Pasaron los días, amontonándose unos sobre otros como Bálder, tras quemar la talla de Náusica al pie de las torres, fue amontonando contra la pared, sobre el suelo, en cualquier parte, los trabajos en que sin ninguna fe ocupaba las jornadas.Ya no tallaba nada que tuviera que ver con lo que alguna vez le había importado: se limitaba a reproducir fragmentos que tomaba al azar de los primeros bosquejos que había realizado para la sillería de la catedral. Apenas cruzaba palabra con los otros, pero a la vista de aquellas piezas inútiles, Bálder había de reconocerse tan rendido y adocenado como el resto de los habitantes de la obra.Y a pesar de todo, insistía.Trazar con sus herramientas aquellas formas ya sin significado era también una manera, dañina pero accesible, de medir el tiempo. El extranjero sostenía una espera, y aunque no sabía qué era lo que aguardaba, no podía dejar de gastar cada uno de los instantes. Hacer que sus hierros siguieran hiriendo la madera, sin dirección, sin propósito, era dejar que la costumbre le relevase del esfuerzo de decidir, permitiéndole deslizarse sin poner nombre a la nada que sucedía dentro y fuera de su espíritu.
Tan encallado y estragado se sentía que en ocasiones daba en desear que Ennius fuera autorizado a llevar a término las amenazas que le había manifestado en su última entrevista. No descartaba que algún día, cuando Náusica se aburriese del juego para el que había elegido a Bálder, el canónigo obtuviera los poderes necesarios para desquitarse. Posiblemente éste era el desenlace que esperaba y a él sólo le correspondía mantenerse en aquella atareada inacción durante el espacio suficiente. Pero después de haber sometido a prueba a Ennius y haberle visto claudicar, le costaba poner alguna esperanza en el canónigo. Entonces su inmunidad le pesaba como un bloque de piedra que le hubieran echado a la espalda; como si no fuera, en definitiva, otra cosa que la argucia con la que Náusica le tenía prisionero. En cuanto al hecho de que la hija del Arzobispo le distinguiera con su atención y con su inusitada paciencia, principalmente tendía a achacar ambas cosas, sobre todo la paciencia, a algún antojo no demasiado vehemente. Otras veces, en cambio, imaginaba que la muchacha alimentaba, en realidad, una enfermiza obsesión. Bastaba evocar, no obstante, el hielo violeta de su mirada, para sospechar que cualquier palabra que ella hubiera pronunciado y Bálder hubiera podido interpretar en tal sentido no pasaba de ser un espejismo.
Tal vez habría muerto sin ruido, en aquel estado de anonadamiento, pocos o muchos años después, si cierta mañana una desusada visita no hubiera acudido a arrancarle de su letargo. Salía de su celda, después de desayunar, cuando dos hombres de imponente estatura y negros atavíos se interpusieron en su camino. Reparó en las manos enguantadas, en los bastones también negros y relucientes que les colgaban de la cintura, y sólo se atrevió a alzar la vista al rostro de uno de ellos cuando oyó la comprobación, o la orden:
– Eres Bálder, el tallista.
– Sí -repuso u obedeció.
– Debes acompañarnos -informó, cortésmente, el otro guardián.
– ¿Adónde? -preguntó, sin la ilusión de que le contestaran.Absurdamente se acordó de haberle prometido al capataz algo para el momento en que fueran a buscarle, pero no pudo juzgar si cumplía o no con su promesa. Era como un enfermo incurable que recibía al fin la visita de la muerte, cuyo horror había creído infundadamente aceptar. Aquello era nuevo, y Bálder se notó tan débil como nunca lo había estado ante la obra.
El guardián que había hablado en primer lugar se apiadó:
– Se nos ha encomendado que te llevemos al despacho del canónigo Ennius. Es todo. No debes temer.
– Comprendo -dijo Bálder, sin poder dejar de temerles.
Caminó delante de los dos hombres por escaleras y corredores, recorriendo en sentido inverso, aproximadamente, el mismo itinerario por el que meses atrás le había guiado una todavía desconocida Camila. Meditó sobre el tiempo transcurrido y sobre las cosas que habían pasado, se habían corrompido o desvanecido desde entonces.Vio en un segundo las horas de labor en el coro, las noches con Camila, las conversaciones con Núbila, su iniciación al mundo oculto con Horacio, las fugaces apariciones de Náusica. Con el rostro de ésta inundándole el pensamiento, traspuso el umbral de la antesala, que le franqueó uno de los guardianes. No estaba allí, por cierto, la gris mujer llamada Leda a la que pertenecía un trozo insignificante de su recuerdo. Uno de los guardianes abrió la puerta del despacho y le invitó a pasar. Bálder, como en sueños, entró. La puerta se cerró tras él. Tardó un poco en darse cuenta de que quien allí le aguardaba no era Ennius.
La mujer no vestía como el común de las funcionarias del Arzobispado. Bálder, sin embargo, conocía aquella indumentaria. La había visto en la reunión nocturna donde también había conocido a Náusica. Pronto reparó en que la mujer era una de las que habían asistido a aquella reunión. Estaba arrellanada en el sillón de Ennius. No había nada sobre la mesa. Los estantes del despacho estaban vacíos.
– Puedes sentarte, si te apetece -indicó la mujer, sonriente-. Ponte a gusto. Nadie va a venir a amonestarte.
– Cuando dices nadie, quieres decir Ennius -supuso Bálder, procurando rehacerse. El despacho, decididamente, había sido limpiado a conciencia de cualquier rastro del canónigo.
– Quise decir nadie. ¿Sorprendido?
– Quizá. ¿Quién eres tú?
– Eunice -gorjeó la mujer.
– ¿Y qué es lo que quieres de mí? Si es algo a lo que no puedan forzarme esos dos que se han quedado ahí afuera -titubeó-, me veo en el deber de advertirte que no accederé.
La mujer entornó los ojos. Era muy pálida y lucía una melena negra y ensortijada. Cuando alzó los párpados, dejó al descubierto unos iris de color amarillento.
– Los guardianes no se han quedado afuera -explicó-. Han ido a atender otras obligaciones.
– En ese caso, no importa lo que quieras de mí. Pierdes el tiempo.
– Personalmente no deseo nada de ti. Se me ha encargado que te buscara y te enseñara esto -y señaló con un movimiento de su nívea mano toda la extensión del que había sido el despacho de Ennius.
Bálder reflexionó durante un par de segundos.
– Me has encontrado y me has enseñado esto -resumió-. Si el propósito era que sacase alguna conclusión, no se me ocurre nada que merezca la pena. Creo que es hora de que me vaya a la obra, si no tienes inconveniente.
– Hay algo más. Debo llevarte a presencia de alguien.
– Eres algo flaca y no pareces muy fuerte. Sin la ayuda de los guardianes dudo que puedas obligarme.
Eunice dejó escapar una risa maliciosa.
– Mis instrucciones son persuadirte, no obligarte -aclaró.
Bálder se había repuesto casi por completo del efecto que la aparición de los dos guardianes a la puerta de su celda le había producido.
– Es demasiado temprano y demasiado tarde a la vez -declaró, con hastío-. No digo que no puedas resultar atractiva, pero en los últimos tiempos he perdido en buena parte el apetito por las mujeres. Sólo me asalta algunasnoches, cuando me harto de estar solo. Prueba entonces.
– No se me ha pasado por la cabeza recurrir a esa forma de persuasión -se escandalizó Eunice-. No soy una prostituta.
– ¿No? -se extrañó Bálder-. Es curioso. Creí que todos aquí éramos prostitutas. El Arzobispado paga y nosotros abrimos de par en par el alma. El Arzobispado derrama su simiente y todos concebimos y abortamos un pedazo de monstruo. La suma de todos los pedazos es lo que llaman la obra. Disculpa mi manera de hablar. No suelo hacerlo más que conmigo mismo la mayor parte del tiempo.
– Puedo entender lo que dices. Estoy informada de tus andanzas.
– Todo esto es completamente estúpido. Me han traído aquí para que vea que a Ennius le ha pasado algo malo. Lo he visto y no tengo ganas ni necesidad de conocer los detalles, así que no hay por qué dedicarle al asunto más tiempo. Con tu permiso, me voy.
– Si lo haces, tal vez envíen de nuevo a los guardias -fantaseó Eunice, acariciándose una sien.
– ¿Es una amenaza?
– Es una posibilidad. No podría asegurarlo.Yo no soy quien daría la orden.
Bálder se dejó caer sobre el asiento que había ante la mesa de Ennius.
– Voy a serte franco, Eunice, quienquiera que seas -admitió, con cansancio-. No me ha agradado que esos dos hombres vinieran a buscarme esta mañana. Por un momento he temido que mi integridad corría peligro.Y no soporto el dolor fisico.
– Una reacción razonable.
Quiero decir que si mi opción es entre ir voluntario a visitar a quien sea y obligarte a que esos hombres me obliguen, no estarnos donde creía estar. Si lo que se me pide puede ser arreglado por los individuos de los guantes, descuida; les ahorraré gustoso el trabajo.A menos que quiera verme cierta persona, ante la que sólo compareceré por la fuerza.
Eunice se aproximó. Con voz susurrante, repuso:
– No es exactamente como lo pintas. En principio, aquel a quien obedezco prefiere no tener que recurrir a ninguna clase de violencia. Nadie quiere que sufras el más mínimo daño.
Bálder arrugó la frente.
– Pongamos entonces que me has persuadido -concedió-; no discutamos por la palabra. ¿Ante quién has de llevarme?
– Su nombre no te diría nada.
– ¿En qué se ocupa?
– Es uno de los secretarios del Arzobispo. Yo soy su ayudante.
– Ya veo. ¿Y no habría sido más sencillo que me llevaran los guardianes ante él?
– Quiso que pasaras por aquí antes. Pensó que acrecentaría tu interés por verle.
– Han sido los guardianes quienes me han impresionado. No me asombra que este despacho esté vacío. Hace siglos que no sé de Ennius. Casi le había olvidado.
– Pues ayer mismo estaba aquí, dictando el último memorándum en el que pedía tu expulsión de la obra. Un memorándum apasionado, pero reiterativo. Ennius debió haber sopesado el silencio que encontraron sus anteriores peticiones. Sobre ciertos particulares, la dirección de la obra tiende a pronunciarse por omisión.
Bálder se echó hacia atrás en su asiento y colocó el pie derecho sobre el filo de la mesa.
– Lamento profundamente la torpeza de Ennius -deploró, nostálgico-.Ya no podrá esparcir su caspa por esta habitación y en su sillón se sienta ahora una mujer que se burla de su diligencia. ¿Hay algo más en lo que debas instruirme?
– Es probable que no te hagas cargo de la trascendencia de este día.Vas a entrevistarte con 9uien redacta órdenes que el Arzobispo firma sin mirar. Ordenes que a veces nadie, salvo él mismo y quien haya de ejecutarlas, conoce. Ordenes que se cumplen sin rechistar.
– ¿Te encargó que trataras de apabullarme contándome esas cosas?
– ¿Y si lo hubiera hecho?
– Me ayudaría a formarme un criterio sobre él.
– ¿Y?
– Seguirían asustándome los guardianes. Pero no me asustaría tu jefe. Creo que nunca temblaré ante él. No tengo temor de Dios, sino de sus criaturas. Cuanto más intentan parecerse a Dios, menos me preocupan los canónigos. No importa el emboscado que da la orden. Hay que preocuparse del que pone los dedos sobre tu garganta. No existe nada entre uno y el que da la orden. Con el verdugo, por el contrario, existe una especie de intimidad.
Eunice le dedicó un gesto de estupor.
– ¿Eres siempre así?
– ¿Cómo?
– Tan poco disimulado.
– ¿Ganaría algo ocultándome?
– Nadie se desnuda con el primero que se encuentra.
– Tal vez sea que he perdido el gusto por las mujeres, pero no el de estar desnudo ante ellas.
– ¿Es por mí?
– Si me hubieran enviado a un canónigo en tu lugar, me desnudaría menos.
La mujer le miró con sensualidad.
– Puede que debiéramos coincidir en algún otro momento y algún otro sitio.
– Puede, según para qué.Yo no arriesgo nada, pero tú ayudas al que decide por el Arzobispo. Es una posición que te entristecería perder.
– Es mi ventaja.
– Sabes dónde duermo -dijo Bálder-. Nunca iré donde duermas tú. No es que resista la tentación, me limito a cumplir mi penitencia. Siempre podría no estar a la altura. Por eso no persigo a nadie.
Eunice no hizo más comentarios. Se levantó y caminó despacio hasta la puerta. La abrió y le indicó al extranjero el camino:
– Nos esperan.
Cuando estuvo en el corredor, la mujer le rebasó y le invitó a que la siguiese. El tallista fue tras Eunice, abstraído en la ondulación de su cuerpo al caminar. Mientras ascendían hacia los pisos superiores del palacio, Bálder salió poco a poco de la abulia en la que había vivido durante las últimas semanas. La obra volvía a reclamarlo. Siempre que reanudaba el enfrentamiento tenía la sensación de que sólo había de servirle para acabar sufriendo una derrota más costosa que la de los demás, pero su instinto no le permitía doblegarse. Subió las escaleras que le conducían hacia el secretario, si Eunice no había mentido, con la resucitada intención de defender, contra las nuevas asechanzas de la obra, la sustancia interior que ya nunca podría salvar o restituir, sino, como mucho, conservar en una fracción cada vez más difusa.
La antesala del secretario, en la que había una amplia mesa sobre la que Eunice reorganizó unos papeles con soltura de propietaria, era bastante más espaciosa que el despacho de Ennius. El mobiliario era de mayor calidad y el paisaje que se contemplaba desde su ventana mucho más extenso que el que se contemplaba desde la del malogrado canónigo. Al fondo, apuntando sus cuatro brazos hacia el cielo, se veía la catedral en construcción. Eunice cogió un vaso de fino cristal tallado y se sirvió agua de la jarra que reposaba sobre una bandeja de plata.
– Se acerca el verano. ¿Tienes sed? -consultó la mujer después de apurar su vaso.
– No -contestó Bálder, desconcertado por los lujos de que ella disponía.
– En ese caso te anunciaré. Quédate aquí.
La ayudante del secretario salvó con su andar armonioso la relativa distancia que había entre su mesa y la puerta de madera oscura que se abría en la pared frontal. Golpeó un par de veces con los nudillos y entró sin demasiada ceremonia.
– Aquí lo tienes -oyó Bálder desde lejos-. ¿Le hago pasar?
– ¿Ha venido de buen grado? -dijo, algo más lejana, una cálida voz masculina.
– Más o menos.
– ¿Y eso qué significa? -interrogó el hombre. No para de hablar de los guardias.
– ¿Los utilizaste?
– No tenía tu permiso. Se fueron inmediatamente.
– No me refiero a eso.
– Sólo le hice ver que no podía garantizarle que no los fueras a utilizar tú.
– Eres una zorra, Eunice.
¿Podía acaso garantizárselo?
– Pudiste omitir el comentario.
– Me preguntó. Habría sido mejor que hubiera ido yo sola.Ya te lo…
– Sí, ya me lo sugeriste. ¿Puedo darte un consejo, querida?
– Siempre. Eres el jefe.
– No juegues con esto.
– Ni se me ocurriría. La niña lo quiere para sí.
– No debí haberte encargado que le trajeras.
– Haber bajado tú por él.
– No seas insensata. Que entre. Luego ajustaremos cuentas tú y yo.
– ¿Como de costumbre? -se rió Eunice.
– Que entre.
La mujer apareció bajo el dintel y caminó con los ojos bajos y una ambigua sonrisa hasta su mesa. Se dejó caer suavemente en el sillón y le señaló la puerta abierta con el pulgar izquierdo.
– Que entres.
– Ya lo he oído -asintió Bálder-. ¿No deberías haber cerrado?
Eunice le miró divertida:
– Para qué. Has pasado la raya hace mucho tiempo, maestro. Ahora sólo pueden suceder dos cosas y ninguna depende de lo que escuches o dejes de escuchar desde la habitación de al lado.
– Ya veo. ¿Te castigará?
– ¿Él? No lo creo. Tal vez lo consideraría, si la suerte terminara distinguiéndote. Pero hasta ahora no ha distinguido a nadie.Y no me pareces tan excepcional, aunque mi juicio no cuenta, claro.
– No entiendo.
– Ni falta que hace.Vamos.
Bálder avanzó hacia la puerta abierta. A medida que se iba aproximando, aparecía ante él una porción mayor del despacho del secretario. Al Sur y al Este, todo eran ventanales. Al Norte estaba la pared que iba a traspasar. Una vez lo hubo hecho, vio a unos quince metros a su derecha, que era el Oeste, la enorme mesa del secretario y tras ella una pared casi toda ella ocupada por un óleo que representaba un martirio célebre. El hombre, que se puso en pie al ver a Bálder, parecía pequeño en la inmensidad de su reino.
– Acérquese, maestro -le invitó.
Bálder fue hacia él. A su espalda adivinaba una perspectiva de la catedral mejor aún que la que disfrutaba Eunice. Cuando llegó junto a la mesa, comprobó que el secretario era en realidad un individuo de cerca de dos metros, entre cuyos dedos los suyos desaparecieron como si pertenecieran a la manecita de un bebé.
– Me llamo Livius. Me alegra conocerle -aseveró el secretario, cordial-.Tome asiento, por favor.
Livius era un hombre de mediana edad, aseado y elegante. Su sotana era sobria pero de un impecable corte y un magnífico tejido. No había ningún ornamento que brillara sobre ella. No lo precisaba. Ni siquiera lucía sobre su pecho el más elemental emblema del culto. Era el primer canónigo al que veía desprovisto de él.
– Celebro que haya tenido la amabilidad de acudir a mi llamada -dijo el gigante, pronunciando con exquisita corrección cada una de las palabras.
– No lo habría hecho si hubiera estado seguro de poder evitarlo -aclaró Bálder, sin tapujos.
– No he querido coaccionarle. Me temo que Eunice se ha excedido respecto a las instrucciones que le di.
– ¿Puedo largarme entonces?
– ¿Qué prisa tiene? Ya que ha subido hasta aquí, nada pierde dedicándome un rato.
– Ah. ¿Y qué será lo que gane?
– Tranquilidad. Conocimiento.
Bálder dibujó una mueca escéptica.
– No estaba intranquilo, hasta esta mañana, cuando han venido a despertarme dos sujetos con las manos escondidas bajo unos guantes. No me gustan las manos enguantadas. No suelen servir para nada que tranquilice. En cuanto al conocimiento, dudo que pueda enseñarme nada que yo quiera saber.
– Eso podría juzgarlo luego.
– Ya. Seré sincero con usted, Livius, aunque con esa pluma pueda escribir un papel que, refrendado por el Arzobispo, borraría del mundo toda huella de que alguien llamado Bálder nació y vivió algunas peripecias insignificantes.
– Me sobrevalúa, indudablemente -se opuso Livius, con modestia.
– Pudiera ser. El hecho es que ese luego al que todos se refieren siempre es la trampa. ¿Podría contarle mi teoría personal sobre el particular?
– Se lo ruego.
Bálder se frotó enérgicamente la frente para sacudirse el último resto de apocamiento. El día que entraba por los ventanales era luminoso. Tomó aire y miró derecho a los azules ojos del secretario.
– Al principio, uno viene no se sabe de dónde, sin haberlo elegido -habló al fin-. Uno trae un hato con un puñado de cosas. Algunas sirven para hacer otras. Unas pocas no sirven para nada. Hay quien abre el hato y coge las cosas que sirven, mira a su alrededor y escucha. Oye sugerencias distintas, quizá contradictorias. Luego de haber escuchado, y por mecanismos que nunca se explicará del todo, se deja convencer por esta y por aquella sugerencia. El hombre se da cuenta entonces de que tiene en la mano las cosas que sirven y las emplea conforme a las convicciones que han surgido en él. No le juzguemos en un sentido o en otro. Ha hecho, simplemente, lo que le pedía su inclinación.
Aquí Bálder se interrumpió. Recorrió toda la amplitud de la estancia y vio, al fondo, en el lado del Oriente, el armazón grisáceo de la catedral. Volviéndose hacia el canónigo, prosiguió:
– Hay, por el contrario, quien del hato abierto se fija primero en las cosas que no sirven para nada. Éste no mira a su alrededor ni escucha, todavía. Está ocupado en averiguar por qué las lleva en el hato, por qué le han hecho venir cargándolas desde el lugar del que partió. Las examina y ve que no sólo no sirven para nada, sino que exigen que las cosas que sirven sean empleadas en mantenerlas. Las cosas que no sirven son frágiles, algo enojosas, si quiere. Pues bien, aquí el camino se bifurca.Algunos, o muchos, se sublevan contra la tiranía de las cosas que no sirven, las arrojan lejos y toman las que sirven. Por ahí se llega, en esencia, a la situación anterior. Pero otros, no me pregunte por qué, envuelven cuidadosamente las cosas que no sirven y las guardan en el lugar más protegido, junto a su corazón. Sólo entonces se fijan en lo que sirve.A esas alturas, esta gente ya no busca qué hacer con lo que sirve, sino cómo hacerlo. No atenderán a las sugerencias que les llegan de fuera, ni surgirá en ellos ninguna convicción por obra de esas sugerencias.Ya tienen sus propias convicciones; las llevan bien envueltas, junto al corazón. Empuñan las cosas que sirven y se preparan como quien aguarda un ataque.Y tienen razón, porque siempre son atacados. Para esta gente, lo que se les ofrezca luego nunca podrá ser aceptado, salvo que pueda ponerse al servicio de sus cosas que no sirven. En cualquier otra circunstancia, forma parte del ataque. Lamentablemente para las posibilidades de que entre usted y yo, Livius, reine alguna concordia, yo pertenezco a esta última clase de gente, y usted no va con mis cosas que no sirven. No sé si me he explicado. He contado esto varias veces desde que estoy aquí, y nunca me ha dado la sensación de que me comprendieran.
El canónigo le observó fijamente. En su rostro anguloso, bien rasurado y cincelado, había una gallarda indulgencia. No era la compasión retorcida de Ennius, sino un sentimiento respetuoso. Con su voz templada, afirmó:
– Le mentiría si pretendiese haberme enterado de todo, pero puede tener la certeza de que le comprendo como no lo hicieron otros. No voy a escatimarle mi reconocimiento. Me admira.Aquí han estado otros artistas.Algunos trataban de aparentar que no me tenían miedo. Ninguno osó hacerme oír sus razones antes de que yo expusiera las mías. Y cuando les di ocasión, ninguno demostró tener ideas tan sólidamente asentadas. Que esté en un error, como creo honestamente, o que esté en lo cierto, como veo que porfiará en sostener, es lo de menos.
– No trato de hacer méritos ante el secretario del Arzobispo -objetó Bálder-. Sé que hará lo que tenga que hacer. El único objeto de mis explicaciones es que no haga esfuerzos en vano.Y a eso no me mueve la caridad, que desde luego no me inspira, sino la incomodidad en que pudiera ponerme mientras se esfuerza.
Livius levantó la vista y la dejó en lo alto, encaramada a alguna voluta del artesonado del techo.
– No sea tan hostil. Ése sí que es un esfuerzo innecesario. Mi misión es ayudarle.
– ¿A qué?
– No vayamos tan deprisa. Antes me gustaría que se hiciera cargo de cómo le he estado ayudando hasta hoy.
– Tengo mucho tiempo, a decir verdad -confesó Bálder-. Si me deja salir de aquí iré a la obra a continuar con algo que no se arruinará por el rato que lo deje sin atender. Pero eso no implica que me apetezca asistir a una sinuosa exposición, al estilo de los restantes canónigos que he conocido. Le agradeceré que abrevie tanto como le sea posible.
– Es usted un insolente, maestro.
– No tengo valor para ser insolente. Estoy cansado, nada más.Tan cansado como nunca pude imaginar que lo estaría. ¿Cómo me ha estado ayudando, Livius?
El canónigo bajó la mirada de las alturas en que la mantenía suspendida.
– Lo cierto -comenzó-, es que no me ha faltado el trabajo con usted. El primero a quien tuve que sosegar fue el canónigo supervisor general, el venerable e impulsivo Gracchus.A los quebraderos de cabeza que me costó aleccionarle para el desempeño de su cargo, moderando sus ímpetus propios de cualquier inexperto, tuve que sumar un par de discusiones, demasiado largas y desordenadas para mi gusto, sobre cómo debía reaccionar ante la humillación pública de que usted le hizo objeto durante la inspección de la obra. Una y otra vez, sin éxito, traté de persuadirle sutilmente de que lo más inteligente era dejarlo correr. Al final tuve que incurrir en algo que detesto: la obviedad. Hube de colocarle en una burda disyuntiva: o dejaba de insistir o esa misma noche el Arzobispo hallaría en el portafirmas el decreto de su destitución. Gracchus no es un hombre apropiado a la autoridad de que se le ha investido, lo que sin duda se rectificará en un futuro cercano, pero ante un planteamiento tan directo tuvo por primera y acaso última vez en su vida la grandeza de ser humilde.
– No sospechaba que Gracchus hubiera mantenido esa actitud -dijo Bálder-. Creí que Náusica le había encomendado que me transmitiera un mensaje. Y a él le creí por encima de mi desplante.
– Náusica no siempre tiene fortuna al escoger a sus mensajeros -juzgó Livius, sin rehuir el nombre que Bálder acababa de introducir calculadamente en la conversación-. Es hábil y astuta, pero también joven y a veces irreflexiva. Mi cometido consiste en parte en estar pendiente cuando su elección no es afortunada. No, maestro, Gracchus no estaba por encima de su desplante, pero pude resolver el problema. Lo malo es que entonces irrumpió otro importuno. Bueno, no exactamente entonces. Durante mi penosa polémica con Gracchus ya me exhibió un informe más bien grotesco que llevaba la firma del hombre en cuestión. El canónigo supervisor general trataba de respaldar con el in-forme sus improcedentes exigencias. Después de que hube logrado que Gracchus entrase en razón, éste vino a verme con un segundo informe, todavía peor que el anterior. No sé si habrá experimentado, maestro, que los hombres se vuelven mucho más necios de lo que son habitualmente cuando se sienten despechados. Leí aquellas cuartillas compuestas con apresuramiento, tan ligeras de seso como recargadas de adjetivos. Tras asimilar la desagradable impresión que produce toda tarea mal cumplida, hube de hacer el sobreesfuerzo de insinuar a Gracchus, quien según atisbé acudía con una secreta esperanza, que lo único que correspondía hacer con aquel informe era quemarlo en la chimenea que ardía junto a nosotros. Ésa que ve ahí. Gracias al cielo, fue el propio Gracchus quien se acercó hasta el fuego y fue introduciendo entre las llamas, una por una, todas las páginas de aquel adefesio.
– Pobre Ennius -consideró Bálder.
– Él no le trataba con tanta delicadeza en esos informes. Caía en una exagerada impiedad al proponer lo que debía hacerse con usted.
– Cumplia con su deber.
– Se equivoca, maestro.Ya había sometido la cuestión a sus superiores y sus superiores no habían compartido su criterio. Debió abstenerse de insistir, y sobre todo con un fundamento aún más exiguo que el de su primera tentativa. Pero no paró ahí. Dos días después, el hombre elevó a Gracchus un tercer informe. El canónigo supervisor general vino a traérmelo en persona. No quise discutirlo con él inmediatamente. Le rogué que me dejara solo y le prometí que al día siguiente le llamaría para debatir al respecto.
Livius se detuvo para tomar un sorbo de agua de un vaso idéntico al que Eunice tenía en la antesala, y que estaba junto a otra jarra sobre una bandeja de plata algo más grande que la de la mujer.
– El tercer informe -siguió- era de una calidad literaria similar a la del segundo. En contraste, contenía una minuciosa relación de hechos que presentaba algún rigor. El maestro tallista había sacado por la fuerza a un enfermo de neumonía de la enfermería y lo había trasladado al palacio, donde el enfermo había muerto, creando un grave riesgo para la salud de operarios y artistas. El maestro tallista se abstenía con regularidad de cumplir el horario establecido. Por último, el maestro insistía, a sabiendas, en expulsar a un espía del Arzobispado entre los operarios. La conclusión del informe, aunque candorosamente formulada, tenía cierta lógica: el maestro tallista representaba un peligro incontrolado, y aun teniendo en cuenta las excepcionales directrices que la superioridad pudiera tener sobre él, urgía tomar medidas para neutralizarle. Sin perjuicio de lo que la superioridad decidiera a la vista del informe, el canónigo informante advertía que procedía a denegar la solicitud de expulsión del espía y a ordenar la detención cautelar del maestro tallista.
– Tuvo poco tiempo para redactar ese informe -recordó Bálder-. Nunca sospeché que Ennius fuese tan laborioso.
– Ya padecía de obcecación. Un hombre obcecado no rehúye el sacrificio, aunque no aproveche a nadie. Llamé a Gracchus esa misma noche. Le supliqué que me permitiera saber por qué me seguía torturando con los desvaríos de aquel cretino y ante sus insuficientes justificaciones me limité a rogarle que impidiera, si estábamos a tiempo, que el importuno obstruyera su solicitud y sobre todo, perpetrara la extravagancia de detenerle. Si el espía había dado razones a su superior para pedir su expulsión, eso sólo acreditaba la incompetencia del espía. Agregué que el que el canónigo supervisor general y yo estuviéramos hablando de aquello a la una de la madrugada probaba igualmente la incompetencia de redactor del informe y hacía planear dudas sobre la competencia del propio Gracchus.
– Su ayuda llegó a tiempo. Se me permitió deshacerme del espía y no fui detenido. Incluso me preguntaron si necesitaba algo. Pero yo ya no necesitaba nada.
– Lo sé. Gracchus se apresuró a comunicarme, a la mañana siguiente, que había obligado al importuno a de-sistir y a ofrecerle al maestro tallista cuanto pidiese. Era una bonita mañana, y llegué a creer que no volverían a molestarme con el asunto. Confié en que Gracchus sabría lo que debía hacer con aquel pelma. Craso error.
– ¿Hubo algo más? -preguntó Bálder.
– Sí. Tras haber venido formulando reiteradas protestas verbales, que el canónigo supervisor general, por indicación mía, hubo de terminar recriminándole con desabrimiento, ayer remitió un cuarto informe, el último. Denunciaba incumplimiento de horarios y falta de fe en la obra. Sólo le dije a Gracchus que si me obligaba a hacer que el Arzobispo firmase la destitución de aquel monigote, él iría por delante.
Livius torció los labios en algo remotamente semejante a una sonrisa,
– Y ahí, al fin -suspiró-, Gracchus se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Cuando me garantizó que ya no recibiría más informes sentí un alivio inconmensurable. Como si hubieran acabado tres meses de estreñimiento, si me permite tan zafia comparación. Pero entonces advertí que surgía un peligro.Ya no había nadie entre Gracchus y usted. Antes de que el canónigo supervisor general de la obra tuviese alguna idea descarriada, le comuniqué que usted pasaba a estar bajo mi supervisión directa. Murmuró algo acerca de la irregularidad del procedimiento y mencionó que ya había pensado en un sustituto para el importuno, un hombre anciano y poco aficionado a buscarse problemas. Tampoco hizo demasiado hincapié. Es uno de los pocos detalles por los que le debo gratitud.Y así es como ha llegado usted hasta este despacho, esta mañana.
– Un itinerario singular, aunque no haya sido consciente de él -apreció Bálder, sin entusiasmo.
– No parece estimar en mucho mis desvelos -dedujo Livius.
– No alcanzo a percibir en qué habrán de favorecerme.
– Por lo pronto, puede estar ahí sentado, haciéndose esa pregunta. Los planes que otros tenían para usted le habrían conducido hace tiempo a un asiento menos confortable y a una habitación con peores vistas.
Bálder se volvió hacia la catedral. Señalándola, se burló:
– ¿Peores todavía?
– A mí ésa no me parece una mala vista. ¿Sabe algo? Nunca he estado en la obra. Siempre la he mirado desde aquí. Al principio, cuando no estaban las torres, resultaba poco llamativa. Ahora hay días en que la encuentro muy hermosa. Como sin duda habrá notado, amanece detrás de ella.Yo comienzo mi jornada muy temprano.Algunas mañanas de verano y de otoño el panorama llega a embargar el espíritu.
El extranjero movió la cabeza afirmativamente.
– Dichoso usted, Livius. Allí, en eso que usted contempla desde tan lejos, hay ahora un hatajo de infelices. Un panorama algo menos despejado que el suyo les tiene embargado, sí, ésa podría ser la palabra, hasta el último jirón de lo que les queda de espíritu.Y no sólo cuando amanece, en el otoño o el verano.
Livius construyó una expresión cínica.
– ¿Les tiene lástima, maestro?
– No. O se lo han buscado o se ajusta a su naturaleza o es su destino. No soy quién para tenerles lástima.Tampoco soy responsable. A lo que me refería es a que no creo que usted pueda sentir otro tanto.
– Yo tampoco lo creo. Pero, por si le sirve para formarse un juicio sobre mí, nunca he tenido la menor dificultad para dormir las cinco horas que necesita mi organismo.
– No me interesa juzgarle -descartó Bálder, con rapidez-. A lo más que llego es a pensar que Ennius, cuya caída se ha complacido en relatarme, era mejor que usted. Aunque su apariencia resultaba mucho más deslucida y su conversación bastante más elemental, había asumido un deber y unos principios. En mi opinión, tanto ese deber como los principios de Ennius eran descabellados, pero los dignificó llegando hasta el final por ellos. Imagino que su intención al contarme su historia, y antes al encargar a suayudante o lo que sea que me mostrara el despacho vacío de Ennius, no era otra que ganarse mi simpatía, como autor de la desaparición de quien a su vez pedía la mía. Sólo ha conseguido que por primera vez desde que le conocí, y aunque sea a título póstumo, simpatice con Ennius. Yo era un peligro para el normal funcionamiento, por llamarlo de alguna manera, de la obra. De esto no cabía duda, y Ennius, en sus informes, ofrecía a quienes creía que debían conocerlas abundantes pruebas al respecto. Al principio sólo trataba de salvar su pellejo. Pero después llegó a arriesgarse, y siguió arriesgándose, hasta perderse. Si usted es el causante de su desgracia, estoy ante el brazo de una vil injusticia.
Livius soltó una risa perezosa. Sibilinamente, dijo:
– Debo discrepar de su veredicto. Me refiero a la injusticia. En cuanto a la vileza, se me escapa por qué me la imputa.
– Porque usted o quienes cumplen sus órdenes dejaron creer a ese pobre diablo que tenía una misión, le dejaron pelear hasta que se agotaron sus fuerzas, y entonces, como recompensa, le pulverizaron.
El secretario delArzobispo quedó en actitud meditativa. Nuevamente volvió al techo en solicitud de inspiración. Allí permanecía cuando reanudó su parlamento:
– En este punto, creo que el problema estriba en que su información es incompleta. ¿Cuál diría usted que es mi misión?
– Lo ignoro.
– Pruebe a suponer algo.
– Puedo suponer que si el Arzobispado ha reclutado hombres y agota sus recursos en la construcción de un templo, su misión es en parte velar por esa obra. No sé si importa o no terminarla, pero parece que sí importa mantenerla. A esa misión estaba entregado Ennius.
– Su suposición es absolutamente errónea, maestro.
– Sáqueme de mi error, entonces, si eso pretende.
– Le haré otra pregunta antes. ¿Por qué cree que hago lo que hago?
– A eso no puedo contestar ni con una suposición. Livius, por lo que dejó ver su semblante, acariciaba una íntima satisfacción tras oír las palabras de Bálder.
– Las respuestas a ambas preguntas -descendió pausadamente a desvelar- están muy relacionadas. Empezaré por la segunda. ¿Qué opina de este despacho?
– Es más grande que mi celda.Y también está más alto. ¿Era eso lo que quería escuchar?
– Aproximadamente. Desde aquí el mundo se ve mejor que desde el despacho de Ennius. Sobre esta mesa pueden decidirse más cosas que sobre la mesa de Ennius. Me refiero al pasado, ya que ahora allí no puede decidirse nada. Me gusta estar aquí, en vez de ocupar un despacho como el de Ennius.
– Ya me hago cargo.
– Pero no despreciemos la posición de Ennius. Él debía preferir su despacho al de otros canónigos encargados de tareas inferiores, y mucho más al lugar en que ahora se encuentra.
– Si usted lo dice.
– Sus razones para hacer lo que hacía habrían debido ser, en consecuencia, a una escala menor si quiere, similares a las mías. ¿Y cuáles son mis razones? A mí, maestro, me importa un bledo la obra, terminarla o mantenerla, cerrarla o impulsarla, que se arruine o funcione. A mí me importa levantarme por la mañana, tomar un buen desayuno y venir a sentarme aquí. Durante el día, la obra no es más que un paisaje, que a veces me estimula, sí, pero en el que durante la mayor parte del tiempo ni siquiera reparo. Y por la noche, observo con placer los decretos que el Arzobispo firmará, y doy gracias por poder escribirlos en lugar de tener que leerlos y cumplirlos. La razón que me guía es que eso no cambie. Si para ello tengo que ponerle a la firma al Arzobispo un decreto por el que se vaya al diablo ese edificio en el que llevamos años gastando más de lo que tenemos, no vacilaré un segundo. Óigalo bien: ni siquiera un segundo. Mucho menos podía dudar en introducir en la angosta mollera del canónigo supervisor gene-ral el convencimiento de que la indisciplina de cierto artista debía ser tolerada incondicionalmente.
Livius tomó otro sorbo de agua.
– Podrá argumentarse -continuó-, que la perspectiva de Ennius era más reducida. Pero para cualquier hombre lúcido está claro que el fin primordial es la evitación del propio infortunio. Cuando Ennius estuvo en situación de sospechar que sus actos amenazaban la comparativamente feliz molicie de su existencia, e indicios no le faltaron, debió rectificar. No lo hizo, y pagó el precio. Usted, maestro, impelido desde luego por una noble conciencia, habla de principios.Yo hablo sencillamente de majadería. Ahora es cuando tiene sentido referirse a la misión que cada uno cumple.
– Odio admitirlo, pero me tiene en ascuas.
– Mi misión no es muy diferente de la que realmente, al margen de lo que su obtuso cerebro le dictase, tenía Ennius. Mi misión, a la luz de las razones por las que hago lo que hago, consiste lisa y llanamente en lograr que aquellos en cuya mano está que yo siga aquí, redactando decretos y presenciando crepúsculos, nunca lleguen a abrigar la idea de que tal vez otro debería ocupar mi asiento o, preliminarmente, la de que yo debería desalojarlo. Corno observará, los avatares por los que atraviese la obra no son necesariamente trascendentes para esta misión. Pueden serlo, pero igual pueden no serlo, y cuando, como también puede suceder, el beneficio de la obra redunde en un inadecuado cumplimiento de mi misión, no me toca otra cosa que trabajar en perjuicio de la obra. Por fortuna, como le explicaba hace un momento, estoy en disposición de no dudar ni un segundo en el caso de tener que hacerlo. En lo que a su caso respecta, el daño que debía infligir a la obra era ínfimo. Pero si hubiera sido preciso hacer que se derribasen las torres, mi diáfano conocimiento de mi misión me habría capacitado para proceder con la misma eficacia.
– Me deja estupefacto. Adivinaba algo así, detrás de todo el cortinaje de sotanas y muros a medio levantar. Pero que se exhiba con ese descaro me maravilla.
– No se maraville, maestro. No tengo nada que ocultarle. Usted ha pasado a formar parte prioritaria de mi misión. Fue la parte fundamental de la misión de Ennius, cuando estuvo en condiciones de comprender, y rehusó hacerlo, que su silla dependía de lo que hiciera respecto a usted. Él no gestionó debidamente esa responsabilidad, pero no dude que yo sabré hacerlo.
Bálder quedó pensativo. Más allá de los ventanales, a lo lejos, el sol ascendía sobre la catedral. Livius le escrutaba con complacencia. Acudieron a su mente retazos de los discursos de Ennius, trechos dispersos de las elucubraciones de Tullius, cuyo puesto ahora ocupaba Gracchus.Aquellos canónigos, que a su vez dirigían o habían dirigido los esfuerzos de cientos de hombres, y con ellos todos los demás canónigos que tenían o habían tenido debajo y encima, sometidos a los decretos que componía el secretario del Arzobispo, sólo eran, o podían haber sido, idiotas o embusteros.Tenía ante sí, encarnado en un coloso insensible, el formidable vacío que había presentido desde su banco de trabajo en el coro.Ya no podía sorprenderle que tras el aparato de la obra, bajo las cuatro torres magníficas, no hubiera más que inmundicia y en último extremo nada. Pero ahora estaba en aquel último extremo, y la cercanía de la nada le produjo vértigo. Intentó sacudírselo atrapándolo en una perversa pregunta:
– ¿Debo entender, entonces, que su silla depende de lo que haga respecto a mí?
El secretario no celebró la interrogación de Bálder. Pero estaba preparado:
– Por supuesto. Ahora bien, eso es algo que le recomiendo que valore en sus estrictos términos. No recibiré órdenes de usted. No podrá maniobrar contra mí.
– ¿No? -dijo Bálder, sin pensar.
Livius, por primera vez, hizo un movimiento nervioso. Tomó el vaso de agua, lo llevó a sus labios, comprobó que estaba vacío y lo devolvió a su bandeja. Si lo había hecho por sed, se la aguantó, porque no utilizó la jarra para rellenar el vaso y satisfacer su necesidad.
– No -repitió, sin que su bien afinada voz temblase lo más mínimo-. Dispongo de instrucciones concretas acerca de lo que debe dársele. Nada de eso le faltará. Por ahora, usted no decide cómo debo protegerle.
– ¿Por ahora?
– El futuro es un espejo que no devuelve ninguna imagen, maestro. No se obsesione con él, ni espere que yo lo haga.
Bálder trató de situarse.
– Es Náusica quien le dice lo que debe hacer, ¿no es así?
– No hay que exprimirse los sesos para averiguarlo.
– Perdone mi lentitud. Mucho de esto es nuevo para mí. Excúseme si lo que pregunto le resulta demasiado evidente. ¿Por qué la obedece?
– Forma parte de mi misión. Por qué hago lo que hago. Bien, sólo hay dos personas que puedan provocar el resultado que procuro evitar: el Arzobispo y Náusica. Y cuando identifiqué mi misión y evalué probabilidades, entendí que Náusica era más peligrosa que su padre.
– No tiene usted una misión fácil.
Livius recobró la confianza. Clavando en Bálder sus profundos ojos azules, corroboró la aserción del extranjero:
– En los últimos años se ha hecho más problemática. Cuando empezó, Náusica sólo jugaba. Se encaprichaba con la misma facilidad con que se olvidaba de todo, y no era consciente de su poder. Con el transcurso del tiempo, ha ido tomando la medida de su fuerza y se ha vuelto más compleja. Ahora se preocupa más mientras persigue y es más dura cuando renuncia. Disfruta más y sufre más. Eso siempre resulta conflictivo.
El secretario daba la sensación de estar hondamente afectado por los flujos y reflujos del alma de Náusica. Bálder se mofó:
– Dejando a un lado su misión por un momento, ¿no le parece algo más bien indeseable tener que someterse a la voluntad de una niña malcriada?
Livius regresó de la ensoñación en que había caído.
– Por lo que conozco de usted -replicó-, apuesto a que piensa que hay tareas más gloriosas que hacer. Como la suya, por ejemplo: preservar contra viento y marea un puñado de cosas que no sirven y que traía envueltas en un hato, si no le he interpretado mal.Yo lo veo de otro modo: es más indeseable que a uno le suceda lo que le sucedió a Ennius. Lo que les sucedió a otros hombres que se sentaron en ese asiento antes que usted y a los que Náusica me ordenó primero proteger y después dejar de proteger.
Bálder se irguió.
– Esta conversación nuestra ha tenido momentos esclarecedores y otros que lo han sido menos -dijo-. Pero éste me parece que va a apasionarme.
– ¿Sí?
– Ahora es cuando me va a amenazar. Desde que trabajo para el Arzobispado, siempre llega el momento en que se me amenaza. Ennius no sacó nada. Otros a quienes sin duda conoce tampoco lo sacaron. ¿Qué le hace pensar al secretario del Arzobispo que él sí lo sacará? Tal vez el estar aquí instalado, en una habitación que tiene dos paredes con vidrieras y una inquietante mujer pálida de negros cabellos en la antesala.
– Veo que Eunice le ha llamado la atención.
– No más que otras.
– Ella es libre de equivocar su misión y usted de aprovecharse, pero le rogaría que se abstuviera. Me costaría encontrar otra colaboradora como ella.
– No entra en mis planes. De los de ella no respondo.
– En cualquier caso, no voy a amenazarle.
– ¿No?
– Sólo he tenido la deferencia de advertirle de lo que fue de otros. No profetizo nunca, así que no me comprometeré augurándole lo mismo. Pero por si le sirve mi intuición, no es ciertamente improbable que Náusica se canse de favorecerle.
Bálder alzó las cejas.
– ¿Y qué es lo que, según su intuición, debería hacer yo al respecto? No conteste si no puede.
– Por qué no. Goce del instante. Qué otro consejo podría ofrecerle.
– El instante no me resulta demasiado gozoso, Livius.
– Está en su mano cambiarlo. No sea tan renuente. Muchos le envidian.
– ¿Me envidia usted?
– Yo he hecho votos.
– No me venga con tonterías -demandó el extranjero.
– No alcanzo a concebirlo. Podría complicar demasiado mi misión -dijo Livius.
– Eso, al menos, es una respuesta.
– Pero su misión no tiene nada que ver con la mía.
– Ni con Náusica.
El secretario se encogió de hombros.
– No me es usted más ni menos agradable que los que le precedieron.Advierto en su conducta algunas peculiaridades notables, pero bien pueden no bastar para salvarle. Si alguna oportunidad tiene, no está en mantener esa pasividad. Acabará exasperándola.
– En eso confio.
– Es usted un individuo muy raro, Bálder. O está loco o lo estamos todos los demás.
– No soy yo. Es lo que traje en el hato. Si lo pienso dos veces, es posible que termine prefiriendo su suerte, la de usted y la de todos los que prescindieron de las cosas que no sirven.
Livius sonrió.
– No recuerdo ningún hato ni haber prescindido de nada. Siempre he estado aquí, cumpliendo mi misión.Algo debió haber antes, pero lo he borrado de mi memoria. Me sobraría, quizá.
El extranjero sonrió también.
– Quizá -se adhirió a la presunción del secretario-. Me ha enseñado unas cuantas cosas, Livius, y a través de sus ventanas he tenido el placer de admirar una bella mañana, pero no creo que cambie mi comportamiento.Ya se lo avisé al principio. ¿Hay algo más que deba hacer o decirme?
– Quiero que sepa que en adelante, y en tanto -aquí intercaló un breve carraspeo- yo no reciba otra orden, nadie va a molestarle. Puede hacer lo que le venga en gana, sin miedo a que Gracchus ni ninguno de sus subalternos le interfieran. Cualquier duda que le surja, podrá despacharla directamente conmigo, pero esto no quiere decir que vaya a supervisarle. Ésa es una fórmula para uso de Gracchus. No voy a meter las narices en lo que haga o deje de hacer. Ni tengo tiempo ni hace falta que representemos esa comedia. Si quiere ir a la obra, vaya a la obra. El capataz tendrá una sola y precisa instrucción respecto a usted: lo que pida, por costoso que resulte, debe serle proporcionado. Ninguna de sus solicitudes será sometida nunca más al arbitrio de un canónigo. Si no quiere volver a la obra, no vuelva. Si quiere trabajar en su celda, le llevarán allí lo que necesite. Si no quiere trabajar, es asunto suyo. Seguirá percibiendo su sueldo con regularidad, con los aumentos que le correspondan.
– Aumentos. ¿Por qué concepto?
– No sé. Por alguno que firme cualquier noche el Arzobispo.
– No me comprará con dinero.
– Yo no le compro ni le vendo, maestro. Haré lo que me digan. Bien, es usted libre como un pájaro. Como ningún otro empleado del Arzobispado. No tiene ninguna responsabilidad ni habrá de rendir cuentas ante nadie. Sólo debe vivir su vida como mejor le parezca.
– ¿Y no hay nada que Náusica le haya encargado que me prohiba?
– Nada.
– ¿Podré ir con otras mujeres?
– Con las que desee. De cualquier rango.Ya ve, ni siquiera estoy autorizado a impedirle que duerma con mi ayudante.
– ¿Qué les pasó a los otros que durmieron con otras mujeres?
– Veo que la cuestión le apura más de la cuenta. Náusica es una muchacha bastante abstrusa. No se pondrá histéricaporque duerma con mil mujeres, si eso le apetece.Y acaso me ordene que le haga asesinar por acariciarle el lomo a una gata callejera que se le cruce alguna noche.
– Naturalmente -aceptó Bálder, con un nudo en el estómago tras la brutal frase de Livius-. Lo cierto es que no me apetece dormir con mil mujeres. Ni siquiera con una.Y distingo mal los gatos de las gatas.
Livius extendió ante el extranjero las palmas de sus gigantescas manos.
– Eso es cosa suya.Venga por aquí siempre que le plazca. Si no le caigo bien, puede olvidarse de que existo. Seguiré velando igual por que nada le falte.
– Gracias.Aunque sólo cumpla con su misión. ¿Puede hacerme un favor?
– Si está en mi mano.
– Eso creo. Cuando vea a Náusica, dígale que no se me ocurre nada que hacer con esa libertad que me regala. Que seguiré madrugando y yendo al coro a ver pasar el tiempo, hasta que se harte.
Bálder se interrumpió. El secretario aguardaba, atento.
– Dígale también -siguió el extranjero-, que he estado pensando en la talla y en el sueño que tuve. Ella sabrá a qué me refiero. Que ella tenía razón. Que era ella.
– ¿Algo más? -intervino Livius, tras unos segundos de silencio de Bálder.
– ¿Lo recordará todo?
– Palabra por palabra.
– Pues dígale, finalmente, que si la sueño cien veces, cien veces la quemaré.
– Cuente con ello -prometió el secretario, sin inmutarse.
Bálder se levantó y caminó hacia la salida. Antes de abrir la puerta y abandonar el despacho, se dio la vuelta y dijo:
– Me ha distraído charlar con usted, Livius.
– Igualmente -le despidió la voz firme, que quedó vibrando en el aire hasta que Bálder la extinguió bajo un tenue portazo.
Al pasar junto a Eunice, el extranjero le dedicó una sonrisa.
– No vengas -le pidió-. La niña podría tomarte por una gata callejera.
– ¿Qué? -se desorientó la mujer pálida.
– -Pregunta a Livius. Él sabe todo, o casi todo.
Cuando estuvo en la calle, Bálder aspiró con fuerza el aire tibio de la mañana, hasta que le dolieron los pulmones. Aunque el sol daba en su frente y según le acababa de asegurar el secretario del Arzobispo era libre e invulnerable, sintió que hasta la más pequeña brizna de hierba le compadecía. No era más que un pobre insecto al que habían encerrado en una urna de cristal. Podía ver el alba, el mediodía y todas las estrellas de la noche; podía ir y venir de una punta a otra de la urna, en cualquier dirección y a la velocidad que se le antojase; podía zascandilear en un rincón, o mejor, en cuatro. Pero volvió a respirar fuerte y se hizo todavía más daño. El aire de la urna estaba empezando a agotarse.