Capítulo 12 PÓLUX

Bálder apuraba su tercer vaso de un alcohol apenas rebajado con agua, en el que manos incapaces o pérfidas habían macerado frutos de repugnante sabor. Estaba solo, lejos de cualquier luz, dejando dócilmente que a la oscuridad de la sala se fuera superponiendo la de su mente, espesándose, esperaba, hasta que no pudiese ver nada y la conciencia huyera de él. Pero por el momento veía, y sabía dónde estaba. La fiesta de aquella noche, si merecía ese nombre, estaba muy concurrida. No había fallado nadie, entre todos los nadies que solían acudir a aquellos acontecimientos. Horacio iba y venía, repartiendo sus gracias en cada uno de los corros y espiando a hurtadillas la presencia de Bálder en su rincón. Los artistas que le eran afines también estaban por allí, incluidos los que gozaban del supremo privilegio de ser invitados a las reuniones de Náusica. Estos últimos se movían entre los habitantes de la catacumba con la arrogancia que se les echaba a faltar cuando les rodeaban las sotanas de color púrpura. Si eran desdeñados por las mujeres recónditas que estaban reservadas al solaz de los altos canónigos, a las hetairas del subterráneo las trataban, en desquite, con displicencia de príncipes. Entre las mujeres, distinguió el grupo de Octavia, siempre secundada por su estridente escudera. Desmadejadas en los brazos de un par de funcionarios localizó a la morena del vestido verde a la que Horacio le había confiado la primera noche y a la rubia que solía acompañar a Alio. Pero Alio no estaba, y tampoco Leda, que gratuitamente, acaso por aplicación de algún decreto de los que Livius hacía firmar al Arzobispo por las noches, había debido seguir la suerte de Ennius. La música sonaba con la desgana de siempre y el extranjero volvió a preguntarse, y podía ser la décima vez desde que se había sentado en el rincón oscuro, qué era lo que había ido a hacer allí.

Aunque quizá la pregunta debía formularse al revés: por qué había de negarse a acudir a la celebración. Hasta el extremo en que le era posible, se había hecho semejante a todos ellos: a los artistas que alentaban proyectos inútiles en el recinto del templo, a los funcionarios que hacían circular el papeleo anodino del Arzobispado, a las mujeres que ocupaban el día en auxiliar al funcionamiento de la farsa y la noche en tentar los instintos polvorientos de sus compañeros varones. Bálder había aceptado un grado de anulación equiparable, sometido a los vaivenes de la obra. Sólo había una pequeña mácula que le distinguía del resto: lo que en los otros era acaso fatalidad, en él era elección. No sólo podía deshacerse, si le apetecía, de todas las rutinas que acataba sin protesta, desde el horario de la obra hasta aquella misma reunión nocturna. En alguna parte de las plantas superiores del palacio le aguardaba la posibilidad de separarse para siempre de todos ellos. En este punto, comprendió que necesitaba otro vaso.

Tras obtener del hombre que atendía el dispensario de bebidas su vaso y pagarlo, regresó a la mesa. De nuevo en su escondrijo, inició un imprudente merodeo alrededor del problema que le atormentaba. ¿Por qué había desistido? Durante un tiempo, después de que Camila desapareciera y Núbila diera su vida por él, había trabajado por recuperar su sustancia interior contra la erosión de la catedral. Ahora sólo arrancaba de la madera fragmentos de la sillería, de acuerdo con el proyecto aprobado por el extinto Ennius, y hasta se rebajaba a encomendar a sus hombres, reconstruyendo de paso la ilusión de normalidad de Níccolo, que abordaran con su poco arte tal o cual parte de ese mismo proyecto. Ebrio, Bálder rozó la respuesta que rehuía mientras estaba sereno: no quería volver a su interior por el miedo de darse, como entonces, de bruces con la presencia triunfante de Náusica.Ya no tenía fe en que la sustancia interior no hubiera sido contaminada, y antes que verse obligado a reconocerlo, prefería, humillado y quieto como las figuras que tallaba, ser lo mismo que aquella gente: un fantasma, una sombra, nadie.

Para detener el curso de estos pensamientos, se echó al estómago, de un solo trago, todo lo que quedaba en el vaso. Durante unos instantes aguantó el fuego que le arrasó las tripas, y después luchó por contener el vómito. Cuando hubo vencido la última arcada, su cabeza comenzó a dar vueltas. Cerró los ojos para abandonarse mejor. Se iba suavemente, como una barca en el agua. De pronto ya no había nada, sólo un calor que se expandía por sus venas y una ingravidez que hurtaba toda sensación de sus miembros. Sonriendo, abrió los ojos.

Recorrió la sala. Horacio estaba ahora en el grupo de Octavia y era unánimemente celebrado por las mujeres. La propia Octavia no se mostraba tan lejana como otras noches, y aun sin la delectación de las demás parecía gustar de las bufonadas del escultor. Bálder tanteó su equilibrio. No era tan malo como habría podido preverse. Apartó a alguien que le obstruía el camino y se fue derecho hacia donde estaba Horacio. Al llegar junto al grupo, se acercó una silla y se sentó frente al escultor, dejando a Octavia a su lado. Horacio le había estado mirando de hito en hito mientras iba hacia allí. Cuando Bálder se sentó enfrente de él, interrumpió su representación.

– ¿Molesto? -se interesó el extranjero.

Horacio dudó antes de defenderse:

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Te has callado. ¿Por qué no sigues? Se te veía muy divertido.

Antes de que Horacio pudiera responder, Octavia se dirigió al tallista:

– ¿Por qué buscas tú nuestra compañía, maestro? ¿No viene Camila esta noche?

– Está indispuesta -lamentó brumosamente Bálder.

– Y lo estará por mucho tiempo, ¿verdad? -aventuró Octavia, con rencor.

– Por demasiado tiempo -asintió el extranjero-. Pero no hay que ocuparse de ella. Esto es una fiesta y aquí estabais pasando un rato entretenido. Si no os estorbo, que continúe.

– No hemos dicho que no nos estorbases -atacó Octavia.

– No hablo contigo, sino con Horacio. Él estaba contando la historia.

Horacio observaba a uno y a otra y sostenía alternativamente las miradas de ambos sin atreverse a intervenir. Octavia insistió:

– ¿Por qué no te vas, maestro? Nos estás estropeando la fiesta.

– Horacio -dijo el extranjero, soslayando a Octavia-. Si no vas a seguir con lo que estabas contando, no sé qué pintas entre nosotros. Octavia opina que yo debo irme, pero yo opino que eres tú quien tiene que esfumarse. ¿Qué opinas tú?

Un denso silencio sucedió a la interrogación de Bálder. Horacio tartamudeó:

– ¿Me estás echando?

– Por favor.

– ¿Por qué? -se quejó el escultor.

– Porque puedo hacerlo -se jactó Bálder, y con la desconsideración de su borrachera, añadió-: Eso y cosas mucho peores. Mis poderes son infinitos y tú eres un gusano demasiado minúsculo. ¿Está claro? Vete. Ahora.

Horacio, blanco como la cera, se levantó y se fue. Bálder se quedó observando su espalda mientras el otro se escurría hasta la salida. Junto a él todo estaba inmóvil. Octavia fue la única que se atrevió a hablar:

– ¿Y eso qué ha sido?

– Nada, Octavia, absolutamente nada -juzgó Bálder-. En cuanto a las demás, Octavia y yo tampoco os necesitamos, así que podéis ir desapareciendo de aquí. Muchas gracias.

Las otras mujeres se apresuraron a retirarse. Bálder y Octavia se quedaron solos. Ella quebró nuevamente el silencio:

– ¿Se supone que debo tenerte miedo yo también? Bálder tardó un segundo en girar hacia la mujer la cabeza, y con ella la nube en que flotaba. Esforzándose por que no se le trabase la lengua, explicó:

– No, tú no. Es más, no he venido hasta aquí para despachar a Horacio, como quizá se te haya ocurrido. Me repele cruzar una sola palabra con él. He venido por ti, y he venido por ti porque tú no tienes miedo. Ni a mí ni a lo que es peor que yo. Sigues siendo la más bella, Octavia.

Lo dijo porque acababa de reparar en la depravada estampa que ofrecía la mujer. Sus labios pintados de acero brillaban sobre el escote de su corpiño. Bajo su larga falda de seda, sus piernas incitaban más que si estuvieran desnudas.

– Creí que lo dudabas -le desafió ella.

– Ni por un momento.

– ¿Ni cuando Camila?

– Entonces menos que nunca.

– ¿Por qué me rechazaste, entonces?

– Quería a Camila -recordó Bálder, notando por un momento que los músculos de su cuello tenían dificultades para sujetarle el cráneo.

– ¿A mí no me quieres?

– ¿Me querrías tú a mí?

– Yo no quiero a nadie -aclaró Octavia.

– Pues igual.

Octavia se estiró sobre su diván y preguntó:

– ¿Has venido a buscarme?

– Claro. Por eso me he librado de todos los que se interponían.

– Ahora yo podría rechazarte.

– Ésa es la segunda razón por la que he venido.

¿Y si lo hago?

– No vas a hacerlo.

La mujer apartó la vista.

– Me hiciste daño -le recriminó-. Me despreciaste y te reíste, delante de todos.

– Precisamente por eso no vas a rechazarme. Si quieres una revancha, saldaremos nuestras cuentas.Ya sabes cómo. Octavia no pudo disimular un súbito interés.

– ¿Es ésa tu tercera razón para venir? -ronroneó.

– No. Mi tercera razón no la sabrás nunca. Quizá nunca la entienda yo mismo. ¿Importa?

– No. A propósito. ¿Por qué te teme tanto Horacio?

– Por lo que dije antes. Porque él es un gusano y porque mis poderes son infinitos.

– Estás borracho.

– Por supuesto. ¿Y tú?

– Yo siempre estoy borracha, si hace falta.

Aquella noche, en la celda de Octavia, Bálder se precipitó al desorden de todos sus sentidos. La loca le hirió a conciencia y él no sintió apenas dolor. La acarició, la besó, la mordió hasta sacarle sangre, y apenas sintió placer. Navegó sin rumbo por un océano en el que los largos brazos blancos de Octavia trataban de ahogarlo mientras sus piernas le apresaban y le atraían hacia el fondo. Envuelto en el aroma de aquel cuerpo terrible, lo recorrió de una punta a otra, clavando los dedos como si quisiera reventarla. Saboreó su aliento, su piel, su saliva, sus lágrimas. Y en el paroxismo de la lucha, el alarido de la mujer le ensordeció. Después se separó de ella y la contempló, interminable, sudada, fibrosa como el muslo de un tigre.

Jadeante, Octavia sollozó:

– Me duele hasta morir. Júrame que volverás siempre que te llame, maestro.

A Bálder le vino una náusea. Quiso impedirlo, pero esta vez fue más fuerte que él. Apenas tuvo tiempo de correr al retrete. Devolvió hasta que los músculos del estómago no pudieron seguir empujando.Tambaleándose, regresó a donde estaba Octavia. Seguía tumbada, desnuda, aguardando una respuesta. El extranjero recogió del suelo sus ropas.

– No volveré nunca -dijo, sacudiendo la cabeza-. Perdóname, Octavia. No soy dueño de lo que ocurre.

– ¿Es ésa tu mejor excusa? -le increpó la mujer, conteniendo la ira.

– Sí.

– Vete y muérete, entonces.

– Que los dioses te den satisfacción -deseó mansamente Bálder.

– Aquí sólo hay un Dios. ¿Todavía no te has enterado? gritó Octavia.

La mujer no volvió a mirarle. Apuntó los ojos al techo y empezó a tararear una canción. La cantaba a golpes, desafinando. Bálder salió al pasillo, con la ropa abrazada contra su pecho. Cerró la puerta y apoyó contra ella la espalda. Estuvo oyendo a Octavia durante el tiempo que la mujer tardó en cansarse o dormirse. Luego dejó caer la ropa y vagó aterido por corredores y escaleras. Cuando al fin dio con su celda, se metió en la cama, temblando. Antes de dormirse, comprendió que aquella noche había consumado un crimen demasiado sucio. Estaba triste, descorazonado, y todavía revuelto. Pero no arrepentido.

El día siguiente, a la hora del almuerzo, se acercó a la mesa de Aulo. Cuando el capataz le vio de pie ante él, detuvo la cuchara llena de sopa en el aire, a medio camino entre su boca y el cuenco. Suspiró.A continuación engulló con energía el contenido de la cuchara y la sumergió de nuevo en la sopa.

– ¿Qué te trae por aquí? -se extrañó Aulo-. Creía que no te mezclabas con el resto.

– No con el resto. ¿Puedo sentarme contigo? Aulo se rió, sin ganas.

– Como al principio. El polluelo bajo el ala de la gallina. Pero tú ya no necesitas protección.Y si la necesitas, la mía no sirve.

– No pido protección. Pido hablar con alguien.

– ¿Y por qué yo?

– Creo que eres el único a quien respeto.

El capataz dejó caer la cuchara.

– Ésta es buena.Yo creo que no me reconforta semejante distinción. Come en otro sitio, maestro. No me compliques la vida.

– Voy a sentarme.

– Si de veras me respetas no lo harás -repitió Aulo. Te respeto -aseguró Bálder, sentándose.

El capataz le observó fijamente.

– ¿No te parece innoble aprovecharte así?

– ¿Cómo?

– Sabes que en circunstancias normales, ahora sería yo quien se levantaría.Y sabes que en estas circunstancias no puedo levantarme.

– ¿Por qué?

Aulo le midió con odio. Cautelosamente, relató:

– Hasta ahora, para que a mi mujer no le faltara techo ni a mis hijos pan, bastaba con que mantuviera a raya a esta manada de holgazanes. Pero desde hace algún tiempo, se me ha impuesto otro deber: cerciorarme de que el maestro tallista obtenga todo lo que le plazca. Absolutamente todo. Como si me pide que ponga a su disposición a todos los hombres que tengo para que pueda divertirse tirándolos desde las torres. Ésa fue la frase, literal. La pronunció un canónigo que nunca antes me había dirigido la palabra.Te confesaré un secreto, Bálder. Casi me meo de miedo antes de entrar en su despacho. Es verdad que en el pasado he recibido alguna orden similar respecto a algún que otro artista, y que tarde o temprano la orden fue revocada y el artista corrió una suerte que no le envidié. Pero nunca se molestó en comunicármelo un canónigo de tan alto rango y nunca fue tan incondicional.Y sobre todo, nunca se trató de alguien que se hubiera reído de la obra a plena luz del día.Yo no tengo demasiada información, maestro. Actúo por olfato.Y mi olfato me dice que en ti algo apesta a desgracia.

Bálder asimiló despacio el enconado discurso de Aulo. El capataz sorbía su sopa rápidamente, sin perderle ojo.

– ¿Sugieres que debería irme por donde he venido? -interpretó el extranjero.

Aulo se tomó un segundo antes de contestar.

– Sería lo único decente.

– No soy un hombre decente.

– De eso ya me di cuenta hace mucho tiempo.

– No -corrigió Bálder-. Lo fui hasta hace poco. Pero ahora no lo soy. ¿Deseas que te cuente por qué y cómo he dejado de ser decente?

– De eso deseo saber lo menos posible. Dudo que vaya a servirme para nada en ninguna situación en que pueda llegar a encontrarme.

– Es una lástima. A ninguno de los que andan por aquí se lo contaría.Y tú, el único a quien doy la oportunidad, la desaprovechas.

El capataz la emprendió con el segundo plato.

– Desaprovecho con gusto -se ratificó, con la boca llena-. Y voy a darme prisa. Con un poco de fortuna, lograré terminar la comida y me levantaré con mi bandeja antes de que hayas hablado más de lo que me conviene escuchar.

– Puedo pedirte que me acompañes después de que hayas terminado discurrió Bálder, con malicia.

Aulo dejó el cubierto sobre el plato y se pasó por la boca su pulcra manga azul. Se echó hacia atrás en su silla.

– Creo que estás en un error, hijo de perra -dijo lentamente-. Confundes lo que he de hacer para mantener a mi familia con lo que estoy dispuesto a aceptar como hombre. Nunca he puesto una mano sobre alguien a mi cargo, pero te juro que si vuelves a amenazarme te parto el alma. Aquí mismo, delante de todos. Cuando vengan a exigirme cuentas inventaré algo, y si no les convence y prefieren prescindir de lo que he hecho durante años por esta maldita obra, sea en buena hora. Llueva sobre mi mujer y muéranse de hambre mis hijos. Hay un límite, y si te obligan a traspasarlo te quedas solo y dejan de valer todas las reglas.

Bálder alzó las manos.

– Sólo estaba bromeando -aseveró-. Eres demasiado orgulloso, capataz. Un bicho raro, en un mundo en el que todos están atentos a doblarse cuando lo manda la voz. ¿Cómo te las arreglas para sobrevivir?

Aulo volvió a su plato.

– Principalmente, no intimando nunca con alguien como tú -repuso, entre dos bocados-. Ni como tú ni como Horacio, por ejemplo.Tampoco hago creer a ningún canónigo que vamos a ser amigos.A la gente como tú le doy lo que me ordenan que les dé, a la gente como Horacio la esquivo y a los canónigos les hago saber que obedeceré siempre, a este lado del límite, pero que nunca podrán utilizarme como predicador.Yo no convenzo a nadie. Hasta ahora todos lo han comprendido y me han dejado hacer. Si no me gustas no es porque seas un malnacido, sino porque temo que puedas fastidiarme este arreglo que me permite vivir. No es nada personal, maestro.

Bálder apretó los labios en señal de comprensión. Luego comenzó a tomar su sopa. Se había enfriado y tenía un sabor repulsivo, como si la hubieran hecho con algo en mal estado. La engulló enseguida, pendiente de Aulo, que terminaba ya su plato y se preparaba para marcharse.

– No te vayas todavía -le rogó.

– Creo haber sido bastante explícito, antes -replicó Aulo, furioso.

– Te lo estoy pidiendo por favor.

– ¿Y qué? No puedo hacer nada por ti, ni querría si pudiera.

Bálder hurgó con el tenedor en el segundo plato. No prometía más que la sopa. Mientras apartaba un trozo de carne reseca, divagó:

– Tengo una teoría sobre la obra, capataz. Nada de lo que hay, ninguno de los que la sirven, existe realmente. Todo es una alucinación que sufro desde hace meses y de la que no puedo salir. ¿Qué te parece?

– Fascinante, sobre todo si me incluye -se zafó Aulo.

– No. Puede que sea sólo la desesperación, pero sospecho que aquí tú eres el único que tiene los pies sobre la tierra.

– Entonces debo deducir que existo. Un honor, viniendo de ti el reconocimiento.

– No estoy seguro acerca de ti. No sé si estás por encima o por debajo de todo esto. No te he visto cometer equivocaciones. Nunca he oído de tus labios las bobadas que escucho de otros. Siempre te reservas. ¿Estás al margen o eres el que mantienen con la cabeza despejada para que vigile a los demás?

El capataz recogió sus cosas.

– No te tortures -le tranquilizó-. Seguramente soy un espectro, como los otros.

– Tú y yo podríamos entendernos -propuso Bálder. Aulo soltó una carcajada.

– Claro, seríamos camaradas y conspiraríamos. ¿Para conseguir qué, maestro? ¿Por qué desperdicias tu tiempo? Lo que tú buscas está en otra parte.

– ¿Qué sabes tú de eso?

– Oh, nada, naturalmente. Sólo sé que no se te ha perdido nada aquí abajo.Y que yo tampoco voy a ganar nada dándote conversación. Si me disculpas, tengo que hacer.Y te estaría eternamente agradecido si te abstuvieras de volver a sentarte a mi mesa.

– Desde luego. Aunque es una pena -se resignó el extranjero.

– Es el precio. No te conozco lo bastante y no voy a hacer por conocerte a estas alturas, pero es probable que con un poco menos de prisa y un poco más de humildad hubieras podido ser uno más de todos estos inexistentes. En ese caso, no me importaría que cruzáramos cuatro palabras de vez en cuando. El hecho es que te has vuelto demasiado singular, tanto que tendrás que hacerte a la idea de vivir sin compañía.

Ahuecando la voz, agregó el capataz:

– Por lo demás, sigo a tus órdenes para lo que quieras.

– No quiero nada. Sólo me gustaría poder acortar el camino -se sinceró Bálder-. Estoy cansado.

Aulo echó a andar. Antes de alejarse, se volvió hacia el extranjero. Quedamente, sugirió:

– Si lo que te preocupa es eso, puede que haya algún remedio. Te aconsejo que hables con Pólux.

– ¿Con Pólux? No me dirige la palabra.

– Tú creaste ese problema. Resuélvelo.

Bálder examinó el semblante repentinamente iluminado del capataz.

– ¿Por qué? -interrogó.

– Qué.

– El consejo.

– Yo tampoco quiero que esta situación se prolongue indefinidamente. Pólux fue singular, como tú. Tardó un par de meses en dejar de serlo y encerrarse en el barracón con su botella. Si hay un ejemplo que puedo darte, ése es Pólux. Vivió y gastó su privilegio sin perjudicar a nadie. Incluso salvó bastante, en comparación con otros. Si estás a tiempo de aprender, sólo Pólux puede enseñarte.Te lo dije una vez: no creo que seas un canalla, ni que merezcas todo lo que pueda sucederte. Pero eres peligroso. Ve a ver a Pólux, por el bien de todos.

Bálder quedó meditabundo.

– Hasta luego, maestro -se despidió Aulo.

– Gracias.

– Yo no he hecho nada, no te he aconsejado nada. Re cuérdalo.

– Lo recordaré.

Consumido el almuerzo, Bálder regresó al coro. El clima que allí reinaba, al calor del mediodía, era acogedor, en términos generales. Por lo que se refería a Sexto y Paulo, el primero se afanaba y el segundo fingía afanarse, los dos con la misma paz de espíritu. Desde que Bálder se comportaba como uno más de los artistas, es decir, llevando adelante la sillería sin coraje ni esperanza, Paulo había atemperado drásticamente su fobia hacia él. Quizá el operario compensaba en su memoria el recuerdo desfavorable de la eliminación de Casio con el otro, para él gratificante, del escarmiento del industrioso Alio. El elemento discordante lo constituía si acaso Níccolo, a quien el paso del tiempo, y la paulatina sumisión del maestro al régimen establecido, no aliviaban por completo de los temores que habían hecho surgir en él las anomalías anteriores. Bálder había reducido al mínimo el contacto con sus hombres, y ni siquiera los saludaba al entrar. Las instrucciones las daba a través de Níccolo, con una frecuencia tan baja que le excusaba de hablar con él la mayoría de los días. Bajo la lona, aquel día como tantos otros, todo invitaba a la siesta.

A primera hora de la tarde salió del coro y caminó hasta el exterior del recinto. En el barracón de trabajo, casi al inicio del verano, todavía había bastante luz. Cuando Bálder entró allí, Pólux estaba sentado ante su tablero, con los ojos cerrados. En los párpados le daba la claridad de un rayo de sol. Su mano sostenía un vaso de vino carmesí. El ruido que hizo el extranjero le sacó de su pequeño éxtasis. Primero le miró con asombro, después con desagrado. Sin pronunciar palabra, se llevó el vaso a los labios y bebió aproximadamente la mitad.

– Perdona si interrumpo -dijo Bálder.

Pólux abatió otra vez los párpados y declaró gravemente:

– Me interrumpes.Y no te perdono.

– Me hago cargo.Aunque podrías reconsiderarlo. Ocurrió hace meses.Yo acababa de llegar. Me puse nervioso. No supe lo que hacía.

– ¿Y ahora sí lo sabes? -dudó Pólux, sin abrir los ojos.

– He visto cosas, desde entonces.

El estucador volvió a llevarse el vaso a los labios. Seguía plácidamente expuesto al sol vespertino, sin ninguna expresión en el rostro. Tras enviar el sorbo de vino rumbo a su hígado, preguntó:

– ¿Y te ha gustado eso que has visto?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no encaja con mi temperamento.

– ¿Tu temperamento? ¿Resulta acaso lo que has visto demasiado irregular?

– No es el adjetivo que elegiría.

– ¿Cuál elegirías? Habla sin miedo, sólo soy un alcohólico.

– No tengo miedo de hablar, aunque fueras Gracchus.

Pólux abrió los ojos y volvió poco a poco la cabeza hacia Bálder, que se había sentado junto a una mesa de trabajo, a diez pasos de donde el otro se hallaba.

– Ya me contaron lo de Gracchus -dijo el estucador-. No esperes que yo te admire por eso. ¿Qué adjetivo elegirías?

Bálder no tardó en escoger:

– Inicuo.

– Dios santo, inicuo -exclamó Pólux, con un silbido-. El extranjero ha progresado con el idioma. Va a resultar que no es tan botarate como parecía cuando llegó. Tampoco es mi primera lengua, pero diría que has afinado mucho -aprobó, ensimismado, y añadió-: Así que te has vuelto díscolo. Incluso habrás perdido la prisa por terminar el reposaculos de los canónigos. ¿Es por eso por lo que crees que ahora me vas a caer mejor?

– No lo creo.

– Haces bien. No me caes mejor por eso, sino porque husmeo que te falta esa seguridad de asno con que viniste. ¿Sigues sin beber durante el horario laboral?

– Me es indiferente. No hago nada que merezca la pena. No tengo motivos para cuidarme el pulso.

– Sírvete un vaso, entonces. Este vino es malo, como todo, pero cumple. Algo debe quedar claro, maestro, ya que te invito a que bebas de mi botella. Sigo sin perdonarte. Un día me golpeaste sin motivo, y si pudiera, te devolvería el golpe. No te acostumbres a venir por aquí.

Bálder fue hasta donde estaba la botella y se sirvió un vaso. Esta vez se sentó más cerca de Pólux.

No voy a convertirlo en una costumbre -dijo, tras tomar el primer trago-.Tampoco he venido para pedirte perdón. Hoy no te golpearía, pero entonces lo hice y antes de lamentarlo disfruté. Eso no puedo cambiarlo.

– Si no lo veo no lo creo. Deberías beber más, Fálder, te ordena la cabeza. ¿A qué has venido, entonces?

– A hablar de Náusica.

El estucador quedó en silencio, pero no se alteró.Vació su vaso y pidió a Bálder:

– Alcánzame la botella.

El extranjero hizo lo que le pedía y Pólux llenó su vaso hasta el borde. Mojó en él los labios para rebajar un poco el nivel y paladeó la bebida.

– ¿Qué te hace pensar que yo quiero hablar de Náusica? -inquirió.

– Supongo que no quieres.

– Entonces podrías ahorrarme la molestia.

– Necesito orientarme.

– ¿Para qué? ¿Para volver a dormir a pierna suelta? Olvídalo, maestro.

– Me da igual dormir o no. Quiero acabar.

– Sube a una torre, no hace falta que llegues hasta arriba. Desde la altura de las columnas bastará, sobre todo si caes de cabeza.

– No quiero acabar así.

– Llamas a la puerta equivocada. Sube a ver a Náusica. Ella sabe cómo acabarlo de otra forma.

– Tampoco quiero que sea como ella me ofrece.

– ¿Cómo lo quieres, Fálder? ¿Sin que duela? Lo siento, no soy mago.

– Tú lo acabaste de otra manera.

Pólux le contempló con lástima. Bebió un sorbo de vino, y después otro.

– Eres un imbécil -estimó, sin énfasis-. Lo acabó ella. ¿Y te parece glorioso estar aquí, mientras todos se ríen a tu espalda? ¿Quieres ser como Pólux, el borracho, a quien el último mierda que llega puede derribar impunemente entre el jolgorio general?

– No. Cada uno tiene su propio camino. Quiero dar con el mío.

El estucador sonrió sombríamente.

No has comprendido nada.Te avisé entonces, cuando nadie imaginaba qué sería de ti.Yo sí lo imaginé, y te previne contra el orgullo. No eres mejor que los otros, sólo tenías lo que hacía falta para llamar su atención. Pude verlo antes que nadie porque sólo tenía que hacer un pequeño esfuerzo: recordar cómo era yo cuando llegué. No te odié sólo por ti; te odié, sobre todo, por mí. Luego te vi con Horacio, y adiviné que enseguida estarías delante de ella. Lo grande es que a estas alturas sigas en el limbo. Mírame y tiembla, maestro. Esto es lo mejor que puede pasarte, y no depende de ti, ni yo ni nadie podemos ayudarte a evitarlo.

– Mi historia no tiene por qué repetir la tuya -rechazó Bálder.

– ¿Por qué? ¿Porque tú eres extranjero? Yo también era extranjero, Fálder.Y no estoy diciendo que vayas a repetirla. Digo que te pasará lo que a ella le dé la gana. ¿Captas la diferencia?

– La capto, Pólux. A eso me refería. Quiero ser yo el que decida.

– Sube a la torre, entonces. Pero ni siquiera así podrás estar seguro de que lo estás decidiendo. Antes de saltar, atravesará por tu mente la duda. ¿No te habrá acorralado ella hasta allí? Y cuando tu cara de listo se deshaga contra el suelo, estarás convencido.

– No debí venir aquí esta tarde.

– No si quieres seguir viviendo en la inopia. También te dije que no metieras a nadie, que aguantaras solo. ¿Te alegras de no haber seguido mi sugerencia? Núbila era un hombre inocente, casi feliz, el único que había aquí dentro. Ahora se pudre bajo una lápida.

– Traté de impedirlo.

– Si es así como te consuelas.

Bálder bebió más vino. El sol bajaba despacio, inundando el barracón aun a través de las ventanas mugrientas.

– No me consuelo, pero tampoco voy a atormentarme. Hice lo que pude y no bastó. La vida es eso, casi todo el tiempo.

– Eres duro. Náusica debe de estar encantada. Al fin alguien semejante a ella. Dudo que te sirva para salvarte, en cualquier caso. Te largará lo mismo, cuando empiecen a aburrirle tus caricias y lo demás.

Bálder detectó la fisura en la coraza escéptica de aquel hombre. Sin apiadarse, hundió allí su aguja:

– Nunca la he tocado, Pólux.

Su interlocutor quedó anulado.

– ¿Qué?

– A Náusica. Ni una vez siquiera.

– Tratas de engañarme.

– ¿Qué ganaría con eso? Es la pura verdad. Apartó su ropa y miré su cuerpo, no lo discuto. Pero no la toqué. Ni entonces ni la otra vez que tuve ocasión, una noche, en lo alto de una de las torres. Puse su manto sobre sus hombros y me fui. ¿Tú sí la tocaste?

Pólux apuró su vaso y se sirvió otro, del que tomó inmediatamente la mitad. Estuvo callado durante un buen rato. Al fin, reconoció:

– Por supuesto que la toqué. Quién habría podido resistirlo, después de las mujeres de los subterráneos, después de verla maltratar a los canónigos. Me invitó, con la dulzura que no tenía para nadie. Me prometió todo: sería el dueño y los demás, todos, estarían a mi servicio.Y yo, hundiéndome para siempre, la toqué. No ambicionaba nada, nunca me valí del poder que ella me dio para dominar a nadie. Sólo quería que nadie me dominara a mí. Así fue como me hice esclavo, su esclavo. Mientras tuvo lo que quería, no me pesaron las cadenas. Todos me respetaban, hacía lo que me apetecía, cuando me apetecía y como me apetecía. Incluso obtuve mejoras en las condiciones de trabajo en la obra. Sin proponérmelo, reiné sobre los demás artistas. Gracias a Náusica, intimidaba a los canónigos, y sus altivas concubinas se cuidaban de darme el trato que daban a los otros.

El estucador tomó otro trago.

– Pero cuando a ella se le pasó el antojo -prosiguió-, todo voló. Tuve que suplicar para poder terminar aquí, arrinconado y miserable. Tuve que arrancarle su clemencia, ¿te das cuenta, maestro? Entonces, todos, aunque a ninguno hice mal, que yo recuerde, se rieron a mi costa. Subí un par de veces a la torre, en busca de dignidad. Sólo encontré el camino de vuelta hasta esta botella que me mantiene en pie. ¿Para qué? Para que llegue cada año el verano y me dé el sol en la cara, como esta tarde. Para ver la luna en primavera. Para ser una basura, pero viva. Maldita sea, nunca había confesado esto a nadie. ¿Por qué a ti?

Pólux le miraba como si hubiera olvidado dónde y con quién estaba.

– He dicho que no la toqué, nada más -le socorrió Bálder.

– Ah, sí. ¿Cómo pudiste?

– Cómo no pude, más bien.

– No te entiendo.

– Para tocarla habría tenido que traicionar todo lo que tiene algún valor para mí. O tenía.

– ¿Y qué?

– No pude. Eso es todo.

– Estás atontado, Bálder. Ésa es la razón. Cualquiera de los que sirven al Arzobispo traicionaría a su madre por ella, si fuera necesario.

– Mi madre está muerta.

– ¿Cuál es tu escudo, entonces?

Bálder no deseaba repetir a Pólux lo que ya le había contado a Camila, a Núbila, a Ennius, a Livius y a la misma Náusica. Improvisó para él un resumen distinto:

– Precisamente eso, mi madre muerta. Murió cuando yo era un muchacho. Por casualidad, pasé junto a la habitación donde la estaban amortajando. Me asomé. Todavía no la habían vestido. La habían dejado tendida, desnuda, sobre una larga mesa de mármol. Era alta, como Náusica, y la enfermedad la había dejado esquelética. Cuando la hija del Arzobispo apartó sus ropas, tuve la sensación de que el instante se repetía. Pensé que si la tocaba borraría el recuerdo de mi madre y lo sustituiría para siempre por ella, por Náusica. Tal vez cualquiera de los otros traicionaría a su madre, como aseguras.Yo no pude.

Pólux dibujó una tenue sonrisa.

– Ya veo. Todo es un cuento.

– Todo es cierto. Si no lo comprendes es otra cuestión. Hay quien no tiene nada de lo que renegar y quien carece de escrúpulos si la contrapartida es suficiente. Creo que obré por escrúpulo, pero si te resulta increíble, pon que la contrapartida no era suficiente.

Pólux frunció el ceño.

– Si todo esto no es un embuste, me he dado demasiada prisa en formarme una idea acerca de ti.

Bálder vació su vaso y se sirvió más vino. Invitó al otro, que le tendió el vaso como un autómata. Mientras escanciaba, el extranjero ofreció:

– Tómate el tiempo que quieras. Aún quedan un par de horas de sol.

Pólux bebió tres o cuatro sorbos seguidos. Deshaciéndose del tono condescendiente que había empleado hasta entonces, apostó:

– Si no la has tocado, es que estás enfermo o que no te gustan las mujeres.

– He tocado a otras, demasiadas -objetó Bálder.

– ¿Es posible que seas inmune? -se cuestionó Pólux, como si no le hubiera oído.

– No lo soy. Náusica me atrae. Sueño con ella.

– ¿Sueñas con ella? -regresó el otro.

– Sí.Y he llegado a tallarla.

Pólux pareció regocijarse con la última revelación del extranjero.

– Entonces no eres inmune.

– Quemé la talla, a los pies de la torre, mientras ella estaba arriba.

– Eso no importa. Yo quemé todos los retratos que hice de ella. Y luego los repetí, uno por uno. ¿Quieres verlos?

Antes de que Bálder dijera nada, el estucador se fue hacia un estante y cogió una carpeta grande. Sus dedos se enredaron mientras desanudaban las tapas, las manos le temblaban cuando descubrió la imagen de Náusica. El primer dibujo era un busto. La mirada de la muchacha se perdía en el vacío, la nariz recta bajaba hasta casi tocar los gruesos labios, entreabiertos, dejando ver los dientes. Fue pasando las láminas. Náusica de pie, con la cabeza baja; Náusica de espaldas y de frente, Náusica tendida; Náusica abrazada a sí misma, Náusica de perfil, Náusica inclinada, cubriéndose los pechos con sus manos afiladas como puñales. Había al menos veinte dibujos, todos realizados con la prodigiosa exactitud de la plumilla de Pólux, y en todos Náusica aparecía desprovista de otra vestidura que no fuera su piel, el blanco del papel entre los trazos devotos del artista.

– Eres un magnífico dibujante -apreció Bálder.

– Soy un magnífico desgraciado -rectificó Pólux-. Yo también sueño con ella. Cada noche que no consigo emborracharme lo suficiente. La recuerdo milímetro a milímetro, como si todavía la tuviera entre mis brazos. Por lo que tú desprecias, yo daría el alma, aunque sólo se me brindara una vez. Ahora ya has visto lo que soy. Qué puedo hacer por ti.

– No lo sé. Alguien me aconsejó que viniera a verte. Alguien que no se ríe nunca de ti y que desearía librarse de mí. Hace tiempo que dejo que los días vayan pasando sin más, sintiendo que todo se me va de las manos y que ella está cada vez más cerca de salirse con la suya. Venir aquí no me pareció mejor ni peor que seguir donde estaba. Aunque me temo que quien me dirigió hacia ti no desea mi bien.

Pólux inspiró largamente.

– ¿Aulo? Le malinterpretar.

– No he mencionado ningún nombre.

– Me has dado demasiadas pistas.

– Está bien. ¿Qué es lo que intenta, en tu opinión?

– Aulo es el único constructor auténtico que hay entre estos muros, aunque probablemente no se haya dado cuenta. Quiere que no le eches abajo lo que ha conseguido levantar hasta ahora.Tu mal no le es indispensable para eso, o al menos prefiere no provocarlo. Ha creído que yo podría moderar tus impulsos que le asustan. Pero se equivoca.Yo no puedo cambiar nada de lo que decidas hacer. No podría aunque fueras como yo. Menos puedo si hasdesplantado a Náusica. Eso es algo que ni siquiera puedo concebir.

– A pesar de todo -afirmó Bálder-, con nadie tengo en común tanto como contigo.

– ¿Tú crees?

– Con nadie tengo nada en común. Contigo la tengo a ella.

– ¿A Náusica? Si ése es tu criterio, no soy el único.

– Pensé que eras el único artista que había tenido relaciones con la hija del Arzobispo y vivía para contarlo.

– Soy el único artista. Pero hay al servicio del Arzobispado otro que gozó de los peligrosos favores de Náusica y vive, como yo, para callarlo.

– ¿Un canónigo?

– No, Náusica no es una viciosa. Tiene un extraño sentido de la rectitud.

– ¿Algún funcionario?

– Demasiado vulgar para ella. El otro superviviente es el arquitecto.

– Nunca le he visto.

– Ni tú ni nadie, desde hace años. Desde que ella terminó con él. Yo le conocí cuando todavía venía por la obra. Era un hombre arrogante, totalmente poseído de su genialidad. Náusica era entonces muy joven, poco más que una niña que acababa de despertar.Y lo primero que vio fue al arquitecto. Sírveme más vino, por favor.

Bálder reparó en que el estucador había vuelto a vaciar su vaso. Con el cálculo de soltarle la lengua, accedió a su ruego. Para ello tuvo que abrir otra botella, que encontró en un aparador repleto de ellas que Pólux le señaló previamente.

– Aulo se encarga de que esté siempre lleno. Es un buen tipo, aunque juraría que él sólo cree cumplir la orden que Náusica hizo que le dieran cuando conmutó mi pena.

Bálder echó también vino en su vaso. Se complacía en acompañar a su interlocutor en su embriaguez, como si esto fuera lo mínimo que le debiera a cambio de su inesperada, quizá involuntaria generosidad.

– Como decía -reanudó su relato el estucador-, Náusica despertó al mundo y divisó, luminosa e imponente, la estampa del arquitecto. Esto es, de quien ostentaba el privilegio de haber urdido a partir de la nada y su inteligencia el proyecto que se había convertido en la piedra y el barro con que bregábamos los demás. No lo dudó un instante. Me figuro que cuando el arquitecto vio acercarse a él a aquella larga niña escuálida, cuando la tuvo entre sus manos y cuando, al fin, quebró su virginidad, experimentó la culminación de su destino. Había ideado la catedral, donde los canónigos pretendían encerrar a Aquel a quien adoraban, y mancillando la carne de la hija del Arzobispo, había, en cierta forma, profanado su más precioso sagrario. Por dos veces, había doblegado a Dios. Pudo vivir en esta ilusión, que hacía coincidir a Dios con los ínfimos avatares de sus servidores, durante bastante tiempo. Náusica necesitó algunos meses para hacerse a sus nuevas experiencias y para pulir su tortuoso carácter de mujer. Al mismo tiempo, se hizo con las riendas, utilizando astutamente a su padre hasta que sus más estrechos colaboradores comprendieron que los designios de aquella déspota adolescente serían, antes o después, las órdenes del Arzobispo. De tal manera les hizo temer por su propia integridad, que pronto la voluntad de Náusica suplantó sin dificultades a la de su padre. Sólo cuando estuvo segura de haber conseguido esa fuerza, dio instrucciones para demoler de un plumazo la vanidad y los ensueños del arquitecto. Entonces, éste se enfrentó con la verdadera faz de Dios, encarnado en la saña de aquella muchacha. Náusica o Dios, que inspiraba su mano para castigar la soberbia del arquitecto, consideró innecesario quitarle la vida. La penitencia fue mucho más atroz. Lo gracioso del asunto es que hasta el día en que los guardianes irrumpieron en su cámara, lo sacaron a rastras y lo llevaron de nuevo a ella, un par de horas después, despojado de aquello con lo que había creído completar su gloria, el arquitecto habría jurado que la muchacha lo amaba por encima de todas las cosas. Desde aquel día, vivió recluido en susaposentos, purgando sus pecados y su antigua fortuna. Desde aquel día, nadie ha emitido pautas precisas sobre cómo debe ejecutarse el proyecto de la catedral. Va creciendo por sí sola, abandonada a la incuria de los artistas y los operarios, que sólo a duras penas y con poderes insuficientes Aulo trata de encauzar. Nunca sabremos si lo quiso así, pero es lo cierto que Náusica inició, indirectamente, el caos de la obra.

El sol bajaba ahora más deprisa. Su aureola ya casi lamía la sombra negra del palacio arzobispal, que en lo alto de la colina sobre la que habían construido la ciudad coronaba la linea del horizonte. Bálder, pese a la liviandad que le proporcionaba la bebida, percibía el horror de cuanto le había sido confiado.

– ¿Dónde oíste esa historia? -preguntó.

– Dónde dirías tú que la oí.

– Conociste al arquitecto.

– No lo he visto desde que vino por última vez a la obra.Y entonces él estaba entero y yo era demasiado diminuto para que se rebajara a dirigirme la palabra. Casi tan diminuto como lo soy ahora.

– ¿Dónde, entonces?

– Fue la propia Náusica quien me la contó, con su habitual desapasionamiento. Fue poco después de comunicarme, de acuerdo con su estilo, que un secretario de su padre, habiendo sido informado de mis sacrílegas andanzas, iba a enviar a los guardias a mi celda. Desde que fui verdaderamente consciente de lo que implicaba compartir su lecho, aguardaba aquel momento. Pero uno siempre hace por apartar ese tipo de pensamientos de la cabeza. Cuando me anunció que el momento había llegado, yo estaba desprevenido, y me derrumbé.

Pólux movió el vaso, que había vuelto a vaciar. Bálder acudió enseguida a llenarlo. Con voz pastosa después del largo trago, siguió narrando el estucador:

– Imploré de rodillas que me dejara vivir. Represéntate la escena.Yo, que hasta una hora antes me creía el amo del mundo, allí postrado ante una muchacha que se mordisqueaba la punta de las uñas. Yo, a quien todos temían sólo una hora antes, sollozando y reducido a la nada más perfecta. Ante mi indigna insistencia, Náusica alegó que le sería difícil disuadir al secretario de que aplicara unas normas que determinaban de modo inequívoco lo que debía hacerse de mí. Sólo había, simuló recordar de pronto, una posibilidad para mi petición, un precedente que habría que aducir ante el secretario, aunque no me podía garantizar nada. En cualquier caso, estaba convencida de que yo no aceptaría aquella solución, así que le parecía inútil perder el tiempo detallándola.

Antes de continuar, Pólux tomó más vino. Apenas podía controlar su lengua cuando arrancó otra vez:

– Le dije que aceptaría lo que fuera con tal de vivir. Sonrió y repuso que no estuviera tan seguro. Entonces me refirió el precedente. Era la historia del arquitecto. Así la supe, Bálder.Y así sobreviví. Si aceptas un consejo de quien está lo bastante borracho como para haberte entregado su secreto a cambio de nada, cuando te llegue la hora, no elijas vivir.

Bálder asistió en silencio al llanto de aquel hombre, que se mezcló con el vino del vaso que por enésima vez apuraba.

– Luego -explicó-, he empleado buena parte de mis interminables jornadas en recapacitar acerca de aquel dilema. He pensado mucho en los otros, a quienes también debió de planteárselo. Puede que no tuvieran valor para elegir lo que yo elegí. Puede que tuvieran valor para elegir lo otro. En todo este tiempo, no he llegado a dilucidar si fui o no un cobarde. Lo que no dudo es que elegí desatinadamente.

– Sería una ligereza acusarte de cobardía -murmuró Bálder.

El sol ya caía por detrás del palacio. Pólux enjugó su llanto y apartó el vaso lejos de su mano.

– Hoy no beberé más -resolvió-. Así esta noche soñaré con Náusica, para colmar mi vergüenza.

– ¿Y el Arzobispo? -se interrogó Bálder, en voz alta.

– El Arzobispo -le hizo eco Pólux.

– ¿Qué hace? ¿Dónde se mete?

– En alguna parte del último piso del palacio. Ni yo ni nadie que yo conozca, a excepción de su hija y alguno de sus secretarios, le ha visto jamás. En alguna ocasión he llegado a sospechar que no existe. Pero esto son especulaciones. Confórmate con la certeza de que no se puede llegar hasta él.

Durante un largo espacio, ninguno pronunció palabra. Pólux estaba ausente y Bálder tenía reparo en perturbarle. Finalmente, habló el extranjero:

– Hay otra cosa que me intriga. ¿Cómo se las arregla ella para no quedar preñada? Eso daría al traste con todo. ¿Por qué?

– Porque no quedaría limpia, como hasta ahora.Y no podría ocultarlo a su padre.

– Haría que le limpiaran las entrañas. Pero no le des vueltas. Con el arquitecto debió de favorecerle la suerte. Con los demás tomó ciertas precauciones. Sólo el diablo sabe de dónde lo sacó y en qué consiste, pero el método es infalible.

En ese instante sonó la campana que marcaba el final del día de trabajo. Pólux se puso en pie y recogió sus útiles.

– Todavía no entiendo por qué te he atendido esta tarde, maestro.

– Te agradezco que lo hicieras.

– Debería haberte engañado, haberte inducido a hacer algo que lamentaras. No me he vengado de tu ofensa. Pero creo que estás fuera de mi alcance. Tus razones y tu conducta escapan a mi comprensión. Habría sido un esfuerzo ingenuo.

– Lamento haberte golpeado, de verdad. Fue un abuso que cargaré siempre sobre mi conciencia. Si alguna vez hay algo que pueda hacer por ti.

– Nadie puede hacer ya nada por mí. Hazlo por ti. Si has resistido hasta ahora, sigue resistiendo. No te dejes coger. Cuando lo haces, perteneces para siempre al Dios para el que proyectaron esta catedral, el mismo que permite que Náusica imponga su ley. Niégalo, quédate fuera, si es que todavía puedes hacerlo. Cuando te dejas coger, acatas su recompensa y su castigo. La recompensa se esfuma pronto y el castigo es infinito.

– Ya estoy bajo la ley de Náusica, Pólux. Si me rindo como si resisto, hará lo que le plazca, salvo que haya algo más de lo que ahora está a la vista.

– Yo no te he escondido nada.

– Acaso merezca la pena rendirse, después de todo. Si he de caer bajo la espada, que sea llevándome el recuerdo de Náusica gimiendo debajo de mí.

– No te llevarás ese recuerdo. No hace ningún ruido, nunca.

– Pero será placentero.

A Pólux le brillaron los ojos.

– Es algo más que placer. Es, en el fondo, lo que, en la historia que te conté antes, sintió el arquitecto. No fue Náusica quien lo describió como lo hice. Intercalé mi propio sentimiento. Fue justamente así: como si violara el sagrario. Mucho más intenso que el placer.

A través de las ventanas, Bálder contempló el ocaso.Ya casi no quedaba nada, entre él y Náusica. Un último resto de su vieja indocilidad, de la sustancia interior que se escurría entre sus dedos, le obligó a porfiar aún:

– Tengo que agotarlo todo. ¿Dónde puedo encontrar al arquitecto?

– Si no ha muerto, en algún lugar del palacio.

– Le buscaré.

– Bálder -le retuvo Pólux. Notó cómo temblaban los dedos que aferraban su antebrazo.

Qué.

– Quisiera pedirte algo.Vaya por delante que no creo demasiado probable que tu suerte sea distinta -aclaró-. Te lo pido sólo por si mi presagio no se cumple.

– Estoy en deuda contigo.

El estucador le susurró al oído, rápido y brutal:

– Si te salvas, mátala.

Bálder no respondió enseguida. En los ojos vidriosos de aquel hombre, abrumados por el dolor y el oprobio, vislumbraba de repente un destino portentoso, irreal.Arrebatado por aquella visión, musitó:


– Así sea.

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