Alio, con mano firme y pacientes explicaciones, guiaba a Sexto en su medroso intento de cortar con la sierra una pieza de forma elemental. Paulo y Casio estaban cerca, observando. Aunque también a ellos iban destinados los consejos del carpintero, no ponían en escucharlos una aplicación comparable a la que Sexto comprometía en seguir con la hoja metálica la marca que Alio había trazado sobre la madera. Alio hablaba sin emoción y corregía con rigor los errores de su discípulo, haciendo por moderar y dirigir de forma adecuada la fuerza de Sexto. Cuando éste cumplía las instrucciones que le daba, le animaba sin encomio. Cuando se desviaba de las pautas marcadas, le sugería cansinamente:
– No quieras correr con una sola pierna. Esto es más delicado de lo que parece.
Bálder, que hablaba mientras con Níccolo, atendía a medias a las observaciones de su segundo, pendiente de la escena que se desarrollaba entre los dos operarios. Había encomendado a Alio la misión de enseñar a los otros a tratar con la madera. Mientras tanto, él inculcaba a Níccolo una idea general de la sillería. Su propósito era disponer de un equipo no del todo incapaz para cuando empezasen a recibir los suministros.
Níccolo asimilaba con rapidez y guardaba celosamente en su memoria cada una de las advertencias que Bálder iba haciéndole a medida que le describía los trabajos. No suscitaba reparos ni emitía juicios: acataba todo lo que su superior exponía limitándose a ofrecer medios de ejecutar cuanto había sido previsto por Bálder. En alguna ocasión éste habría agradecido que Níccolo ostentara una neutralidad menos incorruptible o incluso una obediencia menos exquisita, pero su jefe de cuadrilla no custodiaba ambición más decidida que la de su propia conservación. Ésa era su defensa frente a los asuntos de Bálder, que llevaba y llevaría adelante sin que en ningún momento se convirtieran en sus asuntos ni desordenaran su vida, como desordenaban la del maestro. Bálder deducía esto de los monosílabos y las escuetas propuestas de Níccolo, y le envidiaba por haber encontrado una forma tan simple de alejar el peligro.
La mañana volvía a ser soleada y la nieve se había fundido casi por completo. Bálder, por segunda vez en su estancia en la obra, acarreaba el recuerdo de una noche desproporcionadamente distinta. Tenía que sacudirse las imágenes que se obstinaban en deambular por su cerebro. Camila desvestida y con los ojos húmedos era a duras penas compatible con la lúgubre sombra del coro y el empeño mismo de hacer una sillería a los canónigos. Ausentándose sin quererlo de la conversación que mantenía con Níccolo, meditó sobre los cambiantes términos en que se habían desarrollado hasta entonces sus escarceos con la servidora de Ennius. Si ella no había resultado muy inteligible, él tampoco había decidido en ningún momento qué correspondía buscar en la mujer, supuesto que algo pudiera o debiera buscarse. Cuando pensaba en ella, no sólo en su rostro o en su voz, sino también, o acaso preferentemente, en su vientre tibio o el vello tenue de su nuca, le invadía una plenitud que sólo cabía atribuir a la momentánea equivalencia entre su apetito y el fruto que le aguardaba en el árbol. Puesto a comparar con los momentos que su experiencia le había dispensado con más largueza, a saber, de apetito sin fruto a la vista o, en los últimos tiempos, de ausencia de apetito al margen de cualquier fruto posible, no encontraba pretexto alguno para deplorar que Camila hubiera cedido a la quizá extravagante idea de arreglar que sus caminos se cruzasen.
Níccolo, siempre concentrado cuando dialogaba con el maestro, había advertido la dispersión que reinaba en el cerebro de Bálder, cuyas frases eran cada vez menos comprensibles. El extranjero se percató de la escasa brillantez con que fluían sus enseñanzas y se obligó a olvidar a Camila. Si no lograba transmitir a aquellos hombres cuáles eran sus intenciones, de manera que ellos no se afanasen en pretender algo demasiado distinto, corría el riesgo de disminuir gravemente sus posibilidades de seguirla viendo, antes de haber resuelto por qué quería verla o si quería verla en realidad. No siempre es aconsejable dedicarse a lo que a uno le importa para preservar lo que a uno le importa. Bálder aceptó que debía poner lo mejor de sí a disposición de Níccolo, por limitado que fuera el afecto que le suscitaba su subordinado. Alio, ahora a su espalda, recomendaba sin alzar la voz a sus alumnos:
– Así no, hombre. Imaginad que estáis cortando mantequilla. Cualquiera tiene fuerza para destrozar un leño, pero no es eso lo que queremos demostrar.
Con mayor o menor fortuna, Bálder despachó con Níccolo todos los asuntos que se había propuesto. Su segundo estaba satisfecho de tratar con Bálder todo aquello mientras los demás aprendían a bregar con la sierra, y apenas lo disimulaba. Su optimismo le movió a formular a Bálder una consulta irreflexiva:
– Y respecto a los hombres, maestro…
– Pero no se atrevió a concluir.
– Respecto a los hombres qué, Níccolo.
– Me refiero, esto es, ¿cómo vamos a organizar…? -Y aquí volvió a interrumpirse.
– Explícate.
Níccolo se arrepentía de haber iniciado aquella maniobra. Recordaba las correcciones que ya había recibido de Bálder antes y ahora no vislumbraba la forma de eludir una nueva reprimenda.
– Perdone si opino sobre lo que no me toca, maestro vaciló-. ¿No cree que sería conveniente que una sola persona dirigiera a los hombres? Manteniéndole informado de todo lo que sucede, claro está, pero ahorrándole esfuerzos que, en fin, cómo lo diría, no deben robarle tiempo a usted.
– Creo que eso lo tenemos hablado ya. Eres el jefe, pero yo lo soy de todos. Cualquiera puede acudir a mí y yo no me privaré de tratar con quien me parezca.
– Quizá me he expresado mal -enmendó Níccolo, temerosamente-, no he sugerido que vaya a estar apartado de los hombres; sólo creo que debe ser uno quien ordene el trabajo cuando usted esté atendiendo otras cosas.También puedo informarle de lo que hacen. Tal vez usted no tenga ocasión de observarlos tan de cerca como yo.
Al fin Bálder vio por dónde venía Níccolo.
– Entiendo -dijo despacio-. A ti te preocupa que Alio asuma algún mando sobre los hombres.
– Si he de ser franco -reconoció Níccolo, sonrojándose pero con súbita entereza-, temo que seamos demasiados los que decimos cómo deben hacerse las cosas.
– ¿Sabes algo de cortar madera, Níccolo?
– Le consta que no.
– Entonces eso será Alio quien diga cómo debe hacerse.Alio, fuera de ahí, hará lo que tú le digas, siempre que yo no le diga que haga otra cosa.
– Como disponga, maestro.
– No tienes motivos para temer que te sustituya por otro.Te lo dije al principio y te lo repito ahora que conozco más al resto de los hombres. Alio no desea tu puesto y no creo que me convenga que lo ocupe. Si tienes interés te revelaré por qué, para que compruebes que no desconfio de ti: Alio duda de mi capacidad para llevar esto adelante. No estoy dispuesto a verme juzgado todos los días por quien tiene que cuidar de que se cumplan mis órdenes.Yo me juego aquí todo, y no me seduce la posibilidad de perder. Hasta ahora tengo la sensación de que tú, por lo menos, no dudas de mi capacidad.Aunque lo mismo puedo equivocarme.
– No dudo, maestro -se apresuró Níccolo.
– Otra cosa es que me informes de lo que ocurre entre los hombres. No me importa saber lo más posible. Ahora bien, nunca aspires a transmitirme tus antipatías o tus preferencias. Las rechazaré siempre, porque me gusta elegir personalmente a mis enemigos. Sentado eso, ¿hay algo que quieras contarme?
Níccolo titubeó durante unos segundos. Finalmente, repuso:
– De Alio es difícil averiguar nada. Esconde lo que piensa y procura no salirse del camino. Sexto es transparente, obedece sin protesta. Casio resulta más que perjudicial, porque odia la obra y no sabe fingir ni aguantarse. Le he sorprendido en alguna ocasión difamándole ante otros. En mi opinión, debería ser castigado. Paulo piensa como Casio, pero toma más precauciones. No puedo acusarle de nada, por ahora.
Bálder sonrió para sus adentros. En definitiva, el único de sus hombres con el que tenía alguna afinidad era Casio, el primero a quien parecía que tendría que dar un escarmiento, y no sólo por la delación de Níccolo. Manteniendo la circunspección, indicó a su segundo:
– Ya he reparado en Casio. Ni siquiera se modera mucho cuando yo estoy delante. Síguele de cerca. Si reincide, tienes libertad para decidir su castigo. Impónle las tareas más penosas, sin ensañarte. Le di una oportunidad y quiero darle otra, pero antes de volver a llamarle me gustaría ver lo que puedes hacer para persuadirle.
– Soy pesimista en cuanto a eso.
– No importa. Inténtalo. A los demás obsérvalos, y cuídalos también. Son tus hombres y respondes de su suerte ante mí. ¿Me explico?
– Creo que sí.
– Es sencillo. No estás donde estás sólo para gritarles y trabajar menos que ellos. Aulo y sus procedimientos se quedan fuera del coro. Aquí las reglas son las mías, al menos mientras no me destituyan.Y quien no me ayude o no ayude a los otros me sobra. No se trata de buenas intenciones. No sé qué busca la gente por ahí.Yo estoy haciendo una sillería y aspiro a no dejarla a medias.
Níccolo asintió en silencio.
Minutos después, mientras contemplaba la ira de Casio limpiando virutas bajo la estrecha vigilancia de Níccolo, Bálder se dio cuenta de que acababa de autorizar que se maltratase a un hombre. Creía tener imperiosas razones prácticas y hasta de alguna otra índole para haber prestado su consentimiento, pero probablemente nadie dejaba de armarse de esa creencia u otras similares para cometer las iniquidades que en el mundo se cometían. Le asaltaba la duda de si la relativa seguridad con que consideraba que había hecho lo correcto era una garantía o la trampa en que se caía cuando uno se convertía en un canalla. No podía presumirse que todos los canallas eran hombres atormentados por su maldad y podridos de remordimientos. Más verosímil resultaba que fuesen individuos cargados de buenos propósitos, rigurosamente convencidos de no tener alternativa.
Aquel mediodía Bálder comió con Núbila, que le admitió a su mesa con un ademán tan pronto como el extranjero solicitó su permiso para acompañarle.
– Hoy no ayunas -constató Bálder.
– La carne es débil, y el estómago más. Más impaciente, también -respondió el andrógino.
– Habría apostado que eras un asceta.
– Mal apostado. Escojo entre los placeres que puedo darme, simplemente. Cuando prefiero el de quedarme en mi capilla, me rindo a él. La verdad es que tengo poca resistencia a la tentación -confesó, sonriendo.
Bálder padecía de pronto frente a Núbila un curioso inconveniente.Aunque sus facciones eran distintas, no podía evitar que sus gestos, las inflexiones de su voz y hasta el brillo de sus ojos le hicieran pensar en Camila y en acciones que jamás acogería la idea de compartir con Núbila, es decir, con un hombre. Hasta entonces la ambigüedad de su interlocutor era un rasgo que no le conmovía, una rareza que le intrigaba pero no interfería en su imaginación. La proximidad física, o para ser más precisos, la ilusión de una proximidad fisica, le desconcertó y en parte le desagradó. Era una indisciplina de su sensibilidad, que desaprobaba como cualquier otra indisciplina por lo que contribuía a confundir su ánimo.
– ¿Cómo marcha todo? -se interesó Núbila, con calidez.
– Sigo esperando que me traigan madera y herramientas y mis hombres causan pavor cuando empuñan un serrucho.
– No te preocupes.Antes de que te des cuenta, ellos se habituarán y tú te habituarás a ellos.
– ¿Quieres decir que me conformaré y se conformarán?
– Si prefieres ponerlo así.
– No creo preferirlo.
Núbila trazó una sonrisa casl recta.
– Al principio la catedral parece demasiado lenta -dijo-. Pero un día, de pronto, uno descubre que todo ha cambiado muy deprisa. Que han corrido los meses y los años sin sentir y las cosas que a uno le obsesionaban al comienzo han perdido toda importancia. Si la obra no parece avanzar mucho es por su tamaño. Un minuto de la catedral consume una década de un hombre. Es difícil de aceptar, pero hay una especie de paz en saberse más pequeño que estas piedras. Ayuda a contener impulsos inútiles.
– ¿Como por ejemplo?
– Los peores, los que malgastan el alma y arruinan el corazón.
– No me estás contestando.
– ¿Alguna vez has hecho un plan para avanzar por la vida?
– ¿A qué te refieres?
– A lo más simple. A pensar qué debes hacer en los próximos años y dónde debes estar cuando hayan transcurrido.
– Supongo que todos hacemos algo de eso.
– Pues a eso, por ejemplo, es a lo que me refiero.
Bálder protestó con comedimiento:
– No veo qué hay de malo en tener aspiraciones. Peor me parece no tenerlas. Los hombres sin aspiraciones acaban sirviendo ciegamente las aspiraciones de otros.
– ¿Y qué más da? No eres el centro del universo, Bálder. Si te empeñas en hacerlo girar a tu alrededor te volverás loco o, peor aún, tendrás que aprender a mentirte para consolarte. La catedral enseña a someterse a lo que es más fuerte.A protegerse de uno mismo.
– ¿Y cuál es el precio de esa sumisión?
– Cada uno paga el suyo. Pero merece la pena. No hay que arrastrar la responsabilidad de sobreponerse a obstáculos más altos que uno. Se puede vivir. Contra la corriente siempre se acaba desfalleciendo.
– Lo malo es que a algunos nos importa guardarnos algún respeto por la noche, cuando nos vamos a dormir.
– Yo me respeto. Pienso que sigo en píe y que todavía podría soportar un poco más de dolor y un poco más de alegría.Y me duermo. Nunca he podido respetar el desánimo ni la rabia ni la frustración.
– No estoy de acuerdo. Aunque a veces sea molesto, hay que conservar algún principio.
– ¿Para qué? Yo estoy ocupado en existir, en sentir el aire en los pulmones y la fuerza de las manos. Los principios no tienen carne ni sangre. No me interesan. Los de nadie. Ni siquiera los que alguna vez yo pude llegar a admirar.
Núbila razonaba sin compasión pero hablaba suavemente, como si temiera estar exponiendo juicios groseros. Habría podido interpretarse que no estaba seguro de lo que decía, pero Bálder percibió que había en él una firmeza que superaba la que el raciocinio era susceptible de proporcionar. Núbila se apoyaba en lo mismo que hace parir a las mujeres y beber a los animales sedientos. Aunque censuraba aquel ideario, Bálder se reconoció incapaz de rebatirle. El cerebro no tenía oportunidad de imponerse al instinto.
En ese instante sonó una voz a su espalda:
– Qué instructivo resulta escuchar a quienes huyen de la banalidad que nos alimenta a la mayoría.
Antes de volverse, Bálder quiso asignar aquella voz a una cara, pero no terminó de establecer la relación hasta que sus ojos se posaron en la figura desmadejada de Horacio, que le observaba con los brazos apoyados en el respaldo de una silla. Se había arrimado a medio metro de la mesa que el extranjero compartía con Núbila, y probablemente, aunque el andrógino no había dado ninguna muestra que él hubiese advertido, llevaba allí un buen rato.
– ¿Os conocéis? -preguntó Núbila, enrojeciendo-. Es Horacio, un… Bueno, ¿cómo debo calificarte? -Un intrépido -apuntó Horacio.
– Nos conocemos, superficialmente -informó Bálder.
– Muy superficialmente -recalcó el escultor-. Habrás deducido de su charla, princesa, que no ha tenido ocasión de conocerme con la profundidad apropiada.
– No sé si compartimos el mismo sentido de lo apropiado -objetó Núbila.
– ¿Por qué le llamas princesa? -terció Bálder, dispuesto a no dejarse desorientar por el intruso.
– Tal vez no estés en condiciones de entenderlo.
– Prueba.
– Podría llamarle príncipe, pero los príncipes tienen piernas demasiado toscas y musculosas. Las piernas de Núbila, que son con mucho lo que más me interesa de él, son piernas de princesa.Ya he intentado cincelarlas un par de veces bajo las túnicas de mis ángeles, pero no logro acercarme lo suficiente.
– ¿A Núbila o a sus piernas?
– A Núbila no hay quien se acerque. Tampoco tengo claro si vale el esfuerzo.
El andrógino escuchaba impasible la conversación de los otros, con un rastro leve en el semblante del rubor que le había producido la intromisión de Horacio. Encajó con indulgencia el último comentario más o menos despectivo del escultor y anotó:
Me sorprende esa fijación que tienes con las piernas.Son una parte innoble. El cuello, o los hombros, o los costados, merecen ser delineados con mucho más cuidado que las piernas.
– Eres un pobre lírico, princesa.
Yo estoy de acuerdo con él -intervino Bálder.
– Tú desconoces las reglas más elementales, notoriamente. Te he estado oyendo y vives en el limbo. Lo único que te falta para perder rápidamente el equilibrio es enterarte de que no hay clemencia para los inocentes. Puede que consigamos despabilarte, pero soy escéptico.
– No le tomes al pie de la letra. Horacio insulta a todo el mundo por puro vicio. No trata de ofenderte -le excusó el andrógino.
– Está bien, regresemos a las piernas, es decir, a las que importan, que son las de las mujeres y como su máxima expresión las de Núbila. Ninguno habéis reflexionado debidamente sobre el asunto. Las piernas de las mujeres pasean ante los ojos de los hombres todo el significado del cosmos, o para los que entiendan la otra jerga, toda la bondad y toda la maldad de Dios. No hay nada más formidable que unas piernas femeninas bien modeladas. No caben reparos intelectuales ni morales. Uno las mira y siente que el sol ha salido, aunque esté lloviendo o le duelan todas las muelas. Es una expresión perfecta, invulnerable, por qué no acabar de decirlo: absoluta. Ahora bien, vayamos al otro extremo, que no son necesariamente unas piernas gruesas, como se apresuraría a prever el inexperto. He visto piernas gruesas de una hermosura apabullante. Me refiero a esas piernas desproporcionadas, rectas, sin forma. Es el revés de la carta, la cruz, el negro, la arena. No hay imagen más inapelable del infierno. Uno puede haber ganado la luna, haber encerrado el mar en el cuenco de las manos.Ante unas piernas así todo se desmorona.
Una teoría notable -se burló Bálder.
– Me asombra que lo comprendas.
– No lo comprendo, es decir, no comprendo a los que exageran lo insignificante. La belleza para mí es más escurridiza. No creo que se deje encerrar en frascos.
– Ay Dios, Núbila. Tu amigo le busca un sentido amplio a la existencia.
– Yo también -le apoyó inesperadamente el andrógino.
– También te sobra lo que llevas entre las piernas, pero mientras las tengas a ellas estamos condenados a amarte. Pese a tu lejanía, princesa.
– A mí ya no me afecta, pero creo que a Bálder empiezas a ponerle violento. No está acostumbrado a verte jugar.
– No lo estoy -admitió Bálder-. Aunque no es la primera vez que me cruzo con un zascandil, fuera de la obra y en la propia obra.
Horacio le lanzó una mirada diabólica.
– Yo no soy sólo un zascandil -corrigió-.Yo voy a enseñarte a nadar en este río oscuro.Y más te valdrá dejarte, por mucho que te guste tragar agua.
– No habría jurado que fueras un filántropo.
– No soy un filántropo. Me aburro. Me aburre madrugar cada mañana para venir a la catedral, oír los berridos de Aulo, comer esta bazofia. Hasta me aburre buscar las piernas de Núbila en la piedra. Tú no debes de ser mejor que nada de esto, pero eres nuevo. Pareces un poco rudo, pero también tienes ideas insólitas.Te usaré y te olvidaré, y a cambio tú sacarás algunas conclusiones que te ayudarán a no sucumbir, que es tu destino.
– El destino de todos -lamentó calmosamente Núbila.
– Desde luego. Lo malo es que éste huele a prematuro.
– No es eso lo malo.
– ¿Ah no? ¿Qué, entonces?
– Como puedes imaginar, no es contigo con quien ansío compartir mis impresiones al respecto -repuso a Horacio el andrógino, con la más afable de sus sonrisas.
– Ahórrate lo que tengas que mostrarme y hazte con otro pasatiempo. No me caes simpático, Horacio, no sé si se nota -aclaró Bálder.
Oh, no, lo disimulas exquisitamente.
– Mejor así.
– Por supuesto. Me gusta ir de frente, como puedes apreciar. Además, tenderle emboscadas a un ingenuo me parece una distracción ruin.
Horacio se puso en pie. Reintegró la silla a la mesa próxima de la que la había retirado y se frotó las manos durante unos segundos, sosteniéndole sin trabajo la mirada a Bálder. Núbila hacía girar su cubierto sobre el plato.
– Esta noche iré a buscarte -dijo Horacio-. A las ocho o a las nueve. Iremos a dar una vuelta por ahí. Si lo deseas, naturalmente. No soy un pendenciero. Al contrario. Soy un artista, es decir, un sirviente de la belleza y un enemigo de la fuerza bruta. Ha sido un placer charlar contigo, princesa, como siempre.Y tú piensa con la cabeza y no con los esfinteres acerca de mi oferta, Bálder.
Horacio circuló entre las mesas con su paso deslavazado, saludando aquí y allá. Algunos le devolvían el saludo y otros no le hacían el menor caso. Núbila estaba absorto en finalizar su almuerzo. Bálder le preguntó:
– ¿Qué has querido decir antes?
– ¿Cuándo?
– No es eso lo malo.
– Nada, era para quitártelo de encima.
– Me estás mintiendo.
– No.
– Pensé que no mentías nunca.
Núbila le miró con prevención.
– ¿De veras quieres que te lo explique?
– Por favor.
– No es que crea lo que voy a decirte. Lo supongo, que es mucho menos. Que no es nada. No debería decirlo porque lo vas a malinterpretar.
– Dame la ocasión de interpretarlo bien.
– Tú me obligas. Lo malo es que de tanto empeñarte en resistir puede que llegues a ser otro -y aquí Núbila se detuvo, pero al fin remató-: quizá no mejor que el resto.
Bálder meditó cada una de las palabras del andrógino. Guardaban una siniestra armonía con las misteriosas amenazas de Pólux, con lo que Aulo callaba, con el fondo cruel de las mofas de Horacio. Pero también, y al notarlo se le encogió el alma, con el miedo y las lágrimas de Camila y con sus propios pensamientos en las noches de insomnio.
– Lo que me extraña -intentó rehacerse ante Núbila-, es por qué permites que me acerque. Podrías eludirme, corno los demás.
– Eres un buen hombre.Y yo no puedo dar la espalda a alguien a quien nadie escucha. No si me pide que le atienda.Aunque mi carácter sea solitario y prefiera mantenerme a un lado.
– Conocías a Horacio, sin embargo.
– No tiene mérito. De que todos le conozcan se ocupa él mismo. A veces encuentra afinidad y con frecuencia odio. Pero no se arredra por eso. Es un coleccionista y los coleccionistas no tienen escrúpulos. Cada pieza le interesa por algo.
Bálder dejó que reinase el silencio durante un momento. Pero acabó cediendo a la curiosidad:
– ¿Te hizo a ti la oferta que me ha hecho a mí? Núbila rió con desgana.
– Me ha hecho ofertas más precisas -respondió.
– ¿Y?
– No me gusta Horacio y no me gustan las complicaciones innecesarias. Con dos razones sobra para negarse.
– ¿Y qué crees que debo hacer yo?
– Eso es cosa tuya.
– Te estoy pidiendo consejo.
– No me siento autorizado a aconsejarte sobre qué hacer con Horacio. No conozco con detalle tus intenciones respecto a este sitio ni las suyas respecto a ti. Puedo figurarme algo, pero te haría un mal servicio si te aconsejara a la ligera.
Bálder dedujo que no podría sacar a Núbila de esta postura. Improvisó un modo indirecto de descubrir lo que el otro se guardaba:
– ¿Y qué crees que haré yo?
El extranjero había anticipado alguna evasiva, alguna renuncia a ejercer de augur. Núbila, en cambio, replicó llanamente:
– Creo que no vas a rechazarle. Necesitas averiguar más de lo que necesitas protegerte.
– No has pensado mucho -se sorprendió Bálder. Núbila distendió el gesto.
– Es una suposición. Puedo equivocarme y no pasaría nada -se justificó.
En ese instante doblaron las campanas que marcaban el final de la hora de la comida. Junto a ellos pasó Aulo camino del recinto. Dio una palmada a Bálder en el hombro y observó:
– Vas aprendiendo con quién debes sentarte a comer.
– Y con quién no debo.
– Eso ya te lo conté yo, al comienzo.
– No del todo.
– Cada uno es como es. Tú eres locuaz y yo soy conciso.
– A propósito; me dijiste, cuando todavía me sentaba en la mesa que no debía, que me quejaría cuando no me llegasen los suministros. Me quejo. La nieve se ha derretido y sigo sin tener madera ni herramientas.
– Ahora el problema es el barro. Pero no te pongas nervioso. Tomo nota de la queja y daré cuatro gritos donde corresponda.
– Muy agradecido.
– Bueno, no lo hago por amor.
– Ya sé, es el apetito de tus hijos.
– Ayuda mucho irse conociendo. No hay que explicarlo todo cada vez -resumió Aulo, de buen humor, mientras reanudaba su camino.
Minutos después, tras separarse de Núbila, Bálder se quedó un rato mirándole, mientras el otro andaba entre los escombros hacia su capilla. Caminaba como hablaba y acogía las salidas de tono de Horacio: sin rozar, sin hacer ruido. Era pudoroso pero sabía desvelarse con pericia, o al menos sin la zozobra con que él se movía cuando le daba la luz. Contra su voluntad, Bálder se fljó en las piernas de Núbila y hubo de razonar que Horacio no desatinaba al elogiarlas como extremidades de mujer. Una sensación desagradable merodeó por su mente al hacer aquella apreciación. Sin embargo, la discreción del andrógino le impedía sentir repugnancia. Ni siquiera hacia sí mismo.
Al final de la tarde Bálder repasó con Alio, bajo el atento espionaje de Níccolo, los resultados de la primera jornada de lecciones de carpintería.
– Sexto es dócil, pero no espere de él más que tesón -calibró Alio-. Si hay partes de la sillería que no vayan a quedar a la vista sugiero que se las encargue a él. Paulo es más o menos hábil, aunque un poco indisciplinado. Cometerá fallos a menudo, pero se le puede sacar algo de provecho. Casio es totalmente reacio a aprender de esto. Ni le interesa fíi se interesa. Malogrará lo que toque. Pida otro o póngalo a barrer o a mover trastos. Preferiblemente, pida otro.
– ¿Así, sin más?
– Será lo menos contraproducente.
Bálder meneó la cabeza.
– Vaya, Alio. Creía que esto no te importaba.Y ahora me incitas a que me deshaga de un compañero.
– Quien no me importa es Casio -puntualizó Alio, sin tapujos-. Me gano la vida aquí. Lo que me encomiende lo haré lo mejor que sepa, aunque no me muera de ganas de ayudarle a hacer una sillería. Lo uno no tiene nada que ver con lo otro.
– Ya veo. Gracias por la sugerencia. Sigue probándolo, de todos modos.
– Usted manda, pero es trabajo perdido. Hay otros en la obra que sí pueden servir para algo.
– Quiero que Casio no tenga ninguna disculpa si tengo que sacármelo de encima.
– Un propósito poco práctico, si me permite opinar.
– Puedes opinar, Alio, pero yo decido.
– Oh, claro. No sueño relevarle de esa carga, como otros -adivinó, mirando de reojo a Níccolo.
– Ve a descansar. Sigue mañana, desde temprano.Y enseña también a Níccolo.
– ¿Cómo dice?
– Lo que has oído.
– Tendrá que ordenarle que se deje enseñar.
– No hay inconveniente.
Bálder llamó a Níccolo. Su segundo se aproximó reticente, ocultando a duras penas su aversión por Alio.
– Mañana te unirás a los otros. Alio te enseñará también a ti a trabajar la madera.
– Maestro… -inició una titubeante protesta Níccolo. Qué.
– No me pareció que quedáramos en eso, esta mañana.
– Debí de explicarme mal -se inculpó Bálder-. El caso es que somos muy pocos y no podemos permitirnos el lujo de que uno no sepa el oficio.
Justo en ese instante Bálder comprendió que había afrentado a Níccolo delante de su peor enemigo. Lo había hecho sin darse cuenta, porque aquello no era, desde luego, nada que le conviniese. Ni que Níccolo flaquease ni que Alio se creciera.
– En cualquier caso, cuida las formas, Alio -trató de rectificar-. No quiero que nadie olvide que Níccolo es el jefe.
Alio asintió y Bálder reparó en que acababa de infligirle a Níccolo un segundo ultraje. Por crear una complicidad entre los tres frente a los otros y por haber dejado caer que Níccolo necesitaba de su defensa para ser respetado por la cuadrilla. Pero no le apetecía resbalar una tercera vez por tratar de subsanarlo. Que cada uno se acomodara como pudiese.A él nadie le echaba una mano con sus dificultades.
Ahora anochecía más despacio. Bálder miró el atardecer desde su ventana en el anexo del palacio y consumió después su cena. Tan pronto como devolvió la bandeja al pasillo, empezó, involuntariamente, a aguardar a Camila.
Cuando sonaron los golpes en la puerta, no obstante, supo sin ninguna duda que no era ella. Fue a abrir y no se asombró al encontrar a Horacio, limpio y atildado como jamás se le veía en la obra.
– No estás adecuadamente vestido -le amonestó el escultor-.Vamos a una fiesta.
– Yo no voy a ninguna parte -se opuso Bálder, sin énfasis.
– Tal vez tienes otra cita.
– Tal vez sí y tal vez no. Declinaría tu invitación de todas formas.
– Vamos, maestro. Estás deseando venir.Y no te arrepentirás.
– Dame alguna razón, Horacio.
– Quieres saber qué hay debajo de la piel gris de esta ciudad. Ese es mi mundo. Quieres saber por qué temen a los canónigos. Yo sé qué temen los canónigos. Te mueres por descubrir qué pretefíden unos y otros.Yo puedo llevarte cerca de lo que ni siquiera osan soñar.
– El libro que los canónigos predican propugna la humildad. No parece haberte alcanzado su mensaje.
– Allá los que lean el libro.Yo esculpo mujeres. Bálder se cruzó de brazos y se recostó en el marco de la puerta. Respiró hondo y concluyó:
– No me tienta.
– Pon otra disculpa.
– No esta noche.
Horacio asintió, satisfecho.
– Al fin una muestra de sensatez. Quizá te he subestimado, después de todo. Temí que me agredieras.
– No vemos las cosas de forma parecida y no me fio de ti. Eso es todo y no es motivo bastante. Lo de Pólux fue un descuido.
– Si ésa es la forma que tienes de descuidarte, cuando te esmeres debe de resultar horrible. Otra noche será. Beberé a tu salud. Hasta mañana.
Aquella noche, Camila no apareció. Bálder estuvo esperándola hasta la madrugada, hurgando en los recuerdosde la noche anterior y también, aunque menos, en lo que había hablado con Núbila y Horacio. En cierto momento pensó en ir a buscarla, pero admitió que sus posibilidades de dar con la habitación de Camila, a la que le habían llevado y de la que le habían traído más deprisa de lo que habría necesitado para memorizar el camino, eran casi nulas.Terminó durmiéndose, agotado y con una borrosa conciencia de desastre.
Los días siguientes transcurrieron sin acontecimientos. Almorzaba siempre con Núbila, y Horacio se mantuvo a distancia. Alio progresaba con aquellos que se lo permitían, entre los que se contaba imprevisiblemente Níccolo. Aulo repelía sus reclamaciones en cuanto al retraso de los suministros y aseveraba con enojo creciente que los recibiría tan pronto como los caminos estuvieran practicables. Por la tarde regresaba al palacio arzobispal con el andrógino, quien le refería los pequeños incidentes del día y escuchaba sin comentarios sus confidencias. Por la noche Bálder aguardaba a Camila y Camila no venía. Una madrugada intentó dar con su habitación, pero sólo consiguió extraviarse en el laberinto del palacio. Llegó a contemplar la idea de ir a visitar a Ennius sólo por verla, pero dos escollos le hicieron desistir: el primero, que no podría aclarar nada con ella allí. El segundo, que no tenía nada que hablar con Ennius.
Aquella tarde, mientras volvían hacia la ciudad, Núbila efectuó el inusual movimiento de interrogar a Bálder:
– ¿No ha vuelto a molestarte Horacio?
– Fue a verme hace cuatro o cinco noches. El día que nos asaltó durante la comida.
– Es raro que no insista.
– Le disuadí amablemente.
– No creas que se ha rendido. Sería la primera vez. Es una táctica, no sé cuál.
– ¿Te preocupa que pueda tener éxito? -inquirió Bálder, dubitativo.
– No exactamente. Creo que lo tendrá. Me preocupa que haya cambiado los planes.
– ¿Por qué?
– Olvídalo. En realidad no es asunto mío.
Por segunda vez desde que le conocía, Bálder advertía una reserva en Núbila. Pero en esta oportunidad no trató de despejarla, lo que acaso habría sido posible con un poco de insistencia. Las noches de poco sueño que llevaba a la espalda le hacían menos tenaz.
Cada día tenía menos gusto por el crepúsculo, la cena y la lectura. Compareció con atención fluctuante en aquellos tres ritos sucesivos y se tumbó a no esperar nada. La necesidad de Camila se le había enquistado en una tristeza indolente. A ratos se sublevaba y se imponía el deber de hallarla en el corazón del laberinto. Las más de las ocasiones flaqueaba y se forzaba a construir la teoría de que enredarse en la mujer era un modo torpe de rehuir la tarea que le incumbía. Pero no llegaba a convencerse. Nada que dependiera de su esfuerzo podía alcanzar consistencia.
Aquella noche, a las nueve en punto, Bálder volvió a oír un par de nudillazos en su puerta. Alguna esperanza mal reprimida le engañó durante el primer segundo, pero enseguida se persuadió de que habían sido dos golpes más fuertes que los que solía dar Camila. Fue hasta la puerta sin avidez por saber quién venía a verle, y con el mismo talante recibió la aparición de un nuevo Horacio pulcro y alegre en el pasillo.
– Hay otra fiesta, hoy -se explicó el escultor, haciefído girar en el aire las palmas de sus manos.
– Dudo que hoy me toque ir a ninguna fiesta.
– Pésimamente discurrido. Siempre es momento de soltar las ligaduras. ¿Nunca has pensado que a lo mejor te cae bien ese animal que llevas prisionero?
– Nunca, la verdad.
– Me pasmas.
– ¿Has cambiado tus planes? -preguntó Bálder, recobrando al vuelo la sospecha que Núbila había suscitado hacía unas horas.
– Nunca hago planes fijos. Mantengo mi oferta, si es eso lo que preguntas.
Bálder se frotó las sienes hasta hacerse daño y dijo:
– No te pregunto nada. Debería cerrar la puerta, acostarme y olvidarme de que existes.
– Oh, no. Algo me dice que esta noche vas a portarte mal.
Bálder posó en el escultor unos ojos enrojecidos, claudicantes.
– Voy a ir contigo, Horacio -admitió-, pero sólo porque no se me ocurre qué otra cosa hacer.
Ah, espléndido.
– Quede claro que me importa un bledo lo que quieras pasarme por las narices para impresionarme.
– Eso dímelo luego. Cámbiate de ropa.
– No estoy de humor.
– Vas a llamar la atención.
– Peor para mí.
– Allá tú. Abrígate por lo menos.
– ¿Vamos a la calle?
– Hay algunas posibilidades de hallar buen divertimento en el palacio, pero podrían ser demasiado audaces para tu iniciación.
– Entiendo.
Horacio no tomó la salida que Bálder usaba normalmente. Lo guió por los corredores del anexo hasta que el extranjero tuvo la sensación de recorrer el palacio propiamente dicho. Luego vino una serie de escaleras y corredores angostos y al final de todo una salida lateral que, en efecto, se abría en el edificio del palacio. La noche era fría y húmeda y un aire infernal arrasaba la plaza. No había un alma en las calles.
– ¿Siempre está así de desierto? -tartamudeó Bálder contra el frío que agarrotaba sus mandíbulas.
– Bueno, ahora es invierno. En verano puede encontrarse a alguien, aunque lo mejor de esta ciudad está siempre bajo tierra. Los canónigos son adversarios del cielo abierto y todo se contagia.
Descendieron por una de las calles que irradiaban desde la plaza y tomaron la sexta calleja transversal. Bálder iba contando para no padecer en un futuro improbable deseos de retornar a un lugar al que no supiera ir. Horacio apretó el paso y el cómputo de casas de Bálder se hizo inseguro en la oscuridad de la noche.Tal vez se detuvieron ante la que hacía el número catorce. Horacio golpeó siete veces y la puerta de madera mugrienta se abrió sin el menor crujido. Un hombre alto y frondosamente barbado le saludó:
– Buenas noches, crápula del diablo.
– Buenas noches, cara de niño. Traigo una criatura.
– Cuánto tiempo.
– Los canónigos se están volviendo tacaños. Yo diría que pierden interés por el chamizo de Dios. Pero éste es un tipo importante. Casi paran la obra cuando vino.
Habían entrado en la casa y Bálder se acostumbraba a la luz anaranjada que había en el zaguán.
– ¿Y qué es lo que haces? -interpeló a Bálder el hombre barbado.
– Luchar contra el insomnio -escupió el extranjero.
– En la catedral, digo.
– Lo mismo.
– Déjale -ordenó Horacio al de la barba-. Ya te contará su vida otro día.
Horacio, precedido por el barbudo, precedió a su vez a Bálder por unas escaleras estrechas que se hundían casi en vertical en la tierra. A medida que bajaban a Bálder le llegó un ruido de música y voces. Al final de la escalera había un pasillo y al tallista le fastidió ya tanto viaje. Pero enseguida accedieron a un pequeño vestíbulo en el que Horacio se adelantó al de la barba para coger el pomo de la puerta y anunciar a Bálder:
– Aquí empieza lo Oculto.
Bálder captó y desdeñó la mayúscula, pero cuando el escultor abrió se quedó atónito. Tras la puerta había una sala enorme, repleta de gente. En el centro había una pista de arena, vacía. Los músicos hacían sonar sus instrumentos a un lado. Al otro había un mostrador y detrás de él dos hombres gordos y una mujer también gorda que custodiaban un depósito de bebidas. Entre los que llenaban la sala, Bálder localizó a un buen número de artistas, transfigurados dentro de sus atuendos festivos. No vio ningún operario, o no recordó la cara de ninguno con la precisión necesaria para hacerla equivalente a la de alguno de los presentes. El resto eran desconocidos y mujeres, todas ellas igualmente desconocidas para él. En realidad, desde que estaba en la obra no había visto más mujeres que Camila y un par que se había tropezado en alguna ocasión por el palacio yendo o viniendo del despacho de Ennius. Sin embargo, allí había una legión de ellas. Todas estaban perversamente maquilladas y ceñidas por ropas que hacían brotar pujantes sus carnes. Muchas estaban ebrias y alguna medio desnuda. Horacio interceptó la mirada que Bálder clavó en una de las últimas.
– Veo que te llama la atención. No lo imaginabas.
– Desde el coro o mi celda, donde llevo viviendo casi un mes, esto resulta poco imaginable -mintió a medias Bálder.
– Porque no has reflexionado lo suficiente. Esto son las tripas de la catedral. ¿Y cómo son? Como las tripas del mundo. En las tripas siempre hay esto. El dogma sólo subsiste en cuatro o cinco cabezas petrificadas.
– A algunos los conozco. A ellas no.
– Los que no conoces, ellos y ellas, son funcionarios del Arzobispado. En esta ciudad no hay nada más. Los que viven fuera del palacio y los operarios no existen. Son las reglas de los canónigos, no me mires como si fuera un desalmado. Prefiero estar aquí, pero no lo he inventado yo.
– Una excusa insuficiente.
– No me excuso. Si les dejaran, los operarios harían lo mismo.
– No estoy seguro de eso -empezó a decir Bálder, acordándose por alguna singular asociación de Alio.Tanto más singular en cuanto que en ese preciso momento le divisó, a Alio, al fondo de la sala, con una rubia lúbrica colgada del cuello. Su subalterno miraba el techo con profundo estoicismo.
– Algo falla. Aquél es uno de mis operarios -señaló Bálder, aparentando una frialdad que en realidad era el estupor de presenciar las caricias de la rubia sobre el rostro ausente de Alio.
Horacio soltó una carcajada.
– Alio no es un operario -explicó-. Es uno de los espías de los canónigos entre los operarios.
– Entonces acabo de estropearle su incógnito -coligió Bálder, sin salir de su estupefacción.
– No, por cierto -rechazó Horacio-. No te espía a ti, sino a los operarios.
– ¿Y cómo se supone que debo tratarle, ahora que lo sé?
– Como antes.Te obedecerá, trabajará, seguirá espiando y nunca hablará contigo de esto. Forma parte de su tarea. Cualquier otra cosa le valdría el despido. O la degradación a verdadero operario -se mofó el escultor.
Bálder estaba allí, de pie, a la entrada de la sala, procurando asimilar aquel amasijo de impresiones extraordinarias. Habría podido permanecer así durante horas, si Horacio no le hubiera cogido del brazo y no le hubiera ofrecido una manera de adentrarse en el prodigio:
– Vamos a pedir algo de beber.
La mujer gorda escanció en dos jarras lo que entre obscenidades Horacio solicitó para ambos y Bálder no rehusó. Con su jarra en la mano siguió al escultor hasta un sitio vacío entre un puñado de mujeres aburridas que saludaron a Horacio con una vieja confianza.
– Os traigo algo nuevo -les presentó a Bálder.
– ¿Y qué es, esto? -consultó perezosamente la mujer menos agraciada, con una voz estridente que hirió los tímpanos de Bálder.
– Una virgen -aseguró Horacio.
– Tráelo otra vez cuando no lo sea. No queremos responsabilidades -se zafó la que era más hermosa de todas, con diferencia. Bálder observó con codicia su cuello largo, sus cabellos negros, los pechos brillantes que reposaban en paz bajo el entreabierto escote.
Entreteneos un poco con la música, por ahora -les rogó Horacio-. Mi amigo y yo tenemos cosas de que hablar.
– Comprendo por qué estás tan animado esta noche -juzgó altaneramente la venus del pelo negro-.Alguien que no se sabe todavía de memoria todas tus tonterías.
– Vete un rato a la mierda, Octavia -se revolvió Horacio.
– De acuerdo -aprobó la mujer, sin moverse.
Horacio apartó a Bálder de donde estaban las mujeres y le pasó el brazo por el hombro. El extranjero notó con desagrado que a su interlocutor comenzaba a hederle el aliento a alcohol. Una solución para el problema era tragar él también con decisión aquel brebaje en el que hasta el momento apenas se había limitado a humedecer los labios. La admitió como congruente con la imprudencia general de la noche.
El escultor inició un discurso vacilante:
– Esto sólo es el principio. Ahora te maravilla, pero enseguida comprobarás que no es más que la segunda piel, más auténtica que toda esa basura de Aulo amontonando piedras y las pamemas que te cuentan los canónigos, pero una segunda piel al fin y al cabo. Como mucho, y para ser fiel a lo que te decía antes, pon que esto son las tripas, pero sólo el revestimiento exterior.Aquí puede llegar cualquiera, o casi. Si no hubiera sido yo, te habría traído otro, y si yo no hubiera visto la conveniencia de intervenir en tu auxilio, habrías podido convertirte en uno de los borrachos que se pudren aquí. Fin de la historia, y qué poca historia, amigo.
Horacio repuso combustible y prosiguió:
– Te he visto idiotizado por Octavia. Dentro de un mes esa zorra te pedirá que le hagas caso y te entrarán ganas de vomitar. No es nada, un par de tetas y unas piernas sólo largas, nada que hacer frente a las de Núbila, desde luego. Pone cara de espíritu para fingir que no está metida en el barro hasta la coronilla. No hay más, créeme. Hazte ilusiones con ella, disfruta ganándola y déjala atrás, si te gusta. Eso no es malo.Todo enseña y Octavia, antes de hundirse, ha tenido tiempo de aprender un par de cosillas con chispa. Pero no es por eso por lo que estamos aquí. Primero tengo que sacarte de la ignorancia. Después quiero que sepas más que éstos. Tienes condiciones naturales. Tu obstáculo es una deficiente educación.
– Soy extranjero -se defendió débilmente Bálder, ya impulsado más por las sacudidas del alcohol que por las de su entendimiento.
– Una circunstancia intrascendente, o que juega a tu favor, si te empeñas en tenerla en cuenta. Esto es una trama y todos venimos de fuera. Para los canónigos, que viven en la más cobarde teoría, ésa es su ventaja. Para los que hemos analizado el asunto, la ventaja es nuestra, es decir, de los que transportamos en el alma algo más que el deseo de pasar desapercibidos.
Horacio largó a su jarra un trago generosísimo. Se secó la boca con el dorso de la mano y aprovechando el final del movimiento indicó con ella la totalidad de la sala.
– Mira a esta gente. Empezaron como tú, sentándose frente a un canónigo y recibiendo una sarta de recomendaciones y advertencias. Estuvieron un tiempo ateniéndose a ellas, sin pensar en nada más. Un día, alguien les trajo aquí, o a los otros cuatro o cinco lugares semejantes a éste que existen en la ciudad. Al principio este ambiente les intimidó tanto como les fascinaba. Dudaron y dudaron, perdieron el sueño antes de sucumbir y venir por segunda vez. A eso siguió la tercera, la cuarta, la quinta. Comprobaron que no pasaba nada, que no había represalias, tuvieron la intuición de que los canónigos toleraban esta pequeña, diminuta desviación.Y entonces se sintieron aliviados. Durante una época fueron más felices viniendo aquí de lo que lo habían sido al principio. Recorrieron la colección de mujeres, que a su vez los recorrían a ellos como la colección de hombres. Pronto pasó la novedad. Una noche, mientras roncaba a su lado, desnuda, la más bella de la primera fiesta a la que acudieron, comprendieron que habían desembarcado al fin en tierra firme: en la Rutina.
Entre la bruma de una vertiginosa embriaguez, Bálder cazó otra vez, con disgusto, la mayúscula de Horacio. Este se paró para terminar la jarra y abrió los brazos al tiempo que preguntaba:
– ¿Y qué crees que hicieron?
Bálder no se hallaba en condiciones de contestar. No estaba habituado al alcohol y aquella bebida era fuerte como la coz de un mulo.
– Se acomodaron -rugió Horacio-, se dijeron al fin en casa y se hicieron alcohólicos nocturnos para no percatarse de lo bajo que vuelan. Para no sentir la tierra que les rasca la panza mientras se arrastran.
El escultor abandonó la jarra junto a su asiento, en el suelo. Se echó hacia atrás y contempló durante unos segundos el panorama.
– Sí, maestro, esto no es más que un vertedero. Sácale el jugo, pero tú puedes ahorrarte el engaño. Hemos venido y vendremos más veces porque el primer paso siempre va antes que el segundo. No es esto lo que te ofrezco.
– ¿Qué es lo que me ofreces? -se interesó Bálder, con el plano sentido común que a veces también insufla la bebida.
– No puedo decírtelo tan pronto -agitó enérgicamente la cabeza Horacio-. Otro día. No mañana, ni la semana que viene. Antes tienes que pasar por aquí.
– Odio perder el tiempo -alegó Bálder, al azar.
– No vas a perderlo -prometió Horacio, con un brillo maligno en la mirada que descolocó a Bálder-. Y ahora, si me disculpas, voy por más de beber. Volveré a recogerte, pero mientras tanto alguien se ocupará de ti.
Horacio fue tropezando hasta una muchacha morena vestida de verde que le devolvió la sonrisa con menos cansancio que el que habían exhibido las cuatro o cinco mujeres que ahora rodeaban a un Bálder solitario. La del pelo negro le observaba con terco desprecio, demasiado terco quizá para ser auténtico. En todo caso, Bálder no acertó a enfrentar competentemente el fulgor chorreoso de aquellos ojos tan negros como el cabello que caía sobre ellos.
Un minuto después, Horacio se había perdido entre la concurrencia y la muchacha morena vestida de verde guiaba la mano adormecida de Bálder por debajo de su falda. Las yemas de sus dedos le transmitían el reclamo de la piel joven, pero Bálder se sentía disperso y más bien mareado.
Entonces la música cesó por un momento y una ola de expectación recorrió la sala. La percusión, manejada por dos hombres somnolientos que parecían carecer de las fuerzas necesarias para golpear con las baquetas la tripa tensada de sus instrumentos, inició un redoble que presagiaba alguna irrupción especial. La mayoría contuvo el aliento, aunque no pocos continuaron absortos en sus jarras o en las mujeres que tenían encima. Bálder se olvidó por un momento de los trabajos de la muchacha, que seguía intentando atraerle al terreno movedizo de su vientre. Lejos, entre la niebla, vio a Alio. Sostenía con un brazo a la rubia, exhausta y desistida sobre su regazo. Con el otro se llevaba su jarra a la boca. Le miraba, a él, a Bálder, con un asco que tal vez fuese, contra la apariencia, su reacción frente a algo que no era el extranjero ni nada que él hubiera hecho.
El redoble cesó y entró en la pista de arena una mujer descalza, envuelta en ropas semitransparentes. Caminaba con un paso flexible y armonioso. Los músicos comenzaron a tocar música de danza y la mujer, lentamente, fue moviendo su cuerpo hasta acompasarlo a la música. Mantuvo el esfuerzo durante un par de minutos, cometiendo tres o cuatro errores que Bálder pudo advertir. A continuación la música aminoró su ritmo y la mujer quedó inmóvil. Buscando ceremonia, dejando que se le escurriese un poco de hastío, fue retirando las prendas que cubrían su cuerpo, abandonando a la ofensa de la luz sus miembros entrevistos bajo las transparencias del tejido durante la danza. Pronto estuvo completamente desvestida, con la única excepción del tocado que le cubría la cabeza y ocultaba su rostro. Era la sorpresa final. Se lo arrancó con furia, dejando ver unos pómulos carnosos, una boca áspera, unos ojos hostiles resaltados por la fosforescencia de la pintura.
Bálder tardó un instante en apartar mentalmente lamáscara que la cubría. La reconoció en el mismo momento en que Camila, desde su orgullosa desnudez sobre la arena, le divisaba a él y no dejaba que asomase a su cara la menor emoción. La muchacha del vestido verde se levantó y se deslizó silenciosamente por detrás de Bálder, sin despedirse. Horacio estaba allí, junto a él, como la araña cuidando el tramo crucial de su tejido.
– Basta por hoy -dijo.
– Sí, basta -repitió mecánicamente Bálder.