Las previsiones son difíciles de hacer,
sobre todo cuando conciernen al futuro.
PIERRE DAC
A Pauline
A Louis
A Georges
– Yo no creía en el destino, ni en las pequeñas señales de la vida que supuestamente nos muestran qué camino tomar. No creía en las historias de videntes, ni en cartas que predicen el futuro. Creía en la simplicidad de las coincidencias, en la verdad del azar.
– Entonces, ¿por qué emprender un viaje tan largo, por qué venir hasta aquí si no creías en nada de todo eso?
– Por culpa de un piano.
– ¿Un piano?
– Estaba desafinado, como esos viejos pianos de ragtime embarrancados en los comedores de los oficiales. Tenía algo peculiar, o quizá lo peculiar era el hombre que lo tocaba.
– ¿Quién lo tocaba?
– Mi vecino de rellano; bueno, no estoy segura del todo.
– ¿La razón de que estés aquí esta noche es que tu vecino tocaba el piano?
– En cierto modo. Cuando sus notas retumbaban por el hueco de la escalera, me daba cuenta de mi soledad; para huir de ella, acepté ir ese fin de semana a Brighton.
– Me lo tienes que contar todo desde el principio, lo veré todo más claro si me lo presentas en orden.
– Es una larga historia.
– No hay prisa. Hay viento marero, está a punto de llover -dijo Rafael acercándose a la ventana-. No me volveré a hacer a la mar hasta dentro de dos o tres días, como pronto. Voy a prepararnos un té y me contarás tu historia, y tienes que prometerme que no te olvidarás de ningún detalle. Si el secreto que me has confiado es cierto, si, a partir de ahora, estamos unidos para siempre, necesito saberlo.
Rafael se arrodilló ante la estufa de fundición, abrió la pantalla y sopló sobre las ascuas.
La casa de Rafael era tan humilde como su vida. Cuatro paredes, una única habitación, una techumbre rudimentaria, un suelo gastado, una cama, una pila dominada por un viejo grifo del que corría el agua a temperatura ambiente: glacial en invierno y tibia en verano, cuando habría hecho falta lo contrario. Una sola ventana, aunque daba al estrecho del Bósforo; desde la mesa a la que Alice estaba sentada se podían ver los grandes barcos meterse en el canal y, tras ellos, las orillas de Europa.
Alice bebió un sorbo del té que Rafael acababa de servirle y comenzó su relato.