Capítulo 9 NÚBILA Y LA MUERTE

Ennius se mesó la barba con la misma energía excesiva con que lo había hecho la primera vez que había recibido a Bálder y llevó su mirada a un punto arbitrario del techo. El extranjero esperó con la mansedumbre que le incumbía a que el canónigo concluyese su meditación. Suponía que Ennius se mostraría severo, y sólo deseaba que no incurriera al reprenderle en la vehemencia con que se manoseaba la pelambre grasienta que le cubría el rostro. Tampoco deseaba asistir a una exhibición de la sutileza de su interlocutor, pero ya que estaba allí y no tenía manera de eludirlo, debía simpatizar con cualquier posibilidad que le permitiera ahorrar sus fuerzas para gastarlas en alguna otra parte.

Cuando al fin Ennius se decidió a romper el silencio, lo hizo en un tono de artificiosa serenidad:

– Por más que trato de averiguarla, no acierto a comprender cuál es la maldita intención que le trajo aquí, maestro.

– Temo que era una cuestión confusa en su momento y que ahora me costaría aún más aclararla -observó Bálder, sirviéndose sin recato de la pausa que hizo el canónigo. Aunque éste no había formulado propiamente una pregunta que demandase una respuesta. Ennius le miró con resentimiento.

– Le estaría muy reconocido si se abstuviera de interrumpirme. No sé si se ha percatado, pero estoy haciendo mis mejores esfuerzos para que esta entrevista no se convierta en un espectáculo indigno del sacramento que me fue impartido y me autoriza a vestir estos hábitos.

– Sólo me excusaba por no poder ayudarle.

Ennius cerró durante un segundo los ojos y continuó:

– Desde el principio creo haberle facilitado su existencia entre nosotros. Cuanto me pidió lo obtuvo, dentro de las restricciones a que me somete la limitación de mis competencias. Si manifestó creencias fronterizas con la heterodoxia, por no emplear un término más rotundo y que sospecho que pudiera ser también más exacto, tuve la indulgencia de pasarlas por alto en atención a sus méritos como artista. Solicitó tiempo para habituarse a la obra y asumir plenamente sus exigencias. Lo ha tenido todo. Hasta hoy mismo. O hasta ayer. A cambio, el Arzobispado sólo ha sacado un trozo de sillería de fina factura e impía inspiración.

– Esa es una acusación insidiosa -replicó Bálder.

– No le he invitado a que hable.

– Me considero en el deber de defender mi trabajo, me inviten o no.

Ennius trazó una mueca de repugnancia.

– Definitivamente, ha caído en la más vil soberbia. Lo de ayer no fue una equivocación. Nunca podré perdonarme no haber sido capaz de preverlo. Peor aún: haberlo previsto y no haber querido creerlo. O todavía más insensato: haber querido creer que no era lo que es.

– Permítame dudar que haya sido esa generosidad la causa de su desliz.Tal vez andaba demasiado ocupado con otras cosas. Es una buena disculpa. Aléguela ante su confesor y perdónese usted mismo tranquilamente.

Ennius estaba desencajado.

– Le ruego que no me haga perder la calma. Estoy tratando de enjuiciar un deplorable incidente con ecuanimidad.

– Está bien, me guardaré mis pensamientos. Al menos hasta haber escuchado la sentencia.

Dejando al margen mi comportamiento para conusted hasta la fecha -prosiguió Ennius, con desaliento-, que a mi juicio no debía suscitarle ninguna apetencia por procurar mi desgracia, y prescindiendo, en suma, de mi intensa pero al cabo irrelevante tribulación personal, resulta más que evidente que estaba usted enterado de la importancia de la inspección y de la elevada investidura del canónigo Gracchus. El punto al que quiero llegar es que cuando cometió públicamente su acto de irreverencia no pudo hacerlo sin un diáfano conocimiento de la gravedad de su conducta y del perjuicio que podía producir a quienes somos responsables de su supervisión, además de a sí mismo. Tal vez le sorprenda, pero encuentro más censurable esto último. Que me haya puesto en una situación comprometida no es desde luego algo que esté dispuesto a premiarle, pero arriesgar en público y de forma tan desafortunada su propia posición delata una pérdida de respeto hacia todo lo que fundamenta nuestra empresa que supera en infamia a lo anterior. Con su insolente declaración no despreció al canónigo Gracchus; despreció la obra, despreció al Arzobispado, nos despreció a todos. Ahora me coloca en la penosa obligación de demostrarle que no está a su alcance exhibir tal desprecio, pero que por un solo momento, el justo para proferir sus impertinentes palabras, haya creído que podía permitírselo, es lo más intolerable que he visto desde que ocupo esta silla. No me cabe sentir en este momento por usted, maestro, más piedad de la que sentiría por un gusano que asomase por la hendidura de una manzana podrida. Me arrepiento de todos los elogios que le he dedicado, en su presencia y en su ausencia, y de la tibieza con que traté sus inconvenientes singularidades. Es posible que después de lo sucedido no tenga la ocasión de cometer con otro los errores que he cometido con usted, pero si me fuera dado empezar de nuevo con alguien que se le pareciera, puede dar por seguro que cercenaría de raíz cualquier aberración como la suya. Ha sido libre, y ha probado no merecerlo. Ahora me cuesta no acoger en mi alma la herética convicción de que ningún hombre merece otra cosa que el yugo. He debatido todo esto en el interior de mi conciencia y he llegado a una decisión respecto a su caso. Pero antes de comunicársela me gustaría saber por qué lo hizo.

Bálder, aplastado por el torrente de imprecaciones del canónigo, tardó un poco en darse cuenta de que se le concedía al fin la palabra.

– ¿Puedo hablar ahora? -dudó.

– Si desea hacerlo -asintió Ennius, retrocediendo en su asiento y adoptando, tras su colérico discurso, una actitud de aturdido apaciguamiento.

– Bien -celebró Bálder, con una abulia que visiblemente hería a Ennius-. No estoy seguro de haber entendido qué es lo que pretende que yo haga ahora. Puedo suponer que se trata de que me retracte, porque me cuesta más imaginar que haya llegado a creer que tengo una justificación. En cualquier caso, lo primero sería extemporáneo, y lo segundo un acto de sometimiento que no deseo ni creo que precise dedicarle. Hablé a Gracchus porque me preguntó, y si dije lo que dije fue porque ya no debo al Arzobispado disimular lo que pienso.

– ¿Admite haber fingido hasta entonces? -saltó el canónigo.

– Desde luego. Siendo imparcial, la obra es un caos, la ciudad un estercolero, y este edificio apesta a urinario por todas sus esquinas. ¿De verdad concibe que un extraño como yo habría podido mostrar algo más que desesperación si no hubiera fingido?

– ¿Y por qué no se atrevió a decir lo que sentía?

– En circunstancias normales la respuesta sería una obviedad. Después de lo que he visto y padecido aquí, debo darle una que no espera: porque fui estúpido. Tomé en serio todo esto: los hombres apilando y uniendo piedras, el palacio custodiado por guardias, su sotana y la sombra de una jerarquía eclesiástica. Ahora sé que todo es una farsa ridícula.

El cerebro de Ennius maniobraba con dificultad entre los ásperos exabruptos de Bálder. Pero quiso rehacerse para buscarle la vuelta a sus palabras:

– ¿Debo deducir que es por ese reciente descubrimiento suyo por lo que ha decidido dar fin a su representación?

– Puede deducir lo que le parezca. Ese descubrimiento y otras cosas me han persuadido de que no callaré ni revelaré en esta habitación sino lo que se me antoje. Nunca he sido un maleducado, así que le presento mis excusas por la brusquedad, pero no sueñe que pida perdón por nada más. Si Gracchus volviera a entrometerse en mi trabajo, mis maneras serían todavía peores.

– No es necesario que prolonguemos esta charla para acreditar que falta en usted la más mínima contrición. -Absolutamente.

Ennius se tomó un tiempo para ordenar sus ideas. El estupor había obrado en su ánimo el efecto de calmar la ira con que había reclamado a Bálder a su presencia. Provisto de esta frialdad involuntaria, inquirió:

– Así que niega usted al canónigo supervisor general de la obra el derecho a opinar sobre su sillería.

– Como se lo niego al mundo entero. Como se lo niego a Dios mismo. Sólo tienen derecho a ejecutarme, si algo les ofende y disponen de los medios.

– Esa última duda es presuntuosa y blasfema hasta lo inaudito.

– No me consta, y sobre lo que no me consta, dudo. Es lo que dicta la razón.Yo no soy hombre de fe.

– Para su desdicha.

– Eso sólo hay un modo de comprobarlo. Le reto a que trate de convencerme.

Ennius meneó la cabeza.

– No tengo el menor propósito de participar en los juegos descabellados en que parece ocuparse últimamente. Todo le llegará como está establecido. Ésta es una casa antigua y no procede ni procederá de acuerdo con las sugerencias del último demente que llega.

– No trate de comprender lo que hago por el sumario expediente de la demencia. Hay más encima y debajo del suelo de lo que recuentan sus códigos.

– Eso no lo cuestiono -se burló Ennius, después de suspirar y expeler, con ese acto, los últimos restos de la tensión con que había iniciado el encuentro. Casi relajado, agregó-: Me intriga cómo tú hayas podido averiguarlo.

– No lo imaginarías aunque consumieras todo lo que te haya quedado de sesos después de aprenderte los códigos -se la devolvió Bálder, sin alterarse.

Ennius juntó ante su nariz los índices de ambas manos para situarse, al menos moralmente, fuera del alcance del dardo de Bálder. Con voz pausada, expuso a continuación:

– Esto podría ser divertido, indudablemente, aunque de una forma un tanto, cómo diría, torcida. La lástima es que todo lo que estamos hablando va a tener consecuencias. Por un lado me alivia que haya caído el velo de imposturas que desde el principio extendiste entre ambos. Ahora te veo la cara y no la apruebo, pero la mentira siempre es repudiable. Por otro, me enfrento a los problemas que tu comportamiento va a acarrearme y a la ingrata decisión que me impone. Me queda una curiosidad, estrictamente personal: ¿no tienes miedo?

– A ti o a Gracchus o a quienquiera que sea el que dé las órdenes a Gracchus, ninguno. Sí tengo mi propia curiosidad.

– ¿Cuál es, si puedo saberla?

– Los términos exactos de esa sentencia que tanto tarda en comunicarme -informó Bálder, restituyendo a Ennius el tratamiento para restablecer la distancia entre ambos.

– No vamos a retrasarlo más tiempo.Tal vez te ayude a reconsiderar tu impasibilidad.Voy a elevar la propuesta de que seas expulsado de la obra y de que todo lo que has hecho hasta ahora sea quemado a las afueras del recinto, para público ejemplo. Es lo más drástico que me cabe proponer. No voy a ocultarte que intento rehabilitarme ante mis superiores, pero estimo, en justicia, que es lo que mereces.

– Si hemos de ceñirnos a lo que en su concepto debeser la justicia, no me cabe sino darle la razón -acató Bálder-. También le aconsejo que no arrastre mala conciencia. Es lo que cualquiera haría en su lugar, supongo.

– Mi conciencia habrá de castigarme por la liviandad con que te he tratado hasta ahora, no por lo que he decidido hoy.

Una vez que había descargado su peso sobre Bálder, Ennius parecía más airoso, y sus dedos dejaron de enredarse como sierpes en la fronda mugrienta de su barba. Ahora los mantenía entrecruzados sobre la mesa, mientras se deleitaba observando el efecto que su condena causaba en Bálder, no tan perceptible, empero, como el canónigo se había figurado.

– ¿Y qué es lo que debo hacer ahora? -preguntó Bálder, por simple sentido práctico-. ¿Tengo que recluirme en mi celda, tengo que hacer el equipaje, o sólo tengo que esperar aquí sentado a que vengan a detenerme?

– Puedes volver a la obra, si lo deseas. Puedes seguir trabajando. El tamaño de la pira en la que arda tu vanidad no es un detalle que me atormente. No puedo impedir que acudas allí hasta que mis superiores aprueben mi propuesta. Mientras tanto, eres libre de seguir como si nada hubiera pasado, aunque yo en tu lugar no me esmeraría. Sólo te ruego que no adoptes comportamientos que me obliguen a tomar medidas cautelares.

– ¿A qué se refiere?

– Si te da por alborotar haré que te encierren. Dispongo de la facultad de arbitrar esa clase de remedios en casos de urgente necesidad. Aguardarás en un calabozo a que resuelvan sobre tu futuro. Te aseguro que será algo más incómodo.

– ¿Están enterados mis hombres de mi destitución?

– Aún no estás destituido, formalmente. Te seguirán obedeciendo.

– ¿Y qué hay del capataz?

– El capataz ya tiene instrucciones de no otorgar prioridad a tus solicitudes, pero no sabe ni sabrá más hasta que decidan las instancias competentes.

– Aulo es perspicaz. Habrá descifrado.

Ennius se deshizo de la cuestión con un expresivo ademán, que inedia a la vez lo que le interesaba la observación de Bálder y la atención que le merecía el personaje a quien se refería. Descendió a ponerlo en palabras:

– No me obsesiona lo que discurra por la mente del capataz. Cumplirá con las instrucciones que se le vayan dando; con éstas y con las que vengan después.

– Hay otra cosa -manifestó Bálder, por agotarlo todo.

– Te escucho.

– Aunque no son muchos, algunos en la obra me dispensan un trato de cierta cordialidad. Ignoro si mantenerlo podría acarrearles consecuencias desfavorables, ahora que soy una especie de proscrito. En caso de que pudieran sufrir alguna, me sentiría en la obligación de advertirles.

El canónigo dibujó para Bálder una sonrisa de beatitud.

– Nunca he propuesto que se castigue a quien obra de buena fe -explicó-.Tampoco albergo especiales deseos de extender la penitencia que sólo tú te has ganado. De todas formas, mi ámbito de actuación es reducido. No superviso a todos los artistas. Hay otros canónigos, en cuya tarea me privaré cuidadosamente de inmiscuirme.

– Entiendo. ¿Hay alguna otra buena noticia que quiera darme?

El canónigo le contempló con un extraño gesto, algo que habría podido ser melancolía pero que ensuciado por aquella barba se resistía a encontrar un nombre apropiado.

– Hace pocos meses estabas al otro lado de esta mesa, recién llegado y tal vez ansioso de algo -empezó a decir-. Ingeniaste una inedia verdad que ha resultado ser mentira y media, pero me causaste una buena impresión. Me sorprendiste, que es más de lo que aspiro a conseguir cada jornada. Llevas aquí el tiempo suficiente para poder apreciar hasta qué punto los días son iguales los unos a los otros. Siempre estuve predispuesto en tu favor, y eso, que ha sido la raíz de mi equivocación contigo, me causa ahora que todo se ha estropeado una rara desazón. Si no hubieras cometido la estupidez de ayer, si hubieras sabido mentir hasta el fin, es posible que hubiéramos llegado a compartir una agradable amistad. Todo habría sido un engaño, naturalmente, pero a ti te habría tocado el esfuerzo y a mí el placer. Un placer no inocente, porque habría debido convivir con la sospecha. Sin embargo, lo habría disfrutado sin conciencia de ofender a Dios, quizá con la secreta esperanza de ganar para Él un alma amenazada de disolución. Ahora todo está perdido -reconoció, desviando la mirada hacia la ventana-. Ha acabado de la peor manera, con una grosera sublevación por tu parte y con un formulismo despiadado por la mía. Recuerdo que en aquella primera entrevista te dije que siempre había algo extraño que saber. Se me quedó en la memoria porque luego pensé que podías malinterpretarlo y después que en efecto lo habías malinterpretado. Entonces te pedí que lo olvidaras, pero ahora puedo repetirlo.

– ¿Para qué?

– Para ilustrar por qué hemos terminado siendo oponentes. Nuestro entendimiento habría sido un asunto extraño, como lo son muchas de las interioridades de la obra. Has demostrado tu incapacidad para comprender lo uno y lo otro, y has elegido precipitadamente, forzando tu expulsión. Ahora bien, no te consueles, llegado el momento, con la creencia de que no tenías otra salida.

Bálder no había acudido preparado para aquello. Aunque sólo podía tener la sensación de estar perdiendo su tiempo en una tediosa refriega con un subalterno, no dejó de mostrar su perplejidad:

– Me cuesta entenderle, Ennius. Cuando me sataniza por no haber coreado las necedades de Gracchus o por desdeñar la obra me resulta bastante inteligible. Pero ahora que pasa a insinuar las complicidades que habrían podido existir entre ambos, me da la impresión de que por un momento abandona su disciplina y su lucidez.

El canónigo acogió las palabras de Bálder con visible satisfacción.

– Me das la razón, maestro -dijo-. Seré franco, porque ahora ya nada importa. El caso es que habrías podido vivir a tu antojo, con todo lo que hubieras deseado, dentro de los límites establecidos. Nadie habría inquietado tu posición, y habrías podido mejorarla a lo largo del tiempo. Habrías podido maldecir a Dios, incluso, y no habría sido demasiado grave que yo lo sospechase. Sólo había un pecado que no se te consentía cometer, exactamente el que has cometido: la ostentación de tu tara. Cuando antes te afeaba haber despreciado la catedral no me refería al sentimiento en sí, sino a su exteriorización. Casi todos albergamos, en mayor o menor medida, fuerzas diabólicas. Quienes aciertan a ocultarlas son preferidos sobre aquellos que nunca han sentido el soplo oscuro. Quienes las proclaman a los cuatro vientos, como tú has hecho, se hacen acreedores a la repulsa de sus semejantes. A la repulsa y nunca a la absolución, porque los hombres como tú son un cáncer que debe ser extirpado, en salvaguardia de los demás.

Bálder denegó con la cabeza.

– Si trata de sugerir que tenemos algo en común, debo hacer constar mi protesta. No me atrae indagar en las profundidades de su alma, pero dudo que exista un solo pecado que ambos hayamos cometido de forma semejante. Yo soy extranjero. Usted aprendió a gatear en este lodazal, supongo.

– Sobrevaloras tu cualidad de forastero. Ahora perteneces a la obra, como el último de los operarios.Y recibirás el castigo que la obra reserva a los suyos.

Bálder, harto de soportar la perorata del canónigo, se abstuvo de contradecirle. Se puso en pie y le desafió:

– No respondo ante usted ni ante sus superiores, Ennius. No me amenace más. Haga que se cumpla el castigo que ha decidido para mí. Entonces puede que le tome en serio. Entre tanto, no se ofenda si prescindo de que existe. No me llame, porque no acudiré. Cuando aprueben su propuesta, envíeme directamente a los guardias.

– ¿Estarás preparado cuando llegue el momento? -cuestionó Ennius, con malicia. Seguía recostado en su asiento, y no parecía que fuera a hacer nada para impedir que el otro se marchase.

– Estaré. Sólo le pido un favor. Que quien venga por mí sepa bien lo que tiene que hacer y cómo. Mi experiencia en la obra me ha hecho detestar el desaliño. Por lo demás, confio fervientemente en no volver a verle. He conocido a unas cuantas docenas de personas a lo largo de mi vida y de ninguna recuerdo haber sacado tan poca utilidad. Quizá tampoco me haya dañado, pero no creo deberle gratitud al respecto.

– Lamento no poder decir lo mismo -confesó fatigosamente Ennius-. Nuestra breve colaboración ha sido para mí tan instructiva como perniciosa.

– En cuanto a eso -dijo Bálder, con dureza-, me trae sin cuidado. Hace un par de meses me habría alegrado de perjudicarle, seguramente. Ahora debo admitir que si he podido causarle algún contratiempo ha sido sin buscarlo y sin gozar.

Y abandonó la estancia, archivando a Ennius tras un portazo que retembló en los oídos de Leda muchos minutos después de que el extranjero hubiera salido como una tromba al corredor.

Fue hacia la obra no por seguir la sugerencia de Ennius, sino porque a aquellas horas de la mañana y a aquellas alturas de su existencia le era difícilmente sostenible hacer otra cosa. La brisa esparcía sobre la tierra el aroma de las plantas silvestres que habían brotado tras el invierno. El cielo era de un azul doloroso y, acaso por primera vez, notó en la frente que el sol quemaba, como quemaba en su tierra y en algún momento del año en cualquier lugar del mundo, incluso en aquella otra tierra siniestra a la que había ido a parar. Mientras caminaba, Bálder se preguntó hasta qué punto merecía su situación. Era cierto que había llegado desprevenido, siguiendo la invitación de una carta que había recibido como una tabla salvadora. En sus circunstancias de entonces, era difícilmente reprochable que hubiera atendido la oferta del Arzobispado, y comprensible que apenas hubiera pensado en que emigraba hacia un país desconocido. Sin embargo, desde el momento en que había tratado a Ennius y había visto el edificio a medio construir, desde el momento en que había empezado a ser introducido, en la obra y en su revés nocturno, no podía rehuir su responsabilidad. Para haberla evitado, habría debido optar por la huida pura y simple. A ella no se oponía, en apariencia, ninguna imposibilidad de orden fisico: bastaba madrugar una mañana, recoger sus pertenencias y tomar en sentido inverso el camino por el que había llegado hasta allí. Sin embargo, había que tener en cuenta que no podía regresar al lugar de donde venía y que a ningún otro había sido invitado. Durante los momentos en que había barajado la idea de escapar, no había acertado a salvar estas objeciones. A primera vista, la cuestión era si ello se debía a la entidad de las objeciones o a su propia desidia. Pero también era posible que la culpa le alcanzara en cualquier caso, porque el hombre no hubiera de purgar, en rigor, otra falta que la original, atribuida por Dios desde la noche de los tiempos sin mirar a la capacidad de obediencia o quebrantamiento de sus insignificantes criaturas. En tal caso, el extranjero se habría limitado a justificar con su actuación el estigma que le había sido impuesto desde su nacimiento, y ahora simplemente debía pagar las consecuencias como el último trámite. Era una explicación que desazonaba, pero sólo en ella Bálder hallaba la mínima simetría que su razón exigía para darle asentimiento. Los pretextos disponibles, como la tentación de penetrar en los misterios de la catedral, o la esperanza de dar fin a su propia obra, o la intermitente pero obstinada atracción de Camila, constituían, en resumen, un estímulo insuficiente para haberse quedado a despecho de todo lo que le movía a abandonar la archidiócesis. Mientras penetraba de nuevo en el recinto de la obra, bajo el cielo azul y el sol que ahora tostaba su nuca, Bálder sólo pudo extraer una conclusión de estas inquisiciones: sí, lo había merecido, o aún más; quizá había sido alumbrado para extinguirse allí. No sentía ninguna emoción al admitirlo, apenas la vaga nostalgia de un tiempo que probablemente nunca había tenido: aquel en que había postulado que la vida no tenía cabos ni nudos, cuando había creído descender en paz por una cuerda lisa que nunca iba a terminarse dejándole a mitad de la tarea.

Su entrada en el coro provocó un unánime sobresalto, Alio incluido. Indicó a los hombres que prosiguieran con lo que estaban haciendo y llamó a Níccolo. Su segundo estaba bastante nervioso.

– ¿Te pasa algo? -preguntó el extranjero.

– No -titubeó Níccolo-, es decir, creo que no es aquí donde deberíamos hablar de ello.

– Ven -ordenó Bálder, echando a andar hacia la salida. Ya en el exterior, exigió a Níccolo:

– Cuéntamelo.

A su alrededor, la labor diaria se desarrollaba dentro de una morosa normalidad, aunque no se oía ni se veía a Aulo. Níccolo miró de reojo hacia el interior de la nave de lona y aguardó a que un operario que pasaba cerca se hubiera alejado.

– Verá, maestro -comenzó al fin-, en primer lugar no sé si hago lo que debería.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Me concede la licencia de serle franco?

– Por lo que a mí respecta, es tu derecho.

– Todo el mundo murmura. A estas alturas, todos están al tanto de que el canónigo Gracchus se dirigió a usted y de que usted le replicó irrespetuosamente.

– Yo no opino que fuera irrespetuoso -se opuso Bálder, contemplándose las uñas.

– Entiéndame, es lo que dicen todos.

– Y tú estás de acuerdo. No te lo recriminaré.

– No, yo no sé qué pensar. Lo que quería decirle es otra cosa. Perdóneme, pero tengo la sensación de que servirle puede ser peligroso.

– ¿Eso qué quiere decir? Estás a mis órdenes. Lo han dispuesto los canónigos. Nadie va a tomar represalias contra ti por hacer lo que te mando.

Níccolo trazó una sonrisa nerviosa.

– Dentro del coro, es posible. Pero le he prestado otros servicios.

– ¿Qué servicios?

– Ayer por la tarde seguí a Alio. Aunque fue difícil hacerlo sin que él lo advirtiese, creo poder asegurarle que no se dio cuenta de que iba tras él. Averigüé algo.

– Continúa.

– No fue a su alojamiento. Rodeó el edificio y llegó hasta una puerta lateral del palacio. Golpeó siete veces. Le abrieron. Antes de que desapareciese dentro pude ver el rostro de quien le había abierto. Era Horacio, el escultor.

– ¿Y?

– No pretendería que entrase. Nunca había estado a aquel lado del palacio. Nunca había estado tan cerca del palacio, en realidad. Tenía miedo.

– ¿Eso es todo?

– No. Alio ha llegado esta mañana con hora y media de retraso. Aunque se han debido de separar antes de entrar, he podido comprobar que el escultor se incorporaba a su trabajo a la misma hora. Le he exigido explicaciones, a Alio, quiero decir, y se ha negado a dármelas. Me ha respondido que sólo le daría explicaciones a usted, maestro, si es que las pedía.

Bálder no estaba muy seguro de entender lo que estaba ocurriendo. La reacción de Ennius no le preocupaba, pero que Alio estuviera en combinación con Horacio proyectaba sobre su ánimo la lejana sombra de Náusica. La presencia de Alio siempre le había estorbado. Nunca había sospechado, sin embargo, una conexión entre su subalterno y Náusica. La distancia se le hacía excesiva.

– Está bien -dijo a Níccolo-. Ve a buscar a Alio y comunícale que le pido explicaciones y que me gustaría que viniera a dármelas aquí ahora mismo.

– Estoy asustado, maestro -se quejó Níccolo-. Nunca había visto a nadie comportarse como usted. Nunca un operario bajo mis órdenes se permitió la impertinencia de Alio. Aquí hay algo que me sobrepasa. Quisiera formular una solicitud.

– ¿Qué?

– Reléveme.

Bálder contempló a su atemorizado subordinado. En parte, su petición era irrechazable. Nada le autorizaba a implicarle en su juego suicida.

– No puedo relevarte del mando de la cuadrilla -contestó, al cabo de unos instantes-, porque yo no te nombré.

– Haga que me releven.

– No veo cómo podría sin perjudicarte. Debería acusarte de alguna falta, y no has cometido ninguna. Seguirás al mando de los hombres. Pero te relevo de prestarme otros servicios. Cumple estrictamente con tus funciones de jefe de cuadrilla y no temas. Nadie te hará nada.Vamos, ve a llamar a Alio.

Níccolo no se movió.

– Disculpe, maestro -suplicó.

– De acuerdo. En realidad esto es cosa mía -aceptó Bálder-.Al menos entra conmigo. Que no te note el miedo.

Volvieron a entrar en el coro. Bálder se dirigió sin preámbulos al espía.

– Alio -gritó desde la entrada.

– ¿Sí, maestro? -repuso el aludido, con cautela.

– No pienso decírtelo a voces.Acércate.

Alio dejó sus herramientas, se limpió las manos y se acercó sin apresurarse.

– ¿Tienes alguna buena excusa para tu retraso de hoy? -preguntó Bálder. Aunque había bajado la voz, usó un tono lo bastante alto como para que los demás, que estaban pendientes de la escena, oyeran sus palabras.

– Si no le importa, preferiría tratar esto en privado -sugirió Alio.

– Te equivocas de palabra, Alio.Yo no trato nada contigo.Yo soy el maestro y tú un simple operario.Yo te pregunto y tú respondes, rápido y lo mejor que se te ocurra. ¿Por qué te has retrasado?

– Maestro -vaciló Alio-, no creo que sea la mejor forma.

– Si me obligas a preguntarlo por tercera vez consideraré que no tienes una razón consistente.Y obraré en consecuencia.

– No me encontraba bien -ensayó Alio, sobre la marcha.

– ¿Qué te dolía, exactamente?

– El estómago.

– ¿Has ido al médico?

– Sí.

– ¿Y qué te ha dicho?

– Una indigestión.

– Lo comprobaré. Ahora vuelve a tu trabajo. Y otra cosa. No quisiera enterarme de que un simple operario cuestiona la autoridad del jefe de cuadrilla. He ordenado a Níccolo que me tenga al corriente. Imagino que conoces las normas. A fin de cuentas, llevas en la obra más tiempo que yo mismo.

– Sí.

– ¿Sí qué?

– Conozco las normas, maestro.

– De acuerdo. Los demás, a vuestra labor. Níccolo, acompáñame afuera un momento.

Su segundo estaba más pálido que el mismo Alio. Tropezó consigo mismo mientras salía detrás de Bálder.

– Voy a ver al médico -informó a Níccolo-. Cuida de que todos hagan lo que deben.Y tranquilo -agregó, sonriendo-. Alio no intentará nada. Ha cometido su primera torpeza. Ahora es su cabeza la que está en juego.

La enfermería se encontraba en uno de los barracones contiguos al recinto de la obra. Era uno de los más pequeños y en apariencia de los más deteriorados. Cuando Bálder entró allí, un intenso olor a descomposición se apoderó de su olfato. Se internó a duras penas en la atmósfera pestilente, observando con escepticismo los útiles y frascos de presuntos remedios que se alineaban en estantes cubiertos de polvo y mugre. Tras un falso tabique de madera desventrada por la humedad, se tropezó a un par de hombres. Discutían en voz queda, uno de ellos imponiéndose sobre el otro, que se dejaba convencer de mala gana. Bálder adivinó una relación jerárquica entre ambos, y no erró. El que se sometía era el ayudante del médico; el otro, un hombre armado de anteojos sobre cuyo rostro las lentes no proyectaban sombra alguna de inteligencia, resultó ser el médico mismo.

– Buenos días -les interrumpió.

Sólo el médico le miró inmediatamente. El otro se demoró en rumiar para sí algún reparo a los argumentos de su superior, antes de dirigir hacia Bálder una reticente ojeada.

– ¿Qué le pasa? -preguntó el médico, con cierta impaciencia.

– A mí nada.Venía a interesarme por el estado de uno de mis hombres. Soy el maestro tallista. Hago la sillería del coro.

– El de la lona -especificó el ayudante.

– ¿De quién y de qué se trata? -indagó el médico, deseoso de sacarse a Bálder de encima.

– De un tal Alio. Vino a verle esta mañana. Algo de estómago.

– Esta mañana no ha venido nadie con nada de estómago.

– Pudo ser ayer por la tarde.

– Tampoco. Conozco a ese Alio. Hace meses que no aparece por aquí. Desde que se le curó el pie o creyó que se le había curado, que viene a ser lo mismo.

– ¿Qué le ocurrió en el pie?

– No sabría decirle. Si me admite una apuesta, alguien le aplastó el tobillo con un pedrusco. El golpe parecía demasiado concienzudo para ser fortuito. Pero a mí eso no me atañe. Le curé lo mejor que supe, aunque temo que cojeará durante el resto de sus días.Y de sus noches -añadió el médico, con una risa desvaída.

Bálder meneó la cabeza. Fingió contrariarse y declaró:

– Es evidente que ha tratado de sorprender mi buena fe. El propio Alio me ha dicho que vino a verle por un problema de estómago. Para justificar un retraso, esta mañana.

– No dude de que pueda tener alguna otra buena causa, aunque le haya colado ese embuste -ironizó el médico-. Alio es un hombre discreto, acaso excesivamente discreto. Hable con él, déle confianza.Ahora, si nos perdona, tenemos un problema de cierta gravedad. Un artista con neumonía. Porque ya no nos cabe duda, ¿verdad? -volvió a atacar a su segundo, que permaneció en un silencio interpretable como asentimiento.

– ¿Una neumonía, con este tiempo? -se extrañó Bálder.

– No se fie del sol. La neumonía depende principalmente de un miasma, y los cambios de temperatura que hay ahora le ayudan.

A Bálder le asaltó un negro presentimiento.

– ¿Quién es el enfermo? -preguntó.

– La enferma es Núbila -bromeó el ayudante, con brutalidad.

Bálder se entretuvo en dudar que la burda mentira de Alio hubiera sido sólo una evasiva deficientemente meditada. Quizá se había tratado, en realidad, de atraerle hacia la enfermería. La sola idea le causó una desesperanza que se sumaba a la que le producía averiguar que también Núbila había sido alcanzado. Si eran tantos los que ya trabajaban en su perjuicio, sujetándose al plan que Náusica había trazado contra él, no podía esperar poner el pie en tierra libre de trampas.

– ¿Puedo verle? -dijo al fin, saliendo del breve ensimismamiento que el médico y el ayudante habían estado contemplando sin interesarse.

– A su riesgo. La neumonía la trae el miasma y su amigo lo tiene -advirtió el médico.

– El miasma no me hará daño hasta que no se lo manden -aseveró Bálder.

– ¿Cómo dice?

– Nada, no haga caso. ¿Dónde está?

– Ahí, detrás de esa puerta -indicó el ayudante, alzando a medias el brazo y señalándole el lugar a Bálder. El extranjero tomó aliento antes de abrir. En una habitación infecta, sobre un jergón, yacía Núbila. Estaba pálido, tenía los ojos cerrados y sudorosa la frente. Un individuo de aspecto poco caritativo, protegido con una máscara de tela sucia atada sobre la nariz y la boca, le tomaba el pulso.

– ¿Está consciente?

– Más o menos -concedió el otro, tras la tela parda.

– ¿Puede dejarnos solos?

– Con mucho gusto.

El hombre de la máscara se retiró, pero antes de que cerrara la puerta el médico apareció en el umbral y recomendó:

– No se acerque mucho. Con uno tenemos suficiente.

Bálder no contestó. Estuvo allí quieto durante un minuto, viendo aquel cuerpo estremecerse con el sufrimiento y sabiéndose culpable. Después se inclinó sobre el enfermo y le tomó la mano. Estaba ardiendo.

– ¿Me oyes, Núbila?

– Claro -murmuró el andrógino, con un hilo de voz.

– ¿Por qué no has dicho nada hasta ahora?

– Para darte la oportunidad de marcharte. No tienes que estar aquí. ¿Has hablado con el médico? Es un miasma.Y no soy el primero.Todos los años caen varios. Querrás sentirte responsable. Pero no debes.

– No trates de engañarme. Eres tú quien no me debe esa piedad.

Núbila tosió. Lo hizo sin fuerza, apenas para despejar durante un momento lo que le impedía respirar.

– ¿Cómo crees que lo hicieron? -murmuró, risueño-. ¿Envenenando el desayuno? ¿O quizá la fruta que ponen con la cena?

– No tengo idea. Pero lo hicieron.

– Eso parece. Me avisaste.Y yo lo sabía, no por ti; antes de ti. Puede que haga un año, o más. Uno puede oler estas cosas. Tú también lo olerás, y es porque no lo has olido todavía por lo que te auguro una vida larga, tal vez más de lo que deseas.

– Tienes fiebre. Estás delirando -opinó Bálder, colocando su mano sobre la frente de Núbila.

– Sí, tengo fiebre. Y deliro. Por la cabeza me pasan cosas absurdas que no sé detener, que se aceleran y se revuelven contra mi voluntad. Pero ahora domino lo que pienso y lo que digo. Hace meses que lo intuía, antes de conocerte. Por lo menos -celebró, con un amago de ahogo- he llegado a la primavera. Desde que comprendí que iba a morir descubrí en mi interior una atracción, algo que me impulsaba a acercarme deprisa, en lugar de resistir. Procuraba apartar la vista, pero el otro, el que lo quiso, va a conseguirlo.Te lo cuento para que no te equivoques, para que no creas haber sido tú. He sido yo. Ahora no distingo si te tendí la mano por ayudarte, porque llegué a quererte, o porque él, el otro, vio que convenías a sus propósitos. No sientas la culpa, y entonces yo podré ganarle, creer que ésta ha sido una buena amistad que me redime.

Bálder había escuchado el alud de palabras de Núbila sin interrumpirle, porque se daba cuenta de que hablar le llevaba todas las fuerzas que le quedaban. Pero ahora que había cesado, no quiso rebajarlo callándose lo que le pasaba por la mente:

– Te estás contradiciendo.

– Tonterías.

– Si yo no asumo la culpa, tendrás que admitir que ha ganado ese otro.

– Me queda poco tiempo de usar el cerebro -le rehuyó Núbila, con una sonrisa-, y quien habla es mi corazón. No discutas con un músculo que se acaba.

El extranjero comprendió que no debía rebatirle. Sacó un pañuelo y le secó la frente.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó.

– No tan mal como parece. Sólo odio este sitio. Es demasiado tenebroso.

Bálder recorrió nuevamente el cuarto en que se hallaba. Las paredes eran de un gris negruzco y sólo tenía un ventanuco, sucio de vaho por dentro y de antiguas lluvias por fuera.

– ¿Quieres que te saque de aquí?

– No creo que te lo permitan. Han decidido que soy un enfermo contagioso.

– ¿Qué pasará por la noche, cuando todos se hayan ido?

– El de la máscara se queda. Ha visto morir a todos. Es inmune al miasma.

– ¿Por qué lleva la máscara, entonces?

– Para que no le vean reír, imagino.

– ¿Reír?

– Lo he estado pensando. Necesariamente debe saber cuándo se acerca el final, después de haber visto morir a tantos.Y necesariamente debe alegrarle. Para él es el final del trabajo.

– Voy a sacarte de aquí.

– No te dejarán.

– Olvidas que a mí me permiten lo que no permiten a otros.

– No eres responsable de esto.

– No voy a abandonarte aquí.Voy a librarle a ése de su trabajo contigo.

Núbila suspiró.

– Ya que no voy a disuadirte, dejaré que lo sepas todo: es verdad, no quisiera que fuera aquí, con el de la máscara acechando mis crisis. Desde mi celda se ve un bosquecillo de álamos. Puede colocarse la cama de forma que pueda mirarlo con sólo girarme un poco. Si fuera de día, y si hiciera sol, podría irme tranquilo.

– Te llevaré allí -prometió Bálder.

El extranjero salió a donde estaban los otros. El médico, persuadido ya su ayudante, se extendía en instrucciones innecesarias para el de la máscara, que le observaba sin retirarse de la cara la tela que habríase dicho cosida a sus mejillas. Bálder se acercó.

– ¿Cómo está?

– ¿A qué se refiere? -dijo el médico, como si acabaran de interrumpirle en medio de una operación para preguntarle el nombre de una víscera.

– ¿Hay alguna esperanza?

– Depende.

– ¿De qué?

– De la esperanza de que se trate. Pasará la noche, seguramente, pero me extrañaría que llegara al final de la semana.

– ¿Le dan algo para aliviarle?

– No tengo nada que le alivie. Le vemos morirse, nada más. Es lo que hacemos siempre. -En este punto, el médico cambió el tono de indiferencia de su discurso-. No piense que soy una bestia. Es todo lo que puedo hacer.

– Bien. En ese caso me lo llevo.

– ¿Adónde?

– A su celda.

– No sea loco. A ese hombre ya no le queda nada. Ahora hay que ocuparse del resto. De usted mismo, si quiere empezar por alguna parte. No es difícil que contraiga el mal, si está demasiado con él.

Bálder dio la espalda al médico y regresó al cuarto donde estaba Núbila. Lo arropó, envolviéndole en las mantas que le cubrían.

– Ya está. Nos vamos.

– ¿No te lo han impedido? -susurró Núbila. -Más vale que no lo intenten.

Cogió al andrógino en sus brazos. Era ligero como una mujer y se había empequeñecido como un niño. Había sido siempre así o lo había hecho la enfermedad. Bálder no podía saberlo. Era la primera vez que le tocaba.

En cuanto hubo traspasado el umbral, el médico le cortó el paso.

– Está bien, no sea estúpido. No puede hacer eso.

El ayudante y el de la máscara presenciaban el episodio a distancia. Bálder previó que no iban a intervenir y escupió sobre los anteojos del médico:

– Si no te apartas por tu voluntad, te aparto a patadas. El médico retrocedió un par de pasos.

– Esto es una irregularidad -protestó.

– No te estoy pidiendo opinión. Voy a llevarlo a donde no tenga que morir como una rata. Quítate de mi camino.

Y echó a andar. El médico se retiró, como si no quisiera que le rozara el cuerpo infectado que Bálder sostenía en brazos. El extranjero avanzó hacia la salida del barracón dejando atrás a los tres hombres.

– Denunciaré esto al capataz -amenazó el médico a su espalda.

– Denúncialo al Arzobispo, si te apetece -le alentó Bálder, mientras abría de un puntapié la puerta del barracón.

A los treinta o cuarenta pasos se convenció de que no tendría fuerzas para llevar a Núbila en volandas hasta el palacio. Entró en la obra.Tras una búsqueda que siguieron con atención un buen número de operarios y artistas, dio con un carro pequeño que podía servir a sus propósitos. Dejó a Núbila sentado contra una pared mientras lo vaciaba y una vez limpio lo acomodó en él. Con un par de sacos improvisó una almohada.

– ¿Irás bien?

– Sí -agradeció Núbila.

En ese instante se presentó Aulo.

– ¿Qué haces? -le interrogó, circunspecto.

– Lo llevo a su cama, para que descanse en condiciones.

– No puedes hacerlo.

– Eso cree el médico. Pero a menos que decidas emplear la fuerza te demostraré que sí puedo hacerlo. ¿Vas a tornar alguna medida?

El capataz le estudió durante unos segundos. Luego, adustamente, repuso:

– No voy a ordenar que te reduzcan y vuelvan a llevarlo a la enfermería, si es eso lo que preguntas.

– No esperaba otra cosa. Aunque no apruebo todos tus actos, nunca te has comportado como un imbécil. No te preocupes si falto algunos días. Estaré meditando sobre cómo continuar la sillería. Mis hombres tienen con qué entretenerse, de momento. Di a Níccolo que queda al mando, hazme el favor.

Y empujó el carro ante la incredulidad de los presentes y el silencio de Aulo, que le vio alejarse hasta que juzgó que el intermedio duraba demasiado y gritó a los que seguían parados, que eran casi todos:

– ¿Alguno no quiere cobrar esta semana?

Bálder impulsó el carro por el camino, por las primeras callejas, por la calle principal, por la plaza iluminada por el sol. Mientras atravesaban el vasto espacio bajo la calidez del mediodía, Núbila dibujó una sonrisa con sus labios exangües.

– No he tenido mala suerte.Voy a morir en primavera -repitió.

A la habitación tuvo que subirle en brazos. La pieza de Núbila, en la que nunca antes había estado Bálder, era semejante a la suya, aunque tenía mejor orientación, al sol de la mañana. También estaba más limpia y ordenada. En las paredes, clavados por doquier, había dibujos de la niña oferente, en posturas que apenas diferían de la que había esculpido en la piedra y representada desde todos los ángulos posibles. Sobre un aparador estaban los bocetos del túmulo, los del que había destruido y, también, según pudo comprobar luego, los que parecían ser el proyecto de la nueva versión, la que el andrógino ya nunca podría comenzar.

Acostó a Núbila, después de desvestirle y ponerle ropa limpia. Echó un par de mantas sobre la cama.

– ¿Tienes frío?

– Todo el que puedas imaginar.

La frente del enfermo abrasaba.

– No temas, no me separaré de ti -prometió Bálder.

– Voy a temer lo mismo, pero te doy las gracias. No es igual estar contigo que estar solo, o con el de la máscara. Contigo puedo hablar, y si hablo mido el tiempo y sé que estoy vivo. Así no tengo que dar esto por perdido, como si fuera una prolongación inútil.

– Habla cuanto te apetezca.

– Debo dosificarme. Cada vez me queda menos resuello. Sería divertido probar a levantarme. No creo que pudiera incorporarme siquiera.

– No te hace falta. Te traeré lo que quieras. Buscaré comida ahora, si tienes hambre.

– No tengo. Pero tú deberías tomar algo. ¿Dónde vas a encontrar comida por aquí, a esta hora?

– No te apures por mí. ¿De veras no quieres nada?

– Lo vomitaría. Me duele demasiado la cabeza.

– Voy a traer paños húmedos.

– Bálder.

– Qué.

Una lágrima resbalaba por la mejilla de Núbila. Aunque seguía sonriendo, como si los labios se le hubieran muerto ya en aquella sonrisa un poco amarga.

– Qué miserable es -dijo-. Hacemos bien rehuyéndolo mientras vivimos. Si pudiéramos ser como los animales, no darnos cuenta. Porque lo que duele no es entender. Lo que es entender, entendemos tan poco como los animales. Pero al contrario que ellos, nos damos cuenta y sabemos lo que está ocurriendo. Ésa es la maldición que alguien quiso para nosotros. Quizá el Dios en que creen los canónigos.

– Los canónigos no creen en ningún Dios. Creen en lo que pueden guardar en un cofre, como los tontos.

– Eso es lo más difícil de aceptar.Tú te vas y el cofre se queda, con lo que guardaste dentro, a merced del primero que lo coge. Y ese advenedizo puede ponerse tus ropas, usurpar tu trabajo, contarle a otros lo que no fuiste ni hiciste jamás.Y los otros repudian o alaban a alguien que nunca existió y lleva tu nombre hasta que también el nombre se olvida.

– Tú existirás mientras yo viva. Guardaré tu nombre para ti.

– No es un consuelo.Tú también morirás, y serás olvidado.

– Es todo lo que puedo darte.

– No. Lo que puedes darme son las horas que me quedan, a mí, a Núbila, que nací para ser breve y desdichado. Que hice mil veces lo que no debía y unas pocas lo que mi alma creyó necesario y noble. Me alegro de haberte conocido, pero para aprovecharlo ahora, no para que lleves flores a mi tumba. Me has traído a mi celda y has consentido en quedarte. Si no lo hubieras hecho, no habría pedido que te llamaran. Como estás aquí, te pido. Dame la mano.

Bálder le dio la mano. La de Núbila estaba completamente exánime.

– Aprieta -le requirió Núbila-. Ya no me queda más fuerza que la que tú me regales. Aprieta para que sienta que todavía tengo dedos.

El extranjero pasó el día cambiando paños sobre la frente hirviente de Núbila.A la media hora de acostarlo, el enfermo se sumió en un estado de semiconsciencia en el que se mantuvo hasta bien entrada la noche. Deliraba y articulaba palabras ininteligibles, en ocasiones frases enteras en un idioma que Bálder desconocía. De cuando en cuando le daban temblores y sacudidas. Otras veces estaba quieto, como si se hubiera rendido.Trajeron la cena y Bálder trató de despertarlo para que comiese algo, pero comprendió que debía dejar que la naturaleza siguiera su aciago curso. Durante los intervalos de calma, el extranjero reflexionó sobre lo que estaba haciendo. Estaba allí para honrar a quienes se habían arriesgado por él sin tomar de él nada, a quienes, al revés, le habían proporcionado el ensueño de sentirse dueño de sus pasos.Velaba la fiebre de Núbila y se acordaba también de Camila, que se había desvanecido sin que nadie la confortara. Permanecía sentado junto al lecho del enfermo porque sobre aquel jergón se estaba extinguiendo él mismo, lo último que allí podía considerar próximo y distinto de la maquinación que trataba de despojarle. Bajo la piel de Núbila expiraba el único trozo que sobre aquella tierra subsistía de lo que Bálder, antes de acudir a la obra, antes de aprender su arte incluso, había elegido buscar. Le dolía como a Núbila le dolía estarse muriendo, porque sólo ahora que se le iba advertía que el andrógino era su hermano, entre la muchedumbre de desconocidos o intrusos. Reparó en que cuando todo hubiera concluido estaría solo, no como la tarde de enero en que había llegado a los dominios del Arzobispado, sino de un modo infinitamente peor. Solocomo un perro desangrándose por el cuello. Solo como un árbol mutilado de sus más robustas ramas. Solo como un sentenciado en la última hora, incapaz de hurtarse a la conciencia del patíbulo. Aquella hora podía ser apenas un chispazo o tan larga como vaticinaba Núbila. Comoquiera que fuese, sólo podía resultarle un tiempo ominoso y estéril.

De madrugada, a Núbila le bajó la fiebre o le subieron las fuerzas. Abrió los ojos y vio a Bálder a la luz de la lámpara.

– Está oscuro -dijo.

– Es ya de noche -murmuró Bálder.

– He dormido mucho.

– Has tenido mucha fiebre.

Núbila movió la cabeza a un lado y a otro, refrescando sus mejillas en el sudor que empapaba la almohada.

– Me duelen los sesos, de las cosas que he estado soñando.

– Te oía delirar -ratificó Bálder-. Pero no entendía tus palabras. Parecía otra lengua.

– Era otra lengua. Me la enseñó mi madre. Nunca te he hablado de ella, ¿verdad? No hemos hablado de muchas cosas, después de todo. ¿Cómo era tu madre?

– Apenas la recuerdo. Alta y taciturna, si no lo he inventado.

– La mía no era taciturna. Quiso darme esa lengua, su lengua, para que hablara con Dios, su Dios. Pero ni su Dios ni ningún otro me hablaron a mí nunca, y ahora yo la uso para gritar en las pesadillas. Daría lo que me queda de vida por volver a oír a mi madre. ¿Qué poco ofrezco, no?

– No creo que sea poco.

– ¿Por qué crees que me habré despertado?

– Tal vez te ha bajado la temperatura.

El andrógino tosió ligeramente, más como si hubiera querido reírse y le hubiera salido la tos que por aclararse el pecho o la garganta.

No hay ninguna razón para que mejore. No estoy tomando ninguna medicina. No hay medicina para esto. ¿Qué hora es?

– Las tres y media, más o menos.

– Creo que me he despertado para morirme, Bálder. No quisiera que fuera entre tinieblas. Enciende todas las lámparas, por favor.

El extranjero hizo lo que le había pedido Núbila.

– No es suficiente -se quejó el andrógino-. Quiero llegar a ver el sol. Hay algo que me tortura: que el próximo sol ya no salga para mí. Si pudiera verlo, podría hacerme la ilusión de que he ganado un nuevo día. Si es ahora, me iré con el viejo día perdido. ¿Cuánto faltará para que amanezca?

– Cuatro horas.

– Son demasiadas.

– El médico confiaba en que pasarías la noche -dijo Bálder, contagiado de la misma falta de miramiento con que Núbila se refería a sí mismo. Tampoco tenía sentido darle más ánimos, porque aquel hombre no ignoraba a qué estaba jugando.

– Ese médico nunca ha curado a nadie. Qué más da lo que él diga. Tendrás que ser tú quien me lleve, Bálder. No sé cómo vas a hacerlo, pero me llevarás. Dame la mano otra vez. Aprieta fuerte. Pon la otra mano sobre mi corazón. Si ves que hace por pararse, impídelo. Tengo que llegar a la luz. Lo entiendes, ¿eh? ¿De qué habría servido si no que me sacaras de aquella barraca?

Núbila aguantó las cuatro horas. Esta vez su inconsciencia fue sosegada, acaso porque le apaciguaba la mano con que Bálder sentía y contaba las pulsaciones de su corazón. Cuando los rayos del sol dieron en sus párpados, la sonrisa que flotaba en sus labios se hizo un punto más pronunciada. Sin abrir los ojos, como retrasando el encuentro, murmuró:

– He llegado. Lo conseguiste, Bálder.

Aguardó todavía unos segundos, y mientras descubría sus ojos empañados, añadió:

– Gracias.

Durante un buen rato, el enfermo contempló la lenta ascensión del sol sobre la alameda. Bálder también lo hizo, con el sopor de la vigilia, desviando a veces la mirada al perfil de Núbila que se recortaba en la luz que estaba naciendo.

– Tengo miedo, Bálder -dijo el andrógino, al tiempo que las lágrimas desbordaban y resbalaban por su cara. -Yo también -confesó Bálder.

En ese momento Núbila tembló violentamente. El extranjero creyó que había llegado el fin. Mantuvo asida su mano mientras el otro se debatía entre toses y espasmos. Al cabo de unos minutos, sin embargo, fueron remitiendo. Núbila recobró el aliento y jadeó:

– Quisiera pedirte algo. Lo último.

– Lo que quieras.

– Bésame, maestro. No volveremos a vernos.

Bálder se inclinó sobre el rostro de Núbila y posó sus labios sobre los secos labios del andrógino. Al llegar al contacto, sintió a la vez la liberación de una carga y la tardía aceptación de un instinto. Núbila era más bello que nunca, y al dejar que su boca diera contra la suya, se sobrepuso a la oscura repugnancia con que siempre había previsto aquel contacto. No había nada impuro en poner sus labios sobre los del moribundo. Recordó a Octavia, a Leda., a otras mujeres a las que había besado y con las que había transigido incluso realizar íntimos intercambios. Besarlas a ellas era incomparablemente más sucio. Aquella carne que apenas palpitaba, por el contrario, era su misma carne, y se avergonzó de haber sentido asco por ella, por su admiración de ella, por su difusa necesidad de ella.

Núbila cerró los ojos. Sus últimas palabras, regocijadas, decayendo paulatinamente hasta el silencio, fueron:

– La oigo, Bálder, la oigo -y concluyó con una frase, O media frase, en aquella lengua que el extranjero no podía descifrar.

Bálder consiguió que Aulo le asignara un par de operarios para enterrar al andrógino bajo los álamos. No pidió permiso, nadie hizo por evitarlo. Sobre la tumba colocó un bloque de granito en el que grabaron sólo el nombre, Núbila, y aquel día que había visto finalmente amanecer, porque ignoraba el de su nacimiento.

Pasó todo el día tumbado en su celda, enfrentando la mirada insondable de la cabeza de piedra que el andrógino había salvado para él del martillo. Bajo el ceño abrupto, tras el gesto de dureza y crueldad, adivinó sucesivamente la mano que había abatido a Núbila y la tristeza de los propios ojos del autor, imponiéndose a su asesino como el desquite póstumo del artista sobre el mundo y el tiempo.

Aquella noche, durante lo que le parecieron horas, Bálder soñó con la misma imagen inmutable. Náusica estaba sentada junto a la ventana, abstraída en las nubes que se agitaban tras el cristal. En el jarrón había siete rosas blancas. Alguien había clavado, justo en el centro de las otras, una rosa encarnada. En todo el tiempo que Bálder la estuvo soñando, Náusica no volvió la vista. Siguió quieta, esperando.

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