Epílogo

El 24 de diciembre de 1951, Alice y Daldry volvieron a Brighton. Se había levantado viento del norte y esa tarde hacía un frío terrible en el Pier. Los puestos de los feriantes estaban abiertos, excepto el de una vidente, cuyo carromato había sido desmontado.

Alice y Daldry se enteraron de que había muerto en otoño y que, a petición suya, sus cenizas habían sido esparcidas en el mar, al final de la escollera.

Acodado en la barandilla y mirando a alta mar, Daldry estrechaba a Alice contra sí.

– Nunca sabremos, pues, si era ella o no la hermana de su Yaya -dijo pensativo.

– No, pero ¿qué importa eso ahora?

– Pues yo creo que tiene su importancia. Supongamos que fuese la hermana de su niñera, entonces no «vio» su porvenir realmente, quizá la hubiera reconocido… No es igual.

– Es usted de una mala fe increíble. Ella vio que había nacido en Estambul, predijo el viaje que haríamos, calculó las seis personas a las que debía conocer, Can, el cónsul, el señor Zemirli, el anciano maestro de Kadiköy, la señora Yilmaz y mi hermano Rafael, antes de poder encontrar a la séptima persona, el hombre que más me importaría en mi vida, usted.

Daldry cogió un cigarrillo y renunció a encenderlo, el viento soplaba demasiado fuerte.

– Sí, bueno, la séptima…, la séptima -refunfuñó-. ¡A condición de que dure!

Alice notó que el abrazo de Daldry se estrechaba más.

– ¿Por qué? ¿No es ésa su intención?

– Sí, por supuesto, pero ¿es la suya? No conoce todavía todos mis defectos. Quizá con el tiempo no los soporte.

– ¿Y si no conociera todavía todas sus cualidades?

– Ah, en efecto, no había pensado en eso…

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