Capítulo 6 LOS ERRORES

Desde la entrada del coro, Bálder observó la inestable estampa que componían Alio y Sexto, en primer término, y Paulo y Casio, quince o veinte metros por detrás, mientras transportaban, acuciados por Níccolo, los dos primeros maderos de la remesa que acababan de recibir. Sólo remotamente preocupado por la operación que se desarrollaba ante sus ojos, repasó el vengativo razonamiento con que Aulo había ido a darle la noticia:

– Te quedaste sin pretexto para tratar de amargarme la vida, maestro. Ha llegado la madera. Si tienes la bondad de enviar a tus hombres al almacén, pueden empezar a trasladarla y tú puedes empezar a ganarte el jornal.

En aquel instante, Bálder no había experimentado el alivio que se había esforzado en suponer que experimentaría, tan pronto como tuviera los medios para sacar su proyecto del papel en que permanecía confinado. Había transcurrido el tiempo suficiente para que le implicasen, vedándole una vida de estricta santidad artística. Ahora tenía la materia para construir su reino, pero una porción preciosa, acaso indispensable de sus ganas de emprender la tarea se había corrompido.Ya no estaba aislado de la catedral. La catedral se había infiltrado en él y cualquier intento de hacerle frente entrañaba el riesgo de acrecentar la penetración.

Ahora el fracaso, siempre probable en arte, no iba a ser sólo una lesión de su amor propio, sino también un indicio de que erraba sus esfuerzos y una invitación a dejarse caer en las oscuras tentaciones que se le ofrecían. Cualquier hipotético triunfo, por otra parte, podía ser devaluado por alguna de las prestidigitaciones de Horacio, presto a deshacer cualquier ilusión a la que el extranjero tratase de aferrarse en menoscabo de sus propósitos. En otro tiempo Bálder habría porfiado en creer que disponía de un reducto intocable, pero Horacio había sabido golpearle y de paso rendirle a la evidencia de que en la catedral las cosas escapaban a su dominio. Una parte de sí le conminaba a rechazar las aproximaciones del escultor. Otra, por ahora triunfante, le disuadía de oponerse. Al principio había achacado a una reprobable curiosidad su transigencia con las maniobras de Horacio. Ahora comprendía que una vez exhibido ante sus ojos y puesto en su mano un cabo del enigma que le había confundido desde su llegada, se le iba a hacer difícil soltarlo sin haberlo recorrido hasta el otro extremo. Podía ser o era una trampa, pero intuía que no tenía otra salida que tolerarla.

Tres días después de que llegase la madera, fue a verle Camila. Eligió la noche, como al principio, esto es, como antes de unirse a la conjura.Aporreó suavemente la puerta y no dijo Soy yo o Soy Ennius. Ni siquiera insistió, aunque Bálder esperó mucho tiempo antes de acudir a abrir. La mujer apareció ante él cabizbaja y abrochada hasta el cuello, pero descalza, como tenía por costumbre en sus excursiones nocturnas. Luego Bálder olvidaría casi todos los gestos de ella, sus idas y venidas por la celda, sus derrumbamientos momentáneos en la cama o en una silla, la altivez con que acaso reconoció en algún momento haberse ensañado con él. En su memoria quedó nada más un sumario testimonio de lo que hablaron o, indistintamente, de lo que Bálder soñó después al respecto, corrigiendo las imprecisiones de Camila, omitiendo titubeos, abreviando sus propios intentos de repudiarla y rehuir el dolor.

– Para qué, ahora -objetó, desde la puerta.

– Para qué, antes -replicó ella, apoyada en la pared del pasillo.

– He de imaginar que eso tiene alguna explicación, pero no pienso pedirla, Camila.

– ¿Y si te pido yo que me escuches?

– Mi puerta está abierta. Las reglas prohíben que pueda cerrarla.

– Agradecería que te moviera algo menos impersonal.

– Te dispenso de demostrar gratitud, entonces.

Bálder la invitó a pasar y Camila se deslizó sin ruido dentro de la habitación. Una vez en el centro, se volvió hacia él y aseguró:

– Yo no te he atacado, maestro.

– Tampoco me has socorrido -protestó el extranjero, con amargura.

– Estoy aquí. Eso significa algo.

– Te veo. Lo que signifique se me escapa.

– ¿Qué has decidido que soy?

– Una servidora de la catedral, quiero decir, del Arzobispado.

– ¿Sin más?

– Ando corto de ingenio. Me lo absorbe el trabajo y allí tampoco brillo.

– No es eso lo que opina Ennius.

– Ennius no se entera mucho. Aunque terminará por darse cuenta, me temo.

Camila mefíeó la cabeza.

– No subestimes a Ennius -le amonestó.

– Aquí ya no subestimo a nadie.Todos me perjudicáis bastante, en cuanto os doy ocasión.

– No has entendido nada.

– Te ruego que disculpes mi falta de agudeza. Duermo poco.

– Lo hice por ti. Para ti.

– Qué duda podría caberme.

– Estoy hablando en serio.

– Como entonces, cuando llorabas y fingías temblar. La mujer se revolvió con ira:

Yo nunca he fingido bajo un hombre. Cuando he despreciado a alguno, me he ocupado de que lo supiera.

– A mí me has despistado. O es que estaba poco atento.

– A ti no te he despreciado nunca.

– ¿Ni cuando Horacio te dijo que vinieras a verme la primera noche? ¿Ni cuando te sugirió que volvieras? ¿Ni cuando esperaste a que me llevara a aquel lugar para deshacer la comedia?

– Digo nunca.

– Pero no niegas mis acusaciones.

– No tengo por qué -repuso ella, adelantando la barbilla-. Conozco a Horacio, me pidió que averiguara algo sobre ti la primera noche, que me acostase contigo la segunda, que no te viera hasta que él te condujera al sótano y que saliera a quitarme la ropa cuando estuvieras allí. Todo eso es verdad y no voy a negarlo.

– Esos hechos admiten escasos matices.

– Los hechos son nada. Lo que cuenta es que las intenciones de Horacio no tienen nada que ver con mis intenciones.

– Eso lo afirmas tú.

– La primera noche me acosté contigo porque me apeteció, sin que Horacio hubiera mencionado la idea, que debía de parecerle prematura. Todavía hoy lo ignora. La segunda noche hicimos lo que hicimos sólo porque tú lo quisiste, y eso es algo que deberías saber mejor que nadie. Estaba dispuesta a desoír la petición de Horacio. La otra noche salí a la arena porque no había otra manera de probar quién eres realmente. Me serví de Horacio, que iba a llevarte allí. Tú crees que he sido un instrumento de Horacio, pero sólo le he seguido la corriente mientras no estorbaba mis propios planes.

Bálder se había tendido en su lecho y contemplaba fijamente uno de los rincones de su habitación.

– Si por un momento cometiera la ingenuidad de tragarme esa desfiguración de la historia -adujo con lentitud-, no dejaría de desalentarme tanta intriga. No eres quien habría querido. Quien quise y quizá creí que eras. Sin fundamento, eso es cierto.

– Yo no he hecho la intriga. Me han obligado a vivir así. -Horacio maneja una excusa parecida.Tal vez yo mismo acabe utilizándola. Pero eso no quiere decir que la respete lo más mínimo.

– ¿Cómo debería haberlo hecho, según tú?

– No preguntes al último en llegar. Ni lo sé ni me importa. Pudo importarme, si lo hubieras hecho de otra manera, pero entonces no me estarías haciendo esa pregunta.

– Me gustará comprobar que te juzgas con la misma dureza, cuando te llegue el turno.

Bálder sopesó apáticamente la recriminación de Camila.

– Ya comienzo a desentenderme de mi propia suerte, si eso te conforta -explicó-. Algo debo de haber hecho mal, ya que he venido a parar a este sitio. Me refiero a la catedral y a lo que hay debajo. Por mucho que me subleve, debe de ser poco lo que pueda salvar. Que ocurra lo que Dios quiera, que para eso le adoran.

Me decepcionas. Por un momento creí en tus discursos. Ahora veo que tu lengua es mucho más atrevida que tus entrañas. Te derrumbas al primer contratiempo.

– Tuyo es el mérito, en gran parte. Aunque tampoco prometí heroísmo.

– No te escudes en una nimiedad como la de la otra noche. Siempre se encuentra algo, desde luego. Todos languidecen arrellanados sobre una piadosa justificación. Así es como se pudren y así se va a pudrir tu retórica, que es lo único que pareces haber tenido alguna vez.

Bálder se incorporó y observó a la mujer, escandalizado.

– ¿Y quién eres tú para exigir tanto, Camila? -preguntó.

– Puedo ofrecer tanto como exijo. Más de lo que exijo. No tengo miedo a quedarme sola.Ya he aceptado que lo estaré siempre.

– Si es por eso, yo tampoco espero compañía, porque aquí no hay nadie semejante a mí. No es que tenga miedo. Después de considerarlo con cierto detenimiento, me he inclinado por inhibirme, simplemente.

– No me parece una postura demasiado inteligente, si es el propósito.

– Mi postura es sólo lógica -alegó el extranjero, con humildad-. Habéis desbaratado todas las defensas que he intentado. En mis circunstancias, la inactividad es la única salida que recomienda el sentido común. A veces la lluvia escampa precisamente cuando uno se queda mirándola, sin moverse.

– Aquí lloverá siempre, maestro -amenazó Camila. No voy a fiarme de ti ni aunque te eches a la espalda el deber de revelar verdades terribles.

No te pido que te fies de mí. Yo ya nunca podré fiarme de ti.

– ¿Por qué no me dejas en paz, entonces? Podríamos volver a encontrarnos alguna noche perdida, en alguna absurda celebración subterránea.Yo estaría medio borracho y tú aparecerías ceñida y con la mirada pintada de oro o de azul. Me elegirías sin entusiasmo y yo me dejaría escoger sin otro motivo que descansar de la bebida solitaria. Nos divertiríamos o nos amargaríamos con algún juego, nos separaríamos y cada uno podría después, a solas, entender lo que tuviese por más conveniente para pasar las horas oscuras. Seguramente ninguno entendería nada, y la vida continuaría sin incidentes, hasta la próxima.

– ¿Eso es lo que te ha contado Horacio de mí? Te equivocas de mujer.A mí no me interesa esa técnica. Creo que ya conoces a Octavia. Es una experta y fisicamente no puedo compararme. Tantea por ahí, sacarás más fruto.

Bálder simuló interés.

– ¿Insinúas que tu técnica es otra? -inquirió-. Me agradaría que me la describieras.

– No he venido a hacer nada de eso.

– ¿A qué has venido, entonces? ¿Es ya la tercera o la cuarta vez que te lo pregunto? -dudó el extranjero, con desgana.

– He venido a ver el resultado de mi prueba. ¿Ni siquiera sospechas por qué la hice?

– No me he detenido a sospechar. Estaba entretenido encajando.

– Desde que te conozco he tenido la impresión de que me engañabas. No puedo decir que pareciera que mentías. Mentir es un acto intencional.Tú hablas y quien te escucha teme que estés engañando porque tú te has engañado antes. Hay algo incongruente en ti. Quieres ser osado con el cerebro, pero tus ojos miran abúlicos. A alguien así no se le puede preguntar la verdad. Hay que arrancársela. Por eso tuve que probarte.

– Uno sólo puede adquirir un número limitado de habilidades.Yo he aprendido a dibujar y a tallar madera. Es muy probable que no sepa enamorar mujeres debidamente, quiero decir, sin obligarlas a herirme para averiguar si me importan en realidad.

Camila dejó que el desencanto se apoderase de su semblante.

– Usas el sarcasmo para escabullirte -dijo.

– Lo uso para no volverme idiota con esta conversación. Si quieres que sea honesto, aprecio en lo que vale el esmero con que tratas de convencerme de tus buenas intenciones, pero no voy a creerte. No es que tenga nada contra ti. No te guardo rencor como no se lo guardo a nadie de los que me han fastidiado hasta ahora. Es como cuando te pica un mosquito. ¿Hay mosquitos aquí? No se puede guardar rencor a un mosquito, pero tampoco se le ofrece la muñeca.

– Yo te ofrezco la muñeca.

– Como chiste, resulta dudoso.

– Como huida, resulta indecorosa.

Bálder enfrentó la mirada de Camila y dedujo, sin ardor:

– Ya no habrá condiciones decorosas entre tú y yo.

– Yo arriesgo tanto como tú -se rehizo Camila-. Eres peligroso, más que ningún otro, porque vales más que los demás y sin embargo te complaces en abandonarte a su misma miseria.

– Creía que ya no veías nada en mí.

– Te equivocas.

– Pero no superé tu prueba.

– No fue una prueba concluyente.

Ahora ella le buscaba con sus pupilas brillantes, volvía a erguirse para que él pudiera sentir la incitación de su cuerpo, suavizaba inesperadamente la voz. El extranjero trató de evitar que todo se mezclara:

– Me niego a aguardarte una sola noche más, Camila. Procuraré librarme de ti.

– Es lo mismo.Yo procuraré impedírtelo.

– No servirá de nada, al final.

– Mientras sirva.

Bálder meditó sin cuidarse de la mujer ni del mundo, como si no hubiera nadie en la habitación. Se sentía agotado, irresponsable.

– Estabas hermosa, en la arena -desveló con negligencia sus pensamientos-. Nunca imaginé que el infierno pudiera ser hermoso.

– Yo tampoco.

– ¿Y qué pasa con Horacio? -interrogó con súbita energía.

– Mi sociedad con Horacio ha terminado.

– La mía no. Creo.

– Quiero que sigas con él. Ve donde te lleve. No podría ganarte si no te expongo.

– ¿A qué?

– Horacio te lo dirá, a su tiempo.

Sin fe, sin desearlo, Bálder opuso la última resistencia:

– Esto es un error.

– No le pongas nombre. Cállate de una vez.

Aquella tercera noche, la de la reconciliación, la de la cobardía mutua y compartida, Camila se adueñó del espacio y del tiempo del rito, le arrastró y le sobrepasó desde el inicio hasta la serie final de consumaciones. Bálder se dejó vencer por la exigencia de aquella mujer que ya se había resignado a contemplar en la distancia insalvable de la pista de arena, jactanciosa e impávida. Lo que había descubierto en la lejanía de no poseerla se aunaba con la proximidad recobrada, de tal suerte que hubo de manejarse con la combinación de dos mujeres distintas que se reemplazaban, se aliaban, se excluían. Camila le desafiaba, cedía, y terminaba siempre retirándose hacia una zona dofíde él no podía alcanzarla. Nunca el extranjero había conocido una intimidad a la vez tan inasible y tan meticulosa.

Mientras ella se agitaba entre sus manos incapaces de sujetarla, Bálder, que había creído disponer de una explicación para la conducta de la mujer, admitió nuevamente su desorientación respecto a Camila. Algo, sin embargo, había cambiado. No la comprendía, pero no le importaba. Aunque la necesitaba y no veía cuándo dejaría de necesitarla, ya no corría el riesgo de poner ninguna esperanza en ella. Por eso, aquella noche, antes de que ella se fuera, preguntó rectamente:

– ¿Volverás o te encontraré alguna otra noche en otro subterráneo?

– Volveré, salvo que prefieras verme en un subterráneo.

– Me es indiferente. Ya te he dicho que no pienso aguardarte más. Ni aquí ni en ninguna otra parte.

– Nos veremos. Aquí o allí, qué más da eso.

– ¿Tardarás?

– Lo necesario para sorprenderte.

– ¿Y si no me sorprendes?

– Siempre te sorprenderé.Te llevo demasiada ventaja.

– Tal vez no me lleves tanta.

– No sigas por ahí, maestro. Es pronto para que pretendas estar a salvo de mí.

– Pero lo estaré -la retó Bálder.

Camila dudó antes de asentir:

– Seguramente, si no sé impedirlo.

Bálder experimentó una repentina simpatía hacia la mujer. Por encima de las reservas recíprocas, quiso darle una oportunidad de decir la verdad:

– Cada uno sabe aproximadamefíte lo que vale y yo sé de sobra que no valgo tanta constancia. Me gustaría poder imaginar para qué te propones utilizarme, Camila.

Ya te estoy utilizando.

– ¿Para qué?

– Para salir de aquí, naturalmente.

– Sigues dentro. Los dos estamos dentro.

– Tal vez sea así como acabe, cuando te acostumbres y yo también termine por acostumbrarme. Pero de momento es diferente. Hasta ahora mis límites eran, más o menos, Ennius y Horacio. Nada más acá, nada más allá. Tú eres otra cosa.

– ¿Del lado de acá o del lado de allá?

– De ninguno, todavía. Eso es lo que me obliga a soportar tus bajezas.

– No buscamos lo mismo -intentó desilusionarla Bálder.

– No tememos lo mismo. Pero eso puede variar. Deja que Horacio te muestre su territorio.

– ¿Y si elijo no temer?

– No volverás a tocarme.

– Por una vez, sabré el precio.

Una parte del precio.

– ¿Y el resto?

– Depende de la razón por la que decidas no temer. Horacio no ha pagado como pagaron otros. Tú no eres como Horacio y tampoco como los otros.

En ese preciso momento, Bálder deploró estar a merced de las maquinaciones de los infelices que poblaban la catedral.Tenía a Camila delante y a ella le arrojó su despecho, sin violencia, acariciando las palabras:

– Quiero que sepas algo, aunque seguramente no debería ser tan franco contigo. No persigo nada aquí. Ni en la catedral. Ni en lo que me descubre Horacio. Ni siquiera en ti. Recuerdo que yo traía algo mejor. Iba a consagrarme a cuidarlo, a hacerlo más fuerte. Pero de pronto me encuentro con que lo he perdido. Para siempre o por ahora, por mi culpa o por la vuestra, para mi mal en cualquier caso. Sólo me quedáis vosotros para ocupar el tiempo y no tengo coraje para desprenderme del tiempo. Por eso estoy aquí. Pero si algún día puedo volver a mi sitio, lo haré. No debo lealtad a ninguno de vosotros.Tampoco a ti, querida.

Camila sonrió plácidamente.

– Todos traíamos algo mejor -dijo-.Yo también he soñado que estaba limpia y que volvía a estarlo. Hasta que me di cuenta de que me moriría sucia de esto. Cuando te convenzas, querrás aprovechar cada segundo. Buscarás en todos y en todas partes, y no podrás tenerme compasión como ahora porque trato de conseguirte.

– No te compadezco.Te observo.

– Eres un indeseable.

– Supongo que tienes razón.

– Siempre -se despidió Camila, poniendo un beso en la palma de la mano y dejándolo caer mientras salía de la celda de Bálder.

Durante las jornadas que siguieron, en la nave fue imponiéndose poco a poco un ambiente de trabajo más o menos organizado. Níccolo velaba por la disciplina y Alio por la ejecución de la labor de carpifítería. Contra la previsión de Bálder, su segundo dejaba que Alio le aconsejara respecto a la manera en que la madera debía ser tratada. El carpintero, por su parte, se conducía con tiento y era el primero en atender las órdenes que daba Níccolo en el ejercicio de sus responsabilidades. Bálder despachaba regularmente con los dos, siempre que podía con ambos a la vez para evitar rencillas. Pero cuando estuvo solo con Alio, no hubo la menor alusión a su coincidencia en el subterráneo. Tan sólo Bálder debía esforzarse por separar al hombre en ropa de trabajo del individuo impasible que se paseaba con una rubia borracha al cuello por las profundidades nocturnas.

Mientras los hombres trabajaban en las piezas de la estructura, Bálder comenzó a ensayar en bloques y planchas sueltos tallas y relieves. Hendía la madera con sus gubias sin pararse apenas a pensar. Tomaba la dirección que seguían sus manos a partir de las primeras heridas que abría con sus herramientas, recogiendo al paso las formas que había apuntado en los bocetos. Golpe a golpe, surco a surco, desbordaba la idea que había puesto en el papel y llegaba a resultados imprevistos. Faenaba fríamente, usando el arte como una evasión que le relevaba de sus cavilaciones. Aquello que hacía no era, en modo alguno, lo que había planeado en las horas de la tormenta de nieve, cuando había concebido la sillería. Era un pasatiempo, una renuncia, una rutina sin ambición. Como artista que era o había sido, podía distinguir cuando luchaba por atrapar lo desconocido de cuando sólo se entretenía probando sus mañas, sin atreverse a rozar lo que su alma ansiaba dar al mundo.Y sin embargo, tarde tras tarde, al examinar con recelo lo que había hecho durante el día, hallaba que sus obras podían embaucar a un juzgador desprevenido. Recordaba más de un día de trabajo obsesivo que había arrojado resultados muy inferiores a los de aquellas improvisaciones. Fuera como fuese, no le servía de consuelo.

El capataz, una vez que hubo puesto a disposición de Bálder los suministros, recuperó el gusto por aparecer por el coro, licencia que se había abstenido de tomarse mientras estaba en deuda. La primera vez que se acercó por allí, una semana después de recibir la madera, los hombres estaban en plena actividad y el extranjero acuchillaba una tabla de mediano grosor. Aulo atravesó el coro observando de reojo los movimientos de los operarios y se detuvo junto a Bálder. Éste continuó a lo suyo, a pesar de la presencia del capataz. Cuando notó que estaba tras él, se concentró en seguir atacando la madera.

– No pareces un aficionado -aprobó cautelosamente Aulo.

– Si tratas de halagarme pierdes el tiempo. No eres un crítico autorizado -estimó Bálder, sin énfasis.

– Ah, gracias.

– Lo que estás viendo no es nada. Cualquiera que haya aprendido cómo se cogen las herramientas puede hacerlo igual. Está apenas empezado. Si vienes dentro de tres horas podrás hablar con algún fundamento.

– Comprendo. Da la sensación de que esto marcha -concedió el capataz, señalando a los hombres-. Si he de ser sincero, nunca habría imaginado a Níccolo sucio de serrín. Lo que ocurre aquí es asombroso, verdaderamente.

– Nadie persigue a nadie y cada uno sabe lo que tiene que hacer.

– Hermosísimo. Trata de aplicar esa filosofia ahí fuera.

– Lo de fuera es cosa tuya.

– Qué agradable debe de ser gozar de privilegios sin que a uno le moleste la conciencia -le reprochó Aulo.

– Contigo, nunca.Tú tienes tu manera de defenderte.

– Algún día deberíamos charlar sobre eso. Creo que interpretas a la ligera mi posición.

– Me pareció entender que no le abrías tu corazón a nadie.

– Tú eres un hombre importante. No imaginas el tormento a que me han sometido los canónigos hasta que te he conseguido la maldita madera. Quizá no me convenga que alguien como tú vaya por ahí hablando mal de mí.

– Yo no hablo por ahí de ti. Ni bien ni mal.

– Ya comprendo que mi función es demasiado ruin. Lo decía por si algún día andas desocupado.

– Es improbable que lo esté tanto.

– Eso me tranquiliza. Por cierto, he visto que has entrado en cierta intimidad con Horacio, el escultor. -Es un modo apresurado de calificarlo.

– No te sorprenderá si te digo que es la compañía menos indicada para un joven de tu acreditada rectitud. -No, no creo que me sorprenda.

– Si me permites un consejo, yo seguiría frecuentando a Núbila. Es mejor escultor.

Sigo frecuentando a Núbila, aunque no te permito el consejo.

– Núbila y Horacio son como el agua y el aceite.Tendrás que elegir, y Horacio es, cómo diría, más untuoso.

Bálder interrumpió su labor y se volvió hacia Aulo. Sosteniendo en alto sus útiles, preguntó:

– ¿Desde cuándo padeces esa preocupación por mis amistades, capataz?

– No es propiamente preocupación. Debe de ser porque tengo hijos. No puedo ver a un niño con fuego sin avisarle de que va a quemarse.

Al extranjero se le ocurrió de pronto que era la ocasión de intentar coger a Aulo por la espalda.

– Hay algo que me intriga, Aulo -dijo.

– Si puedo ayudarte…

– Seguro. ¿Qué haces tú por la noche, normalmente?

– ¿Por qué te interesa eso?

– ¿Vives en el palacio o en el pueblo? ¿Dónde conociste a tu mujer? -abundó Bálder, con malicia.

Aulo borró la media sonrisa que llevaba colgada de los labios.

– No le veo la gracia. Qué te importa a ti.

– Te voy a hacer una confidencia. A estas alturas, creo poder afirmar que todas las ratas salen a cazar de noche. Esto que hacéis durante el día es una pantomima, para disimular. ¿Dónde cazas tú? No te he visto por ahí.

– Ni me verás. Eres vanidoso, maestro. Pero has escogido atropelladamente.Veremos si puedes darte ese lujo cuando estés comiendo lo mismo que ya se han comido y han cagado otros cincuenta antes que tú. Porque yo estaré mirándote, muerto de risa -prometió el capataz, recobrando el humor.

– Yo saldré limpio, como vine -alardeó Bálder, recordando lo que había conversado con Camila un par de noches atrás.

– Serías el primero. No te estorbo más. Cuando veas que vas a necesitar algo, pídelo con antelación. No me gusta que me atosiguen.

Mientras Aulo salía, Bálder captó en Alio un gesto que llamó su atención. El carpintero sonreía, absorto en el vacío que mediaba entre su rostro y sus manos que aserraban con impecable método la madera. Bálder reparó, con un escalofrío, en que era la primera vez que le veía sonreír. Durante los almuerzos seguía compartiendo mesa con Núbila. El andrógino no emitió, durante días, el menor comentario sobre el acercamiento que se había producido entre Bálder y Horacio. Aunque el extranjero tenía un trato limitado con el escultor dentro de la obra, era obvio que existía entre ambos una complicidad y que Núbila la había advertido desde el primer momento.Ya había realizado Bálder tres o cuatro expediciones nocturnas de la mano de Horacio, cuando Núbila, insospechadamente, decidió abordar la cuestión.

– Vas por ahí con Horacio, de noche -dijo, medio ausente, mientras terminaba de limpiar el primer plato.

– Sí -admitió Bálder, con innecesario pudor.

– ¿Te divierte?

– No diría tanto.

– Pero te interesa.

– No lo que veo. Sí cómo lo veo. Es una novedad.

– Lo imaginaba.

Aunque Núbila no había proferido su última y lacónica frase en un tono irrespetuoso, Bálder se vio obligado a cerciorarse:

– ¿Desapruebas mi actitud al respecto?

– No soy quién.

– Tú no irías.

– Yo soy un poco ermitaño. No me uses como ejemplo. No tengo riada que enseñarte. Al revés que Horacio.

– Nada de lo que Horacio me ha enseñado hasta ahora tiene otro aliciente que el de resultarme insólito.

– Está empezando. Horacio ha descendido hasta profundidades donde otros sucumbieron.Y sigue burlándose. No es un sujeto corriente, ni tan frívolo como puede aparentar.

– De eso ya me he dado cuenta.

Núbila se dedicó a ingerir el resto de su comida. Bálder le observaba y al cabo de unos minutos resolvió aprovechar la singular desenvoltura con que el andrógino se manifestaba aquel mediodía.

– ¿Nunca has ido por ahí de noche? -le sondeó-. Donde va Horacio, me refiero.

– Claro -asintió tranquilamente Núbila-. Todos lo hacen alguna vez. Es inevitable.

– ¿Te llevó Horacio?

– A Horacio le conocí allí. Al verdadero Horacio. Hasta entonces sólo vi al otro y de lejos, en la obra. A mí me llevó Pólux.

Bálder oyó con sorpresa el nombre del estucador.

– Yo no me he tropezado con Pólux, hasta ahora -dijo.

– Hace años que no frecuenta ese ambiente. Pero cuando me llevó a mí era el rey. Todo lo que ha aprendido Horacio no es ni la mitad de lo que le sobraba a Pólux en su época de plenitud. Horacio siempre le ha imitado. La diferencia es que Pólux no se jactó nunca, ni utilizó lo que sabía para impresionar a un recién venido.

– ¿Y por qué se retiró Pólux?

– Si quieres saber eso tendrás que preguntárselo a él mismo. El es el único guardián de ese secreto. Por si acaso, no sientas la tentación de preguntar a Horacio. Aunque lo ignore, no tendría inconveniente en inventar alguna patraña un poco llamativa.

– ¿Qué significa eso de que era el rey?

– Todos iban donde él iba, rechazó una por una a las mejores mujeres, seleccionaba a quienes le apetecía y lograba que todos envidiasen a sus favoritos.Y sobre todo, a quien gozaba de su confianza lo acercaba al otro lado.

– ¿Qué otro lado?

Núbila recibió con regocijo la interrogación de Bálder.

– Así que Horacio no va muy deprisa, todavía -coligió.

– No entiendo.

– El otro lado es el señuelo preferido de Horacio.Ya suponía que no te había contado mucho, pero me extraña que ni siquiera te lo haya mencionado.

– No me ha mencionado nada, ni sé de qué diablos hablas.

– No te impacientes. Horacio va a acercarte allí. Pero dudo que él pueda lo que podía Pólux. Él es allí un intruso al que sólo toleran por su desfachatez. Pólux había entrado, era su terreno. Ten esto presente cuando tengas que valorar lo que te prometa Horacio.

Bálder asimilaba apenas las revelaciones de Núbila. Sin embargo, la propia facilidad con que el andrógino se le confiaba le animaba a avanzar deprisa, más de lo que le permitía su comprensión:

– Tú estuviste allí.

– ¿En el otro lado? Sí. Una vez. Y juré no regresar. Incluso dejé de tratar a Pólux, que me distinguía con su afecto.

– ¿Por qué?

Núbila respiró hondo.

– Por la razón más sencilla -declaró-. Temí que si regresaba acabaría conmigo.Y yo no buscaba acabar. Apenas estaba en el comienzo.

– No ha acabado con Horacio.

– Por ahora. Cualquier día le ocurrirá. Cuando se cansen de él.

El extranjero sacudió la cabeza.

– ¿Pero qué es el otro lado? ¿Qué hay allí?

– Apenas me enteré -confesó Núbila, encogiendo los hombros-. Lo único que vi con claridad fue el peligro. Si de verdad quieres averiguarlo tendrás que ir tú.

– No quieres hablar.

– No. Pero aunque hablase durante horas sería poco más lo que podría transmitirte.

– Por eso no volviste a salir por la noche.

– Después de rehuir el otro lado, la tierra de nadie tenía poco que ofrecer. Mi existencia es ahora coherente, al menos. Durante el día me enfrento con la piedra con toda la dignidad de que soy capaz. Por la noche medito sobre lo que haré al día siguiente. No hago daño a nadie y nadie puede hacérmelo a mí. Si fuera donde Horacio te lleva por las noches todo sería distinto, a pesar de mis intenciones. La tierra de nadie está llena de trampas. En unas se cae y en otras se hace caer a otros. Es ineludible.

Bálder estaba completamente perdido. No obstante, en medio del desorden que reinaba en su cerebro, arriesgó una suposición:

– El otro lado acabó con Pólux.

– Es patente que no vive su mejor momento -bromeó el andrógino-.Aparte de eso, no me consta si está acabado o no. Hace años que no cruzamos una palabra, y él ha vivido muy lejos de donde yo vivo, por así decir.

Núbila había terminado de comer y se levantó de la mesa.

– Por cierto -anunció, cambiando bruscamente de asunto-. Tengo algo para ti. He destruido el túmulo, a excepción de la cabeza. Cumplo mi compromiso. Puedes ir a cogerla cuando gustes.

El extranjero mostró con torpeza su gratitud:

– Ah, sí, la guardaré como merece. Enviaré a alguien para que la recoja, esta misma tarde.

El tiempo discurría y Bálder resbalaba hacia su destino o como hubiera que llamarlo. Una noche, mientras desenredaba los lacios cabellos de la muchacha de verde, la que Horacio le había enviado en su primer descenso a los subterráneos, Octavia hizo acto de presencia junto a su mesa. Llevaba ropas negras, brillantes. Entre ellas y la frondosa cabellera, su rostro y su cuello parecían estar hechos de yeso. También sus brazos, descubiertos hasta los hombros, eran de una blancura hiriente. Bálder jugó a sostener aquellos ojos tenebrosos, y auxiliado por la bebida que había tomado en cantidad inmoderada, tuvo algún éxito. La helada belleza de Octavia empequeñecía, hasta hacerla desaparecer, la escasa influencia que a aquellas alturas ejercía en el extranjero la muchacha de verde, cuyo nombre, por cierto, siempre olvidaba. Algo debió de captar ésta, porque enseguida alzó la cabeza, apartando sus cabellos del anodino agasajo de los dedos de Bálder. Al ver a Octavia, miró a Bálder y al fondo de la sala, desde donde Horacio vigilaba los movimientos de su pupilo, y se esfumó sin ruido.

– Te aburres -estableció Octavia, con la inapelable dureza de su voz.

– ¿Qué te hace pensarlo? -repuso Bálder.

– No te han dado lo que te hace falta.

– Estás en lo cierto. ¿Tienes alguna idea?

– Algunas.

Bálder largó un buen trago a su jarra. Porfiando por que no se le trabase la lengua, dijo:

¿Puedo saber qué he hecho para merecer tu atención? Disculpa si parezco un poco atontado. No te halagará si menciono que eres la mujer más formidable entre las que hay por aquí.

– Nunca sobra oírlo. He tardado en arreglarme.

– También lo pregunto porque la otra vez que te tuve tan cerca no me hiciste abrigar más esperanza que la de que algún día me escupieras.

– Soy arisca con los extraños. Sobre todo con los que vienen con Horacio y es la primera noche que me ven y creen que soy una pieza más de su colección. Porque te habrá dejado caer que soy una pieza más de su colección.

– No ha sido tan explícito al respecto.

Octavia se acomodó junto a Bálder. Su olor era intenso, un perfume áspero y sin dulzores.

– Horacio colecciona muchas cosas.

– Ya lo he oído.

– Colecciona hombres y mujeres. A los hombres los apunta cuando ha conseguido meterles en la cabeza sus delirios.A las mujeres cuando ha conseguido meterles, bien, no es preciso que sea grosera para que lo cojas.

– Y a ti te ha…

– Claro que sí. Varias veces, y las primeras de buena gana, porque al principio Horacio se las arregla para caer efí gracia y yo tengo una juventud que gastar. Luego pierde su atractivo. Ahora sólo me consigue cuando tengo ganas y me da igual quién lo haga. Pero eso le basta para alimentar su ilusiófí. Tampoco me importa, si le ayuda a vivir.

Bálder asintió, empujando hacia su estómago, como una bocanada de fuego, otro sorbo generoso del brebaje que aún quedaba en su jarra.

– ¿Qué es lo que más te gusta de mí, maestro? -le provocó Octavia, echándose hacia atrás y dejando que la puntiaguda solidez de sus pechos mantuviera alzada la tela de sus vestiduras.

– Lo cierto es que me faltan elementos de juicio -balbució Bálder-. Tienes unos bonitos ojos, ahora que me dejas contemplarlos.

– No me refiero a eso.

– Si te refieres a otra cosa, me gusta todo lo que puedo adivinar.

– ¿Y qué es lo que no adivinas?

– Lo que no te adivino es el alma.Y no voy a empeñarme.

– Me defraudarías. Durante el día tomo al dictado las interminables masturbaciones teológicas de un canónigo decrépito acerca del alma. En los descansos me aprieta los pezones con sus manos temblorosas, tirándome pellizcos que no puede controlar. Ha llegado a hacerme sangre, el muy puerco.

– ¿Son así todos los canónigos?

– No es cuestión que me atormente. Soporto al mío y punto. Las preguntas a Horacio.Yo no insinúo a nadie lo que tiene que pensar.

– No me quejaré porque no lo hagas.

Al llegar a este punto, Octavia escrutó minuciosamente a Bálder, completando en silencio su diagnóstico. Acaso para redondearlo, consultó:

– ¿Eres escultor?

– No.Tallista.

– ¿Y eso qué es?

– Tallo madera.Voy a hacer la sillería del coro.

– Ah, los asientos para los canónigos. ¿Tanto mérito tiene?

– Tanto como qué.

– Tanto como para que no des la sensación de ser uno más de estos imbéciles.

– Soy extranjero. Quizá te choca el acento.

– A mí no me preocupa nada lo que hablas. Nunca te había escuchado hasta hoy, y habría podido sobrevivir sin ello.

Bálder había introducido la mano bajo la falda de Octavia y exploraba la suave firmeza de sus muslos desnudos.

– ¿Me permites sólo una pregunta, Octavia?

– La última.

– ¿Te da igual quien lo haga esta noche?

– No. He soñado contigo. Me dolía. Y te confesaré algo: hace años que no me duele.

– Gracias -farfulló Bálder, al azar.

Octavia detuvo su mano y le clavó una mirada de ménade, al tiempo que exigía:

– Eso no basta. Gánatelo.

Algunas horas después, cuando salia de una habitación que se hallaba en alguna parte del edificio anexo al palacio, llevando aún en la retina la impresión de la larga y musculada desnudez de Octavia y en sus oídos la ferocidad de sus susurros, Bálder se topó con Horacio, que aguardaba en la oscuridad del corredor.

– ¿Cómo ha ido? -interrogó el escultor.

– Como lo preví, en líneas generales.Tal vez más violento -resumió Bálder, exánime.

– A Octavia le sobra la fuerza. Es una enfermedad que mata a muchos y que a ella la matará también.

– Está totalmente desquiciada. Una lástima.

– Yo he llegado a acariciar la posibilidad de cortarle algunas partes del cuerpo. Por desgracia, se pudrirían separadas de ella. La naturaleza se permite caprichos incomprensibles.

– ¿Volverá a buscarme?

– Es probable.

– ¿Y si la esquivo?

– Puede que te saque los ojos.

– No me malinterpretes. Quién no disfrutaría con ella. Pero tiene algo enfermizo, angustioso.

– Me admiras, maestro. Eres el primero que consume a Octavia en una sola noche. En honor a la verdad he de admitir que ni siquiera yo lo hice tan rápido. Tenía una corazonada contigo y no me ha fallado. Por eso he venido.

Bálder echó a andar, dio cuatro pasos, recordó que no sabía dónde estaba y se detuvo. Se volvió hacia Horacio:

– Es tarde. ¿Cómo se marcha uno de aquí?

– Debes empezar a orientarte por el edificio.Ya estás preparado para dar el siguiente paso.

– ¿Y cuál es ése?

– Ir al otro lado. A donde nunca han ido ni irán los que has estado viendo en las últimas semanas.

– El otro lado de qué.

– De esto.

– ¿Qué es? ¿Otro subterráneo?

– No. Quienes van allí no tienen que esconderse, como los desgraciados con los que hemos estado contemporizando hasta ahora. Son inaccesibles, que es distinto.

– ¿Y por qué se supone que van a dejar que yo vaya?

– Porque vendrás conmigo. Confian en mi olfato para distinguir a quienes son aptos.

– ¿Has pasado a muchos?

– A varios.

– Artistas.

– Sí. Menos una.

– ¿Una mujer?

– Eso es.

– ¿Quién?

– Es posible que no la conozcas, todavía.

Bálder no sentía impaciencia ni contento. Pese a ello, indagó:

– ¿Cuándo?

– Pronto. Te avisaré. Vamos, te acompaño a tu celda. Estamos lejos. Habrás comprobado que Octavia vive aislada. No es por su misantropía. Hay noches que no para de gritar.

A medida que avanzaron las semanas, se fue haciendo indudable que contar con Casio entre sus hombres era un inconveniente de complicada solución. Los informes de Níccolo, puntualmente despiadados, reiteraban el monótono catálogo de las infracciones del operario: indocilidad, pereza, desabrimiento, injurias a sus compañeros y a sus superiores, las dirigidas contra Bálder siempre a sus espaldas. Los castigos que le habían sido administrados con profusión habían arrojado como único resultado una intensificación de su mal carácter. Alio, por su parte, refería con frecuencia semejante y no menor impiedad las deficiencias que obligaban a concluir la perfecta ineptitud técnica del operario: pésimo acabado de sus trabajos, infidelidad contumaz a los planos y a las instrucciones, abundante desperdicio de material.

Así la situación, y aunque Bálder había sido reacio a tomar medidas drásticas contra su subalterno, terminó por aceptar que debía sacrificarle. Sin embargo, y ya que no había, por indolencia, cumplido con su propósito inicial de tratar de persuadirle personalmente de que enmendase su actitud, estimó que le incumbía, cuando menos, el deber de inmolarle de frente y sin la mediación de ningún vicario. Una tarde, mientras los hombres se disponían a salir tras haber recogido las herramientas, le llamó:

– Casio, no te vayas todavía.

El operario esperó donde le había sorprendido la orden del maestro. Cuando los demás hubieron desaparecido, Bálder se aproximó. Tratando de no perderle la cara, dijo:

– No sé si te acuerdas de algo que hablamos hace tiempo, al principio. Te pedí que decidieras si querías estar aquí. ¿Has decidido algo?

Casio no contestó.

– En ese caso, me obligas a decidir a mí.Y decido que te vas. ¿Alguna objeción?

Casio continuó en silencio.

– Los demás acatan las órdenes. Desconozco si se divierten o no, pero cumplen su trabajo y tengo que respetarles. A ti no puedo respetarte. Tal vez crees que mereces algo mejor.

No hubo comentarios por parte del operario.

– Estás en tu derecho. Yo te echo porque tengo que salir adelante. Habría preferido hacerlo sin sangre, pero no me dejas elección. No puedo arrastrarte agarrado a mi tobillo y mordiéndomelo mientras camino. ¿Lo entiendes?

– Entiendo que le sobro -masculló Casio-. Solo le interesa su reputación ante los canónigos y yo puedo estropeársela. No me debe tantas explicaciones. Acabe de una vez.

– ¿Crees que soy injusto?

– Creo que es como todos y me da lo mismo.

– Una última cuestión, Casio. ¿Tu comportamiento se debe a que tienes algo contra mí?

Casio le observó con una mueca de asco.

– Usted qué cree.

– No lo comprendería si fuera así.

– No es tan difícil de comprender. Usted viene de fuera a decir lo que hay que hacer. Yo he nacido aquí y tengo que aguantar que me ponga a Níccolo detrás del culo, y a los dos que encima disfruten.

– Te confundes. Nada gano incordiándote.

– Eso es lo más odioso de todo. Écheme de una vez. Me muero por quitármelo de la vista.

Era inútil. Bálder dio por agotado el trámite:

– Vete. Que tengas suerte, dondequiera que te manden.

– No lo dirá en serio.

– Sí.

– Me voy, antes de que me ponga a vomitar.

Aulo, pocos minutos después, tomó nota con una sonrisa de la solicitud de Bálder.

– Muy bien. De modo que quieres cargarte a Casio. Un sujeto turbulento.Ya le auguraba yo que tendría un mal final.

– ¿Tuviste tus augurios en consideración cuando me lo asignaste? -preguntó Bálder, molesto.

– Desde luego que no. Mis decisiones como capataz se basan en criterios absolutamente objetivos.

– Ya. Otra cosa. Quiero un sustituto.

– Eso tienen que aprobarlo los canónigos.

– ¿He de ir a ver a Ennius?

– No es preciso.Ya me ocupo.

¿Qué le sucederá a Casio?

– Hace un minuto, cuando me has dado su nombre y me has pedido lo que me has pedido, eso ha dejado de ser asunto tuyo. Duerme tranquilo.Te veré mañana.

A la mañana siguiente, antes de que sonara la campana que marcaba el comienzo de cada jornada, Aulo fue al coro a dar cuenta al extranjero de sus gestiones en relación con el sustituto para Casio.

– No hay sustituto. Estamos justos de operarios -anunció.

– Magnífico -juzgó Bálder-. Imagino que tendré que arreglarme. Para los efectos, hasta ahora he dispuesto de cuatro hombres y con cuatro sigo.

No sólo era para arruinarle la satisfacción a Aulo. Notó, con alguna suspicacia, que en realidad no le afectaba la denegación que acababan de comunicarle.Apenas se paró a reconocer la razón, que en otro tiempo le habría resultado inconcebible: había dejado de calcular el tiempo que tardaría en hacer la sillería.

– Quizá quieras ir a ver al canónigo tú mismo. A lo mejor puedes hacerle cambiar de opinión -sugirió el capataz.

– No.

– ¿No vas a protestar? -se extrañó Aulo.

– No.

– Desconcertante. Cada día, algo nuevo. Es lo que te hace apegarte a la existencia. Hasta luego, maestro.

Esa tarde o la tarde del día siguiente Horacio le alcanzó, cuando andaba de camino hacia la ciudad. Bálder iba con Núbila, que se apartó para que el escultor pudiese musitar al oído del extranjero:

– Esta noche, a las ocho. Iré a recogerte.

Horacio y Núbila se dedicaron sendas inclinaciones de cabeza y el escultor se alejó a un paso más rápido que el de Bálder y su compañero de viaje.

– Va a acercarte allí -infirió Núbila.

– Sí.

– Si me aceptas una recomendación, a partir de ahora no le des la espalda.

– ¿Tú sabes qué es lo que busca?

– Si lo supiera te lo diría. Si pudiera protegerte, lo haría.

– ¿Por qué?

– Te aprecio más que a él. Tú tratas de hacer lo debido. Horacio mide cada acto por el provecho que prevé sacar. No siempre he hecho lo que creía mi deber, pero no he perdido la facultad de valorar la decencia.

Horacio fue puntual. A pesar de su indisciplinado aspecto en la obra, no podía negársele el rigor con que conducía lo que le interesaba. Con Bálder tras él, recorrió los pasillos y escaleras del edificio anexo hasta llegar al límite con el palacio.

– Por aquí -indicó.

– ¿Por ahí?

– ¿Qué habías pensado?

– Nada, en realidad.

Subieron a uno de los pisos superiores y anduvieron un largo tramo de corredor. Las puertas de aquella planta eran grandes y oscuras, con pomos metálicos que refulgían a la débil luz de las lámparas. Ante una de aquellas puertas Horacio interrumpió su marcha. Llamó una sola vez. Un hombre envuelto en una sotana abrió lentamente. Al ver a Horacio se apartó y les franqueó la entrada.

– Traigo al maestro -informó Horacio.

– Bien -dijo el religioso, sin alzar los ojos del suelo-. Entrad. Se os espera.

Bálder atravesó un corto pasillo y desembocó en una estancia inmensa. Pesados cortinajes cubrían los muros y gruesas alfombras los suelos. Todo estaba iluminado por candelabros de infinitos brazos y en las paredes, sobre tapices, en plata y en bronce, había una multitud de signos que no eran los de la liturgia ni guardaban con ellos la más remota semejanza. Había tres largas mesas colocadas en forma de U y un número abundante de sillas, regularmente dispuestas a lo largo de ellas. Las mesas ocupaban aproximadamente la mitad de la estancia. La otra mitad estaba casi vacía, con la única excepción de unos cuantos asientos de apariencia confortable.

Allí había unas treinta personas. La mayor parte vestían suntuosos ropajes de canónigo, que comparados con lo que Bálder recordaba de la indumentaria de Ennius, les daban una apariencia principesca. Mezclados con ellos, distinguió a una decena de artistas. Uno o dos se contaban entre los habituales de Horacio en la obra, a algún otro lo había visto en alguna ocasión en los subterráneos y el resto eran individuos en los que no había observado la menor particularidad hasta entonces. La mayoría estaban de pie, reunidos en grupos que mantenían conversaciones siempre dominadas por uno de los canónigos. Frente a éstos, los artistas adoptaban una actitud sumisa y apocada. Se les veía nerviosos, junto a la relajada magnificencia de los eclesiásticos. Un puñado de sirvientes completaban la escena, prestos a suministrar no adivinaba qué atenciones.

Antes de que Horacio le instara a avanzar hacia el centro de la sala, Bálder lo retuvo.

– ¿Y esto es lo que tú llamas el otro lado? -le recriminó-. Está lleno de canónigos.

Horacio le puso una mano en el hombro.

– Dios y Satanás están hechos de lo mismo. Lo contrario de los canónigos son otros canónigos.

– ¿Qué es esto? ¿Una reunión de conspiradores?

– Has visto la obra. Has visto los subterráneos. Ése es el orden que el Arzobispado ofrece a los que se conforman.Tú eres de los pocos que pueden elegir entre someterse o conspirar.Y si estás aquí es porque he creído que no te conformas. No me decepciones ahora que estás entre los elegidos.

– ¿Como ésos que tiemblan entre las sotanas? Puedo ser estúpido, Horacio, pero no tanto.

– Ellos no sirven. No son como tú.

Quieres engañarme, hijo de perra. ¿Para qué sirvo yo? Horacio intercambió una rápida mirada con un canónigo y dibujó una sonrisa nerviosa.

– Hablaremos luego, si te parece -propuso-. Nos aguardan.

Bálder se dejó empujar hasta el grupo que visiblemente regía el canónigo con quien Horacio acababa de cruzar su señal. Todos los allí congregados, seis en total, eran canónigos.

– Buenas noches a todos -los aduló el escultor.

– Dios sea contigo -impetró el canónigo principal, con falsa mansedumbre-. Así que éste es el hombre. -El mismo.

– Bienvenido.Yo soy Tullius y éstos son algunos de mis hermanos.

– Bálder -se presentó el extranjero, por estricta urbanidad.

– Ya sabemos. Horacio nos ha hablado de ti. Le rogamos que te trajese y él ha tenido la amabilidad de hacerlo. Todos nos alegramos de tu presencia.

A Bálder no se le ocurrió nada que pudiera decir y no resultara contraproducente. Intentó adoptar un aire de comedida intimidación, pero lo logró sólo a duras penas. Por encima del miedo, le soliviantaba la repugnancia que le inspiraban aquel lugar y aquellos hombres. Había algo viciado en la atmósfera que estaba respirando. Tullius se dirigió nuevamente a él:

– Según nos ha contado Horacio, posees virtudes singulares.Tienes tus propios principios y los defiendes. -Lo procuro, nada más.

– Eso nos agrada. Aquí no gustamos de los que se entregan sin más a cumplir las consignas que reciben.Ambicionamos algo más de lo que la obra ha conseguido hasta ahora.

– ¿Respecto de la catedral?

– Respecto de la vida. La catedral es un despropósito.

Los demás canónigos rieron con mesura la brusca declaración de Tullius. Este alzó casi imperceptiblemente una mano y el leve rumor de las risas cesó.

– Confio en que esta noche descubrirás algo mejor que el vacío al que han pretendido condenarte -prosiguió Tullius-. Considero un honor abrir nuevos horizontes a un hombre de valía. Durante el día me degrado atrapando incompetentes en el cepo que urdieron y gozan miserablemente otros.

– ¿Y por qué los atrapa, entonces?

Un denso silencio sucedió a la pregunta, que Bálder lamentó al instante no haberse tragado.

– Bravo -le felicitó Tullius-. Cuando uno hace que su lengua obedezca lo que discurre su mente, está en la senda de ganar un lugar en el mundo. Otro en vez de ti no se habría atrevido. Somos muchos más que tú y acabas de llegar. Yo tengo cierto ascendiente sobre los demás y lo que me has arrojado a la cara no es muy respetuoso. -El canónigo apoyó con la cabeza su juicio y luego habló al escultor-. Horacio, me gusta tanto este amigo tuyo que voy a revelarle lo que nunca le revelé a nadie: por qué sirvo al Arzobispado. Escúchalo y reténlo, maestro: el placer es un bien limitado. Muchos deben carecer de él para que otros lo tengamos en condiciones. Durante el día trabajo para asegurar esto que ves ahora. A los que gobierno los reduzco a un estado en el que no pueden disputármelo, y a aquellos que me mandan los complazco de manera que ni sueñan en disputármelo. Pobres hombres encima y pobres hombres debajo. Lo de menos es la altura que se ocupa. La inteligencia puede subsistir en cualquier parte. Si tienes el don, serás acogido. Nadie te despreciará, ya seas canónigo o el último operario de la catedral.

– No veo a ningún operario por aquí -cuestionó Bálder.

– Ni funcionarios del Arzobispado. No es impensable, pero la probabilidad disminuye mucho. Acaso Horacio encuentre algo, algún día. Es nuestro explorador más perseverante. Parece que las damas se retrasan -se desvió súbitamente Tullius de aquel duelo al que un insensato Bálder le citaba-.Vayamos tomando asiento. Muéstrale a Bálder su sitio, Horacio.

Con un par de ademanes, Tullius disolvió los grupos que quedaban y todos se encaminaron hacia sus sillas. Una vez que se hubieron sentado, quedaron diez o doce sillas desocupadas, en la mesa que se encontraba frente a la que le había correspondido a Bálder, a la derecha de la central que presidía Tullius.

En ese instante apareció en la entrada de la estancia un nutrido grupo de mujeres. No vestían como las que Bálder había conocido en los subterráneos. Sus ropas eran amplias y se cerraban en torno de su cuello. Iban sin maquillar y se movían ceremoniosamente.Tullius las invitó a sentarse.Varias fueron por detrás de él y otras, las menos, por detrás de la mesa donde se había situado Bálder. El extranjero no quiso espiarlas, ni a las que podía observar de frente ni a las que sólo le cabía vigilar de reojo. De pronto, algo le rozó la espalda. Se volvió y allí estaba Camila, transfigurada bajo una túnica azul.

– ¿Qué haces tú aquí?

Camila no respondió enseguida. Estaba mirando a Horacio, que la examinaba con escepticismo.

– Hago lo que te prometí -declaró al fin, con una trémula dulzura-. Sorprenderte.

Y se deslizó hacia su sitio, con las manos caídas junto a las caderas y la barbilla baja.

Entonces Tullius comenzó su alocución, pero a Bálder se le escaparon sus primeras palabras, y también las que dio en pronunciar durante los minutos que tardó en acostumbrar su vista a la presencia, en la mesa de enfrente, de una salvaje muchacha que destacaba entre todas las que se habían acomodado allí. Gastaba una cegadora melena rubia, era afilada como un cuchillo y escudriñaba insolentemente a todos con dos cristales de color violeta en los que no se atisbaba el menor sentimiento. Cuando reparó en Bálder, se quedó fija en él. El extranjero sintió un invencible desasosiego. Como único recurso, acudió a Horacio:

– ¿Quién es?

El escultor le tuvo en ascuas durante unos segundos. Al fin, con una expresión triunfal, desveló:

– Es Náusica. Ahora estás al otro lado.

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