La semana pasó, interminable. Alice ya no tenía fiebre, pero era incapaz de ponerse otra vez a trabajar: apenas sentía el sabor de los alimentos. Daldry no había vuelto a aparecer. Alice había llamado varias veces a su puerta, el apartamento de su vecino seguía invariablemente silencioso.
Carol la había visitado en sus horas libres, y le había llevado provisiones y periódicos que robaba de la sala de espera del hospital. Una noche, incluso se había quedado a dormir, demasiado agotada para atravesar con el frío del invierno las tres calles que la separaban de su casa.
Carol había compartido la cama de Alice, y había sacudido a su amiga con todas sus fuerzas en medio de la noche para despertarla de una pesadilla que se apoderaría desde entonces de todos sus sueños.
El sábado, cuando Alice se alegraba de volver a su mesa de trabajo, oyó pasos en el rellano. Arrastró su butaca y se precipitó a la puerta. Daldry volvía a su casa con una pequeña maleta en la mano.
– Buenos días, Alice -le dijo sin volverse.
Hizo girar la llave en la cerradura y dudó antes de entrar.
– Lo siento, no he podido visitarla, he tenido que ausentarme unos días -añadió dándole la espalda.
– No tiene por qué disculparse, simplemente me preocupaba no oírle.
– He salido de viaje, hubiese podido dejarle una nota, pero no lo hice -dijo con el rostro pegado a la puerta.
– ¿Por qué me da la espalda? -preguntó Alice.
Daldry se volvió lentamente; tenía la cara pálida, una barba de tres días, los párpados morados, los ojos rojos y húmedos.
– ¿No se encuentra bien? -preguntó Alice, preocupada.
– Sí, yo me encuentro bien -respondió Daldry-; mi padre, por el contrario, el lunes pasado tuvo la desafortunada idea de no despertarse. Lo enterramos hace tres días.
– Venga a mi casa -dijo Alice-, le haré un té.
Daldry abandonó su maleta y siguió a su vecina. Se dejó caer en la butaca poniendo una mueca. Ella corrió el taburete y se instaló enfrente de él.
Daldry contemplaba el lucernario con la mirada perdida. Respetó su silencio y se quedó así casi una hora, sin decir una palabra. Luego Daldry suspiró y se levantó.
– Gracias -dijo-, esto era exactamente lo que necesitaba. Ahora voy a volver a mi casa, a tomar una buena ducha y, hale, a la cama.
– Justo antes del hale, venga a cenar, le prepararé una tortilla.
– No tengo mucha hambre -respondió.
– Tendrá que comer algo, lo necesita -respondió Alice.
Daldry volvió un poco más tarde; llevaba un jersey de cuello cisne con un pantalón de franela, el cabello todavía enmarañado y ojeras.
– Perdone mi aspecto -dijo-, me temo que he olvidado mi cuchilla en casa de mis padres y es un poco tarde para encontrar otra esta noche.
– La barba le queda bastante bien -respondió Alice al recibirlo en su casa.
Cenaron ante el baúl, Alice había abierto una botella de ginebra. Daldry bebía de buen grado, pero no tenía apetito alguno. Se obligó a comer un poco de tortilla por mera cortesía.
– Me había jurado a mí mismo -dijo en medio de un silencio- ir un día para conversar de hombre a hombre con él. Para explicarle que la vida que llevaba era la que había elegido. Nunca había juzgado la suya; sin embargo, había mucho que decir de ella, y esperaba que él tampoco opinase sobre la mía.
– Aunque nunca se lo dijera, estoy segura de que él lo admiraba.
– Usted no lo conoció -suspiró Daldry.
– Piense lo que piense, usted era su hijo.
– He sufrido su ausencia durante cuarenta años; en cierta forma, ya me había acostumbrado. Y ahora que ya no está aquí, extrañamente, el dolor parece más intenso.
– Lo sé -dijo Alice en voz baja.
– Ayer por la tarde entré en su despacho. Mi madre me sorprendió mientras yo rebuscaba en los cajones del secreter. Pensó que buscaba su testamento; le respondí que me traía sin cuidado lo que me pudiese legar, les dejaba esa clase de preocupaciones a mi hermano y a mi hermana. Lo único que esperaba encontrar era una nota, una carta que me hubiese dejado. Mi madre me cogió en sus brazos y me dijo: «Pobrecito, no te ha escrito ninguna.» No conseguí llorar cuando bajaban su ataúd; no había llorado desde el verano de mis diez años, cuando me abrí gravemente la rodilla al caer de un árbol. Pero, esta mañana, cuando la casa donde crecí desaparecía en mi retrovisor, no pude contener las lágrimas. Tuve que pararme al borde de la carretera, ya no veía nada. Me he sentido tan ridículo en mi automóvil, llorando como un crío…
– Había vuelto a ser un niño, Daldry, acababa de enterrar a su padre.
– Es gracioso, ya ve, si hubiese sido pianista, tal vez él habría sentido cierto orgullo, tal vez incluso me habría venido a oír tocar. Pero la pintura no le interesaba. Para él, no era un trabajo, como mucho un pasatiempo. En fin, su muerte me ha dado la ocasión de volver a ver a mi familia al completo.
– Debería pintar su retrato, volver a casa y colgarlo en un buen sitio, en su despacho, por ejemplo. Estoy segura de que, desde donde está, a su padre eso le emocionaría.
Daldry rompió a reír.
– ¡Qué idea más horrible! No soy lo bastante cruel como para asestarle un golpe tan canalla a mi madre. Basta de lloriqueos, ya he abusado bastante de su hospitalidad. Su tortilla estaba deliciosa y su ginebra, de la que también he abusado un poco, todavía mejor. Puesto que está curada, le daré una nueva clase de conducción cuando esté, digamos, en mejor forma.
– Con mucho gusto -respondió Alice.
Daldry se despidió de su vecina. Él, que se mantenía normalmente tan tieso, tenía la espalda un poco encorvada y los andares vacilantes. En medio del rellano, cambió de opinión, dio media vuelta, entró de nuevo en casa de Alice, cogió la botella de ginebra y volvió a irse a su casa.
Alice se acostó inmediatamente después de la partida de Daldry; estaba agotada y el sueño no se hizo esperar.
«Ven -le susurra la voz-, tenemos que irnos de aquí.»
Se abre una puerta a la noche, ninguna luz en la callejuela, los faroles están apagados y las persianas de las casas, cerradas. Una mujer le tiende la mano y la arrastra. Caminan juntas, a pasos quedos, bordean las aceras desiertas, se vuelven discretas, velando porque ninguna sombra nacida de un rayo de luna traicione su presencia. Su equipaje no es muy pesado. Una maletita negra que contiene sus escasas pertenencias. Llegan a lo alto de la gran escalera. Desde allí se ve toda la ciudad. A lo lejos, un gran fuego tiñe de rojo el cielo. «Está ardiendo un barrio entero -dice la voz-. Se han vuelto locos. Avancemos. Allí estaremos seguras, nos protegerán, estoy convencida. Ven, sígueme, amor mío.»
Alice nunca ha tenido tanto miedo. Sus pies magullados la hacen sufrir, no lleva zapatos, imposible encontrarlos con el desorden que reina. Aparece una silueta en el marco de la puerta cochera. Un anciano los mira y les hace una señal para que vuelvan sobre sus pasos, les señala con el dedo una barricada donde jóvenes en armas están al acecho.
La mujer duda, se vuelve, lleva un bebé en un pañolón anudado en bandolera sobre el pecho, le acaricia la cabeza para calmarlo. Prosigue su loca carrera.
Diez escalones pequeños excavados en un camino escarpado suben hacia la cima de un talud. Pasan una fuente; el agua en calma tiene algo tranquilizador. A su derecha, hay entreabierta una puerta en una larga muralla. La mujer parece conocer bien ese lugar, Alice la sigue. Cruzan un jardín abandonado, las hierbas altas permanecen inmóviles, los cardos arañan a Alice en las pantorrillas, como para retenerla. Da un grito y, de inmediato, lo sofoca.
Al fondo de un vergel somnoliento entrevé la fachada reventada de una iglesia. Cruzan el ábside. No hay más que ruinas, han volcado los bancos quemados. Alice alza la mirada y distingue en las bóvedas mosaicos que evocan historias de otras épocas, de tiempos lejanos cuyas huellas se borran. Un poco más lejos, el rostro marchito de un Cristo parece mirarla. Se abre una puerta. Alice entra en el segundo ábside. En el centro se alza una tumba, inmensa y solitaria, recubierta de loza. Pasan a su lado calladas. Están en un antiguo vestidor. En el olor acre de las piedras quemadas se mezclan los aromas del tomillo y la alcaravea. Alice todavía no conoce esos nombres, pero reconoce los olores, le son familiares. Esas hierbas crecían profusamente en un terreno amplio detrás de su casa. Incluso así mezclados en el viento que los hace viajar hasta ella, logra distinguirlos.
La iglesia calcinada no es más que un recuerdo, la mujer que la arrastra le hace cruzar una verja, corren ahora en otra callejuela. Alice ya no tiene fuerzas, le flaquean las piernas, la mano que la retiene se afloja y la abandona. Se sienta en el suelo, la mujer se aleja, sin mirar atrás.
Comienza a caer una lluvia insistente. Alice pide ayuda, pero el ruido del aguacero es demasiado fuerte y, pronto, la silueta desaparece. Alice se queda sola, arrodillada, aterida. Chilla, un grito largo, casi una agonía.
Una lluvia de granizo rebotaba contra el lucernario. Jadeante, Alice se incorporó en la cama, mientras buscaba el interruptor de la lámpara de la mesita de noche. Al volver la luz, barrió la habitación con la mirada observando uno a uno los objetos que le eran familiares.
Dio dos puñetazos en la cama, furiosa por haberse dejado llevar una vez más por esa misma pesadilla que la aterrorizaba cada noche. Se levantó, fue a su mesa de trabajo, abrió la ventana que daba a la parte trasera de la casa e inspiró a pleno pulmón. Había luz en el piso de Daldry y la presencia, aunque invisible, de su vecino la tranquilizó. Al día siguiente iría a ver a Carol y le pediría consejo. Debía de existir algún remedio para que su sueño se sosegase. Una noche en la que no la atormentasen miedos imaginarios, que no estuviese poblada de huidas desenfrenadas por calles extranjeras, una noche completa y tranquila, eso era todo lo que Alice deseaba.
Alice pasó los siguientes días en su mesa de trabajo. Cada noche, retrasaba el momento de ir a acostarse, luchando contra el sueño como se resiste ante un miedo, un miedo que la dominaba en cuanto anochecía. Cada noche volvía a tener la misma pesadilla que acababa siempre en medio de una callejuela anegada donde se quedaba postrada sin remedio sobre el pavimento.
Le hizo una visita a Carol a la hora de la comida.
Alice se presentó en la recepción del hospital y pidió que avisasen a su amiga. Esperó media hora larga en un vestíbulo, entre las camillas descargadas de las ambulancias que llegaban con todas las sirenas aullando. Una mujer suplicaba que atendiesen a su hijo. Un viejo errante deambulaba entre los bancos donde otros enfermos esperaban impacientemente su turno. Un joven le dedicó una sonrisa; tenía la tez pálida, el arco superciliar abierto, una sangre densa corría por su mejilla. Un hombre de unos cincuenta años se agarraba las costillas, parecía sufrir atrozmente. En medio de esta miseria humana, Alice de pronto se sintió culpable. Si sus noches eran de pesadilla, el día a día de su amiga no era mucho mejor. Carol apareció empujando una camilla cuyas ruedas chirriaban sobre el linóleo.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó al ver a Alice-. ¿Estás indispuesta?
– Sólo he venido para llevarte a desayunar.
– Qué sorpresa tan agradable. Coloco ésta -dijo señalando a su paciente- y me reúno contigo. Mira que tienen morro, podrían haberme avisado. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
Carol empujó la camilla hacia una colega, se quitó la bata, cogió abrigo y bufanda de su taquilla y apretó el paso hacia su amiga. Llevó a Alice fuera del hospital.
– Ven -dijo-, hay un bar en la esquina de esta calle, es el menos malo del barrio y al lado de nuestra cafetería casi parece un gran restaurante.
– ¿Y todos los pacientes que esperan?
– Ese vestíbulo siempre está lleno de enfermos, las veinticuatro horas del día, todos los días de Dios, y Dios me ha dado un estómago que debo alimentar de vez en cuando si quiero estar en condiciones de atenderlos. Vamos a desayunar.
El bar estaba abarrotado. Carol le dedicó una sonrisa provocativa al dueño, quien, desde la barra, le señaló una mesa al fondo de la sala. Ambas mujeres pasaron por delante de toda la cola.
– ¿Te acuestas con él? -le preguntó Alice al instalarse en el banco.
– Le estuve tratando el verano pasado de un enorme forúnculo situado en un sitio que exige la mayor de las discreciones. Desde entonces, es mi devoto servidor -respondió Carol riéndose.
– Nunca había imaginado hasta qué punto tu vida era…
– ¿Glamurosa? -terminó Carol.
– Ardua -respondió Alice.
– Me gusta lo que hago, aunque haya días en los que no es fácil. De niña, me pasaba el rato poniéndoles vendas a mis muñecas, lo cual inquietaba terriblemente a mi madre, y, cuanto más disgustada la veía, más crecía mi vocación. Bueno, ¿qué te trae por aquí? Me imagino que no has venido a urgencias en busca de olores para crear uno de tus perfumes.
– He venido a desayunar contigo, ¿necesitas otra razón?
– ¿Sabes? Una buena enfermera no se contenta con curar las pupas de sus pacientes, también vemos cuándo les pasa algo por la cabeza.
– Pero yo no soy una de tus pacientes.
– Pues lo parecías cuando te he visto en el vestíbulo. Dime cuál es el problema, Alice.
– ¿Has leído el menú?
– Olvídate del menú -le ordenó Carol mientras le quitaba la carta de las manos a Alice-. Casi no tengo tiempo de comerme el plato del día.
Un camarero les llevó dos platos de un guiso de cordero.
– Lo sé -dijo Carol-, no tiene una pinta muy apetitosa, pero ya verás, está muy bueno.
Alice separó los trozos de carne de las verduras que nadaban en la salsa.
– Dicho esto -retomó Carol con la boca llena-, recobrarás el apetito cuando me hayas dicho qué te preocupa.
Alice clavó su tenedor en un trozo de patata y puso una mueca de asco.
– De acuerdo -prosiguió Carol-, es probable que sea testaruda y arrogante, pero dentro de un rato, cuando vuelvas a coger tu tranvía, te sentirás idiota por haber perdido la mitad del día sin ni siquiera haber probado ese guiso infecto, y más teniendo en cuenta que pagas tú la cuenta. Alice, dime lo que te ronda, con tanto silencio me estás volviendo loca.
Alice se decidió a hablarle de la pesadilla que atormentaba sus noches, de ese malestar que envenenaba sus días.
Carol la escuchó con la mayor atención.
– Tengo que contarte una cosa -dijo Carol-. El día del primer bombardeo sobre Londres estaba de guardia. Los heridos llegaron muy rápido; estaban quemados en su mayor parte, y venían por sus propios medios. Algunos miembros del personal habían abandonado el hospital para ponerse a cubierto, pero la mayor parte de nosotros nos quedamos en nuestro puesto. Si yo me quedé no fue por heroísmo, sino por cobardía. Tenía mucho miedo a sacar la nariz al exterior, aterrorizada ante la idea de perecer entre las llamas si salía a la calle. Al cabo de una hora, el flujo de heridos se detuvo. Ya casi no entraba nadie. El jefe de servicio, un tal doctor Turner, un hombre guapo, bastante majo y con unos ojos para volver loca a una monjita, nos reunió para decirnos: «Si los heridos ya no llegan aquí es que están debajo de los escombros; nos toca ir a buscarlos.» Todos lo miramos estupefactos. Y luego añadió: «No obligaré a nadie, pero los que tengan agallas, que cojan las camillas y recorran las calles. A partir de ahora hay más vidas que salvar fuera que entre los muros de este hospital.»
– ¿Y fuiste? -preguntó Alice.
– Retrocedí despacito hasta la sala de urgencias, rezando por que la mirada del doctor Turner no se cruzase con la mía, por que no se diese cuenta de mi miedo. Me escondí en un guardarropa durante dos horas. No te burles de mí o me voy. Acurrucada en ese armario, cerré los ojos, quería desaparecer. Acabé logrando convencerme de que no estaba allí, sino en mi cuarto, en casa de mis padres, en St Mawes, y de que toda esa gente que chillaba a mi alrededor no eran más que horribles muñecas de las que tendría que desembarazarme al día siguiente, sobre todo para no convertirme nunca en enfermera.
– No tienes nada que reprocharte, Carol, yo no habría sido más valiente que tú.
– Sí, ¡desde luego que lo habrías sido! Al día siguiente, volví al hospital, avergonzada pero viva. Los siguientes cuatro días, traté de pasar desapercibida para evitar al doctor Turner. Como la vida nunca se ha ahorrado las ironías conmigo, me destinaron al quirófano para ayudar en una amputación. Quien operaba era…
– ¿El doctor Turner?
– ¡En persona! Y, como si eso no fuese suficiente, nos encontramos los dos a solas en el antequirófano. Mientras nos lavábamos las manos, se lo confesé todo: mi huida, la penosa manera en que me había escondido en un armario. En una palabra, me puse en ridículo.
– ¿Cómo reaccionó?
– Me pidió que le pusiera los guantes y me dijo: «Es maravillosamente humano tener miedo, ¿o a lo mejor cree que no tengo miedo antes de operar? Si fuese así, entonces me habría equivocado de carrera y tendría que haber sido cómico.»
Carol cambió su plato vacío por el de Alice.
– Y luego lo vi entrar en el quirófano, con su mascarilla en la boca; había dejado el miedo atrás. Traté de acostarme con él al día siguiente, pero ese idiota estaba casado y era fiel. Tres días más tarde sufrimos un nuevo bombardeo. Yo no tenía ni guantes ni máscara, me fui con el grupo a la calle. Escarbé en los escombros, más cerca de las llamas de lo que lo estoy de ti en este momento. Y, para que lo sepas, aquella noche, en medio de las ruinas, me hice pis encima. Ahora, escúchame bien, hija mía: desde esa tarde de Navidad en Brighton, no eres la misma. Algo te carcome por dentro, unas llamas pequeñas que no ves, pero que están incendiando tus noches. Así que haz como yo, sal de tu armario y corre. He recorrido las calles de Londres con el miedo agarrado al estómago, pero era más soportable que quedarse en ese cuchitril en el que creí que me iba a volver loca.
– ¿Qué quieres que haga?
– Te estás muriendo de soledad, sueñas con un gran amor y nada te da más miedo que enamorarte. La idea de atarte, de depender de alguien, te da pánico. ¿Quieres que volvamos a hablar de tu relación con Anton? Fuese o no una charlatana, esa vidente te dijo que el hombre de tu vida te esperaba en no sé qué país lejano. Bueno, ¡pues ve! Tienes ahorros, pide prestado dinero si te hace falta y permítete ese viaje. Ve a descubrir por ti misma lo que te espera en ese lugar. Y, aunque no te cruces con ese guapo desconocido que te han prometido, te sentirás liberada y no tendrás remordimientos.
– Pero ¿cómo quieres que vaya a Turquía?
– Ahora mismo, princesa, soy enfermera, no agente de viajes. Tengo que largarme. No te paso factura por la consulta, pero te dejo que pagues la cuenta.
Carol se levantó, se puso el abrigo, le dio un beso a su amiga y se fue. Alice corrió tras ella y la alcanzó cuando salía del bar.
– ¿Hablas en serio? ¿De verdad piensas lo que me acabas de decir?
– ¿Crees que, si no, te habría contado mis hazañas? Vuelve adentro, ¿o es que tengo que recordarte que estabas enferma hace muy poco tiempo? Tengo más pacientes, no puedo ocuparme de ti a jornada completa. Vamos, largo.
Carol se alejó corriendo.
Alice volvió a su mesa y se instaló en la silla que ocupaba Carol. Sonrió al llamar al camarero para pedirle una cerveza… y el plato del día.
La circulación era densa; carretas, sidecares, camionetas y automóviles trataban de atravesar el cruce. Si Daldry hubiese estado allí, habría disfrutado. El tranvía se paró. Alice miró por la ventanilla. Atrapado entre una pequeña tienda de ultramarinos y el escaparate cerrado de un anticuario, se encontraba el ventanal de una agencia de viajes. Lo observó pensativa, y el tranvía volvió a arrancar.
Alice bajó en la siguiente parada y empezó a subir la calle. Pocos pasos después, dio media vuelta y dudó de nuevo antes de retomar su dirección inicial. Unos minutos más tarde, empujaba la puerta de una tienda que tenía el letrero de los coches cama Cook.
Alice se paró ante un expositor lleno de folletos publicitarios, cerca de la entrada. Francia, España, Suiza, Italia, Egipto, Grecia, tantos destinos que la hacían soñar. El director de la agencia dejó su mostrador para atenderla.
– ¿Tiene pensado hacer un viaje, señorita? -preguntó.
– No -respondió Alice-, en realidad no, simple curiosidad.
– Si es en previsión de un viaje de novios, le recomiendo Venecia, es absolutamente magnífica en primavera; si no, España, Madrid, Sevilla, y luego la costa mediterránea, tengo cada vez más clientes que van allí y vuelven encantados.
– No me caso -respondió sonriendo al director del establecimiento.
– Nada prohíbe viajar sola en nuestros días. Todo el mundo tiene derecho a cogerse vacaciones de vez en cuando. Para una mujer, le aconsejo entonces Suiza: Ginebra y su lago. Es tranquilo y encantador.
– ¿Tendría algo para Turquía? -preguntó tímidamente Alice.
– Estambul, muy buena elección. Sueño con ir allí algún día, la basílica de Santa Sofía, el Bósforo… Espere, debo de tenerlo en alguna parte, pero hay tanto desorden aquí…
El director se inclinó sobre un chifonier y abrió cada uno de sus siete cajones.
– Aquí estaba, un fascículo bastante completo, también tengo una guía turística que puedo prestarle si le interesa ese destino, pero tendrá que prometerme que me la devolverá.
– Me quedaré con el prospecto -respondió Alice, y le dio las gracias al director.
– Le doy dos -dijo tendiéndole los folletos a Alice.
La acompañó a la salida y la invitó a pasarse de nuevo cuando quisiera. Alice se despidió y volvió a la parada del tranvía.
Una nieve fundida caía sobre la ciudad. Una ventanilla del vehículo estaba atascada y un aire glacial se había adueñado del tranvía. Alice sacó los folletos de su bolso y los hojeó, buscando un poco de calor en esas descripciones de paisajes extranjeros donde el sol reinaba en cielos azul celeste.
Al llegar al pie de su edificio, inspeccionó sus bolsillos buscando las llaves, pero fue en vano. Presa del pánico, se arrodilló, le dio la vuelta a su bolso y lo vació en el suelo de la entrada. El manojo apareció en medio del desorden. Alice lo cogió, guardó las cosas de prisa y corrió escaleras arriba.
Una hora más tarde volvía Daldry. Atrajo su atención un folleto turístico que rodaba por el suelo en el vestíbulo. Lo recogió y sonrió.
Llamaban suavemente a la puerta. Alice levantó la mirada y dejó su pluma antes de ir a abrir. Daldry tenía una botella de vino en una mano y dos copas en la otra.
– ¿Se puede? -dijo invitándose.
– Como en su casa -respondió Alice dejándole pasar.
Daldry se instaló delante del baúl, puso las copas encima y las llenó generosamente. Le tendió una a Alice y la invitó a brindar.
– ¿Celebramos algo? -le preguntó a su vecino.
– Más o menos -respondió este último-. Acabo de vender un cuadro por cincuenta mil libras esterlinas.
Alice abrió los ojos desmesuradamente y dejó su copa sobre el baúl.
– No sabía que sus obras fuesen tan caras -dijo estupefacta-. ¿Me dejará que vea una algún día, antes de que el mero hecho de mirarlas esté por encima de mis posibilidades?
– Tal vez -respondió Daldry, y se sirvió otra copa de vino.
– Lo menos que se puede decir es que sus coleccionistas son generosos.
– No es un comentario que me anime mucho, pero me lo tomaré como un cumplido.
– ¿De verdad ha vendido un cuadro por ese precio?
– Por supuesto que no -respondió Daldry-, no he vendido nada en absoluto. Las cincuenta mil libras de las que le hablo representan el legado de mi padre. Vengo del notario, al que nos habían convocado esta tarde. No sabía que valía tanto para él, creía que me tenía en menos que eso.
Había una cierta tristeza en los ojos de Daldry cuando pronunció esa frase.
– Lo que es absurdo -prosiguió- es que no tengo ni la menor idea de lo que voy a hacer con esa suma. ¿Y si le comprase su piso? -propuso animado-. Podría instalarme bajo ese lucernario que me hace soñar desde hace tantos años, tal vez su luz me permitiría pintar un cuadro que emocione a alguien…
– ¡No está en venta y no soy más que una inquilina! Y, además, ¿dónde viviría? -respondió Alice.
– ¡Un viaje! -exclamó Daldry-. He aquí una maravillosa idea.
– Si le apetece, ¿por qué no? Una bella intersección de calles en París, un encrucijada de caminos en Tánger, un puentecito sobre un canal en Ámsterdam… Deben de existir por el mundo gran cantidad de cruces que podrían inspirarle.
– ¿Y por qué no el estrecho del Bósforo? Siempre he soñado con pintar grandes barcos y, en Piccadilly, no es tan fácil…
Alice volvió a dejar su copa y miró a Daldry.
– ¿Cómo? -dijo él fingiendo sorpresa-. No tiene la exclusiva del sarcasmo, tengo derecho a hacerla rabiar, ¿no?
– ¿Y cómo podría hacerme rabiar con sus proyectos de viaje, querido vecino?
Daldry sacó el folleto del bolsillo de su chaqueta y lo puso sobre el baúl.
– He encontrado esto en el hueco de la escalera. Dudo que pertenezca a nuestra vecina de abajo. La señora Taffleton es la más sedentaria de las personas que conozco, sólo sale de su casa los sábados para hacer la compra al final de la calle.
– Daldry, creo que ha bebido bastante por esta noche; debería volver a su casa; no he recibido herencias que me permitan viajar y tengo trabajo por terminar si quiero continuar pagando mi alquiler.
– Creía que una de sus creaciones le aseguraba una renta regular.
– Regular, pero no eterna; las modas pasan y hay que renovarse, lo que intentaba hacer antes de su intromisión.
– Y el hombre de su vida que la espera allá -insistió Daldry señalando con el dedo el folleto turístico-, ¿ya no atormenta sus noches?
– No -respondió Alice secamente.
– Entonces, ¿por qué se ha despertado a las tres de la mañana dando ese grito horrible que casi me hace caer de la cama?
– Me había dado un golpe en el pie con este estúpido baúl al tratar de acostarme. Había trabajado hasta tarde y tenía la vista un poco borrosa.
– ¡Además, mentirosa! Bueno -dijo Daldry-, veo que mi compañía le incomoda, voy a retirarme.
Se levantó y fingió salir, pero apenas dio un paso y volvió hacia Alice.
– ¿Conoce la historia de Adrienne Bolland?
– No, no conozco a esa Adrienne -respondió Alice sin ocultar su exasperación.
– Fue la primera mujer en tratar de cruzar la cordillera de los Andes en avión, un Caudron para ser precisos, que por supuesto pilotaba ella misma.
– Muy valiente por su parte.
Para desesperación de Alice, Daldry se dejó caer en la butaca y llenó de nuevo su copa.
– Lo más extraordinario no era su valentía, sino lo que le pasó unos meses antes de despegar.
– Y, desde luego, va a darme todos los detalles, convencido de que conseguiré conciliar el sueño antes de que me lo haya contado todo.
– ¡Exacto!
Alice levantó la mirada al cielo. Pero, aquella noche, su vecino parecía absorto y con ganas de conversación. Daldry había dado muestras de una gran elegancia cuando estuvo enferma, así que Alice aceptó tomarse las ganas de hablar de su vecino con paciencia y le prestó la atención que merecía.
– Adrienne había ido, pues, a Argentina. Piloto de la casa Caudron, debía realizar algunos festivales y demostraciones aéreas que le permitirían convencer a los sudamericanos de la calidad de aquellos aparatos. ¡Figúrese, Adrienne no tenía en su haber más que cuarenta horas de vuelo! La publicidad hecha por Caudron alrededor de su llegada la precedía, y había dejado correr el rumor de que quizá intentaría cruzar los Andes. Antes de partir, ella había avisado de que rechazaría correr tal riesgo con los dos G3 que Caudron había puesto a su disposición. Pensaría en el proyecto si le enviaba por barco un avión más potente y capaz de volar más alto, lo que Caudron le prometió que haría. La tarde en que desembarcó en Argentina, una nube de periodistas la esperaban. La agasajaron y, a la mañana siguiente, descubrió que la prensa anunciaba: «Adrienne Bolland aprovecha su estancia para cruzar la cordillera.» El mecánico de Adrienne le pidió que confirmase o desmintiese la noticia. Envió un telegrama a Caudron y éste le comunicó que era imposible hacerle llegar el aparato prometido. Todos los franceses de Buenos Aires le conjuraron que renunciase a una locura semejante. Una mujer sola no podía emprender tal viaje sin dejarse la piel en ello. Llegaron a acusarla de ser una loca que haría daño a Francia. Tomó una decisión y aceptó el reto. Después de haber hecho la declaración oficial, se encerró en la habitación de su hotel y se negó a hablar con nadie; necesitaba toda su concentración para preparar lo que se parecía mucho a un suicidio.
»Poco tiempo después, mientras su avión se encaminaba por ferrocarril hacia Mendoza, de donde había decidido despegar, llamaron a su puerta. Furiosa, Adrienne abrió y se disponía a echar a quien estaba molestándola. La intrusa era una joven tímida, se la veía incómoda; la avisó de que poseía el don de la videncia y de que tenía algo muy importante que anunciarle. Adrienne acabó aceptando que pasara. La videncia es algo serio en Sudamérica, se consulta para saber qué decisión tomar o no tomar. Después de todo, me he enterado de que está muy en boga en Nueva York consultar a un psicoanalista antes de casarse, de cambiar de carrera o de mudarse. Cada sociedad tiene sus oráculos. En resumen, en Buenos Aires, en 1920, emprender un vuelo tan arriesgado sin haber consultado a una vidente hubiese sido tan inconcebible como, en otros lugares, ir a la guerra sin que un sacerdote te haya encomendado a Dios. No puedo decirle si Adrienne, francesa de nacimiento, creía en esas cosas o no, pero para su entorno consultar a un vidente era de una importancia capital y Adrienne necesitaba todos los apoyos posibles. Encendió una cerilla y le dijo a la joven que le concedía el tiempo que ésta tardaba en consumirse. La vidente le predijo que saldría viva y triunfante de su aventura, pero que para conseguirlo había una condición.
– ¿Cuál? -preguntó Alice, que se había picado con la historia de Daldry.
– ¡Iba a decírselo! La vidente le hizo un relato completamente increíble. Le confió que, en un momento dado, sobrevolaría un gran valle… Le habló de un lago que reconocería porque tendría la forma y el color de una ostra. Una ostra gigante embarrancada en un valle pequeño en medio de las montañas, no podía equivocarse. A la izquierda de la extensión de agua helada, unas nubes oscurecerían el cielo mientras que, a la derecha, estaría azul y despejado. Todo piloto provisto de sentido común tomaría de manera natural la ruta de la derecha, pero la vidente puso a Adrienne en guardia. Si se dejaba tentar por el camino que parecía más fácil, perdería la vida. Ante ella se alzarían cimas infranqueables. En la vertical del famoso lago, tendría que dirigirse imperativamente hacia las nubes, por oscuras que fuesen. Adrienne encontró estúpida la sugerencia. ¿Qué piloto correría a ciegas hacia una muerte segura? Los planos de sustentación de su Caudron no soportarían que los pusiesen a prueba. Golpeado en un cielo tormentoso, su aparato se rompería. Le preguntó a la joven si había vivido en esas montañas el tiempo suficiente como para conocer así de bien las cimas. La joven respondió tímidamente que nunca había ido allí, y se retiró sin decir una palabra más.
»Pasaron los días, Adrienne dejó su hotel para ir a Mendoza. En lo que tardó en recorrer en tren los mil doscientos kilómetros que la separaban de allí, lo había olvidado todo acerca de su encuentro fugaz con la joven vidente. Tenía otras cosas en la cabeza más importantes que una ridícula profecía, y, además, ¿cómo podía saber una chica ignorante que un avión sólo podía alcanzar una altura determinada y que el tope de su G3 apenas bastaba como para intentar la hazaña?
Daldry hizo una pausa, se frotó el mentón y miró su reloj.
– No me he dado cuenta de que era tan tarde, perdóneme, Alice, me voy a casa. Una vez más, abuso de su hospitalidad.
Daldry trató de levantarse de nuevo de su butaca, pero Alice se lo impidió y lo empujó hacia atrás.
– ¡Ya que insiste! -dijo contento por su pequeño efecto-. ¿No tendrá una gota de esa excelente ginebra que me sirvió el otro día?
– Se llevó la botella.
– Qué fastidio. ¿Y no tenía familia?
Alice se fue a buscar una nueva botella y le sirvió la bebida a Daldry.
– Bien, ¿dónde estaba? -continuó después de haberse bebido dos copas casi de un trago-. Al llegar a Mendoza, Adrienne se dirigió al aeródromo de Los Tamarindos, donde la esperaba su biplano. Llegó el gran día. Adrienne alineó su avión en la pista. La joven piloto no carecía ni de humor ni de despreocupación: despegó un uno de abril y olvidó llevarse su carta de navegación.
»Puso rumbo al noroeste; su avión subía penosamente y ante ella se elevaban las temibles cimas nevadas de la cordillera de los Andes.
»Mientras sobrevolaba un estrecho valle, vio bajo sus alas un lago que tenía la forma y el color de una ostra. Adrienne sintió cómo se helaban sus dedos bajo los guantes improvisados que había fabricado con papel de periódico untado de mantequilla. Helada, con un mono demasiado fino para la altitud a la que se encontraba, miró el horizonte, presa del miedo. A la derecha el valle se abría, mientras que a su izquierda todo parecía encapotado. Había que tomar una decisión en el acto. ¿Qué empujó a Adrienne a confiar en una pequeña vidente que había ido una tarde a visitarla a la habitación de su hotel de Buenos Aires? Entró en la oscuridad de las nubes, ganó de nuevo altitud e intentó conservar su rumbo. Unos segundos después, el cielo se aclaraba y enfrente de ella apareció el puerto que debía franquear, con su estatua de Cristo que lo coronaba a más de cuatro mil metros. Subió más allá de los límites tolerados por su avión, pero éste aguantó.
»Volaba desde hacía más de tres horas cuando vio ríos que corrían en la misma dirección que ella, y luego en seguida la llanura y a lo lejos una gran ciudad, Santiago de Chile, y su aeródromo, donde la esperaba una fanfarria. Lo había conseguido. Con los dedos agarrotados y el rostro ensangrentado por el frío, sin apenas ver de tan hinchadas que estaban sus mejillas por la altitud, posó su avión sin romper el armazón y logró detenerlo ante las tres banderas, la francesa, la argentina y la chilena, que las autoridades habían desplegado para celebrar su improbable llegada. Todo el mundo se maravilló; Adrienne y su genial mecánico habían logrado una auténtica hazaña.
– ¿Por qué me cuenta todo esto, Daldry?
– ¡He hablado mucho y tengo la boca seca!
Alice volvió a servirle ginebra a Daldry.
– Le escucho -dijo mirando cómo se soplaba su copa como si estuviera llena de agua.
– Le cuento todo esto porque a usted también se le ha cruzado una vidente en el camino, porque le ha dicho que encontraría en Turquía lo que busca en vano en Londres y que, para conseguirlo, le hará falta conocer a seis personas. Me imagino que soy la primera de ellas y me siento investido de una misión. Déjeme ser su Duperrier, el mecánico genial que la ayudará a cruzar su cordillera de los Andes -exclamó Daldry arrebatado por la borrachera-. Déjeme conducirle al menos hasta la segunda persona que la guiará hacia el tercer eslabón de la cadena, ya que así nos lo dice la profecía. Déjeme ser su amigo y deme una oportunidad de hacer de mi vida algo útil.
– Es muy generoso por su parte -dijo Alice confusa-. Pero no soy ni piloto de pruebas ni todavía menos su Adrienne Bolland.
– Pero, como ella, tiene pesadillas todas las noches, y sueña con el día en que sea capaz de creer en esa predicción y emprender ese viaje.
– No puedo aceptar -murmuró Alice.
– Pero al menos puede pensarlo.
– Es imposible, está fuera de mis medios, no podría devolvérselo nunca.
– ¿Cómo lo sabe? A no ser que no quiera tenerme como mecánico, lo que la convertiría en una rencorosa, ya que no fue mi culpa si la otra tarde mi coche se negaba a arrancar, seré su Caudron. Supongamos que los aromas que pudiera descubrir allí le inspirasen un nuevo perfume, imaginemos que éste se convierte en un enorme éxito, entonces sería su socio. Le dejo decidir el porcentaje que se dignará devolverme por haber contribuido humildemente a su gloria. Y, para que el trato sea justo, si por ventura yo pinto un cruce de Estambul que acabe en un museo, le haré disfrutar también del valor que mis cuadros adquieran en las galerías comerciales.
– Está borracho, Daldry, lo que dice no tiene ningún sentido y, no obstante, casi podría lograr convencerme.
– Entonces, sea valiente, no se quede recluida en su apartamento con miedo a la noche como una niña asustada, ¡haga frente al mundo! ¡Salgamos de viaje! Puedo organizarlo todo, podríamos dejar Londres dentro de ocho días. Le dejo que lo piense esta noche, volveremos a hablarlo mañana.
Daldry se levantó, la cogió entre sus brazos y la estrechó enérgicamente contra él.
– Buenas noches -dijo de repente, retrocediendo apurado por su arrebato.
Alice lo acompañó al rellano; Daldry ya no caminaba en línea recta. Intercambiaron un pequeño gesto con la mano, y se volvieron a cerrar sus respectivas puertas.