Después del altercado, Horacio se mantuvo alejado de Bálder. Cuando coincidían, a la entrada o a la salida de la obra, o durante el almuerzo, le vigilaba con nerviosismo y se apartaba de él tanto como las circunstancias permitieran. Al extranjero le chocó esa intimidación, porque entre los amigos del escultor se contaban personajes lo bastante poderosos como para borrar cualquier huella del paso de Bálder por la obra. Pero Horacio tenía una razón acuciante para eludirle. Durante muchos días, a Bálder no se le fue de la cara la mirada febril con que había apretado la punta de su estilete sobre la garganta del otro.
Después de admitir que Camila había desaparecido para siempre, Bálder trató de asimilar su situación. Al principio se había dejado guiar por la cólera, y si hubiera sido por su gusto, se habría adentrado en ese túnel hasta dar con el final. Pero después de que Aulo evitara la ejecución de Horacio, la violencia había quedado desprovista de sentido. Haber detenido la mano en aquella oportunidad le obligaba a detenerla hasta que algo más que una ofuscación menguante le indicara por dónde debía seguir. La noche siguiente a la pérdida de Camila durmió profundamente. Era como si arrancándole a la mujer hubieran tensado de un solo golpe, hasta quebrarla, la cuerda de sus sentimientos. No supo llorarla, como le debía no por haber-la amado, sino por haberla expuesto y entregado a las fauces de su enemigo. Cayó en el sueño como un trozo de madera al agua, y de idéntico modo, como si flotase, regresó a la mañana siguiente. Alzó los párpados y tuvo que recordar el sitio en que se encontraba y los acontecimientos de los últimos meses, hasta exhumar, por último, los de la víspera. Pero tampoco entonces lloró. Salió del lecho, puso sobre su cuerpo las ropas grises de servidor de la catedral y tomó el camino de la obra, con la misma resignación estólida con que había cruzado durante semanas el paisaje que separaba el atardecer del alba.
Ya en el coro, interrogó a sus hombres sobre el curso de los trabajos y repartió instrucciones con toda la frialdad de que fue capaz. Supuso que le iba a ser difícil borrar de la memoria de sus subordinados su inexplicable comportamiento de la mañana anterior, aunque ninguno de ellos hizo la menor alusión al episodio. Alio le informó con su imparcialidad habitual acerca de los aciertos y tropiezos que los otros iban teniendo y Níccolo atendió escrupulosamente sus órdenes, para ocuparse de que durante el día fueran cumplidas con exactitud. Bálder percibió no obstante que Níccolo, que carecía de la doble vida de Alio, hacía grandes esfuerzos por mostrar naturalidad. Por primera vez, quizá, se sintió más cercano a su segundo, indolente instintivo y delator vocacional, que al taimado Alio, falso operario laborioso y espía mediante contraprestación.
Durante la comida, Aulo fue a verle. Bálder estaba con Núbila, comiendo en silencio.
– ¿Puedo unirme a vosotros? -preguntó Aulo-. Serán cinco minutos.
Desde luego -le invitó Bálder, con sequedad, tras consultar con la mirada a Núbila. El andrógino observaba a uno y a otro.
¿Te sentó bien el descanso? -se interesó el capataz, sin rodeos.
– Siempre sienta bien.
– Espero que no se repetirá lo de ayer.
– Si he de hacerlo, no será aquí. Te ruego que me disculpes y te agradezco que vinieras. Lo habría lamentado después.
– Lo lamentarás si cometes semejante error, aquí o fuera de aquí. No pongas esa cara. Sólo es un consejo de amigo.
– ¿Somos amigos tú y yo, Aulo?
– No me considero adversario tuyo.
– Puede ser. Hasta ayer me lo habría tomado como una broma. Ahora no sé qué pensar. No ganabas nada interponiéndote, pero lo hiciste.Tampoco ganas nada guardando el secreto, y dices que lo guardarás.
– No es que lo diga. Ayer no pasó nada, por lo que a mí respecta.
– Por desgracia, para mí no es tan sencillo.
Aulo contempló durante unos segundos los enérgicos movimientos con que Bálder llevaba la sopa hasta la boca y de allí la enviaba a su estómago.
– Dudo que me aceptes una recomendación, maestro. Entre tú y yo no puede haber confianza porque no estamos en el mismo apuro. Eso lo comprendo, como no me importaría que comprendieras que yo debo quedarme al margen. Pero no soy un perro sin entrañas que disfruta con las penalidades de otros. Aunque no me creas o no quieras escucharme, te sugiero que seas más templado. No le des a Horacio ni a otros el placer de comprobar cómo pueden hacerte perder los estribos. ¿Qué es lo máximo que habrías podido lograr ayer? Que Horacio se desangrase detrás del barracón. Mal asunto para Horacio, peor para ti, y nada más.
– Por eso te hice caso.
– Pero sigues rumiando la idea. Ni ésa ni otra por un estilo te van a ayudar.
– Ando cavilando. No he decidido nada, todavía.
– He visto a otros en tu situación. No sé dónde vais por las noches, porque yo sólo las uso para dormir al calor de mi mujer, y no me pesa más de lo que me pesan las criaturas que me nacen de vez en cuando. Lo que sí sé es que los que se dejan arrebatar terminan estropeándose la suerte. A lo mejor esto te parece una porquería. A mí me lo parece, al menos. Ahora bien, cuando vayas a dar un paso que no te hayan mandado que des, ten en cuenta que puedes empeorar y que no tendrás ni siquiera el consuelo de ser el primero.
– Creí que ibas a esperar sentado y a reírte cuando me hundiera. ¿Por qué me avisas ahora?
– Hasta ahora sólo paseabas la lengua. Ayer estuviste a punto de matar a un hombre. Salte del camino. No eres tan canalla como para merecer lo que va a tocarte.
Bálder cambió de plato sin alterar el gesto. Apartó el cuenco de la sopa y hundió la cuchara en un apestoso guiso de judías con carne que le hizo añorar los tiempos en que había tragado con ganas la comida de la obra.
– Me sorprendes -reconoció, con la boca medio llena-. Por lo visto, estoy condenado a no conocerte, capataz.
– No nos jugamos lo mismo. Pero todos tenemos una misma cosa que perder: los días de mierda que consumimos aquí. Ése es el único vínculo que puede existir entre nosotros. Un vínculo poderoso y débil a la vez. No me enfrentaré a nadie por ti, porque no es sólo mi pan lo que arriesgaría, o aunque lo fuese. Pero sentarme contigo y avisarte no me cuesta nada.Tampoco hace falta que me lo agradezcas. Es la costumbre de mirar por los demás.
– Gracias de todas formas. Cuando vengan por mí, podré creer que tú no has sido.Ya es algo.
– No lo hagas, Bálder. Ni siquiera se enterarán. En un mes te habremos olvidado.
– Puede que eso me atraiga. Pero no te preocupes. He dejado de tener prisa. Meditaré lo que haga.
Aulo se levantó.
– Vuelvo a lo mío. Si me quedo aquí mucho más, alguien sospechará lo que no nos conviene a ninguno.
Bálder terminó su plato. Núbila, que no había perdido tiempo para pronunciar una sola palabra en la conversación que acababa de concluir, había limpiado su plato unos minutos antes.
– ¿De qué estabais hablando? -interrogó al fin.
– De que ayer me llevé a Horacio fuera del recinto y le amenacé con clavarle una de mis herramientas en la garganta si no me facilitaba cierta información. Aulo lo impidió.
¿Cómo se te ocurrió hacer eso?
Bálder soltó la cuchara.
– Me han dado, Núbila. No sé quiénes. Han querido hacerme daño y me lo han hecho. Es justo que estés enterado. Tal vez debas reconsiderar si te interesa sentarte a comer conmigo.
Núbila palideció. Con un hilo de voz, rehusó la oferta:
– Eso está fuera de cuestión. No voy a abandonarte.
No me debes nada. No he hecho nada por ti. Y mucho menos haría lo que tú haces por mí.
Eso es mentira.
Aunque lo fuera, a ti no te sirve de nada. Tú no te buscas problemas, como yo.
– ¿Qué te han hecho?
– Había una mujer. Ayer se esfumó, sin dejar rastro. Núbila quedó pensativo.
– ¿Qué opinas? -rió fatigadamente Bálder-. ¿Es una advertencia o es el principio del fin?
Núbila no respondió enseguida.
No soy el más indicado. Estuve allí una noche y salí corriendo. Pero si he de apostar, apuesto que es una invitación.
– ¿De quién?
– Entiéndeme, es sólo lo que supongo.
– De Náusica. ¿Para qué?
– Para que vuelvas.
No pretendo volver.
Si se ha tomado la molestia, va a hostigarte. Te obligará, por mucho que te esfuerces.
– ¿Me sugieres que vaya a ver a Horacio y le pida que me lleve a la próxima reunión? Me la han quitado, Núbila. Te engañaría si te dijera que la quería más de lo que quiero mi propio pellejo, pero se la jugó por mí. Algo tengo que hacer, cualquier cosa antes que volver allí como si nada.
Núbila apartó la vista de donde Bálder pudiera encararla.
– No deseo que vayas allí. Pero vas a tener que hacerlo, si ella lo desea.Yo soy un desertor y no puedo imponer mis deseos a nadie. Ella, en cambio, manipula los actos de los que caen en su red.
¿Y yo he caído en su red?
– A estas alturas, no veo cómo podría contestar que no.
– Así que me aconsejas que me rinda.
No te aconsejo nada. Temo que tendrás que ir. Lo que hagas allí, rendirte o lo que sea, dependerá de tus fuerzas, de tu astucia, de la suerte.
Me niego, Núbila.
Sólo por ahora. Irá más lejos, si le hace falta. A Núbila le temblaban las manos.
¿Tienes miedo? -escarbó Bálder.
Naturalmente. Lo tuve sólo con verla. Pero eso no debe importarte.
No tengo derecho a arruinarte lo que tienes. Vete, Núbila. Me las arreglo solo.
Cualquiera tiene derecho a arruinar lo que yo tengo -otorgó Núbila, con amargura.
– Si no me dejas alternativa, seré yo quien se aparte de ti -aseguró Bálder.
Eso no puedo evitarlo, aunque me entristecería. No lo comprendes, Bálder. Haber estado aquí sentado, mientras alguien sospecha lo que no me conviene, por utilizar la frase de Aulo, es un buen pedazo de lo poco que podré llevarme.
– ¿Llevarte adónde? No seas estúpido.
– Llevarme al momento en que el miedo lo llene todo. El tiempo es una ilusión.Ya te conté que al principio se me hacía largo y que después se me hizo demasiado corto. Con este tiempo que ahora me resbala entre las manos, tanto da atrasar o adelantar el final. En cualquier caso será pronto y será de noche y estaré asustado. Estoy peleando por tener algo que recordar. He desperdiciado los mejores años. No me fastidies cuando estoy tratando de corregirlo -y añadió, con calor-: No te cuides de mí. Cuídate tú, que todavía estás a tiempo.
Bálder asistía perplejo a la encarnizada retractación de Núbila, dejando por instantes de oír sus palabras. Veía sólo cómo arremetía contra su esmerada rutina, prescindiendo de todo miramiento para con el hecho de que aquella rutina había sido la defensa que él mismo se había procurado. Protestó contra esta insensibilidad, no contra los argumentos de Núbila:
– No puedes hablar en serio. Tú has estado aquí durante años, siguiendo tus reglas. Las que yo sigo, si existen, sólo me han servido para que en unos meses esté al borde de la catástrofe. Soy yo quien debería enmendarse. Si estoy tan loco como para no hacerlo, a ti no te corresponde más que desentenderte.
Núbila se puso en pie.
– Creo que la discusión está agotada. Si juzgas que eso es lo que debes hacer, siéntate mañana a comer solo.Yo me sentaré en esta misma mesa.
El andrógino echó a andar, pero a los dos pasos se detuvo.
– En otra cosa estamos en desacuerdo -dijo-. No creo que haya ninguna catástrofe rondándote, por ahora. Si así fuera, te habrían hecho desaparecer con la mujer. Quizá eso habría sido lo corriente. No te subestimes. No dejes que te vaticinen el futuro por las experiencias de otros.Tú vas a sobrevivir a lo que ninguno ha sobrevivido.
– Ignoraba que fueras aficionado a la profecía. -Soy aficionado a la conjetura, que es más humilde. Aun así, no erraré por mucho.
Durante los días que siguieron, Bálder no reunió el coraje o la integridad necesarios para irse a un rincón solitario a despachar el almuerzo. Siguió sentándose con Núbila, y éste lo recibió cada mediodía. Volvían a charlar sobre las cuestiones de que habían charlado antes de Horacio, antes del otro lado y de Náusica, antes de la conquista y la pérdida de Camila.
Sin embargo, a medida que transcurrían las jornadas de trabajo en la obra y las noches de soliloquio en su celda, el extranjero fue perdiendo pie. En el coro mantenía la compostura, abstrayéndose en la labor y el gobierno de sus hombres. Su arte había regresado a la monotonía, pero no hasta el extremo de avergonzarle. La cuadrilla le prestaba el apoyo suficiente y le planteaba las dificultades justas. Pero por la noche empezó a corrompérsele en el pecho el odio que no había desahogado cuando estaba en sazón, y aunque su propósito de no regresar al otro lado era firme, por su cabeza rondaron tentaciones de abordar a Horacio y obligarle a que lo llevase ante Náusica. Una vez que estuviera frente a ella, vacilaba al tratar de establecer qué era lo que debía hacerse. Unas noches apartaba a puñetazos a los canónigos, espantaba a sus cortesanas y le tiraba las manos al cuello para estrangularla. Otras se aproximaba por detrás y dibujaba con uno de sus útiles de tallar un relámpago rojo en su garganta. Algunas, más aturdidas, la asediaba con paciencia y lograba ultrajarla como a una res, aullando de perversión.Todas estas fantasías deambulaban por las regiones más tenebrosas de su mente sin que él fuera capaz de sujetarlas, como el esparcimiento incontrolable de la bestia que había reprimido cuando había tenido el pálpito de Horacio entre sus manos ávidas de seccionarlo. Soportaba las alucinaciones con estoicismo, degradándose mientras las daba a luz y luego al sofocarlas en la humareda de sus renuncias. Cada noche, tras dilapidar todas sus energías en aquel involuntario ejercicio, tenía menos claro qué era lo que la razón aconsejaba. Había abierto una tregua, había consentido un repliegue, con el solo objeto de rearmarse.Y ahora se encontraba tendido de bruces en medio del vacío, sintiendo aquellas ínfimas secreciones de su conciencia fluir como una baba que le colgara de la boca.
Finalmente, una noche, optó por vestirse y echarse a la calle con el cálculo de sumergirse en alguno de los subterráneos. En la ciudad siempre desierta le esperaba una fría y calmosa noche primaveral. Caminó por la plaza sin volverse a contemplar la masa negra del palacio a su espalda y se internó por las callejas. Hubo de darse con dos puertas cerradas antes de hallar una que respondiera a su llamada. Al otro lado del umbral apareció un hombre barbado que le identificó y le franqueó el paso. Mientras descendía hacia la sala, recordó que aquél era el lugar al que Horacio le había conducido la primera noche, cuando había iniciado su envenenada cadena de encantamientos y decepciones. En la sala había la moribunda animación de otras veces. La noche estaba avanzada y abundaban los borrachos desplomados sobre las mesas. Los músicos obligaban a sus instrumentos a expulsar unos gemidos que no eran música, sino la lamentación por haber olvidado lo que la música había podido ser alguna vez. La mujer gorda que administraba el alcohol creía la noche lo bastante gastada como para vaciar en su estómago una de las garrafas, con el objetivo indudable de caer derribada ella también sobre el mostrador. Bálder la interrumpió para proveerse de su ración de tóxico y ascendió hasta una mesa vacía. Desde allí observó el panorama. No localizó a nadie. No estaba Horacio, ni Octavia, por quien acaso había acudido allí, en ominosa solicitud de alguna sucia escaramuza de imposturas recíprocas. Inconsciente y con la boca abierta vio a la amiga de Octavia que había preguntado quién era Bálder la primera noche, la que esa primera noche y ésta tal vez última era con distancia la más inmunda de todas las mujeres que había allí. Por un segundo, aprovechando un nublamiento pasajero debido al alcohol, sopesó la idea de ir a despertarla y averiguar hasta qué abismos podía bajar con ella. Pero le detuvo un doble descubrimiento. En lo más alto de la sala, solo ante su jarra y pendiente de lo que él hacia, estaba Alio. Abajo, también sola a causa de la capitulación de su acompañante, que roncaba sobre la mesa, vio a la mujer que había reemplazado a Camila en la antesala de Ennius. Levantó la jarra en dirección a Alio, que no brindó, y se encaminó hacia la mujer. Cuando llegó a su mesa retiró el cuerpo del hombre y se sentó junto a ella.
– ¿Cómo te llamas? -balbució, sin mirarla.
– Leda -titubeó ella.
– Muy bien, Leda. ¿Cómo te trata Ennius?
– No me quejo.
– ¿Es sórdido?
– ¿Cómo?
– Nada. De repente me acordé de algo. ¿Te gusta esto?
– ¿Y a ti?
– ¿Tú qué dirías?
– Yo no diría nada -se encogió de hombros Leda. Tenía unos hombros estrechos, mates, sin el relumbre turbador de los de Octavia. Era una mujer recta, mal vestida, pintarrajeada como un jilguero. Podía poseer alguna especie recóndita de belleza, como cualquier mujer si es que lo era en realidad. Pero Bálder no estaba dispuesto a esforzarse por desenterrarla. La aceptaba así, grotesca e indeseable, escasa y desabrida como su fortuna.
– No te cansas en balde -apreció el extranjero.
– Nunca.
– Y si merece la pena, ¿te cansas?
– ¿Por ejemplo?
– Imagina que alguien te ofreciera su vida.
– ¿Eso vas a hacer?
– En determinado sentido.
– Y olvidándose de ella, agregó-: Que probablemente no comprenderías.
– Pues no acaba de atraerme.
– Te lo enseño fuera -prometió Bálder, apurando la miseria del momento.
– Estoy bien aquí.
Aquello era la culminación de algo.Aquello: que aquel espantajo le despreciara. Podía sentarse allí y mirar alrededor, comprobando la lodosa consistencia del suelo. Podía plantarle cara, ganarla con el sudor que no derramaría para salvarla de ninguna muerte. Por alejarse de estos pensamientos, la acorraló:
– No te valdrá rechazarme.Vendré mañana por ti, esperaré toda la noche y si no consientes te seguiré hasta tu alojamiento. Forzaré tu puerta y entonces me suplicarás que te perdone. Pero no te perdonaré.
– Yo no vendré mañana, y todo arreglado -se zafó la mujer, aburrida.
– Te seguiré esta noche.Todo será esta noche. El mundo se te ha acabado esta noche. ¿Entiendes? -gritó.
Leda se arrugó como una florecita minúscula a la que le hubiera caído encima, de golpe, toda la fuerza corruptora de un furioso otoño. Bálder comenzó a acariciarla, apretó su cuerpo, violó sus labios, hasta que notó o soñó que ella se entregaba. Entonces se separó de golpe y la conminó:
– Vámonos de aquí.
Salió con Leda de la mano, y al pasar a la altura de Alio se percató de una mínima variación en su mueca permanentemente escéptica. Durante toda la noche, mientras se afanaba por lisiar a aquella muchacha que nunca le había ofendido, no pudo sacudirse de la cabeza el gesto de su dudoso subordinado, aquel segundo en que el escepticismo había descendido hasta la conmiseración.
Al día siguiente, temprano, Aulo fue a anunciarle:
– Ennius quiere verte otra vez.
– ¿De qué se trata? -inquirió Bálder, con la desgana de la falta de sueño.
– No me dijo. Está nervioso. Todos están nerviosos. Me han pedido que limpie. Como si pudiera limpiarse esto. Algo nefasto va a pasar. Quizá contigo sea más explícito.
Bálder recogió sus últimos dibujos. Contra lo que había hecho hasta entonces, la mayor parte de ellos estaban tomados, o sea, copiados, de lo que había tallado previamente en la madera. Era un recurso para no ir con las manos vacías.
Leda, al verle entrar en la antesala de Ennius, tuvo un sobresalto. Luego debió de caer en que el canónigo la había advertido de que él se presentaría y se aprestó a cumplir con el procedimiento introductorio. Ennius tampoco se entretuvo.
– ¿Qué es eso que trae ahí? -le espetó apenas Bálder se acomodó ante su mesa.
– Son los últimos dibujos. Los traje por si tenía interés en echarles un vistazo.
– Sí, claro. Démelos.
Mientras examinaba los dibujos de Bálder, con menos parsimonia que la otra vez, le fue refiriendo:
– Le he hecho venir porque ha ocurrido algo imprevisto y bastante poco común, por otra parte. Se ha organizado una visita de inspección a la obra. Como ya le anticipé, yo quería haber ido, solo, para que pudiera mostrarme con calma lo que ha hecho hasta ahora. Pero se nos han adelantado: mañana, una comisión encabezada por el canónigo Gracchus girará una inspección general. Es improbable que se proceda a una revisión meticulosa de todos los trabajos, pero la sillería les es desconocida a todos y no descarto que se tomen un especial interés en ella.
– Si lo desea puedo enseñarle todo hoy mismo. Aunque los hombres están trabajando y puede haber algo de suciedad, el coro está en condiciones de ser visitado -propuso Bálder, sorprendido por las noticias y por la inusual agitación de Ennius.
– En otras circunstancias, podría ser una buena idea. Pero hoy prefiero no robarle ni un segundo de más. Precisamente le llamaba para que me informase de cómo estaba todo y para rogarle que despeje aquello hasta donde sea posible.
– Haré que interrumpan la labor y que todos se pongan a limpiar.
– Que lo tomen con ganas. Gracchus ha asumido en fecha reciente la supervisión general de la obra. Eso significa que todavía tiene intacto el entusiasmo.
– Yo creía que todos los canónigos tenían intacto el entusiasmo -alegó Bálder, con imprudencia.
Ennius no concedió importancia a la ligereza del extranjero. De pasada, al tiempo que profundizaba en los pormenores de uno de los dibujos, le reprochó:
– Reserve sus sarcasmos para otra ocasión, Bálder. ¿Qué diablos es esto?
– Qué.
– Esto.
Ennius le tendió una hoja de papel en el que marcó dos puntos con sendas percusiones de su dedo índice. Bálder observó lo que el canónigo le señalaba. Seguramente había sido un descuido imperdonable traerse aquello. Sin alterar el semblante, inventó:
– El murciélago es un motivo muy usado, por la simetría y por la peculiar combinación de líneas curvas. Representa la noche, el reverso del resplandor divino, la sombra que atenaza al pecador. Lo otro es una doncella que se mira al espejo. Simboliza la vanidad humana.
– El murciélago flota airosamente sobre la escena. La doncella es hermosa. Parece algo confusa la finalidad ejemplarizante de la composición.
– Le puedo jurar que los he tallado sin ninguna simpatía por lo que representan.
– ¿Ha tallado esto ya?
– Bueno, sólo una prueba.
– Destrúyala -impuso Ennius, sin contemplaciones, devolviéndole el resto de los dibujos.
– Está bien -asintió Bálder, sin el menor propósito de obedecer a Ennius.
– Vuelva a la obra y encárguese de que todo esté como es debido. Quien mañana va a inspeccionar su tarea tiene facultades para complicarnos mucho la existencia a ambos. Hasta aquí nuestras relaciones han transcurrido por una senda de concordia y ayuda mutua. Espero fervientemente que continúen así.
Pero no hubo fervor en el modo en que estrechó la mano de Bálder, rehuyéndole los ojos y apremiándole a que se fuera.
Cuando entró otra vez en el recinto, reinaba en él una actividad frenética. Se fue directamente a donde estaba Aulo.
– Mañana viene una comisión de canónigos, a inspeccionar la obra -le comunicó.
– Ya me lo han notificado -bramó Aulo-. ¿Sabes cuánto hace que no viene un canónigo a la obra? Será unatragedia. Si me prestaran atención les constaría que el estado de la cátedral es indecente, pero prefieren no pensar en ello. Ahora que lo van a ver con sus propios ojos se escandalizarán. Hasta eso voy a tener que aguantarles. ¿Qué quería Ennius?
– Que limpiara.
– Pues hazlo. Si me disculpas, hoy no me siento conversador.
Cuando cayó la noche sobre la catedral, los escombros habían sido recogidos y estaban más o menos delimitados los sitios donde había algún peligro: zanjas, muros en construcción, el pie de los andamiajes. Más no podía remediarse en un día. Por lo que al coro se refería, los hombres lo limpiaron y trasladaron todo lo que dificultaba la visión del tramo de sillería que estaban levantando. Sobre algunos asientos se veían las primeras tallas de Bálder. Las restantes, ensayos en su mayoría, hizo que las dispusieran a lo largo de una de las paredes. Exceptuó las que le disgustaban y la del murciélago y la doncella con el espejo, que ocultó donde nadie pudiese encontrarla.
Por la mañana vio venir la comitiva desde la entrada del recinto. Allí estaban todos los artistas, arremolinados en torno a un irritable Aulo. El capataz, enfundado en un impoluto uniforme azul que no era ninguno de los que vestía habitualmente, golpeaba a intervalos regulares el suelo con su pie izquierdo. Al parecer el protocolo prescribía que los artistas debían recibir a sus superiores a la puerta de la catedral. Bálder en un principio lo acató, por imitar sin más lo que hicieran los otros. Pero cuando avistó los ropajes de los canónigos cambió de opinión. Se abrió paso entre los demás y caminó hacia la abertura de la lona que cubría el coro, resuelto a aguardar allí con sus hombres. Desde aquel emplazamiento presenció los movimientos de la comitiva por la obra. A la luz del día, ataviado con las galas propias de su investidura eclesiástica, Gracchus tenía un aspecto avasallador. Los demás canónigos quedaban oscurecidos ante su magnificencia. Sobre todo Ennius, que cerraba el grupo, encorvado y descolorido. Detrás de él, sin mezclarse, como Ennius no se mezclaba con el canónigo sin duda de mayor jerarquía que iba explicando a Gracchus el recorrido, marchaba Aulo.
Primero visitaron las capillas y la zona del ábside. Gracchus paseó por toda la obra un aprobatorio gesto de satisfacción, lo mismo cuando le señalaron las capillas apenas empezadas como cuando le hicieron reparar en los trozos más adelantados de los muros que rodeaban el altar mayor.Antes de dirigirse hacia el coro, la comitiva se detuvo a contemplar, por lo que Bálder dedujo de la gesticulación del canónigo-guía y de los rostros vueltos hacia arriba, la perspectiva que desde el corazón de la nave sin cubrir se obtenía de las torres. También aquello pareció ostensiblemente gustarle a Gracchus. Se demoraron allí un buen rato, intercambiando comentarios y recabando de Aulo un par de aclaraciones que éste les proporcionó con no demasiada desenvoltura.
Al fin, avanzaron hacia él. Eran unos diez canónigos. Cuando llegaron ante la abertura en la lona, Bálder y sus hombres se desplazaron a un lado para franquearles la entrada. Gracchus los rebasó sin mirarles, como el resto de los canónigos, salvo Ennius. Aulo pasó sumido en una especie de bruma. Poco después, desde detrás de todos ellos, Bálder oyó cómo el guía ilustraba a Gracchus y en segunda instancia a los demás:
– La sillería tendrá tres lados y tres niveles. El diseño es audaz, asimétrico. Cada asiento será una pieza única. Hace pocos meses que llegó el maestro tallista, pero los trabajos van a buen ritmo.
Gracchus se acercó al tramo de sillería que se extendía al fondo del coro. Se inclinó ante los asientos que ya estaban terminados y luego, sin prisa, ante las demás tallas de Bálder alineadas junto a uno de los muros laterales.
– ¿Y dónde está el maestro tallista? -preguntó, una vez finalizó su inspección.
El guía buscó a Ennius. Éste acudió enseguida a su lado y le identificó a Bálder. El guía invitó entonces al extranjero a que se aproximase. Gracchus le esperó sindejar que asomara a su rostro la más insignificante señal de reconocimiento, aunque a Bálder le constaba que cuando había estado en el otro lado se había fijado en él, como el resto de los súbditos de Náusica. El canónigo que ahora tenía ante sí era desde luego muy diferente del que había conocido en el palacio. Quien al amparo de la noche había instigado borrosas rebeliones contra la dirección de la obra, era ahora el representante de esa dirección, o la dirección misma. Bálder no podía dirimir si su visita era un signo de que la propuesta rebatida por Tullius había sido asumida posteriormente, en cuyo caso Gracchus estaba desempeñando un papel depravado aquella mañana, o si el canónigo se había vendido al precio de desistir de sus veleidades, supuesto en el que no había nada de qué extrañarse. Tampoco disponía del desahogo necesario para adivinar la razón por la que Gracchus hacía que le llamaran. Qué mensaje, qué amenaza o qué exigencia quería transmitirle. Lo que percibía, con desagrado, era el olor del canónigo. Bajo sus vestiduras resplandecientes, olia como el papel abandonado durante años a la acción del polvo.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó maliciosamente Gracchus.
– Bálder, con be -repuso el extranjero, con deliberada simpleza.
– Me ha impresionado lo que has hecho.
– Gracias.
– No he precisado en qué sentido me ha impresionado, todavía -se burló el canónigo.
– Confio en que no haya sido en sentido desfavorable -fingió temer Bálder.
– No, por cierto. Tu talento es innegable y el esfuerzo salta a la vista. Es difícil traducirlo en palabras. Has planteado algo de veras brillante, pero da la sensación de que no te atreves a llevarlo hasta las últimas consecuencias. No careciendo de destreza, como es evidente que no careces, sólo se me ocurre atribuirlo a un vicio de la voluntad.Y eso sí sería muy reprobable.
– Hago todo lo que puedo. No hago lo que no puedo ni tampoco lo que creo que no debo -replicó fríamente Bálder.
Gracchus trazó una beatífica sonrisa. Mientras echaba a andar hacia el exterior del coro, declaró:
– No importa. Si no persigues la luz, ella te alcanzará a ti. La luz es inexorable. Ha sido un placer.
Los canónigos fueron saliendo tras Gracchus. Ennius se quedó rezagado y clavó en Bálder una mirada furibunda. Incluso Aulo se sustrajo por un instante a su nube para colocar la punta de su índice sobre la sien. Bálder permaneció inmóvil, y cuando todos se hubieron marchado, dijo a sus hombres:
– Fin del espectáculo.Todos al trabajo.
De todos ellos, sólo Alio reaccionó con prontitud. Sexto, del que Bálder había empezado a barruntar que vivía en un mundo diferente, le siguió poco después. Paulo no lo hizo hasta que el extranjero reclamó a Níccolo a su lado. El jefe de cuadrilla acudió receloso, como si lo que había sucedido pusiera en cuarentena la lealtad que debía a su maestro, hasta que alguien o algo le confirmara que debía continuar bajo sus órdenes. Bálder pasó por alto la tibieza de su segundo y se lo llevó a la salida del coro.
– Tengo un encargo complicado para ti -le reveló, con aire de confidencia-. Se trata de Alio. Hay algo que me da mala espina. Quiero que le vigiles, aquí y fuera de aquí.
– No creo que pueda averiguar nada, maestro -reculó Níccolo-. A mí tampoco me gusta, pero no es hábil sólo con la madera. No ha dado un solo paso en falso y temo que no lo dará.
– ¿Le tienes miedo?
– No.
– Entonces haz lo que te pido. Es tu ocasión de probar quién vale más.
– Con todo respeto, creo que esa prueba a que me somete es injusta. Siempre le he servido fielmente -lamentó Níccolo, debatiéndose entre la prevención que le desaconsejaba la misión que Bálder le había encomendado y el halago por la distinción que había anhelado durante meses y ahora le era inoportunamente concedida.
– Por eso recurro a ti.
– Haré lo que pueda, maestro.
– Está bien. Ve a despabilar a los hombres. Ya hemos perdido demasiado tiempo hoy.
Bálder se quedó a la entrada del coro, poniendo en limpio sus pensamientos. En ello estaba cuando Aulo vino junto a él.
– Ahora es cuando ya no entiendo nada -rió el capataz-. El gran canónigo me ha felicitado por el estado de la obra. Deben de haber perdido completamente el juicio: ese Gracchus y quien le ha nombrado para el puesto. Claro que es una epidemia.También tú estás infectado, ¿eh?
– ¿Por qué? -le enfrentó Bálder, con suavidad.
– Eres el único artista con el que el gran pájaro se ha dignado departir.Y tú vas y le sueltas una coz delante de todos.
– Él se metió en mis asuntos delante de todos.
– Quien se va a meter ahora en tus asuntos es Ennius. Antes de irse me ha dado un recado para ti. Quiere que te presentes ante él mañana, a primera hora.
– Bien.
– ¿Sabes lo que haces, maestro?
– Sí.
Bálder estaba tan sereno como nunca. Ni siquiera le urgía interpretar el cometido que Gracchus había cumplido hacía unos minutos. Manejaba un razonamiento a la vez funesto y apaciguador, el mismo que acaso, en una versión precoz, le había movido a vejar a Tullius la noche de su breve tránsito al otro lado: nada de lo que hiciera con aquellos hombres, por desmedido que resultase, cambiaría en un ápice lo que hubiera de ser de él.
Por eso, aquella noche, cuando alguien golpeó la puerta de su celda, se limitó a recordar que estaba abierta y bastaba con empujarla. Por eso, cuando la hoja giró y Horacio apareció en el umbral, se limitó a darle las buenas noches. Y fue también por eso que cuando Horacio le comunicó que Náusica quería verlo, se levantó y dijo solamente: -Ve delante.Tranquilo, estoy desarmado.
Horacio le condujo a la parte alta del palacio, por un trayecto que el extranjero memorizó durante la marcha aprovechando el silencio que era todo lo que podía compartir con el escultor. Llegaron a una habitación en la que Horacio le confió a una mujer de corta estatura. Precedido por ella, subió al piso superior. Tras un par de corredores y un par de puertas, se le indicó que entrase en una amplia estancia. Tardó en encontrar a Náusica, entre la caprichosa decoración. Estaba recostada en un diván, al fondo, junto a una mesita en la que sólo había una cesta de fruta y una rosa blanca ensartada en el cuello de una jarrita de cristal.
– No te quedes ahí parado. Ven aquí -fue la escueta salutación de la muchacha.
Bálder avanzó hacia ella. Náusica vestía una camisa de dormir y tenía el pelo recogido. Sin la envoltura de sus cabellos, sus facciones eran más duras, aunque tenía unos labios desproporcionadamente carnosos. Cuando el extranjero se detuvo, le señaló una silla.
– Siéntate. Si te place.
– No imaginaba que aquí hubiera rosas -se sorprendió Bálder, sin moverse ni aceptar el asiento que le había sido ofrecido.
Náusica le observó con la helada, imposible humedad de sus ojos violetas.
– Hay un jardín lleno de ellas. Si te gustan haré que te envíen siete cada mañana.
– ¿Por qué siete?
– Porque eres el séptimo.
– ¿El séptimo a quien envías rosas?
– El séptimo a secas.
– No me gustan las rosas.
– En ese caso haré que me las envíen a mí. ¿No quieres sentarte?
– No estoy lo bastante relajado.
– ¿Te pongo nervioso?
– No es la palabra exacta.
Náusica no le rehuyó, y Bálder intuyó que no rehuía nunca cuando escuchó de sus labios:
– ¿Cuál es la palabra exacta? Me interesa aprender.
– En realidad son varias, las palabras exactas.
– Puedo aprender más de una cosa a la vez.
– Asco, náusea, hastío. Entre otras.
– Las dos primeras son la misma y la comprendo. Pero nunca creí que pudiera inspirarse hastío a alguien en tan poco tiempo.
– Me excusarás si no te veo por ti misma, sino como una especie de emblema de algo que me estorba la vida desde el primer día que puse los pies en esta tierra.
– ¿Qué es ese algo?
– Todo. La catedral o la obra, para abreviar.
– Yo ni siquiera he estado en la obra, y no he perdido más tiempo con ella que el que algunas noches me han quitado mis invitados contra mi voluntad -se exculpó Náusica.
– Da lo mismo.
La muchacha puso cara de enfado.
– No, no da lo mismo. Es la primera vez que me mezclan con la obra.Todos piensan precisamente lo contrario que tú.
– No hablo por otros. Tal vez dependa del lugar del que cada uno venga.Yo vengo de muy lejos. Para mí no eres distinta de la piedra de las torres.
– ¿Me estás insultando?
– No me privaría. Pero es sólo lo que siento.
Náusica aflojó el gesto. Encogiéndose y abrazándose las piernas, confesó:
– Hay algo en tu desfachatez que me cautiva, maestro.
– Disculpa si no puedo corresponderte. En ti nada me cautiva.
– No lo creo. Cautivo a todos.
– Insisto en que yo vengo de lejos. No hago lo que hacen los otros, y no me estoy elogiando: Me han enseñado todo lo que hay aquí y he visto dónde se acomodan los demás. La única comodidad que yo he conocido es la de la soledad de mi celda y la del ejercicio de mi arte, de lo que nadie aquí disfruta demasiado.
– Estás en un error. Te han enseñado muy poca cosa.
– ¿Dónde está lo que falta?
– Aquí, por ejemplo.
– Sigo eligiendo mi celda.
– ¿Por qué has venido, entonces?
– Para decirte esto. Para hacerte un par de preguntas y olvidarte.
– Eso dependerá de las respuestas que recibas, ¿no?
– En absoluto. Cuando algo me resulta oscuro, lo asumo y decido. Si luego averiguo algo, no tengo por qué cambiar de opinión.
Náusica se estiró sobre el diván. A través de la tela de su camisa, Bálder atisbó las formas puntiagudas del cuerpo de la muchacha. Era áspera pero incitante, más de lo que el extranjero habría deseado para despreciarla como debía. La aversión que Náusica le inspiraba producía un nebuloso impulso físico, un ansia de dañarla que implicaba el contacto, sin que le cupiera dilucidar qué placer soñaba en el acto de herirla y qué otro, inadmisible, en el de tocarla.
– Eso es una tontería y puede comprobarse fácilmente
– apreció ella-. Hazme tus preguntas. Contestaré con sinceridad.
– Lo dudo.Y lo sabré.
– Adelante.
– La primera es sencilla. ¿Quién eres y qué haces?
– Soy la hija del Arzobispo y eso es también todo lo que hago.
– ¿Y qué hizo tu padre con sus votos?
– ¿Es ésa la segunda pregunta?
– No. Es una curiosidad irrelevante. No contestes si no te apetece.
– Lo que hizo mi padre con sus votos fue hacerlos después de engendrarme.
– ¿Es viejo tu padre?
– ¿Segunda pregunta?
– Segunda curiosidad.
– Más que yo y más que tú. ¿Algo más sobre mi padre?
– No.
– ¿He mentido a tu primera pregunta? Has dicho que lo sabrías.
– Sí.
– ¿Sí qué?
– Sí has mentido.
– ¿De quién soy hija, entonces? Ah, tal vez de un operario.
– No. Qué haces.
– De modo que se trata de eso. Soy una niña malcriada y mi padre es dueño del destino de todas las personas que conozco. Usa el sentido común. ¿Tú harías algo en mi situación?
– Irme lejos.
– Supón que te quedaras.
– Yo no soy una niña malcriada. Me cuesta ponerme en tu lugar.
Náusica elevó sus ojos al techo. Algunos de sus cabellos se escaparon del recogido y cayeron sobre su nuca, abriéndose como un haz de hilos de plata. Fatigosamente, relató:
– Organizo reuniones, cuando me aburro demasiado.
Invito a gente que otra gente selecciona para mí. Si alguno me cae bien, sugiero a los secretarios de mi padre que sugieran a mi padre que no ostenta la posición adecuada a sus méritos. Si alguno me cae mal, bueno, hago más o menos lo mismo.A veces no es necesario que los secretarios sugieran nada a mi padre; se ocupan ellos. Es lo que pasa con los artistas.
– No he venido preparado para caer llorando a tus plantas, así que no te malgastes amenazándome. Preferiré que hables de mí con los secretarios de tu padre.
– Ni se me ha pasado por la cabeza, maestro. Otras veces, solo si el asunto vale la pena, soy yo quien le sugiere a mi padre, cuando viene a darme un beso antes de dormir. Así ha logrado Gracchus ser nombrado supervisor general de la obra, en sustitución de Tullius, a quien la edad y otras cosas habían incapacitado gravemente.
– ¿Ha venido ya tu padre a darte el beso esta noche?
– Todavía no. Pero tardará.
– Es lo mismo. Te haré la segunda pregunta. ¿Qué has hecho con Camila?
– Dios santo, qué horrible suposición.
– ¿Cuál?
– La de que yo pueda tener algo que ver con eso.
– No abrigo prejuicios contra ti. Estoy dispuesto a creer cualquier otra explicación. Si es que la tienes. Náusica se encogió de hombros.
– Algo sé, por pura casualidad. Por lo visto, uno de los secretarios de mi padre abrió una investigación.Ya comprenderás que el Arzobispo no debe ser apartado ni un segundo de sus preocupaciones para resolver sobre la disciplina de los funcionarios de bajo rango del Arzobispado. De la investigación resultó que Camila había cometido una serie de indiscreciones.Algunas de ellas eran tan severas como para hacerla acreedora a un correctivo ejemplar. Y las normas fueron aplicadas con rigor, como suele hacerse siempre.
– ¿Está muerta?
– Los hombres que ejecutan los castigos son violentos. Los médicos que atienden a los castigados han descuidado un poco su ciencia. A estas alturas, el desenlace que mencionas es tristemente verosímil. Quizá si alguien hubiera intercedido por ella en el momento oportuno. Pero no sirve de nada pensar en lo que ya no puede ser.
Bálder advirtió que la indiferencia de Náusica no era una actitud buscada para herirle. Era la calma con que un jugador suma la puntuación de los dados y ve que ha ganado o perdido una pequeña cantidad. Acaso quiso acordarse de la cara de Camila y acaso no lo consiguió, distraído por la ingenua sonrisa que llenaba de luz el semblante de Náusica.
– Te agradezco la sinceridad -afirmó el extranjero, sin énfasis-. Es lo único que puedes darme y yo no puedo darte nada a ti.Te ruego que los secretarios de tu padre tengan esto en cuenta antes de decretar el castigo de algún otro inocente. Estoy solo y siempre he pagado personalmente mis deudas.
Náusica le midió sin pasión.
– No me queda nada más que preguntarte -terminó Bálder-. ¿Hay alguien ahí fuera que me lo vaya a impedir si intento marcharme ahora mismo?
– No. Eres libre.
– Adiós entonces.
– ¿Nada más? Supuse que ibas a odiarme.
– Nunca te he odiado por ti misma y ahora te odio menos que nunca. Las serpientes muerden para vivir. Mejor o peor, es lo que perseguimos todos. Nadie debe ser odiado por eso. Uno elige su camino, y encuentra una serpiente. Es mala suerte, no culpa de la serpiente. Si uno puede matar a la serpiente, la mata y en paz. Si matarla está fuera del alcance o de la habilidad de uno, basta con evitar que muerda. Si eso es inevitable, hay que sacarse el veneno. Si uno no puede o no sabe, hay que enfermar, o morir.Y eso nacemos todos listos para hacerlo. No tendría que asombrarte. Te dije que tus respuestas no iban a hacerme cambiar de opinión. He asumido tu oscuridad.
– Aquí no hay nadie más que tú y yo. Nadie está espiando. Nada te impide matar a la serpiente -le retó Náusica.
– No soy tan estúpido como pareces sospechar. La serpiente ya me ha mordido. Cualquier esfuerzo que dedique a quitarle los dientes es inútil. Me da igual que tú vivas o mueras. Una víbora rabiosa más o menos, en qué alterará el mundo.
– Ahora sí me estás insultando. Desde hace un rato, en realidad.
– Es probable.
– ¿Te das cuenta de que has tenido la descortesía de hacerme tus preguntas y pretender largarte sin darme ocasión de decirte para qué te he llamado?
– ¿Es indispensable que me lo digas?
– Sí.
– ¿Será largo?
– Será mejor que te sientes. Estoy harta de verte ahí de pie como un poste.
– Sólo por hacerte el favor -se plegó Bálder.
Náusica se echó hacia atrás en su asiento. Cruzó las piernas y dejó apuntados hacia el extranjero sus pies descalzos. Tras asegurarse de que poseía toda la atención de Bálder, arrancó a hablar:
– No sé si tengo que avisarte, en primer lugar, de que no suele ser ésta la forma en que se me trata. Tampoco suelo condescender como lo estoy haciendo contigo, esta noche y antes.
– Eso no es asunto mío.
– Lo es. ¿No te has preguntado por qué dejo que me trates de ese modo?
– No daría el dedo meñique por saberlo.
Náusica suspiró.
– Mi vida no es especialmente divertida, aunque dispongo de todos los esparcimientos que puedan comprarse. Hay días que me traen cosas dignas de ser admiradas, pero cada vez me dura menos el interés. Cada vez me dura menos todo, en general. Sé que Gracchus se volverá incompetente en menos tiempo del que le ha llevado aTullius. El sexto, tu antecesor, me duró la mitad que el quinto. Hasta hace poco no me había detenido a pensar en las causas de que todo fuese tan insatisfactorio. Pero después del sexto se me ocurrió que podía estar cometiendo algún error. Repasé la lista completa y encontré que a todos, en un momento u otro, los había comprado. Con favores, con poder, con miedo. Fue entonces cuando me propuse que con el siguiente fuera distinto. Sólo tuve que esperar a que tú aparecieses. Si mi comportamiento iba a ser otro, el elegido debía merecerlo. Apenas te vi, intuí que eras quien esperaba. Luego, cuando abordaste a Tullius, cuando te marchaste dando la mano a aquella pobre infeliz, estuve segura.
– ¿Por qué? -la atajó Bálder-. Ni veo para qué puedo servirte ni tampoco aspiro.
– Porque no pides permiso para moverte en terreno extraño.Yo soy una persona extraña, o eso me achacan, al menos. Siempre he sentido que todos me pedían permiso y eso me ha llevado al desencanto.Te elegí porque adiviné que no ibas a pedirme permiso para hacer lo que deseo de ti.
– ¿Y si no hiciera eso que deseas?
– En el supuesto de que aquellos a quienes corresponde decidir esas cosas dieran en hacerte lo que le hicieron al sexto, no me opondría -imaginó Náusica.
– ¿Es una amenaza?
– Es una simple posibilidad. Nunca te amenazaría. Quiero que tú lo elijas; si te amenazara te estaría comprando como compré a los otros. Mientras no me convenzas de que me defraudarás, podrás hacer lo que quieras. No interferiré. Me quedaré aquí, contando los días y las noches, sin impacientarme.
Bálder se puso en pie.
– Con tu permiso, estoy harto de incoherencias.Ya veo que a ti te entretiene, pero no he venido a ayudarte a matar el rato.
– ¿A qué incoherencias te refieres? -protestó Náusica.
– No he podido apuntarlas todas. Estoy cansado y sería una tarea infinita. Tampoco te recrimino. Supongo que es por la vida que llevas. Ser coherente debe de parecerte una disciplina completamente inútil.
– Dime alguna de esas incoherencias.
– Te interferiste con Camila.
– No para asustarte. Sólo por abreviar.
– Comprendo. ¿Tienes alguna otra cosa que decirme?
Náusica lo escrutó aviesamente.
Sólo una -anunció-. Quiero que lo veas todo. Así, cuando estés por ahí, luchando contra tus ganas de volver a esta habitación, tendrás que recordar lo que te aguarda y te dolerá cada minuto que lo retrases. No voy a ser mezquina contigo, maestro. Busco que lo olvides todo, o todavía más, que reniegues. No como otros lo hicieron, por cobardía. Será tu mismo atrevimiento lo que te conducirá a mí.
Entonces sucedió algo que Bálder había de recordar, meses y años después, como si se estuviera repitiendo, segundo por segundo, ante sus ojos. Fue un espectáculo a la vez grandioso y patético, feroz y pausado, orgulloso y triste. Náusica, sin abandonar el diván sobre el que yacía, fue desabrochando las cintas que mantenían su camisa de dormir cerrada sobre el cuello, el pecho, el vientre, y la abrió después entregando a la luz de la estancia todo su cuerpo, desde la garganta hasta los tobillos. Una vez que la tela estuvo extendida a ambos costados, apoyó la barbilla sobre uno de sus brazos y contempló a Bálder. Éste trataba de asimilar la belleza anormal de aquella muchacha blanca y estriada de aristas de huesos, extraviado a medio camino entre los pechos infantiles y el vientre torcido, al filo mismo del vacío, en una postura lúbrica e improbable. Al fin, pudo repelerla:
– Nunca me atreveré a eso.
– No tiene que ser hoy. Te dejo tiempo para pensarlo -repuso Náusica.
Permaneció allí quieta, sin ofenderse ni cubrirse; hasta que Bálder comprendió que ella no iba a moverse y, dando media vuelta, se marchó de la habitación.