El Arzobispo, todavía inquieto por la innatural aunque liviana presencia de aquel objeto sobre su cabeza, resolvió, una vez más, ajustarse la mitra. Al hacerlo, le costó reconocer en la mano cubierta por una fina tela púrpura y en el índice con el sello arzobispal su propia mano y su propio índice. Guió como pudo aquellos dedos extraños, cuyo tacto se había amortecido, y colocó a la altura adecuada de su frente el filo de la toca ribeteada de oro.A su alrededor, en la vasta y umbría capilla del palacio, estaban los altos canónigos ataviados con sus mejores galas. Los canónigos de menor rango ocupaban las primeras filas que tenía frente a sí. Los bancos que seguían eran para los funcionarios de cierto relieve y los más lejanos para los artistas que participaban en la construcción de la catedral. El Arzobispo estaba sentado en una especie de trono, a la derecha del altar. Al otro lado, un anciano canónigo recitaba las fórmulas que culminaban el interminable rito por el que acababa de ser ungido como el guía de aquellos hombres. Mientras los concurrentes dividían su atención entre seguir los fastos de la ceremonia y captar los más imperceptibles gestos del Arzobispo, éste se sintió transportado fuera de aquel lugar. Sin prestar oído a lo que la voz del anciano canónigo extraía de un desmesurado libro para dejarlo flotando en la incensada atmósfera de la capilla, se entregó al curso de sus pensamientos, que en los últimos días venía siendo, infaliblemente, el de su memoria. Apartándose de cuanto ocurría en su torno, repasó una vez más lo que había sucedido en los diez años que habían transcurrido desde que hiciera lo que le había condenado a ser el centro de aquel premioso espectáculo.
Siete meses después de la noche en que había ido a la habitación de Náusica, ella dio a luz a una niña. Pese a ser prematura, tenía la vitalidad suficiente para sobrevivir. Distinto fue el caso de la madre. Tras el alumbramiento prolongó su vida apenas una semana, durante la que padeció los más horribles dolores y suplicó, sin resultado, que le fuese otorgado ver por última vez al padre de la criatura. De todo ello a él le informaron cuando Náusica ya había sido enterrada y la niña confiada al cuidado de un ama de cría.
Desde ese día, dejó de haber guardias ante su puerta y empezaron a visitarle tres canónigos que durante las mañanas le ilustraban en las diversas disciplinas cuyo dominio se le exigía para ser ordenado. Se prestó al estudio sin entusiasmo, apenas con el decoro indispensable para pasar sin graves dificultades los exámenes a que le sometían. Esporádica, involuntariamente, tuvo no obstante oportunidad de brillar en los debates que sostenía con sus preceptores. Ello le produjo más incomodidad que gratificación. Entre dos de los canónigos imperaba una rivalidad enconada, que les arrojaba a ásperas discusiones en las que los argumentos eran suplantados por gruesos sofismas y a cada improperio sucedía una respuesta que los precipitaba velozmente a la irracionalidad. A veces trataban de implicar al tercero en las sangrientas refriegas que emprendían, y otro tanto hicieron con él en cuanto advirtieron que avanzaba lo bastante como para ser un adversario. Pero él tomó ejemplo del otro canónigo, que prefería que las infundadas aserciones de sus colegas quedasen sin rebatir antes que enfangarse en la tarea de dar alguna forma consistente a lo que nacía de la ofuscación y la incongruencia. Si a alguien había de elegir como maestro, su instinto le llevaba a imitar a quien, rehuyendo la reyerta, aventajaba invariablemente a sus compañeros. Los dos enemigos, exhaustos, emponzoñados por el rencor, finalizaban sus duelos en medio del naufragio, mientras el otro, un hombre silencioso y bonancible, se mantenía inmune a la zozobra de quienes se empeñaban en provocarle. La actitud de aquel flemático individuo parecía basarse en la convicción de que en las contiendas de la inteligencia nadie que buscara desesperadamente imponerse merecía réplica; sólo sorteando la hostilidad del oponente, y la tentación de emplear sus mismos recursos, era posible salvarse de la obtusa soberbia en que habitaban los dos canónigos pendencieros.
Para asumir aquel talante, él debió aceptar primero la gratuidad del orgullo que le movía a no dejar impunes los dislates con que le retaban. Después, hubo de progresar en el delicado arte de deslizar sus opiniones de manera que no pudieran ser menoscabadas por quienes aguardaban prestos a demolerlas. Al cabo de los meses, cuando superó las pruebas finales, adivinó que en absoluto había sido casual la elección de sus preceptores. Sin embargo, y como seguramente estaba también previsto desde el principio, fue privado de todo contacto con los tres canónigos, incluido aquel con el que había llegado a simpatizar.
El tiempo que dedicaba a su formación, aunque a menudo le amparase de otras cavilaciones y de vez en cuando le aliviaba al ocupar su mente en asuntos sin relevancia, no era, desde luego, una parte estimulante de su existencia. Entre otros motivos, se trataba de una imposición que acataba sólo porque entendía que su suerte estaba en manos de alguien a quien no podía, ni le valía la pena, desobedecer. Si estaba decidido que sería ordenado, resultaba vano resistirse para lograr sólo que lo inevitable tuviera lugar de la forma más penosa para él mismo.
Cuando los tres canónigos desalojaban sus aposentos, y una vez que despachaba el suculento almuerzo que cada día le suministraban, comenzaba la tarde y con ella sushoras de libertad. Al principio, no sabía qué hacer con ellas, e incluso las despreció por lo que tenían de míseras rendijas en la jaula en que había quedado confinado. Dejó que muchas tardes resbalasen hasta el ocaso sin hacer otra cosa que mirar por la ventana o sestear. A medida que fue resignándose a su estado, concibió y puso en práctica ocupaciones alternativas. Empezó saliendo a pasear por los alrededores del palacio.Volvía a ser invierno, el tiempo era desapacible y la luz se iba pronto, pero el viento, al dar contra su rostro, le obsequiaba la sensación de estar vivo. Luego recorrió el interior del palacio, que llegó a conocer como un experto.Aunque se privó de ir donde moraba el viejo y también a los que habían sido los aposentos de Náusica, una tarde se dirigió al despacho de Livius, de quien no tenía noticias desde antes de la noche fatídica. En la antesala había una mujer semejante a Eunice, más alta y opulenta tal vez. En el despacho propiamente dicho, le recibió un canónigo atildado que resultó no ser Livius y que le enteró, cortésmente, de que el antiguo secretario había sido relevado de sus responsabilidades en fecha que él calculó coincidente con el parto y muerte de Náusica. El nuevo secretario se ofreció a auxiliarle en cuanto necesitara con un celo que podía esperar, cuando menos, comparable al que Livius había tenido. El agradeció el ofrecimiento y se fue de allí con el ánimo oscurecido por el cómputo de una nueva desaparición y la sospecha de haberla causado, en mayor o menor medida.
En cuanto el tiempo fue mejorando, alargó sus paseos hasta las afueras, siempre manteniéndose alejado de la catedral.Algunos días la contemplaba en la distancia, al tiempo que dejaba fluir sus recuerdos de lo que había vivido allí. Sobre el coro, según pudo comprobar, continuaba la lona, como una aparatosa reminiscencia, ya sin objeto, de su paso por la obra. Observaba sus manos y comprendía que ya nunca volverían a tallar. Sus herramientas habían quedado abandonadas en la nave. Probablemente las habrían arrinconado, junto con lo poco que había logrado llevar a cabo de su sillería, para utilizar aquel espacio cubierto como almacén. A veces distinguía siluetas de operarios o artistas, encaramados a los muros a medio levantar, moviéndose por los andamios, golpeando o puliendo la piedra. Mientras había estado entre ellos, había desdeñado la existencia que arrastraban. Espiándolos desde lejos, les envidiaba por seguir unidos a la materia, a la que daban forma o que les deformaba; que, en todo caso, les impedía la visión del abismo al que él vivía ahora asomado. Si tomado en su conjunto el trabajo de aquellos hombres no tenía la menor utilidad, uno por uno, muchos de ellos, y se acordó de Níccolo, de Aulo o de Sexto, se habían procurado allí una manera de subsistir, con sus propias reglas y compensaciones. A la vista de los acontecimientos, no le cabía complacerse en haber sido incapaz de desentrañar las unas y obtener las otras.
Cierta tarde, al final de la primavera, el lento descenso del sol excitó su nostalgia. Estaba a cinco minutos del recinto y justo del lado de los barracones. Una idea que sin duda habría desechado cualquier otra tarde surgió en su cerebro. Podía aproximarse hasta la alargada construcción de madera sin que nadie se percatase, pero no tenía mucho tiempo. Antes de que pasara una hora sonaría la campana para anunciar el fin de la jornada. Rodeó el barracón y se deslizó dentro sin llamar a la puerta.
Pólux dormía sobre su tablero. Sigilosamente, llegó a su lado y examinó su trabajo. Sobre el papel, más amarillento, bajo la malla meticulosa a la que apenas había agregado algunos trazos desde el día en que habían hablado por primera vez, hacía muchos meses, volvió a leer la frase, ahora cargada, para él, de un tétrico significado:
Y antes de que el Hombre pudiese hallar un remedio,
Dios le acogíó.
– Pólux -dijo, mientras sacudía al durmiente.
El estucador salió trabajosamente de su inconsciencia. Estaba borracho y la bruma que había ante sus ojos tardó en disiparse.
– ¿Quién eres? -preguntó.
– ¿Es que no me reconoces?
Pero justo cuando hubo pronunciado la última palabra cayó en la cuenta de que ya no vestía las ropas grises de trabajo con que el otro habría podido identificarle fácilmente. Llevaba una sotana, negra y larga hasta los pies. Aunque todavía no había sido ordenado, su atuendo, como aspirante, era ya el de un clérigo.
– No me relaciono con canónigos -replicó Pólux, sosteniendo con apuros la cabeza erguida.
– No soy un canónigo.
– Tampoco me relaciono con quienes se visten de canónigo sin serlo.
– Cumplí mi promesa, Pólux.
– ¿Qué promesa? Aquí nadie cumple sus promesas -aseveró el borracho, secamente.
– Yo cumplí. No como hubiese querido, pero la maté. Ya no existe, no es nada. Podrías escupir sobre su tumba, si supiera dónde la enterraron.
– ¿Náusica? -titubeó el estucador.
– Náusica.
– Oí rumores. Que padecía una enfermedad, una debilidad de la sangre. No los creí. ¿Por qué habría de creer a un ensotanado que viene a interrumpir mi sueño?
– ¿No me reconoces?
– ¿Quién eres, para que deba reconocerte?
– El tallista.
– ¿Qué tallista?
Hizo como que se esforzaba en recordar, pero pronto se dispersó y murmuró, afligido:
– ¿Es cierto que está muerta?
– Sí.
Pólux quedó absorto en sus pensamientos.Tenía la mirada empañada de alcohol y de lágrimas.
– Yo la quería, como a nada en el mundo -explicó-; más de lo que quería todo lo que me había quitado.Y la quiero todavía. Sólo vivo porque por las noches ella vuelve a mí, y cura mis heridas con sus manos pálidas.Yo no la merezco, pero ella regresa, cada noche, a aliviarme de mis pecados. Siempre joven, siempre limpia de mácula. Tú no conoces la suavidad de su piel, la profundidad de sus ojos. Tú no tienes derecho a hablar de ella, siquiera.
Rehaciéndose, le increpó:
– Así que eres un mentiroso. Ella no ha muerto. No morirá nunca. Es demasiado bella para morir. Lárgate y déjame solo, fraile idiota.
– No soy un fraile -protestó él.
– ¿Y qué eres entonces? -le desafió el otro.
En ese preciso instante comprendió que no sólo Pólux le había olvidado. Él mismo no podía afirmar por segunda vez que era quien había pretendido ser hacía un par de minutos.
– Un artista sin arte, supongo -confesó.
– Pues encuentra tu arte, dondequiera que lo perdieses, y déjame a mí en paz con el mío. Como podrás comprobar, estoy sumamente ocupado.
No volvió a ver a Pólux. Murió de neumonía, con los primeros fríos del otoño. Por esa misma época, recibió las órdenes y se le asignó su primer destino como canónigo. Se encargaba de administrar el régimen disciplinario a los funcionarios del palacio. Instruía las causas mecánicamente y proponía las penas sin clemencia, limitándose a aplicar lo que estaba escrito en los códigos, siempre cambiantes, donde se recopilaban los decretos arzobispales que habían sido promulgados desde el principio de los tiempos. Era una tarea rutinaria e inferior, en la que le mantuvieron durante unos dos años.Transcurrido ese periodo, le adjudicaron su primer cometido relacionado con la obra, similar al que había desempeñado en otro tiempo Ennius. Recibió a varios artistas, los supervisó, decidió la desgracia de algunos y la fortuna transitoria de otros. Aunque siempre, formalmente, necesitaba el refrendo de otros canónigos de mayor rango, ya que a él, como canónigo más o menos subalterno, sólo le cabía hacer sugerencias, nunca fue desautorizado. Periódicamente se entrevistaba con los secretarios, quienes mostraban hacia él una adulación inquebrantable. Sisu destino era el que con mayor o menor claridad se le había garantizado, una de sus primeras disposiciones consistiría en prescindir de todos ellos. Al quinto año, y tras haber sido favorecido con sucesivos ascensos, hasta ser nombrado vicesupervisor general, fue apartado de la obra. Participó destacadamente en la purga de los altos canónigos a quienes diversos accidentes habían vuelto inservibles para los intereses del Arzobispado. No le tembló el pulso cuando hubo de intervenir en la defenestración de Gracchus, que había sido su superior inmediato, ni cuando tuvo que afrontar la definitiva eliminación de Tullius. El primero arrostró con dignidad su suerte, mientras el segundo imploraba como una vieja histérica. El, por su parte, no obtuvo la más mínima satisfacción al desarrollar aquella tarea. Tullius, cuyas patéticas amenazas había tenido que sufrir años atrás, tan sólo le inspiró una mezcla de lástima y repugnancia.
El día en que su hija cumplió siete años, le permitieron al fin visitarla. Era una niña de expresión ausente y triste, asombrosamente idéntica a su madre, que se inclinó ante él y besó su mano bajo la nerviosa vigilancia de sus institutrices. En aquella primera ocasión, le estremeció el contacto de aquella criatura casi irreal, por cuyas venas se suponía que circulaba su misma sangre y a la que sin embargo sentía tan ajena como la luz de las estrellas. Después fue a verla a menudo, aunque no sabía cómo tratarla ni qué era lo que podía o debía decirle, y percibió con desaliento que la niña alimentaba hacia él, acaso impelida por quienes la cuidaban, un amor al que él sólo podía corresponder con un fingido cariño, valiéndose de golosinas para preservar el engaño. Sólo a veces, cuando miraba en el fondo violeta de sus ojos o acariciaba sus cabellos dorados, experimentaba turbios sentimientos en los que rehusó indagar.
Durante los últimos años, mientras la salud del viejo se deterioraba, le tuvo junto a él, con el doble cálculo de que aprendiera a manejarse en los más ocultos laberintos del Arzobispado y de que, al mismo tiempo, los demás se fueran haciendo a la idea de que era el destinado a sucederle. El viejo no le dio consejos, ni le aleccionó en modo alguno. Simplemente le llamó a su lado y le instó, sin demasiado énfasis, a que estuviera atento a descubrir cuanto pudiera por sí mismo. Durante largas veladas leía para el viejo extensos trozos de libros paganos que una sombría sirviente le proporcionaba antes de entrar en la habitación. El anciano nunca le agradeció que le leyera aquellas páginas, en las que se referían historias crueles, licenciosas o inauditas, ni tuvo para él ningún gesto de afecto. Cuando estaba cansado, se limitaba a pedirle, con un ínfimo movimiento de su mano de esqueleto viviente, que cesara la lectura y saliera de la estancia.
A medida que el desenlace se fue acercando, los secretarios comenzaron a vivir una irreprimible excitación, compartida por los altos canónigos que quedaban después de la limpieza que en buena medida, gracias a la astucia del viejo, había sido protagonizada por él. Todos le urgían a que fuera haciéndose cargo de las responsabilidades que el moribundo no podía asumir, pero él les recomendó paciencia. Siguió leyendo aquellos libros impíos junto a la cabecera del viejo, que ya no tenía ni siquiera fuerzas para detenerle con el acostumbrado ademán. Muchas noches velaba junto a su lecho hasta el alba. Al entrar por la ventana el primer rayo de sol, se cercioraba de que el cuerpo desfallecido seguía alentando y abandonaba sus aposentos. Con invariable rudeza, disolvía a los buitres que aguardaban fuera, recriminándoles su vergonzosa ansiedad.
Una noche, en mitad de la madrugada, tuvo de pronto una intuición. Cerró el libro y miró al viejo, que yacía inmóvil. Nada diferente de lo que había sido durante las últimas dos semanas. No había hecho ruido, ni siquiera había producido el más leve estertor. Pero supo que había muerto; en ese mismo instante, cuando más impenetrable era la oscuridad. Cerró sus párpados y esperó hasta el amanecer, quieto ante el cadáver, tratando de entender cómo era que estaba allí, él, que sólo había buscado permanecer leal a un arte del que ni siquiera conservaba losrudimentos y a un espíritu que le había sido trastocado. Esa noche, mientras los huesos del viejo se helaban lentamente, juró que vengaría al artista desprevenido que había sido antes de que le envolvieran en aquella sotana.Aunque nada de lo que hiciera en adelante pudiera ayudarle a recobrar lo que había dejado atrás, aunque fuera cada día más el otro que jamás había querido ser, se impuso el deber, en homenaje al extranjero de quien nadie guardaba memoria, de no creer jamás en nada de lo que creían los canónigos. Pero además de este escepticismo, que no le diferenciaba en mucho del hombre lúgubre que se enfriaba sobre el lecho arzobispal, tenía otra obligación, más ardua y no menos irrenunciable: debía infligir al monstruo que le había devorado las entrañas el mismo daño que a él le había sido infligido. Todavía no sabía cuándo ni cómo, ni dónde podría enfrentarle, pero disponía de una cantidad ingente de tiempo para investigarlo.
Por la mañana, dio a todos la noticia y ordenó que se hicieran los preparativos necesarios para enterrar al viejo y llevar a término la sucesión. Una avalancha de sugerencias, consultas, lisonjas y recordatorios de lo que las normas prescribían siguió a su liso y llano requerimiento. Somnoliento y fastidiado, abortó con un gesto aquel alboroto con que los secretarios y los altos canónigos se aprestaban a ponerse a su servicio. Les exhortó a que se las arreglaran solos y se retiró a descansar hasta el día siguiente.
Ahora había transcurrido una semana. El canónigo que había al otro lado del altar seguía con su monótona salmodia y el Arzobispo había agotado otra vez la desdichada historia de su designación. Era notable que de aquellos diez años se hubieran desdibujado casi todos los pormenores, como si en ese lapso no hubiera vivido sino sumariamente, en su calidad de sombra sumisa. Miró a su alrededor y reparó en que todos los presentes asistían paralizados al giro que describía su rostro. Desde aquel día, todos, los que estaban en la capilla y los que no, eran sus servidores. Sin embargo, recordó lo que el viejo le había advertido acerca de los límites de su poder. Debía dar con la forma de traspasar estos límites, porque no era de aquellos hombres de quienes deseaba desquitarse, sino del monstruo. No ignoraba que su labor, de resultar fructífera, había de suponer la destrucción de todos ellos, pero no era destruirlos lo que le preocupaba.
Mientras el canónigo volteaba la última página de su recitación, el Arzobispo apoyó la mejilla en su mano y extendió su índice hasta tocarse la sien. Según el rito, a continuación había de dirigirse a sus súbditos, a quienes nada tenía que decir. Por su cabeza revoloteaban retazos de las cosas sobre las que había estado meditando, y nada que procediera utilizar para componer su inminente alocución. Cuando el canónigo, casi sin voz, terminó su extenuante parte en la ceremonia, aquel de quien todos estaban pendientes dejó pasar medio minuto, intentando ordenar sus ideas. Al cabo de ese tiempo, se vio forzado a inventar, improvisadamente:
– Hermanos, éste es un día confuso para mí. Por una parte, me ha sido encomendada una sublime y difícil responsabilidad, que me enaltece más allá de lo que honestamente creo que toca a mis méritos. No me quejaré, ya que tal es la voluntad de Dios. Acepto tanto el honor como la carga, acaso excesiva para mis hombros. Por otra parte, no puedo dejar de evocar, con dolor inexpresable, la figura de mi predecesor, a cuya generosidad debo estar hoy aquí. En todo momento trató de enseñarme cómo es posible ser justo, benévolo y firme, sin que la benevolencia entorpezca la justicia ni la firmeza merme la benevolencia. Como hombre y mortal, mis faltas son innumerables. Sólo aspiro a ser digno de su magisterio y de todos vosotros, hermanos, porque soy vuestro siervo al tiempo que vuestro Arzobispo.
Se interrumpió, indeciso, desconcertado por el eco de su voz, hasta que al cabo de una apresurada reflexión se le ocurrió por dónde seguir:
– Así que éste es un día de alegría y de pesadumbre ala vez. Alegría por la distinción de que he sido objeto, que engendra en mí la esperanza de hacerme acreedor a la confianza de todos vosotros; y pesadumbre por quien se marchó, de este mundo, que no de nuestros corazones. Aunque él ya no esté entre nosotros, mantendremos siempre en nuestras oraciones a quien nos condujo hasta hace unos días. También os ruego que recéis por mí, para que me sea dado tener en mis decisiones el acierto que él tuvo en todo trance. Éste es el principio que me impulsa y la balanza en que pesaré mis acciones. Hasta donde me alcancen las fuerzas, en mí tendréis a un padre infatigable y a un hermano solícito. De vosotros espero sólo la misma dedicación que demostrasteis mientras él nos dirigía. Premiaré con júbilo a aquellos que perseveren en la senda de la santidad y el sacrificio y demandaré con disgusto, pero sin flaqueza, el castigo de aquellos que se aparten de ese sagrado camino. No me resta más que suplicaros que cada uno continúe con su preciosa aportación y que excuséis las equivocaciones en que la inexperiencia o mi imperfección me hagan incurrir.
Un silencio sepulcral acogía las palabras del Arzobispo. Este dudó entre dar por rematado su parlamento o añadir algo que tomaba rápida forma en su cerebro. Antes de haberlo discurrido hasta sus últimas consecuencias, optó por dejarlo caer sobre las conciencias de quienes, expectantes, llenaban la capilla:
– Hay algo más. Juzgo superfluo ponderar cuál es el proyecto de más inmediata trascendencia en que el Arzobispado se halla comprometido. Sé que mi antecesor partió con la amargura de no verlo realizado. Como símbolo visible de mi devoción por él, solemnemente formulo hoy ante vosotros el propósito de finalizar la obra que él inició. No escatimaré recursos ni desvelos para conseguir que la construcción del templo sea coronada.Todos aquellos que no deseen acompañarme en esta empresa, tienen la oportunidad de ceder a otro su sitio. Mi ira caerá sobre cualquiera que obstruya, demore o no persiga con absoluto fervor el objetivo que os señalo. No toleraré la presencia entre nosotros de quienes, tal vez por la indulgencia de quien me precedió, han contribuido al retraso de la obra. La catedral es el emblema de nuestra fe. Cualquiera que dude de ella duda de nuestra fe y, desde hoy, duda también de mí. En defensa de ella y de mi autoridad me abocará a adoptar las más desagradables determinaciones. No quiero reteneros por más tiempo. Que la paz sea siempre con vosotros.
Esta vez nadie vaciló. El Arzobispo había concluido. Todos se pusieron en pie y repitieron al unísono los salmos que el canónigo adiestrado para ello se aplicó a rescatar del libro. El Arzobispo permaneció sentado, moviendo los labios sin emitir ningún sonido, sin ajustarse siquiera al texto del salmo que en cada instante tocaba pronunciar. En su alma había una súbita euforia. Había dado con el método para ejecutar su venganza. No iba, desde luego, a terminar la catedral en memoria del viejo al que había detestado y que nunca había mostrado el menor interés por el templo. Iba a hacerlo porque sólo así podía ahogar los latidos del monstruo. Al fin comprendía que la obra, siempre informe, siempre a medias, era el instrumento que le había desposeído a él y antes, y aún después de él, a tantos otros infortunados. Mientras la obra no quedara completa, seguiría atrapando extranjeros, malogrando ilusiones e inmolando artistas en beneficio de la perversa finalidad para la que había sido establecido el Arzobispado. Cuando él consagrara la catedral, con todas las torres que el arquitecto había soñado apuntando al cielo, sólidamente asentadas sobre la nave de exageradas proporciones, no sólo privaría de sentido la existencia de los canónigos, los funcionarios y los demás que le acompañaban en aquel instante. El propio Arzobispado se consumiría con la expiración del proyecto. Juró que vería ese día, y que después se despojaría de todas sus dignidades eclesiásticas, recuperaría su nombre auténtico y volvería a su patria para morir allí, sin otra compañía que sus recuerdos de las víctimas, desde Camila hasta la trémula Náusica que había dejado fructificar en su vientre la semilla infausta.También juró que salvaría a aquella niña a la que nunca podría amar, nacida de él y del monstruo, e incluso al nuevo extranjero que debía sucederle, tras fecundarla y matarla a ella y cerrarle a él los ojos en lo más oscuro de alguna otra madrugada miserable.
Una tarde de invierno, mucho tiempo después, mientras dormitaba en su habitación del palacio, entre la ventana y la cabeza esculpida por Núbila treinta años atrás, el Arzobispo, humillado por la negra silueta de la catedral inacabada, hubo de recordar aquel juramento como la ligadura con la que Dios, tras el esfuerzo de elegirle, había sabido vincularle a Su inextricable proyecto.
Madrid-Getafe-Cala Llombards-Viena-Düsseldorf
24 de junio de 1992 – 7 de enero de 1996