El extranjero se detuvo ante la catedral. Contra el cielo oscuramente gris, sobre la fachada desfigurada por el andamiaje, las torres se alzaban majestuosas, despreciando al espectador y aun el resto del edificio, sometido, en su inconclusión, al imperio de sus formidables apéndices. Eran cuatro, suavemente cónicas, las dos centrales cinco o seis metros más altas que las exteriores. Cada una de ellas arrancaba de un haz de columnas asentadas en lo alto de la nave, continuaba con un trecho de pared lisa y a partir de la altura en que empezaba a adelgazarse perdía gradualmente su solidez en una trama de vanos que revelaban la oquedad interior. Faltaban los pináculos, apenas insinuados en las dos torres centrales, pero eso no perjudicaba, por cierto, la pureza de sus líneas.
Aterido y frágil en la tarde de enero, el extranjero avanzó hacia el hueco a medio rematar que algún día habría de ocupar el tímpano de entrada. Dudó al pasar bajo el andamio y observó con reprobación los materiales negligentemente amontonados por todas partes. Nadie le salió al paso hasta que no hubo traspuesto el portal y se halló en el interior del templo sin techumbre.
¿Quién es usted? -ladró el vigilante. Era un individuo malencarado, iba vestido con ropas deslucidas por el uso y esgrimía un bastón de madera mugrienta.
El extranjero le eludió durante un par de segundos, mientras contemplaba el caótico aspecto que, vista desde allí, ofrecía la catedral. En algunas capillas las paredes estaban completamente terminadas, pero otras apenas estaban revestidas y en la mayoría abundaba el ladrillo desnudo. En el centro de la nave, ajenos a cuanto los circundaba como las torres rechazaban cualquier vínculo con la fachada de la catedral, se veían los muros de piedra afiligranada que rodeaban el altar mayor y el coro. La minuciosidad de los bajorrelieves, la perfección de los arcos ojivales y la airosa delicadeza de las falsas columnas labradas en aquellos muros se conciliaban apenas con el desaliñado armazón en cuyo centro se erguían. No tenía sentido haber culminado aquella labor a la intemperie, pensó el extranjero, mientras se acordaba de pronto del vigilante que aguardaba su respuesta.
– Soy el maestro tallista -explicó, sin mirar al otro; y añadió con cierta altivez-: Me esperan.
– ¿Quién le espera? -se revolvió el vigilante.
– Recibí el encargo del Arzobispo. Llevo conmigo una carta con su sello y su firma. ¿He de enseñársela? -Si no tiene inconveniente.
– Pensé que no era la persona apropiada para verla.
– Probablemente no. Pero no pasará de aquí si no me la enseña -razonó el vigilante con inesperada malicia.
El extranjero hurgó en su equipaje y sacó un papel amarillento. Lo tendió al vigilante sin desplegar y mientras éste se entendía con él se abstrajo en el vuelo de un arbotante cercano, visible a través de una de las discontinuidades de las fachadas laterales.
Parece auténtico -juzgó el vigilante, tras examinar el documento al derecho y al revés-. No puedo asegurarlo porque nunca he visto la firma ni el sello del Arzobispo, a menos que sean realmente éstos.
– ¿Por qué insistió en que le enseñara el papel, entonces?
– Porque usted no podía negarse.
– ¿Es eso un motivo?
No, era una ventaja. Puede curiosear por ahí, si quiere. El arquitecto no está. A decir verdad, yo ni siquiera le conozco. El capataz sí viene cada día. Es aquel que viste de azul y mueve mucho los brazos. Tendrá que hablar con él, si quiere saber algo sobre la obra. Aunque al final deberá ver a algún canónigo, supongo.
– Gracias -gruñó el extranjero, recogiendo la carta que el otro le devolvía.
Aparte del color de su indumentaria, que destacaba sobre la masa grisácea de los operarios, el capataz se distinguía por su corta estatura y por ser el único dentro de aquel recinto que parecía animado por un propósito. Su gesticulación resultaba algo nerviosa, pero al menos reflejaba un cierto interés por llevar aquello adelante. Los demás se movían despacio e intermitentemente. El extranjero estuvo un rato observándoles y se fijó en más de uno que asistía a la construcción con la distancia propia de un curioso desocupado. Al fin avanzó hacia el capataz. Mientras sorteaba los múltiples obstáculos que se interponían en su camino, el extranjero reparó en la presencia hasta entonces inadvertida de otra clase de personajes. Sus ropas eran del mismo color que las del resto de los operarios, pero algo variaba en su forma, o en su hechura, o quizá, apostó sucesivamente, se diferenciaban por haber sufrido un menor desgaste o por el movimiento de los cuerpos que envolvían. En ellos el descuido de los otros era reemplazado por una especie de contención. Vio a uno cincelando en el muro que defendía el coro, a otro rematando un arco, a un tercero dirigiendo, entre la resignación y la desesperanza, a cuatro operarios que elevaban una columna. Los tres eran jóvenes, aunque en el del coro atisbó cabellos grises. Su porte era taciturno, y su mirada, la de quien no estuviera demasiado contento. Habiendo alcanzado ya la proximidad imprescindible, el extranjero reclamó la atención del capataz:
– Buenas tardes.
– Lo serán para usted, tal vez -bramó el capataz, e inmediatamente se volvió, vio a quién hablaba y, apenas más amable, explicó-: Disculpe, tenemos algunos problemas. ¿Quién es usted y qué hace aquí?
– Soy el maestro tallista. El Arzobispo me mandó venir para hacer la sillería del coro.
El capataz se encogió de hombros, soltó una risotada y dio un puntapié a un cascote, que fue rodando hasta chocar con un cubo de agua. Pareció lamentar por un segundo que el cubo no se volcase y dijo:
– Espléndido. Nadie me consulta nada. Así vamos, derechos a la ruina.
El extranjero no supo qué contestar, si es que le cabía contestar algo.
– No es personal -aclaró el capataz-. Cada mes aparece por aquí un lunático nuevo para hacer algo a destiempo. ¿La sillería del coro, dice? Bárbaro. Eche un vistazo y dígame si cree que es el momento para empezar su tarea. Responda sin miedo, no tengo poder para echarle si alguno de los que deciden me impone otra cosa.
El extranjero meditó un instante y supuso que no debía sincerarse con su interlocutor, ni en aquel momento ni quizá después.
– No necesito que la catedral esté terminada. Puedo trabajar en un taller e instalar la sillería cuando todo esté acondicionado.
El capataz volvió a reírse.
– Claro -admitió-. Usted es joven. Es posible que sólo tenga ochenta años cuando todo esté acondicionado. ¿Cuánto cree que resistirá la sillería desmontada? ¿Cómo va a protegerla para que no se eche a perder en ese taller? Disculpe, no quiero enseñarle su arte. Tampoco espero estar aquí cuando pueda instalar su obra.
Al extranjero empezó a fastidiarle la situación.
– Lamento importunarle. No he venido cuando me ha apetecido, sino cuando me han llamado.
– Desde luego. No le echo la culpa. En realidad yo no tendría ni la mitad de los problemas que tengo si mi mujer fuera estéril. La miseria que gano aquí se va en vestir y llenarles el estómago a cinco pequeños dementes que llevan mi apellido y también mi cara, para que no haya dudas. ¿Tiene hijos?
– No.
– Dichoso usted. ¿Trabaja por amor al arte?
– No. Pero tampoco lo detesto.
– En cualquier caso, si quiere un consejo, no procree nunca. Se encontrará de pronto viviendo la vida de otro y no podrá hacer caso a los deseos de su alma. -El capataz miró al cielo, con aprensión-. En cuanto a lo de su sillería, no puedo ayudarle, de momento. Yo no hago nada sin instrucciones. Tendrá que ir a ver a quien pueda dármelas.
– ¿Sería mucho pedir si le rogara que me indicase dónde y a quién tengo que acudir?
– Naturalmente, debería probar en el palacio arzobispal. En cuanto a la persona, si sólo hubiera una es posible que yo durmiera por las noches. Pida ver a un canónigo. A cualquiera. Hay doscientos y todos tienen alguna competencia sobre todo. Puede que le atiendan o que se le escape una palabra equivocada y le expulsen sin más trámite de la archidiócesis. Si el encargo que tiene es del Arzobispo entra dentro de lo probable que le proporcionen material y le asignen ayudantes. Ya hablaremos entonces.
El capataz se frotó los ojos y dio media vuelta. Examinó en semicírculo el espectáculo desordenado de los operarios y meneó la cabeza.
– Menuda mierda -dijo-. En momentos como éste sólo un imbécil puede ser creyente.
– ¿Podría decirme dónde está el palacio arzobispal? -preguntó el extranjero, soslayando el comentario-. No conozco la ciudad.
El capataz no se volvió. Alzando la voz para compensar que le estaba dando la espalda, repuso:
– Eche a andar hasta que encuentre cualquier calle ancha. Cuando llegue a ella, tómela hacia arriba. El palacio arzobispal estará al final. Es una plaza muy amplia. Todavía no me explico por qué estamos construyendo esto aquí.
– Gracias. Que tenga un buen día.
– Sin duda. Perdone mis modales. Le aseguro que cuando todavía esperaba algo de la vida era un tipo encantador, dentro de un orden. Hasta la vista.
El extranjero se dirigió hacia una brecha que había en el ábside, aunque habría podido salir por media docena de sitios diferentes. El capataz gritaba a su espalda. Algo removió las nubes que encapotaban el cielo y el día se tornó más oscuro. En aquella atmósfera entenebrecida, el frío se hacía más acuciante. Al pasar junto al altar la mirada del extranjero se cruzó con la de uno de los jóvenes taciturnos que había segregado antes del común de los operarios. Estaba en lo alto de una escalera, terminando de afilar la forma de una rodilla femenina bajo la túnica de piedra de una imagen todavía sin rostro. Le miraba con una extraña atención, no la que en cualquiera despierta un intruso, sino la de quien estuviera lanzándose a un cálculo. El extranjero vaciló entre saludarle o apurarle la mirada, pero finalmente optó por apartar la vista y apretar el paso, mientras trataba de grabar la cara en su memoria, porque quizá fuera importante conocer desde el principio a quienes pudieran serle adversos. Que nadie estaría dispuesto a favorecerle, lo asumía, como la convicción de que lo que ellos buscaran, fuera lo que fuese, nada tendría que ver con sus propios fines. Él únicamente venía a hacer un trabajo y a cobrar un dinero. Nada le incumbía allí, fuera de procurarse los medios que necesitaba para su labor y esquivar los obstáculos que podían estorbarla. Procurarse y esquivar. Cumplir el encargo y apuntar a otro destino. No aspiraba a más, porque, como forastero, ni podía ni quería alterar el paisaje.
A falta de razones para hacer otra cosa, siguió las instrucciones del capataz. Salió de la explanada en la que estaban construyendo la catedral y callejeó hasta tropezarse con una especie de avenida que subía hacia la izquierda, con una pendiente al principio poco pronunciada pero que al cabo de unos minutos le hizo odiar el peso de su equipaje. La ciudad estaba casi desierta, y el viento aullaba al doblar las esquinas. Cuando llegó a la plaza, una bofetada de aire le frenó en seco Bajo esa inclemencia distinguió, al fondo, el contorno sombrío de lo que sólo podía ser el palacio arzobispal. Atravesó la plaza sin cruzarse con nadie, ni vehículos ni transeúntes.
En la puerta del palacio, zapateando contra el suelo y arrebujado en su ropa de abrigo, había un hombre joven que parecía cumplir tareas de vigilancia. Llevaba guantes negros de cuero brillante y colgado al cinto un bastón corto, también negro y reluciente. Escarmentado por su experiencia anterior con el vigilante de la obra, se dirigió a él en el tono más oficial que le fue posible adoptar:
– Traigo un encargo del Arzobispo. He de ver al canónigo responsable de las obras de la catedral.
El vigilante sonrió y siguió golpeando a intervalos de dos o tres segundos sus pies contra el suelo. Carraspeó y preguntó:
– ¿De dónde trae ese encargo? El Arzobispo está dentro.
– Quiero decir que he sido llamado por el Arzobispo, para realizar un trabajo en la catedral -rectificó el extranjero, titubeando.
– Comprendo. Pase y pregunte en la primera puerta a la derecha. ¿Qué lleva ahí?
– Mi equipaje y alguna herramienta. ¿Quiere examinarlo?
– En realidad no. Adelante.
El extranjero entró, maldiciéndose y comenzando a sospechar de la displicencia que todos le dispensaban. No podía ocultar su procedencia, por el bulto que llevaba al hombro, por su acento, o la urdimbre anómala de sus frases, en aquella lengua que no era la suya. No quería ser como ellos, pero le convenía no parecer lo contrario de ellos. Tras la primera puerta a la derecha encontró a un hombre de edad al que repitió la declaración que había dirigido al vigilante, cuidando de elegir la segunda versión, la corregida. El otro le miró por encima de sus anteojos de lente redonda y dejó transcurrir unos instantes de inhóspito silencio. Al fin, pidió:
– Aguarde un momento.
El hombre de los anteojos hizo venir a un muchacho de mejillas coloradas al que susurró unas breves instrucciones. El muchacho partió velozmente hacia el interior del edificio. El extranjero buscó con la mirada un sitio para sentarse, sin éxito. Decidió pasear arriba y abajo de la habitación, no sin antes liberarse del bulto que cargaba. El de los anteojos le seguía con la mirada y parecía ponerse nervioso con su ir y venir. Al cabo de un minuto, oyó que le decía:
– Eh, oiga.
El extranjero se volvió y durante el lapso que siguió esperó que el viejo le amonestara. Pero sólo recibió un ofrecimiento distante:
– ¿Quiere algo caliente? Habrá pasado frío ahí fuera.
– No, gracias.
– ¿Vino, tal vez?
Muy amable, pero no.
– Como quiera. Luego no diga que le he tratado mal.
– No tenía intención de hacerlo.
– No crea que me asusta que pueda decirlo. Lo que usted diga, aunque se lo dijera al Arzobispo, no puede afectarme.
El extranjero, aturdido, aseguró:
– No sé de qué está hablando.
– Pronto lo sabrá. Oirá a unos, observará a otros, y se le ocurrirán cosas que ahora no se le ocurrirían. He conocido a muchos que llegaron como usted, de ninguna parte. Ahora tienen un sitio y se permiten menospreciarme porque estoy en esta habitación. Porque necesitan olvidar que les vi y puedo volver a verles llegar de ninguna parte cada vez que se me antoje.
– Yo vengo de alguna parte -se defendió el extranjero, aceptando demasiado al vuelo la jerga del otro.
– Mejor para usted si es así. Pero lo dudo. No es ahora, sino dentro de un año, cuando podrá tratar de convencerme.
El extranjero rió de buena gana.
– Quizá no esté aquí tanto tiempo.
– La catedral es infinita -amenazó el de los anteojos-. Sólo los ingenuos cometen el error de aspirar a superarla.
– No vengo para hacerla toda, sólo me han encargado una parte -informó el extranjero, sin perder la sonrisa. Pero de pronto se le ocurrió que desconocía todo de aquel individuo. Mordiéndose la lengua, midió el gesto astuto de su interlocutor y decidió dar por concluida la conversación.
Durante el tiempo que todavía tardó en regresar el muchacho de las mejillas coloradas, el de los anteojos permaneció silencioso. Una vez que su subordinado le transmitió el mensaje, apenas empleó energías para comunicarle al extranjero:
– Le esperan. Tercer piso. Le acompañarán.
El extranjero recogió su equipaje y siguió al muchacho hacia la escalera. Cuando salía de la habitación, oyó a su espalda que el de los anteojos le advertía, sin énfasis:
– Si está abierto a escuchar un aviso, no le diga al canónigo que trae prisa por acabar. No es la filosofía de este negocio.
El muchacho andaba con pasos cortos y rápidos, como si temiera que el extranjero pudiera rebasarle. Le condujo por un largo corredor, por una escalera empinada y por una galería en la que la luz plomiza del día invernal apenas si lograba descubrir los retratos que colgaban a grandes intervalos de los muros. Cada cuatro o cinco metros había una puerta de madera negruzca. Al cabo de treinta o cuarenta de estas puertas el muchacho se detuvo y le señaló la que hacía la treinta y uno o la cuarenta y uno. El extranjero dudó un instante y el muchacho musitó:
– Debe entrar ahí.
– ¿Por quién pregunto?
– Le están esperando. Adiós.
El extranjero vio al muchacho alejarse, con su trotecillo peculiar, hasta que desapareció por donde habían venido. Después hizo girar el picaporte y entró en una especie de antesala angosta, pobremente iluminada, en la que distinguió con dificultad otra puerta al fondo y una figura casi invisible a la derecha. Sólo al cabo de unos segundos de mirarla pudo identificarla como una mujer joven. Las lentes y el triste peinado la asexuaban e incluso escondían la singular carnosidad de sus pómulos y sus labios. Pero el extranjero admitió no estar allí para juzgar de belleza femenina; dejó su bulto en el suelo y se presentó:
– Creo que me esperan. Soy el maestro tallista. Ella no aflojó el seco gesto inquisitivo que había adoptado al verle. Haciendo sonar una voz grave, asintió:
– Sí.Aguarde un momento.
La mujer salió de detrás de su mesa y se acercó a la puerta del fondo. Llamó un par de veces con los nudillos y una voz atiplada, que en el oído del extranjero contrastó ridículamente con la firmeza de la de ella, invitó:
– Adelante.
La mujer abrió y desde el umbral anunció:
– Su visita.
– Hágale entrar, Camila.
Camila se apartó para que el extranjero pudiera acceder al despacho. Mientras él pasaba, bajó la vista y se compuso las vestiduras sobre el pecho, innecesariamente. La camisa que llevaba era gruesa y la tenía abrochada hasta el cuello. El extranjero se repitió que no era lo que hiciera aquella mujer lo que más debía preocuparle. El canónigo le esperaba de pie tras un escritorio 'de madera sobrio pero probablemente costoso, al final de una sala con un amplio ventanal que hacía más tétrico el habitáculo de Camila. Era un hombre medianamente alto, medianamente joven, pálido y con una barba negra que resaltaba con fuerza sobre su cutis. Cuando estuvo junto a la mesa, mientras estrechaba su mano tibia y algo húmeda, el extranjero vio escamas blancas sobre los hombros de la sotana de buen corte. También la higiene de la barba le pareció bastante descuidada. Entonces le miró a los ojos, y advirtió que el otro le escrutaba con impúdica fijeza.
– Me llamo Ennius -silbó la voz atiplada-. Bienvenido.
– Gracias -repuso el extranjero, inseguro.
El canónigo le examinó en silencio, de arriba abajo, con aquella insolencia que comenzó a inquietarle. Luegofrotó sus manos y juntó las palmas ante su cara, de modo que los dos índices se apoyaban apenas sobre su labio superior. Súbitamente, preguntó:
– Y a usted, ¿no le pusieron ningún nombre?
– Ah, perdone, creí que… -tartamudeó el extranjero, y aclarando su garganta, informó-: Me llamo Bálder. Se escribe como suena, con be.
– No se esfuerce. Hablo su lengua -se jactó Ennius.
– Tal vez desearía ver la carta del Arzobispo -se precipitó el extranjero.
– ¿Qué carta?
– La del encargo. Se me indicó que la trajera conmigo, por si necesitaba presentar mis credenciales.
– No es preciso -rechazó Ennius, calmoso, echándose hacia atrás-. ¿Qué es lo que pretende hacer, exactamente?
– Bien, lo que pretendo, es decir, mi encargo -dijo Bálder, confundido-; he venido a hacer la sillería del coro, en la catedral.
– En la catedral, desde luego. Interesante.
– Se me dijo que podía haber otros trabajos. Pero lo único concreto era la sillería, por el momento.
– Ajá. ¿Y tiene alguna idea? Me refiero a las líneas generales.
Bálder no estaba seguro de haber comprendido la pregunta. Tampoco sabía si había entendido bien nada de lo que hasta ese instante había dicho Ennius. Provisionalmente, se dejó guiar por su intuición.
– En realidad, sólo tengo algunos bocetos, borradores más bien. Por lo que se refiere a la estructura, no conozco las dimensiones. En cuanto al detalle, he preparado algunos esquemas, pero es algo que suelo ir perfilando sobre la marcha.
Ennius le observaba con una amabilidad remota que debía constituir la más extrema aproximación que su carácter toleraba conceder a un desconocido. Al oír lo último, frunció la nariz. Bálder, por si acaso, precisó:
– Por supuesto, a medida que vaya definiendo todos estos extremos iré sometiéndolos a su aprobación.
– Sí, parece lo procedente -comentó Ennius, distraído-. Tampoco se apure. Nos gusta que los artistas trabajen con libertad, siempre que no olviden que no están decorando un prostíbulo, no sé si me explico.
Bálder no supo qué contestar a aquella abrupta observación. Afortunadamente, Ennius no parecía contar con que lo hiciera. Miró un poco por el ventanal y añadió:
– Ya estoy al tanto de lo que viene a hacer. Ahora hábleme de usted.
– ¿De qué parte? -bromeó Bálder, desorientado. -De la que juzgue más conveniente que yo sepa.
– Bien, compruebo que no hace falta que le diga de dónde vengo -aventuró el extranjero-. Llevo diez años haciendo mi trabajo, encargos religiosos y alguno profano, pero sobre todo religiosos. Mis referencias ya se las facilité al Arzobispo por carta, y de la suya encomendándome el trabajo deduzco que le resultaron suficientes y adecuadas.
– No he puesto en duda su capacidad -observó Ennius, abúlicamente.
– Tampoco quiero sugerirlo. No sé qué más le puedo contar.
– No parece un hombre con demasiadas facetas, si me permite decirlo, Bálder.
– Es posible. Quiero hacer el trabajo y creo que puedo hacerlo mejor que otros. Le ruego que no me considere un impertinente, pero no se me ocurre qué más podría interesarle de mí.
Ennius dejó, tal vez deliberadamente, que una nube de disgusto flotara en su gesto. Bálder supuso que ya había cometido la equivocación que el capataz había vaticinado y temió que el canónigo se pusiera en pie y le echara del palacio. Pero Ennius cambió pronto aquella expresión por una amplia sonrisa, que se abrió despacio bajo su barba sin brillo.
– Quizá necesitemos más. Aunque pueda parecerle lo contrario, no es lo mismo construir una catedral que construir cualquier otro tipo de edificio -le ilustró, con indulgencia-. Los edificios se erigen normalmente en función de su finalidad, es decir, del uso que se pretende darles. La catedral, esta catedral, tiene como razón fundamental la propia obra. Cuando esté terminada, si por desgracia llega a estarlo, tendrá una utilidad muy reducida. Resultará fría y poco habitable, tendrá un volumen desproporcionado a su superficie, será gravoso conservarla. Lo que importa es lo que ahora representa: el esfuerzo, la procura de recursos, la aportación de material, la acumulación de proyectos sobre el proyecto originario, algunos armónicos, otros que no lo son. Ahora la catedral está viva, y nosotros trabajamos para ella pero ella también trabaja para nosotros. Cuando esté acabada, es decir, muerta, sólo nosotros trabajaremos, y ella habrá dejado de servirnos. No sé si me entiende, Bálder. A usted parecen interesarle los fines, pero la catedral sólo vale lo cerca que está del principio.
Bálder comprendió que había hablado demasiado. Mientras escuchaba el discurso del canónigo, lamentó su manejo inexperto del idioma, al que acaso debiera no haber sabido encubrir su indiferencia por el empeño de levantar el templo. Dedujo que más le convenía permanecer callado, aun a riesgo de otorgar.
– Va a permitirme que le haga una pregunta personal, Bálder -continuó Ennius-. ¿Cree en Dios?
Ahora tenía que mentir o decir la verdad. Podía tratar de eludir la respuesta, pero acaso friera aquélla, ante Ennius, la forma menos recomendable de elegir entre las dos opciones. No tenía fuerzas ni aplomo para mentir, y sin embargo, lo hizo:
– Aproximadamente, sí.
Ennius abrió los ojos de un modo bastante ostensible. Bálder había logrado despistarle. En su respuesta sólo había un átomo de verdad, aquel aproximadamente. Tan escaso asidero le había ayudado a cambiar con naturalidad la negativa por la afirmación.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Que creo pero no acierto a adivinar cómo es, ni lo que desea de nosotros, si es que desea algo -improvisó Bálder.
Ennius meditó un instante. Se mesó la barba con energía algo excesiva y opinó:
– Me cuesta decirle que me conforta, pero creo que se requieren mejores pruebas antes de rechazar a un hombre.
– Me intranquiliza. No era consciente de estar jugándome tanto -rió Bálder, con temeridad.
Ennius borró su sonrisa y se movió en su asiento, como si le hubieran cógido a contrapié.
– Yo no puedo decidir eso -puntualizó-. Si llega el caso, me limitaré a proponer lo que estime oportuno. Tengo superiores a los que debo obediencia.
En ese momento Bálder supo que Ennius no se contaría entre sus partidarios, pero también supuso que no se atrevería a atacarle de frente. Probablemente fiaba la suposición a la carta que había traído consigo y que sólo un sujeto sin responsabilidades había pedido ver. Desconocía qué instrucciones habían sido cursadas con motivo de su llegada, y desde qué instancias habían partido. Pero Ennius debía de estar al corriente de ellas y era significativo que no se condujera a su antojo. Más sereno, el extranjero se propuso guardar la prudencia que ya había descuidado un par de veces aquella tarde.
– No quiero que malinterprete esta conversación -trató de ordenarse Ennius-. No estoy haciéndole un examen de ingreso, porque ya ha sido aprobada su incorporación a la obra y no me compete revisar esa decisión. Intento conocerle y transmitirle el espíritu que anima el trabajo de todos nosotros. Se espera de usted que participe de ese espíritu, porque esto no es la mera ejecución de un proyecto arquitectónico. No podemos exigirle que capte a la perfección el sentido de la catedral nada más llegar. Nadie lo ha hecho. No obstante, confiamos en que pronto estará comprometido con ese sentido que nos impulsa a los demás. Si no es así, mi obligación será informar a quienes tienen atribuciones para evaluar su conducta, y no le oculto que recomendaré sin contemplaciones que se le expulse.
– Le agradezco su franqueza. Confio en que podré demostrarle que merezco la oportunidad que me han dado.
– ¿En todos los aspectos? -preguntó el canónigo.
– En todos. No he defraudado a nadie, hasta ahora.
– Es usted orgulloso, Bálder. Pero en la catedral no basta con la destreza en el arte. Hace falta una cierta convicción acerca del arte, y si no la trae tendrá que ganársela.
– Puedo sudar todo lo que haga falta.
– Tal vez no sea cosa de sudar. Tal vez no pueda tenerla nunca.
– Si le parece, ésa será nuestra apuesta.
Ennius aceptó en silencio el reto y, algo más relajado, se tomó la licencia de reconocer a su interlocutor:
– Me asombra usted. Nadie sale por donde usted ha salido. Estoy acostumbrado a que los recién llegados me mientan tan insensatamente como para aconsejar su despido inmediato, a que me mientan de una manera lo bastante razonable como para prever que podrán contribuir con provecho a la obra y a que me digan la verdad con más rutina que mérito. No acabo de precisar cuál de las tres actuaciones habituales ha desbordado usted, y eso me fuerza a esperar. Presiento que no vamos a aburrirnos con su presencia, aunque no debería desear notoriedad. Ésta es una empresa complicada. Tal vez no convenga que demasiadas miradas confluyan en uno. No me entienda mal, pero una de ellas puede ser la del diablo.
– Sinceramente, creo que se equivoca conmigo -protestó Bálder, inquieto con la dudosa distinción que el otro le auguraba-. Cuando dije que no le defraudaría no prometía tanto.
– Si no tiene inconveniente, sería oportuno que fijáramos ahora algunos detalles prácticos -observó Ennius, cambiando bruscamente de asunto.
Como guste.
Ennius sacó una especie de cuaderno de tapas negras y duras. Cogió entre el índice y el pulgar el cordón rojo que dividía en dos montones casi iguales las páginas del cuaderno, lo colocó trazando su diagonal y lo abrió ceremoniosamente, cuidando de no dañar la esquina de la hoja. Buscó en el otro extremo de la mesa una pluma larga y de apariencia ligera y se acercó un tintero de cristal algo aparatoso.
– Veamos -comenzó-. ¿Conoce su salario?
– No con exactitud. Planteé mis exigencias y nadie me dijo nada, así que me he atrevido a interpretar que pueden ser atendidas por el Arzobispado.
– Seguro que sí. ¿Cuatrocientos por semana son bastantes para satisfacer sus expectativas?
– No me conviene reconocerlo, pero resulta incluso generoso.
– No se preocupe. Me alegra que progresemos deprisa. ¿Qué otras cosas necesita?
– He estado viendo las obras. Por el estado en que están, creo imprescindible que se me habilite un taller para trabajar. No puedo hacerlo en el interior del templo.
– ¿Qué quiere decir? ¿Está sugiriendo acaso que la catedral se encuentra en malas condiciones?
– Para hacer mi trabajo sí -insistió Bálder, perplejo por tener que reiterar algo tan manifiesto.
– Explíquese.
– He podido observar que el coro está construido, e incluso bastante bien acabado. Pero la catedral no tiene techo, sus muros están a medio alzar y la labor de albañilería en una fase crítica. No puedo trabajar allí, salvo que quieran malgastar madera y tiempo.
– Si necesita que cubramos la zona ordenaré que le hagan un entoldado.
– No es sólo eso. La humedad entraría igual, y tampoco me soluciona el problema del polvo, del cemento, ni evita el riesgo de que todo se deteriore mientras terminan la nave.
– Le haré una nave de lona, aislaremos el coro del resto de la obra. Usted supervisará los trabajos para que no quede ningún resquicio por donde pueda estropearse su sillería.
– Con todo respeto, no me parece una buena idea.
– Pues tendrá que atenerse a ella. Hay una cosa que debe anteponer a todos sus reparos. La catedral es una obra única, un conjunto indivisible de esfuerzos y voluntades. Si en ella hace ahora frío o golpea la lluvia, nada deseable puede hacerse sin lluvia y frío. Preferimos que sus tallas pierdan calidad a que se desvinculen del resto de la empresa.
Bálder no estaba en disposición de oponerse, pero se quejó:
– ¿Se da cuenta del precio que puede tener que pagar? Hablo de que todo se eche a perder.
– No se torture por las finanzas del Arzobispado. Tendrá madera y su salario aumentará regularmente.
– ¿Y el tiempo? Habrá que desmantelar lo que se arruine, rehacerlo.
– Lo repetiré en atención a su poca experiencia entre nosotros, Bálder. El tiempo que puede perjudicar a la catedral no empezará mientras la obra dure.
Bálder aceptó que debía reservarse u obviar sus reflexiones. De paso, quería entender lo que Ennius predicaba con testarudez, para dilucidar si más valía regresar a su tierra o si cabía buscar un modo de convivir con todo aquello. Pero si no le parecía sencillo, tampoco evitó recordar que la opción del retorno, después de un par de infortunios y algunas culpas, le estaba vedada, y acaso para siempre. Por el momento carecía de alternativa. Así que, aunque Ennius no necesitaba su asentimiento, se lo entregó:
– Si usted asume los riesgos, no veo qué objeciones me quedan -declaró, mordiendo las palabras.
– Tampoco se lo tome así, Bálder. Acéptelo como un desafío. Estoy seguro de que le gustará trabajar en la catedral. A todos acaba atrapándoles.
Bálder recordó los juramentos del capataz, pero antes de decidir si Ennius era un mentiroso o un idiota, reparó en el verbo que había empleado en su última frase y temió que fuese un canalla. De pronto le daba igual transmitirle adecuadamente sus necesidades de material y operarios, sólo quería salir de aquella habitación y perder de vista los hombros salpicados de caspa y la barba sucia, los ojillos pertinaces y la tez entre pálida y amarillenta. Disimulando a duras penas su disgusto, preguntó:
– ¿Cómo arreglo lo del entoldado?
– No se preocupe -dijo Ennius, con suficiencia-. Cursaré instrucciones urgentes al capataz. Paralizaremos los demás trabajos mientras le cubren el coro. Tendrá una lona impermeable y delimitaremos su área de trabajo para que los demás no le estorben. No ponga esa cara de incrédulo. Sólo queremos que esté en la catedral, no se trata de amargarle la vida. ¿Cuántos ayudantes necesita?
– Para empezar, es decir, para limpiar la zona y trasladar el material, me bastará con tres o cuatro. Luego querría disponer de unos diez. No es necesario que todos sean finos ebanistas, pero me servirá de poco el que no sea buen carpintero.
Ennius interrumpió el dibujillo que estaba haciendo en una esquina del cuaderno y soltó un breve soplido. Gravemente, explicó:
– Tendrá toda la madera que quiera, Bálder, pero por lo que se refiere al personal deberá moderar sus aspiraciones. Por fortuna, el Arzobispado dispone de recursos económicos abundantes. Con eso basta para el material. Pero las personas que podemos emplear en la construcción son un bien escaso. No podemos dejar que cualquiera entre en ese recinto. De un operario no se espera lo mismo que de usted, pero sí más de lo que puede esperarse de una persona corriente.
Bálder oyó aquello con cierto estupor, fresca como estaba en su memoria la imagen de quienes poblaban la obra. Renunció a protestar.
– ¿Cuántos me da, entonces?
– Cinco, desde el principio. Desde mañana.
– ¿Son carpinteros?
– Serán lo que haga falta.
– Ya veo.
– Tenga fe. Se trata de hacer una catedral. ¿Y la madera?
– Pídala directamente al capataz. La tendrá enseguida. Por eso no se preocupe. La archidiócesis posee muchos bosques.
– Tanto mejor. Si le parece hablaremos de otros detalles cuando tenga las medidas tomadas y los primeros planos. ¿Cuántos asientos ha de haber en el coro?
– Ciento treinta y cinco. En tres niveles.
– Tres por tres y tres y cinco -descompuso el extranjero, abstraído en la cuenta-. Podrá arreglarse, seguramente. Una última cosa. Llevo conmigo las herramientas más delicadas, pero necesito otras, para mí y para mis ayudantes.
Le diremos al capataz que ponga a su disposición nuestro almacén. ¿Algo más?
Bálder titubeó un instante. Aunque no le seducía recurrir a Ennius para aquello, tampoco vio qué podía perder. Al fin, dijo:
– Sólo querría pedirle ayuda para solucionar un pequeño problema de intendencia personal. Me refiero a mi alojamiento. Al menos por esta noche. Mañana puedo buscar más despacio.
El canónigo sonrió cálidamente.
– Por Dios, ni se le ocurra preocuparse por eso. Hay un aposento en el palacio para usted. Todos los que trabajan en la catedral tienen techo y pan aquí. No hay nada mejor en la ciudad.
Bálder omitió expresar el comentario sarcástico que zigzagueaba por su cerebro. Aun a riesgo de parecer descortés, prefirió aguardar en silencio a que el otro diese por terminada la entrevista. Sin embargo, Ennius no debía de ser un hombre ocupado. Cerró el cuaderno, tapó el tintero, guardó la pluma y volvió a echarse hacia atrás en su asiento. Llevó nuevamente las puntas de sus índices junto al labio superior y observó a Bálder con una abierta afabilidad. El extranjero deseó con ardor que acabase. Pero Ennius comenzó a hablar sin prisa:
– Ahora que hemos cerrado las cuestiones de negocios, me gustaría que me confiara el resto de sus proyectos. Tiene una larga temporada por delante para vivir entre nosotros. Viene de muy lejos y no conoce a nadie. Me interesan los motivos que le llevan a emprender esta aventura. Cuénteme cómo cree que será su vida aquí.
– No he hecho un pronóstico, la verdad -se escabulló Bálder.
– No sea tan reservado. Lo plantearé de otro modo. Trabajará de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Después no hay luz. ¿Qué piensa hacer en las quince horas que le sobran?
– Me gusta dormir, sobre todo cuando he hecho esfuerzo físico.
– ¿Quince horas durmiendo?
– Necesito tiempo para averiguar qué otras cosas que me gustan se pueden hacer aquí. He llegado hoy.
– Un hombre sin prejuicios.
– Puede llamarlo así.
– No está mal, mientras tenga escrúpulos. Voy a darle un consejo, y haga con él lo que quiera. Aquí hay mucha gente, y el empeño que compartimos exige que buena parte de ella sea singular. Sea precavido y no olvide que al principio usted no sabrá la décima parte de lo que ellos saben.
– ¿Es que hay algo extraño que saber?
– Una pregunta llena de inteligencia. Siempre hay algo extraño que saber. Pero no le entretengo más. Estará cansado de su viaje. Ha sido un placer conocerle.
Ennius se puso en pie y tendió su mano blanquecina a Bálder. Éste se levantó también y, tras recobrar por un instante la tibia sensación de humedad que suministraban los dedos del canónigo, buscó el camino de la salida. Al abrir vio que Camila abandonaba lo que estaba haciendo y acudía con presteza.
– Camila -ordenó Ennius-. Haga el favor de acompañar al maestro a sus habitaciones. -Y dirigiéndose a Bálder, agregó-: No dude en venir a pedirme cuanto necesite. Espero ver esos planos y esos primeros bocetos. Pero no tenga prisa. Instálese a su gusto y haga su trabajo lo mejor que sepa.
Camila cerró la puerta de Ennius una vez que Bálder hubo salido, y esperó con las manos unidas sobre el vientre a que el extranjero recogiera su equipaje. Después, con una desconcertante sonrisa asomada al rostro, solicitó:
– Sígame, por favor.
Al contrario de lo que le sucediera con el muchacho que le había llevado hasta allí, habría podido caminar al lado de Camila, porque el ritmo de su marcha no era rápido. Sin embargo, durante el recorrido que emprendieron a continuación se mantuvo a media zancada de la mujer, lo bastante atrás para poder apreciar la agradable disciplina de su paso y lo bastante adelante como para no tener ocasión de cometer algún atisbo indigno. La tarde empezaba a caer, y de eso a la noche, en aquella época del año, no había mucho. La parca iluminación artificial de los corredores apenas si bastaba para ver el lugar donde poner el pie, pero Camila avanzaba con la seguridad de un ciego que se orientase en su alcoba por las distancias entre obstáculos. Subieron un tramo de escaleras y accedieron a otro corredor, más estrecho, que les comunicó con otra escalera. Al iniciar la ascensión Bálder creyó percibir un aflojamiento en la compostura de su guía. Sin deshacer su erguido continente, Camila se permitía ahora pequeñas variaciones en la cadencia de su movimiento, como subir dos escalones de un golpe, detenerse una décima de segundo en otro peldaño o desviar la mirada hacia los lados. Al final de esta segunda escalera les recibió un corredor todavía más pequeño que el de la planta inferior, casi un pasillo. Una vez allí, Camila se volvió hacia él y con su voz grave, que sin embargo apenas parecía la de antes, reveló:
– Ya estamos en el otro edificio.
Bálder percibió en su mirada un brillo cómplice. Comprobó por la ventana que, en efecto, se hallaban en un anexo del palacio, desde el que se veía el tejado del pabellón principal. Supuso que habían entrado en la zona de alojamientos del personal del Arzobispado, entre el que desde ahora se contaba. Pensó que tal vez Camila viviera allí también, y después que no tenía ningún objeto pensarlo. Ella caminaba todavía más ligera. De vez en cuando le vigilaba de reojo, o dejaba que sus dedos extendidos y abandonados golpearan al pasar en los picaportes y en los marcos de las puertas.
– ¿Le gusta? -preguntó de pronto, extrañamente alegre.
– No sé qué decirle -repuso Bálder, dubitativo.
– Lo que sienta. No se lo contaré a Ennius.
– ¿Qué le hace imaginar que eso me importaría? Camila volvió la cabeza. Mirándole con perversidad, dijo:
– ¿Debo entender que no le tienes respeto, o que no abrigas malos pensamientos?
– Entiende como prefieras -se defendió Bálder, cada vez más atónito.
– Si es que no tienes malos pensamientos yo no tengo nada que añadir. Si es lo otro, no te preocupes, no me gusta Ennius. No me gustan las sotanas en general. Prefiero a los hombres que puedan hacerme temblar de placer. Las sotanas, aunque se afanen, sólo son hábiles para excitar el miedo.
Bálder recabó la condescendencia de Camila:
– No creo que sea yo el más indicado para recibir esas confesiones. Acabo de llegar. No puedo comprenderlas como es debido.
– Las comprenderás -prometió Camila, y agriando un poco su sonrisa, aclaró-: Pero entonces no te quedará curiosidad, y no podrán divertirte.
– No me estoy divirtiendo. Esto me resulta bastante embarazoso.
Camila adoptó un gesto compasivo.
– Tendrás que volverte un poco más insensible, maestro.
El pasillo se terminó y la mujer lo llevó por otra escalera que inexorablemente desembocó en un nuevo pasillo. Bálder no supo el número que hacía. Con humildad, consultó:
– ¿Está muy lejos mi alojamiento? Dudo que sea capaz de llegar solo desde aquí a la calle.
– Serás capaz. Hay una manera más sencilla de venir de la calle hasta aquí, pero no hay otro modo de venir desde el palacio. Es una precaución que beneficia a los canónigos y a todos los que no lo son.
Al fin, Camila se detuvo y le señaló una puerta.
– Fin de tus tribulaciones.
– ¿Mi alojamiento?
– Aquí se llaman celdas.
– No hay llave.
– Para que no cueste entrar.
– No me digas que debo temer por mis pertenencias.
– Quién sabe. No he visto lo que llevas en ese bulto. Camila le hablaba y observaba con dureza, y al mismo tiempo sin perder una maléfica ironía.
– Ennius dijo que también tendría pan aquí.
– Te traerán algo de comer por la mañana y algo por la noche. Si dejas la bandeja fuera cuando acabes, la retirarán. Si no, puedes coleccionarlas. Como posada esto requiere una cierta cooperación del huésped.
– Cambiarán las sábanas, al menos.
– Si dejas las sucias fuera te darán unas limpias para que tú las cambies.
– Creo que con eso cerramos los aspectos prácticos.
– Eres hombre de pocas necesidades.
– Gracias, Camila. Nos veremos por ahí, supongo.
– Es posible. La salida corta a la calle es bajando la escalera que hay al final de este pasillo. Espero que congenies con los vecinos. Adiós.
La vio irse, por el camino largo, balanceando pasmosamente las caderas.
Su aposento resultó ser una estancia extensa, bien iluminada y ventilada y bastante acogedora. El mobiliario constaba de una cama grande, un ropero, un aparador, una mesilla, un escritorio de mediano tamaño y tres o cuatro asientos. Las cortinas eran de un color verdoso y estaban separadas, dejando ver al otro lado del cristal el gris débilmente enrojecido que se ennegrecía a la velocidad del crepúsculo. Había una gran alfombra, y sobre el aparador, varios útiles de aseo. Una puerta al fondo daba acceso al retrete, cuyo aspecto era de bastante limpieza.
Prendió la lámpara y deshizo el equipaje. Comprobó el estado de sus herramientas, a las que destinó el mejor espacio dentro del aparador, y colocó en el ropero sus escasas vestiduras. Después se aseó y se puso ropa limpia.
Cuando completaba la última de estas operaciones, sonaron unos golpes en la puerta. Fue a abrir y apenas tuvo tiempo de avistar una figura que desaparecía al final del pasillo. A sus pies había una bandeja, y otras cuatro o cinco ante otras tantas habitaciones próximas. La comida, sin ser mala, tampoco movía a entusiasmo. La ingirió con gratitud a causa del viaje, aunque echó de menos algo de vino. Apenas serían las siete y media, pero le parecía que era mucho más tarde. Sacó la bandeja al pasillo y se tendió en la cama a meditar.
Sin embargo, unas dos horas después, cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que no había meditado nada en absoluto. Ya era noche más que cerrada y no se oía un ruido. Bálder se dijo que estaba solo, en lo más alto de aquel lúgubre palacio, en una noche de invierno y muy lejos de la tierra en la que había nacido. Aceptó que su tierra natal no era más suya que aquella sobre la que sus habitantes estaban levantando una catedral sin el cálculo de concluirla, y sin embargo la echó de menos. Agradeció, en cualquier caso, que en la habitación se estuviera caliente. Se propuso levantarse para desvestirse e introducirse en el lecho como correspondía, pero volvió a adormilarse antes de ejecutar su propósito.
Cuando despertó de nuevo, al principio no fue consciente de haberlo hecho más que por un reflujo del sueño. Pasaron algunos segundos antes de que oyera nítidamente un tenue tamborileo en la puerta, y cerca de un minuto antes de que resolviera ir a investigar.
Al abrir reparó al punto en dos cosas: la primera, ínfima, casi absurda, que la bandeja había sido retirada; la segunda, no ínfima y mucho más absurda, que Camila estaba allí, con el pelo suelto, sin lentes, en camisa de dormir. Acaso había estado soñando con ella, porque sintió, con remordimiento, que verla le asustaba pero no le sorprendía.
– ¿Qué haces aquí? -susurró.
– ¿Te importa que pase?
– ¿Qué haces aquí? -insistió, dejando de susurrar.
– No alces la voz y déjame pasar al cuarto. Tal vez no te convenga que alguien me vea medio desnuda delante de tu puerta, el mismo día de tu llegada.
– Maldita seas. Entra -autorizó Bálder, apretando los dientes.
Camila se escurrió como un gato y se fue derecha hacia la cama. Se sentó sobre ella, apoyó los brazos y se puso a dar golpecitos en el suelo con la punta del pie. Bálder se quedó contemplándola con la boca abierta, como un retrasado.
Camila, no entiendo nada, pero me parece que quieres comprometerme -se dolió-. ¿Te importaría explicarme por qué?
– No pretendo comprometerte, maestro. Vengo a ver si eres capaz de divertirte, antes de que empieces a entender.
Bálder vaciló. Aquella mujer podía ser una desquiciada. Y lo fuera o no, sobraban motivos para alarmarse y no veía qué podía hacer para conjurar el peligro, salvo implorar:
– Quiero que te vayas, Camila. Quiero dormir. Quiero despertarme mañana y tratar de centrarme poco a poco. No pido mucho.
– No quieres que me vaya.Ven.
Sus palabras, su voz, sus ojos, poseían una fuerza hipnótica. El extranjero se acercó, notando que no iba a tener brío para oponerse. Camila, que se había soltado el pelo, que era hermosa y llevaba demasiado abierto el escote de la camisa, le invitaba con el brillo de sus ojos a consumar una infracción cuyo cariz era imposible confundir. Atrapado en el abrazo de la mujer, mientras se desprendían de él la cautela y la conciencia, Bálder conservó sin embargo la certidumbre dolorosa de que todo sucedía en una noche de invierno, en aquella tierra en la que no había nacido. Y a la vez que se sometía siguió, irreparablemente, estando solo.