Capítulo 14 EN EL SAGRARIO

Entre las sombras nocturnas del palacio, sin otra ayuda que las lámparas que en los corredores lucían a largos intervalos, Bálder recordó sin dificultad el camino que llevaba hasta los aposentos de Náusica. Sólo le salió al paso, remoto tras alguna de las ventanas que se abrían en los recodos, el frío resplandor azulado de la luna llena. Bajo ella todo parecía espectral en el claustro circundado por las cuatro alas del edificio. La planta donde habitaba la hija del Arzobispo estaba desierta y silenciosa. Las campanas habían dado ya la medianoche. En un vestíbulo más o menos apartado, por el que habría llegado a aquel piso si hubiera tomado la escalera principal y no el dédalo por el que Horacio le había guiado, vio a un guardia fornido, de rostro infantil, que cabeceaba sobre su mesa. Ante él, apenas sujeto por las manos enguantadas, yacía el bastón. Pese a su aparatosa complexión y la amenaza del arma, el guarddia no daba la sensación de constituir un obstáculo que debería tener en cuenta. Bálder lo constató como una facilidad de la que tal vez prefería disponer, pero no le causaba ninguna alegría. En realidad, había olvidado la última vez en que había sentido algo que mereciese aquel nombre, y no era precisamente aquella noche cuando esperaba recobrarlo.

Sin cuidarse de nada más, caminó hasta la puerta deNáusica. No llamó. Probó y no le sorprendió que la llave no estuviera echada. Empujó la puerta y pasó dentro. Una tenue luz, que era a medias la claridad que entraba de fuera y a medias el candil que ardía junto a la cama, reinaba en la extensa habitación. La hija del Arzobispo estaba levantada, es decir, echada sobre su diván.Tanto éste como la mesita habían sido colocados más cerca de la ventana que la otra vez. La ventana estaba abierta y por ella penetraba una brisa tibia que llenaba la estancia de aromas vegetales. Los olores silvestres que llegaban del exterior se mezclaban con una fragancia prisionera: sobre la mesita, en el jarrón en el que sólo había una la noche de su visita anterior, el extranjero contó hasta siete rosas blancas.

Náusica escudriñaba la luna más allá de la ventana y no dejó de hacerlo cuando Bálder cerró la puerta.Vestía un ligero camisón, que colgaba de un par de finísimos tirantes sobre sus hombros desnudos. También llevaba los brazos descubiertos, y sobre uno de ellos apoyaba la barbilla donde terminaba o empezaba su perfil impasible. El tallista avanzó y tomó asiento a unos siete u ocho pasos de ella. Desde esta distancia, sin temer que ella se moviera o hablase, la observó desembarazadamente. Se había alisado y en parte recogido el cabello plateado, se había maquillado para acentuar la palidez de su piel, desde la frente hasta más abajo de las clavículas, y había teñido sus gruesos labios de color sangre. Sus ojos se imponían a la penumbra que desvaía todos los objetos. Bálder pensó que ella podía saber que él vendría justamente aquella noche o llevar decenas de noches componiendo y descomponiendo aquel disfraz. Resultaba difícil decidir qué posibilidad era más turbadora. Ahora que al fin había aceptado acudir a ella, después de tanto evocarla como una especie de fantasma inconcebible, comprobaba que no estaba preparado para enfrentarse con la hija del Arzobispo. A pesar de todo, quiso impedir que Náusica estimara transcurrido el tiempo preciso para deslumbrarle e iniciara la conversación. Titubeante, dijo:

– He venido -y por descubrir cómo sonaba en su voz y en medio de aquel silencio, pronunció su nombre-: Náusica.

La muchacha dejó caer los párpados y volvió a abrirlos al instante. De este modo, enteró a Bálder de que hasta entonces no había producido el menor parpadeo. Con su mano libre se arregló innecesariamente uno de los tirantes del camisón. Podía interpretarse como toda la respuesta que iba a dar a las palabras del extranjero. Continuaba absorta en la luna que la azulaba. Bálder habló de nuevo:

– ¿Ni siquiera te interesa que te explique por qué he venido?

Náusica cerró los ojos, esta vez durante un par de segundos.

– Eso es lo que menos me interesa, de todo -repuso. Sugieres que no te hace falta que te lo explique. Que ya lo sabes, por ejemplo.

– Te equivocas. No lo sé.

– Es una pena que los esfuerzos de los hombres de Livius y de él mismo resulten tan infructuosos. Me tiene vigilado día y noche y tú no sabes por qué he venido.

– Te repito que a mí me da igual por qué hayas venido. Así que Livius no tiene por qué molestarse en averiguarlo.

Bálder se puso en pie y fue a sentarse frente a ella, en una silla que había al otro lado de la mesita. Cogió una de las rosas del jarrón y se aplicó a sacarle las espinas y arrojarlas por la ventana abierta.

– ¿Nadie les quita las espinas para ti? -preguntó.

– Nacen con ellas. No es justo que mueran sin ellas. Bálder hundió la nariz entre los pétalos que comenzaban a amarillear.

– Ésta ya está muerta -aseguró, aplastándola entre sus dedos. Después tiró la rosa prensada para que fuera a reunirse con las espinas, en el claustro.

Náusica apuntó hacia él, al fin, su invencible mirada violeta.

– ¿Por qué has hecho eso? -musitó, mientras Bálderse fijaba en los pequeños pliegues que se hacían en el cuello de ella al torcerse.

– Para que me miraras.

– Curioso método el tuyo -juzgó la muchacha.

– Curioso o no, funciona. Me has mirado. Acaso porque me he adelantado a hacer con esa rosa lo que tú vas a hacer conmigo.

– ¿Eso crees?

– Desde luego.

– ¿Por qué has venido entonces?

– Me pareció oír que esa cuestión no te interesaba.

– Ahora sí.

Náusica volvió a arreglar los tirantes de su camisón sobre sus hombros. Esta vez lo hizo con los dos al mismo tiempo, permitiendo que Bálder atisbara la lisa blancura de sus axilas. El esqueleto de la muchacha era anguloso y firme. Jugar con los tirantes no era una manera de prevenir que éstos resbalaran por sus brazos abajo, sino, probablemente, una técnica para atraer la atención del extranjero. Bálder la observó y admitió que en aquel momento de vencimiento, Náusica era la forma exacta de la belleza que sobre cualquier otra prefería su espíritu.Aquella expresión pervertida que los rojos labios subrayaban, aquel cuerpo sin regazo y afilado de aristas, sus cabellos de fuego blanco y su mirada como el cielo en el filo en que el día se desvanece y se tiende la noche. Si alguna vez había amado algo sobre la tierra, nunca había sentido un impulso tan poderoso como la llamada de aquella aciaga criatura. Podía haberle dicho lo que atravesaba por su mente, pero tuvo miedo de ir tan derecho hacia ella.

– En parte____________________ divagó- vengo para que nadie me traiga.

– Nada más lejos de mi intención -se desentendió Náusica.

– Pero no me garantizaste que tu paciencia sería infinita.

– Si se agotara, no haría que te trajesen. Rogaría a Livius que te echase como desayuno a los perros.

– Me cuesta creerte.

– Puedes creerme. Los perros y yo te olvidaríamos al día siguiente. En cuanto volviéramos a tener hambre.

– Claro que me olvidarías. Pero sería como si te rindieras. ¿De qué te habría servido planear todo el juego?

Náusica le espió de reojo.

– No te han traído. Has venido tú. Si no quieres decirme por qué, no voy a suplicarte.

– No sé si lo has preparado o ha sido la casualidad -dudó Bálder-, pero he reunido bastantes razones. En todo este tiempo, además de renegar de lo que vine a hacer a la maldita obra, he tenido ocasión de conocer a ciertas personas. Y ellos me han convencido que sólo entre estas cuatro paredes se encuentra el remedio. Eunice, Livius, Pólux, el arquitecto.Todos ellos me han traído hasta aquí.

La muchacha se removió en su asiento.

– Me complace que hayas cambiado de opinión. La primera vez que estuviste aquí me acusaste de hastiarte. Pero yo no he preparado nada.

– No puedo tragarme eso.Y tampoco importa. Si se trataba de que viera que en medio de esta mentira tú eres la única verdad, lo has conseguido.

– Me halagas.

– No debiera. Eres la única verdad porque tú eres quien los ha podrido a todos.

– Sigues halagándome. ¿Así que has venido a pudrirte tú también?

– Sí y no. He venido a desafiarte a que me pudras. Nunca he sido como los otros, pero ahora lo voy a ser todavía menos. Sé lo que les hiciste a Pólux y al arquitecto y lo que les hiciste a los demás. Sé que harás conmigo una de las dos cosas. No me fio de tu inocencia como el arquitecto, ni espero como Pólux.Vengo a que me hagas daño, si es que puedes hacérselo a quien mira de frente la mano con que le apuñalas.

La hija del Arzobispo insinuó una sonrisa.

– Pudiste quedarte en tu sitio. Creí que ibas a quedarte en tu sitio. Se lo juraste a Livius para que me lo contase. Cien veces que soñaras conmigo, cien veces me quemarías. Corrígeme si cito mal tus palabras.

Livius las citó bien para ti. He soñado mil veces contigo y mil veces te he quemado.Ahora estoy soñando contigo y mi única ansia es quemarte. Pero me he dado cuenta de que mi sitio no es mi celda ni mi tablero en el coro. Ahora estoy en mi sitio y vengo para quedarme.

– ¿Y vienes solo o con ese recuerdo de algo mejor del que me hablaste en la torre? Imagino que coincide con lo que para Livius describiste como no sé qué que traías en un hato, pero supongo que se trata de un hato invisible.

Bálder no respondió enseguida.

– Livius y tú tenéis buena memoria -reconoció-. Mejor que la mía. Ahora recuerdo pocas cosas y no hay una sola que haya hecho de la que no tenga algún motivo para arrepentirme. Sin embargo, en el sentido en que hablaba en la torre, tú sigues siendo lo peor que conozco.

– No me has contestado.

– Una noche me dijiste que terminarías siendo todo lo que soñase y acertaste. Por si te sirve, no tengo inconveniente en confesar que mientras te veo, siento que no existe nada más hermoso sobre la tierra. Nunca pude sentir eso con Camila, ni con Octavia, ni con Eunice, ni mucho menos con cualquiera de las otras. Aquella misma noche me amenazaste con que todos mis fantasmas se consumirían y me consumirían. No entraré a discutir si también acertaste. Consulta con tu instinto, y no confundas una cosa con la otra.

– Así que traes el hato -dedujo Náusica, con sorna-. ¿Confias en que te proteja?

– No confio en que nada me proteja. He estado huyendo durante semanas y estoy harto de hacerlo. Vengo a que me hieras de una vez.

– Tu resignación resulta conmovedora. ¿No te has detenido a meditar acerca de las razones que provocaron la suerte de Pólux y de los otros? ¿Ni por un momento has considerado que la tuya podría ser diferente?

– Claro que sí. Puede que tardes un mes más, o que te deshagas de mí mañana mismo.

Náusica regresó a la noche que enviaba sus sonidos a través de la ventana abierta.

– ¿Aceptas entonces mi invitación? -preguntó.

– Sí.

– ¿Me deseas?

Bálder puso el jarrón con las seis rosas que quedaban en el borde de la mesa y lo empujó lentamente hasta que le faltó el apoyo suficiente para seguir en equilibrio. El jarrón se desintegró al estrellarse contra el suelo.

– Como nunca deseé a nadie -reveló, pensativo.

– Pero me odias.

– Has hecho que la bajeza se apodere de todos estos desgraciados. He comprobado cómo te ensañabas con seres inocentes. Me has contaminado hasta el extremo de mezclarme con mujeres que no me habían ofendido sólo para ver cómo las aniquilabas. Es mi deber odiarte.

Náusica le examinó con escepticismo.

– ¿Te refieres a Octavia y a Eunice? ¿Es que te remuerde la conciencia?

– Ya no tengo conciencia. Sólo mi deseo y mi odio por ti.Y lo que además de eso quieras adivinar.

– Pero piensas en ellas.

– Lo imprescindible. ¿Por qué no las dejaste vivir?

– Por lo que me dijeron, me dio la impresión de que Octavia te gustaba. Eliminarla fue una medida de higiene. En cuanto a Eunice, hacía tiempo que Livius andaba un poco desatento. Cuando me informó de lo que ella había hecho contigo comprendí que estaría más despejado si sustituía a su ayudante por otra. Se lo aconsejé y se mostró receptivo. Lo que hiciera con ella no fue mi responsabilidad.

– Siempre la misma canción. Para no mancharte tú, ensucias todo lo que te rodea.

– Eres demasiado severo conmigo.

– No te condeno.Ya naciste condenada y nada puede salvarte de morir como eres. Sólo me gustaría que te mancharas, por una vez.

Bálder se agachó y recogió del suelo, entre los restos del jarrón, un pequeño triángulo de cristal. Lo colocó sobre la mesita en el extremo donde estaba Náusica.Apoyó junto a él su antebrazo, vuelto hacia arriba.

– Ahí tienes mi muñeca. Las venas no son muy gruesas, pero se ven lo suficiente. Corta. ¿O te asusta la sangre?

Náusica se incorporó sobre su diván y se aproximó. Sus movimientos eran sinuosos. Cogió el cristal con cuidado, para no cortarse, creyó en un principio Bálder. Pero luego apretó entre su índice y su pulgar uno de los vértices y la base opuesta del triángulo. Pasó sobre la muñeca de Bálder la superficie suave que había formado parte de la pared exterior del jarrón y dejó caer el cristal al suelo.

– No me asusta la sangre -dijo, enseñando al extranjero sus dedos.

En el índice tenía una herida profunda, que le sangraba en abundancia. En el pulgar había un corte transversal, más superficial que el otro. Se llevó los dos dedos a la boca y comenzó a acariciar la muñeca de Bálder con la otra mano.

– No quiero hacerte daño -aseguró, con dulzura-. No a ti. Te elegí para acabar con esto. Yo también estoy cansada. Por eso dejé que lo supieras todo, o para ser sincera, hice que lo supieras todo. Si consientes, apoyaré mi cabeza sobre tu hombro y me olvidaré de todo lo que he vivido hasta ahora.

Náusica hizo una pausa y dejó escapar un suspiro.

– Me entregaré a ti como jamás me entregué a nadie, maestro -prosiguió-. Renuncio a utilizar contigo los trucos que utilicé con los otros. No habría podido si hubieras venido como vinieron ellos, pensándose que temblaría para siempre entre sus brazos, al arrullo de sus palabras imbéciles.Tú me deseas y me odias.Yo te quiero más de lo que te deseo. Aunque no me dieras placer, te conservaría conmigo, si es que no prefieres marcharte.Y desde luego que eres libre de hacerlo.Ahora o mañana o dentro de un año. A la obra o a tu patria o al fin del mundo. Livius arreglará lo que haya que arreglar para conseguirlo. Tal vez no lo entiendes. Soy tuya. Puedes hacerme mal, si te place. Si quieres vengar a Camila, o a Núbila, a quienes arranqué de tu lado. Nadie vigila mis habitaciones esta noche. Puedes matarme y después irte sin que nadie te estorbe. Me cortaría las manos antes que permitir que nadie te tocara. Mira.

Volvió a enseñarle sus dedos heridos. Bálder contempló confundido el semblante melancólico de Náusica.Aquella expresión la dotaba de un misticismo inédito. El extranjero no cedió:

– ¿Para qué tratas de engañarme? Esta vez puedes ahorrártelo.

– Era antes cuando te engañaba -protestó Náusica-. Si no lo hubiera hecho habrías venido sólo por el gusto de violar a la hija del Arzobispo, como el arquitecto.

– Violarte -repitió Bálder-. Pólux empleó la misma palabra.

– Él lo pretendió también -murmuró ella, hurtándole la cara.

Bálder se rehízo:

– Yo no he venido a violar a la hija del Arzobispo, ni lo habría hecho nunca. Si me hubieras dejado en paz me habría mantenido tan lejos de aquí como me hubiera sido posible. No te entretengas con los preámbulos que tramaste para otros. Limítate a decirme por dónde tengo que seguir.

Náusica se levantó del diván y se asomó a la ventana, dándole la espalda. Sus brazos se apoyaban en el alféizar y el extranjero apreció, en la tensión de sus músculos, que se apretaba contra él.Volvió la cabeza lo necesario para que él pudiera oírla:

– Las palabras nos alejan. Tú crees que las mías son falsas, pero las tuyas nacen del error. Voy a librarte de las palabras. En realidad es muy simple. Haz conmigo lo que hiciste con las otras mujeres. Lo que ellas te pidieron y lo que no te pidieron. Haz también lo que no hiciste pero hubieras querido hacer.Yo haré todo lo que me pidas, y sólo lo que me pidas.

La muchacha se dio media vuelta. Recostada contra el marco de la ventana, llevó su mano derecha al tirante izquierdo y lo deslizó hasta privarlo del sostén de su hombro. El camisón se ahuecó. Cuando fue a repetir la operación con el tirante derecho, Bálder probó a exigirle:

– No.

Náusica interrumpió su ademán. El extranjero se incorporó y recorrió los tres pasos que le separaban de ella. Sintió su aliento junto a su boca, su cuerpo junto a su cuerpo. Náusica aguardaba, inmóvil. Despacio, el hombre alzó la mano hasta interponer su índice entre el tirante y la piel de la muchacha. Náusica continuó quieta. Con un rápido movimiento, Bálder rompió la fina tira de tela y el camisón resbaló hasta el suelo. Observó cómo el pecho de ella subía y bajaba y su vientre se hundía y restauraba al ritmo de su respiración. La cogió por las caderas y ella cerró los ojos. En ese preciso momento, admitió una duda impensable: acaso la muchacha no le había mentido. Pero cuando la abrazó, estrechando contra sí sus huesos y su carne enfriada, notó en la nuca la proximidad a un tiempo calmante y terrible del desastre. Estaba en el sagrario, donde otros habían perdido la vida o la dignidad de vivir, donde él rendía, por lo pronto, la ilusión de una sustancia interior que preservar. Aunque no lo deseaba, comprendió. En realidad, no era aquel simple contacto carnal lo que allí estaba sucediendo. Más aún: todas y cada una de las sensaciones que lo componían formaban parte de una alucinación destinada a encubrir la esencia de su acto. La esencia, la verdad, era que abrazando a Náusica se vaciaba de sí y aceptaba el cáliz insondable de todos los venenos. Con todo, no podía resistirse. Desnuda, trémula, descargada como por arte de magia de cuanto había hecho hasta entonces, aquella muchacha era suave como el terciopelo, clara como el agua y solícita como una sierva. Mientras se aferraba a ella, entre las sombras fluctuantes del sagrario, el alma del extranjero se inundó de miedo y soledad.

Despertó horas después, junto al desarropado cuerpo de Náusica. Extendió la sábana sobre ella, cubriéndola y ciñendo el borde al nacimiento de su cuello. Ella respiraba tranquilamente, y también era de una misteriosa paz el gesto que tenía prendido en las facciones. Había desaparecido casi todo el maquillaje y sus labios estaban descoloridos. Bálder distinguió, al final de la mejilla, donde la carne y la piel se le tensaban por efecto de la mandíbula, una pequeña hoz de difuminados extremos: la tierna transparencia de una de sus venas bajb la piel. Colocó la yema del dedo índice sobre el pequeño arco grisáceo y notó, leve y espaciado, el pulso de la durmiente. Durante unos minutos recapacitó acerca de lo que había planeado para el momento que al fin había llegado y que le reclamaba, en nombre propio y en el de tantos otros, añorados o desconocidos. Ella no podría defenderse, ni siquiera gritar. Retiró un par de centímetros la sábana y vio el punto donde debía hundir sus pulgares. No duraría más allá de unos pocos segundos. Ella no era débil, pero él podría imponerse.A la ventana se asomaba, como un testigo de su indecisión, el disco plateado de la luna que descendía hacia el alba. Al claro de aquella luna tenía que erguirse sobre ella y arrebatarle la vida. Era su deber y la ocasión era propicia como nunca había sospechado que fuese. Resultaba todo tan sencillo que le afrentó lo indecible admitir que no era capaz de hacerle daño.

Cuando se persuadió de que no le haría nada, comprendió que sólo le cabía escurrirse de su lecho y salir de allí como un ladrón con las manos vacías. Se vistió sin prisa, maravillado por la inconmovible placidez en que parecía sumida la muchacha. Antes de irse, se acercó a ella y se rebajó a acariciarle la frente, por disfrutar una última vez del bello tacto del infierno que tanto había temido. Entonces Náusica, sin sobresaltarse, despertó de su sueño y abrió unos ojos que guardaban todavía la imagen de la otra orilla.

– ¿Te vas? -susurró.

– Sí -replicó Bálder, escuchándose como si fuera la voz de otro.

– ¿Volverás?

– ¿Dejarás tú que vuelva?

Te esperaré. Haré que me traigan otro jarrón y una sola rosa, cada mañana. Por la que antes tiraste.

– Por mí -se mofó Bálder.

– Por ti.

– Adiós, Náusica.

– Ahora ya no puedes despedirte, maestro.Te has quedado dentro de mí.

Lo dijo con malicia, mientras se erguía.

– Lo que te dejo estará muerto antes del amanecer.

– ¿Eso crees? No te has enterado de nada -observó, risueña.

Vacilante, Bálder anduvo hasta la puerta. Cuando salió, antes de que pudiera encajar otra vez la hoja entre las jambas, una mano de hierro asió su brazo. El guardia cerró la puerta por él, sigilosamente, y le apartó hasta el centro del pasillo. En ese instante Bálder advirtió que tras él había otro guardia. Le paró con la punta del bastón, que le hizo correr un escalofrío por el espinazo. Alzó la vista y reconoció al que le había aprehendido. Era el gigante de rostro aniñado que dormitaba sobre su mesa hacía unas horas. El otro, al que miró de reojo, aparentaba más edad. Sin embargo, fue el gigante el que le habló:

– Has sido inteligente. Si hubieras intentado hacerle algo te habría partido los brazos. Ahora vas a venir con nosotros.

– ¿A dónde? -interrogó Bálder, anonadado.

– A las mazmorras, por supuesto.

– ¿Quién os dio la orden?

Casi instantáneamente, recibió un fuerte bastonazo en el riñón derecho.

– Tú no haces las preguntas aquí -aclaró el otro guardia, mientras el extranjero se doblaba de dolor-. Enderézate -le ordenó, golpeándole en el hombro-. Si te estás callado seguirás entero, por ahora. Camina.

El gigante le señaló hacia dónde con el bastón, que parecía más pequeño de lo normal en su manaza aumentada en el grosor del guante.

Con los dos guardias detrás, sin atreverse a despegar los labios ni a volver la cabeza, y resolviendo las bifurcaciones según le indicaban los bastonazos de sus captores, Bálder bajó desde los aposentos de Náusica hasta los sótanos del palacio. Antes de descender bajo el nivel del suelo, tuvo tiempo de divisar, a través de un ventanuco, un trozo de cielo que comenzaba a anaranjarse. Luego vino la oscuridad de la escalera que conducía hacia los calabozos. A medida que bajaba, un intenso olor a humedad se fue apoderando del ambiente. Donde la escalera moría empezaba un largo corredor, y al final del corredor vino una antesala en la que un guardia maduro jugueteaba con un manojo de llaves.

– Traemos un inquilino -le comunicó el gigante.

– Algo habrá para él -gruñó el carcelero.

– Que no sea demasiado bueno -sugirió el otro guardia.

Le llevaron a lo largo de un pasillo angosto. A ambos lados había puertas metálicas, recubiertas de herrumbre. El carcelero se detuvo ante una de ellas y buscó la llave. Erró tres veces antes de introducir en la cerradura la apropiada. Abrió y le invitó a que pasara al interior. El extranjero dudó un instante, pero un par de bastonazos en las costillas saldaron sus titubeos. Apenas atravesó el umbral le soltaron una formidable patada, que le derribó y le hizo chocar con la pared opuesta, situada a apenas cuatro pasos. La puerta se cerró con estruendo y Bálder quedó sumido en la tiniebla. El suelo estaba encharcado.Tanteando, comprobó que en toda la extensión del calabozo no había nada. El único accidente con que tropezaron sus dedos fue un agujero circular que se abría en un rincón. Podía tener una cuarta de diámetro y de él brotaba un olor nauseabundo. Con horror y un inexorable sentido práctico, Bálder comprendió para qué le serviría aquello.

Durante los primeros tres días, según pudo calcular, nadie fue a verle. Trató en vano de adaptarse. Ni se acostumbraba a los lejanos crujidos, gimoteos, golpes y gritos de que se componía el silencio de su reclusión, ni se acomodó de forma que le fuera posible dormir y a la vez evitar el contacto con el agua que fluía constantemente sobre la superficie del habitáculo. Al final caía rendido y despertaba sacudido por espantosos temblores, con todo el costado mojado. Completando sus exploraciones táctiles, dio con las fuentes de las que salía el agua, una serie de rendijas en la unión del suelo y la pared. Pero no disponía de medios para obturarlas y contener la corriente. Ésta fue, al principio, su mayor obsesión, por encima incluso del hambre. Sin embargo, cuando al cuarto día la puerta se abrió y le arrojaron una escudilla con algo que las yemas de sus dedos, convertidas en ojos, identificaron como alimento, no se preocupó de la carencia de utensilios ni del repugnante sabor de la masa grumosa que ingirió hasta limpiar la escudilla. Esa primera comida la vomitó enteramente media hora después de tomarla. Tras el vómito experimentó de forma angustiosa el azote de la sed. Tan apremiante era que le hizo prescindir de todos los escrúpulos que hasta aquel momento le habían impedido beber del agua que corría por el suelo, de la que en adelante se sirvió con soltura. Desde aquella cuarta jornada, le suministraron puntualmente la escudilla, cuyo contenido consiguió retener su estómago a partir del tercer intento. Todas las tardes, si no erraba al intuir la hora, un carcelero abría la puerta, lo acorralaba a patadas en el rincón del retrete y reemplazaba la escudilla vacía por otra llena antes de que Bálder pudiera habituar sus ojos a la luz del corredor.Transcurrieron quizá dos semanas sin que tuviera más relación con quienes le custodiaban. Durante aquellos días su única referencia era el cambio de escudillas, cuya hora, a medida que se fue debilitando su noción del tiempo, bien pudieron ir variando para hacerle equivocar las tardes con las noches o con las mañanas. Despojó su cerebro de lo que no fuera satisfacer sus necesidades más básicas, y sólo en sueños, de los que salía sobresaltado por el agua sobre la que terminaba apoyando derrengado la mejilla, recordaba jirones incoherentes de su vida anterior. Tan pronto soñaba que Camila estaba viva como que hablaba con Núbila o sostenía en vilo el torso blanco de Náusica, mientras ésta cruzaba los dedos detrás de su nuca. Al final siempre regresaba a la oscuridad empantanada de su mazmorra, en la que todo se desvanecía frente al reclamo primordial de continuar sobreviviendo.

Una tarde, o lo que fuera, el carcelero que vino a traerle la comida no le pateó, aunque Bálder ya se había ido hacia el rincón y se había protegido la cara con los brazos. Ante lo que tardaba en faltar otra vez la luz, respecto a lo que era usual, el extranjero se atrevió a espiar lo que ocurría. El carcelero estaba quieto ante él, con la escudilla vacía en la mano. Le miró a la cara pero no distinguió sus rasgos.

– ¿Cómo estás? -le espetó el otro, bruscamente. Bálder no contestó.

– ¿Quieres que te vea un médico?

El extranjero rechazó el ofrecimiento con un movimiento enérgico de cabeza.

– Está bien. Allá tú.

La puerta volvió a cerrarse y Bálder acogió con alivio la restitución de las tinieblas, en las que buscó ansiosamente la nueva escudilla con su ración diaria. Así, sin ninguna otra interrupción de la rutina, pasaron otras dos o tres semanas. Comía de la escudilla, bebía del suelo, evacuaba por el agujero del rincón y los carceleros le pisoteaban. Oía ruidos que a veces parecían humanos y soñaba y se despertaba sobre el agua que no paraba de manar y fluir debajo de él.

Un día, apenas dos horas después del cambio de escudillas, la puerta se abrió. Bálder, desconcertado, se fue al rincón y se protegió como solía. Dos hombres se agacharon sobre él y lo levantaron cogiéndole por debajo de los brazos. El extranjero, sin oponer resistencia, fue arrastrado hasta el corredor, en el que el flojo resplandor de las lámparas le obligó a cerrar los ojos. Oyó el estrépito de la puerta a su espalda, y un minuto más tarde, la despedida del carcelero.

– No le maltratéis demasiado.

– Descuida -dijo el que estaba a su izquierda.

Le subieron por lo que debía de ser la escalera por la que había sido conducido a su encierro. Luego vino un largo trecho de recorrido llano, luego más escaleras, luego otro tramo horizontal, y así sucesivamente. Cuando abriólos ojos estaban ya en el segundo o tercer piso. Era mediodía y la luz le resultó insoportable. Volvió a apretar los párpados.

Unos minutos después se detuvieron y se abrió una puerta. Lo tendieron sobre algo blando y al cabo de unos segundos oyó un lejano chapoteo. Se quedó como lo habían tumbado, sin moverse.

– El baño está caliente -informó la voz que había oído antes-. Quítate esa ropa y aséate. Cuando te hayas bañado puedes dormir.Ya vendremos a despertarte. La ropa ponla junto a la puerta. Nos encargaremos de que la retiren.

Le dejaron solo.A tientas, como se había hecho a vivir, localizó la bañera y tomó la temperatura del agua. Se quitó la ropa pestilente y a gatas la llevó hasta donde le habían ordenado.A gatas regresó y se introdujo en la bañera. Junto a ella habían dejado una pastilla de jabón. Se restregó con ella, sin poder creer en aquel placer que inopinadamente se le proporcionaba. Apuró el baño hasta que el frío de semanas huyó de su cuerpo. Era verano: lo recordó cuando estuvo limpio y notó la incipiente transpiración. Probó a entreabrir los ojos. La luz seguía siendo excesiva para él. Terminó de secarse y fue hasta la cama. Se deslizó entre las sábanas tal y como estaba, desnudo. Enseguida quedó dormido.

Cuando le sacudieron, Bálder se incorporó de un salto. Abrió los ojos y se afanó por mantenerlos así. Ya era de noche, y aunque la poca claridad del cuarto le dañaba, poco a poco fue capaz de discernir las formas de lo que había a su alrededor.Ante él tenía dos guardianes. Se enjugó las lágrimas y se dio cuenta de que eran los mismos que le habían llevado cierta mañana al despacho de Ennius, desde donde Eunice le había llevado a su vez ante Livius.

– Levántate y vístete -le conminó uno de ellos, señalando con el bastón las ropas grises que alguien había depositado dobladas a los pies de la cama.

Bálder obedeció sin rechistar, apresurándose a tapar su escuálida desnudez. Una vez que estuvo vestido, se limitó a aguardar instrucciones.

– Alguien quiere verte -le transmitió secamente el guardia que parecía tener mayor rango-.Ven con nosotros.

Bálder caminó con alguna dificultad hasta la puerta. Los dos hombres se hicieron a un lado para que pasara. Uno de ellos abrió y Bálder salió al corredor. Justo enfrente de su puerta había una lámpara, y cuando volvió la cabeza para evitarla, vio una extensión tan desproporcionada a lo que durante semanas había sido su reducto vital que estuvo a punto de perder el equilibrio. Uno de los guardias le sujetó y el otro le agarró del otro brazo.

– No te preocupes, te ayudaremos -prometió el último.

El extranjero, mientras avanzaban por el corredor, se obstinó en no rehuir las lámparas. Ya no lloraba, casi. A trechos caminaba y a trechos, sobre todo en las escaleras, iba suspendido de los férreos brazos de los guardianes. Subieron mucho, tanto como no recordaba haber subido nunca. Atravesaron una galería con ventanas. La luna, en cuarto menguante, alumbraba una hermosa noche de verano. Sus ojos recobraban velozmente la utilidad que habían tenido antes de que lo encerrasen.También su entendimiento se desperezaba. Habían permitido que se lavara y durmiera.Ahora, le habían dicho que alguien quería verle. Si no era el verdugo, debía de ser Náusica. Pero los aposentos de Náusica no estaban por allí.

Finalmente, llegaron ante una alta puerta de madera pulida a cuyos lados había otros dos guardias.

– ¿Es éste? -inquirió uno de ellos.

– Sí.

Pasad. Le espera.

Entraron en una sala en forma de L, cuyo primer brazo era largo y estrecho y el que venía tras el recodo cuadrado y amplio, quizá algo más que el despacho de Livius. Al fondo había una mesa, de buena madera, pero sencilla en su factura. Una lámpara de cristal iluminaba la habitación. No había nada en las paredes. A la izquierda vio un largo ventanal y a la derecha, en el centro de la pared lisa, unapuerta cerrada. En mecho, a unos diez pasos de la mesa, había una silla, sobre la que le sentaron los guardianes. -Quédate aquí. El no tardará.

Los guardias se retiraron. Entonces Bálder supuso que quien no tardaría no podía ser Náusica, ni tampoco el verdugo, porque aquél distaba de resultar un lugar apropiado para que desempeñase su labor. Oyó algo a su derecha. No se volvió. Junto a él pasó un hombre de edad, encorvado y ataviado con una sotana negra, gastada y sin ningún ornamento. Se dirigió hacia la mesa, la rodeó y se dejó caer sobre el sillón que había detrás. Ordenó unos papeles. Al fin, apuntó sus anteojos hacia Bálder. Carraspeó y dijo:

– No tienes muy mal aspecto. Pero tampoco imaginaba que fueras así.

– ¿Cómo? -murmuró Bálder, aturdido.

– Tan corriente.Tan insignificante.

– ¿Quién es usted?

– Así que también eres estúpido.

– ¿Debería saberlo? -preguntó el extranjero, con temor, no directamente a aquel hombre o a su áspero insulto, sino a los guardias que estaban fuera y que podían devolverle a bastonazo limpio al calabozo del que le habían sacado.

El viejo entornó los párpados.

– Mi hija está encinta -reveló, sin tomar en consideración la pregunta de Bálder.

– ¿Su hija? ¿Náusica? -tartamudeó el tallista.

– Creo que todas las demás con las que lo arriesgaste están muertas -comentó el viejo, indiferente y brutal.

El extranjero no supo qué decir.Todavía estaba atontado por su súbito traslado desde los sótanos.

– Confio en que tu breve estancia en las mazmorras haya sido llevadera -declaró el viejo-. No dispuse que te mimaran, pero prohibí que se ensañaran contigo. ¿Han cumplido mis hombres mi consigna?

Bálder respondió, dubitativo:

– No parece que haya sufrido lesiones irreparables.

– Bien. No me eres simpático, pero tenía que prever la eventualidad de que ocurriera lo que ha ocurrido.

– ¿Qué ha ocurrido?

El viejo le observó por encima de los anteojos.

– Ya te lo he dicho. Has dejado preñada a mi hija.

El extranjero se resistió a asimilar aquello: que aquel viejo desaliñado fuera el Arzobispo; que Náusica hubiera prescindido con él del método que había empleado con los anteriores; y por encima de todo, que estuviera delante del hombre a quien nadie conocía, debatiendo acerca de su futura paternidad. Resumió su asombro en una sencilla pregunta:

– ¿No hay ninguna posibilidad de que haya sido otro?

– Pues no. La han tenido vigilada, antes y después. Sólo hubo acceso contigo, maestro.

– ¿La han tenido vigilada?

– En todo momento. Durante años he esperado este instante. Mis secretarios me han mantenido siempre al tanto de cada uno de los caprichos de mi hija.Y te diré, por cierto, que alguno tenía una curiosa fe en ti.Yo era escéptico, como lo fui con los otros. Pero he aquí que ha sucedido. Por eso te he mandado rescatar.

– No comprendo -confesó Bálder.

– Es un asunto demasiado complicado para comprenderlo de un golpe.

En medio de la inopia en que se hallaba, el extranjero quiso despejar alguna incógnita. Escogió al azar:

– ¿Decidió Náusica que me encerrasen?

– No.Todo lo contrario. Ella se quejó de que lo hicieran. Quería seguir jugando contigo. Lo que pasa es que la paciencia merma con los años. Antes yo podía esperar a que ella se cansara de sus antojos. Pero ya soy viejo, así que esta vez, excepcionalmente, ordené a mis colaboradores que en cuanto hicieras tu parte te despachasen a los sótanos.Y si fallabas, que trajeran rápido a otro. Por fortuna, no ha hecho falta.

– De modo que ella no me mintió.

– Al contarte qué.

– Que no iba a hacer nada en mi contra. Durante todas estas semanas en el calabozo he estado convencido de que me había mentido.

– Supongo que todavía no iba a hacer nada en tu contra. ¿Tiene eso alguna importancia?

– Quizá.

– Se me escapa la razón. Claro que eso es cosa tuya. Ahora sólo falta aguardar a que nazca la niña.

Bálder alzó las cejas.

– ¿Por qué la niña?

– Siempre son niñas. Su madre tuvo una niña. Y la madre de su madre.Y así hasta el comienzo. Nuestros errores tornan una forma femenina y fértil para poder hacer germinar a su vez los errores de otros. Tu hija tendrá una hija con un extranjero, dentro de veinte o treinta años, y entonces sabrás que tu misión está cumplida y volverás a ser libre, aunque sólo sea para lo único que le queda a los viejos, que es abandonarse al cortejo de la muerte.

Bálder se revolvió en la silla.

– ¿Cómo? -exclamó.

– No tengas prisa, maestro. No va a ser hoy, ni mañana, ni dentro de un mes cuando llegues a captar el sentido de todo esto. En realidad, creo que a mí me ha costado todos los años que han transcurrido desde que conocí a la madre de Náusica hasta ayer mismo.

– No puedo creerlo.

– Qué.

– Nada. Para empezar, que el Arzobispo haga profecías sobre mí y que las profecías vayan más allá de esta noche.

– ¿Qué esperabas?

– Morir un día de éstos, en mi calabozo.

– Yo apostaba que no vivirías mucho, pero no habría sido en el calabozo.Y el asunto me molestaba, no lo del sitio, sino lo de que te matasen, porque significaba que habría que traerle otro a Náusica y que yo tendría que volver a ver pasar el tiempo.

Bálder reprodujo la expresión del viejo:

– Traerle a otro. Como me trajo a mí, ¿no?

– Yo me limité a firmar la carta, como firmo, cada día, decenas de papeles. Nombramientos, destituciones, asignaciones de material, aumentos de sueldo, disminuciones de sueldo, sentencias de prisión, de muerte, gratificaciones extraordinarias. Leo uno de cada cien. En fin, para serte franco, tu carta la leí. Aunque fue uno de mis secretarios quien se ocupó de buscar algún puesto que estuviera vacante y a alguien que pudiera venir a cubrirlo.

– Y también se ocupó de que aleccionaran a Ennius.

– ¿A quién?

– A Ennius, el canónigo a quien se encargó mi supervisión.

– Ni sé ni me interesa nada de eso. Ni sé ni me interesa cómo dieron contigo. Me contaron que se trataba de un tallista, y me pareció bien porque no era otro escultor, que los hay de sobra y nunca han dado ningún resultado. Se me hacía absurdo lo de la sillería, y en invierno, pero la obra no es cuestión a la que conceda la menor trascendencia. Por mí, como si hubieras sido organista.

El viejo, al referirse a la catedral, mostró un abierto desprecio. A Bálder le costaba hacerse a la idea de que aquello era la realidad y no alguna extravagante simulación. Aunque podían ultimarle sin más y en cualquier momento y nada justificaba el desperdicio, por si acaso, y porque le fuera menos ininteligible, jugó a comportarse como si aquel sujeto no fuera quien decía ser, sino un sicario con el que Náusica o Livius pretendieran trastornarle.

– Si usted es el Arzobispo, y no me han informado mal, usted ordenó que comenzaran las obras -dijo. Un mohín estoico asomó al rostro del viejo.

– No te han informado mal -confirmó, con un tono neutro-. Y como soy el Arzobispo, en efecto, yo di la orden. ¿Se sigue algo de eso?

– Nadie invertiría los recursos que se han invertido en la catedral si la considerase intrascendente.

El viejo se echó hacia atrás en su asiento y se quitó losanteojos. Se frotó los párpados, cruzó los dedos sobre la mesa y dirigió a Bálder una mirada velada por la niebla de su presbicia.

– Es de noche y no deseaba precisamente conocerte -explicó-. Prefiero que seas sólo una voz y una sombra.

A continuación inspiró sin mucha energía, tal vez toda la que podía o quería emplear, y razonó pausadamente:

– En la suposición que acabas de hacer hay al menos tres errores. El primero es simple y consiste en dar por sentado que yo he invertido algo. Nada de lo que se ha gastado era mío ni podría haberlo utilizado en mi provecho. El segundo error, inaplicable a mi caso porque a nada me dedico y nada tengo, estriba en presumir que uno dedica sus recursos a lo que le dicta su conciencia que debe dedicarlos. El tercer y último error, implícito en tus palabras, es que yo decidí levantar la catedral. Cuando accedí a esta lamentable dignidad que ostento, eso ya estaba decidido. Sólo me limité a no revocar la decisión y a dejar que todo siguiera su curso. Tampoco sé si hubiera podido tomar otra actitud. Ni me lo planteé siquiera. Qué me importaba que levantaran su templo o no.Yo era un extranjero, como tú. Firmé el primer papel y eso me obligó a firmar los miles que vinieron después.

– Es usted un impostor -le acusó Bálder.

– Interesante idea. Aunque sea la segunda vez que lo sugieres en los últimos cinco minutos.Tengo por ahí guardadas mis galas, pero no voy a buscarlas para persuadirte de que soy el Arzobispo. No tengo ninguna necesidad de persuadirte. Puedes imaginar lo que mejor te parezca.

– Puede que sea el Arzobispo, pero no por eso dejaría de ser un impostor.

– Traduce -bostezó el viejo.

– ¿Cómo quiere que crea que es irresponsable? Otro quizá pudiera. A mí me han traído a su presencia a rastras, hace un rato. Su discurso resulta tan intolerable como su pretensión de no tener nada. Si es el Arzobispo, suyo es todo lo que hay en cincuenta leguas a la redonda. Los hombres y las mujeres y las haciendas que arruina con sus tributos.

– Los tributos se destinan a cubrir las necesidades del Arzobispado -objetó el viejo-. No las mías. En realidad, si no te incomoda la confidencia, las mías llevan años insatisfechas. No lo entiendes, naturalmente, pero lo entenderás. Puedo firmar una orden para que despojen a cualquiera de sus posesiones y de nada de lo que se obtenga sacaré el menor fruto. Soy un hombre pobre, maestro. No confundas aquello que uno tiene con aquello de lo que uno puede disponer. Cuando yo no vivía aquí, en la última planta del palacio, cuando no podía firmar decretos ni me asistía ningún secretario, tenía mucho más de lo que tengo ahora. Ahora mi simple firma puede hacer que las cosas se desplacen de un sitio a otro; casi todas las cosas, desde casi cualquier sitio hasta casi cualquier otro; pero nada queda en mis manos. Si no uso las galas arzobispales, fuera de los momentos en que es estrictamente imprescindible, es porque me siento ridículo llevándolas. Son el símbolo de un poder que no tengo. Si das la vuelta a las palabras te acercarás más a la verdad. Es la investidura la que me gobierna a mí.

– Pero no es irresponsable -insistió Bálder.

– Ése es un adjetivo demasiado ambiguo. Soy responsable de todo y de nada. No firmo nada que no haya preparado otro, libre, por lo demás, de cualquier coacción por mi parte. Si yo no firmase no se cumpliría la orden, pero si no me preparasen nada no habría nada que cumplir. ¿Podría negarme a firmar? Nunca hice la prueba, pero estoy convencido de que otro firmaría por mí. Estás en tu derecho de imputarme todo lo que hayas visto suceder.Yo sólo siento que he asumido algo que no debía dejar a otro. Yo ya había perdido. Qué más me daba.

El viejo apoyó la nuca en el respaldo de su asiento. Bálder contempló, a la luz de la lámpara de cristal, las manchas que cubrían el dorso de aquellas manos, especialmente de la derecha, con la que dibujaba, apostó, el garabato escueto del que guardaba en su celda un ejemplar, al pie de la carta que le había conducido hasta allí. Los pocos cabellos blancos que permanecían aferrados al cráneo delviejo también se entrecruzaban sobre unas manchas semejantes. La barba mal rasurada proyectaba sombras sobre su semblante y en sus nebulosos ojos azules había un vago desánimo. Por un segundo, le exasperó la despiadada calma de aquel hombre.

– Supongo que le servirá la misma excusa para todo lo que ha hecho conmigo -masculló el extranjero.

– ¿Qué excusa?

– Que sólo firmó lo que si no habría firmado otro. Lo que también otro le redactó.

– Es cierto que respecto a ti he tomado iniciativas -admitió el viejo-. Pero sólo dos. Mandé que te enviaran a la mazmorra inmediatamente y he hecho que te sacaran de ella. Ninguna de esas dos órdenes consta por escrito. Nadie las redactó para que yo las firmara y nada firmé. Con ellas viene a ocurrir justo lo contrario de lo que ha estado ocurriendo durante todos estos años. Siempre era otro el que decidía lo que yo ordenaba. Ahora, en lo que a ti se refiere, es otro el que me ordena lo que yo decido.

– ¿Quién?

– Un anciano intransigente que divisa al fin el momento en que podrá librarse del Arzobispado y del palacio y de todos los canónigos con sus monsergas. Un anciano que quiere irse desnudo dejando la maldita sotana colgada en otros hombros. Desde que no pude seguir siendo un extranjero revoltoso he deseado ser ese anciano. Te debo gratitud, maestro, porque tú lo has hecho posible, si la semilla que has puesto en el vientre de mi hija está bien sembrada.

Bálder no podía penetrar el significado de las palabras del viejo. Sólo pudo preguntar, con candidez:

– ¿Y si no lo está?

– El verdugo tendrá trabajo y el anciano tendrá que aprender un poco más.

– Lo del verdugo no era demasiado difícil de prever -recobró el aplomo Bálder-. ¿Lo otro es un acertijo?

– Me vas a perdonar que no me extienda más esta noche. Es tarde. Hablemos de…

– ¿Y qué hay de Dios? -le interrumpió el extranjero, con insidia.

– ¿Dios? -repitió reacio el viejo, como si fuera una palabra inoportuna.

– Aquel para quien levantan el templo.

– Ya te he dicho que el templo no me preocupa en absoluto.

– Ahora no se trata del templo.

– Ya. Dios -reflexionó el viejo-. Bueno, ignoro las razones que puedan tener, otros; a mí me es imposible creer en él. No me malinterpretes. Sólo sostengo que si hay un Dios, no pretende, desde luego, nada de lo que se le atribuye. Sería un insensato si sostuviera otra cosa, sabiendo lo que sé. Pero no te he hecho llamar para que me ayudes a averiguar qué es lo que pretende Dios, si es que pretende o puede pretender algo, ni para enredarnos en un enojoso enjuiciamiento de mi conducta respecto de ti o respecto de cualquier otro asunto, ni mucho menos para que yo te entretenga divagando sobre cuestiones que sólo a mí me atañen. Hice que te trajeran para darte la noticia y para comunicarte lo que será de ti en los próximos meses. Si hubiera podido habría encomendado el trámite a mis secretarios, pero esto me incumbía personalmente. En cuanto a tu futuro, hasta que nazca la niña estarás bien atendido, aunque los guardianes no dejarán que abandones tus aposentos. Si te apetece leer o dibujar o hacer eso que haces con la madera se te proporcionará lo que necesites.

– Ni deseo dibujar ni hago ya nada con la madera -informó Bálder, desabrido.

– Bien, ya encontrarás alguna otra cosa en que distraerte. Tus habitaciones son luminosas, según me han garantizado, y confio en que te resulten confortables. Si me permites un consejo, no te obsesiones. El tiempo pasa más deprisa de lo que uno cree al principio.

– ¿Y cuando nazca la niña?

– Empezarán con tu instrucción. Antes de un año serás ordenado.

– ¿Se me dejará abandonar mis aposentos entonces?

– Nadie estorbará tus movimientos una vez que nazca la niña. El Arzobispado no asigna a sus guardianes tareas inútiles.

– ¿Y si intento escapar?

– No vas a intentarlo. No tienes adónde ir.

– En tal caso, ¿por qué van a mantenerme encerrado hasta que Náusica dé a luz?

– Porque hasta entonces no se sabrá con certeza si vas a vivir, y hasta que no se sepa si vas a vivir no puedes mezclarte con nadie.

– ¿Y por qué luego sí?

El viejo dio un manotazo sobre su escritorio, no muy fuerte, apenas lo suficiente como para recordar su autoridad.

– Se acabó el interrogatorio, maestro. Has conseguido que me duela la cabeza. Todo llegará a su debido tiempo. No vamos a precipitar nada.Y aunque ahora te fastidie, te prometo que me lo vas a agradecer. Puedes retirarte. Los guardias te llevarán a tus habitaciones.

Bálder no se movió. Se quedó observando al viejo, mientras éste se colocaba de nuevo los anteojos y examinaba un papel de los que había apilados sobre su mesa. Tras una rápida lectura, el Arzobispo tomó la pluma y lo firmó. Lo depositó al otro lado y cogió el siguiente papel de la pila. Entonces alzó la vista y a través de las lentes clavó en Bálder una mirada recriminatoria.

– ¿A qué esperas? ¿A que vengan a levantarte?

– Sólo quiero hacerle una última pregunta -dijo el extranjero, con docilidad-. Usted tiene la respuesta. Si no la tiene usted no la tiene nadie.

El viejo dejó la pluma sobre la mesa.

– Adelante -invitó.

– ¿En qué me he equivocado?

– Esa es una cuestión demasiado amplia.

– Me bastaría con saber cuándo fue. Cuándo di el paso que ya no pude desandar.

– Ah, eso -anotó el viejo, desapasionadamente.

El silencio se apoderó de la estancia hasta el extremo de que por una de las ventanas, entreabierta, irrumpieron los ruidos de la noche: el chirrido de un grillo, el aire entre las hojas, el ulular de una lechuza en la distancia. El Arzobispo volvió sus anteojos hacia el cielo que se veía tras el ventanal.

– Por lo que se desprende de los hechos, había dos trampas -empezó a decir. Una era que te sometieras al ritmo de los otros, a las pautas establecidas, al camino marcado. A primera vista, esa trampa la sorteaste. Desde tu llegada te resististe, menospreciaste la obra y preferiste tus propias reglas. Pero quisiste algo más, sobreponerte, y así, sin enterarte, caíste en la segunda trampa. Te consagraste a tu arte, que era, pensaste, lo puro contra lo podrido, tu fuerza interior contra las amenazas exteriores. No fuiste consciente de que estabas fiando tu suerte a los objetos que tu arte producía. El hombre siempre se disuelve en los objetos. Los objetos buscan a quien servir, y el que sirve a los objetos se condena a servir a quien los objetos sirvan. Ahí te aguardaba Náusica y tú ya no tenías manera de evitarla. Nadie que te fuera favorable podía enfrentarse a ella. Los objetos, tus objetos, rendidos a ella, sirvieron para aniquilarte.

El viejo se detuvo, como si le faltase el aliento. Se rehizo y concluyó:

– Así que es cierto que caíste en la segunda de las trampas. Pero no seré yo, maestro, quien opine que te equivocaste.

– ¿Por qué?

El viejo volvió sus ojos hacia un tablero que había junto a su sillón, detrás de la mesa. Sobre él, alineadas en dos filas de ocho a cada uno de los extremos, estaban las piezas en las que sólo entonces reparó Bálder. La mano moteada de manchas acarició, temblorosa, la dama del bando oscuro.

– ¿Sabes jugar al ajedrez, Bálder?

– No científicamente -contestó el extranjero, estremecido tras oír su nombre en labios del viejo.

Yo soy un buen jugador, aunque tal vez tampoco un científico. El caso es que desde hace veinticinco años reconstruyo la maldita partida desde el mismo punto, justo después de salvar el primer engaño, y escoja la variante que escoja, las negras siempre mueven y ganan. Por eso no estoy en condiciones de afirmar que te equivocaste. Es más, ni siquiera podría asegurar que el problema insoluble esté en la segunda trampa. No es lógico. ¿Sabes qué me parece lo lógico?

Bálder meditó la pregunta y aventuró una respuesta:

– Que las negras ya han ganado cuando las blancas creen burlar la primera celada.

El Arzobispo sonrió con delectación.

– Bravo, maestro. Sin duda será una niña sana y hermosa, igual que su madre.Y ahora vete.Te deseo una noche benigna.Tan benigna como sea posible.

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