El apartamento del señor Zemirli ocupaba la segunda planta de un edificio burgués en la calle Isklital. La puerta daba a un largo recibidor donde unos libros viejos se apilaban a lo largo de toda la pared.
Ogüz Zemirli llevaba un pantalón de franela, una camisa blanca, una bata de seda y dos pares de gafas. Unas parecían sujetarse sobre su frente como por arte de magia, las otras se encabalgaban sobre su nariz. Ogüz Zemirli cambiaba de monturas según la necesidad que tuviera de leer o de ver de lejos. Su rostro estaba muy apurado, salvo por algunos pelos entrecanos en la punta del mentón que se le debían de haber escapado al barbero.
Hizo un gesto a sus visitantes para invitarlos a pasar a su salón decorado con muebles franceses y otomanos, desapareció en la cocina y volvió acompañado de una mujer de formas generosas. Ella sirvió el té y unos pastelitos orientales, el señor Zemirli se lo agradeció, y la mujer se retiró de inmediato.
– Es mi cocinera -explicó-; sus pasteles son deliciosos, sírvanse.
Daldry no se hizo de rogar.
– Bueno, ¿así que usted es la hija de Cömert Eczaci? -preguntó el hombre.
– No, señor, mi padre se llamaba Pendelbury -respondió Alice dirigiéndole una mirada desolada a Daldry.
– ¿Pendelbury? No creo que me dijera… Puede que sí, después de todo, mi memoria ya no es la que era -añadió el hombre.
Daldry miró a Alice a su vez, preguntándose como ella si su anfitrión estaría todavía en sus cabales; ya odiaba a Can por haberlos llevado allí, y más todavía por haber hecho nacer en Alice la esperanza de saber un poco más sobre sus padres.
– En el barrio -añadió el señor Zemirli- no le llamábamos Pendelbury, sobre todo en esa época; le habíamos puesto el apodo de Cömert Eczaci.
– Lo que quiere decir «el generoso farmacéutico» -tradujo Can.
Tras esas palabras, Alice sintió cómo se aceleraban los latidos de su corazón.
– ¿Era ése su padre? -preguntó el hombre.
– Es muy probable, señor, mi padre cumplía esas dos condiciones.
– Me acuerdo bien de él; de su madre también, una mujer de carácter. Trabajaban juntos en la facultad. Sígame -dijo el señor Zemirli levantándose a duras penas de su asiento.
Se acercó a la ventana y señaló al piso que se encontraba en la primera planta del edificio de enfrente. Alice leyó la inscripción CIUDAD RUMELIA grabada en una placa fija que estaba sobre la puerta cochera.
– En el consulado me dijeron que mis padres vivían en la segunda planta.
– Y yo le digo que vivían ahí -insistió el señor Zemirli señalando las ventanas del primero-. Quizá prefiera creer a su consulado, pero era mi tía quien les alquilaba ese piso. Allí, ¿ve? A la izquierda estaba el salón, y la otra ventana era la de su cuarto. La cocinita daba al patio, como en este edificio. Vamos, vengan a sentarse, me duele la pierna. Por cierto, fue por ella por lo que conocí a sus padres. Voy a contárselo todo. Yo era joven y mi juego preferido al salir del instituto, como el de muchos críos, era coger el tranvía de gorra…
La expresión cobraba todo su sentido, ya que para viajar sin pagar los jóvenes estambulitas saltaban al tranvía en marcha y se sentaban en la cabeza del faro de la parte de atrás del vehículo. Pero un día de lluvia Ogüz falló el salto, y el bogie del tranvía lo arrolló y lo arrastró varios metros. Los cirujanos le recosieron las heridas de la pierna lo mejor que supieron y, por los pelos, consiguieron evitar que la perdiera. Ogüz quedó eximido de sus obligaciones militares, pero no hubo ya un día de lluvia en que la pierna no se lo hiciera pasar mal.
– Los medicamentos eran caros -explicó el señor Zemirli-, demasiado caros para comprarlos en la farmacia. Su padre los traía del hospital y me los daba a mí y a los demás necesitados del barrio; en tiempos de guerra, eso quería decir que se los regalaba a muchos de los habitantes de esta zona que caían enfermos. Sus padres tenían, en ese pisito, una especie de dispensario clandestino. En cuanto volvían del hospital universitario, su madre hacía las curas y preparaba los apósitos mientras su padre distribuía los medicamentos que había podido encontrar y los remedios medicinales que él mismo había preparado. En invierno, cuando la fiebre se abatía sobre los chiquillos, se veía a madres y a abuelas haciendo una cola que se alargaba a veces hasta la calle. Las autoridades del barrio no se dejaban engañar, pero como sus padres no se lucraban con ese comercio y la población resultaba beneficiada, los policías hacían la vista gorda. Ellos también tenían niños que iban a que los curaran en ese pisito. No supe de ningún hombre de uniforme que hubiese corrido el riesgo de enfrentarse a su esposa al volver a casa por haber detenido a sus padres; y cabe decir que, dado el carácter de mi juventud, conocía a todos los agentes.
»Sus padres se quedaron casi dos años, si no recuerdo mal. Y luego, una tarde, su padre distribuyó más medicamentos que de costumbre: todos tuvieron derecho al doble de lo que recibían normalmente. Al día siguiente, sus padres ya no estaban allí. Mi tía esperó más de dos meses antes de atreverse a utilizar su llave para ir a ver lo que pasaba. El apartamento estaba perfectamente ordenado; no faltaba ni un plato ni un cubierto; encima de la mesa de la cocina encontró la liquidación del alquiler y una carta que explicaba que habían vuelto a Inglaterra. Esas pocas palabras manuscritas por su padre fueron un inmenso alivio para todos los habitantes del barrio, que habían temido mucho por Cömert Eczaci y su mujer; también lo fueron para todos los policías del barrio, porque los demás sospechábamos de ellos. ¿Sabe? Treinta y cinco años después, cada vez que voy a la farmacia a buscar mis medicamentos para acallar esta maldita pierna, levanto la vista al salir de mi casa y tengo la impresión de que voy a ver aparecer, en la ventana de enfrente, el rostro sonriente de Cömert Eczaci. Así que puedo decirle que se me remueve algo dentro al ver a su hija en mi casa esta tarde.
Alice vio humedecerse los ojos del anciano tras los gruesos cristales de sus gafas y se sintió menos apurada por no haber podido contener las lágrimas.
La emoción había sorprendido a Can y a Daldry de igual modo. El señor Zemirli sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó la punta de la nariz. Se inclinó y llenó de nuevo los vasos de té.
– Vamos a brindar en memoria del generoso farmacéutico de Beyoglu y de su esposa.
Todos se levantaron, y brindaron… con té a la menta.
– Y… ¿se acuerda de mí? -preguntó Alice.
– No, no recuerdo haberla visto, me gustaría decirle lo contrario, pero sería mentirle. ¿Qué edad tenía?
– Cinco años.
– Entonces es normal, sus padres trabajaban, debía de estar en el colegio.
– Es completamente lógico -dijo Daldry.
– ¿A qué colegio cree usted que me llevaron? -añadió Alice.
– ¿No tiene ningún recuerdo de esa época? -preguntó el señor Zemirli.
– Ni el más mínimo, sólo un gigantesco agujero negro hasta nuestro regreso a Londres.
– Ay, ¡la edad de nuestros primeros recuerdos! Va según los niños, ya sabe. Algunos recuerdan más cosas que otros. Por cierto, ¿son recuerdos auténticos o inventados a partir de lo que les han contado? Yo lo he olvidado todo hasta los siete años, e incluso bien podría tener ocho. Cuando se lo decía a mi madre, la sacaba de sus casillas, me preguntaba: «¿Todos estos años ocupándome de ti y lo has olvidado todo?» Pero su pregunta se centraba en el colegio. Sus padres la hubiesen inscrito en el Saint-Michel; no estaba lejos y enseñaban inglés. Era un colegio severo y con buen nombre; seguro que conservan los archivos de esa época, debería pasarse.
El señor Zemirli pareció cansado de pronto. Can tosió, dando a entender que era momento de retirarse. Alice se levantó y le agradeció al anciano su hospitalidad. El señor Zemirli se puso la mano en el pecho.
– Sus padres eran personas tan humildes como valientes, su conducta fue heroica. Me siento feliz de tener ahora la certeza de que pudieron volver a su país sanos y salvos, y todavía más feliz de haber tenido el privilegio de conocer a su hija. Si no le contaron nada de su estancia en Turquía, seguramente fue por modestia. Si se queda el tiempo suficiente en Estambul, comprenderá de qué le hablo. Que tenga buen viaje, Cömert Eczaci’nin Kizi.
Lo que significaba «hija del farmacéutico generoso», según le explicó Can en cuanto estuvieron en la calle.
Ya no era hora de ir a llamar a la puerta del colegio Saint-Michel. Can volvería al día siguiente a primera hora de la mañana para conseguir una entrevista.
Alice y Daldry cenaron en el comedor del hotel. Cruzaron pocas palabras durante la cena. Daldry respetaba los silencios de Alice. De vez en cuando, trataba de distraerla contándole sabrosas anécdotas sobre su juventud, pero Alice tenía la mente en otra parte y sus sonrisas eran fingidas.
Se despidieron en el rellano. Daldry le hizo notar a Alice que tenía todas las razones del mundo para alegrarse: Ogüz Zemirli era necesariamente la tercera, si no la cuarta, de las seis personas de quien había hablado la vidente de Brighton.
Alice cerró la puerta de su habitación y, un poco más tarde, volvió a la mesa donde escribía, delante de la ventana.
Anton:
Cada día, cuando cruzo el vestíbulo de mi hotel, tengo la esperanza de que el conserje me entregue alguna carta tuya. Es una esperanza estúpida, ¿por qué ibas a escribirme?
He tomado una decisión y he necesitado reunir mucho valor para hacerme esta promesa, o más bien, me hará falta mucho para mantenerla. El día que vuelva a Londres iré a llamar a tu puerta y dejaré justo delante de ella un paquete de cartas metidas en un cofrecito que iré a comprar esta semana al bazar. Pondré en él todas las que te he escrito y no te he enviado.
Las leerás por la noche, y quizá vengas a llamar a mi puerta al día siguiente. Es un «quizá» improbable, pero es que, desde hace algún tiempo, «quizá» forma parte de mi día a día.
Y, para ponerte un ejemplo, quizá haya encontrado, por fin, un sentido a estas pesadillas que me atormentan.
La vidente de Brighton tenía razón, al menos en un punto. Mi infancia transcurrió aquí, en el primer piso de un edificio de Estambul. Pasé en él dos años. Debí de jugar en una callejuela al final de la cual se encontraba una gran escalera. No conservo ninguna pista de ello, pero esas imágenes de otra vida vuelven a surgir en mis noches. Para comprender el misterio que rodea una parte de mi infancia más tierna, debo proseguir mi búsqueda. Me imagino las razones por las que nunca me dijeron nada. Si hubiese sido madre, habría hecho como la mía y le habría ocultado a mi hija recuerdos demasiado penosos para contarlos.
Esta tarde, alguien me ha mostrado las ventanas del piso donde vivíamos, donde mi madre debió de apoyar su rostro para mirar el espectáculo de la calle. Me imaginaba la pequeña cocinita donde nos preparaba las comidas, el salón donde debía de sentarme sobre las piernas de mi padre. Creía que el tiempo cerraría la herida de su ausencia, pero no lo ha hecho en ningún modo.
Me gustaría hacerte descubrir esta ciudad algún día. Iríamos a pasear por la calle Isklital y, cuando nos encontrásemos al pie de ciudad Rumelia, te mostraría el lugar donde viví cuando tenía cinco años.
Algún día iremos a caminar a orillas del Bósforo, tocarás la trompeta y escucharé tu música en las colinas de Üsküdar.
Hasta mañana, Anton.
Un beso,
ALICE
Alice se despertó al amanecer; ver nacer el día en los reflejos grises y plateados de la mañana sobre el Bósforo le dio ganas de salir de su habitación.
El comedor del hotel estaba todavía desierto, los camareros con librea de charreteras y galones acababan de poner las mesas. Alice eligió una en una esquina. Había tomado prestado un periódico de la víspera que yacía abandonado en una mesa auxiliar. Sola en el comedor de un palacio de Estambul, leyendo las noticias de Londres, dejó que el periódico resbalase de sus manos mientras sus pensamientos volaban hacia Primrose Hill.
Se imaginó a Carol bajando Albermale Street para llegar a Piccadilly, donde cogería su autobús. Saltaría sobre la plataforma trasera del vehículo de dos pisos, entablaría en seguida conversación con el revisor para lograr que se olvidase de picar su billete. Le diría que tenía mala cara, se presentaría, le aconsejaría ir a verla un día cuando ella estuviese de servicio y, una de cada dos veces, se bajaría delante del hospital con su título de transporte virgen.
Pensó en Anton, caminando, saco al hombro, abierto el cuello de su abrigo, incluso en el frío del invierno, el mechón rebelde en la frente y los ojos todavía hinchados de sueño. Lo vio cruzar el patio del taller, instalarse en el taburete ante su banco, contar los cinceles, acariciar el mango redondeado de su guimbarda, echar una mirada a la aguja grande del reloj y ponerse a la labor entre suspiros. Tuvo algún pensamiento para Sam, que entraría por la puerta de atrás de la librería Camden, se quitaría el abrigo y se pondría la bata gris. Se iría en seguida a la tienda y desempolvaría las estanterías o haría el inventario mientras esperaba a que llegase un cliente. Por fin, se imaginó a Eddy, brazos en cruz encima de la cama y roncando sin parar. Y esa imagen la hizo sonreír.
– ¿La interrumpo?
Alice se sobresaltó y levantó la cabeza. Daldry estaba delante de ella.
– No, estaba leyendo el periódico.
– ¡Pues tiene muy buena vista!
– ¿Por qué? -preguntó Alice.
– Porque su periódico está debajo de la mesa, a sus pies.
– Tenía la cabeza en otra parte -confesó.
– ¿Dónde, si no es indiscreción?
– En diferentes lugares de Londres.
Daldry se volvió hacia la barra con la esperanza de atraer la atención del camarero.
– Esta noche la llevo a cenar a un lugar extraordinario, con una de las mejores cocinas de Estambul.
– ¿Celebramos algo?
– En cierto modo. Nuestro viaje comenzó en uno de los mejores restaurantes de Londres, me parece juicioso que termine para mí de la misma forma.
– Pero no se va antes de…
– ¡Antes de que mi avión despegue!
– Pero no despega antes de…
– ¿Cree que tiene que darme un ataque para que me den un café? ¡Esto es el colmo! -exclamó Daldry interrumpiendo a Alice por segunda vez.
Levantó la mano y la agitó hasta que el camarero se presentó en la mesa. Entonces encargó un desayuno pantagruélico y le suplicó que se lo sirvieran lo antes posible, estaba hambriento.
– Ya que tenemos la mañana libre -añadió-, ¿qué le parecería ir al bazar? Tengo que buscar un regalo para mi madre y me haría un gran favor aconsejándome, no tengo ni la menor idea de lo que podría gustarle.
– ¿Qué tal una joya?
– No la encontraría de su gusto -respondió Daldry.
– ¿Y un perfume?
– No usa más que el suyo.
– ¿Un objeto antiguo bonito?
– ¿Qué clase de objeto?
– Un joyero, por ejemplo, los he visto con incrustaciones de nácar que eran preciosos.
– Por qué no, pero me dirá que no aprecia más que la marquetería inglesa.
– ¿Una pieza de plata bonita?
– No le gusta más que la porcelana.
Alice se inclinó hacia Daldry.
– Debería quedarse unos días más y pintarle un cuadro; podría, por ejemplo, atacar la gran encrucijada, a la entrada del puente Gálata.
– Sí, eso sería una idea encantadora. Haría unos croquis para memorizar el lugar y me pondría a trabajar al volver a Londres. Así, el lienzo no tendría que sufrir por el viaje.
– Sí -suspiró Alice-, podemos hacerlo así.
– Entonces, estamos de acuerdo -dijo Daldry-, nos iremos a pasear al puente Gálata.
Y, en cuanto Daldry terminó su desayuno, cogieron el tranvía hasta Karaköy, y bajaron a la entrada del puente que atravesaba el Cuerno de Oro y se alargaba por encima del agua hasta Eminönü.
Daldry sacó de su bolsillo una libreta de molesquín y un lápiz negro. Dibujó meticulosamente el lugar, destacando la parada de taxis, bosquejando de un trazo el embarcadero de donde salían los vapores para Kadiköy, bocetando los que navegaban hacia las islas Moda y la orilla de Üsküdar, el pequeño muelle donde atracaban del otro lado del puente las barcas que hacían de lanzadera entre las dos orillas, la plaza oval donde se detenían el tranvía de Bebek y el de Beyoglu. Arrastró a Alice hacia un banco.
Se puso a llenar entonces su libreta de rostros: el de un vendedor de sandías detrás de su puesto, el de un limpiabotas sentado en una caja de madera, el de un afilador que pedaleaba para hacer girar su muela. Luego una carreta tirada por una mula de panza colgante, un coche estropeado -dos ruedas en la acera- cuyo conductor tenía la parte de arriba del cuerpo metido en el capó del motor.
– Ya está -dijo al cabo de una hora, guardando su libreta-. He tomado notas de lo esencial, el resto está en mi cabeza. De todas formas, vamos a dar una vuelta por el bazar, por si acaso.
Subieron a bordo de un dolmus.
Rebuscaron en las callejuelas del gran bazar hasta el mediodía. Alice se compró allí un cofrecito de madera decorado con una greca de nácar, Daldry encontró una hermosa sortija de lapislázuli. A su madre le gustaba el azul, quizá se la pusiese.
Comieron un kebab y volvieron al hotel a primera hora de la tarde.
Can los esperaba en el vestíbulo, con aspecto sombrío.
– Estoy desolado, he naufragado en mi dimisión.
– Pero ¿qué dice? -masculló Daldry al oído de Alice.
– Que ha fracasado en su misión.
– Sí, es que, bueno, no está claro en absoluto, ¿cómo quiere que lo entienda?
– Cuestión de hábito -dijo Alice sonriendo.
– Como prometí, me salí esta mañana a la escuela Saint-Michel, donde supe al rector. Estuvo muy placentero con conmigo y quiso consultar sus libros. Los hojeamos, clase por clase, y en los dos años que habíamos hablado. No era fácil, los asientos eran antiguos y el papel muy polvoriento. Hemos estornudado mucho, pero hemos escudriñado cada página, sin omitir la más mínima admisión. Por desgracia, no hemos sido primados por nuestros esfuerzos. ¡Nada! No hemos encontrado nada bajo el nombre de Pendelbury o de Eczaci. Nos hemos separado muy decepcionados y tengo la tristeza de decirle que nunca ha estado en Saint-Michel. El rector es incontestable en esto.
– No sé cómo lo hace usted para conservar la calma -susurró Daldry.
– Intente formular en turco lo que Can acaba de decirnos en inglés y entonces veremos quién es mejor de los dos -replicó Alice.
– De todas formas, siempre sale en su defensa.
– ¿Es posible que me inscribieran en otro centro? -sugirió Alice dirigiéndose a Can.
– Eso es exactamente lo que me he decido al dejar al rector. Consecuentemente, he tenido la idea de hacer una lista. Voy a ir esta tarde a realizarme con una visita al colegio de Calcedonia en Kadiköy, y, si no encuentro nada, iré mañana a Saint-Joseph, se encuentra en el mismo barrio, y también tengo otra posibilidad, el colegio para niñas de Nisantasi. Ya ve, todavía nos quedan muchas apelaciones ante nosotros, sería totalmente precoz considerar que hemos naufragado.
– Con las horas que se va a pasar en centros escolares, ¿no podría sugerirle que aproveche para recibir algunas clases de inglés? No sería un tiempo «considerado naufragado», ¿verdad?
– Ya basta, Daldry, es usted quien debería volver al colegio.
– El caso es que yo no pretendo ser el mejor intérprete de Estambul…
– Pero tiene la edad mental de un niño de diez años…
– Eso es lo que le decía, sale sistemáticamente en su defensa. Eso me tranquiliza; cuando me haya ido no me echarán demasiado de menos, se entienden muy bien los dos solos.
– Es un comentario muy adulto, muy inteligente, lo está arreglando cada vez más.
– ¿Sabe qué? Debería pasar la tarde con Can. Vaya al colegio de Calcedonia. Quién sabe si, al visitar el lugar, no resurgen algunos recuerdos…
– ¿Ya está de morros? ¡Mire que tiene malas pulgas!
– Para nada. Tengo dos o tres compras que hacer en el centro que le aburrirían mortalmente. Pasemos cada uno por nuestro lado el resto de la jornada y nos volveremos a encontrar para la cena. Por cierto, Can, es bienvenido, si usted lo desea.
– ¿Está celoso de Can, Daldry?
– Ahí, querida, permítame decirle que la ridícula es usted. Celoso de Can, ¿y qué más? Pero bueno, de verdad, ¡venir hasta aquí para oír tamañas necedades!
Daldry citó a Alice a las siete en el vestíbulo y se fue sin despedirse apenas.
Un portal de hierro forjado abierto en una muralla, un patio cuadrado donde languidece una vieja higuera, bancos que envejecen bajo un porche. Can llamó a la puerta de la conserjería y preguntó por el director. El conserje le señaló la secretaría y se volvió a sumir en la lectura de su periódico.
Recorrieron un largo pasillo, las hileras de aulas estaban todas ocupadas, los alumnos, estudiosos, escuchaban la lección que les daba su maestro. La bedel general los hizo esperar en un pequeño despacho.
– ¿Lo huele? -le susurró Alice a Can.
– No, ¿qué tengo que oler?
– El vinagre que utilizan para limpiar las ventanas, el polvo de la tiza, la cera en los parquets. Huele tanto a niñez…
– Mi niñez no olía a nada de todo eso, señorita Alice. Mi infancia olía a noches tempranas, a gente que volvía a su casa con la cabeza baja y los hombros machacados por el trabajo del día, a la oscuridad de los caminos de tierra, a la suciedad de las afueras que ocultaba la pobreza de las vidas. En mi casa no había ni vinagre, ni tizas, ni madera encerada. Pero no me quejo, mis padres, al contrario que los del resto de mis compañeros, eran unas personas increíbles. Prométame no decirle al señor Daldry que mi inglés es bastante mejor de lo que se cree, disfruto mucho haciéndole rabiar.
– Se lo prometo. Puede confiar en que el secreto está a salvo.
– Si no confiara en usted, no se lo habría dicho.
La bedel golpeteó sobre su mesa con una regla de hierro para hacerlos callar. Alice se enderezó en su silla y se puso recta como un palo. Al verla, Can se puso la mano delante de la boca para reprimir la risa. El director apareció y los hizo entrar en su despacho.
Demasiado contento de poder mostrar que hablaba inglés con fluidez, aquel hombre no se dirigió más que a Alice. El guía le hizo un guiño cómplice a su cliente; después de todo, sólo contaba el resultado. En cuanto Alice hubo dejado constancia de su solicitud, el director le respondió que, en 1915, el colegio no admitía a niñas todavía. Lo sentía. Volvió a acompañar a Alice y a Can hasta la verja y se despidió de ellos confesando que algún día le gustaría visitar Inglaterra. Quizá hiciese ese viaje cuando se jubilase.
Luego fueron a Saint-Joseph. El padre que los recibió era un hombre de aspecto austero. Escuchó con gran atención a Can mientras éste le exponía el motivo de su visita. Se levantó y recorrió la habitación con los brazos cruzados a la espalda. Se acercó a la ventana para mirar el patio de recreo, donde los chicos se estaban peleando.
– ¿Por qué tienen siempre que pegarse? -suspiró-. ¿Cree que la brutalidad es inherente a la naturaleza humana? Podría hacerles esa pregunta en clase, eso sería un buen tema para escribir una redacción, ¿no le parece? -le preguntó el padre sin apartar nunca la mirada del patio de recreo.
– Probablemente -dijo Can-, es incluso una excelente forma de hacerlos reflexionar sobre su conducta.
– Me dirigía a la señorita -le corrigió el superior.
– Creo que eso no serviría de nada -dijo Alice sin titubear-. La respuesta me parece evidente. A los chicos les gusta luchar, y sí, está en su naturaleza. Pero cuanto más vocabulario adquieren, más disminuye su violencia. La brutalidad es la consecuencia de una frustración, la incapacidad de expresar su ira mediante palabras; entonces, a falta de palabras, son los puños los que hablan.
El superior se volvió hacia Alice.
– Habría tenido buena nota. ¿Le gustaba el colegio?
– Sobre todo cuando me iba por la tarde -respondió Alice.
– Me lo temía. No tengo tiempo para hacer su búsqueda, y no tengo suficiente personal para encomendarle esa tarea a nadie. La única cosa que puedo proponerle sería instalarla en el aula de estudio y dejarle consultar los registros que están en los archivos. Por supuesto, está prohibido hablar en el aula de estudio, bajo pena de expulsión inmediata.
– Por supuesto -se apresuró a decir Can.
– Era de nuevo a la señorita a quien me dirigía -dijo el superior.
Can bajó la cabeza y contempló el parquet encerado.
– Bueno, sígame, voy a acompañarla. El conserje le llevará los registros de las admisiones en cuanto dé con ellos. Tiene hasta las seis, no pierda el tiempo. Las seis y ni un minuto más, ¿estamos de acuerdo?
– Puede contar con nosotros -respondió Alice.
– Entonces, vamos allá -dijo el superior acercándose a la puerta de su despacho.
Le cedió el paso a Alice y se volvió hacia Can, que no se había movido de la silla.
– ¿Piensa pasarse la tarde en mi despacho o va a ponerse a trabajar? -preguntó en tono afectado.
– No sabía que esta vez se dirigía también a mí -respondió Can.
Las paredes del aula de estudio estaban pintadas de gris hasta media altura y de azul cielo hasta el techo, donde chisporroteaban dos filas de fluorescentes. Los alumnos, castigados en su mayor parte, se rieron nerviosamente al ver a Alice y a Can tomar asiento en los pupitres del fondo del aula. Pero el superior dio un golpe en el suelo con el pie, y la calma volvió de inmediato e incluso se mantuvo después de que el director se fuera. El conserje no tardó en llevarles dos carpetas negras ceñidas por sendas cintas. Le explicó a Can que todo se encontraba ahí -admisiones, expulsiones, informes de final de año- y que cada documento estaba ordenado por curso.
Las páginas estaban divididas por un margen medianero: a la izquierda, los nombres estaban transcritos en caracteres latinos; y, a la derecha, en alfabeto otomano. Can siguió con el dedo cada línea y estudió los registros página tras página. Cuando el reloj de pared dio las cinco y media, volvió a cerrar el segundo volumen y miró a Alice desolado.
Cogieron cada uno una carpeta bajo el brazo y se las devolvieron al conserje. Al franquear la verja de Saint-Joseph, Alice se volvió y se despidió con un gesto del superior, quien los espiaba desde la ventana de su despacho.
– ¿Cómo sabía que nos observaba? -preguntó Can al bajar la calle.
– Tenía uno igual en mi colegio de Londres.
– Mañana lo lograremos, estoy seguro -dijo Can.
– En tal caso, lo sabremos mañana.
Can la acompañó al hotel.
Daldry había reservado una mesa en Markiz, pero, al llegar a la puerta del restaurante, Alice titubeó. No tenía ganas de una cena formal. La noche era agradable, y sugirió un paseo a orillas del Bósforo en lugar de quedarse durante horas sentados en un local ruidoso y lleno de humo. Si les entraba hambre, ya encontrarían un sitio donde parar más tarde. Daldry aceptó, no tenía apetito.
En la margen, algunos paseantes habían seguido su ejemplo; tres pescadores tentaban su suerte lanzando las cañas a las aguas oscuras, un vendedor de periódicos liquidaba las noticias de la mañana, y un limpiabotas se esforzaba en hacer brillar el calzado de un soldado.
– Parece preocupado -dijo Alice al mirar la colina de Üsküdar, al otro lado del Bósforo.
– Me preocupa una idea, nada serio. ¿Cómo han ido sus indagaciones?
Alice le habló de las visitas sin éxito que había hecho esa tarde.
– ¿Se acuerda de nuestra excursión a Brighton? -dijo Daldry encendiéndose un cigarrillo-. En el camino de vuelta, ni usted ni yo queríamos concederle el más mínimo crédito a esa mujer que había predicho su futuro y le había hablado de un pasado más misterioso todavía. Aunque no me lo dijera, supongo que por educación, se preguntaba por qué habíamos recorrido esos kilómetros inútiles, por qué la tarde de Nochebuena habíamos desafiado a la nieve y al frío en un automóvil con mala calefacción, arriesgando nuestra vida por carreteras heladas. Sin embargo, qué de carreteras y de kilómetros hemos recorrido desde entonces. ¿Y cuántos acontecimientos que le parecían imposibles se han producido? Tengo ganas de continuar creyendo en ello, Alice, tengo ganas de pensar que nuestros esfuerzos no son en vano. La hermosa Estambul le ha revelado tantos secretos que no sospechaba… ¿Quién sabe? Dentro de unas semanas quizá conozca a ese hombre que hará de usted la mujer más feliz del mundo. Sobre este asunto, tengo que hablarle de algo de lo que me siento un poco culpable…
– Pero si soy feliz, Daldry. He hecho, gracias a usted, un viaje increíble. Me agotaba en mi mesa de trabajo, andaba escasa de ideas y, gracias a usted, hoy estoy llena de ellas. Me da igual saber si esa profecía absurda se cumplirá. Para ser sincera, la encuentro en parte detestable, por no decir vulgar. Me da una imagen de mí misma que no me gusta, la de una mujer sola que persigue una quimera. Y, además, al hombre que transformará mi vida ya lo he encontrado.
– Ah, ¿sí? ¿Y quién es? -preguntó Daldry.
– El perfumista de Cihangir. Me ha permitido imaginar nuevos proyectos. Me equivocaba en su casa el otro día, no son sólo los perfumes de interior lo que busco, sino perfumes de lugares, los que nos recordarán instantes que nos han marcado, momentos únicos e irrepetibles. ¿Sabía que la memoria olfativa es la única que no se deshace? Los rostros de aquellos a los que más amamos se desvanecen con el tiempo, las voces se borran, pero los olores nunca se olvidan. Usted, que es goloso, rememore el aroma de un plato de su infancia y verá cómo todo, cada detalle, reaparece.
»El año pasado, un hombre que había apreciado una de mis creaciones en una perfumería de Kensington y había conseguido mi dirección se presentó en mi casa. Llegó con un cofre pequeño de hierro, lo abrió y me mostró su contenido: una vieja cuerdecilla trenzada, un juguete de madera, un soldadito de plomo de uniforme desconchado, una canica, una banderita gastada. Toda su infancia se encontraba en esa caja de metal. Le pregunté qué relación podía tener eso conmigo. Me confesó entonces que al descubrir mi perfume le había pasado algo extraño. Al volver a su casa, había sentido la necesidad urgente de ir a rebuscar en su desván para recuperar esos tesoros hasta entonces completamente olvidados. Había llevado el cofre para que yo lo oliera, y me pidió reproducir el olor antes de que se borrara para siempre. Le respondí tontamente que era imposible. Sin embargo, después de su partida anoté en una hoja de papel todo lo que había olido en esa caja (el metal oxidado en el interior de la tapa, el cáñamo de la cuerdecilla, el plomo del soldado, el óleo de la pintura antigua que había servido para colorearlo, el roble que habían tallado para fabricar el juguete, la seda polvorienta de una banderita, una canica de ágata) y guardé esa hoja, sin saber qué hacer. Pero hoy lo sé. Sé cómo hacer ese trabajo, multiplicando las observaciones, como lo hace usted en sus cruces, haciendo lo imposible por recomponer un perfume con docenas de materias.
»A usted lo mueven las formas y los colores, y a mí las palabras y los olores. Iré a visitar a ese perfumista de Cihangir, le pediré permiso para pasar tiempo a su lado, para aprender la forma en la que trabaja. Intercambiaremos conocimientos, nuestras experiencias. Quisiera poder recrear momentos desparecidos, traer de regreso el recuerdo dormido de ciertos lugares. Sé que mis explicaciones le parecen confusas, pero, si tuviese que quedarse aquí y echase de menos Londres, ¿imagina lo que significaría poder recuperar el olor de una lluvia que le es familiar? Nuestras calles tienen su propio olor. Tanto la mañana como la tarde, cada estación, cada día, cada minuto que cuenta en nuestras vidas tiene su olor particular.
– Es una idea extraña, pero es verdad que me gustaría, aunque no fuese más que una vez, recordar el olor que reinaba en el despacho de mi padre. Tiene razón, si se piensa, era mucho más complejo de lo que parece. Estaba, por supuesto, el del fuego de la leña en la chimenea, su tabaco de pipa, el cuero de su sillón, diferente, por cierto, del vade sobre el que escribía. No podría describírselos todos, pero me acuerdo también del olor de la alfombra que había delante de su escritorio en la que yo jugaba cuando era niño. Pasé horas librando feroces batallas de soldaditos de plomo. Las rayas rojas delimitaban las posiciones de los ejércitos napoleónicos, los ribetes verdes, las de nuestras tropas. Y ese campo de batalla tenía un olor a lana y a polvo que me parecía reconfortante. No sé si su idea labrará nuestra fortuna, y dudo que un perfume de alfombra o de calle lluviosa seduzca a una gran clientela, pero veo en ello cierto carácter poético.
– El perfume de una calle quizá no, pero el perfume de la infancia… En este mismo momento cruzaría todo Estambul para encontrar en un frasquito el olor de los primeros días de otoño en Hyde Park. Me harán falta probablemente meses -añadió Alice- o quizá años para llegar a algo satisfactorio, algo que sea lo bastante universal. Me siento por primera vez reafirmada en este oficio, empezaba a dudar de él y, sin embargo, es el que quiero ejercer desde siempre. Le estaré eternamente agradecida, así como a esa vidente, por haberme empujado, cada uno a su manera, a venir aquí. En cuanto al desconcierto que me causa lo que hemos descubierto sobre el pasado de mis padres…, es un sentimiento confuso que me proporciona también una alegría llena de nostalgia, de dulzura, de tristeza y de risas. En Londres, cada vez que pasaba por la calle donde vivíamos ya no reconocía nada, ni nuestro edificio ni las tiendecitas adonde iba con mi madre, pues ha desaparecido todo. Ahora sé que todavía existe un lugar donde mis padres y yo estuvimos juntos; los perfumes de la calle Isklital, las piedras de los edificios, sus tranvías y mil otras cosas más me pertenecen desde ahora. Y aunque mi memoria no haya conservado indicios de esos momentos, sé que ocurrieron. Por las noches, cuando espere el sueño con impaciencia, no pensaré ya en su ausencia, sino en lo que mis padres pudieron vivir aquí. Se lo aseguro, Daldry, eso ya es mucho.
– Pero ¿verdad que no renunciará a avanzar más en su búsqueda?
– No, se lo prometo, aunque sé que no será igual después de su partida.
– ¡Eso espero! Aunque estoy seguro de lo contrario. Se entiende de maravilla con Can, y si a veces hago como si me sintiese molesto por su complicidad, en el fondo me alegro de ello. Ese chico habla el inglés como un burro, con los pies, pero es, lo reconozco, un guía inigualable.
– Hace un momento quería confesarme algo, ¿de qué se trataba?
– De nada importante, supongo, ya lo he olvidado.
– ¿Cuándo deja Estambul?
– En breve.
– ¿Tan pronto?
– Sí, eso me temo.
El paseo continuó a lo largo del muelle. Delante del embarcadero donde el último vapor de la tarde largaba amarras, Alice le cogió la mano a Daldry, que rozaba la suya.
– Dos amigos pueden ir de la mano, ¿no?
– Supongo que sí -respondió Daldry.
– Bueno, caminemos un poco más si quiere.
– Sí, es una buena idea, caminemos un poco más, Alice.