Capítulo 4 CAMILA Y NÚBILA

Bálder avanzó despacio por la galería, contando las puertas que iba dejando a su izquierda. Se cruzó con un canónigo al que saludó con respeto y que le miró sin amabilidad. La luz que entraba por los ventanales, por primera vez acaso desde que vivía allí, era poderosa y carecía de suciedades grises. Las nubes no se habían despejado, pero algo en la mañana prometía que pronto remitiría el invierno. Su ánimo le inclinaba aquel día a la confianza. Había madrugado y había repasado por última vez sus bocetos, que llenaban la carpeta que ahora llevaba bajo el brazo. Contra todas las zozobras anteriores, tenía al fin la convicción de haber hecho algo y haberlo hecho bien. Los insultos de Pólux, los reproches de Aulo y la frialdad de sus hombres se esfumaban ante su íntima satisfacción. Mientras caminaba expuesto a la tibieza de aquella luz desusada, paladeó la dulce certidumbre de que superaría la prueba.

Se detuvo ante la puerta que daba a la antesala del despacho de Ennius. Antes de abrirla recordó, no sin alguna inquietud, que detrás de ella estaría Camila. Tampoco tenía por qué ser un obstáculo. Hacía quince días que no la veía y había logrado sacársela casi por completo de la cabeza. No había sido más que uno de los tropiezos de recién llegado en que era forzoso incurrir. Nadie se había enterado del incidente, o mejor aún, nadie había encontrado razones para reconvenirle, como había temido en un principio. Resueltamente, abrió.

En la expresión gélida con que la mujer saludó su irrupción, Bálder tuvo el primer problema de la mañana para mantener su agradable seguridad en sí mismo.

– Hola -balbuceó-.Vengo a ver a Ennius. Debe de estarme esperando.

Camila sonrió, soltó un carraspeo, dejó de sonreír.

– Debe de estarte esperando [1] -repitió, mórbidamente.

– Traigo mis planos -informó Bálder.

– ¿Están acabados?

– Sí.

– Enhorabuena.

Camila, contrarrestando el efecto adverso a su sensualidad que producían las lentes, el peinado y la indumentaria que le correspondía llevar en la antesala de Ennius, se mordió la uña del dedo corazón de la mano zurda. No parecía tener interés en hacer otra cosa.

– ¿Puedo verle? -preguntó Bálder, impaciente.

– Claro. Espera aquí.

Mientras se levantaba, la mujer sostuvo y abandonó otra vez su sonrisa. Le dio la espalda a Bálder, con la vanidad de quien sabía que el otro recordaría lo que había debajo de su ropa, y golpeó suavemente la puerta de Ennius.

– Adelante -autorizó la voz atiplada.

– El maestro tallista -anunció Camila.

– Que pase, que pase -conminó la voz.

– Puede pasar -le indicó a Bálder la mujer, señalando con la palma abierta el umbral a cuyo margen se situó con rígido y lejano continente.

– ¿Cómo está? -preguntó Ennius, entregándole su mano húmeda, mientras Camila cerraba la puerta tras de él.

– Bien, muy bien -tartamudeó y se defraudó Bálder. En aquel momento comprendió que toda su estúpida alegría podía caer destrozada ante un par de salvedades de aquel sujeto blancuzco. De pronto, se sintió presa de un indeseable nerviosismo.

En cuanto volvió a instalarse en su asiento, Ennius, en un gesto que ya le conocía, cruzó los dedos a un centímetro de su nariz. Observó al extranjero con fijeza y le interrogó:

– ¿Qué tal le han tratado, Bálder?

– No tengo queja -se apresuró y por segunda vez se defraudó Bálder-.Todo ha ido bien, excepto por la nieve. De todas formas, ha sido bueno para mis planos. No poder hacer otra cosa me ha ayudado a centrarme en ellos.

– Me alegro. ¿Y cómo le han instalado?

– Bien. Levantaron el entoldado en dos días. Aunque ahora hay que descargarlo de nieve, y el capataz me ha dicho que tendrán que volver a asegurar los soportes. De todas formas, no podemos comenzar los trabajos, por el momento. Los suministros que necesito van a retrasarse.

– Lo lamento. Nuestro invierno no es benigno. Nuestro verano tampoco. Personalmente, prefiero el otoño. Pero ya juzgará por sí mismo. ¿Qué tal los hombres que le han asignado?

– No he tenido mucho contacto con ellos. Durante la nevada estuvieron con los demás y ahora están limpiando nieve. Creo que pueden servir, en cualquier caso.

Ennius arrugó el entrecejo.

– Suena como si no estuviera convencido.

– Si recuerda, le pedí carpinteros -explicó Bálder-. Y es posible que les cueste aceptar a un extranjero, pero esto es comprensible y sucedería con cualquier otro.

– Si tiene algún problema, me encargaré de que le asignen otro equipo.

Bálder temió haber hablado más de lo debido. De nuevo, usar un idioma que no era el suyo le hacía ser más explícito de lo que buscaba con Ennius. A duras penas, corrigió:

– No creo que fuera justo reemplazar a alguien que no ha tenido oportunidad de demostrar sus aptitudes.

– No dude en formular cualquier reparo que tenga. Mi trabajo incluye tenerle contento y estoy dispuesto a pagar por ello el precio de relevar a un puñado de operarios. Regresarían a sus labores anteriores. Ya le dije que andamos escasos de hombres adecuados para la obra.

– Confio en mi gente, hasta que no me demuestren lo contrario -insistió Bálder.

– Aceptaré su palabra, pero no olvide mi ofrecimiento.

Bálder no deseaba pisar más aquel terreno movedizo. Con un ademán que resultó algo precipitado, entregó a Ennius su carpeta, cuidando a duras penas de no derribar los objetos que había encima de su mesa. Azorado, declaró:

– He traído los planos.

Ennius le midió con indisimulada reticencia, al tiempo que cogía la carpeta y manifestaba:

– Ha aprovechado el tiempo.

– Como puede apreciar -informó Bálder, mientras el canónigo abría la carpeta-, he realizado un diseño completo de la sillería y un diseño básico de cada uno de los distintos elementos. Observará que hay nueve clases de asientos, una por cada nivel y, dentro de éstos, una por cada lado de la sillería: Sur, Este y Norte.

Aquí Bálder hizo una pausa, intentó leer en las estrías que surcaban la frente de Ennius, no lo consiguió y siguió hablando, esforzándose por pronunciar las palabras con corrección y lentitud:

– He preferido un modelo asimétrico, pero en caso de que no lo juzgue apropiado, cabría optar por un modelo simétrico, haciendo iguales los lados Sur y Norte, o completamente homogéneo, es decir, sin distinción entre los tres lados. Si elige el modelo simétrico, tendrá que decirme qué clases de asiento desechamos. Sólo le indicaré que no creo admisible mezclar en un mismo lado, a distintos niveles, asientos diseñados para lados diferentes. Por ejemplo, situar en el lado Sur un nivel diseñado para él, otro para el Este y otro para el Norte.Tampoco sería posible, dentro de un mismo lado, intercambiar niveles, esto es, situar en el primero un asiento diseñado para el segundo o el tercero o viceversa. Sin embargo, no habría ningún impedimento para reemplazar en bloque el lado Sur por el lado Norte, o al revés.

– Dios santo -exclamó Ennius, que había contemplado en silencio los primeros dibujos de Bálder, mientras éste se extendía en sus comentarios-. Ha trabajado tanto y tan rápido que parece vivir en estos planos, pero tenga en cuenta que es la primera vez que yo los veo. No puedo asimilarlo todo de golpe.

– Disculpe. Podemos analizarlos más despacio -se replegó Bálder.

– Desde luego, pero tampoco se obsesione por guiarme. Prefiero revisarlos solo y después hacerle las preguntas que me surjan.

– Como guste.

Ennius fue pasando una tras otra las hojas que Bálder había llenado con sus bocetos. Sobre algunas se inclinaba y otras las alzaba y las alejaba de sí para apreciarlas. En su semblante el extranjero sólo distinguió una obstinada atención. Para tratar de relajarse, miró por el ventanal de Ennius, tras el que se veía un inmenso paisaje nevado más allá de los angostos limites de la ciudad.

Ennius se tomó cerca de un cuarto de hora. Cuando acabó, volvió a colocar los planos en el orden en que le habían sido entregados y cerró la carpeta. Cuidó los dos nudos que hizo con los cordeles que servían de cierre. Tendió la carpeta a Bálder y con solemnidad, sentenció:

– Magnífico. No cambie ni una línea. Que sea asimétrica, con nueve clases de asientos, exactamente como la ha dibujado ahí. No existen entre los canónigos de esta archidiócesis tantas jerarquías, pero es un hermoso proyecto. Ya buscaremos el modo de explotar sus posibilidades.

Bálder tuvo serios apuros para escoger una respuesta a tan demoledor elogio:

– Celebro que lo encuentre digno.

– Más que digno. La suya ha sido una brillante incorporación. Puede existir la tentación de creer que la sillería es un aspecto menor de la catedral. Aunque nunca compartí esa idea, lo que ha concebido desborda todas mis expectativas. Posee el don de llenar de espíritu lo que hace. Cuando le conocí me produjo una impresión intensa, pero confusa. Hoy le felicito sin reservas, y ardo en deseos de averiguar lo que su mano es capaz de extraer de la madera.

Aplazando la correcta comprensión de aquello que estaba escuchando, Bálder buscó el auxilio de retornar a manejables detalles de orden técnico:

– Habrá advertido que en el diseño de los diferentes tipos de asiento hay huecos aún por resolver. Es ahí donde planeo introducir los rasgos que harán de cada uno una pieza única. Ésa será una tarea más larga. Si lo aprueba, iré sometiéndole estas modificaciones a medida que las vaya completando.

– En modo alguno, maestro. Considero de todo punto prescindible que se someta a ese fastidioso control. Fastidioso para ambos, he de reconocer. Decida con arreglo a su criterio. Ha demostrado merecer esa libertad. Me sentiría culpable si la restringiera en lo más mínimo. Por mi parte, y es todo lo que requiere para empezar a ejecutarlo en cuanto disponga de material, su proyecto está aprobado. A partir de ahora considérese dueño de él y siga esmerándose. Bastará con que me informe con cierta periodicidad del avance de sus trabajos.

En ese instante, Bálder quedó sin argumentos para continuar la conversación con Ennius. Traía preparadas meticulosas justificaciones para cada una de las soluciones estéticas que había vertido sobre aquellos papeles, todas concienzudamente elaboradas durante los vastos momentos de soledad. Habría podido enfrentar sugerencias, dudas, objeciones, convertir en adhesión cualquier extrañeza del juez al que se sometía. Todo era ahora inservible, y algo en su conciencia reprobaba la facilidad con que Ennius había otorgado su bendición. Había alcanzado el objetivo y sin embargo estaba insatisfecho, como quien pateara el cadáver de un enemigo vencido sin sacrificio.

El canónigo vigilaba sus movimientos con la ventaja de estar en su territorio y haberle concedido más de lo que esperaba. Ostensiblemente le complacía el aturdimiento de Bálder. Quizá calculando que ese estado debía ser aprovechado, Ennius, calmoso, inquirió:

– Y aparte de su fructuosa actividad, ¿ha tenido, ocasión de reflexionar sobre nuestra última charla?

– ¿Sobre qué, en particular? -le repelió Bálder.

– Sobre los conceptos básicos. Sobre la fe, sobre la construcción, sobre la búsqueda que supone nuestra obra.

– He podido respirar el ambiente que reina en el recinto. He tratado de conciliarlo con lo que me dijo.

– ¿Y?

Bálder, temiendo que el canónigo recelara, no se resolvió a reservarse del todo sus pensamientos.

– No acabo de interpretarlo con claridad -confesó-. Todo es bastante más ambiguo de lo que me imaginaba.

Ennius dio un respingo. Con vivo interés, reclamó al extranjero:

– ¿Puede ser más explícito?

– No estoy seguro de poder describirlo bien -se excusó Bálder-. He encontrado personas muy diferentes entre sí, que parecen tener también propósitos diferentes. He comprobado que ninguno quiere significarse ni enjuiciar nada, por irrelevante que sea. No es sencillo ser nuevo allí dentro.

El canónigo le escuchó con gravedad. Esforzándose en vano por dar mayor hondura a su voz, dijo:

– Capto cierta prevención en sus palabras.

Bálder comprendió que tenía que aguzar el ingenio. Apartando de Ennius la vista, que dejó vagar sobre la campiña cubierta de nieve, ensayó:

– Para serle sincero, a veces me cuestiono la utilidad de mis esfuerzos. No me refiero a los planos ni al coro. Me pagan por saber qué hacer con esto. Se trata de la vida en la obra, de cómo están organizados el trabajo y la gente allí. Intento asumir las reglas, pero nadie se toma la molestia o corre el riesgo de explicármelas. Como si no existieran reglas o nadie se fiara de lo que cree al respecto. No afirmo que sea éste el caso. Es más que probable que haya algún malentendido por mi parte. El caso es que hasta el momento no he tenido ocasión de sacar mejores conclusiones.

Ennius se echó hacia atrás y juntó las puntas de los dedos sobre el filo de su mesa.

– Puede preguntarme a mí todo lo que otros no le respondan -ofreció-. No tiene por qué vivir con esa inseguridad que parece sufrir. Mi puerta está siempre abierta para usted.

Bálder percibió el peligro. No cabía rechazar aquel ofrecimiento y mucho menos abrazarlo. Tenía que desviar la atención del canónigo hacia fragmentos pequeños de su incomprensión. Plantearla en su conjunto podía resultar excesivamente audaz.

– Son cosas diversas -dijo-. He tomado algunas medidas para mejorar las condiciones de trabajo en el coro, por ejemplo. Nada que pueda considerarse desproporcionado, en mi opinión. Pero noto que todos lo desaprueban. Intento organizar las tareas entre mis hombres de forma que me permita tener un mejor conocimiento de lo que hace cada uno, y el jefe de cuadrilla se ofende. Subo a una de las torres, porque me interesa ver su estructura, y alguien me sugiere que he quebrantado una misteriosa prohibición. Y hay otro hecho que me sorprende -agregó, extremando la modestia de su tono-: no me he encontrado a nadie que participe mucho de lo que creí atisbar el otro día acerca del propósito de la obra.

– ¿A qué se refiere?

– Es posible que no haya hablado con las personas indicadas. Pero he palpado más resignación que fe. O si prefiere un modo más frío de expresarlo, más inercia que impulso.

Ennius reflexionó o aparentó que reflexionaba largamente sobre lo que Bálder había dicho. Después, con el ceño fruncido, reconoció:

– Deploro que le hayan causado esa sensación tan poco alentadora. Todavía no le he tratado lo bastante para identificar sus defectos, pero sí me siento en disposición de reconocerle algunas virtudes. Es usted hombre de juicio, y no formularía apreciaciones como la que acaba de hacer si no hubiera reunido motivos. No niego que entre los que trabajan en la catedral puede haber gentes que no están a la altura de la misión. Tal vez las haya en número indeseable, incluso. Ya le he informado de las dificultades que tenemos para contratar operarios y artistas. Lo que no querría que pensara es que el Arzobispado lo tolera o cierra los ojos ante la situación. Le aliento a que corrija con severidad a quienes de usted dependan, y a que comunique al capataz cualquier conducta incorrecta que observe en otros.

Bálder recordó sus conversaciones con Aulo y se representó con escepticismo el interés con que el capataz recibiría cualquier acusación en el sentido que sugería el canónigo. Por segunda vez en su relación con Ennius, Bálder no supo si se hallaba ante un estúpido o ante un malvado.

– En cuanto a las medidas que adopte en relación con las condiciones de trabajo de sus hombres -añadió Ennius-, es un asunto que sólo a usted incumbe. No tiene que sujetarse a otra limitación que la de los medios con que contamos y las necesidades de otros. Salvado eso, haga lo que estime preferible. El Arzobispado sólo le exigirá que realice un buen trabajo, y por el momento no tenemos motivos para suponer que no vaya a hacerlo. Si pese a todo decepcionara nuestras expectativas, nadie pensaría en sancionarle por cómo organizó a sus hombres. No tendría objeto descender a semejante minucia, no sé si me explico. Y por lo que toca a las torres, nadie le prohíbe, pero sí le recomiendo que no vuelva a subir. No están concluidas y entrañan un riesgo considerable para alguien que no está familiarizado. Ignoro quién y cómo le advirtió al respecto, pero debió expresarse equívocamente. No hay ningún misterio acerca de las torres, aunque llamen tanto la atención. Están más avanzadas que el resto de la obra porque así lo impuso el plan del arquitecto, sin duda por alguna razón del todo prosaica. No hay secreto alguno. Hace varios días me preguntó si había algo extraño que saber y yo le contesté que siempre lo había. Luego he pensado en ello. Quizá fue una ligereza por mi parte que ha contribuido a alimentar sus dudas.

El canónigo le contempló con suficiencia. Benévolo, se interesó:

– ¿Alguna otra cosa?

– No sabría decirle.

– De acuerdo. En todo caso, le pido que no se reserve nada que le inquiete. Para mí constituiría un fracaso personal.

– Le agradezco su interés.

– Es tan sólo mi trabajo. En resumen, no parece haber tenido buenas oportunidades para imbuirse de la filosofía de nuestra catedral. Ya sabe a qué me refiero. Sustituir la obsesión del resultado por la obra en sí misma.

– Sería frívolo responder que he llegado a tanto -denegó Bálder.

Ennius, sin embargo, lo encajó con buen ánimo:

– Ya sabe que tenemos una apuesta al respecto. Usted mismo la propuso.

– Y seré consecuente con ello. Recuerdo lo que me dijo. Que aparte de confirmar mi supuesta destreza tendría que asumir una convicción acerca del arte que podía no tener antes.Y yo le prometí que no le defraudaría. No admití que careciera absolutamente de esa convicción, por otra parte.

– Pero sigue en la creencia de que lo más importante es liquidar en el menor tiempo posible lo que va a empezar. Disculpe si lo formulo con esta crudeza.Tal vez falto a la exactitud al ser tan directo.

Bálder aceptó jugársela:

– Para mí lo importante es aplicarme al máximo a lo que se me ha pedido y no cometer demasiados errores. Usted me aclarará si eso es incompatible con la obra. Desde luego, si lo fuera, no tendría más remedio que dudar que pueda cumplir lo que se espera de mí.

Ennius dibujó bajo su desaseada barba una maligna sonrisa.

– Difícilmente podría estar en desacuerdo con lo que acaba de decir -otorgó.

– Entonces la apuesta sigue en pie.

– Me congratulo de ello. Y en cuanto a la vida aquí, ¿qué le va pareciendo? ¿Sigue acostándose temprano o ha encontrado algo que le entretenga?

Bálder recordó a Camila, que estaba sólo a unos metros, al otro lado de la puerta. Con gesto apático, expuso:

– Hemos tenido muy mal tiempo y he trabajado muchas horas. Es pronto para haber hecho amigos. Sigo acostándome temprano.

– Espero que a medida que vaya mejorando el tiempo halle otros alicientes. Admiramos su ascetismo, pero no queremos que caiga en el tedio. El tedio perjudica a los artistas. Llegado el caso, el Arzobispado sería indulgente con un artista que ha cometido una pequeña falta para mantener la inspiración. Sabemos que no pueden sujetarse a la disciplina embrutecida de los operarios.

– No sé cómo debo interpretar eso -alegó Bálder.

– Es cosa suya. Nosotros lo interpretamos flexiblemente, siempre que no degenere en vicio. No se trata sólo de una repulsa moral. El vicio es la peor forma del tedio.

– Por si le sirve para calibrar mis posibilidades, yo aprecio la precaución.

– Eso le ayudará.Ya le avisé el otro día.Aquí hay mucha gente y todos tienen más experiencia que usted. Procuramos atajar cualquier infección espiritual entre los servidores del Arzobispado, pero el brazo de nuestro castigo no llega siempre ni siempre a tiempo allí donde la desviación se produce. La habilidad de cada uno es insustituible. Por mi parte, confio en usted. En fin, no debo retenerle más.

El canónigo se puso en pie y le tendió la mano. Bálder también se levantó y estrechó, probando su exigua fuerza, los dedos que le aguardaban.

– Venga siempre que algo le preocupe -pidió Ennius. Deseo establecer entre ambos una relación de la máxima colaboración.

– Gracias.

En la antesala estaba Camila, aparentemente abstraída en su labor. Pero cuando Bálder cerró la puerta tras de sí, abandonó lo que estaba haciendo y apartó las lentes de delante de sus ojos.

– ¿Qué tal ha ido? -se interesó.

– Bien, creo -dijo Bálder, distante.

– ¿Ha aprobado tus planos?

– Eso me ha parecido.

– Debo felicitarte, entonces.

– No te guardaré rencor si no lo haces.

Camila dejó las lentes sobre la mesa y apoyó la barbilla sobre el puño derecho.

– Has tenido tu primer éxito -dijo, con algo muy cercano al desprecio-.Ahora comenzarás a hacerte como los otros. ¿Entiendes por qué fui a verte la primera noche? Dentro de poco tus caricias serán tan sórdidas como las de Ennius, y entonces, no podrás acariciar a Camila. Tendrás que buscarte otra, que será tan sórdida como tus caricias.

Bálder no estaba preparado, pero acertó a reaccionar:

– Porque tú no eres sórdida, naturalmente.

– ¿Lo soy? -protestó la mujer, humedeciéndose los labios.

El extranjero meditó lo que iba a decir. Al cabo de unos segundos, respondió:

– No sé si me concierne decidir eso, la verdad.

– Hasta luego, maestro. Si Ennius sale y te ve hablando conmigo va a pensar que ya lo has decidido.

– Adiós.

En el corredor, Bálder tuvo dificultades para elegir lo que le había resultado más desconcertante. Si la fervorosa admiración de Ennius por sus planos o su borrosa explicación acerca de las torres; si su invitación final a relajar sus costumbres o las recriminaciones de Camila.

Cuando llegó a la obra vio que había unos veinte hombres levantando andamios alrededor del coro. Aulo dirigía la operación, no exenta de riesgos. Habían tenido que limpiar la nieve para asentar los andamios en suelo firme y no había mucho espacio para moverse. El capataz, acaso animado por el buen tiempo, volvía a ser el hombre perentorio que había desaparecido durante el temporal.

– Más ligero -gritaba-. No tenemos todo el año para arreglarlo.

Bálder, con desgana, se desvió del camino que le llevaba hacia el barracón. Una mínima cortesía exigía acercarse hasta donde estaba Aulo e interesarse por lo que estaban haciendo. Avanzó lentamente sobre la nieve hasta que llegó al lado del capataz.

– No esperaba que te acordaras de lo mío tan pronto dijo.

– Yo tampoco -repuso el otro, sin mirarle-. Pero la limpieza va mejor de lo que planeábamos. Si no se estropea otra vez el tiempo volveremos a la normalidad enseguida.

– Eso parece peligroso -consideró Bálder, señalando uno de los andamios.

– Lo es. Ahora comprobaremos cuánto resiste la estructura.

El extranjero buscó entre los operarios que maniobraban en torno al coro. A su rostro asomó un gesto de suspicacia.

– ¿Dónde están mis hombres? -preguntó.

– Por ahí -respondió Aulo.

– ¿No quieres que ayuden a los demás a levantar los andamios?

– Mejor no. Es una operación delicada.

Bálder evaluó la posibilidad de reclamar a Aulo que le explicara aquel último comentario. Pero adoptó un aire ensimismado y dedujo con voz apacible:

– Entonces, es probable que no te importe que los envíe a los almacenes, para que vayan preparando lo que deben traer al coro en cuanto hayáis acabado.

– Desde luego. Fuiste tú quien decidió que participaran en la limpieza. Puedes disponer de ellos para lo que gustes.

– Te lo agradezco, Aulo. Que no se te caiga nadie.

Bálder recorrió el recinto hasta que se encontró con Níccolo. Estaba apoyado en una pala, junto al montón que seguramente otros habían formado con la nieve que se había acumulado en una de las capillas.

– Níccolo -lo llamó.

Maestro -exclamó su segundo, enderezándose.

– Quiero que reúnas a los hombres y que vayáis al almacén. Le pedís al almacenero que os dé el material y las herramientas que ya tiene y lo preparáis todo para transportarlo al coro en cuanto alivien la lona.

– De acuerdo.

– Pregúntale también cuánto cree que tardará lo que le encargamos.

– Es pronto. Dudo que sepa nada.

– Lo preguntas igual. Manténte en contacto con Aulo. Tan pronto como terminen lo que están haciendo, llevad el material al coro.Avísame cuando esté todo listo. Empezaremos a trabajar inmediatamente. Ya tenemos planos. El canónigo los ha aprobado hoy.

– Enhorabuena, maestro.

Bálder no le oyó. Acababa de reparar en una presencia familiar. Su vecino, el andrógino, estaba inclinado sobre una escultura medio cubierta por una gruesa tela, en el centro de la capilla. Al principio creyó que estaba limpiándola, pero al cabo de unos segundos descubrió que se limitaba a recorrer el rostro con las yemas de los dedos, como si tratara de encontrar rugosidades en su superficie. La estatua era de una niña arrodillada. En las manos llevaba una especie de ofrenda que Bálder no acertó a identificar. El andrógino estaba absorto en el tacto de la piedra pulida y no concedía la menor atención al movimiento de los hombres que quitaban la nieve de la capilla. El extranjero se quedó contemplando la estampa que componían aquel individuo y su muchacha de mármol. Estaban allí y sin embargo daban la sensación de no formar parte de la obra; inmunes a las idas y venidas de los demás, recluidos en la pausada liturgia de una realidad inaccesible.

– Maestro -intervino Níccolo.

– ¿Qué? -volvió en sí Bálder.

– ¿Ordena algo más?

– No, gracias. Estaré en el barracón.

El día transcurrió sin sobresaltos. Bálder comió solo y trabajo en el barracón. Pólux no le dirigió la palabra, aunque el extranjero le oyó toser y roncar después de la comida. Por la tarde regresó dando un paseo sobre la nieve. Aquella noche durmió intermitentemente, revolviendo en su pensamiento, una vez más, cuestiones que no merecían esfuerzo ni admitían solución.

A la mañana siguiente Bálder despertó algo más tarde de lo que solía. Aunque tenía apetito, apenas probó el desayuno. Cerró la puerta mientras se ajustaba la ropa de abrigo y bajó la escalera casi corriendo. Abajo, en el portal, encontró a su vecino. El andrógino se disponía a salir a la calle, pero al verle aparecer, de improviso y a la carrera, se paró en seco. Le miró de arriba abajo y acto seguido, enrojeciendo profundamente, echó a andar con paso inseguro.

– Espera -le detuvo Bálder.

El otro interrumpió su movimiento pero no se volvió. El extranjero observó:

– Creo que vamos al mismo sitio.

– Sí -corroboró el andrógino. Su voz tenía timbre masculino y femenina suavidad.

– ¿Te importa si vamos juntos?

– No.

Cuando estuvo a su lado, el andrógino abrió el portal y le indicó que pasara él primero. Al posar de nuevo los pies sobre la nieve, Bálder sintió un escalofrío. El día, sin embargo, prometía ser más agradable que el anterior. El sol lograba incluso proyectar algunos rayos sobre la ciudad.

– Parece que tendremos buen tiempo hoy -dijo Bálder.

– Eso nunca se sabe, en esta época. Esta tarde podría nevar otra vez -advirtió su interlocutor, mientras caminaba a buen paso.

– Me llamo Bálder. He venido a construir la sillería del coro.

– Sí, estoy enterado.Yo me llamo Núbila. Mi encargo es hacer una de las capillas.

– Vivimos cerca.

– Eso parece.

– ¿No vive nadie más en el portal?

– Hay otros, no muchos. Se acuestan tarde y se marchan temprano. Por eso no habrás coincidido con ellos.

– Me extrañaba no haberme tropezado con nadie en los días que llevo aquí.

– ¿Eres extranjero? -preguntó Núbila.

– No creo que pueda disimularlo.

– Bueno, apenas tienes acento.

– Eres demasiado amable -apreció Bálder-. Los otros artistas que he conocido no me tratan con tanta deferencia. ¿Llevas mucho tiempo en la obra?

– Seis años, tal vez. No me gusta contar el tiempo. -Y a quién le gusta.

– Antes a mí me gustaba.

– ¿Antes de qué?

– No hay un acontecimiento que recuerde. Antes de ahora, simplemente -aclaró el andrógino, sonriendo.

– ¿Estás contento en la obra?

Núbila le dedicó la primera mirada de frente. Era una mirada de asombro y también de reserva.

– ¿Por qué no iba a estarlo?

– Me pareció que había algo de amargura en lo de haber perdido el gusto de contar el tiempo.

– ¿Amargura? No, nada de eso. Perdí ese gusto, sin más. Es algo demasiado vago para asociarlo a una causa concreta. Vivo en la obra. No estoy descontento ni amargado con ella ni dejo de estarlo.

Al llegar a este punto el andrógino aflojó nuevamente el gesto.

– Tampoco sirve de nada implorar que el sol no salga por la mañana o no se ponga por la tarde -prosiguió-. Aceptar lo que a uno le sirve la vida es la única forma duradera de sosiego. Al menos eso es lo que yo opino.

Núbila cortó su discurso como si no hubiera sido su intención iniciarlo. Luego se mantuvo atento al suelo, acaso en penitencia por su locuacidad. Bajaban ya, después de haber atravesado la plaza, por la calle que llevaba hacia las afueras. Bálder quiso ofrecer una justificación para su pregunta:

– Perdona si me he metido donde no me invitan. A mí, la verdad, me cuesta sentirme alegre allí dentro.

– La alegría es un estado más bien quebradizo. No debes de ser el único que tiene esa dificultad.

– Para ser del todo sincero, lo que quiero decir es que a veces me gustaría no haberme incorporado a esta obra.

Al escuchar esta confesión, Núbila se mostró incrédulo.

– Imagino que no vas contándoselo a todo el mundo aventuró-. No te convendría que algunos oídos recibieran esa confidencia. Los canónigos no simpatizan con los que menosprecian la catedral.

– He debido de expresarme mal -se apresuró a corregir Bálder-. No menosprecio la catedral. Sólo desearía que fuera de otra manera.

Núbila rió abiertamente. Con ironía, precisó:

– Tampoco ganarás nada aireando esos deseos por ahí.

– ¿Y cómo se gana algo, entonces?

– Para mí la cosa es más sencilla. He sido seleccionado para trabajar en la obra. Es una distinción que muy posiblemente no merezco, y se me ha dado porque alguien me estima útil para conseguir un fin que sobrepasa mi horizonte. Asumo que si algo ha de cambiar no será porque a mí se me ocurra. Ya me avisarán a su debido tiempo quienes pueden sopesar el asunto con autoridad.

– No entiendo esa renuncia -protestó Bálder-. Un artista tiene el derecho y la necesidad de saber para qué se esfuerza.Y ninguna autoridad puede negárselo.

El andrógino se encogió de hombros y dijo:

– Cada uno conoce su propio valor. Yo conozco el mío, y organizo mis necesidades en consecuencia.

– Eres joven, no parece que estés impedido, y me consta que se te da bien lo que haces. No veo por qué debes limitar tus necesidades.

– No lo comprendes. No quiero más de lo que tengo.

– Así que te agrada vivir sometido a los canónigos.

– Es una forma exagerada de describirlo. Nadie me obliga a hacer nada que no desee, y tampoco me prohíben lo que me place.

– Pero les temes.

– Te equivocas, no tengo motivos para temerles.

– ¿Por qué me recomiendas entonces que no divulgue que hay cosas en la obra que me disgustan?

– Quizá se me antoja que tú sí tienes motivos para temerles. Pero puedo estar en un error. En realidad, lo único que sé de ti es que durante los dos días siguientes a tu llegada el capataz ocupó a todos los hombres en cubrir con una lona el sitio donde vas a hacer tu sillería, y que mientras nevaba y los demás sesteábamos en el barracón tú estabas allí dentro atareado con algo. Discúlpame si hablo de más.

Ya tenían la catedral a la vista. Bálder concluyó:

– En este sitio nadie habla de más. Es otro detalle que empiezo a detestar ligeramente.

– No se diría que has tenido un buen comienzo -apostó Núbila.

– Todo lo contrario. He terminado mis planos en apenas dos semanas y me los han aprobado. Ahora sólo tengo que preocuparme de ejecutarlos. Es lo más fácil. Un poco de tesón y un poco de paciencia. Dos virtudes al alcance de todo el mundo.

Núbila permaneció callado y Bálder había perdido las ganas de seguir perorando. Recorrieron así, sin pronunciar palabra, el trecho que quedaba hasta la obra, cuidando de no resbalar sobre la nieve que se había helado por zonas durante la noche. Cuando estaban a pocos metros del templo, el extranjero se dirigió otra vez a su acompañante:

– Naturalmente, a ti no te importan mis problemas. He de ofrecerte mis excusas. Imagino que la culpa la tienen todos estos días que he estado trabajando sin hablar con nadie. No es una práctica saludable, pero tampoco he encontrado nada mejor desde que ando por aquí.

No tienes que excusarte -le eximió de responsabilidad el andrógino, con imprevista calidez-. Me ha hecho bien esta conversación. Normalmente vengo solo y desperdicio el rato de camino pensando en nada.

Bálder vaciló durante un instante, pero después de habérsele franqueado hasta la temeridad, juzgó más bien superfluo privarse de compartir con Núbila lo que le pasaba por la mente:

– Tengo que reconocerte algo.Aunque te mantienes a distancia, como todos, eres la primera persona con la que me tropiezo aquí que me da la sensación de hablar a veces con el corazón.

– Siempre hablo con el corazón -se ofendió el otro No he aprendido otra manera de hacerlo.

– Me refiero a que no te limitas a repetir consignas que no puedan comprometerte.

– ¿Por qué iba a hacerlo? Por lo visto no quieres creerme, pero te aseguro que no tengo nada que temer. Estoy bien aquí y no me apetece estar de otra forma o en otra parte. No me hace falta ponerme disfraz.

Ya habían entrado en el recinto. Recorrieron toda la longitud del coro. Cuando Bálder tuvo que desviarse en dirección al barracón, Núbila hizo un alto para despedirse.

– Me ha alegrado conocerte -dijo, sin embarazo-. Si necesitas algo que yo tenga, pídemelo, en confianza. Hay que echar una mano a los recién llegados.

– Te agradezco la generosidad. Ninguno aparenta seguir esa regla por aquí.

– No es una regla. Es mi manera de ver las cosas. -Tu actitud resulta infrecuente, en cualquier caso.

– Es posible que no sea muy común, pero tampoco encuentro ningún mérito en mis rarezas. Como cualquier otro, ni hago por tenerlas ni podría quitármelas. Hasta la vista.

Aquella mañana Bálder dejó transcurrir el tiempo sin esforzarse demasiado. En realidad, la labor que podía realizar en el barracón la había completado con creces. Ni le atraía ni tenía ninguna utilidad continuar dibujando. Los planos, aunque admitían retoques, habían alcanzado un estado en que ya exigían la materia que tradujese a volumen cuanto en ellos había sido proyectado. No podía avanzar sobre el papel cuando su cerebro y sus manos anhelaban la madera. A media mañana salió del barracón. Antes de cerrar la puerta espió la reacción de Pólux ante su marcha. El estucador estaba inclinado sobre su mesa y parecía irreversiblemente persuadido de la inexistencia de Bálder. No contestaba a su saludo ni a su despedida y no le había mirado a la cara desde que el extranjero le había hinchado la suya. Bálder fue hacia el coro, entre montones de nieve que el sol derretía despacio. En la obra la mayoría de los hombres habían regresado ya a sus tareas habituales. Sobre el coro había diez o quince personas. Habían retirado ya la nieve y estaban reforzando los soportes de la lona. Aulo vigilaba los trabajos con una distensión desacostumbrada.

– Buenos días -le abordó Bálder.

– Buenos días, maestro, y esta vez lo son de verdad. No hace apenas frío y estoy acabando con tu lona. A veces Dios, suponiendo que yo esté equivocado y sea algo más que un invento de los canónigos, se acuerda de que esta insensatez la hemos organizado por él.

– Tengo una curiosidad, capataz.

– ¿Sólo una? Enfrentas la vida con simpleza. Ésa debe de ser la causa de tu precipitación.

– Sólo una respecto a ti, quiero decir. ¿Sueles blasfemar así cuando hablas con los canónigos?

Aulo soltó una carcajada. Meneando la cabeza, asintió:

– Claro. Es mi privilegio. Les gobierno esta inmundicia. Están en mala posición para exigirme remilgos. -Me gustaría verlo.

– No creo que puedas. Los canónigos no invitan nunca a los artistas a las entrevistas que mantienen conmigo. Hay aspectos que no deben mezclarse. En buena medida yo soy responsable de que los artistas no pierdan el rumbo. Es una responsabilidad que requiere sigilo.

– Admito que eres sigiloso, de una manera un tanto inconcebible, pero sospecho que efectiva.

Llevo muchos años de capataz. No he debido de hacerlo muy desastrosamente. Pregunta a los canónigos. Tú tienes influencia con ellos, todavía.

– Me sobreestimas, por una vez. ¿Os queda mucho?

– Un par de horas.

– Avisa a Níccolo cuando puedan entrar, por favor.

– Cómo no. ¿Mandas alguna otra cosa?

– Tú me entiendes, Aulo. Era sólo un ruego.

– No, líbreme el diablo de entenderte, maestro -protestó el capataz, airado.

A la hora de la comida Bálder buscó a Núbila en el tumulto del barracón. Su empeño fue vano. De paso localizó a Horacio, que escenificaba con ruidoso entusiasmo alguna bufonada ante la atención regocijada de un auditorio de otros cuatro o cinco artistas con los que compartía mesa. Pólux estaba en la mesa contigua, pero aparentemente no participaba del sentido del humor de Horacio. También vio a Aulo, sorbiendo su sopa en silencio, y desperdigados por distintas mesas a todos sus hombres. El resto eran desconocidos, aunque después de dos semanas sus rostros le resultaban vagamente familiares. Llevó su comida a un sitio retirado y la despachó deprisa. Abandonó el primero el comedor y fue a recorrer la obra vacía. Se encaminó hacia el ábside y en la capilla donde le había visto el día anterior halló a Núbila. Estaba otra vez inclinado sobre su escultura, pasando los dedos por su garganta con el mismo detenimiento de la víspera.

– Hola -se anunció Bálder-. ¿Algún problema? Núbila emergió sin prisa de su ensoñación.

– No, al contrario -respondió, todavía algo ausente.

– Todos están comiendo. ¿Qué haces aquí?

– No tengo hambre. Me sucede a menudo. Prefiero estar en mi capilla. Es buena hora para meditar. ¿Qué haces tú?

– Daba una vuelta, para ayudar a la digestión.

– ¿Qué te parece? -preguntó el andrógino, señalando su muchacha de piedra. Sus rasgos eran afilados, nítidos. Su cuello, que Núbila seguía acariciando, era largo y frágil.

– Es un trabajo magnífico.

– Ha habido suerte. Unas veces es así. Otras, ocurre como con el túmulo.

Bálder miró hacia donde Núbila señalaba ahora. En una pared de la capilla se abría un hueco y en él estaba el cuerpo yacente e inacabado de un hombre ataviado con ropajes eclesiásticos. De cintura hacia arriba, la figura estaba muy adelantada. Bálder apreció con admiración la factura de las manos, la expresión del rostro, la complexión de los hombros vencidos y no obstante autoritarios.

– ¿Qué tiene de malo?

– No es quien debía ser. El canónigo juzgó muy desfavorablemente el gesto que le puse o me salió.A1 parecer todos recuerdan al difunto como un hombre muy afable. Mis cinceles no interpretaron igual el retrato que me sirvió de modelo.

El hombre, en efecto, ofrecía un aspecto amenazador. Tras la frente se adivinaba un alma turbulenta, los ojos eran crueles y los labios rectos y duros.

– Es extraordinario, de todas formas -resolvió Bálder.

– Está esperando el martillo. Tengo que empezar de cero -indicó Núbila, sin emoción.

– ¿El martillo? Destruirlo sería un crimen.

– Hay que aceptar de buen talante los errores. Sirven para aprender.

– Esta escultura no es un error. ¿Quién te ha convencido de esa estupidez?

– Yo mismo. El canónigo estaba dispuesto a aceptarlo así como está. Pero no puedo defraudar al Arzobispado.

– Para ser un artista tan competente, valoras demasiado los juicios ajenos.

El andrógino se cruzó de brazos, cogiéndose los hombros como una mujer aterida.

– Sólo la opinión de los demás ha conseguido que alguna vez me confortase plenamente mi obra -explicó-. Les debo ese reconocimiento. El artista encerrado en sí mismo es un suicida.Yo he jugado con la idea del final, cuando era más joven, pero luego he aprendido que la vida no puede ser despreciada. Es ella quien puede despreciarle a uno, y uno sólo vale lo que acierta a retardarlo.

– ¿Y Dios? -sondeó maliciosamente Bálder.

– Yo no sé de Dios. Ésa es una de mis miserias.

– ¿Por qué miseria?

– No es difícil de imaginar. Porque me condena a terminar solo.

– ¿Están al corriente los canónigos?

– ¿De qué?

– De que no tienes fe en Dios.

– No es que no tenga fe. No siento que exista, que es distinto. Nunca lo he ocultado, así que deben de estar al corriente.

– ¿Y eso no te ha causado ningún problema? -se sorprendió el extranjero.

– No es ningún delito. Delito sería si mintiera.Además, los canónigos son comprensivos con los que toman en serio lo que hacen.

– ¿Tú crees?

– ¿Tú no?

– Sólo he hablado con un canónigo, no mucho. De todos modos, procuro identificar a los hombres por sus obras, y la única obra que he visto de los canónigos hasta ahora es la catedral.

Núbila arrugó el entrecejo.

– No sé si es propio decir que la catedral es obra de los canónigos -reflexionó en voz alta.

– ¿De quién, entonces?

– Tal vez de Dios. De todos y de nadie.

Bálder notó que le recompensaba conversar con Núbila. Donde todos trataban de darle esquinazo, Núbila salía a su paso y respondía con nobleza, lo mismo si eran respuestas de las que el extranjero consideraba previsibles como si le habían de resultar inauditas. El andrógino dialogaba con desenvoltura, una vez superada su timidez preliminar. Escuchándole se sacaba la impresión de que era dócil pero a la vez insobornable. Bálder disentía y sin embargo sehumillaba simulando ante Ennius creencias de las que carecía. Núbila obedecía y era libre de manifestar ante cualquiera lo que le dictaba su espíritu.

Los hombres empezaban a regresar del almuerzo. Aunque Núbila no parecía tener urgencia por seguir con lo que estaba haciendo, Bálder creyó pertinente dejarle y volver al barracón.

– Hora de trabajar. Me voy. Recapacita sobre lo de destruir eso -se despidió, señalando el túmulo.

– Ya he recapacitado. Te guardaré un trozo grande, si lo quieres.

– Me gustaría que se salvase la cabeza, al menos.

– Es tuya.

Una hora después, mientras Pólux roncaba regularmente a su espalda, Bálder recibió en el barracón la visita de Níccolo.

– El coro ya está listo, maestro -le informó-. Hemos empezado a transportar las herramientas y el material.

– De acuerdo. Hoy no iré por allí. Encárgate tú de todo.

Níccolo se quedó quieto delante de Bálder. Al cabo de unos segundos, que el extranjero dejó discurrir sin levantar la vista de la mesa donde no tenía, en rigor, nada que hacer, su segundo le habló de nuevo:

– ¿Todo va bien, maestro?

– Inmejorablemente -repuso Bálder-. Mañana pondremos manos a la obra. Díselo a los otros, para que vayan espabilando. Anda, ve con ellos.

Aunque no fuera más que una forma de defensa mientras trataba de recobrar el respeto de sus subordinados, Bálder hubo de confesarse que obtenía un mezquino placer manteniendo las distancias con Níccolo. Era una especie de venganza por todas las ocasiones en que los demás se divertían a su costa. El sólo tenía un arma: la sillería. Pero desde ella podía aguantar, incluso tratar de vencer. Se refugiaría allí, renunciando a perseguir otro objetivo que el de enseñar a sus hombres y perfeccionarse él mismo, en su arte y en la disciplina que necesitaba para preservarse de aquel lugar. Había irrumpido con el atolondramiento del que no tenía patria ni esperanza de alcanzarla. Ahora le correspondía instalarse con la astucia de quien aspiraba a construir un reino propio.

Cuando sonó la campana que determinaba una vez más el final de la jornada, Bálder permaneció sentado el tiempo justo para que Pólux despertase, recogiera sus cosas y abandonara el barracón. En cuanto oyó cerrarse la puerta, se puso en pie. En ese preciso instante Pólux reapareció en el umbral. Le contempló, inexpresivo, hasta que dominó su embriaguez lo suficiente para maldecirle:

– Sospecho y espero que mañana no vendrás. Dudo que puedas comprenderlo, pero querría hacerte una advertencia. Por si no te veo más. No impliques a nadie.Aguanta tú solo lo que te toque en suerte. Quizá sea lo único que puedas alegar luego en tu descargo.

– No sé de qué me hablas, Pólux. Acláralo o cállate. Estoy cansado para andarme con acertijos.

– No morirás sin resolver éste. Queda con Dios.

Bálder entornó los ojos mientras sonaba el portazo. El camino de regreso a la ciudad lo hizo sin compañía. Su primer impulso había sido procurarse la de Núbila, pero luego se le ocurrió que sería mejor aproximarse poco a poco a su vecino. El atardecer enfrió de golpe el aire, a la misma velocidad con que el sol se hundía en el horizonte. Cuando al fin se halló en su alojamiento recibió con gratitud el calor.

Dormitó hasta que trajeron la cena. En medio del sopor que le invadía repasó su encuentro con Ennius, que se había mostrado más peligroso que el primer día, pero no tanto como Aulo.A éste se lo figuraba comunicando puntualmente, por el conducto que más pudiera perjudicar a Bálder, todos los pasos en falso que había dado hasta entonces. Si había de elegir, nada le seducía como la posibilidad de presenciar o provocar la ruina del capataz. Algo en su interior, sin embargo, le movía a creer más plausible la ruina del canónigo.

Tomó la cena despacio, saboreando la comida. Después, y antes de dormir, se dispuso a hojear un ejemplar de un libro en el que se resumían algunos de los misterios en cuya conmemoración se levantaba la catedral. No era el libro, sino una de sus glosas, bastante inferior en todos los aspectos. Aunque lo que allí había escrito no le interesaba demasiado, le servía para idear motivos que introduciría, distorsionados o no, según conviniera, en su sillería.

Recorría sacrificadamente aquellas páginas, frías como la piedra de que hacían los templos, cuando sonaron dos golpes en la puerta. No se levantó. Al cabo de medio minuto sonaron otros dos golpes. No le apetecía en absoluto levantarse. La tercera vez fueron cuatro golpes, más fuertes.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Ennius -respondió una voz inequívocamente femenina.

Bálder hubo de admitir que en el fondo le gustaba que ella estuviera allí. La primera noche se había derrumbado ante ella como un náufrago. Ahora eso podía evitarse. Sin moverse, gritó:

– Pasa, Camila.Ya sabes que está abierta.

La puerta giró sin ruido. Camila venía en camisa, descalza, sin lentes y con el escote a medio deshacer.

– ¿No te alegras de verme? -dijo, desde el centro de la habitación.

– Claro.Temí que hubiéramos terminado.

– ¿Habíamos empezado algo?

– Es posible. La otra noche lo pasé mejor que cuando duermo solo.

– Ayer estabas poco accesible.

– Menos accesible estabas tú.

– Yo soy siempre así en la antesala. No puedo mostrarme con naturalidad.

¿A qué has venido, Camila?

– A echar un vistazo. Tenía puestas algunas esperanzas en ti.

– Durante nuestra charla de ayer saqué la impresión de que ya habías desesperado.

– Lo mas probable es que desespere después de esta noche. Pero nunca me retiro sin dar una última oportunidad.

Bálder cerró el libro y lo arrojó a un lado, sobre la cama. Cruzó las manos bajo su nuca.

– Te favorece ese aire de última vez -divagó-. Te alarga las facciones y tu piel se vuelve más bella. La pérdida estimula los sentidos, porque ante lo que se desvanece nunca se abstiene el corazón.

– Así que eres un poeta -se mofó Camila.

– Soy un hombre lejos de casa. Podría decirte versos mucho más ardientes.

– No me gusta la poesía. No me gustan las palabras, en general.

– Como quieras.

Bálder se quedó en silencio, observándola. Camila fue a sentarse cerca de su lecho y adoptó una expresión lejana.

– En unos pocos días, todo ha cambiado -constató-.Ya no te aterroriza que venga a verte. Ni siquiera te pongo nervioso. Incluso te burlas de mí -añadió, con una apagada sonrisa flotando en sus labios.

– No me burlo.Y sí estoy nervioso. Has quebrado la paz de que gozaba esta noche, lo que me pone en deuda contigo, por otra parte.

– Pero no te asusta que yo esté aquí.

– Eso no. Durante toda la semana siguiente a nuestro primer episodio esperé que me expulsaran. Si no lo han hecho a estas alturas es que sabes lo que te traes entre manos o que a nadie le importa lo que haga con mi tiempo de holganza.

– Si fuera lo primero tu suerte estaría en mis manos. -Mi suerte ha estado en manos peores.

– ¿Debo tomar eso como un halago, o como un insulto?

– No es un insulto.

Camila se acomodó mejor en su asiento. Comenzó a mordisquearse la uña del dedo corazón, con la misma insistencia con que lo había hecho el día antes, a la puerta del despacho del canónigo. Malévola, inquirió:

– Y aparte de tu fulgurante éxito ante Ennius, ¿cómo te sientes bajo la disciplina del Arzobispado?

– Supongo que a ti puedo decirte la verdad.

– No te doy ninguna garantía.

– Te eximo de darla. Eres una mujer y por lo que se ve aquí no hay tantas como para que-uno pueda andarse con aspavientos. La verdad, Camita, es que entiendo poco de lo que descubro, y que lo que entiendo no me inclina a celebrarlo. No lo he pasado bien: he sido amenazado, injuriado, eludido. Lo último, casi constantemente. La organización de la obra me parece irracional-y ésta es la tierra más tenebrosa en que he puesto los pies. Antes, cuando mi pasado era tan corto que no me avergonzaban ni sus fallos ni sus torceduras, soñé más de una forma de esquivar el desencanto: muchachas de dulzura infinita, países donde las noches de verano fueran todas las noches, el mar que apenas pude conocer. Nunca soñé con la obra, con este palacio, con el capataz o con Ennius. Ahora mi pasado es lo bastante largo como para que me atormente lo que he omitido y lo que ya no podré enmendar. Así que no doy gracias a Dios por estar aquí.

Camila dejó de morderse la uña. Cuando acertó a rehacerse, murmuró:

– Sólo llevas aquí quince días. Cambiarás de parecer.

– Lo dudo. Aunque para muchos eso se llame imprudencia o prejuicio, yo procuro ser leal a mi conciencia.

– ¿Y quién te asegura que eso es siempre lo mejor?

– Nadie. Pero prefiero sucumbir por defender mi conciencia antes que durar traicionándola.

Camila construyó una mueca escéptica.

– Eso es palabrería. Nadie prefiere sucumbir. Todos queremos durar, como sea, en la basura, si es preciso.

– No trato de convencerte, Camila. La fortuna suele acabar llevándonos lejos, al desierto, a donde no queremos ni somos queridos.Tal vez no lo pueda impedir, pero tampoco deseo colaborar. No aceptaré por las buenas dilapidar mi alma en proyectos que me son extraños. Si no logro realizar el mío, la decencia y la utilidad aconsejan rechazar cualquier arreglo miserable que se ofrezca a sustituirlo. Es mejor esfumarse, sin dejar ningún rastro.

Bálder estaba jugando, sin otro móvil que asombrar a Camila. Pero también se estaba asombrando a sí mismo, no sólo por el éxito de su añagaza, visible en el gesto de ella, sino porque por momentos encontraba en estos devaneos el sentido que faltaba en sus actos. La mujer, tras la perplejidad y el momento de duda, había caído ahora en una remota melancolía.

– Entonces, ¿te irás? -dijo, escrutando el techo.

– No, mientras no tenga otra oferta y siga confiando en hacer mi sillería.

– ¿Por qué no, si aborreces esto?

– No lo aborrezco. Me descorazona.

– Es suficiente para recoger tus cosas y volver a casa.

– No puedo volver.Ya nada me espera allí.

Camila quedó pensativa. Bálder entreveía confusamente lo que le pasaba por la cabeza a la mujer, y aquélla era una razón para perderle el temor. Sin embargo, Camila guardaba todavía secretos para alimentar su encanto, y Bálder estaba lejos de haberse acostumbrado a la rotundidad del cuerpo que se insinuaba bajo la tela en desorden de la camisa.

– No te comprendo, Bálder -admitió-.Te han dado lo que pediste, Ennius te ha felicitado. Nadie desdeña el favor de los canónigos.

– A mí me atrae más tu favor.

Camila volvió a mordisquearse la uña, esta vez la del pulgar, y sentenció:

– Definitivamente, o eres un inconsciente o no puedo juzgarte por mis recuerdos de otros.

– Llámame inconsciente y recuérdame cuando hayas olvidado a todos los demás.

– ¿Cuál es tu ventaja, maestro?

– No tengo ventajas. En realidad soy débil y poco animoso. Cuento con que nada me saldrá como lo planeo.

Estoy preparado para fracasar, así que no inventaré que he triunfado para sujetar los pedazos de mis ambiciones rotas. Si eso es una virtud, es la única.

– No me había tropezado antes a alguien tan impúdico.

– Tal vez esté mintiéndote.

– ¿Y si no mientes?

– Será que estoy harto de ocultarme. Aquí siempre hace mal tiempo y he peleado más de la cuenta durante estos días. Me vendría bien comprobar que alguien está de mi parte.

– Pero yo podría no estar de tu parte.

– Eso aumentará el placer, y no alteraría mucho la desesperación.

Camila se levantó y se acercó a la cama sobre la que yacía. Cogió el libro, lo tiró al suelo y se sentó junto al hombre tendido. El sintió el olor de ella, el mismo que había impregnado sus sábanas durante tres noches consecutivas después de su primer encuentro.

– Has perdido demasiado pronto el miedo -le reprochó la mujer.

– Acataré el castigo -aseveró Bálder.

– Yo no busco castigarte, ni me interesa si lo mereces. Soy injusta, porque peleo por sobrevivir.

– ¿Te hago yo falta para eso?

– Antes de decirte que sí probaremos cuánto has perdido el miedo.Ven.

Le cogió la mano y lo arrastró hacia la puerta de la habitación. Bálder se dejó llevar sin oponer resistencia. Ella le ordenó:

– Descálzate. El suelo de los pasillos está un poco más frío, pero más vale que no nos oigan pasar.

Bálder obedeció. La respiración de Camila le envolvía e infiltraba una gota de emoción en el estancamiento de su existencia como servidor del Arzobispado. No podía rechazarla.

Camila le condujo por un laberinto de corredores en el que no tardó mucho en desorientarse. En el frío, el silencio y la negrura de la noche, la mano de su guía era su único asidero, y se aferró a ella con una fe inusual, inmune a la herejía y a los epigramas de los descreídos. Una mano femenina en lo oscuro era indudable como la tierra y la promesa de la consunción, preciosa como las estrellas y la nostalgia de la vida.

No encontraron a nadie, aunque Camila se detenía en todas las esquinas. Al cabo de unos diez minutos, llegaron ante una puerta semejante a la de su alojamiento que Camila empujó sin contemplaciones.

– Entra -le urgió.

La habitación de Camila era más pequeña que la suya, pero resultaba mucho más hospitalaria. La decoración, aunque sobria, proclamaba en cada rincón la presencia de una mujer. El lecho estaba abierto.

– ¿Intranquilo? -le interrogó Camila.

– No.

– Te debo una disculpa. Ayer te dije cosas espantosas. Procuraba hacerte daño, para que tú no me lo hicieras a mí. Siempre me han herido, hasta que decidí ser yo la que hiriese.

Camila se interrumpió. Caminó hasta su cama y se sentó en el borde. Entonces continuó, retorciéndose las manos:

– Éste es un lugar despiadado. Todo lo devora la catedral: el dinero de la archidiócesis, los hombres que nacen aquí, los hombres que traen de lejos, la juventud de las mujeres. No creo que sea por descuido. Algunos nos damos cuenta, pero nadie se rebela. Todos se someten al capricho de los canónigos, se emborrachan con sus delirios, y mueren pobres y despreciables. Cuando te vi por primera vez no noté ninguna diferencia con los que se han destruido ante mis ojos. Quise usar tu inexperiencia, antes de que te la quitaran, y la usé. En condiciones normales, nada más habría buscado de ti.

– ¿Pero?

– Pero eres extranjero. Pueden pasar años antes de que venga otro. Quería asegurarme, por el gusto de sufrir, supongo. Ayer te tanteé, y me ofendió tu indiferencia. Esta noche venía a vengarme. Ahora creo que no hay nada que vengar. Estoy confundida. Me habría sido más sencillo odiarte.

Bálder oyó con delectación la confesión de Camila. Después de tantos días implacables, se le ofrecía una tregua. Aunque fuera sólo un instante, aunque luego la olvidara o ella renegase de él. Aunque ambos estuvieran fingiendo contra el hábito de ver cumplidos los malos presagios.

– Ahora ya lo sabes -resumió Camila-. Tenía algo pensado para seducirte. Por eso he debido traerte aquí. Pero de pronto no tengo ganas de actuar. Puedes hacer de mí lo que quieras. Si vienes, intentaré no fallarte.

Bálder se aproximó a la mujer sentada en la cama. Puso una mano sobre su cuello y comenzó a acariciarla. La piel de Camila era blanca y tibia, y se erizó al contacto con los dedos del hombre. El extranjero sintió el pulso de la sangre que subía por sus arterias. La desvistió reverentemente. Ella esperaba conteniendo el aliento y a él le extrañaba poseerla de aquella forma. En su cerebro perduraba una Camila distinta, la que le había tenido a su merced la primera noche, y la carne que descubría era todavía la de aquella otra mujer que le había arrastrado a despreciar la disuasión del escarmiento y del cálculo. Pero ahora, aunque acaso ella guardara el espíritu en otra parte, Bálder no padecía la afrenta de abrazarla sin conocerla, ni la pesadumbre de que todo fuese inútil.

Camila le acogió con una conmovedora tristeza. Dejó que él decidiera y la guiase, como una virgen disminuida por el miedo al dolor y la desilusión. Llegado el momento, no obstante, se entregó con coraje, ilimitadamente. Cuando Bálder se separó de ella, un par de lágrimas recorrieron el arco de sus mejillas. El extranjero las enjugó con lentitud.

– ¿Estás bien? -indagó.

– No -musitó Camila.

– Lo siento.

– ¿Que sientes? -se revolvió ella.

– Haber hecho esto. Pero me pareció que lo deseabas.

– No debes sentirlo. Lo deseaba, y también deseo que dentro de un año no seas otro fantasma en mi memoria. Querría poder encontrarte entonces. Querría poder creer que será así.

– Pero no lo crees.

– ¿Acaso lo crees tú?

– No sé qué habrá ocurrido de aquí a un año. Mientras pueda gobernar los acontecimientos, me encontrarás.

Camila sonrió, pero Bálder advirtió que estaba conteniendo un sollozo.

– Es pronto para estar seguro de eso -dijo-. Has superado una prueba que no vi superar antes a nadie. Pero hay otras.

– ¿De qué estás hablando?

– No serviría de nada avisarte.

– ¿No quieres ayudarme?

– Cada prueba sucede cuando tiene que suceder. No lucharé por anticiparlas. Si te hacen cambiar, sólo me quedará olvidarte. Para qué darse prisa.

– Veo que no te fias de mí.

– No, no me fio. Me asustas, porque me importa lo que sea de ti, y no debería importarme. Mi corazón sabe que me traicionarás.

Bálder ansió tener el valor de jurarle que estaba equivocada. Lo ansió como hacía años que no ansiaba seguir en pie o sacar criaturas de la madera, porque Camila era el único ser que había asumido la responsabilidad de darle cobijo y aquello era lo mínimo que le debía. Pero mientras ella leía el futuro en el cielo raso apenas iluminado por la lámpara, el extranjero calló, y después de un minuto, indigno del compromiso que la mujer le ofrecía, se rebajó a apresurar un silogismo que no podía auxiliarla:

– Ahora tú eres mi único vínculo con el mundo. Tendría que estar loco para traicionarte.

La mujer asintió, desbordando al cerrarlos sus ojos empapados. Lamentó haber cedido a la tentación de abrirsu puerta a Bálder. Ahora temía adivinar por qué aquel hombre resistía a la fiebre de la obra y a las lisonjas de los canónigos: de momento, estaba demasiado atareado en alimentar su propio espejismo.

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