Capítulo 3 LA NIEVE

La llovizna empapaba lentamente los tejados del palacio arzobispal. Bálder, mientras saboreaba el desayuno, miraba por la ventana y trataba de establecer la actitud que debería adoptar media hora más tarde, cuando estuviera frente a sus hombres y hubiera de transmitirles las primeras órdenes. La lluvia, tal y como caía ante sus ojos, silenciosa, continua, relajaba su espíritu y a la vez le infundía un vago desánimo. Con la mente apenas salida del sueño, percibió en la aguada mañana un signo del eterno fluir del universo, donde todo estaba en orden y nada era gobernable. La imagen era más amarga que apaciguadora, pero con eso debía partir hacia la obra y lo aceptó, como aceptaba hacer, sin carpinteros, una sillería completa en una catedral a medias.

En la escalera coincidió con un individuo delgado, muy joven, de tez amarillenta y cabello lacio y desvaído. Sus rasgos, ovales, tenues, y la media melena que gastaba, le daban un aspecto andrógino. Por su indumentaria, y por alojarse en su mismo portal, conoció que no se trataba de un operario. Le observó sin ocultar su curiosidad. El otro rehuyó su mirada y bajó casi a la carrera los peldaños que restaban hasta la calle. Bálder aguardó hasta que le oyó cerrar el portal y entonces salió tras él. Su vecino caminaba aprisa, bajo la lluvia que barnizaba de un brillo débil todas las cosas de aquella mañana. No tomó el camino que Bálder había estado utilizando, sino otro que el extranjero conjeturó que correspondía al habitual de los artistas. Poco después de pasar bajo una galería que comunicaba el edificio anexo con el palacio, llegaron a la calle principal. El resto del trayecto hasta la obra Bálder lo hizo pensando en sus asuntos, distrayéndose sólo de vez en cuando con los extraños movimientos del andrógino. En las proximidades de la catedral alcanzaron a unos cuantos operarios, entre los que su vecino se confundió rápidamente.

En el recinto, impulsada a duras penas por el capataz, la labor diaria se reanudaba sin entusiasmo, contagiados como estaban los demás implicados en la construcción por la tristeza de la mañana. Aulo volvía la vista al cielo, encapotado pero no lo bastante turbulento para esperar chubascos fuertes, y les acuciaba sin misericordia:

– Vamos, hatajo de inválidos. Son sólo cuatro gotas.

Bálder se dirigió hacia la nave, acechando de reojo a los hombres que maniobraban bajo la lluvia. Trató de captar diferencias entre la mirada que le dirigían los operarios y la de los otros, pero apenas advirtió, en todos sin distinción, un borroso despecho, que bien podía deberse exclusivamente a sus augurios fundados en lo que Aulo le había dicho la víspera. Ni era el momento ni la circunstancia para averiguar algo más al respecto.

Cuando se halló ante la entrada de la nave, Bálder reparó en que era la primera vez que pasaba bajo la lona. Una vez dentro, tres cosas llamaron su atención: la expectante inmovilidad de sus hombres, más o menos alineados tras un Níccolo sonriente; el alivio de la lluvia, que allí pasaba a ser un rumor remoto en lo alto de la lona; y sobre todo, porque era lo que amenazaba con ser más perdurable, la oscuridad. Dejó que su mirada vagara de una punta a otra de la nave. El espacio cubierto resultaba más extenso de lo que había imaginado, y sus hombres se veían empequeñecidos en la vasta y fría penumbra. Bálder tuvo un estremecimiento. Él era, en cierta forma, el dueño de aquel espacio. A él le correspondía dictar las reglas a las que se sometería el transcurso de los días en el interior del coro vacío. Contra lo que había temido mientras desayunaba, arbitró con soltura su primera disposición:

– Hay que alumbrar esto.

Sus subordinados de inferior rango exhibieron una escasa avidez ante las primeras palabras del maestro, pero Níccolo se apresuró a preguntar:

¿Cómo dice, maestro?

– Digo que hay que alumbrar la nave. Esa lona es demasiado gruesa. Ni hoy ni en días más claros tendremos luz suficiente para trabajar. Habrá que traer lámparas. ¿Es posible?

– Naturalmente. Paulo, Sexto, id al almacén. Que os den todas las lámparas que tengan.

La orden fue brusca, casi despótica. Paulo la encajó con rabia mal disimulada y Sexto con una especie de apatía.

– Un momento -intervino Bálder.

– ¿Sí? -se volvió Níccolo.

– Habrá que pedir sólo las que necesitemos.

– No creo que haya muchas. Y no sabemos cómo son -alegó Níccolo, con docilidad, pero también como si le hubiera ofendido la rectificación de Bálder-. Sugiero que pidamos todas las que tengan y que una vez que las hayamos instalado decida si bastan o hay que encargar más.

– ¿Crees que nos darán todas sus existencias?

– Lo mandan los canónigos.Todo lo que pidamos.

– Está bien. Haz como creas oportuno.

Níccolo se volvió a Paulo y a Sexto y confirmó la orden:

– Id.

Mientras los dos designados salían, Bálder repasó la lista de las tareas que debía encomendar a sus subalternos. Llamó a su lado a Níccolo. Sus otros ayudantes le observaban desde el mismo sitio donde los había encontrado al entrar. Casio parecía no haber dormido bien y Alio permanecía impasible.

– Lo primero -dijo a Níccolo-, es hacerse con esas lámparas. De las que consigan, querría una pequeña para mi mesa de trabajo. Traed la mesa que he estado usando en el barracón. Después hay que dejar bien limpio esto, empezando por descubrir el suelo que hay debajo de los escombros.Ve organizando un turno para barrer cada día. Aquel al que le toque deberá venir media hora antes que los demás. También podrá irse media hora antes, por la tarde.

– No sé si eso lo permiten las normas, maestro.

– Tendrán que permitirlo. Prefiero perder cada día media hora de un hombre a trabajar entre la porquería. Hablaré de eso con el capataz. Cuando hayáis limpiado, tomaremos medidas exactas. Asegúrate de que para entonces tenemos lo necesario. Lo siguiente que habrá que hacer es traer las herramientas y la madera. Herramientas, todas, según vayan llegando. Por lo que se refiere a la madera, traed de momento la poca que había en el almacén. Más adelante habrá que tener la que no nos impida movernos con holgura.

Níccolo anotaba mentalmente las instrucciones de Bálder, asintiendo a cada una de sus palabras. Se le veía impaciente por empezar a cumplirlas. El extranjero no encontró nada más que encomendarle y se dispuso a dejarle ir. Pero antes quiso despejar una duda.

– Una última cosa -dijo, demorándose a propósito para estudiar la reacción de Níccolo-. Me gustaría entablar una relación más directa con los otros. No quiero que todo les llegue a través de ti, como si yo no quisiera mezclarme con ellos.

Su segundo torció sus pequeñas facciones en un gesto de asombro y se apresuró a espiar a Casio y Alio, que continuaban en su lugar, prestos a nada más que lo que sus superiores dieran en reclamarles expresamente.

– ¿Algún problema? -hurgó Bálder.

– Disculpe, maestro -tartamudeó Níccolo-. Estoy aquí para evitarle molestias. Yo puedo mantener la disciplina entre los hombres. No tiene por qué preocuparse usted de cosas insignificantes.

– Quiero preocuparme, Níccolo. Te pongo al mando, pero no harás de frontera entre ellos y yo.

En la cara de pícaro apareció una sombra de contrariedad.

– Si no confía en mí, quizá debería pedirle al capataz que me reemplace.

– Esto no tiene que ver con la confianza. Tampoco pienso sustituirte por ninguno de ésos, si es lo que te inquieta. Sólo quiero que mi idea de ellos no sea la tuya, ni su idea de mí la que voluntaria o involuntariamente tú les transmitas. Somos pocos y todos tendremos que hacer partes delicadas del trabajo.

– Se hará como diga, maestro -se rindió Níccolo.

– Gracias. Pon a esos dos en movimiento.

Casio y Alio, con disgusto el primero y escepticismo el segundo, acompañaron a Níccolo al barracón para traer la mesa de Bálder. El extranjero quedó solo.

Una vez que se hubo hecho a la singular calma de la nave, Bálder intentó estimar la altura y la profundidad que podría tener la sillería. Tres niveles de cuarenta y cinco asientos daban para consumir una buena parte del espacio que contemplaba. No concebía disponer sin más unos detrás de otros, pero tampoco podía colocar las cabezas de unos canónigos a la altura de los pies de los que ocuparan el nivel siguiente. Aunque el coro tenía la altura suficiente para permitir esta solución, había de pensar en lo que el arquitecto hubiera previsto situar sobre la sillería. En ese momento oyó la voz de Aulo a su espalda:

– No hace mala mañana aquí dentro. ¿Me cobijas un par de minutos bajo tu lona?

– Usted sigue siendo el capataz, fuera o dentro. Y no es mi lona.

– No sé qué decirte.

– ¿No va a parar los trabajos?

– Llueve poco, por el momento. Y hemos perdido dos días haciéndote este precioso refugio.

Me pregunto por qué cuenta los días de retraso -dijo Bálder-. Por lo que llevo visto y oído, es usted el único al que le interesa eso aquí. Los demás, en cuanto se les da oportunidad, se precian de estar al corriente de que la catedral no va a acabarse. ¿Cómo se las arregla, capataz, para resistirse a la evidencia?

Aulo sonrió, mientras se frotaba los ojos.

– Te lo dije hace un par de días -explicó-. Yo me preocupo de lo que a nadie preocupa. Es una manera de ser.

– Soy extranjero, no retrasado, Aulo. Si no va a contestarme, dígalo francamente.

Aulo caminó hasta el centro del coro. Revisó el entramado que sujetaba la lona por encima de sus cabezas, con aire de desapasionada profesionalidad.

– Tendré que hacer que aseguren esa zona -observó, señalando una de las esquinas-. El viento sopla fuerte, a veces, cuando viene del Noroeste. Tal y como está ahora, podría salir todo volando.

– Me gustaría de verdad conocer sus razones -insistió Bálder, pasando por alto las reflexiones técnicas del capataz.

Aulo se dio la vuelta y le miró fijamente, enseñando un semblante gastado y risueño.

– ¿Te gustaría? ¿Y para qué, Bálder? Mi cometido no tiene nada que ver contigo. Cuando lleves dos meses aquí ni siquiera me verás si apuntas los ojos en mi dirección. Te molestará un poco el ruido que hago al gritar, te quejarás si no te llegan los suministros, y eso será todo. Ahora no conoces a nadie y te aferras a mí. Eres como un polluelo buscando a quien puso el huevo. Lo he vivido antes, y la verdad, ya sólo me aburre. Afortunadamente, no tardarás en superarlo.

– No está contestando a mi pregunta. ¿Por qué sigue empujando si sabe que nadie se lo va a agradecer?

– Ah, ya veo. Me provocas para que diga, por ejemplo, que tú no sabes si me lo van a agradecer o no. Y eso nos llevará a otra pregunta: ¿Cuál es la misteriosa misión de Aulo? Elige respuesta en el repertorio de tu fantasía, Bálder. No quiero decepcionarte con la realidad.

– Pruebe a ver. Aulo se deshizo de su sonrisa.

– Si alguna vez averiguas qué pinto aquí, no será porque yo me tome el trabajo de abrirte mi corazón -aseveró-, aunque carece de toda importancia. Apúntalo y no lo olvides en lo sucesivo. Puede valerte también para tratar con los otros. Aquí nadie tiene amigos, en el verdadero sentido de la palabra. Algunos se juntan a veces, para no tener que defenderse todo el tiempo de todo el mundo, pero siempre hay quien se aprovecha de la cercanía para asestar un golpe con ventaja. Por eso yo no me junto con nadie. Y menos con el último que llega.

Por alguna razón, Bálder recordó entonces el breve cambio de impresiones que acerca de Aulo había mantenido con Horacio, el escultor de mujeres. Cansado de no obtener ningún resultado, atacó:

– Mientes, capataz. No es eso lo que estás pensando. Aulo recobró la condescendencia habitual en su actitud hacia Bálder. Despacio, razonó:

– Si mintiera, y notaras algo realmente, sería poco juicioso que me lo echaras en cara. Hablo en términos generales, no te precipites a sacar conclusiones.

– Soy extranjero. No sé lo que hago.

Aulo suspiró.

– Esta conversación acaba de tocar fondo, me parece -dedujo pausadamente.

– Estamos de acuerdo -suspiró Bálder a su vez-. Cambiando de asunto, necesito ver los planos del coro. Los del arquitecto.

El capataz enarcó las cejas.

– ¿Para qué? -preguntó-. El coro es tuyo. Los planos serán los que tú hagas.

– Pensé que podía estar previsto poner algo sobre la sillería.

– ¿Como qué?

– Un órgano, una balaustrada. Qué sé yo.

– Prescinde de eso. El órgano va en otro sitio, y una balaustrada ya la harán si dejas espacio y hay operarios ociosos. Si no los hay, pueden encargar frescos, o cualquier otra cosa, o nada. El proyecto está lleno de lagunas. A la gente como tú se la llama para que las llene. Eres libre, Bálder. No busques excusas si no sabes qué hacer. Deja el hueco para otro.

– No he dicho que no sepa qué hacer.

– Yo tampoco. Era una suposición, nada más -aclaró Aulo, encogiéndose de hombros y dirigiendo sus pasos de regreso al exterior del coro.

– Otra cosa -le detuvo Bálder-.Tengo previsto que cada día uno de mis hombres venga media hora antes, para limpiar. A cambio se irá media hora antes de la hora de salida.

– Eres un individuo muy pulcro.

– Quería saber si hay algún impedimento.

– No creo que eso distorsione gravemente el desarrollo de la obra. Tú hazlo. Si a alguien le molesta ya te avisaré. Con tu permiso, regreso a la lluvia. Ya me estarán echando de menos.

– Te veré a la hora de la comida.

Aulo resopló y repuso:

– Si no hay otro remedio. Tampoco me maravillan mis soliloquios al calor de la sopa.

Al tiempo que Aulo salía, llegó Níccolo con Alio y Casio, y éstos con la mesa. Níccolo traía en una caja los útiles de dibujo de Bálder. La mesa, siguiendo las indicaciones del extranjero, la colocaron en el extremo derecho de la nave, en la zona anterior. Desde allí gozaba de una buena perspectiva y estaba menos expuesto al frío que en el lado izquierdo, donde se encontraba la entrada que habían practicado en la lona. Pese a todo, temió los momentos de inmovilidad que pudiera pasar allí. Bajo la lona no podían encenderse hogueras, como las que prendían a veces los hombres en el exterior para calentarse cuando descansaban del esfuerzo físico. Dijo a Níccolo:

– Consigue también una estufa, o mejor, unas cuantas. No quiero neumonías entre nosotros, si puede evitarse.

Alio recibió esta vez el encargo, mientras en el rostro de Casio se transparentaba la desgana con que admitía el destino de verse sometido al imperio conjunto de Bálder y Níccolo. El extranjero sorprendió su gesto y optó por abordar directamente el problema:

– Casio, ven aquí.

El llamado se acercó despacio, bajo la recelosa observación de Níccolo. Cuando tuvo al hombre ante sí, Bálder preguntó sin circunloquios:

– ¿Quieres que le pida al capataz un sustituto? Otro en tu lugar, quiero decir.

– Yo, no… -titubeó Casio.

– No te recrimino nada. Puede que prefieras estar en otro sitio. Si es así, dilo. Haré lo posible para que lo consigas.

Bálder le buscó la cara, pero Casio, que había enrojecido de manera visible, la mantuvo fuera de donde el extranjero pudiera encontrarla. Haciéndose una violencia que le era imposible disimular, el operario declaró:

– Estoy bien aquí.

Bálder no se dio por satisfecho:

– No nos entenderemos si empiezas engañándome. No trates de huir de la intemperie a toda costa. Si no te gusto, elige el frío. Será mejor para los dos.

– Es pronto para decir si me gusta o no -replicó Casio, con impertinencia.

– En ese caso te ruego que dejes de comportarte como si hubieras decidido esa cuestión. Y cuando la decidas, decídela con todas las consecuencias. Escojas lo que escojas tendrás mi apoyo, ante quien haga falta. No sé si lo entiendes. No estoy hablando por hablar.

Casio alzó la vista y afirmó, inconvincente:

– Le entiendo, maestro.

Para empezar con aquel hombre, pensó Bálder, era suficiente. Le hizo ademán de que se marchara y resumió:

– Está bien. No quiero sorprender a nadie.

Durante la corta conversación con Casio, Bálder había estado vigilando de reojo a Níccolo, que no había dejado escapar detalle de lo que ambos hablaban. Mientras el operario regresaba a su tarea, el extranjero llamó a su segundo con una seña. Cuando estuvo a su lado, en voz lo bastante baja como para que el otro no les oyera, le consultó:

– ¿Tienes algún comentario?

– No creo que me corresponda hacerlos, maestro.

– Habla con libertad.

– No puedo decir lo que debe hacer. Debo hacer lo que me diga.

– ¿Es un juego de palabras?

– Es como están organizadas las cosas. Nada más.

– Dime algo, al menos. ¿Llegarán a adaptarse a mi método?

– No puedo responder. Yo todavía no lo comprendo. Bálder le contempló con simpatía.

– Te agradezco la franqueza. Pero también te agradecería que intentaras ir comprendiendo. Ayudaría para hacer lo que tenemos que hacer.

– No quedará porque yo no lo intente, si se trata de ayudarle.

Anda, muéveme a los hombres. Quiero esto iluminado y limpio cuanto antes. Necesito hacerme una idea clara de lo que tenemos.

En ese momento llegaron Paulo y Sexto con las lámparas. Siguiendo las órdenes de Níccolo, los hombres las instalaron todas, las encendieron y el coro quedó alumbrado, sin exceso.

– Ya le dije que andaríamos justos -gritó Níccolo, que observaba la nave desde el otro extremo.

– Podemos arreglarnos -aprobó Bálder-. Ahora poned las estufas.

Alio acababa de entrar con cuatro estufas, que situaron en las cuatro esquinas del coro, una de ellas a escasa distancia de donde había quedado colocada la mesa de Bálder. Acto seguido Níccolo comenzó a dirigir las labores de limpieza, imitando a escala reducida, en correspondencia con la menor extensión de su territorio, algunos de los modos de Aulo. Contra lo que el extranjero había supuesto, su voz modulada para la sumisión no flaqueaba al espolear a los otros.

Mientras sus hombres trabajaban, Bálder se sentó a su mesa y repasó sus planos, los que había hecho dos días antes y apenas retocado la jornada anterior. Confrontó las formas ideales que su cerebro y su mano habían llevado al papel con el espacio real al que tenía que adaptarlas. Sin prisa, aguardando a que todo estuviera limpio y pudieran tomar medidas para afinarlos más, empezó a trazar, a partir de los primeros bocetos, nuevos esquemas de la sillería. Abstraído en este ejercicio, Bálder dejó transcurrir plácidamente la mañana. Cuando sonaron las cinco campanadas que anunciaban el almuerzo, indicó a Níccolo que interrumpieran el trabajo. Los hombres se fueron enseguida. Él se entretuvo en reordenar sus papeles y recoger la mesa. Antes de salir advirtió que Alio seguía allí. Estaba sentado en un rincón de la nave, arreglando algo en su calzado, sin cuidarse de su presencia. Bálder tuvo la tentación de acercarse y al mismo tiempo la intuición de que no debía ensayar con el carpintero una maniobra similar a la que había utilizado con Casio. La distante docilidad que Alio había exhibido durante toda la mañana no tenía nada en común con la actitud del otro. A pesar de estas reservas, el extranjero se dirigió a su ayudante:

– ¿Algún problema?

Alio no levantó la cabeza.

– Pura rutina -informó-. Me lastimé el pie hace un par de meses. Ya está bien, pero a veces se me resiente.

– Si tienes molestias, vete a descansar.

– No es necesario, gracias.

Bálder dudó un segundo y después, forzadamente, dijo:

– Así que fuiste carpintero.

– Sí. Lo fui.

– ¿Dónde?

Alio le miró por primera vez.

– ¿Le importa eso? -preguntó.

– No exactamente eso. Sí cuánto conoces el oficio.

– Lo conozco. Más que los otros. Quizá más que usted, pero para asegurarlo tengo que verle trabajar. Hasta ahora sólo le he visto decir lo que tenemos que hacer y dar la sensación de que planea el futuro.

Bálder rió, o trató de reír.

– Sí, es posible que no sea tan buen carpintero como tú -aceptó-. En cualquier caso, no pienso ocuparme del trabajo de carpintería propiamente dicho. Quiero que lo hagas tú, y que adiestres a los otros. Yo necesito tiempo para tallar. También pretendo enseñar a tallar a quienes resulten ser más habilidosos. Si te interesa, cuento contigo.

– Nada aquí me interesa especialmente -contestó Alio, sin embarazo-. Procuraré hacer todo lo que mande.

Bálder titubeó otra vez. Sin embargo, le costaba retroceder una vez que se había acercado a aquel individuo.

– No me pareces el tipo de hombre que se contenta con ser un operario -apostó, aguantándole a duras penas a Alio el brumoso aplomo de los ojos-.Te ofrezco hacer funciones de artista.

– Se equivoca.

– ¿Qué quieres decir?

– Que me contento con ser lo que soy. Que nunca, ni porque usted me lo prometa, ni porque yo me deslice soñándolo, seré lo que los canónigos han decidido que no sea.

– Olvida a los canónigos. No hay ninguno por aquí. Y espero que no los habrá normalmente.

– No lo tome al pie de la letra. Es una forma de hablar. Por sí mismos, los canónigos no significan nada, al menos para mí.

– No te muerdes la lengua.

– No espero sacar beneficio por mordérmela.

– ¿Ni sufrir perjuicio por no hacerlo?

– No tengo qué perder. Quizá los otros lo tengan. No sé, no entro en la vida de nadie. Lo que es seguro es que usted sí tiene qué perder, maestro. Cuide lo que habla y con quién.

– ¿Debo tomarlo como un consejo?

– Eso es cosa suya. Sólo le pido que no se haga ilusiones conmigo. Para eso tiene a Níccolo, que le reconoce como amo. Yo trabajo para el Arzobispado y el capataz me dijo que le obedeciera. Eso es todo. ¿Puedo ir a almorzar?

– Sí, claro -dijo Bálder, confuso.

Alio salió al exterior, donde la llovizna caía ahora casi imperceptiblemente. Bálder le vio alejarse con su paso regular, algo cargado por la lesión que afectaba al pie izquierdo. Después echó a andar bajo las gotas levísimas y tomó el camino del comedor.

Durante la comida Aulo insistió una y otra vez sobre las ventajas de que Bálder disfrutaba bajo la lona.

– Lo bueno de lo tuyo -discurrió en voz alta, mientras sostenía la cuchara sobre el cuenco de sopa-, es que vale tanto para el invierno como para el verano. Ahora puedes reírte del frío, con tus estufas.Y cuando llegue julio, y a los desgraciados les chorree el sudor sobre la piel quemada, tampoco sufrirás molestias. A la sombra, con un poco de ventilación, vuestra vida será de lo más confortable.Voy a solicitar que me degraden, por si me admites en tu cuadrilla. Haría todo lo que me dijera Níccolo, puedes estar seguro.

– Algunos de mis hombres no parecen contentos con su suerte -comentó Bálder, con cierto fastidio.

– Estarán fingiendo, no sea que les vayas a notar el entusiasmo y les obligues a trabajar como bueyes.

– Trabajarán como bueyes de todas formas.

– ¿Por eso los cuidas tanto? ¿O es por cuidarte tú? Bálder dejó el cubierto sobre la mesa.

¿Acaso se supone que tengo que dejarme morir de frío? Si es así, olvidaron incluirlo en mi contrato. Me fuerzan a que trabaje en el recinto, y lo hago. Me instalan una lona, y no me opongo. Veo que tengo un modo sencillo de evitar que mis hombres, y de paso yo mismo, caigamos enfermos, y lo utilizo. Nadie se ha preocupado de indicarme que estaba prohibido.

– Aquí hay pocas cosas prohibidas. Cada uno sabe lo que no debe hacer.

– Excepto yo, parece.

– No he dicho eso. No están prohibidas las estufas. Si lo estuvieran no las habría en el almacén. Quizá otro en tu lugar no se habría atrevido, pero puede que eso sea algo a tu favor. El tiempo lo dirá. Yo no me precipito en mis juicios.

– Tú no te precipitas en nada, Aulo. Confieso que al primer vistazo me engañaste. Otros disimulan callándose. Tú disimulas a gritos.

– Tengo un oficio que me exige gritar. Quizá no sea un buen oficio, ahora que lo mencionas. Es el que acerté a buscarme.

– No sé, capataz, creo que por mucho que te esfuerces no voy a ser nunca capaz de compadecerte.

– Puedo vivir sin ello, no te apures -bromeó Aulo, apartando la sopa con una mueca de fatigada repugnancia.

Durante las dos primeras horas después de la comida Bálder siguió trabajando en sus papeles, mientras los hombres terminaban la limpieza del coro. Cuando Níccolo osó acercarse a interrumpirle, el recinto había cambiado por completo de aspecto. Limpio parecía más grande, y al aumentar la sensación de tamaño aumentaba también la de vacío.

– No sé si da su aprobación, maestro -imploró Níccolo.

– Sí, cómo no -concedió Bálder, a la vez que dejaba la pluma sobre el tablero-. Queda tiempo para tomar las medidas. Coged las cintas.

Níccolo organizó a los hombres de acuerdo con las indicaciones de Bálder, que fue designando las distancias que le interesaba conocer con precisión. Estaban midiendo la profundidad del coro cuando, en la boca abierta en la lona, apareció una figura tambaleante.

– Salud, Fálder, y familia -farfulló el recién llegado, a quien no fue difícil identificar como Pólux antes de que la luz de una de las lámparas descubriera completamente su rostro.

Níccolo se volvió hacia Bálder, y lo mismo, un segundo después, hicieron los otros cuatro hombres: Sexto sin expresión definida, Paulo al acecho, Casio con un indisimulable regocijo y Alio con prudencia.

Bálder enfrentó la mirada de los cinco, sin alterarse.

– No recuerdo haberte invitado, Pólux -amonestó al intruso.

– Te perdono por ello, amigo mío. Ya sabes que no soy hombre de ceremonias. Me he permitido invitarme yo mismo a la inauguración. Traigo algo para bautizar tu palacio. -Y alzó la mano para mostrar la botella que blandía con poco respeto de la vertical.

– Éste es un lugar de trabajo y estamos trabajando.

– No por mucho madrugar amanece antes. Deja para mañana lo que puedas no hacer hoy.

– Estás borracho -observó Bálder, y con una pizca de desprecio preguntó-: ¿Es que no se te ocurre otra forma de hacer pasar el día?

Pólux se frotó la mejilla. Después, reflexionó:

– Sólo los cretinos y los héroes permanecen serenos, mientras padecen el oprobio de existir. Poseo experiencia sobrada para saber que el heroísmo resulta sumamente infrecuente. Así que me inclino por pensar que eres un cretino, maestro.

Bálder encajó el venablo sin conmoverse, observando a sus hombres.

– ¿Hay algo que te parezca que puede divertirnos, Casio? -preguntó, prescindiendo de la presencia de Pólux.

Casio truncó apresuradamente la sonrisa que había dejado que iniciaran sus labios y permaneció callado.

– No va a defenderse, maestro, no seas canalla -rió ruidosamente Pólux-.Yo sí puedo defenderme. Atácame a mí otra vez. He visto pocas cosas tan graciosas como la cara de puerro que se te pone cuando me insultas.

Bálder retiró la vista de sus hombres y echó a andar hacia el visitante. Caminó despacio, en linea recta, mirando al suelo y sin sacarse las manos de los bolsillos. Cuando llegó a donde estaba Pólux se detuvo y limpió con la punta del pie un grano de arena imaginario sobre el pavimento.

– No tengo la menor intención de insultarte -explicó al estucador-. No despiertas mi curiosidad hasta el extremo de pararme a pensar insultos para ti. Ni siquiera me importa por qué vienes a estorbarme sin que te haya hecho nada. Solamente te exijo que te vayas, y que no vuelvas.

– Por lo que veo, en tu país la hospitalidad goza de escaso prestigio -juzgó Pólux-. Qué otra cosa se puede esperar de un sitio donde morirse sobrio es virtud.

– No creo que conozcas mi país lo bastante.

– Lo conozco de sobra. Está por todas partes, maestro. Tiene tantos hijos que cansa contarlos. Me he equivocado empeñándome en darte alguna probabilidad. Un error disculpable, fruto de la novedad y de alguna flaqueza del cerebro. Ahora veo que eres de los que merecen su destino.

– Rectifica pues. Vete.

– Tendrás que echarme. No son ganas de seguirte viendo, es el orgullo que me impide obedecer a un imberbe.

Los hombres presenciaban en silencio el duelo entre el maestro y el intruso, sorprendidos por la dureza del primero e intrigados por la verborrea del otro. Bálder percibió, no obstante, el retraimiento de Níccolo, el sutil desdén de Alio.

– Te estoy echando -dijo a Pólux.

– No así. Así no lograrás que me vaya.

Titubeante, el extranjero sacó las manos de los bolsillos. Las acercó a los hombros de Pólux, con intención de hacerle girar. El otro las miró con compasión, y cuando fueron a posarse sobre su cuerpo disparó el brazo y las apartó con tal fuerza que Bálder estuvo a punto de perder el equilibrio.

No tuvo espacio ni calma para pensar. Su mente oscurecida emitió una orden furiosa y lanzó un puñetazo que topó con un rostro de esponjosa consistencia. El agredido cayó sin sentido, rompiendo con estrépito contra el suelo la botella que sujetaba. Bálder reparó en que se había desplomado sin soltarla, como si los dedos de Pólux asieran el vidrio con independencia de su voluntad. Incluso en el suelo retuvieron el gollete al que sólo permanecía unida una mínima parte de lo que había sido la botella. Luego notó el dolor que acudía a sus nudillos. Aunque aquél era el primer puñetazo que pegaba desde su infancia, le había dado con toda el alma.

La cabeza de un operario, atraído por el ruido, asomó en la abertura de la lona y desapareció inmediatamente. Bálder se quedó por un instante sin saber qué hacer. Alio se aproximó al hombre tendido, se agachó a su lado y le levantó el cráneo. La nariz sangraba y tenía los ojos cerrados.

– ¿Cómo está? -inquirió Bálder.

– Fuera de combate -apreció Alio, con indiferencia-. No morirá de ésta, si desea un diagnóstico. Un excelente golpe, maestro.

En eso apareció Aulo en el coro. Solo, como siempre.

– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -tronó.

– Vino a provocar. Tuve que golpearle -informó Bálder, sin firmeza. Buscó algún apoyo de sus hombres. Todos se mantuvieron al margen, que era casi apoyar una reprobación. Níccolo, desde la otra punta del coro, le contemplaba inmóvil, perfectamente anulado.

Aulo se inclinó sobre el hombre derribado. Alio le tranquilizó:

– El puñetazo fue fuerte, pero no se ha hecho daño al caer. Está más borracho que lastimado.

Aulo se levantó y se dirigió a Bálder:

– Ven conmigo.

Afuera la lluvia caía con cierta intensidad. Al sentirla en su cara Bálder comprobó que estaba indeciblemente fría. Un grupo de operarios se había arremolinado ante el coro. El extranjero acertó a distinguir también a algún artista. Aulo dispersó al grupo sin contemplaciones:

– A los que quieran quedarse a mirar les garantizo que tarde o temprano caerán de un andamio alto. Me empeñaré personalmente en ello.

Los hombres volvieron a sus ocupaciones. Aulo se aseguró de que aquello quedaba despejado y repartió un par de órdenes perentorias a algunos que se rezagaban. Después llevó a Bálder junto al muro. Con voz templada, le dijo:

– Conozco a Pólux. Sé que es un buen hombre y nunca se ha peleado con nadie. Lleva muchos años aquí y vive en paz con su conciencia.Antes de despreciarle por su botella debes meditar que estar en paz no resulta sencillo para algunos hombres. Te confío esto para que entiendas por qué creo que has tenido tú la culpa. Antes de que desperdicies esfuerzos, te aseguro que no podrás convencerme de que no tuviste más remedio que apalearle.

– No voy a intentarlo -repuso Bálder, con una mezcla de cansancio y pudor tardío.

– Párate y piensa alguna vez. Si sigues equivocándote tanto y tan pronto no tendrás ninguna oportunidad de que esta gente te acepte.

– ¿Es que he tenido o tengo alguna oportunidad?

– No soy aficionado a esa clase de vaticinios. Mi trabajo es que esto funcione; por inconcebible que pueda resultarme, que todos, tú incluido, funcionéis. No perderé tiempo cruzando apuestas con nadie acerca de tu futuro. Cuando me convenza o me convenzan de que no sirves, habrás dejado ya de ser un problema para mí. -Y suavizando su tono, el capataz agregó-: Estás solo pero no voy a apiadarme, porque yo he sobrevivido más solo que tú. No sé si me estoy explicando. No te amenazo, porque no me importa tu suerte ni podré decidirla nunca. Forma parte de mi sueldo advertir a los descarriados, y eso es lo que hago ahora contigo. No vas a ningún sitio entrando en reyerta con un hombre que no daña a nadie.

– Comprendido.

– No, no comprendes. Tienes cinco subordinados esperándote y nunca van a creer en ti. Eso es lo que tienes que comprender.

– He dicho comprendido, capataz. ¿Puedo irme?

– A donde te plazca. Eres un artista.

– Bien. Gracias por tomarte el trabajo.

– No hay de qué. Lo hago sólo para que mis hijos calmen el estómago.Así duermen y me dejan dormir.

Esa misma tarde, cuando Bálder regresaba a la ciudad, después de haber medido el coro con la colaboración reticente de sus hombres, empezó a caer la nieve. Al principio eran apenas unas pocas pelusas de hielo, pequeñas y casi ingrávidas. Ya durante el camino hacia su alojamiento, el extranjero pudo experimentar cómo la nevada arreciaba sobre las oscuras callejas. Media hora más tarde, mientras la espiaba tras la ventana, la nieve se adensó hasta llenar el aire, y en las horas que siguieron se extendió sin prisa sobre la tierra, como la piel nueva de un animal dormido. Aquella noche descansó mal, aunque le producía un vago placer imaginar desde el calor de su lecho que la nieve se iba acumulando tenazmente en el exterior. No podía quitarse de la mente el recuerdo de la mano absurda de Pólux, aferrando el gollete de su botella pulverizada. Tampoco olvidaba que el almacenero, iniciado el temporal de nieve, declinaba cualquier responsabilidad sobre la demora que sufrirían los suministros que aguardaba. Necesitaba de un modo físico empezar a hacer, a variar algo en la parcela de la catedral y del mundo que le habían reservado. Pero había estrellado sus fuerzas, en una maniobra estúpida, contra el escollo de Pólux, sin conseguir otra cosa que desandar lo poco que había adelantado. Y ahora debía enfrentarse a una parálisis cuya duración no cabía predecir. Tal vez el comienzo de los trabajos le habría ayudado a recuperar el prestigio perdido ante sus hombres. O tal vez no. Quienquiera que fuera quien había planeado su fracaso, lo había hecho a conciencia.

A la mañana siguiente, la nieve cubría los tejados, obstruía las puertas, anegaba las ventanas desde el parco asiento de los alféizares y transfiguraba el paisaje con sus nítidas superficies. Y aunque había perdido la intensidad profusa de la noche, seguía cayendo, sin descanso. Bálder se desplazó como pudo hasta la catedral, siguiendo el ejemplo y la estela de otras diez o veinte figuras oscuras que le ayudaron a orientarse entre la ventisca. Alcanzó el recinto aterido, exhausto, con los pies húmedos. Aunque ya era la hora de comienzo habitual de los trabajos, no había nadie en la obra. Vio que los que acababan de entrar por delante de él atravesaban el templo y se dirigían hacia el barracón que servía de comedor. No se le ocurrió mejor alternativa que seguirles también allí, y eso fue lo que hizo.

En el barracón estaban todos los que habían logrado llegar. En cuanto dejaron de zumbar sus oídos, Bálder distinguió la voz de Aulo. Sonaba tranquila, casi cálida.

– Sabéis lo que significa esto -decía-. Tendréis que hacer el sacrificio de venir hasta aquí, porque en cualquier momento puede mejorar el tiempo y entonces trabajaremos. Pero mientras eso no suceda, podéis tumbaros y descansar. Los que quieran jugar a los naipes que jueguen, y los que prefieran el vino que piensen que da un calor que pasa pronto y embota la cabeza. Si os parece que no os arrepentiréis en caso de tener que salir al tajo, bebed todo lo que queráis.

En ese momento el capataz se fijó en Bálder. Maliciosamente, dijo:

– Lo anterior vale para todos menos para los que tienen la faena bajo la lona. La nieve no cae allí dentro, así que podrán trabajar, si su responsable lo estima necesario.

Bálder comprobó en una breve ojeada que todos sus hombres estaban allí: Níccolo convenientemente apostado cerca de una estufa, Paulo y Casio juntos en un rincón, Alio sentado solo junto a una de las mesas y Sexto muy tieso en medio del mar de cabezas de los que escuchaban en pie al capataz. Avanzó entre los operarios, a quienes, sus caras lo proclamaban, no inspiraba la menor simpatía. Se acercó a Aulo y le pidió que le acompañara a unos metros de donde se congregaba el grueso de los hombres.

– Eso no me ha sido de mucha ayuda -observó Bálder, con encono.

– Es equitativo. Los demás no pueden hacer nada, pero vosotros sí.Alguna desventaja tenía que tener vuestro privilegio.

– ¿Era necesario decirlo para que lo oyeran todos?

– No veo qué inconveniente te puede causar.

– Eres un mentiroso o un inconsecuente. Ayer creí entender que tratabas de evitarme problemas.

– Entendiste bien.

– Entonces debes de ser tú el que no entienda. Creo que ya me detestan bastante sin necesidad de que me pregones.

Aulo mostró las palmas de las manos. Eran unas manos limpias y pequeñas. Con fingida humildad, razonó:

– Pensé que era una ocasión para que se resarcieran de la ventaja que en circunstancias normales disfrutáis tú y tus hombres.

– Podríamos haberlo hablado en privado. Les habrías evitado una desilusión. Mis hombres tampoco van a trabajar.

– Es tu decisión. Tú debes valorar las consecuencias.

– No es una decisión. No tengo herramientas, ni madera, y tardarán semanas en llegar. Lo único que mis hombres podrían hacer es traer las pocas cosas que hay en el almacén. Obligarles a hacerlo bajo la nevada es una crueldad innecesaria.

Aulo se encogió de hombros.

– No me debes ninguna explicación. El coro es tuyo. Haz lo que te parezca.

Bálder desafió al capataz.

– No creí que también tendría que cuidarme de ti. Aunque me lo avisaron.

– ¿Ah sí? Algún despistado, supongo.

– No me pareció despistado.

– Ni voy a preguntarte su nombre ni voy a morderme las uñas hasta que me lo digas.

– No tengo la menor intención. Otra cosa quiero que sepas: yo sí voy a trabajar.

– Abnegado gesto. Vas a impresionarles.

– Puedo hacer algo en el coro mientras nieva. Y para completar la tarea en la que estoy pensando me vendrá bien estar solo.

– Me doy por enterado. Que te cunda.

Aulo se separó de Bálder como si deseara reducir su contacto con él a lo estrictamente imprescindible. Se abrió paso entre los hombres y fue a sentarse en su mesa de siempre, donde el extranjero había venido acompañándole. Ya jamás volvería a pedir ser acogido allí.

Llamó a Níccolo. Su segundo se separó de la estufa y acudió con presteza.

– Sí, maestro -dijo. Aunque su tono era de subordinación, Bálder no pudo evitar el barrunto de que algo se había aflojado en su actitud hacia él.

– Reúneme a los hombres -ordenó, y al punto rectificó-: O no, no hace falta. Diles simplemente que se quedan aquí, con los demás. Mientras no deje de nevar no puede hacerse nada. Que aprovechen para descansar o para lo que quieran.Yo me voy a la nave a terminar los planos, ahora que tengo las medidas.

– ¿Me necesita para algo? -se brindó Níccolo.

– No. Para qué. Quiero decir, no necesito ninguna ayuda para dibujar. Al contrario. Al menos, espero que nadie tenga la ocurrencia de ir a molestarme con este tiempo.

Antes de ir hacia la puerta, Bálder reparó en el pequeño grupo de artistas que se había formado a un lado de la gran sala. Entre ellos vio el semblante malévolo de Horacio, el escultor de mujeres. El otro le sonrió y terminó por saludarle con la mano. Los demás permanecían ocupados en sus asuntos. No vio a Pólux por ninguna parte, aunque tampoco le buscó con empeño. Se abrigó y salió sin despedirse de nadie.

Durante los días que siguieron, azotados sin pausa por la nieve que amenazaba con sepultar la catedral entera, trabajó con terca concentración en sus planos. Para paliar el frío, trasladó la mesa hasta la parte más abrigada del coro y situó dos estufas a su espalda. En alguna ocasión tuvo que acercar la pluma a las brasas para que la tinta volviera a licuarse. También hubo de procurarse una pala, con la que apartó de la entrada del coro la nieve que la bloqueaba durante la madrugada. Como las mañanas eran tenebrosas y las tardes una especie de noche, en el interior del coro la oscuridad era casi continua. Bálder dispuso en medio de la negrura su pequeña isla de luz, alimentada por la lámpara y por el anaranjado incendio de las estufas. Desde allí, cuando su atención trataba de desviarse del papel, no veía otra cosa que sus pensamientos, y éstos regresaban denodados al lento alumbramiento que le rescataba de la impotencia que había estado padeciendo. Aferrado a su pluma, navegando por el papel, conquistaba la certeza de sustraerse temporalmente a las asechanzas de aquel lugar. Mientras inventaba su obra ensanchaba el mundo, y a la vez evitaba que el mundo le comiera las entrañas. Consciente de lo muy débil y expugnable que era fuera de allí, se fortificó en un paisaje interior que se multiplicaba y poblaba a la olvidada velocidad de su imaginación. Algunos días prescindió incluso de la comida, momento adverso en el que había de ir hasta el barracón y soportar durante media hora el ruido de los demás. Reconoció, y no era ni mucho menos la primera vez, que en el contacto con otros, ya fuera en la conversación o en la pugna, en el mando o en la obediencia, se empobrecía y se deshabitaba hasta convertirse en una sombra errada y sin rumbo. Sin duda su destino habría sido extraviarse, de no haber dispuesto esporádicamente de aquella otra posibilidad: cuando acertaba a retirarse y suplicaba, cansado y herido, un reencuentro con el alma lúcida que todos los hombres poseen alguna vez y que muchos entierran sin homenaje. Entonces comprobaba con asombro que quedaban en él restos de aquella alma, y que atendían a su súplica. Entonces, sólo entonces, llegaba a creer que tenía algo que ofrecer a sus semejantes y aun a los dioses, si alguno había o alguno reparaba en las tribulaciones de los mortales. Algo de aquello conoció en los días febriles que pasó absorto en su obra y aislado por la nieve. La vida guardaba un camino para cada uno, y el suyo era contradictorio y difícil. No tenía otro modo de apreciar la existencia que rehuir y alterar casi todo lo que existía.

Una mañana, cuando hacía aproximadamente una semana desde el comienzo del temporal, Bálder vio desde la ventana de su cuarto que la nevada había cesado. Tras las nubes que cubrían el Levante se adivinaba otra vez el resplandor del sol. Aunque el camino hasta la catedral era tan penoso como en días anteriores, los hombres con los que coincidió mientras lo recorría avanzaban más ligeros, cambiando bromas y arrojándose enormes bolas de nieve. Bálder no disfrutaba del cambio, como tampoco entendía que los otros tuvieran razones para la alegría, ante la perspectiva de reanudar un trabajo con el que ninguno parecía gozar.

En la obra, Aulo, con nuevas energías tras la semana de descanso, dirigía las tareas de limpieza. Los hombres, sirviéndose de largas palas, apartaban la nieve con el propósito ingente de reintegrar la catedral a un estado que permitiera proseguir los trabajos. Bálder tomó directamente el camino del coro. Antes de entrar, la voz del capataz le detuvo:

– Espera.

Bálder se dio la vuelta y esperó hasta que Aulo, intentando no hundirse en sus pisadas, llegó a su lado.

– ¿Qué quieres? -preguntó entonces.

– No puedes entrar ahí.

– ¿Por qué?

– Mira.

Bálder alzó la vista y miró lo que Aulo le señalaba. Sobre la lona se había acumulado una gran cantidad de nieve, que la abombaba peligrosamente.

– Te has estado jugando la vida. ¿No lo veías?

– Había poca luz -repuso Bálder.

– Ahora tenemos que pensar cómo podemos quitar la nieve de ahí sin que nadie se mate. Afortunadamente, la lona ha resultado estar bastante bien instalada.

– Te felicito. ¿Cuándo crees que podré continuar con lo que estaba haciendo?

– Primero tenemos que limpiar el resto del recinto. Cuando lo hayamos hecho nos ocuparemos de la lona.Va a llevarnos unos cuantos días. Así dejamos, de paso, que el viento se lleve parte de lo que hay arriba.

– No puedo esperar unos cuantos días. Voy a llevar mis cosas al barracón. Seguiré allí.

– No permitiré que ningún hombre entre ahí debajo -advirtió el capataz.

– ¿Te lo he pedido? Me basto para transportar lo que me hace falta.

– No puedo dejar que entres. Sería responsable si te sucediera algo.

El extranjero dejó escapar una carcajada. Con sarcasmo, juzgó:

– Si lo que me pudiera ocurrir no te ha preocupado durante una semana, te será fácil otorgarte otros cinco minutos. No necesito más.

Bálder entró bajo la lona. Mientras atravesaba el coro, miró hacia el techo. La carga de nieve que soportaba era más que perceptible en los grandes vientres que se tensaban entre los soportes de la estructura. Recogió sus planos y sus útiles de dibujo y se dirigió sin premura hacia la salida. Aulo continuaba allí.

– Sobreviví -constató-. Espero que no se desmorone todo durante estos días. Tendríamos que empezar de nuevo. Entre eso y el invierno cundiría el desánimo.

– Hemos superado cosas peores -aseguró Aulo, sin inmutarse-. Las torres, por ejemplo. También nevaba por aquella época.

– Ya me figuro.

Aulo meneó la cabeza.

– No creo que puedas hacerte una idea exacta. Estos hombres saben sufrir, maestro. Tú todavía tienes que demostrarlo. Por sí se te ha pasado por la cabeza, te garantizo que nadie te va a admirar por la insignificante locura que has cometido. Ni aunque te hubiera costado la vida.Todos sospechan que lo hiciste sin darte cuenta.

– Da igual. Durante esta semana ha dejado de importarme bastante mi reputación entre vosotros.

El capataz sopesó el gesto ausente de Bálder.

– No deberías creerte más que los demás. Cualquiera de éstos ha visto derrumbarse a diez o doce mucho mejores que tú.

– Me malinterpretas. Por lo común, me conformo con no ser mucho peor de lo que era ayer -precisó Bálder, con optimismo-. No tengo afán de compararme con nadie, y menos aquí. No me gusta jugar con dados trucados, ni cargándolos yo ni cuando los han cargado otros. Tengo un trabajo que hacer y estoy progresando. Es una lástima que haya dejado de nevar y que todos salgáis de la madriguera, pero no podía durar siempre. Me adaptaré. Que tengas un buen día, capataz.

De camino al barracón, se encontró con Níccolo. Su segundo se aproximó dubitativo, como si arrastrara mala conciencia por no haberle acompañado durante la nevada, no obstante habérsele ordenado que se abstuviera. Bálder le saludó con abierta cordialidad:

– ¿Cómo van las cosas?

– Bien, maestro. Los hombres esperan instrucciones.

– No puede entrarse en el coro. Hay peligro de que la lona se venga abajo. Poneos a las órdenes de Aulo y ayudad a limpiar. Ya os reclamaré cuando podáis echarme una mano.

En el barracón, Bálder encontró a Pólux. Aún tenía el rostro magullado. El estucador ni siquiera levantó los ojos cuando entró, ni en todo el tiempo que estuvo preparando una mesa sobre la que trabajar. Bálder vaciló entre saludarle o sentarse sin más ante sus planos. Al fin, dijo:

– Lamento haberte golpeado. No supe lo que hacía.

Pólux siguió a lo suyo, como si no hubiera nadie allí. El extranjero optó por ocuparse en la tarea que tenía pendiente. Los planos estaban casi concluidos, pero aún le quedaba rematar varios detalles. Si la nevada hubiera durado otro día habría sido suficiente. Ahora podía llevarle algún tiempo más. Desplegó los papeles y abrió el tintero. En ese instante, a su espalda, oyó a Pólux:

– Bienaventurados los imbéciles, porque de ellos se sirve el Señor.

Volvió la cabeza. Pólux parecía concentrado sobre su mesa, pero justo entonces añadió:

– Oscuro entre todos fue el día que llegaste. Ellos todavía no lo han entendido, pero lo entenderán. Y tú, nunca sientas la tentación de jactarte. En realidad, nadie debería tener más miedo que tú.

A nadie afectan las incoherencias que puedan salir de la boca de un borracho. Pero apenas terminó Pólux su breve discurso, un escalofrío inexplicable le recorrió el espinazo a Bálder.

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