Capítulo 7 HUNDIMIENTO DE CAMILA

Cuando Bálder comprendió que debía prestar atención a lo que allí se estaba diciendo, Tullius se encontraba a mitad de su discurso. Todos los presentes escuchaban en reverente silencio la disertación de quien parecía ser su jefe espiritual. Sólo Náusica, que había terminado su examen de Bálder, asistía a los afanes del orador con un gesto que podía interpretarse como de absoluto desinterés. Parecía concentrada en explorar, extendiéndola ante sí, la palma de su mano. Mientras tanto, postulaba Tullius:

– Cualquiera que haya reflexionado sin prejuicios está en condiciones de responder a la pregunta que hoy os formulo: ¿Tiene algún sentido el proyecto? El estudioso debe tender a dudar de la gratuidad de cualquier realización humana. Es cierto que en ocasiones se constata que el hombre asume sacrificios ingentes, o condena a otros a asumirlos, en aras de propósitos en apariencia deleznables. No es menos cierto que todos los aquí reunidos profesamos el más convencido desdén de la obra a la que servimos. Pero ninguno de estos dos argumentos ha de conducirnos a la liviana conclusión de que la catedral es lisa y llanamente inútil. Sería una demostración de fanatismo del todo exagerada. Nosotros estamos en mejor posición que nadie para identificar y aplaudir sin mezquindad los logros de la obra, su función benéfica dentro del errorgeneral que representa. ¿Alguien desea sugerir algo al respecto?

Un canónigo de avanzada edad y estoico semblante surgió entre el retraimiento general para apuntar trabajosamente:

– No es posible concebir el bien sin la existencia del mal, de cuya momentánea ausencia se nutre, o aún más, extrae la totalidad de su esencia. Si no tuviésemos la catedral, no podríamos apreciar el bien que constituye escaparnos de ella.

– Reclamaba algo más riguroso, Caius -reconvino Tullius al que acababa de intervenir-. Según esa obsoleta teoría que acabas de verter sólo por fastidiarnos, ¿qué es el mal?

– Elige, Tullius: ¿la ausencia del bien o el principio absoluto?

– Si elijo que es la ausencia del bien, tu razonamiento resulta vulgarmente circular.

– Pero si eliges que el mal es el principio absoluto, del que derivan todos los demás conceptos, aquel que entra en todas las definiciones, deja de ser lógica y se convierte en un estremecimiento.

– ¿Y por qué no suponer que es el bien el principio absoluto?

– Porque no soy tan joven como para creer en cuentos ni tan viejo como para que no me quede más remedio que tragármelos.

– Algún día tendrás que explicarnos a qué estás esperando, Caius. Pero no hemos venido a hablar de metafisica, aunque sea tu especialidad.

– Disculpa, Tullius. Hablé porque me pareció que nadie iba a responder a tu invitación.

– Otra vez ahórrate la ayuda. Está bien. Permitidme tan sólo que esboce una idea. ¿A alguien se le ocurre qué podría hacerse con los ciento veinte canónigos que no están en esta sala, con todos los operarios, con los funcionarios y el grueso de los artistas, si no existiera la catedral? Y digo más: imaginemos que la catedral existiera dentro de los límites que el buen juicio aconsejaría, esto es, ajustada a un proyecto claro, con unas dimensiones que no fueran desproporcionadas, sometida a un calendario de ejecución que no impidiera tomar conciencia de los fondos que se allegan al proyecto. ¿Sería posible la pacífica subsistencia que ahora, a pesar de todo, logramos?

En la estancia se abrió un silencio sepulcral, que no pudo distinguir Bálder si era atribuible al desconcierto creado por la herética duda suscitada por Tullius, o tan sólo a la escasa disposición de los asistentes a aventurar algún comentario que el canónigo hallara luego placer en desmantelar con su arrogante ironía.

– Pues bien -reanudó Tullius su exposición-, aunque pueda sorprenderos que semejante afirmación salga de mi boca, he de admitir que sin la catedral no podríamos vivir.

Un murmullo apenas perceptible y no demasiado espontáneo saludó el aserto del maestro de ceremonias. Éste, con una obscena complacencia, pasó entonces a desarrollar pormenorizadamente su tesis:

– Cuando uno se encuentra ante una empresa de gran magnitud, como nuestra obra, que no resulta explicable de acuerdo con los fines que proclama perseguir, existe una alternativa a la sencilla desautorización del empeño: buscar otros motivos que lo justifiquen, al margen de los declarados por sus artífices. Ello no implica necesariamente recelar de la honestidad de los artífices; en nuestro caso, sin ir más lejos, me atrevería a jurar que proceden animados por un atolondrado entendimiento más que por una torcida o inconfesable voluntad. La naturaleza se sirve a menudo de la necedad humana para procurar el equilibrio de la especie, y juega sus cartas de forma tan implacable que resulta difícil, para nuestros cerebros contaminados de insípidas categorías éticas, aprehender la diáfana coherencia de su maniobrar. Lo que hay que comprender es que la naturaleza está obligada a prescindir de la importancia que pueda tener para cada individuo su sufrimiento o su dicha, que es indiferente a la iniquidad con que unos puedan dar en tratar a otros, y sobre todo, que no vacila en favorecer el dispendio de riquezas que nosotros atesoramos con ansiedad pero ella puede derrochar sin limite. El Arzobispado, antes de iniciar la catedral, había alcanzado un esplendor que amenazaba con estrangularlo. Muchos de los que aquí estamos recordamos cómo los tributos recaudados excedían las necesidades corrientes, cómo la molicie deterioraba a los funcionarios y aun a la propia jerarquía, cómo el dogma se desleía en una anémica repetición de fórmulas salmodiadas cada vez con menos fe. Estábamos al borde de la destrucción, aunque todos gozábamos de una felicidad individual muy superior de la que hoy reina en la obra. Nadie podía percatarse, ni los que hoy estamos aquí abominando del disparatado remedio adoptado, ni quienes adoptaron ese remedio. Nadie, por consiguiente, ingenió conscientemente el proyecto de erigir una catedral para salvar la integridad del Arzobispado. Fue la propia naturaleza, la que del ocio de unos pocos extrajo la idea, esta idea que había de precipitarnos a una obra sin esperanzas pero que, en terrible paradoja, es la que hace posible que continuemos existiendo.

Tullius se interrumpió para tomar aliento. Entre el auditorio, Bálder captó sucesivamente el frío asentimiento de los canónigos, la expectante indefensión de los artistas y la rotunda siesta que se estaba echando Náusica. En cuanto a la reacción del resto, incluidos Camila y Horacio, era del todo impenetrable.

– Por eso -recobró Tullius el hilo-, es por lo que nunca he propuesto, ni propondré, obstaculizar la obra. Cada uno debe seguir aportando su concurso a la catedral, acatando las directrices de los responsables sin denunciar ante ellos las contradicciones que harán fracasar el proyecto. Es cierto que los responsables de la obra no tienen como objetivo prioritario la rápida construcción de la catedral, pero eso no significa que se renuncie a terminar el templo, como algún canónigo de bajo rango ha llegado a propalar entre quienes tienen la desventura de depender de él.A lo que se aspira, según se nos dice, es a la síntesis de todas las artes posibles, bajo la ordenación de un supremo proyecto arquitectónico que ha trazado un espacio por encima de todo conflicto. En ese marco perfecto, nos aseguran, cualquier desajuste que pueda surgir encontrará siempre una solución, o todavía más: su óptima solución. Los aquí reunidos sabemos que esta proposición teórica ha sido traicionada desde el principio, en justa retribución de su inverosimilitud y de la soberbia de quienes la inspiraron. Hemos comprobado hasta la saciedad que bajo el disfraz de un orden se esconde el caos más indomable, en el que los dóciles son aniquilados y los recursos se dilapidan sin tasa ni concierto. Hemos descubierto que quienes sostienen esta estafa son los más incompetentes y timoratos, los que prefieren alimentar el futuro desmoronamiento antes que dejar que la luz de la conciencia inunde sus mentes y sus almas.Y sin embargo, repito, no debemos hacer nada contra la catedral.

– No acabo de verlo, Tullius -alegó Caius, desde su asiento-. No tengo un interés personal en dedicarme a la subversión activa a estas alturas de mi vida, pero está escrito: Si tu mano derecha ofende a Dios, córtatela. Con la izquierda, se sobreentiende.

– En algo estamos de acuerdo, Caius -otorgó Tullius-: en que la catedral ofende a Dios. Hablamos en confianza y podemos convenir en que el de Dios es un problema secundario para el buen gobierno del Arzobispado. Pero no es por eso por lo que exhorto a que sigamos contribuyendo, con el máximo celo incluso, a la prosecución de la obra. La catedral irrumpió de forma natural, y será de forma natural como desaparezca. Hay que dejar que se extinga, a su ritmo premioso pero inexorable. Es una sanguijuela que debe morir saciada de sangre para que la cura sea efectiva.Y cuando todo se haya consumido, nosotros estaremos preparados para tomar las riendas, porque sólo nosotros nos habremos quedado al margen de la obra, esperando una existencia libre de ella y de las imposturas de que está hecha. No descarto que podamos recurrir al sabotaje al final, para acelerar el desenlace. Pero hoy por hoy el mejor sabotaje que podemos llevar a cabo es obedecer fielmente lo que nos ordenan, porque quienes nos dirigen nos guían con pulso firme hacia su propia hecatombe.

Otro canónigo, que estaba situado cuatro o cinco puestos a la derecha de Bálder y al que éste no pudo ver la cara, tomó la palabra:

– ¿Debemos entender que esto es tu postura sobre la propuesta que algunos elevamos en la última reunión?

– Exactamente -repuso Tullius.

– ¿Y cuánto tiempo llevará, según tú, ese proceso de extinción natural?

– No sabría calcularlo. Años, todavía.

– ¿Y eso te parece soportable?

– No lo planteo así. El hecho es que cualquier otra estrategia resulta ilusoria y perjudicial. Especialmente tu propuesta, Gracchus.

– Llevamos años discutiendo, sin hacer nada. Despreciamos a quienes administran el Arzobispado, pero seguimos ejecutando sus órdenes. Criticamos la obra, pero seguimos enviando hombres allí. Tenemos el poder suficiente para intentar algo más.

– Tenemos el poder suficiente para lamentar perderlo. Yo no quiero hacer un poco de daño a la obra. Quiero sentarme sobre sus cenizas.Y para eso hay que esperar.

Aunque Bálder no podía ver a Gracchus, el tono de su voz transmitía una creciente irritación.

– No te opondrás a que lo sometamos a votación del resto de los hermanos -le desafió.

– En absoluto -aceptó Tullius-. ¿Alguien está de acuerdo con Gracchus?

Bálder no contó arriba de tres brazos alzados. -Creo que con esto despachamos una enojosa cuestión. Si os parece, podemos pasar a otra cosa.

– Eres viejo, Tullius. ¿Has pensado que quizá no vivas para ver tu triunfo? Y en ese caso, cuando agonices, ¿seguirás creyendo que decidiste lo adecuado esperando a que la naturaleza hiciera su trabajo?

Quien había hablado, sin que nadie osara oponerse y sin que Tullius moviese un músculo mientras desgranaba su perversa dubitación, era una resucitada y distante Náusica.

– Mi querida Náusica -carraspeó Tullius, al cabo de un par de segundos durante los que todas las miradas cofívergieron sobre él-. Lo que he dicho nace de mis convicciones, y mis convicciones son firmes, hasta donde un hombre puede discernir.

– Allá tú, pero yo no me contentaría con eso -opinó Náusica-. ¿Qué pasará si algún día se levantan más brazos en favor de la propuesta de Gracchus? ¿Renunciarás a esa silla que ocupas para ser fiel a tus convicciones? Y si os vierais privados de la posibilidad de venir aquí a pasar estos agradables ratos de anarquía, ¿merecería la pena aguardar como los demás, sin otro aliciente que la obra y las distracciones toleradas por quienes la impulsan?

Desde los diez o doce metros que les separaban, Bálder oyó cómo Tullius tragaba saliva.

– No comprendo -tartamudeó el canónigo-. ¿Acaso crees que deberíamos atender a lo que propone Gracchus?

– La verdad es que Gracchus me da la sensación de no haber meditado lo que dice -se despachó Náusica, inmutable-.Tú en cambio sí has meditado. Pero la fortuna no siempre favorece al que más hace por ganarla. Me resulta perfectamente imaginable que seguir tus indicaciones termine siendo un error. Quizá fuera mejor hacer caso de lo que pide Gracchus.

– Hay que resolver, Náusica. No podemos orientarnos por tus imaginaciones.

– ¿No?

– Entiéndeme -rectificó Tullius, y aunque Bálder creyó que iba a agregar algo, profíto se vio que no sabía qué podía agregar.

– Te entiendo de maravilla. Quien no me entiende eres tú.

– Verdaderamente, Náusica, me lo pones difícil. Cuando antes has dicho, en fin…

– ¿Que podríais veros privados de estas reuniones? Siempre cabe que ocurra y no está en tu mano impedirlo. Eso es lo que espero que entiendas. Me es indiferente si seguís como hasta ahora o si os conjuráis contra la catedral de la forma que Gracchus desea. Soporto vuestras discusiones porque parece que os son inevitables. Pero por esta noche estoy colmada. Te ruego que des por clausurado el debate y que olvides por un tiempo tu aburrido complot. Al final vais a quitarme las ganas de encontrarme con vosotros.

– Pero, Náusica -sonrió nerviosamente Tullius.

– ¿Es que quieres que deje de ser amable? -tronó Náusica-. Lo que digo es, primero, que no veo que tengas razones para estar tan seguro de tus ridículas conclusiones, y que por eso y por otros motivos me desagrada tu suficiencia.Y segundo, que reduzcáis a su justo valor vuestros devaneos contra la obra, porque sólo tenéis garantía de libraros de ella mientras seáis admitidos aquí y eso depende de mí y no de lo listo que cada uno se crea. Esto va especialmente por ti, Tullius. ¿Está claro ahora?

Tullius no contestó. Precisó de todas sus fuerzas para cerrar la boca, que se le había quedado entreabierta. Mientras tanto, Náusica ya se había puesto en pie y escoltada por algunas mujeres se dirigía hacia la otra parte de la estancia. Bálder vio cómo hacía una seña a un sirviente que se apresuró a acercarse a ella. Al tiempo que la ayudaba a sentarse en una de las butacas, tomó nota de una serie de autoritarias instrucciones. Los demás empezaron a rebullirse en las sillas y poco a poco fueron abandonando las mesas. Primero se levantaron los canónigos, que no tardaron en mezclarse con el resto de las mujeres. Algo después, les imitaron los artistas. En determinado momento, sólo quedaban en su sitio Tullius, Camila, Horacio y Bálder. Al supuesto maestro de ceremonias nadie fue a prestarle el menor apoyo, salvo Caius, que al pasar le dio una cariñosa palmada en la nuca. Camila observaba a Bálder con gesto apacible y una llama en la mirada. Horacio se exploraba las uñas, con impudicia.

Con la dificultad que entrañaba lo novedoso de la situación, Bálder se sintió no obstante en disposición de deshacer su malentendido inicial: el otro lado no era el dominio de una camarilla de canónigos intrigantes regidos por un mistagogo llamado Tullius. El otro lado era el reino de Náusica. El propio Horacio le había dado la pista, al explicar como lo había hecho la aparición de la muchacha. Pero, ¿quién era Náusica? Bálder había conseguido estudiarla a hurtadillas y no le echaba arriba de veinticinco años. No tenía el aire del resto de las mujeres del Arzobispado, ni el de las que poblaban de noche los subterráneos, ni siquiera el de las otras que había allí. Su prepotencia era única y brutal. No era como el orgullo de Octavia, discutible. Había humillado a Tullius sin emplearse apenas e inapelablemente. Cualquiera que fuese su poder, era lo bastante terrible como para aplastar a quien le viniese en gana. Entonces Bálder recordó lo que había hablado con Camila acerca del miedo y con Núbila acerca de su fugaz experiencia del otro lado. Náusica debía de ser la causante del miedo que Camila padecía, y acaso también quien había espantado a Núbila. Faltaba saber por qué y cómo. Horacio le sacó de estos pensamientos:

– Siempre podría suceder que me equivocara -comentó, regocijado-, pero creo que acabamos de asistir al fin del prolongado protagonismo de Tullius.

En la otra zona de la estancia se habían formado otra vez grupos, entre los que se movían ahora los sirvientes repartiendo viandas. Náusica conversaba amigablemente con otras mujeres y con un par de canónigos. Bálder tanteó a Horacio:

– Esto no es propiamente un círculo de conspiradores contra la obra, ¿verdad?

– No.Aunque la conspiración es la inclinación natural y a nadie le gusta la obra, ni es siempre así ni es sobre todo así.Yo diría que Tullius representa la postura más razonable y también la más cómoda para Náusica. Gracchus tiene veleidades que pueden resultar menos prácticas. Pero ha habido y habrá otras posturas y tácticas distintas. En todo caso se trata de un aspecto secundario. De esa mesa nunca ha salido nada y nunca saldrá nada. Sólo ocurre que los canónigos, y singularmente los altos, corno Tullius, no pueden superar ciertas costumbres. Es una lástima, porque estropea en parte las veladas.

– No me da que Náusica prefiera a Tullius sobre Gracchus.

– Ni pienses tampoco lo contrario. El caso es que Tullius se estaba poniendo realmente fastidioso en los últimos tiempos. Había olvidado lo que no debía olvidar. Para ser tu bautismo, has asistido a una lección interesante. Estás entre los privilegiados y dispones de la oportunidad de no tener que vivir recluido en la miseria de la obra. Pero es una distinción que hay que disfrutar con cuidado. Muchos, y Tullius no será el último, han perdido lo que alcanzaron por tratar de aplicar al otro lado las mismas reglas de las que huían.

– ¿Y cuáles son las reglas adecuadas aquí, Horacio? ¿Hacer lo que le venga en gana a esa rubia desalmada? No acierto a ver otras y no intuyo qué tiene eso de glorioso o de apetecible.

Horacio le contempló con indulgencia.

– Ésta es tu primera noche. No tengas prisa.

– Si éste es el lugar al que me querías traer opino que ya es hora de que me digas qué es lo que te propones.

– No has terminado. Estás empezando, apenas.

– He empezado a sospechar de ti, Horacio. Hasta ahora tu juego no me importaba mucho, aunque perturbaras mi tarea. A ratos era incluso entretenido, dentro de sus limitaciones. Pero está dejando de entretenerme.

– No te apures por tu tarea. Lo que haces fuera de aquí es un desperdicio.

– Lo es desde que ando contigo. La mediocridad es contagiosa.

– Vaya, va a resultar que eres un artista de talento.

– Lo fui. Puedo volver a serlo.

– Adelante. Sé uno de los cien artistas de talento que agonizan al servicio del Arzobispado, levantando la catedral.

– No voy a levantar la catedral, nunca. Hablo de hacer mi obra.

– Vas a levantar la catedral. ¿O te crees mejor que los otros? Nadie vino a ser esclavo del Arzobispado. Pero todos lo son. Todos menos los que llegan aquí y aprenden a merecerlo.

– De modo que ésos no son esclavos del Arzobispado y tú tampoco lo eres. ¿Y de quién sois esclavos? ¿De una niña despótica?

– No sabes de qué estás hablando.

– A lo mejor te llevo esa ventaja.

– Eso nunca es una ventaja.

– Prueba a averiguarlo. Confiame lo que no sé.

– No puedo. No está en mi mano.

– Dejaré de ir contigo -amenazó Bálder.

Estás en tu derecho.

– No conseguirás lo que pretendes sacar de mí. Horacio le miró con ostensible piedad.

– Tú no has hecho más que empezar, pero yo he acabado mi parte -reveló-.Ya estás al otro lado. De aquí no se vuelve.Te rechazan o te admiten, o te admiten y después te expulsan. Todo indica que has sido admitido. No pretendo sacar nada más de ti.

– ¿Qué es lo que indica que he sido admitido?

– He visto derribar a otros. Nunca con tanta saña como lo ha hecho con Tullius. Te ha dedicado un conmovedor acto de amor, maestro. Lo que me pasma es cómo Dios se obstina en dar dulce a quien no tiene paladar. Ahora, si me disculpas, tengo que dejarte.

Horacio se puso en pie y fue a reunirse con un grupo de canónigos en el que había también un artista y un par de mujeres. Una de ellas le recibió tendiéndole una mano que el escultor besó con fruición. Instintivamente, Bálder se volvió hacia donde había estado sentada Camila. Había desaparecido.

En ese momento comprendió que estaba en una sala del palacio, lejos de su celda, a merced de no sabía qué. No conocía a nadie y no tenía el menor deseo de trabar contacto con aquellas personas, ni con los canónigos, hacia los que sentía una repugnancia no inferior a la que le producía Ennius, ni con los artistas, cuya mendicante imagen le irritaba. En cuanto a las mujeres, aparte de estar mezcladas con los otros, le parecían seres demasiado remotos para plantearse o desear siquiera un acercamiento. Lo que tampoco podía hacer era quedarse allí, sentado.

Avanzó hacia la otra parte de la estancia porque era necesario atravesarla para llegar a la salida. El ambiente era distendido y alegre. Los canónigos lanzaban bromas gruesas que las mujeres reían con ganas. Bálder vio cómo uno de ellos, un hombre delgado de tez palidísima, acariciaba la cadera de su interlocutora. Mientras trataba de encontrar la ruta para escurrirse sin llamar la atención, un sirviente se le acercó y le ofreció bebida.Tomó un vaso para no despertar sospechas y se percató de que hasta que no lo apurase o hallara dónde dejarlo no podría marcharse. Tratando de dar con un lugar a propósito para desprenderse de él, sus ojos tropezaron con Tullius. Estaba solo y perceptiblemente abatido, a no mucha distancia de donde se había parado Bálder. Obedeciendo un impulso irreflexivo, fue hacia el príncipe destronado.

– Salud -brindó al llegar junto a él.

– Si es una burla podrías ir a hacerlas a otra parte -le repelió Tullius.

La reacción del canónigo animó a Bálder a escarbar en la herida.

– Me ha impresionado tu discurso -le tuteó mordazmente-. Me has persuadido de que eres un hombre del que pueden aprenderse muchas cosas valiosas. Excusa mis reticencias de hace un rato.

– ¿Qué placer te proporciona esto? -inquirió Tullius, recuperando una parte de su arrasada dignidad.

– Justamente el que no te proporciona a ti. Comparto tu teoría sobre la necesidad de que otros no tengan placer para tenerlo uno. Me has convencido en abstracto y en concreto.

– ¿Quién te crees para hablarme así? -trató de imponerse el canónigo, cediendo dignidad a cambio de un paupérrimo orgullo.

– Soy un librepensador. Pienso lo que me da la gana y a veces lo digo. Antes me felicitaste por eso.

– Deberías medir mejor tus actos, maestro. Puedo liquidarte si insistes en hacerme atractiva la idea.

Bálder vació de un trago el vaso que llevaba en la mano y lo depositó en el suelo, junto a la pared. No podía reprimir su curiosidad por probar a Tullius. Sin dejar que su iracundo rostro le coartase, apostó:

– No me parece que puedas liquidarme. No me parece que puedas liquidar a nadie.Te he observado mientras hablabas. Ponías todo lo que tienes dentro en rebatir la propuesta de Gracchus. Y todo lo que tienes dentro es un silbido de pájaro frente a las amenazas de una delicada dama. En adelante la escucharé a ella. Tú eres un fantoche. Podría tenerte lástima, si no fuera porque jamás me apiado de un canalla.

Bálder notó que el alcohol trepaba velozmente a su cerebro y eso le ayudó a disfrutar de la estupefacción de Tullius. Pero cuando el canónigo optó por retirarse no tuvo más remedio que dudar si no habría dictado su sentencia de muerte. Algo había en aquella sala, o en la bebida que había tomado, que no le había sentado bien a su cabeza. Después de fingir laboriosamente durante sus entrevistas con Ennius, golpeaba por diversión a un canónigo cuya jerarquía debía de situarse en regiones con las que Ennius no era capaz de soñar ni en sus instantes de máxima vanidad. Ni el ominoso episodio a que Náusica había sometido a Tullius ni las consideraciones de Horacio al respecto le daban pie para cometer semejante exceso.

Sin embargo, en ese momento reparó en la causa por la que Tullius se había quitado de la circulación. Náusica, ajena a los agasajos de quienes la rodeaban, vigilaba sus movimientos. Sobre los duros rasgos centelleaban sus ojos. Bálder sintió que le disecaban y a la vez que le protegían. Achacó a la incipiente embriaguez éste como sus otros desbarros y reconoció la urgencia de huir de allí.

Buscando el camino de la puerta, distinguió a Camilaen un grupo cercano. Conversaba con un canónigo, pero al ver a Bálder se despidió bruscamente de él y salió a su paso. Nada más llegar a su lado le sujetó por el codo. Bálder la recibió con gratitud, aliviado por su reaparición.

– ¿Estás bien? -preguntó Camila.

– Sí. Me voy -informó Bálder-. Me he peleado con Horacio y he insultado a Tullius. Por hoy, ya me ha cundido bastante.

Camila estaba inquieta. No dejaba de mirar a su alrededor.

– No puedes irte así.Ven a sentarte.

Lo arrastró hacia una butaca vacía, en un rincón apartado de donde estaban los demás. Bálder se abandonó. De su mente no se borraba la huella violeta de los ojos de Náusica. Camila estaba alarmada.

– ¿Qué ha sucedido?

– Lo que te he dicho. No me gusta este lugar. Quiero volver a mi celda.

– ¿Sin más?

– Sin más. ¿Qué haces tú aquí, Camila?

– Horacio me trajo una noche, como a ti.

– Yo no pienso venir más.

– No sabes lo que dices.

– ¿Qué es lo que no sé? No juegues conmigo, como Horacio. Entre tú y yo hay algo diferente. ¿O no? Camila no respondió enseguida.

– Yo no sirvo a los fines que Horacio sirve.Ya te lo dije y nunca te he mentido.

– Explícame entonces qué es todo esto.

– Es el otro lado. Donde vienen los que juran repudiar la catedral para caer en las entrañas mismas de la catedral. Estás en la boca del lobo, maestro.

– Así que Horacio no me ha engañado siempre. Me habló de llevarme a las tripas de la catedral. No esperaba que tú estuvieras al final del camino.

– Yo vivo aquí. Éste es mi mundo. Esto es lo que odio.

– Todos los demás tienen aspecto feliz. A excepción de Tullius, naturalmente.

– Algunos se engañan, creen haber huido, o mejor dicho, huir cada noche que vienen aquí. Ésos son los menos. Gracchus, algún otro incauto. La mayoría creen sin más estar en el lugar que les permitirá medrar. Olvida toda la basura que ha soltado Tullius: es puro fingimiento. Si está aquí, como casi todos los demás, es porque desea ascender dentro de la jerarquía. Otros lo hicieron antes. Él mismo ha mejorado mucho su posición desde que fue introducido aquí. Hasta que se le ha atravesado a Náusica, esta noche. Por eso anda tan contrito.

– ¿Y los artistas?

– Vienen por lo mismo. Obtienen un trato favorable, privilegios. A cambio sólo tienen que adular a los canónigos. Un precio módico, si no fuera porque nunca queda en eso. Todos los que ves lamentan haberse vendido al diablo. Ahora viven el peligro, cada noche.

– ¿Qué peligro?

– Varios. Los canónigos no son sus iguales. Las mujeres que hay aquí los pisotean siempre que se ponen a tiro. Náusica puede hacerlos asesinar si una noche padece de jaqueca.

– ¿Y Horacio?

– Horacio vive más suelto, porque presta más servicios al círculo. Mientras siga siendo el cazador podrá tomarse las licencias que se toma. Cuando alguien decida que ya no sirve, sufrirá como ninguno, y lo sabe. Por eso se aprovecha con ese descaro. Es un vividor.

Bálder observó a Camila. Ante sí tenía a la tercera o quizá la cuarta mujer que ella había dado en ser. La prefería a la que le recibía en la antesala de Ennius, aunque no estaba seguro de preferirla a la que iba a su celda, ni a la que había salido a exhibirse en el subterráneo. Era más diáfana, pero Bálder había deseado enamorarse de aquella mujer y a tal fin sentaba mejor un cierto enturbiamiento.

– ¿Y tú, a qué vienes? -interrogó.

– A qué vengo -se mofó Camila, amargamente.

– Me refiero a qué esperas conseguir.

– Nada. Vengo porque no tengo elección. -Tomóaliento antes de relatar, con cansancio-: Horacio me captó para ser una de las mujeres. Debería suponer que es una especie de honor ser la última de las cortesanas de Náusica. Pero hace dos años que vengo. Aunque no arriesgo como otros, no me fascina decorar las reuniones o ser el aliviadero de los canónigos. Lo llamo así porque no he topado con ninguno que practique algo que merezca otra palabra, ni siquiera la más sucia con que pueda denominarse el acto entre seres normales. Si al menos me cupiera emplear una palabra sucia, podría sentir que me corre la vida por las venas. Esto es un cementerio. Lo malo es que los muertos son capaces de una crueldad inagotable, en desquite de su propia desgracia.

A Bálder todavía le dolió la revelación de Camila. Pero acogió el dolor sin sublevarse, casi con gozo, porque le arrancaba de la insensibilidad a la que se había habituado. Sin hostilidad, ni hacia Camila ni hacia su propia suerte, arguyó:

– No deberías estar aquí conmigo. Estás descuidando tus obligaciones.

– Los canónigos agradecen un poco de dificultad.Tratan de suplir con el baile la falta de música. Estar aquí contigo no es algo que tenga que perjudicarme, de momento.

– Pero tu acompañante no deja de espiarnos.

– En ese caso debería besarte. Le provocaría y disfrutaría más dentro de una hora. Él, quiero decir.

– ¿Y por qué no lo haces?

– No es sólo él quien nos mira.

Automáticamente, Bálder buscó a Náusica. Bajo los rizos rubios que le caían sobre la frente a la imperiosa muchacha, volvió a encontrarse con su pertinaz mirada y volvió a sentir un escalofrío. Regresando a Camila, dedujo:

– Así que la temes.

– Desde luego.Tengo motivos. La he visto actuar.

– ¿Quién es? ¿Debería temerla yo también?

Canilla no respondió. Incluso apartó la cara, como si tratara de ocultar su gesto.

– Pues no voy a temerla -anunció Bálder.

En la cara de Camila, que ahora sí pudo ver, había una mezcla de desconcierto y pánico que por un momento desarmó al extranjero. Sobreponiéndose, Bálder siguió hablando:

– No voy a temerla porque nunca voy a regresar aquí. Dile a Horacio que no me ha interesado su truco final. Que se guarde a todos estos bufones de púrpura y a su avispa reina donde le quepan. Me vuelvo a la madera, que es mi casa.

– No estás pensando lo que haces -advirtió Camila, asustada.

– Lo estoy pensando como no he pensado nunca.Todos los que me he tropezado son siervos de la obra porque lo han aceptado.Yo no lo acepto y ya es hora de que lo empiece a demostrar. Me voy a levantar y me voy a marchar de este sitio.Ven conmigo.

Camila retrocedió un paso. Pero en sus ojos había una luz, tal vez simple excitación, tal vez el halago de que el extranjero la solicitase.

– Tendría que estar tan loca como debes de estarlo tú.

– Enloquece.

– No imaginas con qué estás jugando. Será un desastre.

– En ese caso, los dos correremos la misma suerte. He desconfiado de ti todas las veces que te he encontrado.Ven conmigo y no podré desconfiar.

Camila recorrió la sala con la mirada. Dio con el canónigo que la aguardaba, con Horacio, circunspecto como jamás le había conocido Bálder, y por una décima de segundo, con Náusica, que continuaba sin pestañear.

– Esto es el fin -dijo, sonriendo-. He intentado demostrar que eras como los otros, pero ya no me quedan más pruebas.Ahora, si es preciso, me toca morir por ti.Voy donde tú quieras, maestro.

Camila se puso en pie y Bálder contempló la serena tristeza de su rostro con la certidumbre de que jamás había sido ni volvería a ser tan bella. Apuró la vergüenza de que aquella mujer le quisiera como él no podía quererla, la culpa de tener en el cuenco de las manos un amor heroico que se iba a derramar sin que pudiera recompensarlo. No adivinaba el futuro y menos deseaba adivinarlo, pero juntó todas sus fuerzas para construir al menos en aquel frágil instante que era el presente algo que Camila y él mismo pudiesen guardar sin oprobio. Se irguió, buscó el equilibrio y dio a Camila su mano. Salieron despacio, Camila con la cabeza inclinada y Bálder desafiando la irrompible impasibilidad de Náusica, que los siguió desde su trono sin mover un dedo para detenerlos.

Aquella noche, entre las sábanas de Camila, Bálder se resarció de su pasividad; fue pródigo y restauró su posesión, entregó su alma y la rescató del abismo al que la había asomado. Camila temblaba entre sus manos como si fuera a quebrarse, como temblaba y amenazaba con quebrarse todo lo que entre sus manos había y aun sus mismas manos. Pero por unas horas, Bálder conoció el extraño favor de Dios.

Por la mañana, mientras caminaba hacia la obra, comprendió que había llegado la primavera. Oía zumbidos de insectos, las plantas resurgían, el sol alumbraba en lo alto sin obstáculos. No hacía frío y en el cielo había regiones de un rabioso azul.

En el recinto de la catedral, sin embargo, poco había variado respecto del invierno. Aulo vociferaba y los operarios le obedecían de mal grado. Los artistas no exteriorizaban un gran alborozo, pese a la mejora de las condiciones de trabajo al aire libre con que el cambio de estación les beneficiaba.Y en el coro, cuando entró bajo la lona, la tarea diaria se reanudaba al ritmo de siempre. La obra, en suma, era la misma, y había de reconstruir su espíritu de resistencia si quería recuperar el arte que durante el tiempo que había estado en tratos con Horacio había abandonado.

Durante el almuerzo, Núbila apenas se paró a encubrir su curiosidad por lo que había sucedido a Bálder en el otro lado.

– ¿Cómo te fue? -preguntó, en cuanto se sentaron a la mesa.

– Muy bien -opinó Bálder.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Vi a los canónigos y a los demás amigos de Horacio. Vi a las mujeres.Vi a la llamada Náusica. Escuché discusiones que luego resultaron ser una pobre farsa. Presencié un par de escenas de violencia. Nada que me sedujera. Después hice una serie de extravagancias y me largué de allí. No pienso volver.

– ¿Qué extravagancias?

– Me deshice de Horacio, ofendí a un canónigo y me llevé a una mujer. No una mujer cualquiera.También creo que omití rendir pleitesía a la llamada Náusica. Pero nadie me indicó que se esperaba eso de mí, si es que se esperaba.

– Te estás riendo de mí.

– En absoluto.Y no tuvo ningún mérito. No se me ocurrió qué otra cosa podía hacer.

– Si lo que me cuentas es cierto, no estoy comiendo en la mejor compañía posible.

Bálder, sin una conciencia exacta del significado de sus palabras, ofreció de corazón a Núbila:

– Lo entenderé si optas por alejarte de mí.

El andrógino ponderó la sinceridad de la oferta, sin suspicacia, con toda naturalidad. Denegó con la cabeza.

– No, maestro.Y no es porque mi conciencia, que ha consentido otras, no me permita esa bajeza.Te tengo afecto.

A Bálder le hizo mella la sencilla declaración de Núbila. No la había previsto, y tampoco le aliviaba. Quizá no tenía derecho a arrastrarle con él.

– ¿Por qué? -protestó.

– Porque desde el comienzo has hecho todo lo que yo no me he atrevido a hacer.

– Siempre dijiste que me equivocaba.

– Y lo mantengo. Pero tener razón nunca consuela de no tener lo que es mejor. Para ti la razón es superflua.Yo la necesito y eso me hace peor que tú.

– Bobadas.Tú no eres peor que yo.

– No juzgues ahora. Deja que la vida lo resuelva.

– Yo no acabaré bien. Lo presiento.

– No lo sabrás basta que no compares con cómo acaban otros.

– ¿Qué insinúas?

– No insinúo.Afirmo que jamás hubo aquí uno como tú. Nadie ha conocido lo que tú has de conocer. No tienes miedo y la fortuna encumbra a los impávidos.

Bálder quiso replicar, pero al ir a escoger las palabras hubo de convenir con Núbila: no tenía miedo. Era euforia o inconsciencia, temeridad o ignorancia. Entreveía las amenazas y no podía sino sospechar que pesaban sobre su cabeza. Pero no tenía miedo. Con probabilidad no se trataba de valor, sino de una atrofia temporal del órgano indispensable. Quizá del cerebro, quizá del corazón.

En los días que siguieron la sillería progresó como no lo había hecho en semanas. Por una parte, sus hombres iban dando forma a la estructura del primer nivel central, y por otra él extraía de la madera algo bastante aproximado a lo que animaba los borradores que se amontonaban en sus carpetas. Era notable que lo hiciera casi sin sentimiento, calculando incluso el sacrificio. Aunque no solía tratar así la madera, los resultados ganaban de lejos, en autenticidad y en mérito, a sus realizaciones anteriores.

Muchas de las noches Camila iba a buscarle o él iba a buscar a Camila. Cada segundo que pasaba con ella era una presa que arrebataba al ser informe que los rodeaba, a ese ser que en sus pesadillas tendía sobre ellos las torres de la catedral y los acechaba con el destello violeta de los ojos de Náusica. Camila se obligaba a estar feliz y disimular su miedo, hasta el extremo de que por momentos Bálder habría apostado que estaba en realidad contenta y tranquila. Algunas noches, se prestaron incluso a aventurarse por los subterráneos. Observaban a sus habitantes, complacidos en su propia diferencia, que les vedaba a un tiempo la sorda pudrición de aquellos seres y sus posibilidades de perdurar. En cierta ocasión, Bálder sufrió el acoso de Octavia, probablemente estimulada por la pequeña victoria que estaba convencida de alcanzar frente a Camila llevándose a Bálder de su lado. Sin duda, Octavia resultaba una mujer soberbia, frente a la discreta entidad de Camila. Además, aquella noche iba casi desnuda.Ante el asalto de la vesánica, Bálder consultó abiertamente a Camila:

– ¿Qué te parece?

– Recomiéndale que se conforme con Horacio. Tal vez esté dispuesto a hacer esta noche una consagración para ella.

– ¿Una consagración?

– Ella sabe.

– Ya lo has oído, Octavia. -Y apartándola, agregó-: Me mata ese vestido.

A Bálder no le preocupó la expresión homicida de Octavia como no le preocupaba nada de lo demás. Era como si, una vez aceptada la comisión del primer pecado, estuvieran empeñados en acumular el mayor número de quebrantamientos, para compensar cuando llegara la penitencia.

Les dejaron dos semanas, tal vez tres. A lo largo de ellas Bálder no pudo quejarse de la menor vacilación de Camila. Se mantuvo erguida, siempre solícita y llena de fe. El tampoco fluctuó, aunque le era más fácil, desde su condición de extraño. La suya siempre fue una unión desigual, como desiguales fueron las consecuencias.

Una tarde Aulo entró en el coro. Antes de dirigirse a Bálder realizó un detallado examen de los trabajos.

– ¿Algún problema? -dijo el extranjero.

– No por mi parte -se desentendió plácidamente Aulo-. Ennius quiere verte. Está un poco molesto por el tiempo que hace que no vas a rendirle cuentas.

Bálder ni siquiera pudo hacer una estimación aproximada de cuánto tiempo hacía. Era evidente que había descuidado sus relaciones con su inmediato superior.

– De acuerdo. Iré mañana mismo.

– Eso es lo que me manda a exigirte.

– Bien, entonces.

Aulo seguía mirándolo todo.

– ¿Algo más? -le apremió Bálder.

– No, ya acabo. Me ha pedido que le informe de cómo vas.

– Ya veo. ¿Y puedo saber qué informe vas a transmitirle?

Aulo le dio una palmada en el hombro.

– Bueno, naturalmente. El coro es un espacio de trabajo modélico. Segaste las malas hierbas a su debido tiempo y ahora sólo se respira armonía.

– ¿Vas a desaprovechar la oportunidad?

– ¿Qué oportunidad?

– La de partirme los tobillos.

– ¿Qué me va a mí en tus tobillos?

– Siempre podría resultarte agradable.

– Ya soy mayor para pensar en esas chiquilladas. Yo cumplo con mi trabajo. Si algo está bien, bien está. Cuando me aburro, no parto tobillos. Cuento nubes o sacos de cemento. Lo primero no estorba y lo segundo es útil para descubrir escamoteadores.

– Cómo pude dudar de ti.

– Eso es lo que yo me pregunto. Mañana a las nueve. No creo que Ennius celebre que te retrases.

Aquella noche, la última que durmió con Camila, no ocurrió nada de lo que Bálder pudiera acordarse después para alimentar su nostalgia. No hubo un gesto, una frase, ni siquiera una caricia especialmente trémula. O si las hubo, le pasaron desapercibidas. En adelante, cuando echara de menos a aquella mujer, que había asumido el destino de rebelarse a sabiendas contra el monstruo que él apenas presentía, habría de recurrir a cualquiera de los demás instantes. A los que pertenecían a la otra que ella había sido antes de entregarse o al sueño fugaz que compartieron después de su entrega.

Cuando Bálder, a la mañana siguiente, abrió la puerta de la antesala de Ennius, se dio de bruces con algo que le forzó primero a hacer una comprobación y en segundo término, tras cerciorarse de que en efecto era la antesala de Ennius, a aceptar el horror: en el sitio de Canilla había otra mujer. Era más pequeña y a la vez más gris. La mujer le analizo por encima de sus anteojos y musitó, tan bajo que Bálder apenas distinguió sus palabras:

– ¿Desea algo?

– Vengo a ver al canónigo. Soy Bálder, el maestro tallista -se rehizo, como pudo.

– Aguarde aquí.

Luego vino el ritual que Bálder ya conocía, pero que protagonizado por aquella desconocida le infirió un confuso sufrimiento. Al final la puerta se cerró y se halló solo frente a Ennius. Tan solo como nadie podía imaginar.

– Empezaba a temer que hubiera muerto -comenzó ironizando Ennius.

– He estado absorto en el trabajo -mintió sin escrúpulos Bálder.

– ¿Sólo en el trabajo?

– ¿Lo pregunta porque sospecha o porque le consta que he hecho otras cosas? -se revolvió el extranjero. El canónigo enarcó las cejas, pero parecía prevenido para no ponerse nervioso.

– Debo entender que no sólo ha estado volcado en el trabajo, pues. No se lo reprocharé. De hecho fue mi consejo en nuestra última entrevista y me congratulo. Pero temo que ha emprendido un aprendizaje demasiado acelerado. Tanto que no sólo le ha hecho desatender algunos asuntos, sino que puede haberle conducido a formular juicios y adoptar actitudes con alguna precipitación.

– No soy quién para juzgarlo. Usted dirá.

De nuevo, Ennius rehuyó el choque. Pausadamente, refirió:

– He recabado el informe del capataz y tengo que reconocer que no puede ser más satisfactorio. Según me comunica, la sillería avanza con orden y ha organizado a los hombres con sensatez y eficacia. Tuvo algún problema con un operario y tomó la decisión acertada, aunque suponía un trance ingrato. Fue honroso para mí aprobarlo en su día y estoy encantado de felicitarle ahora por el pulso firme que ha sabido demostrar cuando ha sido preciso.

– Gracias. Por la felicitación.

– En resumen -pasó otra vez por alto Ennius la impertinencia de Bálder-, aunque su vida parece haberse agitado algo en las últimas semanas, la apariencia externa de su trabajo es perfectamente loable.

– ¿La apariencia externa?

– Por eso le he hecho venir. No me basta con que el capataz me asegure que su sillería marcha y sus hombres están bien organizados. Haga memoria. La obra tiene un propósito, un temperamento propio. Me preocupa que en todas estas semanas sin apenas noticias suyas, en lugar de tratar de asimilarlo, como me prometió, se haya desviado o, lo que sería más grave, haya renunciado a participar de él. Ahora me aclarará si mis temores son infundados.

En la mente de Bálder bullían ideas enardecidas, contra las que debía luchar si quería dar a Ennius una contestación apropiada. Había un problema preliminar, que consistía en dilucidar qué era lo apropiado en aquel momento en que sólo le importaba la pérdida de Camila. En cualquier caso, no podía tener al canónigo esperando toda la mañana.

– Bien, ahora diría que entiendo mejor cómo funciona todo -improvisó-. Hay aspectos que sigo sin explicarme, pero quizá no sean los que más me afectan. Mis hombres ponen en práctica mis instrucciones y hace bastante que no observo en ellos las reticencias del principio. Me relaciono con otros artistas. Algunos me son simpáticos y otros no, conforme dicta la lógica de las cosas. El capataz me atiende ni mejor ni peor que a otros. Mi trabajo unos días me conforta y otros no, lo que tampoco me cabe considerar anómalo. Estoy mejor que hace un par de meses.

Ennius se reclinó en su asiento.

– Como bien sabe, no le preguntaba por nada de eso.

– ¿Y por qué me preguntaba? Debe excusarme. No he dormido mucho.

– Usted y yo teníamos una apuesta.

Bálder, esta vez, meditó un instante antes de hablar.

– Claro -asintió-. Se trataba de averiguar si yo sería capaz de convertirme a su mística. El objetivo no es hacer una sillería para la catedral. El objetivo es contribuir segundo a segundo a la catedral, ser parte de la obra y persistir en ella, sin desear el fin.

– Al menos, lo ha definido con pulcritud.

– Pues no deseo el fin -volvió a mentir Bálder. -No sea tan lacónico.

– Cada mañana me levanto y voy allí, al recinto. Superviso lo que mis hombres harán durante la jornada y después me concentro en mi tarea diaria, en que la pieza que estoy tallando sea tan magnífica como mis manos puedan hacerla. Una vez que la he terminado, me aplico a la siguiente. Cuando atardece, repaso lo que he hecho y doy gracias por haberlo podido hacer.

– ¿Y en qué piensa cuando talla cada pieza?

La primera intención de Bálder fue colocarle a Ennius otra mentira. Pero dijo:

– En que si Dios puede verla, aunque sea sólo una parte de un todo que es a su vez la parte de otro todo y así hasta el infinito, no tenga objeción.

– Huele a soberbia.

– Soberbia sería aspirar a gobernar alguno de los todos.

– Y usted no aspira.

– Puede empeñar su sotana.

Ennius eludió la descortesía de Bálder para reflexionar, con un suave regocijo:

– Usted siempre es peculiar. Nunca se pronuncia de forma que uno pueda aplaudirle ni de forma que sea factible censurarle.

– No desespere -repuso Bálder, con impaciencia. Ennius alzó las manos.

– Francamente, se me escapa qué he podido hacer para que tenga ese concepto de mí.Todo mi interés es ayudarle y asistir a su éxito.

– Era una forma de hablar.

– Noto que tiene prisa. No voy a robarle más tiempo. Sólo querría que en adelante establezcamos una disciplina. Venga a verme cada dos semanas. Tráigame sus bocetos si es que tiene alguno nuevo. Cuando lo estime usted oportuno, quiero decir, cuando haya adelantado lo suficiente, me gustaría hacer una visita de inspección.

Bálder se representó mentalmente la estampa del canónigo avanzando entre los escombros. Nunca había visto a ninguno en el recinto, y había llegado a suponer que ninguno había pisado ni pisaría nunca la catedral.

– Por supuesto -acató no obstante el deseo de Ennius.

– ¿No hay nada que necesite y tenga alguna dificultad para obtener?

– Nada. Me sobra la madera, las herramientas están en buen estado y me he acostumbrado a trabajar sólo con cuatro hombres.

– Magnífico. Ha sido un placer volver a conversar con usted.

– Adiós.

Bálder rozó apenas la mano blanda y perennemente sudorosa del canónigo. Cruzó la antesala sin ver a la sucesora de Camila y ya sin recato echó a correr por la galería. Mientras recorría la distancia, de pronto inabarcable, que le separaba de la habitación de Camila, sintió un rencor insoportable contra el canónigo, cuya llamada, a todas luces injustificada por lo que habían tratado, se le antojaba destinada sólo a revelarle la desaparición de la mujer.

En la celda de Camila encontró el esqueleto desnudo del que había sido su lecho y todos los armarios vacíos. La ventana estaba abierta y una siniestra brisa introducía en el cuarto jirones de aromas primaverales y gorjeos de pájaros.

Se encaminó hacia la catedral. Cuando entró en el recinto iba sudoroso y con la respiración fatigada. Pasó cerca de Aulo, quien se abstuvo de hacer comentarios, e irrumpió en el coro. Sus hombres se quedaron inmóviles, compartiendo por una vez Alio y Níccolo una expresión similar. Abrió el estuche en el que guardaba sus herramientas de precisión y extrajo una gubia de fina y afilada hoja. Con ella oculta entre sus ropas, salió del coro. Anduvo el trecho que le separaba del lugar donde trabajaba Horacio sin reparar en los accidentes contra los que iban tropezando sus pies. El escultor estaba sentado en la cornisa, contemplando abstraído una cadera cuya curva le resultaba poco convincente.

– Baja de ahí, Horacio -le reclamó Bálder.

– Es hora de trabajo, maestro.

– Es hora de que hablemos.

– No creo que el capataz esté de acuerdo, la verdad. Bálder tiró de uno de los pies de Horacio y lo bajó a tierra.

– Vamos fuera, tras el barracón -le urgió.

– Está bien. Cálmate, hombre.

Aulo les miraba cuando salieron, pero no hizo nada por impedirlo. En cuanto estuvieron tras el barracón, Bálder masculló:

– Voy a hacerte sólo dos preguntas, Horacio. Una: ¿Dónde está Camila? Dos: ¿Quién es Náusica?

Horacio lanzó una risita.

– Si era eso, te has confundido de hombre.Yo no puedo informarte. Lo siento.

Bálder sacó la gubia y la puso en la garganta de Horacio.

– Te doy sólo otra oportunidad. Si no contestas voy a matarte aquí mismo, como un perro. Perdona si ya no te resulta tan divertido.

Horacio estaba pálido como la cera. Entrecortadamente, aseveró:

– No sé dónde está Camila. Lo juro.

– ¿Está muerta?

– Es posible -susurró Horacio-, y si no, como si lo estuviera.Yo no he tenido la culpa, maestro.

Bálder contuvo el aliento. Apretando la punta del estilete sobre la piel de Horacio, insistió:

– ¿Quién es Náusica?

– No puedo -imploró el escultor-.Te lo dirá ella, si quiere.

– En ese caso estás muerto -coligió Bálder, sin emoción.

– No.

– Sí. Dime quién es o reza lo que recuerdes.

– La hija del Arzobispo -sollozó Horacio.

En ese instante apareció Aulo.Venía con las manos en los bolsillos. No había inquietud en su rostro.

– No sigas, Bálder -ordenó.

El extranjero estaba anonadado, sin capacidad para reaccionar en un sentido o en otro: ni para degollar a Horacio ni para aplazar su muerte.

– No sigas -repitió el capataz-. De esto no me he enterado. Si lo clavas no tendré más remedio que enterarme. Hazlo por mí, Bálder.

Poco a poco, Bálder aflojó su presa. Horacio se escurrió y fue a refugiarse detrás de Aulo. El extranjero volvió a guardar la herramienta bajo sus ropas. Ante sus ojos no estaban aquellos dos hombres, sino la masa negra del monstruo, que escudriñaba las debilidades de su alma con la luz violeta de sus ahora indudables pupilas. Lo veía, transfigurado en la piedra de las torres, en el armazón inconcluso de la catedral. Le oía resoplar, al monstruo, esperándole, a Bálder, y al fondo, como un rumor, la voz de Aulo, que decía:

– Gracias, maestro. Quizá convenga que hoy te vayas a descansar.Yo cuidaré de tus hombres.

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