Capítulo 2 LA NAVE DE LONA

Por la mañana, cuando la luz que las nubes dejaban que el sol proyectase sobre la tierra entró por la ventana y le sacó del sueño, Bálder vio que Camila se había ido. Había dejado un olor que tal vez fuera perfume de jazmines y una herida revuelta en zonas profundas de su alma, pero a aquellas horas no era descartable que estuviese ya en la antesala de Ennius, con las lentes sobre la nariz y los cabellos dispuestos de modo que nadie pudiera adivinar su verdadero temperamento, si lo que Bálder recordaba de lo que había ocurrido durante la noche no había sido una forma todavía más laboriosa de ficción.

Estaba cansado, entontecido. En aquellas circunstancias, la idea de tener que levantarse y desplazarse hasta la obra, bajo una gélida mañana invernal, no podía sugerirle más que un tormento intransitable. Si además había de recapacitar acerca de lo que había hecho unas horas antes, no existía ninguna probabilidad de que acertara a reunir ánimos. Para ayudarse, pactó consigo mismo una tregua, que esperó ser capaz de ir justificando a medida que fueran pasando los días, si nadie lo llamaba para fulminarle. En uso y aplicación de esa tregua, resolvió que quedaba relevado de pensar en Camila y saltó de la cama.

El ambiente de la habitación había perdido una parte de la agradable templanza de la noche. En cuanto al agua con que hubo de lavarse, al principio le pareció imposible que a aquella temperatura siguiese fluyendo, pero en seguida cobró una calidez reconfortante. Finalizadas sus abluciones, envuelto ya su cuerpo por la ropa de trabajo gris que halló en el ropero, se asomó al pasillo y vio a sus pies el desayuno. La bandeja, de aspecto espartano, contenía no obstante el aporte alimenticio suficiente para iniciar una jornada de faena con cierta garantía de sobrevivir hasta el almuerzo. En un campanario muy próximo, que debía de ser el de la torre que coronaba el palacio arzobispal, dieron las ocho. Bálder intuyó que nadie le reprocharía no llegar, pronto el primer día. Cogió su prenda de abrigo y salió silbando al corredor.

Siguió las instrucciones que Camila le había dado y alcanzó sin dificultad la salida. No encontró a nadie en la escalera, ni durante el trayecto por las calles cubiertas de escarcha. Si no fuera porque iba tarde, y porque había comprobado que en las puertas de algunas de las habitaciones cercanas a la suya había tráfico de bandejas de cena y desayuno, habría podido concebir que nadie se desplazaba por las mañanas del palacio a la catedral. Aquella ciudad dormida bajo el helor del invierno, vista a una luz más clara que la de la tarde anterior, porque el día, aunque nublado, estaba más nuevo y limpio, le pareció un triste sitio para vivir, tan lejano de lo que alguna vez hubiera podido apetecer como Ennius lo estaba del patrón a cuyas directrices había previsto ajustarse. Sin embargo, debía reconocer que él mismo había buscado estar allí, y que su alma se había sentido incluso reconfortada cuando había leído la carta del Arzobispo aceptándole. Por medio de aquella carta, que era tanto como decir por medio de Ennius, la ciudad y la catedral destartalada, había hallado una razón para recobrar la confianza en sí. Ahora que tenía un sitio en el mundo, quizá fuera ingrato apresurar un juicio sobre sus bondades y miserias. Nunca había participado en la construcción de una catedral, y en cierto modo, ignoraba cuántas de las cosas que le incomodaban eran imprescindibles y qué tipo de compensaciones podría recibir más adelante. De todas formas, nunca le había gustado el frío. Imaginó con odio hacia Ennius un amplio taller cubierto y bien caldeado, y recordó que debía resignarse a trabajar bajo lo que dieran en prepararle en el corazón del templo atravesado por el cierzo. Apretó el paso, para tratar de volver a sentir las piernas. Obtuvo un éxito reducido.

Bajo el cielo gris, las enormes torres de la catedral atraían oscuros presagios sobre la confusión de la labor que progresaba lentamente a sus pies. Aquélla era acaso la mejor perspectiva de la construcción de que Bálder había disfrutado hasta entonces. La tarde anterior, cuando había ascendido por aquella pendiente en dirección al palacio, no se había vuelto a mirar la obra que dejaba atrás. Si lo hubiera hecho, pensó, tampoco habría podido contemplar lo que ahora contemplaba, porque la luz del atardecer era mucho más tenue. La forma imperfecta de la catedral, tendida ante sus ojos, le intimidaba y le subyugaba a un tiempo. Él iba a hacer una parte insignificante, que apenas llamaría la atención de quien la visitara o la de aquel en cuyo homenaje se erigía.Y sin embargo formaría parte de las entrañas, la parte menos áspera, más cercana a la carne. Pudo deberse a que era temprano y también a que Bálder era joven: mirando el templo desde aquel promontorio, sintió que sobre él recaía una distinción que elevaba su destino sobre el de los otros que participaban en aquella empresa. No sólo trabajaba una materia singular, menos fría y más dócil que la piedra con la que los demás tenían que medir sus proyectos y ambiciones. Disponía de un espacio infinito, porque en el interior, en su sillería, las dimensiones podían reducirse a la millonésima parte de las que legislaban la existencia de la nave y las torres, a la diezmilésima de las que obedecían los escultores y los constructores de arcos. Y era libre como los demás nunca podrían serlo, porque tenía la posibilidad de escapar a la atención de cualquier juzgador. Sobre los respaldos que cubrirían las blandas espaldas de los canónigos, bajo los asientos que ocuparían sus traseros tibios, Bálder podía ensayar catedrales enteras, iguales o distintas, incluso contrarias a la que cobijaría su obra. Sus ojos y sus gubias podían descender a un detalle inaccesible a 19s ojos del resto. Y podía consagrar su obra al Dios para el que construían el templo o a la duda o al desprecio de ese Dios, sin que en la elección pesara la coacción ejercida por quienes le pagaban para que cumpliera otros fines. Era por la mañana, había dormido en una cama caliente y el viento soplaba puro y estimulante sobre su rostro. También podía influirle el recuerdo de la piel suavísima de Camila, en la que había dejado enredarse una melancolía que de otro modo le habría podrido un poco el corazón.

Cuando llegó al recinto advirtió que en torno al coro había una actividad febril. Operarios más diligentes y ceñudos que de costumbre, si la costumbre era lo que había visto la tarde anterior, levantaban a marchas forzadas una estructura de andamios alrededor de la zona central de la nave. El capataz, más aseado que la víspera, de peor humor y con un milímetro más de cueva negra bajo sus párpados inferiores, dirigía la operación entre insultos y blasfemias que ni todos los canónigos juntos debían tener la potestad de absolver. Bálder supuso que no era conveniente manifestarle su presencia, pero comprendió que tampoco podía dejar de hacerlo. Se acercó a él y produjo un leve carraspeo. El capataz se volvió como un tigre dispuesto a arañar y al verle se amansó repentina pero incompletamente.

– Hombre, buenos días -medio gruñó-. ¿Qué tal la noche?

– No puedo quejarme -respondió Bálder, acordándose contra su voluntad de Camila.

– Yo no puedo decir lo mismo. Ayer me acosté con el presentimiento de que su llegada me traería complicaciones. Parece que desde que construyo catedrales Dios me ilumina más de lo que yo mismo quiero. Esta mañana me he desayunado con esas complicaciones.

– Lamento ser una molestia.

– Ah, no se preocupe. Voy a impedir a latigazos que esa idea que les ha metido a nuestros canónigos en la cabeza me arruine el ritmo de la obra. Le juro que en dos días tendrá instalada esa maldita nave de lona, como la llaman, aunque necesite llevarme por delante a la mitad de estos holgazanes.Tampoco les tengo demasiada estima, no sé si se ha dado cuenta.

– Lo de la lona no ha sido idea mía -explicó Bálder-. Yo pedí un taller.

– Ya. No quería pasar frío. Pero el canónigo ha querido que se vaya enterando de que no le pagan por su habilidad. Si me guarda el secreto, aunque sigo sin entender del todo para qué levantamos estas piedras, tengo la sospecha de que lo esencial es que suframos. Algo las impregna con nuestro sufrimiento, como una especie de unción para cuando vayan a consagrarlas. No se sienta responsable. Los canónigos han debido de recibir noticias de que todos estos malnacidos habían dejado de sufrir y por eso se les ha ocurrido lo de la lona. Ahora a mí me toca darle al látigo y tampoco pienso sentirme responsable.

– Lo lamento, de todas formas.

– No se esfuerce, nadie se lo agradecerá. Como parece que vamos a vernos bastante será bueno que sepa mi nombre. Me llamo Aulo, aunque todos éstos dicen siempre ese hijo de puta, se lo aviso para que no se despiste.

– Yo me llamo Bálder.

– No hay muchos extranjeros aquí. A los canónigos no parecen hacerles mucha gracia.

– No he observado en su trato hacia mí que tuvieran ninguna reserva por eso.

– Ya me contará cómo lo hace.Todavía no he conocido a un canónigo que no se reserve conmigo casi todo lo que piensa.

El capataz interrumpió la conversación para detener la maniobra de una cuadrilla que amenazaba ostensiblemente la estabilidad de una parte del andamiaje. Aprovechó para repartir algunas lindezas y, algo más calmado, regresó a Bálder

– Me han ordenado que le proporcione todo lo que me solicite -informó-, así que soy su esclavo. Pida y se le dará.

– No creo que hoy deba pedirle mucho. Me dijeron que me asignarían cinco hombres. Me gustaría conocerlos. También me gustaría ver las herramientas que podré utilizar, y la madera, si es posible. Con eso me sobrará, por el momento. Luego le agradecería que me proporcionara un lugar bajo techo, para preparar algunos planos y dibujos mientras cubren el coro.

– Por supuesto. Si le parece, a sus hombres me limitaré a presentárselos. Hoy y mañana los necesito para colocar la lona. Le dejaré a uno para que le lleve a ver el material. Sus planos podrá hacerlos en el barracón que hay al otro lado de la fachada Norte; quiero decir de lo que algún día será la fachada Norte, ya irá entendiendo la forma de hablar. Imagino que podrá encontrar algún sitio con luz suficiente.

Aulo llamó a un individuo de mediana estatura y complexión débil, que remoloneaba al pie de la estructura que elevaban sus compañeros. En teoría aseguraba el soporte de un andamio, pero no ponía la energía precisa para resultar convincente.

– Níccolo, ven aquí.

Níccolo miró a Bálder con unos ojillos maliciosos y se puso enseguida en pie. Se sacudió de la ropa un polvo inexistente y caminó con un cómico trote hacia ellos. Al llegar inclinó un poco la cabeza.

– Níccolo, desde hoy éste es tu jefe -anunció Aulo-. Se llama Bálder y tendrás que obedecerle, aunque te pida que trabajes.Tiene mucho que hacer, así que vas a estar entretenido. Mis condolencias.

– Me difama usted, señor -se quejó Níccolo, con una vocecilla silbante y aduladora-. Mi jefe no me juzgará con equidad, si le habla así.

– Procuro formarme mis propios juicios -declaró Bálder, en un tono menos amable de lo que pretendía. Níccolo se quedó un poco cohibido.

– Ve a buscar a los cuatro que te dije esta mañana -ordenó Aulo.

Níccolo partió veloz, como si quisiera impresionar a B Bálder. Aulo explicó:

– Níccolo es un granuja, como tendrá ocasión de apreciar por sí mismo. Pero posee una virtud escasa en este recinto: es inteligente. Espabila cuando las cosas van en serio y tiene la precaución de preguntar cuando no sabe. Nunca se fie de él, pero encomiéndele el mando de su cuadrilla.

– ¿Es una orden?

– Es una sugerencia. Se me ha aclarado con frecuencia que carezco de jerarquía sobre los artistas.Ya no me importa mucho si un escultor trabaja sin las medidas suficientes para evitar desnucarse. Cuando se caen me limito a recoger el cadáver y a hacer que limpien la sangre lo antes posible, para que los demás no se me impresionen.

– Haré caso de su sugerencia.

– Tampoco valore demasiado mi criterio. No es buena táctica para progresar aquí.

Níccolo apareció con otros cuatro hombres, todos mayores y más fuertes. A Bálder no se le ocultó que todos sus subordinados, Níccolo incluido, contaban más edad que él. Aquello era un obstáculo, al que tenía que sumar el de ser extranjero y recién llegado. Decidió empezar a contrarrestarlo tomando la iniciativa, esto es, relevando a Aulo de su papel de introductor.

– Me llamo Bálder y he venido a hacer la sillería del coro -se presentó, con brusquedad-. No sé si sabéis en qué consiste eso ni si habéis trabajado la madera alguna vez, y tampoco me importa demasiado. Sois la mitad de la gente que pedí pero tendréis que parecer diez de todas formas. Si soy capaz, os enseñaré lo que no sepáis. Si no soy capaz, tendréis que aprenderlo por vuestra cuenta y riesgo. La sillería no se va a quedar a medio hacer, ni por mi incompetencia ni por la vuestra. Me gustaría saber vuestros nombres.

Níccolo se adelantó:

– Son Paulo, Casio, Alio y Sexto, maestro. Buenos trabajadores, respondo por ellos ante quien haga falta. -Intercaló una sonrisa nerviosa y precisó-: Alio ha sido carpintero durante años, y los demás aprenderemos deprisa. Creo que todos preferimos la madera a la piedra.

– No lo digas muy alto, Níccolo, o me obligarás a sustituirte por otro -intervino Aulo-.Vosotros volved a la tarea. Tú ve a buscar al almacenero. Quiero que acompañes al maestro a ver nuestros recursos.

Níccolo salió brincando como un gamo, mientras los otros emprendían morosamente el regreso a sus ocupaciones. Bálder reparó en el gesto hostil de los llamados Paulo y Casio, dos sujetos fornidos de tez olivácea, calvo el primero y algo barrigudo el segundo. Sexto, hombre de gran estatura y rostro infantil, parecía más bien ausente, y en la mirada de quien había sido identificado como Alio, un individuo rubio de ojos azules, había un indudable desdén.

– Mala jugada, Bálder -sentenció fríamente el capataz.

Bálder percibía que el otro tenía razón, pero no quería admitirlo. En su disgusto, eligió demasiado deprisa a Aulo como interlocutor para su protesta:

– ¿No se supone que voy a ser su jefe?

– Hoy por hoy sólo se supone que acabas de llegar, maestro. Esos hombres llevan años sudando y helándose aquí. ¿Sinceramente crees que tienes algo que enseñarles?

– Sólo uno ha sido carpintero.

– Todos los nuevos se creen demasiado listos, pero acaban descubriendo que los más idiotas de los que ya estamos aquí sabemos más de hacer catedrales. Se te pasará pronto. Sólo tienes que procurar no meter mucho la pata antes.

Bálder observó a Aulo.Ahora parecía un hombre completamente diferente del que le había recibido la víspera, casi opuesto al que había estado injuriando a sus hombres hacía tan sólo unos minutos. Estuvo a punto de expresar su sensación en voz alta. Lo frenó la distancia sin compasión con que el capataz le sonreía. Nadie suele preferir el partido del extraño. Bálder lo anotó y se propuso medir mejor en adelante sus fuerzas.

Níccolo regresó con quien debía de ser el almacenero. Aulo le dijo:

– Que lo vea todo. Facilítale lo que te pida y lo que no tengamos lo encargas.

– Como usted diga -repuso el almacenero, sin entusiasmo.

– Ahora tengo que seguir con esto, Bálder -explicó el capataz, disculpándose-. Pero no dudes en acudir a mí si tienes cualquier problema que no te sepan resolver. Por si no te lo han dicho, se come a la una y media. Sonará una campana, cinco veces. Si te coge lejos no hace falta que corras para no perder tu ración. Siempre sobra.

El recorrido de Bálder por los almacenes no le ofreció otro aliciente que el de ver con qué medios y materiales podía contar para sus trabajos. Pidió más de la madera que le pareció más apropiada, cuyas existencias eran algo escasas, y diversas herramientas para trabajos de cierta precisión. Confiaba en poder encomendar a sus subalternos muchos de esos trabajos, para concentrarse en los que no consideraba que nadie pudiera ejecutar en su lugar. El almacenero tomó nota de sus pedidos y prometió breves plazos de entrega, siempre que no se decidiera a nevar, como amenazaba desde hacía un par de semanas. En ese caso, los plazos debían ser duplicados o triplicados. Bálder acató las condiciones sin protesta y agradeció al almacenero su cooperación. Le dio la mano y echó a andar de vuelta al recinto de la catedral.

Níccolo le siguió con la docilidad de quien acepta que el rumbo siempre es el que marca otro que responderá por ello. Por un momento, Bálder estuvo tentado de envidiarle. Níccolo tenía, sin dificultad, aquello que él no conseguía vislumbrar debidamente: una pauta indiscutible de comportamiento. Podía consolarse razonando que aquel saltimbanqui no dispondría nunca de un territorio propio como el que él ya soñaba para sí en los pormenores futuros de la sillería. La pregunta era, sin embargo, si Níccolo padecía necesidad de semejante cosa. Si él mismo, Bálder, la padecía en realidad. Sintiéndose presa de cavilaciones inoportunas, Bálder decidió ocupar su cerebro en otros asuntos.

– ¿Cuánto tiempo llevas en la obra? -preguntó a Níccolo.

– Ocho años. Entré a trabajar de peón, haciendo cualquier cosa que nadie quisiera hacer. He acarreado piedras, ladrillos, cemento, vigas, en fin, todo lo que puede acarrearse. He sido cantero, albañil, herrero y otras mil cosas más. También he sido varias veces jefe de cuadrilla. Ayudé a levantar el coro y estuve entre los que remataron la última de las torres. No hay rincón de esta catedral que no conozca, y son pocos los que no he ayudado a construir.

– ¿Te gusta lo que haces?

– Es mejor que todas las demás cosas que podría hacer. Pagan bien y aprendí lo suficiente el oficio. Mi categoría no es alta, pero empecé con menos. Mi abuelo decía que hay que medir la vida por lo andado, y no por el sitio desde el que uno la mide. Yo no admiraba nada a mi abuelo, porque le conocí borracho y variable de genio. Sin embargo, no dejo de hacerle caso en lo que me conviene.

– Por lo que veo eres un tipo práctico, Níccolo.

– Quizá ustedes puedan vivir sin sentido práctico. O quizá sea su obligación. Fui ayudante de un escultor que lo hacía todo de la forma más fatigosa.Yo creía que estaba mal de la cabeza, pero de sus manos salieron dos ángeles que son la envidia de todos los escultores que hay ahora en la obra. Si hubiera tenido que levantar un simple muro le habrían despedido, porque nunca habría podido hacerlo vertical. Pobre hombre.

– ¿Por qué pobre?

– Terminó sus dos ángeles y murió al mes siguiente. Era viejo y poco robusto. El médico lo achacó a una neumonía, pero pudo ser cualquier otra cosa. El médico achaca casi todas las muertes a una neumonía, cuando no se trata de una caída de un andamio que le excuse de buscar otras razones.

– Diríase que la gente muere a menudo, por aquí.

– Cinco o seis al año. El trabajo es duro, somos muchos y no todos jóvenes y fuertes.

– Me parecen demasiados muertos, de todos modos.

– No sé cuántos habrá en otros sitios. Aquí ha sucedido siempre y ya forma parte de la rutina de la obra, como el frío y el calor y el mal carácter del capataz. Si un año faltaran esperaríamos diez o doce al siguiente. La catedral tiene sus reglas, y lo que no se cumpla hoy se cumplirá mañana.

– Así que eres un fatalista. No habría imaginado eso de un hombre práctico. ¿Nunca has pensado en irte?

Cuando Bálder observó el gesto de Níccolo no le cupo duda de que aquella interrogación había sido un movimiento del todo improcedente. Su ayudante se ruborizó, con una intensidad que Bálder nunca habría previsto, y bajó la vista al tiempo que se quejaba:

– Ya veo que está burlándose de mí, maestro.

Y continuó su marcha mirando al frente. Bálder sintió que no perdía nada suspendiendo aquel improvisado interrogatorio. En cierta forma le fastidiaba la regularidad con que sus conversaciones con los habitantes de la archidiócesis acababan desembocando en un traspiés por su parte. Trató de alejarse del incidente requiriéndole a su ayudante:

– Me gustaría ver el lugar donde el capataz dijo que podría trabajar sobre mis planos.

– Desde luego -asintió Níccolo, de nuevo servicial y recobrando su en parte perdido continente.

El barracón de trabajo ofrecía un aspecto desordenado, casi de abandono. Había una serie de mesas y bancos, algunos bosquejos clavados en las paredes, herramientas tiradas aquí y allá, cuatro o cinco caballetes, varios aparadores, una pila con un grifo que goteaba. Las ventanas estaban empañadas por dentro y sucias por fuera. Sobre uno de los aparadores había unas botellas de vino y algunos vasos. Desde una de las mesas les contemplaba un hombre sentado hacia atrás. Tenía en la mano un plumín, que acababa de humedecer en el tintero que se encontraba junto a su brazo izquierdo. Cerca del tintero había un vaso que Bálder supo al instante lleno de vino. El hombre poseía facciones jóvenes, aunque sus cabellos eran completamente canos.Vestía ropa de trabajo gris, como todos, salpicada de manchas negras. Intercambiaron una mirada detenida, demasiado a juicio del tallista. Pero el otro sonreía y seguía inmóvil, como si estuviera ebrio. Probablemente lo estaba, calculó Bálder, sorprendido por semejante relajación.

– Salud, amigo -dijo al fin el hombre sentado, alzando su vaso con dudosa compostura-. ¿Nuevo?

Bálder miró a Níccolo por el rabillo del ojo. El ayudante, impasible, aguardaba a que él, que era el jefe, resolviera lo que había de hacerse. Bálder cuestionó desde allí y quizá para siempre la utilidad que le proporcionaría aquel sujeto, con su engañoso desparpajo.

– Supongo que sí. Llegué ayer -replicó cautamente.

– Supones con sabiduría. ¿Te gusta el vino?

– No en horas de trabajo.

– ¿Y qué atractivo tiene tomarlo luego? -protestó el hombre sentado, con una súbita elevación del tono de su voz, que al forzarse sonaba hueca y chirriante como la de una vieja enfadada.

– Antes de responder a esa pregunta me gustaría saber con quién hablo.

El hombre sentado pareció atragantarse por un segundo con el sorbo que trataba de hacer pasar a su estómago. Níccolo continuaba quieto, sin tomar partido ni dejar que asomara a su rostro de pícaro la menor emoción. Por lo que pudo adivinar Bálder, nada estaba más lejos de su ánimo que intervenir, aunque debía de conocer al borracho.

– Le ruego que me disculpe -dijo éste, levantándose e intentando, desde su inestable equilibrio, apartar con la mano la suciedad de su indumentaria-. Me llamo Pólux y me beneficio de la fe del Arzobispado en que algún día seré capaz de labrar hermosos estucos para la catedral. Mientras tanto, los dibujo y paladeo este incomparable caldo que se obtiene de las cepas del Arzobispo. Le hago gracia del relato pormenorizado de mi vida porque no resultaría ejemplar, sospecho, para un hombre tan recto como usted da la sensación de ser. ¿Podría contestar ahoraa mi pregunta? Bah, olvídelo -cambió de opinión, dejándose caer de nuevo sobre su asiento.

Esta vez, Bálder no buscó el apoyo de su subordinado.

Sin dejarse embarullar por la perorata, se presentó:

– Yo me llamo Bálder, y he venido de muy lejos para hacer la sillería del coro.

– Ah, qué curioso -comentó Pólux, como si nadie le escuchase-, venir de lejos para que los canónigos puedan quedarse sentados.

– El maestro precisa un sitio para preparar sus planos -intervino inesperadamente Níccolo. Pero, antes de asombrarse, Bálder comprendió que a su ayudante, hechas las presentaciones, ya no le retenía el riesgo del encuentro.

– Tiene para elegir -dijo Pólux, extendiendo la mano para indicar toda la sala-. Yo ocupo poco espacio. En todas las mesas hay luz por la mañana y por la tarde. Mala por la mañana y peor por la tarde. Pero la luz siempre es luz y la tinta siempre es más negra. ¿Comprende lo que quiero decir?

Bálder tardó un segundo en percatarse de que se dirigía a él. Por un momento había cedido a la comodidad de permitir que la suave eficiencia de Níccolo se interpusiera entre él y aquel personaje más bien importuno.

– Sí, le comprendo.

– Magnífico. He aquí un hombre perspicaz. Níccolo, pequeño enano repugnante, ¿qué tienes tú que ver con alguien tan sutil?

Níccolo enfrentó la brumosa mirada del borracho durante un momento y luego, despacio, sin exigencia, volvió el rostro hacia Bálder. No le pedía nada, y sin embargo el extranjero quiso dárselo, más por sí que por amparar la posible reputación de su acólito.

– Ignoro cuáles pueden haber sido sus relaciones en el pasado con Níccolo, pero no toleraré que insulte a mis colaboradores en mi presencia, Pólux.

El estucador rió con ganas, arrojando una lluvia de saliva sobre su mesa.

– Eso ha tenido gracia, Fálder.

– Bálder, con be.

– Eso ha tenido gracia, Bálder con be. Habrá que ver si Níccolo se adapta a esta dignidad de trabajar a tus órdenes. Será la primera que ostente en su vida.

– No me divierte, Pólux.

Apenas pronunció estas últimas palabras, Bálder reparó en la inquietud con que Níccolo asistía a la nueva escaramuza. En la reacción de su ayudante encontró una invitación a apartarse del curso absurdo de aquella entrevista, en la que se veía atraído hacia una violencia que tal vez no fuese prudente usar. No conocía a aquel hombre tanto como para estar seguro de que fuera todo lo inofensivo que su estampa de alcohólico letárgico podía hacer creer. Dando la espalda a Pólux, ordenó a su segundo:

– Por favor, Níccolo, haz que me limpien esa mesa -y señaló la más alejada de la que ocupaba el otro-. Consígueme también papel y tinta y plumas de varios grosores.

– Yo te dejo lo que necesites, Bálder con be -farfulló Pólux-. Si no temes contaminarte con los miserables utensilios que han tocado mis manos.

Bálder no hizo caso del ofrecimiento y añadió para Níccolo:

– Yo voy a dar una vuelta por la obra y a ajustar un par de cuestiones con el capataz. Te veré después de la comida, aquí.

– Como diga, maestro.

Bálder se dirigió hacia la puerta. Antes de salir dedicó a Pólux un gesto vacío y se despidió:

– Ha sido un placer. Ya seguiremos conversando.

– Lo dudo, Fálder. No me gustan los hombres rectos que no tienen sentido del humor.

– No juzgue tan rápido -advirtió Bálder, cerrando la puerta.

Caminó hacia la catedral sin poder soltarse del recuerdo la amarga sonrisa con que Pólux le había recriminado su adustez. Si repasaba el censo de las personas que se había tropezado desde su llegada a la obra, no era sencillo elegir alguna a la que pudiera profesar una mediana simpatía. Antes de reflexionar habría apostado por Aulo, pero el severo juicio de éste ante la recepción que Bálder había dado a sus ayudantes había hecho surgir en su ánimo fundadas reservas hacia la posibilidad de alcanzar alguna confianza con el capataz. En cuanto a Níccolo y el almacenero, ninguno de ellos pasaba de mostrar una oficiosidad previsible. A Pólux no acertaba aún a clasificarle con certeza. Razonando a bulto, correspondía al bando de los que se complacían en esgrimir en su contra un secreto al que Bálder era ajeno. Un bando en el que, con estilos diferentes, podía incluir al viejo que le había recibido a su llegada al palacio, a Ennius, que le había sometido a una prueba quizá innoble, e incluso a Camila, que había abusado de su desorientación. Mientras penetraba de nuevo en el recinto, Bálder se sintió desvalido y un tanto humillado por estas sombrías constataciones.

Deambuló un poco al azar, hasta que su marcha adquirió espontáneamente la dirección que llevaba hacia las torres. Esquivando zanjas y operarios recorrió el trecho que le separaba de ellas y se encaminó hacia el vano oscuro que se abría en la base de una de las dos centrales. Entró y tomó la escalera que trepaba en espiral por las entrañas de la torre. Al principio la escalera describía un arco amplio. Los peldaños eran de poca altura y se interrumpían a intervalos regulares para dar paso a breves descansillos. Poco a poco el arco de la escalera fue haciéndose más cerrado, y le costó mantener el equilibrio contra el giro constante que describía en su subida. Coincidiendo con un estrechamiento, Bálder encontró la primera abertura que daba al exterior. Había llegado a la altura de las columnas. Se asomó y vio que ya se encontraba a unos treinta metros. Recuperó el aliento y prosiguió la ascensión. Poco después el eje de la escalera se redujo hasta unos tres metros de anchura, y la espiral se hizo tan abrupta que necesitó de las manos para no caerse hacia la pared exterior, en la que se abría ahora una interminable serie de ventanucos. Quince metros más arriba, vino a sumarse otra dificultad. La pared interior cesó y comprendió que el tramo final de la subida tendría que realizarlo girando en torno del vacío, apenas atenuado por una barandilla que le llegaba a la cintura. No podía irse hacia dentro como hasta entonces, porque su cuerpo cabía de sobra por el hueco de la escalera, y pronto hubo más de cinco metros hasta la superficie de piedra que marcaba el límite del trecho anterior. La vista se le nubló y su respiración se hizo más penosa. Se detuvo y mientras el estómago le enviaba la señal de una profunda náusea pensó si no debía desistir de aquella hazaña estéril. Sin la menor conciencia de lo que trataba de demostrar o demostrarse, se forzó a continuar, aunque más despacio y cuidándose de colocar en todo momento las manos donde pudieran impedir las funestas consecuencias de un tropiezo o un aturdimiento pasajero. Al final la angostura de la escalera y la altura de los escalones se hicieron insoportables. Y sin embargo, por encima de la barandilla seguía habiendo espacio para que un hombre de cuerpo voluminoso cayera hasta la plataforma de piedra que aguardaba veinte metros más abajo. Cuando la escalera concluyó Bálder se halló en una atalaya con troneras que daban a los cuatro vientos, azotada sin piedad por un aire glacial. Aunque al aspirarlo sus pulmones se resintieron y bajó un escalofrío por su nuca húmeda, también le ayudó a despejarse. Miró hacia arriba. La torre subía diez o quince metros más, pero hasta allí no podía llegarse, salvo que se dispusiera de arrojo, habilidad y aparejos de los que Bálder carecía en aquel momento.

Contempló el paisaje que se ofrecía ante sus ojos. Al Sur y al Este se extendían por la llanura amplias zonas boscosas, de un verde turbio bajo el cielo pertinazmente gris. Al Norte había montañas, cuyas cimas permanecían ocultas por las nubes. Al Oeste estaba la ciudad y más allá de ella había más bosque. En la ciudad distinguió sin esfuerzo el palacio arzobispal; el resto era una masa anodina, sin otro punto que llamara la atención que seis o siete campanarios de iglesia con sus agujas negras hendiendo el mediodía. Los edificios cubrían sin dejar resquicios las laderas de la colina coronada por el palacio. Bálder creyó entender por qué estaban levantando allí la catedral, y no junto al palacio, como el capataz había sugerido la víspera. Ambos se observaban en la distancia, desde su altura natural el palacio y desde la suya artificial la catedral, inasequibles a las restantes edificaciones. Perdió la noción del tiempo. Durante ese instante inmóvil, Bálder soñó compartir la conciencia de quien había planeado la empresa de la que él era un minúsculo partícipe.

Entonces sonaron, abajo, las campanas. Bálder contó, sin curiosidad, hasta cinco campanadas, espaciadas y cortas, como si alguien abortara la vibración del metal apenas iniciado el tañido. Sin prisa, acometió el descenso. Después del respiro que se había tomado, apreció mayor seguridad en sus movimientos, aunque la bajada no estaba exenta de sus peculiares peligros. A la mitad del tramo inferior de la escalera se tropezó con alguien que subía. En la penumbra que reinaba en el interior de la torre le costó al principio reconocerle. Era Níccolo.

– ¿Se encuentra bien, maestro?

– ¿Qué te hace pensar lo contrario?

– Está usted muy pálido.

– Imaginaciones tuyas -se escurrió Bálder, continuando su camino. Níccolo le siguió. Parecía nervioso.

– No ha debido subir. Cuando me dijeron que le habían visto entrar en la torre temí que le hubiera pasado algo.

– ¿Tan torpe me crees?

– No se trata de eso. No tiene costumbre, eso es todo. Varias personas han muerto en estas torres. Tampoco estaban acostumbrados.

– Siempre que hablo contigo acaban saliendo muertos a relucir. ¿Hay alguna maldición sobre esta catedral? Níccolo eludió la pregunta y preguntó a su vez:

– ¿Ha llegado hasta arriba?

– Hasta donde llegan las escaleras. Cuando empiezo algo me gusta terminarlo.

Lo dijo con una punta de reproche. Níccolo se limitó a aconsejar:

– No debe volver a hacerlo. Si se enteran tendrá problemas.

– ¿Si se enteran quiénes?

– No soy quién para decirlo.

– Ya veo. Si quienes sean no quieren que nadie suba, ¿por qué no ponen guardias?

– No hace falta. Nadie se atrevería, salvo que ordenasen reanudar el trabajo en las torres. Hace años que están como las ve.

– Tú has entrado a buscarme.

– Soy su ayudante. Pensé que podía necesitarme.

– No entiendo nada, Níccolo.

– No soy quién para explicárselo, maestro. Le ruego que haga caso de lo que le digo. No deseo que tenga problemas.

Bálder suspiró, irritado.

– Me temo que no voy a poder evitar tenerlos. Es decir, si alguien no deja de esperar tranquilamente a que me estrelle y me hace el favor de contarme qué es lo que pasa aquí.

Níccolo hizo como que no había oído. Bálder se mordió la lengua y masculló:

– Vamos a comer algo.

La comida se repartía en uno de los barracones que rodeaban la catedral. Una vez que tuvo su ración, Bálder buscó entre las mesas un sitio para sentarse. Juzgó que no debía hacerlo con Níccolo, pero tampoco le resultaba evidente quién o quiénes eran la compañía correcta. Vio a Pólux, royendo abstraído un trozo de pan en una mesa próxima. La sopa se derramaba de su cuchara levantada sobre el plato. Buscó algo más y encontró al capataz, solo en una mesa pequeña, aunque no tanto que no admitiera otro comensal. No le atraía en exceso la idea y tampoco le constaba que a Aulo fuera a gustarle. Sin embargo, era la solución menos insegura. Dentro de ciertos límites, al capataz creía conocerle lo bastante para verle venir.

Al llegar junto a Aulo se detuvo. Esperó a que el otro levantase la cara del plato y entonces preguntó:

– ¿Me admite en su mesa?

Aulo construyó una perezosa sonrisa.

– No eres buen estratega, Bálder. Mezclarse conmigo no es lo más astuto. Aprende de los otros.

– No conozco a nadie más.

– Eso puede disculparte, de momento -juzgó el capataz, con desinterés. Y como el extranjero permaneciera quieto, agregó-: No te quedes de pie. Si te empeñas en sentarte aquí, no voy a impedirlo.

– Gracias.

Aulo engulló el resto de su sopa en silencio. Bálder tomó la suya con rapidez, agradeciendo el calor que llevaba a su cuerpo. Aunque levemente peor que la comida que le servían en su alojamiento, era mejor de lo que le había dado a entender antes el capataz.

– No sabe mal esto -observó.

Aulo no estaba muy comunicativo. Bálder trató de sacar conversación:

– Le mentí antes, cuando le dije que no conocía a nadie. He conocido a Pólux.

– Y te habrá parecido un hombre fascinante.

– No exactamente. ¿Qué opina usted?

– No me pagan por juzgar a la gente que trabaja aquí.

– Pero tendrá su opinión.

Aulo le observó con calma, mientras masticaba a conciencia el trozo de comida que tenía en la boca. Tragó y dijo:

– No la tengo, Bálder. A mí ésa y otras muchas cosas de las que eligen por aquí para pasar el tiempo me traen completamente al fresco. Yo me preocupo de lo que a nadie preocupa. Es mi misión en la vida. Ya te avisé antes que no concedieras demasiada importancia a lo que yo pueda decirte. Habla con los canónigos, o con Pólux.

– No me parece adecuado hablar de Pólux con él mismo.

– ¿Por qué no? Bueno, si tienes reparos, habla con los otros.

– Se ríe de mí.

– En absoluto, Bálder. Quieres comer conmigo, y te invito a que te sientes. Quieres hablar, y hablamos. Lo que no puedo hacer por ti es lo que tienes que buscarte por tu cuenta.

– Ésa es la sensación que tengo constantemente.

– ¿Cuál?

– Que todo debo buscármelo por mi cuenta. Incluso la lista de lo que hay que buscar.

– Apasionante problema, amigo mío. No soy quien puede ayudarte.

– Aquí nadie parece ser quien se necesita.

– Para venir de fuera eres hábil con las palabras, Bálder. Has formulado una descripción muy notable. Llevo años pensando eso sin acertar a resumirlo como tú acabas de hacer.

Aulo rebañaba su plato, asintiendo con auténtica admiración. En cualquier caso, Bálder no sacaba ningún consuelo de todo aquello. El capataz cambió cansinamente de asunto:

– ¿Qué te han parecido los almacenes?

– Bien. He hecho algunos pedidos, de herramientas y madera.

Ahora era Bálder quien no tenía ganas de hablar. Aulo lo captó al punto y no insistió. Terminaron sus respectivas raciones y el capataz se levantó el primero.

– Voy a coger el látigo otra vez -explicó-. Creo bastante posible que mañana puedas tener tu nave de lona. Todo es cuestión de que no se ponga a llover. O a nevar.

– ¿Y qué hacen cuando llueve o nieva?

Como todo, depende de la intensidad. Si es poco nos fastidiamos. Si es mucho esperamos a que pare o baje. ¿Qué imaginabas?

– Nada, en realidad.

– No te preocupes, tú vas a estar siempre a salvo. Te odiarán por eso, supongo. Hasta luego.

Bálder se demoró aún unos minutos en el comedor, observando cómo los demás iban acabando y abandonando el barracón. Con el peso de la comida en el estómago, la idea de regresar a la intemperie se hacía poco apetecible. Los operarios, y los que Ennius y el capataz habían denominado los artistas, salían por separado. También comían por separado. Todo indicaba que él, de pertenecer a algún grupo, pertenecía al de los segundos. Se fijó especialmente en ellos, es decir, en los que quedaban por allí. Hablaban con pausa, no mucho y no muy alto. No reían. Tampoco juraban como los operarios. O eso se figuró Bálder.

Salió del barracón cuando apenas quedaban dentro cinco o seis operarios de cierta edad. Caminó con decisión. Aunque era la hora menos fría del día, helaba sobre la catedral. Para ir al barracón donde había citado a Níccolo tenía que atravesar el recinto del templo. Mientras discurría por las inmediaciones del lugar donde levantaban el altar, alguien le llamó:

– Eh.

Bálder se dio la vuelta y no vio a nadie.

– Aquí.

Alzó la vista. A poco más de un metro por encima de su cabeza divisó al que enseguida reconoció como el escultor que se le había quedado mirando la tarde anterior, cuando salía de la catedral. Estaba sentado sobre la cornisa, con los pies colgando. En cuanto Bálder se detuvo el otro se inclinó hacia delante, se sujetó un momento con las manos en la cornisa y aterrizó en el suelo. Se sacudió las manos y sonrió maliciosamente.

– Menudo lío has provocado -dijo-. ¿Quién eres? A Bálder no le gustó ni la mueca ni la voz del escultor. Sin demasiadas contemplaciones, repuso:

– ¿Quién eres tú?

– Horacio. Hago mujeres y las visto de ángeles o de santas para que me las dejen poner aquí. Mi única condición es no tocar el ramo de las mártires. No hay cosa más macabra.

– Ya.

– ¿Qué vas a hacer ahí dentro?

– La sillería del coro.

– Vienes de fuera, ¿no?

– ¿Es un interrogatorio?

– Quizá. A propósito, te veo muy unido al de azul.

– ¿El capataz?

– El gritón. No le abras demasiado tu alma. Es el enemigo.

Bálder trataba de escoger sus palabras con aquel individuo. Le intranquilizaba el brillo rapaz de sus ojos, le desagradaba su entonación insolente. Ya le había dado mala espina la primera vez que había posado sobre él su atención.

– ¿Quién no lo es? -inquirió con lentitud. El escultor intensificó su sonrisa.

– Depende de quién seas tú, o mejor dicho, de quién quieras ser.

– ¿Hay varias posibilidades?

– Hay miles de posibilidades. Si sabes a quién debes preguntar.

– ¿A ti, tal vez?

– No he decidido todavía si mereces mis confidencias. Si me preguntas tan pronto tendré que escabullirme de cualquier forma.

– Probaré en otra parte, entonces.

Bálder hizo intención de seguir su camino. Horacio le puso la mano en el hombro. El extranjero dudó si apartarla de un manotazo. Finalmente la retiró sin violencia, cogiendo entre el índice y el pulgar la muñeca del otro.

– Tengo cosas que hacer -aclaró.

– Yo también. Sólo quiero decirte una cosa. Cuando vayas haciéndote al panorama piensa si quieres que continuemos esta charla. No soy un hombre justo, pero te enseñaré algunas de las cosas que no puedes ver. La gente como yo se mueve bien en la oscuridad.

– ¿Qué te va a ti en todo esto?

– Ah, eso todavía no lo sé. Siempre hay un precio, naturalmente. Habrá que ver el que tú puedes pagar.Y lo veremos. Aquí el tiempo no es obstáculo.

– Esperaré, entonces. He venido a tallar madera, no a suplicar al primero que me ofrece adivinanzas.

El escultor rió abiertamente.

– Espléndido. Una salida inusual. Presiento que nos vamos a interesar el uno al otro. Hasta la vista.

Flexionó las piernas y de un salto se encaramó a su cornisa. Sin volver a mirar a Bálder, se aplicó a la figura que estaba cincelando.

En el barracón de trabajo le aguardaban Níccolo y, más confusamente, Pólux. El semblante de este último ofrecía un aspecto somnoliento. Pese a ello, reunió la lucidez imprescindible para saludar:

– Buenas tardes, Fálder.

Bálder no contestó. Se fue directo hacia la mesa donde estaba Níccolo junto a los utensilios que le había encomendado conseguir. Los examinó y mostró su aprobación de la gestión efectuada por su subalterno:

– Perfecto, Níccolo. Esta tarde no voy a necesitarte más. Me gustaría que fueras donde están levantando el entoldado y te ocuparas de que todo quede lo más limpio y despejado posible.

– De acuerdo, maestro.

Níccolo salió deprisa, sin detenerse a mirar atrás. Pólux espiaba con la boca a medio abrir y los ojos a medio cerrar. Haciendo caso omiso de su presencia, Bálder se sentó ante la mesa, tomó papel y humedeció en el tintero una de las plumas. Como Pólux había pronosticado, la luz era bastante exigua. Despacio, arrastró la punta de la pluma sobre el papel y trazó las palabras: Sillería. Nivel inferior. Perspectiva general. El sonido del metal surcando el papel infundió en su espíritu una especie de paz. Olvidó a Pólux y se concentró en el trabajo rápidamente. Aquel boceto era muy preliminar, tanto como lo imponía el hecho de que carecía de medidas y sólo podía guiarse por la forma y las proporciones que había obtenido de una somera observación. Venía a ser el paso intermedio entre sus borradores previos y los planos detallados que podría levantar en cuanto el coro estuviera cubierto y libre de estorbos.

La tarde discurrió apaciblemente. Pólux dormía como un leño y no despertó hasta que la campana anunció el final de la jornada. Bálder tuvo tiempo para preparar varios esquemas que abarcaban casi toda la sillería, tal y como empezaba a concebirla. La cercanía de la catedral y de sus cuatro torres le inspiraba poderosamente, aunque disminuía al tiempo el control consciente que ejercía sobre las formas que escapaban de sus dedos. Una vez que la campana hubo sonado, mientras Pólux se desperezaba, Bálder revisó su trabajo con una sensación indefinida, que no era alegría pero tampoco, ni mucho menos, decepción. Pólux le sacó de ella con su voz pastosa:

– La campana, Fálder. Hora de retirarse. La catedral seguirá aquí mañana.

– Hasta mañana -murmuró Bálder, implorando que el otro se largase.

– El barracón se cierra por la noche. Si te descuidas te encerrarán y amanecerás tan rígido como tu temperamento.

– Demasiado pronto descubres el temperamento de los hombres.

– No lo diría así. Algunos hombres pronto descubren demasiado su temperamento, más bien. Hasta mañana.

Pólux salió tropezando a la calle. Al cabo de un rato, a la luz que se desvanecía, Bálder comprendió que no tenía mayor objeto continuar allí y recogió sus cosas. Los bocetos los guardó en una carpeta que apartó para llevarse consigo. Antes de irse, cedió a la tentación de acercarse a ver lo que hacía Pólux. Su papel estaba lleno de manchas, pero la filigrana casi obsesiva que su pluma había ejecutado sobre él era de una precisión absoluta. En el ángulo inferior derecho del pliego, en una letra minúscula y picuda, Bálder leyó una frase desconcertante:


Y antes de que el Hombre pudiese hallar un remedio,

Dios le acogió.


Escrutó la miniatura que Pólux había dibujado. El estucador había despreciado la mayor parte de la superficie blanca disponible para construir en el centro una delgada red de arabescos. A intervalos regulares se repetía una pequeña figura, lejanamente antropomórfica. Sus miembros se enredaban en la malla que la envolvía, o mejor, eran la propia malla, sin solución de continuidad. Sintiendo los ojos doloridos por el esfuerzo a que los sometía en la semioscuridad que invadía el barracón, Bálder abandonó. Se puso la ropa de abrigo y salió a que el viento incesante le limpiara las ideas.

De vuelta a su alojamiento, bajo una tarde de invierno no menos triste que la que le había visto llegar, Bálder se entretuvo en seguir a un grupo de operarios. Siempre con ellos precediéndole, atravesó la ciudad hasta el palacio arzobispal. Los otros rodearon el palacio y se esfumaron tras uno de los primeros portales del edificio anexo. Había un cierto bullicio por allí, provocado por un par de decenas de operarios que formaban tres o cuatro corros. Bálder anduvo un poco más, hasta uno de los últimos portales, que era el suyo. Para acceder a él por donde había venido, era preciso realizar un trayecto más largo que para llegar a los portales donde parecía habitar la mayoría. Sin embargo, sus aposentos estaban más cerca del palacio propiamente dicho, que se unía al anexo por uno de sus vértices. Bálder sospechó la existencia de un atajo por el otro lado, y se propuso buscarlo en cuanto tuviera ocasión.

Aquella noche, aunque tenía cansados los músculos y el cerebro, Bálder tardó en dormirse. Había podido asearse y cenar en calma, y no había tenido que enfrentar ninguna visita imprevista como la de la noche anterior. También había repasado sus dibujos. Pero cuando creía haber alcanzado el estado desde el que podría pasar sin mayores trámites al sueño, se encontró dando vueltas entre las sábanas. Oía a Aulo y veía la cara de Pólux, Níccolo era Horacio y Horacio un hombrecillo que se enredaba infinitamente en una red que en realidad eran los brazos de Bálder y le apresaban a él mismo. Hubo de soportar con resignación la mezcla aleatoria de imágenes que forma el paisaje implacable del insomne, sin poder detener el curso desbocado de sus pensamientos, midiendo con exasperación el tiempo hasta que ya no le quedaron fuerzas para tanto.

Despertó destruido, sin saber si había dormido una hora o tres. Durante todo el día siguiente compareció en su propia vida como un sonámbulo. Le hicieron la merced de no perturbarle demasiado o fue él mismo quien se hizo la merced de no enterarse. Mantuvo a Níccolo ocupado en la supervisión del entoldado y él se redujo a perfilar o hacer que perfilaba sus bosquejos, obstinándose en refutar mentalmente, con cierto éxito, la presencia indeseable de Pólux a su espalda. Comió otra vez con Aulo, aunque apenas cruzaron cuatro palabras entre el primer plato y el segundo. Por la tarde lloviznó durante una media hora, sin que el capataz estimara oportuno interrumpir los trabajos. Al atardecer, mientras la campana decretaba el final del día, Aulo le mostró con satisfacción la nave de lona concluida. El coro adquiría, bajo la lona pardusca, un recogimiento que lo alejaba tanto de la ambición vertical de las torres como del descuido del resto de la obra. Bálder contempló con adormilado optimismo su reino.

– Impresionante. Han trabajado como no creí que pudieran hacerlo -apreció.

– Disfrútalo, Bálder -recomendó Aulo, sin energía después de la jornada de acelerada actividad-. Mientras te dejen. Te dije que te odiarían y ya deben de estar al acecho.

– ¿Quiénes?

Aulo sonrió. Dejó que su vista se perdiera sobre el entoldado y luego la desvió durante un segundo hacia las torres. El cielo gris se ennegrecía, el viento aullaba y la lluvia seguía prendida de las nubes, sin decidirse a caer. El capataz echó a andar sin responder la pregunta del extranjero. Cuando estuvo a cuatro o cinco pasos, se volvió y dijo:

– Siempre hay alguien a quien debemos pagar por nuestra fortuna, lo mismo que por nuestras faltas. Está escrito en el libro.

Загрузка...