ciudad. Es una ciudad impresidible y magnífica. Su situación cartográfica es única en el mundo y su población tiene talantes de todas las especialidades.

– Gracias por su curso de economía, pero no estoy interesado en comprar un inmueble en Estambul; lo que quiero es recuperar un piso vecino al mío.

– ¡Venga idea! En ese caso, es más malicioso hacer este negocio en Inglaterra, ¿no?

– Precisamente no. Si no, no habría hecho todos estos kilómetros ni me habría metido en tales gastos. El piso que codicio está ocupado por una mujer que no estaba en absoluto decidida a renunciar a él, hasta que…

Y Daldry le contó al guía los motivos que lo habían conducido hasta Estambul. Can lo escuchó sin interrumpirlo, salvo una vez, cuando le pidió que le repitiera las predicciones de la vidente, lo que Daldry hizo palabra a palabra.

– Compréndame, tenía que aprovechar la oportunidad, la manera de alejarla de ese sitio, todavía hay que hacer lo necesario para que se quede.

– ¿No cree en la videncia? -preguntó Can.

– Soy demasiado educado para concederle el más mínimo sentido -respondió Daldry-. En realidad, nunca me había planteado intentar conseguir ese piso, y no tenía ninguna razón para hacerlo, porque yo nunca he consultado a una vidente. Pero, en caso de duda, no estaría en contra de la idea de darle un empujoncito al destino.

– Despilfarra energía para nada. Perdóneme, pero basta con ofrecer una suma astronómicamente correcta y esa mujer no podrá rechazarla. Todo tiene un precio, créame.

– Le va a parecer difícil entenderlo, pero el dinero no le interesa. No se la puede sobornar, y a mí tampoco, por cierto.

– ¿Porque no quiere obtener un rendimiento aprovechado por ese apartamento?

– No, no es un asunto de dinero. Como le dije, soy pintor, y el piso en cuestión goza de un magnífico lucernario, hay una luz única en él. Quiero convertirlo en mi estudio.

– ¿Y no hay más que un solo lucernario en todo Londres? Resulta que puedo presentarle algunos en Estambul cuando quiera, los hay incluso con cruce a la calle.

– ¡Es el único lucernario en la casa donde vivo! Mi casa, mi calle, mi barrio, no tengo ningunas ganas de irme de allí.

– No lo entiendo. Hace sus negocios en Londres, entonces ¿por qué quiere contraatacarme en Estambul?

– Para que encuentre un hombre inteligente, sincero y soltero en la medida de lo posible, que sea capaz de seducir a la mujer de la que le he hablado. Si se enamora, tendrá motivos de sobra para quedarse aquí y, según el acuerdo que hemos hecho ella y yo, haré de su piso mi estudio. ¿Lo ve? No es tan complicado.

– Es totalmente retorticero, quiere decir.

– ¿Cree que podría conseguir té, pan y huevos revueltos, o tengo que ir a buscar mi desayuno a Londres?

Can se volvió para intercambiar unas palabras con el camarero.

– Ésta es la última vez que lo coopero como favor -añadió el guía-. ¿Su víctima es la mujer que estaba con usted ayer noche cuando nos echamos en el bar?

– ¡Ya estamos usando palabras mayores! No es víctima de nadie, todo lo contrario, estoy convencido de hacerle un gran favor a esa muchacha.

– ¿Manipulando su vida? La quiere tirar a los brazos de un hombre que debo encontrar para usted a cambio de dinero; si ésa es su decinifión de honestidad, entonces me siento obligado de pedirle un aumento en la sustancia de mis honorarios, y el pago antepuesto de ellos, pues habrá, es incontestable, necesariamente gastos para traerle al candidato idílico.

– Ah, ¿sí? ¿Qué clase de gastos?

– ¡Pues gastos! Ahora, por favor, notifíqueme los gustos de esa mujer.

– Buena pregunta. Si habla de su tipo de hombre, todavía lo ignoro, voy a intentar informarme más; entretanto, y para no perder tiempo, no tiene más que imaginarse a alguien que sea todo lo contrario a mí. Hablemos ahora de sus emolumentos para que pueda decidir si lo contrato o no.

Can miró durante un buen rato a Daldry.

– Lo siento, yo no hago monumentos.

– Es peor de lo que me temía -suspiró Daldry-. Hablo de sus honorarios.

Can observó a Daldry de nuevo. Sacó un lápiz del bolsillo interior de su americana, rasgó un trozo del mantel de papel, garabateó una cifra y deslizó el papel hacia Daldry. Este último observó la suma y apartó el papel hacia Can.

– Es carísimo.

– Lo que pide está dentro de lo anormal.

– ¡No exageremos!

– Usted me ha dicho que no se siente atractivo con el dinero, pero regatea como un tiendero.

Daldry cogió de nuevo el trozo de papel, volvió a mirar la suma escrita, refunfuñó deslizándolo en su bolsillo y le tendió la mano a Can.

– Bueno, de acuerdo, trato hecho, pero no le pagaré sus gastos hasta que hayamos obtenido resultados.

– A lo trato, pecho -dijo Can estrechando la mano de Daldry-. Le encontraré a ese hombre provincial en el momento preciso; porque, si he entendido bien su muy complicadora idea, tiene que conocer a otras personas antes de que la predicción se cumpla.

El camarero llevó por fin el desayuno que esperaba Daldry.

– Es exactamente eso -dijo deleitándose con los huevos revueltos-. Queda contratado. Le presentaré hoy mismo a esa joven en calidad de intérprete.

– Ése es el título que aromiza con mi personalidad -dijo Can sonriendo ampliamente.

Can se levantó y se despidió de Daldry, pero, antes de salir, se volvió.

– Es posible que vaya a pagarme por nada -dijo el guía-, es posible que esa vidente tenga poderes extraordinariamente clariboyantes, y que acometa un error negándose a creerlo.

– ¿Por qué me dice eso?

– Porque yo soy un hombre que practica la honradez. ¿Quién le dice que no soy la segunda de las seis personas de las que le habló la vidente a esa muchacha? Después de todo, ¿no es el destino quien ha decidido que nuestras carreteras se cruzaran?

Y Can se fue.

Pensativo, Daldry lo siguió con la mirada, hasta que Can cruzó la calle y se subió a un tranvía. Luego apartó su plato, le pidió la cuenta al camarero, pagó la nota y salió de la pastelería Lebon.


Había decidido volver a pie. De regreso al hotel, vio a Alice sentada en el bar, leyendo un periódico en inglés. Se acercó a ella.

– Pero ¿dónde estaba? -le preguntó al verlo-. Le he hecho llamar a su habitación y no me respondía; el conserje ha acabado reconociendo que había salido. Me podría haber dejado un mensaje, me tenía preocupada.

– Es encantador por su parte, pero sólo he ido a dar un paseo. Tenía ganas de tomar el aire y no quería despertarla.

– Esta noche casi no he dormido. Pídase algo, tengo que hablar con usted -le dijo Alice con tono decidido.

– Qué oportuno, tengo sed y yo también tengo algo que decirle -respondió Daldry.

– Entonces, usted primero -dijo Alice.

– No, empiece usted, ah, bueno, de acuerdo, yo empiezo. He pensado en su propuesta de ayer y he aceptado contratar a ese guía.

– Yo le había propuesto justo lo contrario -respondió Alice.

– Ay, qué extraño, debí de entenderlo mal. Da igual, en efecto, ganaremos un tiempo precioso. Me he dicho que frecuentar el campo en esta época sería ridículo, ya que la estación no es la propicia para las flores. Un guía podría conducirnos fácilmente a los mejores artesanos perfumistas de la ciudad. Sus obras podrían inspirarla, ¿qué le parece?

Alice, perpleja, se sintió en deuda con los esfuerzos que hacía Daldry.

– Sí, desde ese punto de vista es una buena manera.

– Estoy encantado de que le agrade. Voy a pedirle al conserje que nos concierte una cita con él a mediodía. Ahora es su turno; ¿de qué me quería hablar?

– De nada importante -dijo Alice.

– ¿La cama no le deja dormir? Mi colchón me ha parecido demasiado blando, tengo la impresión de hundirme en una pella de mantequilla. Puedo pedir que le cambien de habitación.

– No, la cama no tiene nada que ver.

– ¿Ha tenido una nueva pesadilla?

– Tampoco -mintió Alice-. El cambio de aires, probablemente; acabaré acostumbrándome.

– Debería ir a descansar, espero empezar a visitar perfumistas esta misma tarde, necesitará estar en forma.

Pero Alice tenía en la cabeza otras cosas que no eran irse a descansar. Le preguntó a Daldry si, mientras esperaba a su guía, veía algún inconveniente en volver a la callejuela por la que habían ido la víspera.

– No estoy seguro de poder encontrarla de nuevo -dijo Daldry-, pero siempre podemos intentarlo.

Alice se acordaba perfectamente del camino. Una vez que salieron del hotel, guió a Daldry sin titubear.

– Ya estamos -dijo al ver el konak [4] cuyo voladizo colgaba peligrosamente por encima de la calzada.

– Cuando era niño -dijo Daldry-, me pasaba horas mirando las fachadas de las casas, soñando con lo que podía pasar detrás de sus paredes. No sé por qué, pero la vida de los demás me fascinaba, habría querido saber si se parecía a la mía o si era diferente. Intentaba imaginarme el día a día de los niños de mi edad, cómo jugaban y sembraban el caos en esas casas que se convertirían con los años en el centro de su mundo. Por la noche, al mirar las ventanas iluminadas, me inventaba grandes cenas, veladas de fiesta. Este konak debe de llevar mucho tiempo abandonado para encontrarse en semejante estado de deterioro. ¿Qué habrá sido de sus habitantes? ¿Por qué lo abandonaron?

– Jugábamos casi a lo mismo -dijo Alice-. Recuerdo que, en el edificio que había enfrente de la casa donde crecí, vivía una pareja a la que espiaba desde la ventana de mi habitación. El hombre volvía invariablemente a las seis, cuando empezaba con mis deberes. Lo veía en su salón quitarse el abrigo y el sombrero, y repantigarse en un sillón. Su mujer le llevaba una bebida, y se iba con el abrigo y el sombrero del hombre. Él desdoblaba el periódico y lo leía. Solía demorarse un poco en su lectura cuando lo llamaban a cenar. Cuando yo volvía a mi cuarto, las cortinas del piso de enfrente estaban echadas. Odiaba a ese tipo que obligaba a su mujer a servirle sin dirigirle ni palabra. Un día, mi madre y yo dábamos un paseo, y lo vi caminar hacia nosotras. Cuanto más se acercaba, más se me aceleraba el corazón. El hombre redujo la velocidad para saludarnos. Me dedicó una gran sonrisa, una sonrisa que quería decir: «Tú eres la chiquilla descarada que me espía desde la ventana de su cuarto, ¿te creías que no me había dado cuenta de tus tejemanejes?» Estaba segura de que iba a irse de la lengua y tuve todavía más miedo. Por eso lo ignoré, ni una sonrisa ni un hola, y tiré a mi madre de la mano. Ella me reprochó mi mala educación. Le pregunté si conocía a ese hombre, me respondió que era tan desconsiderada como distraída; el hombre en cuestión regentaba la tienda de ultramarinos que había en la esquina de la calle donde vivíamos. Yo pasaba por delante de la tienda todos los días, había llegado a entrar, pero era una joven quien servía en el mostrador. Era su hija, me informó mi madre; trabajaba con su padre y lo cuidaba desde que se había quedado viudo. Mi amor propio quedó muy herido, me tenía por la reina de las observadoras…

– Cuando la imaginación se compara con la realidad, a veces hace daño -dijo Daldry al acercarse a la callecita-. Durante mucho tiempo he creído que la joven sirvienta que trabajaba para mis padres estaba colada por mí, estaba seguro de tener pruebas de ello. Bueno, pues estaba enamorada de mi hermana mayor. Mi hermana escribía poemas, la sirvienta los leía a escondidas. Se amaban locamente con la mayor discreción. La sirvienta aparentaba quedarse extasiada conmigo para que mi madre no descubriera nada de ese idilio inconfesable.

– ¿A su hermana le gustan las mujeres?

– Sí, y sin pretender ofender la moral de las mentes estrechas, es mucho más honorable que no amar a nadie. ¿Y si nos fuésemos ahora a inspeccionar esa misteriosa callejuela? Es para lo que estamos aquí, ¿no es así?

Alice abrió la marcha. El viejo konak de madera ennegrecida parecía acechar silenciosamente a los intrusos, pero, al final de la calle, no había ninguna escalera y nada se parecía a la pesadilla de Alice.

– Lo siento -dijo-, le he hecho perder el tiempo.

– En absoluto, este pequeño paseo me ha abierto el apetito, y además he visto abajo en la avenida una cafetería que parecía mucho más auténtica que el comedor del hotel. No tiene nada contra lo auténtico, ¿verdad?

– No, todo lo contrario -dijo Alice cogiendo a Daldry del brazo.


El café estaba abarrotado, la nube de humo de los cigarrillos, que flotaba en el aire, era tan densa que apenas se lograba entrever el final del local. Daldry vio, no obstante, una mesita; arrastró a Alice hasta ella abriéndose paso entre los clientes. Alice se instaló en el asiento y, durante toda la comida, continuaron hablando de su infancia. Daldry era descendiente de una familia burguesa en la que había crecido entre un hermano y una hermana; Alice era hija única, y sus padres, de un entorno más humilde. Su juventud había estado marcada por una cierta soledad, una soledad que no dependía ni del amor recibido ni del que echaba en falta, sino de sí misma. A ambos les había gustado la lluvia, pero odiaban el invierno, ambos habían soñado en sus pupitres, habían conocido el primer amor en verano y habían tenido la primera ruptura a comienzos de otoño. Él había odiado a su padre, ella había idolatrado al suyo. Ese mes de enero de 1951, Alice le dio a probar a Daldry su primer café turco. Él escudriñó el fondo de su taza.

– Aquí hay costumbre de leer el futuro en los posos del café, me pregunto qué le contaría el suyo.

– Podríamos ir a consultar a una lectora de posos de café. Veríamos si sus predicciones corroboran las de la vidente de Brighton -respondió Alice, pensativa.

Daldry miró su reloj.

– Sería interesante. Pero más tarde. Ya es hora de volver al hotel, tenemos una cita con nuestro guía.


*

Can los esperaba en el vestíbulo. Daldry se lo presentó a Alice.

– ¡Usted es, señora, todavía más admirable de cerca que de lejos! -exclamó Can, tras inclinarse y hacerle, sonrojado, un besamanos.

– Es realmente amable por su parte, imagino que es preferible que sea así, ¿verdad? -preguntó volviéndose hacia Daldry.

– Desde luego -respondió éste, irritado por la familiaridad de la que daba muestras Can.

Sin embargo, a juzgar por el color púrpura que habían adquirido sus mejillas, el cumplido del guía había sido completamente espontáneo.

– Le presento mi perdón de inmediato -dijo Can-. No quería molestarla en absoluto, simplemente que es inevitablemente más bella a la luz del día.

– Creo que hemos comprendido la idea -dijo Daldry secamente-, ¿podemos pasar a otra cosa?

– Absolutistamente, excelencia -respondió Can farfullando cada vez más.

– Daldry me ha dicho que es usted el mejor guía de Estambul -añadió Alice para relajar la atmósfera.

– Literalmente -respondió Can-. Y estoy a su total disposición.

– ¿Y también el mejor intérprete?

– Eso incluso también -respondió Can, cuyo rostro viraba al escarlata.

Y Alice rompió a reír.

– Al menos, no nos vamos a aburrir, me parece usted extremadamente simpático -dijo cuando el ataque de risa se le pasó-. Venga, vamos a sentarnos en el bar para conversar sobre lo que nos trae a los tres aquí.

Can precedió a Daldry, quien lo riñó con la mirada.


– Puedo presentarle a todos los perfumistas de Estambul. No son muy numerosos, pero son muy altos para su especialidad -afirmó Can después de haber escuchado durante largo rato a Alice-. Si se quedan en Estambul hasta principios de primavera, les llevaré al campo; tenemos rosales salvajes absolutistamente espléndidos, colinas llenas hasta los topes de higueras, tilos, ciclámenes, jazmines…

– No creo que estemos aquí tanto tiempo -dijo Alice.

– No diga eso, ¿quién sabe lo que le dispara el futuro? -respondió Can, quien recibió de inmediato un puntapié de Daldry por debajo de la mesa.

Se sobresaltó y se volvió hacia Daldry mirándolo con ira.

– Necesito esta tarde para organizar estos preliminares -dijo Can-; voy a realizarme con unas llamadas telefónicas y podré venir a buscarlos mañana por la mañana aquí mismo.

Alice estaba nerviosa como una niña en Nochebuena. La idea de conocer a sus colegas turcos, de poder estudiar sus trabajos, le encantaba, y se le habían quitado las ganas de renunciar a ese viaje.

– Se lo agradezco -le dijo a Can estrechándole la mano.

Al levantarse, Can le preguntó a Daldry si podía acompañarlo al vestíbulo, tenía una cosa que decirle.

Ante la puerta giratoria, Can se inclinó hacia Daldry.

– ¡Mis tarrinas acaban de aumentar!

– ¿Y eso por qué? ¡Pero si ya habíamos acordado un precio!

– Eso era antes de que me diese un violeta puntapié en la pierna. Por su culpa quizá congele mañana de una pierna, lo que me retrasará.

– Anda que no me ha salido delicado…, apenas lo he rozado, y únicamente para impedirle que metiese la pata.

Can miró a Daldry con la mayor seriedad.

– De acuerdo -admitió Daldry-, le pido perdón, lamento haber tenido ese desafortunado gesto, aunque fuera necesario. Pero reconozca que no ha estado muy hábil.

– No aumentaré mis tarrinas, pero sólo porque su amiga es de una gran preciosidad, y mi trabajo será mucho más fácil.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Que podré encontrar en un día cien hombres que dormirían con seducirla. Hasta mañana -dijo Can metiéndose en la puerta giratoria.

Daldry se quedó pensativo y volvió junto a Alice.

– ¡Cuántos secretos! ¿Qué le decía que yo no podía oír?

– Nada importante, discutíamos sobre su remuneración.

– Quiero que haga cuentas de todos sus gastos, Daldry: este hotel, nuestras comidas, ese guía, sin olvidarse de nuestro viaje. Se lo reembolsaré…

– Chelín a chelín, lo sé, ya me lo ha repetido bastante. Pero, quiera o no quiera, en la mesa es mi invitada. Que tengamos negocios juntos es una cosa, que me comporte como un caballero, otra, y no voy a dejar de hacerlo. Por cierto, ¿y si bebemos algo para celebrarlo?

– ¿Celebrar el qué?

– No lo sé, ¿hay que tener una razón para hacerlo? Tengo sed, tenemos que festejar el hecho de haber contratado a nuestro guía.

– Es un poco pronto para mí, voy a ir a descansar, no he pegado ojo en toda la noche.

Alice dejó a Daldry en el bar. La miró subir en la cabina del ascensor, le dedicó una sonrisita maliciosa y esperó a que hubiese desaparecido para pedir un whisky doble.


*

Al extremo de un pontón de madera se balancea una barca. Alice sube a ella y se sienta en el fondo. Un hombre desata la cuerda que los une al embarcadero. La orilla se aleja, Alice trata de comprender por qué el mundo está hecho así, por qué las copas de los grandes pinos parecen, en la oscuridad de la noche, cerrarse sobre su pasado.

La corriente es violenta, la barca cabecea peligrosamente al cruzarse con la estela de un barco que se aleja. Alice querría agarrarse a los dos bordes, pero sus brazos son demasiado cortos. Acomoda sus pies bajo la tablilla donde, dándole la espalda, está sentado el barquero. Cada vez que la barca se hunde en el seno de la ola, una presencia tranquilizadora la sujeta.

Se levanta el viento del norte y esparce las nubes, la claridad de la luna surge no del cielo, sino de la profundidad de las aguas.

La barca atraca, el marinero la coge y la sube a la orilla.

Escala una colina con cipreses plantados y baja al pliegue sombrío de un valle. Anda por un camino de tierra húmeda en el frescor de una tarde de otoño. La cuesta es empinada, se engancha a los matorrales con la mirada puesta en una pequeña luz que centellea a lo lejos.

Alice bordea las ruinas de una antigua fortaleza o de un antiguo palacio, cubiertas de vid silvestre.

El olor de los cedros se mezcla con el de la retama y, un poco más lejos, con el del jazmín. Alice querría que nunca se le olvidaran esos olores que se suceden. La luz ha aumentado, una lámpara de aceite colgada del cabo de una cadena ilumina una puerta de madera. Se abre a un jardín de tilos y de higueras. Alice piensa en robar un fruto, tiene hambre. Querría probar la carne roja y pulposa. Tiende la mano, coge dos higos y se los esconde dentro del bolsillo.

Entra en el patio de una casa. Una voz suave que le es extraña le dice que no tenga miedo, ya no tiene nada que temer, va a poder lavarse, comer, beber y dormir.

Una escalera de madera lleva al piso superior, los escalones crujen bajo los pasos de Alice, se agarra a la barandilla tratando de volverse más ligera.

Entra en una habitación pequeña que huele a cera de abeja. Alice se quita la ropa, la dobla y la pone cuidadosamente encima de una silla. Se acerca a un barreño de hierro, cree ver su reflejo en el agua tibia, pero la superficie se enturbia.

Alice quisiera beber de esa agua, tiene sed y la garganta tan seca que el aire pasa a duras penas por ella. Le arden las mejillas, tiene la cabeza como una olla a presión.

– Vete, Alice. No deberías haber venido. Vuelve a tu casa, no es demasiado tarde.


*

Alice abrió los ojos, se levantó, ardiendo de fiebre, entumecido el cuerpo, flojas las extremidades. Presa de las náuseas, se precipitó al baño.

De vuelta a la habitación, temblorosa, llamó a la recepción y le pidió al conserje que le enviase un médico en seguida y que avisasen al señor Daldry.

Ya en su cabecera, el doctor diagnosticó una intoxicación alimentaria y le recetó unos medicamentos que Daldry se apresuró a ir a buscar a la farmacia. Alice se restablecería pronto. Esa clase de percance les sucedía a menudo a los turistas, no había ninguna razón para preocuparse.

A primera hora de la noche, el teléfono sonó en la habitación de Alice.

– No debería haberle dejado comer marisco, me siento terriblemente culpable -dijo Daldry, quien la llamaba desde su habitación.

– No es culpa suya -respondió Alice-, no me obligó. No se enfade, pero voy a dejarle solo en la cena, no me siento muy capaz de soportar ni el más mínimo olor a comida, con hablarle de ello ya me da vueltas el estómago.

– Entonces, no se hable más. Yo también voy a ayunar esta noche, por solidaridad, eso me sentará muy bien. Un bourbon cortito y a la cama.

– Bebe demasiado, Daldry, y bebe para nada.

– Visto su estado, no es la más indicada para darme consejos sobre cuestiones de salud. Sin ganas de fastidiar, me encuentro más en forma que usted.

– Si hablamos de esta noche, no se equivoca. Pero, en cuanto a mañana y a los días por venir, creo que tengo razón.

– Lo razonable sería que descansara en lugar de preocuparse por mí. Duerma tanto como pueda, tómese sus medicamentos y, si el médico nos ha dicho la verdad, por la mañana tendré el placer de volver a verla con fuerzas.

– ¿Ha tenido noticias de nuestro guía?

– Todavía no -dijo Daldry-, pero espero su llamada. Por cierto, debería colgar el teléfono y dejarla dormir.

– Buenas noches, Ethan.

– Buenas noches, Alice.

Colgó y sintió cierta aprensión ante la idea de apagar la luz. La dejó encendida y se durmió poco después. Aquella noche ninguna pesadilla perturbó su sueño.


*

El artesano perfumista vivía en Cihangir. Su casa, suspendida sobre un terreno baldío en los altos del barrio, estaba unida a la de su vecino por una cuerda de tender de donde colgaban blusas, pantalones, camisas, calzoncillos e incluso un uniforme. Subir la calle adoquinada en día de lluvia no fue tarea fácil, el dolmus lo intentó dos veces. El Chevrolet patinaba y el embrague apestaba a caucho quemado. El taxista, que nunca se había planteado cambiar sus neumáticos por unos nuevos, refunfuñaba. No debería haber aceptado la carrera. Además, no había nada turístico en los altos de Cihangir. Daldry, que se había sentado delante, deslizó un billete en el asiento del viejo Chevrolet y el taxista acabó callándose.

Can llevaba a Alice del brazo mientras atravesaban el terreno baldío «para que no meta usted los pies en un agujero lleno de agua», le dijo.

La leve llovizna que caía sobre la ciudad no anegaría el suelo antes de que acabase el día, pero Can pretendía ser previsor. Alice se sentía mejor, aunque todavía demasiado débil como para apreciar la atención que Can le prestaba. Daldry se abstuvo de comentarlo.

Entraron en la casa; la habitación donde trabajaba el perfumista era espaciosa. Se consumían unas brasas rojizas bajo un gran samovar, y el calor que se desprendía de ellas empañaba los cristales polvorientos del taller.

El artesano, que no comprendía por qué dos ingleses habían ido allí desde Londres a hacerle una visita -aunque se sentía muy honrado por ello-, les ofreció té y unos pastelitos cubiertos de sirope.

– Los ha hecho mi mujer -le dijo a Can, quien tradujo de inmediato que la esposa del perfumista era la mejor repostera de Cihangir.

Alice se dejó guiar hasta el órgano del artesano perfumista. Éste le hizo oler algunas de sus composiciones; las notas con las que trabajaba eran intensas, pero armoniosas. Perfumes orientales de bella factura que no tenían, sin embargo, nada de original.

Al final de una larga mesa, Alice vio un cofrecito lleno de frascos cuyos colores picaron su curiosidad.

– ¿Puedo? -le preguntó tras coger un frasquito lleno de un extraño líquido verde.

Can aún no había acabado de traducir su pregunta cuando el artesano cogió el frasco de manos de Alice y lo volvió a poner en su sitio.

– Dice que no tiene ningún interés en absoluto, que sólo son experimentos con los que se entretiene -dijo Can-. Un pasatiempo.

– Tengo curiosidad por olerlos.

El artesano aceptó encogiéndose de hombros. Alice quitó el corcho y se quedó asombrada. Cogió una cinta de papel, la empapó cuidadosamente en el líquido y se la pasó bajo la nariz. Volvió a dejar el frasco, ejecutó los mismos gestos con un segundo y un tercer frasco, y después se volvió estupefacta hacia Daldry.

– ¿Y bien? -preguntó él, en silencio hasta ese momento.

– Es increíble, ha recreado un auténtico bosque en ese cofrecito. Nunca se me habría ocurrido. Huélalo usted mismo -le dijo Alice empapando una nueva cinta de papel en un frasco-. Uno pensaría que está a ras de tierra, al pie de un cedro.

Dejó el secante sobre la mesa y cogió otra cinta. La empapó en un frasco y la agitó un instante antes de ofrecérsela a Daldry.

– En ésta hay un aroma a resina de pino, y en ese otro frasco -dijo quitando el corcho- hay un olor a prado húmedo, una nota ligera de cólquico mezclada con helecho. Y aquí, huela de nuevo, a avellana…

– No conozco a nadie que quisiera perfumarse con avellanas -masculló Daldry.

– No es para el cuerpo, son aromas de ambiente.

– ¿De verdad cree que hay un mercado para los perfumes de ambiente? Y, por otra parte, ¿qué son los perfumes de ambiente?

– Piense en el placer de encontrar en su casa las fragancias de la naturaleza. Imagine que pudiésemos esparcir en los pisos el perfume de las estaciones.

– ¿De las estaciones? -preguntó Daldry asombrado.

– Hacer durar el otoño cuando llega el invierno, conseguir que en enero nazca la primavera con su serie de floraciones, hacer brotar los aromas de la lluvia en verano. Un comedor en el que flotase el olor del limonero, un baño perfumado con flor de naranjo, perfumes de interior que no sean incienso, ¡es una idea fantástica!

– Bueno, pues, si usted lo dice, no nos queda más que entendernos con este señor que parece tan sorprendido como yo por su agitación.

Alice se volvió hacia Can.

– ¿Podría preguntarle cómo ha conseguido mantener durante tanto tiempo esta nota de cedro? -dijo respirando el secante que había vuelto a coger del órgano de perfumes.

– ¿Qué nota? -preguntó Can.

– Pregúntele cómo lo ha hecho para que el perfume aguante durante tanto tiempo en el ambiente.

Y, mientras Can traducía lo mejor que podía la conversación entre Alice y el artesano perfumista, Daldry se acercó a la ventana y miró el Bósforo, que parecía turbio tras el vaho de los cristales. Si bien eso no era en absoluto lo que había esperado al ir a Estambul, pensó, era posible que Alice hiciese algún día una fortuna, y, por extraño que pudiera parecer, no le importaba un auténtico bledo.


*

Alice, Can y Daldry le dieron las gracias al artesano por la mañana que les había consagrado. Alice le prometió volver muy pronto. Esperaba que pudiesen trabajar juntos. El artesano nunca habría pensado que su pasión secreta pudiese un día inspirar el interés de nadie. Pero, esa tarde, le podría decir a su mujer que las noches en vela hasta tan tarde en su taller, los domingos que se pasaba recorriendo las colinas, fatigando valles y sotobosques para recoger toda clase de flores y plantas, no habían sido el pasatiempo de un viejo loco, como le reprochaba tan a menudo, sino un trabajo serio que había cautivado a una perfumista inglesa.


– No es que me haya aburrido -dijo Daldry al volver a la calle-, es sólo que no he comido nada desde ayer al mediodía y no me opondría a un ligero tentempié.

– ¿Está loca con esta visita? -le preguntó Can a Alice ignorando a Daldry.

– Estoy loca de alegría, el órgano de ese perfumista es una auténtica cueva de Alí Babá, ha organizado un encuentro maravilloso, Can.

– Estoy encantado de su encantamiento, que me encanta -respondió Can, con el rostro encendido.

– ¡Uno, dos, uno, dos! -exclamó Daldry hablando en el cuenco de su mano-. Aquí Londres, ¿me recibe?

– Dicho esto, señorita Alice, debo informarle de que ciertas palabras de su vocabulario se me escapan y me son muy difíciles de traducir. Por ejemplo, no he visto el instrumento musical que se parece a una alcoba de babas en la casa de ese hombre -prosiguió Can sin prestarle la más mínima atención a Daldry.

– Lo siento, Can, es jerga propia de mi oficio, le dedicaré un rato para explicarle esos matices y será el intérprete de Estambul más cualificado en perfumería.

– Es una especialidad que me gustaría mucho, le quedaría agradecido para siempre, señorita Alice.

– Bueno -refunfuñó Daldry-, debo de haberme quedado afónico, por lo visto, ¡nadie oye lo que digo! ¡Tengo hambre! ¡¿Podría indicarnos un sitio donde podamos comer sin que la señorita Alice se ponga enferma?!

Can lo miró insistentemente.

– Tenía intención de arrastrarles a un lugar que les costará olvidar.

– Estupendo, ¡se ha dado cuenta de que estoy aquí!

Alice se acercó a Daldry y susurró en su oído.

– No es usted muy amable con él.

– No me diga, ¿es que lo encuentra amable conmigo? Tengo hambre. Le recuerdo que no comí por solidaridad, pero ya que se compincha con nuestro fabuloso guía, me retiro de mi ayuno.

Alice le dirigió una mirada afligida a Daldry y se fue con Can, que se mantenía al margen.

Bajaron las callejuelas escarpadas hasta la parte baja de Cihangir. Daldry paró un taxi y les preguntó a Can y a Alice si se unían a él o si preferían coger otro coche. Se instaló en el asiento trasero sin preguntar y no le dejó otra opción a Can que tomar asiento al lado del taxista.

Can le comunicó una dirección en turco y no se volvió en todo el trayecto.


*

Las gaviotas inmóviles holgazaneaban en las barandillas de los muelles.

– Vamos allá -dijo Can señalando una barraca de madera en la punta del embarcadero.

– No veo restaurante alguno -protestó Daldry.

– Porque no sabe mirar bien -respondió Can cortésmente-, no es lugar para turistas. No es un sitio de lujo, pero van a disfrutar.

– ¿Y no tendría, por casualidad, algo tan prometedor como ese garito pero que tuviera un poco más de encanto?

Daldry señaló las grandes casas cuyos cimientos se hundían en el Bósforo. La mirada de Alice se paralizó en una de esas residencias, cuya fachada blanca se distinguía de la de las demás.

– ¿Ha tenido una nueva aparición? -preguntó Daldry en tono burlón-. Con la cara que ha puesto…

– Le he mentido -balbuceó Alice-. La otra noche tuve una pesadilla todavía más realista que las anteriores y, en esa pesadilla, vi una casa semejante a ésta.

Apretando los dientes, Alice clavaba la mirada en el edificio blanco. Can no comprendía lo que parecía inquietar de pronto a su cliente.

– Son yalis -dijo el guía con voz tranquila-, viviendas vacacionales, vestigios del esplendor del Imperio otomano. Eran muy apreciadas en el siglo XIX. Ahora lo son menos, los propietarios están hechos una ruina con los gastos de calefacción en invierno; la mayor parte de ellas necesitarían ser rebilitadas.

Daldry cogió a Alice por los hombros y la obligó a mirar hacia el Bósforo.

– No veo más que dos posibilidades. O sus padres alargaron su único viaje más allá de Niza y era demasiado joven para recordar lo que le dijeron sobre ello, o poseían un libro sobre Estambul que leyó en su infancia y que ha olvidado. Las dos posibilidades, por cierto, no son incompatibles.

Alice no recordaba que ni su madre ni su padre le hubiesen hablado de Estambul y, por más que revisitase en su memoria todas las habitaciones del piso de sus padres -su habitación y su cama grande con la manta gris; la mesilla de noche de su padre, donde había una funda de gafas de cuero con un despertador pequeño; la de su madre, con una foto de ella, prisionera desde sus cinco años en un marco de plata; el baúl al pie de la cama; la alfombra de rayas rojas y marrones; el comedor, su mesa de caoba y sus seis sillas a juego; el aparador donde se encontraba la vajilla de porcelana preciosamente guardada para los días de fiesta, pero en la que no se servía nunca; el Chesterfield donde la familia se instalaba para escuchar el folletín radiofónico de la tarde; la pequeña biblioteca; los libros que leía su madre…-, nada de todo eso tenía relación alguna con Estambul.

– Si sus padres entraron en Turquía -sugirió Can-, tal vez haya rastros de su paso ante las autoridades concernidas. Mañana el consulado británico organiza una ceremonia de gallas, su embajador vuelve especialmente de Ankara para recibir a una larga delegación militar y a otros tantos oficiales de mi gobierno -anunció Can con orgullo.

– ¿Y cómo se ha enterado usted de este evento? -preguntó Daldry.

– Porque, evidentemente, ¡soy el mejor guía de Estambul! Bueno, es cierto que por un artículo en el periódico esta mañana. Y, como también soy el mejor intérprete de la ciudad, he sido inviclutado para la ceremonia.

– ¿Nos está anunciando que tendremos que prescindir de sus servicios mañana por la noche? -preguntó Daldry.

– Les iba a proponer invitarles a esa siesta.

– No se pavonee, el cónsul no va a invitar a todos los ingleses que residan en Estambul en este momento -replicó Daldry.

– No sé lo que quiere decir pavonearse, pero voy a estudiar esa palabra. Mientras tanto, la joven secretaria que se ocupa de la lista de invitados se dará el gusto de hacerme el favor de inscribir sus nombres, no puede negarle nada a Can… Les haré llegar unos salvoconductos a su hotel.

– Es usted un tipo extraño, Can -dijo Daldry-. Después de todo, si eso le complace -prosiguió volviéndose hacia Alice-, podríamos presentarnos ante el embajador y pedirle la ayuda de los servicios consulares. ¿De qué sirve nuestra Administración si ni siquiera podemos pedirle que nos eche una manita cuando la necesitamos? Bueno, ¿qué le parece?

– Tengo que saberlo a ciencia cierta -suspiró Alice-, quiero comprender por qué esas pesadillas son tan realistas.

– Le prometo hacer lo que sea por arrojar luz sobre este misterio, pero después de haber tomado algo; si no, será usted quien pronto tendrá que ocuparse de mí, estoy al borde de un síncope y tengo una sed espantosa.

Can señaló con el dedo el restaurante de pescadores que había al cabo del embarcadero. Luego se alejó y fue a sentarse en un pilote.

– Que aproveche -dijo, con los brazos cruzados, con tono de indiferencia-, les espero aquí, sin moverme de este muelle.

La mirada incendiaria que le lanzó Alice no se le escapó a Daldry, quien dio un paso hacia Can.

– Pero ¿qué hace sentado en esa cosa? ¿No creerá que vamos a dejarlo aquí solo con este frío?

– No quiero importunarles -respondió el guía- y me pido la cuenta de que les incordio. Váyanse a comer, estoy acostumbrado a los inviernos de Estambul y también a la lluvia.

– Ay, ¡deje de refunfuñar! -protestó Daldry-. Y, puesto que es un restaurante local, ¿cómo voy a hacerme comprender sin tener a mi lado al mejor intérprete de la ciudad?

Can se quedó encantado con el cumplido y aceptó la invitación.

La comida y la generosidad con que los recibieron superaron todas las expectativas de Daldry. Con el café, de repente pareció como si le hubiera dado un ataque de melancolía, lo que sorprendió a Can y a Alice. Alcohol mediante, acabó confesando que se sentía terriblemente culpable de haber albergado algunos prejuicios sobre ese establecimiento. Se podía servir una cocina sencilla y excelente entre modestas paredes, dijo, y, bebiéndose un cuarto raki, dejó escapar largos suspiros.

– Es la emoción -dijo-. Esa salsa que acompañaba mi pescado, la delicadeza de ese postre, del que, por cierto, voy a tomar más, todo era simple y llanamente conmovedor. Se lo ruego -continuó con voz lastimera-, preséntele mis sinceras excusas al patrón y, sobre todo, prométame que nos hará descubrir cuanto antes otros lugares como éste. Esta misma noche, ¿le parece?

Daldry alzó la mano al pasar el camarero para que volviese a llenar su vaso.

– Creo que ha bebido suficiente, Daldry -dijo Alice, y lo obligó a dejar el vaso.

– Reconozco que este raki se me ha subido un poco a la cabeza. Pero es porque estaba en ayunas cuando hemos entrado y tenía una sed terrible.

– Aprenda entonces a quitársela con agua -sugirió Alice.

– Está loca, ¿quiere que me oxide?

Alice le hizo una señal a Can para que la ayudara. Cogieron a Daldry, cada uno de un brazo, y lo escoltaron hacia la salida. Can se despidió del dueño, a quien le divertía el estado en el que se encontraba su cliente.

A Daldry se le subió el aire fresco a la cabeza. Se sentó en un pilote y, mientras Can esperaba un taxi, Alice se quedó cerca de él, velando por que no se cayese al agua.

– Puede que una siestecita me siente bien -resopló Daldry mirando hacia alta mar.

– Creo que es obligatoria -respondió Alice-. Suponía que iba a ser mi carabina, y no lo contrario.

– Le pido disculpas -gimoteó Daldry-. Se lo prometo: mañana, ni una gota de alcohol.

– Más le vale mantener esa promesa -respondió Alice con voz severa.

Can había conseguido parar un dolmus. Regresó a donde estaba Alice, la ayudó a acomodar a Daldry en el asiento trasero y se sentó delante.

– Vamos a acampar a su amigo al portal del hotel y luego iré al consulado a ocuparme de sus invitaciones. Se las dejaré al conserjo en un encima -dijo mirando a Alice por el espejo de cortesía del parasol, que había bajado.

– Acompañar a su amigo hasta la puerta de su hotel y dejárselas al conserje en un sobre… -dijo Alice suspirando.

– Me imaginaba que había formulado mal la frase, pero en qué palabras, eso es justamente lo que no lo sabía. Gracias por haberme corregido, no volveré a acometer nunca ese error -dijo Can volviendo a subir el parasol.

Daldry, que se había quedado dormido por el camino, apenas se despertó cuando Alice y el portero lo ayudaron a llegar a su habitación y lo tumbaron en la cama. Volvió en sí unas horas más tarde. Llamó a Alice a su habitación y, como ésta no respondió, preguntó en recepción para saber dónde se encontraba y le informaron de que había salido. Consternado por su propia conducta, deslizó una nota por debajo de la puerta de Alice en la que se disculpaba por su falta de moderación y le decía que prefería no cenar.

Alice había aprovechado su tarde a solas para pasearse por el barrio de Beyoglu. El portero del hotel le había recomendado visitar la torre de Gálata y le había indicado el itinerario para ir a pie. Se dio una vuelta por las tiendas de la calle Isklital, compró algunos recuerdos para sus amigos y, aterida del frío que arreciaba en la ciudad, acabó refugiándose en un pequeño restaurante donde se quedó a cenar.

De vuelta en su habitación a primera hora de la noche, se instaló en la mesa para escribir y redactó una carta dirigida a Anton.


Anton:

Esta mañana he conocido a un hombre que ejerce mi oficio, pero con mucho más talento que yo. Cuando vuelva a Londres, te describiré la originalidad de sus investigaciones. A menudo me quejo del frío que reina en mi apartamento y, si hubieses estado presente en el taller de ese perfumista, me habrías dicho que no lo hiciera nunca más. Al volver a los altos de Cihangir, he descubierto un aspecto muy distinto de una ciudad que creía haber comprendido desde la ventana de mi habitación. Al alejarnos del centro, donde los edificios nuevos se parecen a los que se construyen sobre las ruinas de Londres, se descubre una pobreza insospechada. Hoy me he cruzado en las callejuelas angostas de Cihangir con unos niños que desafiaban el frío del invierno con los pies descalzos; a unos vendedores callejeros de rostros tristes a quienes la lluvia golpeaba en los muelles del Bósforo; a unas mujeres que, para vender sus baratijas, arengan a las largas colas de estambulitas en los embarcaderos donde atracan los barcos de vapor. Y, por extraño que eso parezca, en medio de esa tristeza he sentido una inmensa ternura, un apego a esos lugares que me son extraños, una soledad desconcertante al cruzar plazas donde agonizan antiguas iglesias. He subido por repechos cuyos escalones están gastados por el uso. En los altos de Cihangir, las fachadas de las casas están en su mayoría deterioradas, incluso los gatos errantes parecen tristes, y esa tristeza se apodera de mí. ¿Por qué esta ciudad hace nacer en mí semejante melancolía? La siento apoderarse de mí en cuanto salgo a la calle, y no me abandona hasta la noche. Pero no hagas caso a lo que escribo. Los cafés y los pequeños restaurantes rebosan vida, la ciudad es hermosa y ni el polvo ni la suciedad consiguen atenuar su grandeza. La gente de aquí es acogedora y generosa, y me siento tontamente conmovida, lo admito, por la nostalgia de una herencia que se desmorona.

Esta tarde, paseando cerca de la torre de Gálata, he visto detrás de una verja de hierro forjado un pequeño cementerio silencioso en medio de un barrio. Miraba las tumbas de lápidas irregulares y no sabría decirte por qué, pero he tenido la sensación de pertenecer a esta tierra. Cada hora que paso aquí hace crecer en mí un amor desbordante.

Anton, perdona estas palabras inconexas que no deben de tener ningún sentido para ti. Cierro los ojos y oigo el eco de tu trompeta en la tarde de Estambul, oigo tu aliento, te adivino tocando, muy lejos, en un bar de Londres. Me gustaría saber algo de Sam, de Eddy y de Carol, os echo de menos a los cuatro, espero que también me echéis un poco de menos a mí.

Un beso con la vista puesta en los tejados de una ciudad que amarías apasionadamente, estoy segura de ello.

ALICE

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