Capítulo 10 LA SUSTANCIA INTERIOR

Por la mañana, Bálder se demoró en la cama hasta más allá de las once. Cuando se asomó, seguía en el pasillo la bandeja de su desayuno, aunque las de las otras habitaciones habían sido retiradas. Tras una corta vacilación, la cogió y la llevó hasta la mesa. Comprobó al tacto, sobre la superficie de los recipientes, que todo se había enfriado. Pese a ello, los destapó y observó lo que le habían traído. Era más o menos lo mismo de otras mañanas. Tenía hambre, un hambre que de pronto acuciaba su estómago hasta hacerle daño. Antes de probar el primer bocado, recordó las palabras de Núbila acerca de un posible envenenamiento de los desayunos. Asoció el recuerdo al hecho de que hubieran dejado la bandeja ante su puerta hasta una hora tan tardía. Si ésa era la forma en que preferían acabarle, nada tenía que objetar. No iba a estar todo el tiempo pendiente para terminar sucumbiendo por una negligencia. Creyó en el augurio de larga vida que Núbila le había hecho antes de entregar la suya, y engulló lo que había sobre la mesa hasta limpiar los platos.

Emponzoñada o no, la comida le hizo de momento buen efecto. Con ella disolviéndose plácidamente en su estómago, caminó bajo una nueva mañana soleada hacia la obra. Sentía esa tristeza apacible de haber apurado el sufrimiento hasta la consumación, hasta sentir el brusco estallido de la nada y el silencio. El silencio era Núbila descomponiéndose a la velocidad inexorable de aquella primavera bajo una piedra en la que estaba grabado, por toda historia y triunfo, el día de su muerte. Con el silencio, correspondía preparar el espíritu para los esfuerzos que habrían de suceder a aquella tregua y a las que vinieran luego, hasta que ninguna tregua sucediera al esfuerzo y alguien quizá desconocido decidiese para su lápida un resumen al que, como Núbila, tampoco podría oponerse. Bajo el sol, oyendo el canturreo de los pájaros que hurgaban en los rastrojos, Bálder consideró su finitud con la serenidad que deseaba para el momento en que hubiera de afrontarla. Momentáneamente estaba protegido del miedo que el tránsito engendraba en su razón, excrecencia surgida por error o maldad de Dios del sueño bonancible de las bestias que le habían precedido. En su aturdimiento matinal retornaba allí, donde reinaban en paz el bombeo de la sangre y la oscuridad del entendimiento. Núbila había querido morir aproximadamente en aquella inconsciencia. Cómo lo hubiera hecho, Bálder nunca podría saberlo. Tendría que conformarse con recordar su sonrisa, con sospechar que sus últimas palabras, susurradas en la lengua de su madre, celebraban el recuerdo de algo que le había defendido al cruzar a la otra orilla. Bálder se sorprendió meditando sobre estos asuntos como si nunca hubieran de salpicarle, cuando la sombra cuádruple de las torres se interpuso entre él y el sol que le obligaba a entornar los ojos. Al abrirlos del todo, la obra y la razón y tantas otras cosas indeseables irrumpieron en su mente.

Con el ánimo reacio penetró en el coro, donde sus hombres trabajaban más o menos como los que había afuera, resignados a dilapidar poco a poco sus fuerzas en algo que carecía de finalidad. Era como habían aprendido a trabajar y la progresiva ausencia de Bálder les había dejado deslizarse hacia los vicios adquiridos. Níccolo no era nadie para forzarlos, y Alio no poseía ni la investidura ni el interés precisos para hacerlo.

Al verle, su segundo, sin desprenderse de la reserva conque le trataba desde que había asistido al desplante de que Bálder había hecho objeto al canónigo Gracchus, se apresuró a acudir a su encuentro y darle novedades.

– Todo está en orden, maestro -aseguró-. Seguimos el plan de trabajo establecido.

El breve informe de Níccolo le pareció perfectamente absurdo, pero hubo de admitir que a su subordinado no le cabía dar otro. No podía preguntarle al maestro sobre las razones por las que había faltado la víspera o llegaba tarde aquella mañana, y aunque cada vez estaba menos claro el plan de Bálder con respecto a la sillería, siempre persistía una referencia: la rutina de acudir allí a cumplir el horario que cumplían los demás. A los subordinados del tallista sólo les favorecía la diferencia de que Aulo no entraba en el coro a intentar darle un curso a los acontecimientos.

Bálder no estaba seguro de lo que le incumbía ahora. Sí sabía lo que no iba a hacer. No iba a seguir las instrucciones de los canónigos ni iba encubrir más su desafección a la obra. No iba a construir o tratar de construir una sillería para el coro de su infausta catedral; ni siquiera iba a distraer el tiempo haciendo como que la construía. Tenía madera, herramientas y cuatro hombres. La madera y las herramientas podían servirle para algo. En cuanto a los cuatro hombres, prefería deshacerse de ellos, pero tampoco podía devolverlos sin más al lugar de donde habían venido. Asumía alguna responsabilidad al respecto, por infundada que fuera.Todos estaban inmóviles, observándole. Entre una especie de niebla veía a Níccolo, y más allá, más borrosos todavía, a los demás. De pronto, cayó en la cuenta de que había una excepción. Sexto, Paulo y Níccolo le miraban confundidos, sin atreverse a prever el próximo acto de aquel jefe que su destino les había deparado. Alio preveía y temía, y tenía razones para lo primero como para lo segundo. De un solo golpe Bálder resolvió dos problemas: encontró algo que hacer, aunque fuera una ocupación provisional, y comprendió que podía reducir en una cuarta parte, sin escrúpulo alguno, la población del coro.

Llevaba allí varios minutos y todavía no había abierto la boca. Níccolo le había dado su informe y ni siquiera le había respondido. Era hora de reaccionar.

– Gracias, Níccolo -dijo, recorriendo a todos hasta detenerse en Alio, a quien sin apenas solución de continuidad se dirigió pausadamente-: Ayer estuve hablando con el médico. No te ha tratado ninguna indigestión en los últimos meses.

Alio permaneció en silencio.

– La próxima vez que inventes un cuento -prosiguió Bálder, sin prisa-, cerciórate de que no puede comprobarse. No porque se te pueda tomar por idiota a ti, sino porque aquel a quien se lo coloques puede tener la sensación de que es a él a quien tomas por idiota.Yo tengo esa sensación, sin ir más lejos.A estas alturas, no me trastorna, pero me irrita hasta el punto de obligarme a tomar una decisión que te comunico ahora, en presencia de todos, como en presencia de todos tú me mentiste: de aquí en adelante, prescindo de tus servicios. Voy a pedirle al capataz que te envíe sin dilación donde considere oportuno. Recomendaré que se te sancione, pero esa cuestión ya no me atañe, ni me importa.

Los hombres, salvo el afectado, quedaron atónitos. Quien hasta el día anterior había sido el preferido, al menos en la composición de lugar de Sexto y Paulo, era ahora despachado sin contemplaciones y de la forma en que más pudiera humillarle. Bálder advirtió que ni siquiera Níccolo disfrutaba. Seguramente se imponía, sobre cualquier tentación de alegrarse de la caída de Alio, la aprensión que le suscitaba la conducta de Bálder. Incluso era posible que dudara de la capacidad del maestro para desembarazarse del carpintero. Pero el extranjero no compartía esa duda, y estaba dispuesto a disiparla. Sirviera a quien sirviese, Alio había tropezado y lo iba a pagar. No habría piedad para él, o mucho se equivocaba. Antes de liquidar la cuestión, concedió a Alio, por la simple curiosidad de ver qué hacía con ella, la misma oportunidad que le había dado en su día a Casio. Aquel otro la merecía. Con Alio tan sólo jugaba.

– Si tienes algo que alegar, es el momento -le propuso-. Puedes opinar que soy un hijo de perra y puedes expresarlo con toda franqueza.Ya no tienes nada que temer de mí.Tu suerte deja de estar en mis manos.

Alio reunió el coraje necesario para arrojar al suelo la herramienta que sostenía y enfrentarle la mirada a Bálder.

– ¿Qué quiere que diga, maestro? ¿No le parece indigno usar de esta ventaja?

– ¿Qué ventaja?

– Que estén éstos aquí, escuchando. Debió darme verdadera ocasión de replicarle.

– Te estoy dando esa ocasión.

– Sabe que no lo haré mientras ellos escuchen.

– Creo que no lo harías en ninguna circunstancia.Tienen derecho a ver de qué eres capaz. Lo que no puedas hacer delante de ellos, es basura para engañarte. Si tienes valor, demuéstralo aquí y ahora. Ellos no me van a defender.Y aunque lo pretendieran, yo no lo consentiría.

– No prolongue más esta mascarada, maestro -rogó Alio, apartando la vista.

– Aquí no hay más máscara que la tuya. Quítatela y deja que te veamos la cara -le instó Bálder, con desdén. Alio se irguió.

– Haga lo que tenga que hacer -le retó-. Es el jefe. -De acuerdo. Entiendo que no tienes nada que alegar en tu descargo.

– Entienda lo que le plazca.

– Vosotros sois testigos -proclamó Bálder-. Este hombre no tiene nada que decir contra su expulsión. Que nadie le compadezca. Lárgate, Alio. No quiero verte más por aquí. Mientras arreglo las cosas con el capataz, métete donde puedas. Ya irán a buscarte.

El carpintero desfiló hasta la salida del coro Mientras avanzaba con los ojos bajos, apretando los dientes, Bálder insistió mordaz.

– Antes de que cruces esa lona hay tiempo. ¿No tienes una sola palabra de protesta o una palabrota? Hasta un perro haría algo. ¿No vas a soltar ni un gruñido?

Alio salió sin romper su vergonzante silencio. Bálder podía negarle muchos méritos, pero había dos que había acreditado sobradamente: su competencia como carpintero y su profesionalidad como infiltrado. Por más que lo había intentado, no había logrado que quebrantara la discreción que requería su oficio.

– Voy a hablar con Aulo -informó a Níccolo-. Continuad con el plan de trabajo establecido. Antes haz que limpien un poco. Esto está más bien descuidado.Vivimos gran parte del día aquí. Hay que adecentarlo de vez en cuando. Ya que no tenemos mucha libertad, no seamos encima como los cerdos, que se pudren sobre su propia porquería.

– Disculpe, maestro. Limpiaremos ahora mismo -prometió Níccolo, como en sueños.

Halló a Aulo despotricando cerca del altar. No identificó el blanco de sus improperios, ni se detuvo a hacerlo. Tomó del brazo al capataz.

– ¿Tienes un momento para mí?

Aulo dio un par de voces más y se dejó arrastrar, con cautela, hasta una capilla vacía.

– ¿De qué se trata ahora? -preguntó, a la defensiva.

– Algo sencillo. Es un problema de simple administración.

– Me gustaría saber qué entiendes por eso.

– Nada extraño. Otro hombre de los que me asignaste se ha revelado, cómo puedo calificarlo; inidóneo.

– Te estás convirtiendo en un sutil usuario de este idioma -se admiró Aulo-. Esa palabra es la que emplearía un canónigo.

– Al principio me costaba expresarme en vuestra lengua por falta de utilizarla. Pero la había estudiado meticulosamente -reveló Bálder, con inmodestia-. Con la práctica, aquel estudio da su fruto.También el trato de los canónigos y de otros que no lo son.

– Ya. ¿Quién te sobra ahora? ¿Paulo?

Bálder meneó la cabeza.

– Nunca habría esperado que un hombre de tu prudencia arriesgara un pronóstico cuando no es estrictamente necesario -bromeó.

– También me decepciono a mí mismo, si eso te da más gusto.

– Podría ser. El sujeto es Alio.

Aulo enarcó las cejas.

– ¿Alio?

– Ya hacía tiempo que notaba que ejercía una influencia negativa en los otros. Le he estado vigilando. Anteayer se permitió el lujo de llegar a su puesto una hora y media tarde. Cuando le pedí explicaciones, adujo haber tenido problemas de estómago. Delante de los otros me dijo que el médico le había diagnosticado una indigestión. Según la versión del médico, que me preocupé de obtener, no le ve desde hace meses. Hoy le he exigido que justificara su mentira delante de sus compañeros, es decir, ante quienes me la quiso hacer tragar. No lo ha hecho ni satisfactoria ni insatisfactoriamente: no la ha justificado en absoluto.

– Comprendo -asintió Aulo, perplejo-. ¿Y estás seguro de que quieres prescindir de él?

– Del todo. No quiero a tipos como ése entre mis hombres. Él sabrá lo que se trae entre manos, pero que busque otro sitio. O que se lo busquen.

Tras la última frase de Bálder, el capataz le miró de reojo. El extranjero confirmó así que Aulo sabía que Alio era espía de los canónigos. Eso podía no significar nada. Acudieron a su memoria las palabras de Horacio acerca de Alio: no le espiaba a él, sino a los operarios. Bien podía suceder que los canónigos hubieran decidido que la sillería era un lugar seguro para su soplón, o que entre sus hombres hubiera alguno a quien desearan controlar especialmente. Ennius había aprobado con rapidez la defenestración de Casio, y Aulo esperaba que ahora le tocara el turno a Paulo. Quizá eso era todo lo que el capataz tenía previsto en relación con la actividad secreta de Alio, suponiendo que estuviera al corriente de ella. Su sorpresa cuando el tallista había hecho frente a Gracchus no parecía haber sido fingida. Si había algún vínculq entre Alio y Náusica, Aulo estaba probablemente al margen.Y lo que conociera de la faena ordinaria de Alio al servicio de los canónigos eran detalles sin importancia para Bálder.

Aulo meditó brevemente y concluyó:

– Está bien. Es tu cuadrilla. Transmitiré tu solicitud al canónigo.

– No es una solicitud -precisó Bálder-; te notifico que le he echado. No pienso permitir que vuelva a poner los pies en el coro. Haré que le echen por la fuerza, si es preciso. Personalmente opino que debería ser castigado, pero tampoco insistiré al respecto. Sólo te digo que no quiero volver a verle allí. Nunca.

Aulo se tomó algo de tiempo antes de responder:

– No puedo imponerte que te quedes con alguien que no deseas, desde luego, pero las formalidades exigen que el canónigo lo apruebe.

– Dile que no tendrá más remedio que aprobarlo. Sería ridículo que no lo aprobase y que Alio tuviera que pasar el día paseándose por la obra.

– Lo que tendrá que decidir el canónigo, al menos, es si se te da un sustituto.

– No quiero sustituto. Me sobra con los hombres de que dispongo -afirmó Bálder, sonriente. El capataz le escrutaba con recelo. Bálder adivinó que estaba asociando aquella conversación con lo que le hubiera dicho Ennius respecto a la pérdida de toda prioridad para las peticiones que el extranjero plantease. También imaginó que, pese a ello, este inesperado acontecimiento sería puesto en conocimiento de Ennius sin demasiado retraso.

Aquella misma tarde, después de comer, Aulo se acercó por el coro, donde Bálder tanteaba perezosamente la madera mientras sus hombres simulaban andar ocupados con algo.

– ¿Y bien? -preguntó Bálder, sin dejar de manejar sus instrumentos.

– El canónigo exige que readmitas a Alio.

– Dile que no está en condiciones de exigir nada. Si no lo sabe es porque está mal informado. Dile también que se informe.

– Bálder.

– Qué.

– ¿Qué es todo esto?

– Las cosas han cambiado un poco, Aulo. Ennius debería enterarse, pero parece que está resultando duro de oído o de mollera.

– ¿Sabes qué hace Alio? -interrogó Aulo, bajando la voz.

– Claro. Aunque nadie tuvo la decencia de decírmelo previamente.

– Es algo que excede de tus facultades.Tú eres un simple artista, y esto concierne a la organización de la obra.

– Creo que vemos el asunto desde perspectivas diferentes. Para mí, esto concierne a la compañía que tengo que soportar. Estoy dispuesto a emprenderla a patadas con ese tipo. O a inutilizarlo para siempre gritando a los cuatro vientos a qué se dedica.

– No entiendo, maestro. ¿Tratas de convertirte en una especie de redentor de los operarios?

– En absoluto. Haré sólo lo que me obliguéis a hacer. Yo no soy uno de ellos. Ni puedo redimirles de nada ni posiblemente me lo agradecerían. Cada uno en su calabozo. También tú en el tuyo, Aulo. No te gastes, que esto no va contigo.

Aulo resopló y miró a la lona que servía de techo.

– El canónigo me dio una sola orden: que lo readmitieras. Para el caso de que te negaras, me encargó que te recordara que puede tomar medidas.

El extranjero interrumpió su labor. Limpió unas virutas y pasó el dedo por la superficie de la madera. Aulo le observaba con creciente desorientación.

– Lamento obligarte a hacer de correo de algo que no te interesa -se excusó-. Recuerda tú a Ennius que no estoy armando ningún escándalo, todavía, y que me cuidaré de hacerlo si me deja en paz. También hazle llegar esta sugerencia: si no quiere equivocarse, que consulte con alguien el próximo paso y que no se deje cegar por la ira.A lo peor va a meterse en un charco, y más le valdrá no tener que descubrirlo cuando ya no haya vuelta atrás.

– ¿Ésa es tu respuesta?

– Esa, hasta donde se te haya quedado en la memoria. Pero no omitas lo del charco, por favor.Y disculpa de nuevo.

Aulo se encogió de hombros.

– A mí me es indiferente. Lo malo es tener que subir las escaleras y echármelo a la cara. Confiaba en no tener que volver a hacerlo hoy. Pero no se repetirá muchas más veces.Te estás enfrentando a un canónigo. ¿Sabes realmente lo que haces?

– Bueno, sé lo que no pienso hacer.

– Me refiero a si lo has calculado bien.

– No voy a calcular nada. Estoy probando a Ennius, solamente.Y apuesto lo que quieras a que nos defraudará. -Rechazo la apuesta, si no te incomoda.

– Me habría extrañado que la aceptases.

– No es que no te tenga simpatía. Más bien al contrario, dentro de mis limites. Por eso creo que tal vez deberías recapacitar. Habrá una forma de arreglar el asunto. Podemos simular que Alio es castigado temporalmente. Después tú le readmites, siguiendo órdenes de los canónigos, y nadie pierde nada.

Bálder denegó con la cabeza.

– Pierdo yo, capataz. Le eché porque prefiero estar solo, cuanto más solo mejor.Todavía no se me ha ocurrido qué hacer con los otros tres, pero en cuanto a Alio la justicia está de mi parte y no puedo desaprovechar la circunstancia. Es una suerte que fuera, de todos, el más molesto.

– En este caso, a todos los efectos, la justicia es Ennius. Y se volverá contra ti.

– Alto ahí. No has aceptado apostar -se burló Bálder.

– Está bien, no voy a suplicarte. No es asunto mío. Tendrás que correr con las consecuencias.

– Te extrañará, pero estoy deseándolo.

Aulo hizo ademán de marcharse, pero apenas hubo iniciado el movimiento se detuvo.

– ¿Es por Núbila? -inquirió-. Ya sé que le tenías estima, pero no es el primero al que le ocurre.

– ¿Y eso qué soluciona?

– Nada. Sólo que quizá debieras tomarlo con más calma, como una servidumbre de vivir aquí. Ni más ni menos grave que cualquier otra.

– No soy dócil, y no es por Núbila. Núbila está muerto y enterrado. Me diste hombres para hacerlo y lo hice. Es por mí. No tengo nada más. Debo conseguir que valga la pena.

– ¿Y por qué no te acomodas como los otros? Estás a tiempo, antes de que me vaya a ver al canónigo.

Bálder se acordó de aquellos a quienes se lo había explicado antes. De Camila y de Núbila. Acaso a Aulo no se lo debiese como a ellos, pero no sintió necesidad de escatimarle:

– Veo que Ennius no te tiene al tanto de sus planes. Según él, ya no estoy a tiempo de nada. De todos modos, no puedo acomodarme, capataz -declaró, sombríamente-.Yo traje algo conmigo, una marca que no se me ha borrado del todo. Ahora sé que nunca se borrará. La marca que traje me impide instalarme entre vosotros, y lo que es peor, exige que la atienda. Durante meses la he estado desatendiendo, mientras jugaba a ser uno de los vuestros. Lo único que he sacado es que ahora me pide con más insistencia que me ocupe de ella.Y voy a ocuparme, porque aquí no hay nada capaz de arrancármela. Es probable que me hubiera facilitado la vida olvidarla, pero no estoy seguro de que eso hubiera terminado siendo bueno para nadie. El hecho es que ella gana, y aunque tampoco sé si será bueno para mí, ahora me toca esforzarme por conservarla limpia, hasta el final. No creas que estoy loco. Estaría loco si dejara que Ennius decidiera por mí.

Aulo tardó en hablar.

– Puede que me desprecies y que tengas razones suficientes -otorgó, con una desconcertante humildad-. De hecho, me cuesta seguirte. Tampoco alcanzo a soñar qué ha podido pasar entre tú y los canónigos. Sin embargo, me veo en el deber de avisarte de que pueden hacerte sufrir más de lo que hayas tenido en cuenta. Si no causas problemas, peor o mejor, te dejan vivir. No sé de marcas como la que dices tener. Sí he visto llorar a los hombres más insolentes, cuando se los llevaban los guardias. No me atrevo a figurarme cómo lloraron después.

– Yo no lloraré cuando me lleven. Estoy preparado. Hace días que los espero.

– ¿Y después?

– No soy un héroe. Haré lo que se tercie. Excepto olvidar mi marca. Pase lo que pase, no me lo permitirá. Aulo reflexionó en silencio. Eligió las palabras:

– Habría estado dispuesto a creer que eras libre, o que luchabas por serlo. Ahora tengo la sensación de que vives bajo dos esclavitudes. La de todos y la tuya propia. Una golpea contra la otra y tú eres el campo de batalla. No te envidio, maestro. No quedará gran cosa de ti cuando acabe la pelea.

El extranjero asintió, con indolencia.

– Nunca lo había mirado así -reconoció-. Eres un sujeto lúcido, capataz. ¿Por qué sirves a los canónigos? Es más: ¿por qué te cuidas tanto de lo que ellos descuidan?

– Tengo mujer e hijos. Nací aquí y aquí moriré. Aunque he reunido algunos motivos para odiarles, no me cuesta dilucidar lo que me conviene.

– Gracias por la franqueza. Antes siempre me parecía que me esquivabas.

– Y te esquivo -aclaró Aulo-. No esperes que mueva un dedo en tu favor. Iré a Ennius y le contaré lo que me has dicho, sin atenuar nada.

– Te lo ruego.

– Luego, cuando vengan por ti, te entregaré a los guardias, y por lo que a mí se refiere, esta tarde no he hecho más que darte el mensaje de Ennius y recibir tu insensata respuesta. Negaré haberte dicho nada más y me creerán, así que no desperdicies el tiempo acusándome.

– Ni se me había pasado por la mente. Tampoco me da que desconfien de ti, ni que vayan a entretenerse en preguntarme nada, llegado el caso.

– Nunca se sabe.

– Desde luego, si me hacen demasiado daño y te mencionan y me ofrecen aflojar a cambio, no puedo prometerte que no te acusaré de maldecir al Arzobispo o de traficar con los suministros de la obra.

– Lo primero me lo perdonarían. Lo segundo es lo bastante extravagante. Manténte en esa línea.

Bálder retomó su tarea.

– Vete de una vez, Aulo -dijo-. No voy a rendirme. -De acuerdo. Que tengas una buena tarde -le deseó el capataz.

A la mañana siguiente, apenas entró en el recinto, Aulo le salió al encuentro. Su semblante era insondable.

– Te lo contaré tal y como ha sucedido -anunció, con voz átona-. Ayer, cuando informé a Ennius de tu reacción a su amenaza, me aseguró secamente que hoy mandaría a buscarte y que podía disponer de tus hombres. Hoy, antes de venir hacia aquí, me ha llamado a su presencia. También ha sido bastante escueto. Ahí terminan las coincidencias, y no me preguntes por qué. Esto es lo que tengo que comunicarte: tu solicitud de castigo para Alio ha sido aprobada. Enviarán a buscarle a él. Si tienes alguna necesidad de hombres o material, puedes plantearla, y yo debo, por indicación expresa de Ennius, hacer lo posible para satisfacerla. No entiendo nada, así que obedeceré, como de costumbre. ¿Quieres algo?

Bálder sonrió, pero al punto comprendió que no se trataba de una victoria. Había forzado la mano con las cartas de otro y había desplumado a un cándido como Ennius y fulminado a un peón como Alio. No había ni siquiera pretextos para disfrutar del instante. Era la ganancia de otro, el instante de otro. A Aulo le repuso, ya sin la sonrisa:

– No quiero nada.Ya te dije que tengo más hombres y material de los que necesito. Sólo lamento que no llegáramos a apostar. Al menos habría sacado algo de este estúpido incidente, aparte del ridículo de Ennius.

Contigo no me jugaría ni un puñado de arena -juró Aulo-. Nunca había visto a un canónigo recular de esa forma. No averiguaré cómo te las apañaste, pero es evidente que eres un jugador de ventaja.

– Sólo por ahora. No me sobrestimes. Me verás caer -le consoló Bálder, mientras echaba a andar hacia el coro, rumiando oscuros pensamientos.

Durante las jornadas que vinieron después, Bálder se asentó en su, gracias al episodio de Alio, demostrada impunidad. Repelió, con vaguedades abiertamente improvisadas, los intentos por parte de Níccolo de recabar órdenes acerca de lo que él y lo que quedaba de la cuadrilla debían hacer para continuar con la construcción de la sillería. De este modo, pronto estuvo más o menos claro para todos que aquello había dejado de interesar, y cada uno se agenció su peculiar modo de hacer transcurrir el día bajo la lona. Paulo fue quizá quien antes ingenió cómo pasar inadvertido, y también quien con más alborozo saludó la nueva situación. Hasta tal punto parecía contento que Bálder, en los contados instantes que dedicaba a observar a sus hombres, creyó notar que se aflojaba la aversión del operario por él y contempló la posibilidad, prontamente desechada, de efectuar algún acercamiento. Sexto, por su parte, se limitó a prorrogar por tiempo indefinido, con el apoyo tácito de Níccolo, la vigencia de la última instrucción recibida, de tal manera que fue acumulando, merced a su inagotable vigor fisico, ejemplares innumerables de la misma pieza de la estructura inferior de la sillería, que iba apilando junto a la pared en un singular monumento a la inutilidad de toda la empresa.

En cuanto a su segundo, no habría debido serle difícil habituarse a un estado en el que podía mantenerse sin embarazo en una relativa inactividad. Sin embargo, ya fuera por la excesiva facilidad con que ahora podía ejercer su vocación de holgazán, ya fuera por la desconfianza que el maestro le inspiraba, Níccolo no era feliz.Temía que aquello fuera a derrumbarse de un momento a otro, cogiéndolos a todos debajo. Había conocido épocas de calma similares, en sus anteriores puestos, pero siempre bajo el mando y protección de hombres que se atenían a las reglas, muy distintos de aquel extranjero que fijaba y exigía las suyas y, lo que era más increíble, tenía éxito al exigirlas. No era un estado de cosas natural, y cuanto más se prolongara, más contundente podía ser el restablecimiento del orden. A veces Níccolo trataba de aproximarse al maestro, con la intención de sonsacarle respecto de sus propósitos. Lo único que obtenía era el ruego de Bálder de que limpiaran un poco, lo que al menos servía para ocupar a Paulo y Sexto durante unas horas en algo que les desplazaba de la rutina cotidiana, y permitía al propio Níccolo el ensueño transitorio de no estar aislados en medio del vacío, pendientes del capricho de un hombre que había perdido la ilusión y acaso también el juicio.

Mientras tanto, Bálder, resignado a acudir al coro cada mañana, por un lado, y agradecido, por otro, de disponer de aquel refugio, tomaba sus herramientas y se entregaba, sin recato, a perseguir en las entrañas de la madera sus obsesiones personales. Al cabo de un buen número de ensayos, hubo de convenir en que de las facciones de Camila quedaba un rastro demasiado incierto en su recuerdo, lo que lamentó con la misma intensidad con que añoraba su piel desaparecida. La efigie de Núbila, por el contrario, pudo repetirla con cierta solvencia, y hasta se atrevió a inventar a su madre, recurriendo a la artimaña de extremar las insinuaciones femeninas de la fisonomía y el cuerpo del propio Núbila.Aunque no pasaba de ser un divertimento, cuando la tuvo ante sí, juzgó que aquella mujer sólo probable era hermosa contra toda reserva.

Otros días, menos luminosos, ensayaba formas para el monstruo. Sus primeras tentativas partieron de la cabeza del canónigo que Núbila había esculpido, pero pronto sus indagaciones tomaron un curso inseguro. No podía darle un cuerpo, así que sólo le cabía ahondar en la arriesgada región de su rostro, y en ella el hallazgo inicial de Núbila se complicaba rápidamente con otros elementos que le eran dictados a Bálder durante las pesadillas que padecía con alguna frecuencia. El resultado eran apuntes de rasgos que se apresuraba a destruir, como destruyó, presa del terror, la expresión que un mal día acertó a enredar en aquella cara. Lo único que conservó del monstruo fueron diversas representaciones de las torres, que tallaba de memoria, guiado por la impresión que le habían causado la tarde de su llegada a la catedral. Inexplicablemente, no tenía dificultades para convivir con ellas. A veces incluso se detenía a mirar las reproducciones que iba coleccionando, como si creyera en la posibilidad de encontrarles una armonía.

Una noche en que su descanso era por excepción sosegado, soñó algo que le conmovió de forma profunda y duradera. El sueño comenzaba mientras Bálder deambulaba por uno cualquiera de los subterráneos, con una ración de alcohol en la mano y sorteando desconocidos. Estaba de buen humor, y aunque nada debía moverle a ello, en su espíritu había un presentimiento de sucesos favorables. Al cabo de un rato de vagabundeo entre la concurrencia, se acomodaba en un lugar apartado, en el que se disponía a apurar el asqueroso bebedizo. Sin embargo, apenas tenía tiempo de echar un par de tragos.A los pocos minutos, un emisario se inclinaba junto a su oído para susurrarle que la que tanto deseaba le aguardaba abajo, en una sala del sótano inferior. Sin oponer resistencia, se dejaba guiar por unas escaleras y desembocaba en una estancia en la que sólo había una mujer, de espaldas. Al girarse, la identificaba. Era Náusica, le sonreía y a él le confortaba verla. Algo oscurecía la escena durante un tiempo y cuando la luz regresaba su boca estaba a pocos centímetros de la boca de Náusica, que le observaba con dulzura. El violeta de sus ojos resplandecía y era más claro de lo que en el sueño recordaba de la realidad. Intercambiaba con ella unas palabras que sugerían que él la había cortejado y que Náusica le había eludido. Tras pedirle que la perdonase por aquel supuesto pasado, la muchacha se mostraba dispuesta a acceder a sus proposiciones. Sin mediar nada más, le cogía la cabeza con ambas manos y le besaba con energía. Bálder notaba cómo la lengua de ella penetraba en su boca. Estaba fresca y era áspera, no como la de Camila, entibiada y suavizada por el afecto o la costumbre, y tenía un rotundo sabor de depravación. Ahí era donde el extranjero intuía que estaba infringiendo algo, pero le inundaban el deseo y el placer y dejaba que el beso se prolongara, tropezando entre sus brazos con el cuerpo flexible de Náusica. Sentía que pecaba, ya no le exculpaba la falta de noción con que había llegado allí, y a pesar de todo se dejaba hacer hasta que Náusica cedía. Luego veía la cara de ella, los ojos todavía dulces y claros, y entonces volvía a oscurecerse todo. Retrocedía de nuevo al momento en que bajaba por la escalera, precedido por el emisario, apenas unos segundos después de que éste le levantara de su mesa. Se abría la puerta tras la que esperaba Náusica. Ahora la habitación era más pequeña y ella estaba acompañada por tres hombres que vestían el atuendo gris de los servidores de la catedral. Náusica le sonreía de la misma forma que antes. Sus ojos resplandecían otra vez, y casi con toda certeza eran igual de claros. Bálder sentía el deseo y anhelaba el placer, pero daba media vuelta y subía corriendo las escaleras, comprendiendo que escapar así no era lo que quería, comprendiendo que era lo que debía hacer, sin que esto le compensase.

Durante muchos días después del sueño, el extranjero no supo qué grabar en la madera. Dejaba pasar el tiempo haciendo surcos paralelos, perpendiculares, oblicuos. Durante horas, ante la inquietud de Níccolo, abandonaba la geometría para quedarse con la mirada perdida en la pared, mientras golpeaba a intervalos la hoja de una de sus herramientas contra su índice extendido. En aquellas meditaciones fue poco lo que pasó por su cerebro. El sueño carecía de sentido, o más bien resultaba de la inversión de todo sentido. Semejante inversión podía obedecer a alguna causa oculta o ser sólo una travesura. En rigor, no había más que pensar. La mayor parte del día permanecía en blanco, a la espera de algo que no llegaba.

Una mañana acudió al coro temprano, antes que todos los demás. Eligió un buen bloque de madera. Esta vez no se trataba de hacer un relieve, sino una talla a volumen completo. Cogió herramientas más grandes que las que solía utilizar y empezó a desbastar el bloque con energía. Por la noche, después de una jornada de frenética actividad que quebró la modorra de sus subalternos, tenía ante sí un cuerpo entero, desde la cabeza hasta los pies. Las formas estaban sólo insinuadas, la figura carecía de facciones y la superficie de la talla eran las rudas hendiduras de los útiles con que el maestro había hecho el trabajo. Se veía que era una mujer, que tenía cabellos largos y que cargaba el peso del cuerpo sobre una pierna, desequilibrando la cadera. Los brazos colgaban a ambos costados y se unían sobre el regazo, en unas manos que por el momento eran un amasijo informe. Todos los hombres se habían ido ya. Bálder se sentó ante su obra y durante media hora sopesó la idea de deshacerla a martillazos. Finalmente, optó por cubrirla y posponer la decisión.

El día siguiente se ocupó en retocar al azar algunas de sus tallas anteriores, sin que le rondara siquiera la tentación de descubrir la figura que se erguía en un rincón. Comprobó que Níccolo volvía a menudo la vista hacia ella, pero no dio al hecho ninguna importancia. Cuando llegó la hora y los hombres se fueron, abandonó lo que había estado haciendo durante el día y retiró el lienzo. A la moribunda luz del día siguiente, vio por dónde y cómo debía seguir. Tomó sus herramientas más delicadas y se aplicó con paciencia a perfilar la talla, comenzando desde abajo. Cuando la noche terminó de caer, prendió más lámparas. Trabajó hasta el alba, es decir, hasta poco antes de que los hombres volvieran a la catedral. Apenas pudo rebasar los tobillos, pero antes de cubrir nuevamente la figura con el lienzo la observó con satisfacción. De regreso a la ciudad, se cruzó con los primeros operarios que acudían a la obra. Iba con los ojos fijos en el suelo, adormilado, y no se percató del gesto de los otros al verle haciendo el camino en sentido opuesto. Desayunó la cena, que seguía ante su puerta, y durmió hasta el mediodía. Almorzó el desayuno y se fue hacia la obra al principio de la tarde.

Mientras atravesaba el recinto en dirección al coro divisó a Aulo, que le vigilaba a lo lejos. Le saludó con lamano, pero el capataz no respondió. Vaciló entre ir o no a darle cuenta del nuevo horario que había elegido, lo admitieran o no las reglas de la obra. No lo hizo porque supuso que el capataz no iba a entrometerse y nada justificaba que fuera a provocarle.Ya en el coro, ninguno de sus hombres dejó traslucir el menor reproche por la irregularidad de la conducta de su jefe. Para evitar cualquier peligro de esta índole, Níccolo tenía buen cuidado de hablar con Bálder sólo cuando éste se dirigía a él. Durante el resto de la tarde, hasta que sus hombres se marcharon, el extranjero reflexionó sobre la nueva relación que mantenía con ellos. Tal vez podía hacer en su favor algo más de lo que hacía, aunque con la expulsión de Alio había renunciado a adiestrarles en su arte y ya quedaban muy atrás los días en que se había propuesto enseñarles una manera distinta de vivir bajo la dominación de los canónigos. Si estos propósitos eran cándidos e injustos, porque él era un recién llegado y nada le autorizaba a presumir que aquellos hombres estaban dispuestos a compartir sus aspiraciones, el desentendimiento con que ahora les trataba podía parecer vil en el extremo contrario. Pero, en realidad, el arreglo a que había llegado no era perjudicial para nadie. Él podía concentrarse en lo que realmente le apetecía y ellos disfrutaban de una privilegiada inmunidad bajo la lona, libres de Aulo y sin motivos, por lo demás, para temer que él les hostigase. Podía no durar siempre, pero mientras los canónigos tolerasen su indisciplina, Níccolo, Sexto y Paulo salían ganando. En cuanto a lo que ocurriera al final, nadie en sus cabales o con una mínima precaución por continuar en ellos mide su suerte por lo último que va a vivir.

Aquella noche y muchas otras noches después Bálder acarició con sus aceros la madera del bloque, haciendo emerger de la materia en bruto una silueta paulatinamente precisa. Desde que había aceptado, sin entender por qué, sacar de la madera a la extraña Náusica que había soñado, que sin ser del todo la verdadera Náusica tampoco podía dejar de serlo, se aplicó a la tarea con la sola preocupación de retratar con fidelidad el modelo escogido. Lo hizo sin apresurarse, no por miedo a irla encontrando, cada vez más inequívoca, a medida que progresaba desde el suelo hacia su frente, sino por prevenir errores. A veces incluso interrumpía su labor y salía del coro, para que el aire nocturno refrescara su cabeza. En el silencio y la soledad de la catedral, bajo la sombra de las torres al claro de luna, constató que podía respirar tranquilo entre los muros de la obra maldita. No podía ser, y sin embargo, era. Se sorprendió de experimentar la armonía que había presagiado por casualidad cuando había dado en tallar las torres para matar el aburrimiento. Porque durante aquellos intermedios se quedaba contemplándolas, y no despertaban en él ningún temor; hasta llegó a apreciar una peculiar calidez en la piedra que trepaba hacia las estrellas.

Mientras tanto, estaba delineando con esfuerzo, casi con mimo, el cuerpo de Náusica. Todo estaba infectado y él debía de estar infectado también, pero algo inefable, algo que nada podía tocar, le sostenía contra el maleficio. En aquellas noches de minuciosidad y asombro, Bálder imaginó o incluso creyó poseer una sustancia íntima e incontaminada que le permitía pasearse por el infierno sin claudicar como habían claudicado todos: los canónigos, los artistas, los funcionarios; la misma Camila, Núbila incluso. Todos los que en uno u otro instante se habían dejado invadir por la inexistente sustancia de la obra. En unos había sido codicia, en otros inadvertencia, en otros simple sumisión: cada uno había hecho hueco en su armario para acoger el engaño de un arca que no guardaba nada dentro. El templo, defendido por sus cuatro guardianes gigantescos, era un recinto desolado. El palacio, poblado de canónigos, albergaba tortuosas intrigas sin objeto. En los subterráneos, donde las mujeres exhibían el reclamo de sus cuerpos ungidos de esencias y los hombres repetían un interminable ritual de caza, sólo se devanaba la longitud inútil del tiempo. Pero él, después de todo, resistía. Al fin, una noche de cuarto creciente, Bálder concluyó la talla de Náusica. Tenía las manos serenas y los ojos dulces. Parecíaoscilar, propicia, hospitalaria, sobre el eje de su cintura, invitándole a probar su boca entreabierta. Era justamente como la había soñado. Bálder se sintió poderoso, vacío.

Los dos días siguientes no apareció por la obra. Se quedó en su habitación, durmiendo. Tan sólo salió de la cama para devorar las cenas y desayunos que se sucedieron como siempre ante su puerta. Aquel callado tráfico de bandejas, traídas y llevadas por manos que nunca veía, ni intentó nunca atrapar en el acto de depositarlas o retirarlas, fue el signo al que ligó la pervivencia de su estado. Nada cambiaría, se le antojó, mientras el tráfico persistiera. Por eso, cuando abría la puerta y encontraba a sus pies los alimentos, regresaba al lecho con la convicción, a un tiempo sedante y desalentadora, de que nadie vendría a estorbarle; comía lo que le venía en gana y volvía a dormirse.

Al tercer día tuvo una súbita ocurrencia. La talla de Náusica estaba en el coro, sólo cubierta por un lienzo que cualquiera podía retirar. Pensó en Aulo, en Horacio y en Níccolo. Del capataz no preveía semejante comportamiento, del escultor debía esperarlo, si es que tenía información y oportunidad, y de su segundo le costaba creer que si la tentación se mantenía durante el tiempo suficiente conseguiría vencerla. Resumiendo, calculó que era algo probable que Horacio la hubiera visto y muy probable que lo hubiera hecho Níccolo. En rigor, ninguna de las dos hipótesis debía preocuparle, aunque si Horacio había descubierto que había pasado las noches tallando a Náusica era previsible que algo ocurriese. Respecto al posible acontecimiento, Bálder sólo acertó a percibir una leve comezón.

Esa tarde llegó al coro cuando los hombres recogían. Por estricta perversidad, quiso averiguar si Níccolo había visto la talla. Lo llamó a su lado y le informó:

– He estado enfermo, con fiebre.

Níccolo asintió en silencio.

– ¿Alguna novedad? -preguntó Bálder.

– Ninguna -repuso Níccolo. Desde que el maestro había perdido la disciplina, su segundo se había vuelto mucho más lacónico. Sin embargo, Bálder captó en su semblante que había mirado debajo del lienzo. Hacía semanas que Níccolo le tenía miedo. Lo que había ahora en sus ojos era más bien pánico.

– ¿Alguien se ha interesado por eso? -escarbó el extranjero, sin apiadarse, señalando la talla que se alzaba en su rincón.

– Nadie, que yo sepa -se aprestó a responder Níccolo-. Nadie ha entrado aquí en estos tres días.

– ¿A qué hora te has estado marchando?

– A la de siempre.

– Gracias, Níccolo. Mañana nos veremos por la mañana. Quizá debamos reorganizar un poco todo esto.

Su segundo encajó el anuncio con nerviosismo. Podía intuirse que estaba cada vez más escamado por lo mucho que tardaban en ajusticiar al extranjero. No obstante, con un hilo de voz, acató:

– Como diga, maestro.

Por la noche, Bálder descubrió la talla y la trasladó hasta el centro del coro. Dispuso las lámparas a su alrededor y se sentó frente a ella. Dejó transcurrir horas, debatiéndose entre dos sentimientos contradictorios. El primero era que amaba o habría amado o amaría a aquella mujer, ya fuera real o irreal, Náusica o el revés de Náusica. El segundo, formidable e imprevisto, era que estaba encarando, después de semanas de esconderse de sus más burdos bosquejos, el primer retrato detallado del monstruo. Observó la talla, sucesivamente, corno cada una de aquellas dos cosas imposibles de reunir en un solo objeto. Reprimió el impulso de hacerla arder, aquella misma noche, en el centro de la catedral. También trató de sofocar la atracción que aquella criatura surgida de sus manos ejercía sobre él. Era, desde luego, lo más sublime que había tallado desde que había llegado a la obra, y hubo de reconocerse incompetente para decidir su destino. Permaneció sentado ante ella, hasta que el cansancio o la incomprensión le forzaron a dormirse.

Un ruido le despertó en mitad de la noche. Se puso en pie y aguzó el oído. Lejos, fuera del recinto, sonaba algo que podían ser los cascos de un caballo. También creyó escuchar un carruaje. Iba a ir a investigar cuando en la abertura de la lona apareció alguien envuelto en un manto negro de pieles. El visitante echó hacia atrás la capucha que le ocultaba la cabeza y la plateada cabellera de Náusica se derramó sobre su atuendo. Bálder la miró, pero los ojos violetas se hurtaron a los suyos. Ella contemplaba, sonriente, la talla que en medio de las lámparas, detrás del extranjero, parecía la imagen de una deidad sobre el altar de su culto. La muchacha se acercó a la figura. Estuvo más de un minuto estudiando los pormenores de la talla, sin que el extranjero, tras barajar posibles alternativas, atisbara otra que dejarla hacer. Al fin, Náusica volvió hacia él la vista.

– ¿Por qué la boca así? -preguntó.

– Lo soñé.

– ¿Lo soñaste?

– Lo soñé todo. No eres tú -afirmó Bálder.

– Yo no lo creo -se opuso Náusica-.Y es extraordinaria. ¿Cómo pudiste hacerla sin tener el modelo delante?

– Me acordaba de mi sueño.

– Así que has estado soñando conmigo.

– No contigo.

– ¿Y cuál es la diferencia? -le desafió, señalando la talla.

– En mi sueño a ella la buscaba. A ti no te busco.

– Ah, es eso.

Náusica se encaramó sobre el banco de trabajo de Bálder. Cruzó las piernas y el manto se abrió, dejando ver un tobillo desnudo y un pie calzado con una sencilla sandalia. Estuvo pensativa durante unos instantes.

– Si yo fuera tú -dedujo-, me fiaría del sueño y de esta preciosa figurita de madera, y no de tus silogismos.

– ¿Por qué, si puede saberse?

– Los sueños los gobierna el corazón. Esta figura puede tocarse.Tus silogismos no son más que humo.

Bálder caminó hasta la talla. Se apoyó sobre su hombro y dijo a Náusica:

– No sabía que tú tuvieras corazón.

– Tú no sabes nada, porque no quieres enterarte.

– Me ocupo de lo mío. No tengo espías que se metan en los asuntos de otros.

– Te he dejado en paz. Has hecho lo que se te ha antojado. ¿O no? He cumplido mi compromiso.

– Horacio te contó esto. Te avisó de que yo estaba esta noche aquí. Corrígeme si me equivoco.

Náusica alzó los ojos. Al resplandor de las lámparas, Bálder reparó en que eran oscuros como el mar en invierno.

– No le pedí que lo hiciera -se zafó.

– Pero lo has aprovechado. Creí que nunca vendrías. Que aguardarías a que yo fuera a tus aposentos. Por eso me hiciste llamar y aprender el camino. ¿Te has vuelto impaciente o es que has empezado a dudar?

– Ni lo uno ni lo otro.

– ¿Entonces?

– Tenía curiosidad. Supuse que me halagaría ver esto.

– Pudiste venir anoche, o anteanoche. Ella estaba aquí y yo en mi celda.

Náusica se rió.

– Vine. Pero no vi lo que he visto esta noche. Ni las lámparas, ni tu silla frente a mi imagen. ¿Cuántas horas has estado sentado ahí?

– No eres tú -repitió Bálder, con fastidio.

– Lo seré -amenazó Náusica, radiante.

– Mientras tanto, vete -rogó el extranjero.

– No. Hay algo que quiero enseñarte.

– Si no has traído guardias para obligarme, vete.

– No necesito guardias. Te va a interesar. Ten fe en mí. Náusica se bajó del banco y echó a andar hacia la salida del coro.

– No te seguiré a ninguna parte -advirtió Bálder. Náusica no se detuvo. Mientras avanzaba, interrogó:

– Voy a las torres. Si no vienes, no tendré más remedio que pensar que te da miedo subir.

Náusica desapareció y Bálder se dejó caer sobre su silla. Transcurrieron quince minutos. El extranjero sabía que ella no se había ido, pero no se oía nada.Tomó una lámpara y salió a echar un vistazo. Recorrió el recinto sin hallar rastro de ella. Junto a una de las brechas en los muros del templo localizó el carruaje y el caballo que le habían despertado. Un hombre inmóvil estaba al pescante. Se dirigió hacia las torres. Ante la entrada de una de ellas estaba el manto de Náusica. No quería seguirle el juego, pero sólo tenía dos opciones. O bien volvía al coro, apagaba todas las lámparas, cubría la talla y emprendía el camino del pueblo y de su celda, o bien cogía aquel manto y se internaba en la torre. Si hacía lo primero, le esperaba la sensación del deber cumplido, y seguramente nada más. La segunda opción era inadmisible, pero de pronto le incitaba como le había incitado, en su sueño, el beso de la doble de Náusica. Ahora, sin embargo, no se trataba de deseo. Era la llamada de algo impredecible, frente al tenue reclamo de un desistimiento que ya había vivido y devaluado en su memoria.

Iluminado por la temblorosa luz de la lámpara, el interior de la torre era más opresivo de lo que recordaba de su primera ascensión. Durante los primeros tramos, no obstante, le fue fácil mantener el equilibrio. A medida que la subida fue haciéndose más complicada, Bálder se maravilló de que ella hubiera podido subir sin luz. Cuando llegó a la altura de las columnas sobre las que se alzaba el resto de la torre, a unos treinta metros sobre el suelo, gritó:

– Náusica.

No obtuvo más respuesta que el eco de su voz, rebotando hasta extinguirse en el ánima de la torre. A partir de allí el espacio se estrechaba acusadamente. Más arriba la pared exterior dejaba de ser un muro continuo, y un poco más arriba aún la pared que servía de eje a la escalera era sustituida por el vacío. La otra vez que había subido había necesitado bastante lentitud y las dos manos. Ahora llevaba en una el manto de Náusica y en la otra la lámpara. Estuvo a punto de arrojar las pieles e iniciar el descenso. Pero siguió adelante. Si aquella niña retorcida le retaba, no podía huir, demostrando que no era capaz de enfrentarse a ella. Iba a llegar hasta arriba, y una vez allí, le devolvería su manto y volvería a bajar. Entonces podría cubrir su talla e irse a dormir.

Bálder fue pasando de un tramo a otro, superando las penalidades con el auxilio de aquella orgullosa determinación. En un par de ocasiones estuvo a punto de caer hacia el interior de la torre. La primera vez estaba a sólo un par de metros de la plataforma sobre la que habría ido a estrellarse. La segunda, a más de diez. A pesar de ello, no dudó de su empeño. Aferró la lámpara y apretó el manto contra sí, aspirando con rabia el olor de Náusica, prendido en las pieles. Trepó por los escalones cada vez más altos, pegándose a la piedra. Porfió, despreciando el riesgo, hasta que la escalera se acabó y el aire helado de la cumbre bañó su frente.

En la atalaya, en efecto, estaba Náusica, sin inmutarse bajo el frío del que la protegía sólo una liviana vestidura. Bálder dejó la lámpara en el suelo y le echó el manto sobre los hombros. Después se apoyó sobre una de las troneras y mientras recuperaba el aliento se fijó en las luces del pueblo, que titilaban abajo, en la distancia.

– Has subido -murmuró Náusica, impasible.

– Vi el manto y temí que te enfriaras, o que resbalases -se mofó Bálder.

– No hay peligro. He subido cien veces. Siempre de noche, ahora y también en invierno.

– ¿Cien veces? En tu habitación casi me juraste que nunca habías estado en la obra.

– ¿Eso hice? Bueno, de noche esto no es propiamente la obra.

– ¿Y no traes nunca luz?

– Me guío con las manos. Es más seguro. Tú, en cambio, has podido matarte.

– Sí. Pero no me he matado. ¿Era eso lo que querías probar?

Náusica apartó la cara.

– Parcialmente -admitió-. Dos hombres murieron, en esta misma torre. Como tú, dieron demasiada importancia a traerse luz. En el momento decisivo, les faltó una mano.

– Quizá les sobró algo, más bien -aventuró Bálder.

– ¿Eso crees?

– Yo no he venido a reunirme contigo. No tengo ningún deseo de ti. He venido a librarme de ti.

– ¿Vas a tirarte? Ah no. Es a mí a quien vas a tirar.

– No. Primero he llegado hasta arriba, para que sepas que no puedes intimidarme. Ahora bajaré, para que sepas que puedo darte la espalda. Cuando te quedes sola, tenlo en cuenta. Quizá te venga alguna idea. Mientras baje tendré ocupada la mano derecha con la lámpara. Conoces la torre mejor que yo, y no dudo que podrás acercarte sin que te oiga. No voy a volver la cabeza.

Náusica se abstrajo en el paisaje nocturno. Estuvo así, callada, durante un buen rato. La brisa agitaba sus cabellos. Bálder, por su parte, aguardaba a que se espaciaran sus pulsaciones.

– ¿Y qué les faltó, en tu opinión? -preguntó ella, de repente.

– ¿Cómo?

– A los otros. Me da igual lo que les sobrara. ¿Qué les faltó y tú tienes, maestro?

Bálder no contestó enseguida.

– Quizá el recuerdo de algo mejor que tú.

– ¿Camila? -propuso Náusica, con sarcasmo.

– No sólo ella. ¿Quieres que te sea sincero?

– Por supuesto.

– Recuerdo algo que no ha existido jamás del todo, y que sin embargo se impone a todo lo que existe -dijo el extranjero, dejándose arrastrar por una súbita inspiración-. Asomó a veces, en Camila y en otros, aquí y antes.Asoma, todavía, donde menos lo espero. Creo que hace unas horas cometí un error respecto a la talla que está abajo, en el coro.Ahora siento que ella también es parte de mi recuerdo.Te parecerá raro, pero puedo rechazarte, en parte, porque recuerdo a una Náusica mejor que tú. Esa figura no es tu retrato, sino el de ella. Deberías hacer que la destruyeran. Pero ni siquiera me dolería. Puedo repetirla tantas veces como quiera y preferirla a ti. Mi recuerdo, en todos sus trozos, en todas sus formas, incluso la tuya, está aquí dentro, y nada de lo que hay en esta tierra puede borrarlo. Náusica le escuchaba con escepticismo.

– Derrotaré a tus fantasmas -prometió, altiva-. Mejor aún: ellos te derrotarán.Te irán consumiendo, mientras ellos se consumen, y cuando estés solo, vendrás a mí. Nunca haré que destruyan la figura. Si ahora no lo es, será mi retrato cuando ya no recuerdes eso de lo que tanto te precias. Has probado ser fuerte hasta donde nadie lo probó antes, pero también me has desvelado la debilidad que te rendirá a mí. Me gusta tu fuerza y me gusta tu debilidad, porque son infrecuentes y también porque son la misma cosa.

– Quizá no aguante siempre -dudó Bálder, pasando por alto la última frase de Náusica-. Pero puedo durar años. Apuesto a que no tendrás la paciencia.

– Adiós, Bálder -le despidió Náusica, arrobada-. Baja sin miedo. Yo me quedo aquí. La noche es demasiado bonita para irse tan pronto.Vuelve a soñar conmigo.

Bálder cogió la lámpara y se encaminó hacia la escalera.Antes de apoyar el pie sobre el primer peldaño, se dio la vuelta y maldijo:

– No lo comprendes. Jamás soñaré contigo.

– Eres tú quien no lo comprende, maestro. Tú puedes soñar lo que te plazca. Yo me ocuparé de ser lo que tú sueñes.

Esa noche, presa de un arrebato ignominioso e inexplicable, Bálder quemó la talla a los pies de la torre. Mientras las llamas descomponían la figura en una lluvia de brasas, el extranjero miró hacia lo alto. Náusica no se asomó. Sin ánimo para abrazar una versión que le fuera más favorable, sintió, como un desgarro, que aquélla era la primera derrota que le infligía la intrincada muchacha.

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