Capítulo 13 EL SUEÑO DEL ARQUITECTO

Esa misma noche, cuando apenas acababa de sumirse en una inconsciencia aturdida por el vino compartido con Pólux, un ruido le despertó. Había alguien en el pasillo. Al momento su puerta se abrió y en el umbral apareció una silueta envuelta en una holgada vestidura. No había luz suficiente. Mientras prendía la lámpara que tenía junto a la cama, el visitante cerró la puerta tras de sí. Cuando la luz se hizo, Bálder comprobó, con cierto alivio, que se trataba de Eunice.

Estaba recostada sobre la puerta y le contemplaba con suficiencia. Todavía medio adormilado, Bálder pensó en cómo trataría Eunice a los altos canónigos, cuando los acompañara a sus aposentos después de las reuniones del círculo de conspiradores. Había imaginado que en tal circunstancia Camila, aun siendo como había sido la ayudante de un canónigo de poco rango, no se conducía con excesiva reverencia. Eunice, que tomaba al dictado las órdenes del casi omnipotente Livius, debía de complacerse en hacer sudar bajo la púrpura a quienes se atrevieran a llevársela. Lo que para Camila había sido una imposición acatada de mala gana, para Eunice era un placer voluntario, morbosamente inferior.Y ahora aquella mujer estaba allí, apoyada en su puerta. Bálder no era un alto canónigo, de los que la rutina de Eunice estaba colmada. Por el momento estaba fuera del alcance de los altos canónigos. Mañana podía estar abandonado a la crueldad del último guardia.Aquella dualidad debía de estimular a la ayudante del secretario. El hombre consumió un buen rato de silencio en encadenar estas reflexiones. A la mujer no le costó nada aguardar, vencida contra la puerta.

– Otras tenían la delicadeza de llamar -dijo Bálder, al fin.

– Procuro prescindir de todo lo que es prescindible -replicó Eunice-. Eso exaspera a Livius, que tiende a ser demasiado formulario. Pero me conserva en su antesala, a pesar de todo.

– ¿Y si estuviera ocupado?

– ¿Lo estás?

– Podría haberlo estado. No sé si me explico. Eunice frunció la nariz.

– Por el olor, apuesto a que hace más de un mes que no traes mujeres aquí.

– ¿Tienes tan buen olfato o te limitas a usar lo que te dije al respecto?

– Uso lo que el secretario sabe en todo momento de ti.Yo soy quien ordena y clasifica los informes.

Bálder se incorporó en el lecho. Se frotó los ojos y preguntó, afectando candor:

– ¿Acaso se me espía?

– Desde luego.A ti y a todos.Aunque desde hace tiempo la documentación sobre ti es especialmente voluminosa. -Comprendo. ¿Has venido a espiar tú también? -No. Sería demasiado evidente. Los espías han de pasar desapercibidos.

– En cualquier caso, ¿vienes a título personal o por encargo de Livius?

Eunice se abrazó los hombros.

– Livius no tiene ni idea de que estoy aquí.

– Supongo que eso significa lo que me pareció que significaba tu presencia desde que encendí la lámpara y te vi ahí, sonriendo. Sólo por terminar de situarme: ¿Debo sentirme halagado por esta visita?

La mujer arrugó el entrecejo y alzó la vista hacia el techo.

– Durante unos días confié en que averiguarías dónde duermo -reveló despaciosamente-. Pero has sido perezoso, así que he tenido que venir yo. Me has decepcionado un poco, la verdad. Creía que te gustaba infringir las normas.

– No porque sí.Y no veo qué norma habría infringido buscándote.

– ¿No te advirtió Livius que no debías mezclarte conmigo?

Bálder tardó un segundo antes de contestar:

– Al revés. Casi diría que me incitó. Quizá por eso no me interesa.

– Eres muy desconsiderado. Ningún hombre bien educado desaira así a una dama.

– Yo no… En fin, tú no eres una dama, exactamente.

– ¿Y qué soy?

– Qué importa.

– Me gustaría oír lo que escondes -le provocó ella.

– No escondo nada. Que diga que no eres una dama no implica que me haya formado un juicio acerca de lo que eres. Hace unos meses podría haberlo hecho. Pero todo ha cambiado mucho desde entonces. Hace unos meses, incluso habría averiguado dónde duermes.

– ¿Ah, sí?

– Sin entusiasmo. Sólo por la facilidad.

– ¿Y ahora?

– Nada fácil me sirve.

– Para qué.

Bálder se detuvo un instante antes de insistir:

– ¿Seguro que no has venido a espiarme?

– Puedo darte mi palabra. Seguro no podrás estar nunca.

– ¿Y qué ocurrirá si Livius se entera de que estás aquí? -Se enterará la niña.

– Y no te preocupa.

– Por supuesto que me preocupa. La niña es malvada.Y minuciosa. Eso es, con mucho, lo peor que tiene -añadió Eunice, pensativa.

– ¿Vienes por el peligro?

– Vengo, sin más. No te he pedido que te cuides de mí. Si quieres cuidarte tú, lo entiendo.

– Te equivocas. Estoy demasiado escarmentado para hacer las cosas sin un motivo. Ése es el único problema. Dame un motivo, si puedes, y no me cuidaré del mismísimo infierno.

Aquél era el momento que ella había estado esperando. Se despegó de la puerta y avanzó dos o tres pasos hacia la cama. Bálder mantuvo su gesto somnoliento.

– No te has dado cuenta -le recriminó Eunice-. Nunca has tenido una mujer como yo. Puedes olvidar lo que recuerdes de las bajas funcionarias con que distraías tu insomnio. Eso vale para Octavia y también para Camila.

– Camila llevaba ropa como la tuya, en las reuniones nocturnas de canónigos y otros trepadores en el salón de Náusica.Y no relataba con orgullo lo que solía hacer con aquella gente.

– Es probable que esta ropa te impida ver. Pero eso puede arreglarse. Quieres un motivo. Voy a dártelo, maestro.

La maniobra que emprendió a continuación Eunice para desvestirse resultó algo complicada. Hubo de desabotonarse la espalda y hacer un par de extrañas operaciones antes de que el ropaje amplio, en parte semejante al de los canónigos, se desprendiera de su cuerpo. Cuando cayó al suelo, se supo que Eunice no llevaba nada debajo. Su desnudez resultaba imprevista, pero no era nada que a Bálder, que conocía la piel translúcida de Náusica, al natural o en los dibujos de Pólux, pudiera impresionar de forma duradera.

Eunice se irguió y mientras le retaba confundió el silencio de Bálder con alguna clase de admiración. El extranjero, en realidad, sopesaba si debía rogar a aquella mujer que volviera a vestirse y le dejara dormir en paz o si, por el contrario, podía existir alguna razón para sostener con ella un simulacro. Previó meticulosamente el hastío que habría de suceder a la simulación, cuando lograra que ella se fuera y volviera a estar solo tratando de recobrar el sueño.Acaso pudiera cumplir el trámite sin prodigarle palabras que no deseaba pronunciar, sin que sus manos la estrecharan más allá de lo que quisiera el viejo hábito prensil. Mientras enfrentaba la dorada mirada de Eunice, halló de pronto un pretexto para no rechazar la oferta. Livius le había solicitado que se abstuviera de hacer aquello a lo que Eunice le invitaba. Si la solicitud era veraz, desoírla era tanto perjudicar al secretario como a aquella mujer, a la que, por lo demás, no debía ninguna compasión. Recorrió de arriba abajo a la ayudante y admitió que era hermosa y que aquello excitaba su maldad. Una maldad que a aquellas alturas sólo podía tener una destinataria. Intuyó que demorarse en aquella ninfa inútil, de uno u otro modo, no podía dejar de ofender a Náusica.Y si se trataba de alguna prueba tramada por el propio Livius, confiaba en exhibir la indiferencia suficiente para que nadie pudiera sacar la sensación de que el experimento tenía el menor éxito.

– Puede que eso sea un motivo, y puede que no -juzgó Bálder, mientras Eunice seguía allí, altiva y convencida-. No pretenderé que no me atraes. Pero hoy he bebido más vino del que conviene a lo que pudiéramos hacer tú y yo esta noche.

– ¿Es eso una negativa? -interrogó la mujer.

– Es una duda que acaso quieras intentar disipar. Si no te sientes con ánimo, no te guardaré rencor. En realidad, yo estaba durmiendo.

Eunice reaccionó con ira:

– Te permites el lujo de insultarme, cuando no has conocido más que los trucos de un puñado de furcias que se arrastrarían ante el más insignificante canónigo. Los canónigos más influyentes se arrastran ante mí. Sin ir más lejos, Livius me suplicó que esta noche fuera a sus aposentos. Los otros secretarios lo hacen a menudo. Yo voy con quien me place y cuando me place. Ésa es una diferencia que deberías valorar.

– No voy a pedirte perdón, Eunice. Tampoco voy a llamarte furcia, si es eso lo que persigues.Ven aquí o lárgate.

– ¿Cómo?

Si vienes, haré lo que pueda, y no voy a obsesionarme si no puedo hacer nada. Si te largas, para mí será más o menos lo mismo, pero me cansará menos.

– Me iré, entonces.

Bálder meneó la cabeza.

– Me juego un brazo a que no vas a irte -se burló.

– No he venido a que me humilles -masculló Eunice, recogiendo su ropa.

– Vamos, Eunice. Eres tú quien quiere humillar a Livius. Nadie te ayudaría a eso, excepto yo, si me excusas de inventar que te deseo. Sólo deseo olvidar y ser olvidado. Entre otras razones, porque ya no me conmueve que una mujer bien hecha como tú se desnude a los pies de mi cama. Medítalo. Es un juego limpio. Tú consigues lo que buscas y yo me ahorro mentir.

– Tú no tienes ni idea de qué es lo que busco. ¿Hace falta que la tenga?

– No -concedió la mujer, dejando caer la ropa al suelo-. Pero preferiría que no te apiadases de mí.

– Yo ya no me apiado de nadie -afirmó Bálder, aviesamente-. Llegas a destiempo, es todo. Supongo que alguna vez tuve las manos cargadas de guirnaldas para esparcirlas sobre el vientre de las muchachas que se aviniesen a acogerme. No lo juraría, tampoco. El caso es que ahora sólo me quedan las herramientas y la costumbre. No soy mejor que los canónigos. Nada va a sorprenderte.

– Seré yo quien te sorprenda a ti -porfió la mujer.

Eunice distó de sorprenderle. Bálder asistió con desasosiego a los afanes de la ayudante del secretario, y cuando todo hubo concluido, sin dejarla reposar, sin trámites innecesarios, interpeló a la mujer:

– ¿Podrías arreglarme una entrevista con el arquitecto?

– ¿Eso es todo lo que se te ocurre en este maldito instante? -protestó Eunice, con más reticencia que asombro.

– Perdona. Dentro de un minuto te habrás ido. Si no lo pregunto ahora tendré que subir mañana, y no me apasiona hablar con Livius.

– No tienes que subir a verle. Envíale un mensaje por escrito y él lo arreglará.

– ¿No podrías hacerlo tú, sin que él lo supiera?

– Imposible. Lo sabrá.Y yo no haré lo que me pides a sus espaldas. Si lo de esta noche ha sido con ese cálculo, has calculado bastante mal, maestro. Envíale un mensaje. Me ocuparé de que tu petición se tramite enseguida.

La mujer lo prometió con frialdad. Bálder dudó:

– ¿Crees que el arquitecto me recibirá?

– ¿Por qué no iba a hacerlo?

– Nunca ve a nadie, dicen.

– Si Livius se lo ordena, te recibirá.

– Preferiría que Livius no estuviera al tanto -repitió el extranjero.

– Ni lo sueñes. Además, ¿qué más te da?

Bálder no respondió. Empleó un recurso innoble:

– Supongamos que le cuento a Livius lo que ha sucedido.

Eunice sonrió.

– Se lo contaré yo misma, mañana a primera hora.

– Así que eres una espía, después de todo.

– No. Prefiero darle yo la noticia, simplemente.

– ¿No tienes miedo? -preguntó Bálder.

– Claro -respondió ella, lacónica.

– ¿Y merece la pena?

Naturalmente. No aspiro a que comprendas por qué me importa, pero la niña se muerde las uñas por hacer lo que yo acabo de hacer. Según sus planes, tú deberías soñar sólo con ella. Así había sido siempre.

– Sólo sueño con ella -confesó Bálder.

– De todas formas, le dolerá.

– Y a ti.

– Depende. Tengo la esperanza de que Livius me proteja, hasta donde pueda.

– Livius se protegerá a sí mismo, desde el principio.Y eso es lo que deberías haber hecho tú. ¿No te lo enseñó él?

– Livius no tiene nada que enseñarme -le menospreció, con dureza-. Yo soy una mujer igual que Náusica. Desde que empezó a entrometerse y a revolverlo todo he deseado vencerla. Con sus propias armas.

– No la has vencido.

Tú no eres nadie para juzgarlo.

Bálder rehuyó la reconcentrada mirada amarilla de Eunice.

– Yo lo sabía -dijo.

– Qué.

– Que te pasará lo mismo que a Camila. Lo mismo que a Octavia.

– ¿Quién te ha contado lo de Octavia?

– Nadie. Lo adiviné. Lo hice para que le pasara -reconoció Bálder.

Eunice tragó saliva.

– Nada es tan fatídico. Camila podría haberse salvado si te hubiera dejado a tiempo.Y lo de Octavia fue incomprensible. Ella era irresponsable. Al propio Livius le desconcertó la exigencia de Náusica.

– Pero tú no eres irresponsable. Eres la ayudante de Livius.Y yo sabía a lo que te exponías.

Eunice le escrutó con desdén.

– No te equivoques, maestro. Esto es un ajuste de cuentas entre la niña y yo y tú no eres nadie para tenerme lástima. Sé lo que arriesgo y a mí no me asusta pagar.Yo no soy como tú. Desde que te llevaste a Camila del salón de Náusica, te has ido cubriendo con todos los que han cometido el error de echarte una mano.

– Eso no es verdad. Menos a Octavia, a los demás les avisé, en cuanto pude darme cuenta. Soy extranjero -se disculpó Bálder, con imprecisión-. Me he limitado a defenderme de la obra.

– No hay nada que entender. Has hecho lo que has hecho y pudiste no hacerlo. Lo cierto es que si te hubieras quedado bajo tu lona nadie habría sufrido daño.

– No es tan sencillo.

– Complícalo, si te apetece. No cambiará la sustancia.

A Bálder le hirió escuchar aquella palabra de labios de la mujer. En su voz cobraba una consistencia que nunca tenía cuando él la decía, para sí o para otros. Eunice se levantó de la cama. Recogió sus ropas y se vistió. Cuando terminó, la ayudante del secretario dibujó por última vez para Bálder su misteriosa sonrisa.

– Si te interesa mi pronóstico -dijo-, estoy convencida de que tú sobrevivirás, como Pólux.

– ¿Ah, sí?

– En las mismas condiciones, vamos.Acaso no lo comprendes.

– Lo he comprendido. Te vanaglorias de saberlo todo de mí. Pero hay algo que ni siquiera sospechas.

Qué.

– Voy a matarla, Eunice -afirmó el extranjero-. Para Pólux.

Eunice soltó una carcajada y echó a andar hacia la puerta. Antes de salir se volvió y consultó, con sarcasmo:

– ¿Ya has decidido cómo lo harás?

– Lo decidiré sobre la marcha. ¿Se lo contarás a Livius?

– Oh, no. Pensaría que el resto es mentira. Adiós, maestro.

– Adiós. Ha sido extraño conocerte.

– Yo no voy a calificarlo. Que tengas suerte. Que sufra, si puede ser -se mofó Eunice.

– Lo tendré en cuenta -asintió el extranjero.

En la mañana del segundo día siguiente a la visita de Eunice, recibió una misiva de Livius. El secretario se tomaba la molestia de avisarle de que el arquitecto le recibiría tan pronto corno desease. El tono del mensaje era impersonal, mesurado. Apenas terminó de leerlo, partió del coro en dirección al palacio. El guardia de la puerta principal no le detuvo, como lo había hecho el que estaba de servicio la tarde de su llegada a la obra. A mano derecha de la entrada, en la misma habitación angosta, estaba, unos meses más viejo, el hombre de los anteojos a quien aquellatarde se había presentado en demanda del canónigo que luego había resultado ser Ennius. A él se dirigió, imperativamente:

– Quiero ver al arquitecto. Me espera.

El hombre de los anteojos le examinó de arriba abajo.

– El maestro tallista, ¿no?

– Sí.

¿Y para qué quiere ver al arquitecto? Nadie solicita entrevistarse con él desde hace años.

– Eso no es de su incumbencia. Limítese a hacer que me lleven ante él.

– Parece tener prisa. ¿Sigue pensando en abandonarnos pronto? -indagó el viejo, sin inmutarse.

– ¿Cómo dice?

– Eso pensaba el día que vino. ¿Recuerda? Le ofrecí algo de beber y lo rechazó. Traía poco equipaje. Sugerí que no venía de ninguna parte y se enfadó conmigo.

Bálder observó con irritación al viejo.

– No dispongo de toda la mañana para ayudarle a reconstruir sus recuerdos -le espetó.

– Así que tiene prisa. Entonces, ¿vuelve a casa?

– ¿Sería tan amable de explicarme a qué está jugando?

– Es un juego antiguo. Consiste en comprobar lo que valen las palabras. Sirve también, aunque menos, para comprobar lo que valen los hombres.

– Ya veo. Es usted un filósofo.

– No ha contestado a mi pregunta.

– Ni tengo por qué.

– Eso ya es una respuesta. No vuelve a casa.Y nunca volverá -agregó el viejo, con júbilo-. Yo estaba en lo cierto.

Bálder tamborileó con los dedos sobre el mostrador.

– ¿Y qué si lo estuviera?

– Me consuela. Significa que todavía tengo aptitudes.

– ¿Para qué?

– Para jugar al juego.

– Está chiflado.

– No esté tan seguro. Es verdad que llevo muchos años en este cuartucho y que no es el primero que me desprecia. Pero nunca he faltado a mi palabra y nunca he creído estar en otra parte. Si lo mira bien, usted está más chiflado que yo.

– Puede ser. Quiero ver al arquitecto.

– Haré que le acompañen, si es lo que quiere.

– Es lo que quiero. ¿Tendré que repetirlo mil veces? El viejo llamó a un muchacho y le dio las indicaciones precisas.

– El chico le llevará donde vive el arquitecto. Si es verdad que le espera, no hay más que hablar. Si me ha mentido, le traerá de regreso.

El hombre de los anteojos no mostró ninguna emoción al describir ambas posibilidades. Bálder agitó ante sus narices el mensaje de Livius.

– Me espera -ratificó.

– Hay que preverlo todo. Me alegra que se quede entre nosotros, maestro.

– Y yo me alegro de perderle de vista.

– Si vuelve a necesitarme, estaré aquí -ofreció el viejo, inasequible a la hostilidad de Bálder.

Fue tras el muchacho hasta la penúltima planta, tratando en vano por el camino de ordenar de forma inteligible la conversación que había mantenido con el viejo. Llegaron ante una puerta de aspecto bastante descuidado y el muchacho le indicó que aguardara. Golpeó un par de veces. No hubo respuesta.Volvió a golpear. Un nuevo silencio sucedió a su llamada. Llamó por tercera vez y entró, cerrando tras de sí. Bálder acercó el oído, pero no percibió ningún sonido hasta que los pasos del muchacho se aproximaron de regreso y un instante después abrió y volvió a cerrar la puerta.

– ¿Y bien?

– Le recibirá -informó el muchacho.

– ¿Puedo entrar ya?

– Cuando guste.Adiós.

Tan pronto como el muchacho hubo desaparecido, Bálder hizo girar el picaporte y empujó la puerta. Ante sus ojos apareció una sala enorme. Pasó dentro y cerró a su espalda. En el centro de la estancia, formidable, demencial, se erguía una reproducción a escala del templo. La reconoció por las cuatro torres del lado Este. En el lado Oeste había otras dos, de la misma altura. Pero esto no era la único de la descomunal miniatura que todavía no se había llevado a cabo en la obra. Alrededor de la bóveda se erigían otras siete torres de mayor tamaño, y en el centro, alcanzando una altura que duplicaba la de las cuatro que habían sido alzadas, una última que culminaba aquella desmesura desafiando todas las leyes constructivas de las que Bálder tenía noción. La fachada, los muros laterales y el ábside eran un derroche de elementos arquitectónicos. Un auténtico bosque de contrafuertes, triforios, arbotantes y gárgolas rodeaba la catedral.

Las paredes de la sala estaban decoradas con decenas, quizá centenares de dibujos del proyecto. Los había al carbón, en tinta, sobre fondo blanco o coloreados en tonos grises con acuarela. Algunos eran aspectos parciales del gran modelo de yeso que Bálder había estado mirando. Otros eran vistas generales de versiones distintas, variando los ornamentos, el número o la disposición de las torres, respetando siempre la desaforada torre central. Bastantes de los bocetos eran precisos hasta el último detalle. Una minoría eran trazos deliberadamente desvaídos con el difumino. En la estancia había también, junto a las ventanas, varios tableros de trabajo inmensos, cubiertos de útiles desordenados y dibujos a medias. Sobre algunos de los papeles no había polvo. El arquitecto seguía trabajando.

Bálder recorrió el espectacular despliegue del proyecto, aquellas perspectivas innumerables que en el recinto de la obra no habían sido realizadas sino en una fracción minúscula, a pesar del gentío de operarios y artistas. Una vez que hubo examinado someramente todo, llegó a la conclusión de que la obra jamás podría llegar a igualar lo que aquel visionario había prodigado en sus esbozos y concretado, sólo como una de las alternativas posibles, en la reproducción de yeso que apabullaba al intruso.

En cuanto pudo salir del anonadamiento que causaba la visión de lo que debían de ser años de esfuerzo y obsesión, el extranjero buscó al autor del desproporcionado artificio. En la pared del fondo se abría un hueco del tamaño de una puerta, cubierto por una tela gruesa deshilachada en su extremo inferior.Vaciló entre llamar o tomarse la libertad de aproximarse y apartar la cortina. Como ignoraba el nombre del arquitecto y le pareció ridículo gritar algo por el estilo de si había alguien allí, optó por lo segundo. Cuando retiró la cortina, apareció ante él un cuarto más pequeño que la pieza desde la que se asomaba. El mobiliario era viejo y paupérrimo. Sentado sobre un camastro, junto a la ventana, estaba el arquitecto. Era un hombre de buena estatura, no más de diez o quince años mayor que él. Sin embargo, había encanecido enteramente. Tenía la tez grisácea y unas oscuras cuevas bajo los ojos. Observaba la mañana a través del cristal, sin ocuparse del recién llegado. Bálder se fijó en sus manos, largas y delgadas, vencidas sobre el vientre.Aunque vestía una especie de bata cubierta de inmundicia, transmitía una sensación de rara apostura.

El extranjero traspuso el umbral. Supuso que no le correspondía hablar a él primero, así que esperó. Al fin, la voz bien templada del arquitecto sonó, con apatía:

– De modo que eres Bálder y tallas madera.

– Sí.

– Livius me avisó de que vendrías. No me avisó para qué.

El arquitecto no apartaba la vista de la ventana.

– No le dije para qué venía -explicó Bálder.

– Comprendo.

Agotado aquel desganado inicio, no era presumible que el arquitecto reanudara la conversación. Bálder aceptó tomar la iniciativa.

– Hace unos cinco meses que deseo conocerle -mintió, con aplomo-. Poco después de llegar a la obra subí a una de las torres. Estuve contemplando desde allí el pueblo y el palacio. Me impresionó.

– ¿Qué le impresionó? -inquirió el arquitecto, dando a Bálder, atentamente, el mismo tratamiento que el extranjero le había dado a él.

– La idea de elevar aquellas torres en medio de la llanura, de hacerlas iguales al palacio sobre su colina, como si los dos edificios se enfrentaran en la distancia.

– No entendió nada -observó apaciblemente el arquitecto-. Si la catedral estuviera completa, desde aquellas torres no se vería el pueblo, sino las torres centrales.

– ¿Y desde las torres centrales?

– El cielo de día y las estrellas de noche. Mi proyecto no establece ningún vínculo sobre la tierra. ¿A qué ha venido a verme, maestro tallista Bálder? Dudo que sea para hablar de mi proyecto. Hace años que todos, incluido yo mismo, desistimos de él. En este momento sólo existe un engendro que traiciona todo lo que alguna vez pude concebir.

El arquitecto le medía ahora con sus ojos cavernosos, en los que una débil luz era todo el residuo de la antigua arrogancia que Pólux le había imputado.

– No tiene sentido dar rodeos -admitió Bálder. -Desde luego. Livius sólo puede tener una razón para ordenarme que le reciba.

– En ese caso imaginará por qué vengo.

– No, no lo imagino. No podría precisar los meses que hace que nadie entra en esta habitación, aparte de quienes me traen la comida y el material. Sospecho que en todo ese tiempo Náusica ha seguido entreteniéndose, pero el hecho es que no ha considerado oportuno enviarme a nadie hasta hoy. Esta es una situación totalmente novedosa para mí.Y en cuanto a mi imaginación, está, cómo diría, expoliada.

– No me envía Náusica.

– ¿Cómo es que está aquí, entonces?

– Yo pedí verle, por mi cuenta.

– ¿Para satisfacer su interés por las ideas que inspiraron o dejaron de inspirar mi proyecto?

– Su proyecto me interesa, sobre todo después de ver lo que hay en la habitación de al lado. Siempre me interesó, aunque sólo pudiera guiarme por la obra. Pero no he venido por eso.

El arquitecto se levantó de la cama y caminó con paso inseguro hasta una pequeña alacena. Tomó una botella de vidrio tallado y un vaso pequeño.

– ¿Quiere un vaso de licor? -ofreció.

– No, gracias. Es demasiado temprano.

– Yo apenas bebo -aseveró, mientras se servía-. Por eso puedo hacerlo a cualquier hora. Además, el licor es dulce y tiene poco grado. Iba a decirme por qué ha venido a verme.

– Estuve hablando con Pólux. Me contó su historia.

– ¿Quién es Pólux? -el arquitecto pronunció el nombre como si nada de aquello fuera con él-. ¿Y qué historia es ésa, la de Pólux o la mía? Con la segunda tengo alguna relación, pero no sé que pueda tenerla con la de ese sujeto.

– Se trata de la historia de usted.

Al oír la respuesta, el arquitecto declamó, con un ímpetu exiguo:

– ¿Cuál de ellas? ¿La del brillante joven que deslumbró a todos, con su sueño de una catedral grandiosa como ninguna que se hubiera construido? ¿La del asalariado que vio cómo se iba disolviendo su sueño en una combinación de desconfianza y presupuestos insuficientes? ¿La del desengañado que continúa retocando el proyecto irrealizable para no enloquecer con el paso del tiempo?

Bálder no respondió enseguida. Ajustó las palabras de forma que sacudieran lo justo a su interlocutor.

– Ninguna de ésas. Pólux me contó la historia de alguien que pagó un alto precio por conocer la intimidad de Náusica.

El arquitecto mudó al punto su gesto. Casi sin fuerza, repitió:

– ¿Quién es Pólux?

– Alguien que pagó el mismo precio.

– ¿Y quién eres tú? -volvió a tutearle el arquitecto, nerviosamente.

– Yo podría ser el próximo, por lo que ella tiene previsto.

El arquitecto dejó sobre una mesita su vaso vacío y se acercó a la ventana. Permaneció ante ella, encorvado, con las manos en los bolsillos.

– ¿Qué diablos quiere, después de tantos años? -se quejó-. Habría jurado que se había olvidado de mí. -Puede que sea así.

– Si Livius me ordena que te reciba, es que no es así.

– Te equivocas -le tuteó también Bálder-. Ella ni siquiera me dirigió hacia Pólux.Yo voy de un sitio a otro y ella tolera que me mueva a mi albedrío. No hace más.

El arquitecto se giró hacia Bálder.

– Pongamos que todo lo que dices es cierto, que ella no tiene ninguna responsabilidad, aparte de permitir que un lunático vaya husmeando por ahí. ¿Qué esperas? ¿Que te cuente cómo duele o cuánto duele o por qué duele? Contesta. Me ayudaría descubrir cuanto antes si estoy charlando con un idiota.

– Quiero saber por qué lo hiciste.

– ¿Por qué hice qué?

Ceder.

– ¿Ceder?

– Tenías un proyecto. Todos estaban a su servicio, y era tuyo.Tu alma pertenecía al proyecto y el proyecto pertenecía a tu alma. ¿Por qué se la entregaste a ella?

El otro se dejó caer de nuevo sobre su lecho.Abatió los párpados y restregó las yemas de sus dedos índice y pulgar contra su tabique nasal.

– Al menos, idiota no eres -juzgó, extenuadamente-. Sólo te precipitas al sacar tus conclusiones. Mi alma ya no pertenecía al proyecto, maestro tallista Bálder. El hechizo se había roto. Seguía dibujando, puliéndolo, yendo a la obra a despotricar contra las desviaciones que se cometían. Acababan de levantar las torres, y cuando había tenido ante mí, casi terminado, aquel ensayo de las torres mayores que habrían de erigirse más tarde, había estado a punto de abrigar esperanzas. Era joven y disponía de tiempo para vencer dificultades. Pero mi optimismo fue pasajero. Pronto hube de averiguar que no sería capaz de consagrar toda mi vida, con el mismo coraje, a vigilar cómo se materializaba con aquella lentitud lo que mi cerebro había ingeniado. Aquí, en mi estudio, el proyecto crecía día a día, o noche a noche, mientras abajo, en la obra, se avanzaba casi tanto como se retrocedía en cuanto relajaba mi vigilancia. Yo había proyectado una catedral magnífica, y de pronto me encontraba empozado en una empresa tediosa, infinita. Me evadía de aquella maldición en mis dibujos, y en mis cada vez más esporádicas visitas a la obra. Pero lo cierto es que ya me había rendido.

Al llegar a este punto, el arquitecto se interrumpió, acaso para ordenar sus recuerdos.

– Fue entonces cuando conocí a Náusica, o más bien, cuando ella se manifestó -reanudó su relato-.Antes sólo la había visto ocasionalmente, siempre de lejos, en alguna ceremonia. Al principio era una niña huidiza y luego no pasaba de ser una adolescente retraída. A aquellas ceremonias no asistía toda la curia; sólo el Arzobispo, sus secretarios y algunos altos canónigos. A mí se me invitaba por mi alta responsabilidad como autor del gran proyecto, aunque era más bien poco lo que entendía de lo que allí tenía lugar. Matando el aburrimiento que me producían los ritos, me había fijado en la extraña presencia de aquella niña rodeada de sus preceptoras. Salvo por el hecho de ser la única de su edad que asistía a las ceremonias, nunca me había llamado mucho la atención. Me había chocado, claro, que fuera hija del Arzobispo, según me había susurrado al oído el canónigo al que un día había preguntado quién era y qué hacía en el palacio. Pero alguien, tal vez el mismo canónigo, me había aclarado que el Arzobispo la había engendrado antes de hacer sus votos y que la madre había muerto poco después de nacer ella. Así que no tenía razones para preocuparme especialmente por aquella rubia y escuálida criatura.

El arquitecto se levantó y fue hacia su botella de licor. La estuvo manoseando y finalmente la devolvió a su emplazamiento en la alacena, dándole un golpecito con el dedo índice en señal de desaprobación.

– No voy a beber -advirtió al extranjero-. Así sólo te contaré lo que te quiera contar. Antes has aludido a alguna especie de claudicación por mi parte en relación con Náusica. En un sentido tienes razón y en otro ninguna.Tienes razón porque llegué a ella, o ella se presentó, en el momento justo en que renegaba de mi arte y de mi proyecto. Yerras al describir mi conducta como una claudicación. A la vuelta del tiempo, puedes interpretarla así. A la vuelta del tiempo, en realidad, puede interpretarse todo de cualquier manera. Pero cuando ella me hizo llamar a sus aposentos, y en el lugar de la niña desdibujada que yo había espiado entre bostezos me recibió una intrigante muchacha, que cambiaba del rubor a la indecencia como cambiaba de dedo sus anillos, lo que me movió a implicarme en sus jugueteos no fue otra cosa que un ansia estúpida de conquista. El proyecto era un pasadizo cegado. Aquello, según lo vi, era un sendero que se me abría de pronto y me invitaba a internarme en un jardín prohibido. No cedí, maestro: quise apoderarme de ella. No hubo flaqueza, sino codicia. La codicia me tentó y me arrastró como un río enfurecido hasta la desgracia. Por eso lo hice. ¿Era lo que querías saber?

– No exactamente. Me has contado cómo lo hiciste. No por qué.

El arquitecto se encogió de hombros.

– Por aquella época ya no me planteaba ninguno de esos grandes asuntos. Por qué estoy aquí, por qué no podría irme allá y otros semejantes.Tampoco me los planteo ahora, ni estoy muy convencido de que tengan alguna utilidad. La profundidad de los cimientos o el grosor de los muros para sujetar mis torres necesitan un porqué, y a él me atuve para calcularlos. Ir o no tras una muchacha que nadie se atrevería a tomar es algo que se decide por instinto o por vicio. En mi caso, debió de influir más lo segundo. Si eso no colma tu curiosidad al respecto, la respuesta podría ser que llegué a ella porque no tenía motivos para negarme.

– Sí los tenías.

– ¿Te refieres a lo que pasó después? Eso es un motivo para arrepentirme, en todo caso. Jamás habría podido suponerlo cuando tuve que elegir. Ni yo ni tú ni nadie. Era una muchacha vacilante, hambrienta. Ni se parecía a lo que es ahora.

– Le entregaste tu alma -le reprochó otra vez Bálder.

– No desde el principio -se opuso el arquitecto-. En los primeros tiempos me complacía en atormentarla. Era ella quien dependía de mí. Se avergonzaba por lo que estaba ocurriendo y yo me ocupaba de que cada vez se avergonzase más. Mi primer error fue confundir aquella vergüenza con un sentimiento de culpa. Náusica es impermeable a la culpa. Simplemente la cohibía ser torpe, no haber nacido sabiendo nada de aquello.Y yo me ensañaba con ella. No pensaba en la hija del Arzobispo en quien ahora todos piensan con terror. Para mí no era más que una niña inexperta que sufría y que me proporcionaba un goce más pleno cuanto mayor era mi facilidad para herirla. Fue entonces cuando, sin darme cuenta, sembré en ella la semilla del odio. No me figuraba hasta dónde podría hacerme pagar mi maltrato. Creía que siempre iba a ser un pajarillo temeroso, al que en cualquier momento podría coger entre mis manos para sentir el batir de su corazón bajo el plumaje. Pero resultó ser dura como un halcón, y resultó que su memoria guardó mis maldades hasta que contó con las armas apropiadas para castigarlas.

– Quién dominara a quién es lo de menos -le rebatió el extranjero-. Primero fuiste tú y luego ella, hasta anularte. Qué más da. Lo que importa es que te metiste voluntariamente en el centro de la ciénaga en que se había podrido tu proyecto. A eso me refiero cuando digo que le entregaste tu alma.

El arquitecto había vuelto hacía tiempo a sentarse sobre su jergón. Desde el borde, con la barbilla caída sobre el pecho, apuntó a Bálder sus ojos exánimes.

– ¿Quién te dio el derecho a condenar a otros, maestro? -interrogó-. ¿Nunca hiciste nada que debas lamentar? ¿Que incluso otros hayan lamentado por ti?

– He hecho las dos cosas -confesó Bálder, insensible. -Entonces coincidimos.Yo no te condenaría. ¿Por qué lo haces tú?

– No te condeno.

Los dos hombres quedaron en silencio. El extranjero sentía que estaba demorándose en una investigación desprovista de sentido. El otro captó la momentánea vulnerabilidad de Bálder.

– He respondido a muchas preguntas -constató el arquitecto-. Ha debido de ser porque, contra toda lógica, tenía ganas de hablar con alguien, ya que nada justifica que me fíe de ti. Ni siquiera te has dignado explicarme de forma comprensible qué es lo que has venido a buscar a mi estudio.

Ahora fue Bálder quien esquivó al arquitecto y se volvió hacia la ventana. A través del cristal, el sol calentaba con fuerza.

– Eres lo último que me queda -reveló, sin circunloquios.

¿Antes de qué?

Bálder reflexionó, dudó y al final lo formuló del modo más descarnado:

– Antes de ceder. Antes de claudicar y entregarle mi alma.

– ¿Y en qué podría ayudarte yo? Soy un caído.

– Creo que deseaba comprobar que poseo una defensa que ninguno de vosotros poseéis. Probablemente, que tú también habías sucumbido por carecer de esa defensa.

– ¿Y no es así?

– Si quieres saber si carecías de esa defensa, supongo que sí, carecías -apreció Bálder, ausente-. Pero ésa ya no es la cuestión. El hecho es que me comparo contigo y apenas encuentro algo que nos distinga. Hace semanas que no tallo nada que merezca la pena conservar. Mi arte me ha fallado o yo le he fallado a él. El orden de los términos no altera nada.Y lo de tallar o no hacerlo es, en definitiva, una pequeña porción del todo. Aunque yo sé, como tú no sabías, que la puerta de Náusica es la puerta del infierno, no me queda otra. Si pudiera resistir en condiciones, sería diferente. Pero no puedo conformarme con merodear y retrasarlo hasta que ella supla mi voluntad. Alguna vez tuve algo que me habría salvado de ese destino. Al menos lo añoro y por la noche recuento los escombros. Ahora sólo sueño con ella, y empiezo a estar cansado de rehuirla.

– No ganarás nada enfrentándote a ella -vaticinó el arquitecto.

– Acaso pueda recuperar algún respeto por mí mismo.

– ¿Eso crees? -rió el otro, ásperamente-. Por si te sirve para orientarte, yo no me respeto en absoluto.

El tallista evitó su mirada. Entonces, de improviso, como si se hubiera estado aguantando durante todo el tiempo, el arquitecto dio rienda suelta a su animosidad. Pero no alzó la voz, ni se apresuró; se limitó a exigir, con todo el desprecio que podía arrojarle:

– Ve a comunicárselo, Bálder, si ése es tu nombre. Díselo así: que no tengo ningún respeto por mí.Y por si le halaga dile que también es verdad que sueño con ella, aunque no con la de los últimos tiempos, sino con la que era al principio, cuando lloraba escondiéndose entre mis brazos. Eso puede que la disguste. Pero siempre puede enviarme a uno de sus médicos para que me extirpe el trozo de cerebro en que tengo alojado ese sueño.

Bálder no hizo ningún comentario. Sus ojos estaban fijos en la silueta de la catedral en construcción, nítidamente visible desde la fachada del palacio en la que se abría la ventana del arquitecto.

– ¿Para qué te ha hecho venir? -bramó su interlocutor-. ¿Para regodearse? ¿Es que ya no dispone de ninguna otra diversión?

– No me ha hecho venir -murmuró Bálder, sin propósito de convencerle.

El arquitecto le examinó con recelo.

– En cualquier caso -dijo-, no pienso hablar más de Náusica por hoy. Si tu visita no tenía otra finalidad, ya conoces el camino de salida.

Bálder no se separó de la ventana. El hombre de la bata esperó, también inmóvil. Al cabo de un tiempo, más sereno, preguntó:

– ¿Eres de veras artista, Bálder?

– Al menos, juraría que lo he sido.

– Pues deja de contemplar eso que están levantando allí abajo. La catedral, lo poco de ella que ha logrado existir, está en otra parte.Voy a creerte sólo durante el tiempo indispensable para mostrártela. Luego te irás, y si está en tu mano te ruego que no vuelvas a irrumpir aquí a romper mi rutina.Ven conmigo.

El arquitecto echó a un lado la cortina y pasó a la habitación contigua. Bálder le siguió. Entre sus planos y bocetos, aquel hombre recobraba una singular vitalidad. Rodeó la reproducción que ocupaba el centro de la sala y se situó junto al ábside. Apoyó una mano sobre una de las torres que lo flanqueaban e inclinó a un lado la cabeza para que las torres centrales no le impidieran ver a Bálder.

– Esto es la catedral, maestro tallista. Lo que estoy tocando y, por encima de todo, lo que cuelga de las paredes. Demasiado sublime para que nadie pueda convertirlo en piedra. Demasiado sublime para que yo mismo hubiera podido.

El arquitecto recorrió la habitación y terminó posando su vista en la majestuosa torre central.

– Si no me has engañado y eres un artista, podrás entenderme -aventuró-. Si eres un subalterno de Livius, me complaceré en embrollarte.

El hombre se concentró en la reproducción a escala de su proyecto y comenzó a evocar, despacio:

– Cuando era joven, advertí que poseía buenas cualidades para el dibujo y la escultura. También practiqué con alguna dignidad la poesía y la música. Durante un tiempo, anduve disperso. Una buena o mala tarde, porque desde aquí ya todo resulta ambiguo, entré en una catedral. No era la primera vez. De hecho, es posible que no fuera la mejor catedral que había visitado y ni siquiera estaba concluida. Caminé entre las columnas, bajo la bóveda, fijándome en las líneas que se entrecruzaban, dotando a la piedra de vuelo y flexibilidad. Admiré la factura del coro, la integración de todos los elementos interiores. No era uno de esos templos en los que se superponen sin orden ni concierto estilos diversos o contradictorios. Habría podido discutirse el acierto de alguna de las soluciones ideadas por el arquitecto, pero todo encajaba, proporcionando una armonía impecable. Hasta tal extremo me sobrecogió aquel espacio que apenas reparé en sus defectos. Antes de nada, es importante resaltar que había entrado por una puerta lateral. Salí por la principal y avancé unos quince o veinte metros, disfrutando de la inesperada sensación de paz y plenitud que había obtenido. Entonces me detuve y me volví. Ante mí se erguían, sobre una fachada de abigarrada belleza, cuatro torres muy similares a las cuatro que los incompetentes que trabajan en la obra consiguieron levantar hace años, gracias a mis instrucciones. Me quedé extasiado, mirando cómo las agujas se clavaban en el firmamento.Aquel día, supe que la catedral era la obra de arte suprema, en la que cabían todas las demás formas del arte. Había que dibujarla, esculpirla, ordenarla como un poema o la música. Para todo lo que había intentado a través de procedimientos parciales existía un cauce integral.Aquel día, hace casi treinta años, se gestó mi proyecto.

El arquitecto se sentó junto a uno de sus tableros de trabajo.

– Durante años -continuó- me preparé para ser capaz de acometer mi obra. Primero aprendí las reglas de la arquitectura, que ignoraba. Me instruí en cómo debían repartirse las cargas, en cómo soportar los muros y las bóvedas y en otras muchas cuestiones engorrosas y distantes de las ligeras tareas en que me había ocupado hasta entonces. En cuanto tuve una mínima seguridad en mis conocimientos, me puse a dibujar. Al principio trabajé sin expectativas. Determiné la estructura y cientos de detalles antes de tener la menor garantía de que lo que iba amontonando en mis carpetas pudiera materializarse algún día. La catedral era un ente sin cuerpo, que colmaba mi espíritu como nada que pudiera tocarse, pero que corría el riesgo de quedarse en los planos cuando mi espíritu se extinguiese. Es curioso que vaya a suceder así, después de haber alimentado durante un tiempo el espejismo de estar levantándola sobre la tierra. El caso es que un día llegó a mis oídos que el Arzobispado había decidido emprender la construcción de un templo que testimoniara su grandeza y su temor de Dios. Desde mi lejana patria, envié mi proyecto. No tenía esperanzas de que nadie le prestara una atención excesiva. Mi proyecto no estaba inspirado por el temor de Dios. Era, más bien, una exhibición de orgullo y autosuficiencia.

El arquitecto se puso en pie y fue junto a la reproducción a escala. Inclinado sobre ella, respaldó su aserción anterior:

– Bajo la apariencia de una cierta ortodoxia en sus líneas fundamentales, el proyecto es un universo sometido a sus propias leyes. Habría podido ocultarlo, pero lo proclamé con la rotundidad de su torre central, reforzada por las siete que la rodean. Decidí que fueran siete para que nadie pudiera dividirlas, como no fuera de una en una. Las cuatro torres orientales y las dos occidentales, en contraste, no son más que una representación de lo imperfecto de mi universo, esto es, de lo par y divisible. Resulta significativo que sólo se hayan construido, y no del todo, estas últimas torres. El entramado que rodea la catedral no cumple otra función que la de sujetar las torres impares, apuntalando los muros y la nave. Si me permití algún ornamento sobre los contrafuertes, fue con el único ánimo de que no desmerecieran de aquello a lo que servían. Más o menos así, como la ves en esta miniatura de yeso, era en los planos que remití al Arzobispado.Y para mi infortunio, mi proyecto fue escogido.

El arquitecto se incorporó y regresó al asiento que había abandonado.

– Desde ese momento, la historia pierde todo interés.

Desde que llegué aquí y se puso en marcha la obra, casi no pude practicar mi arte. Lo cambié por la faena de supervisar lo que otros hacían con mi invención, desgastándome en vano para que no la desfigurasen. Para perfeccionar el proyecto disponía nada más de los ratos que robaba al sueño. Sólo entonces, en algunos instantes aislados de aquellas noches, se me restituía el placer, la música frágil y el orden que en la obra me eran negados sistemáticamente.Algunas veces llegué a pensar que aquella negación era el castigo de su Dios por no creer en El, por obligarles a servir con toda su fe a mi ambición pagana.

El narrador enmudeció. Ahora parecía más viejo, más débil, doblado junto al tablero y envuelto en su bata raída. Bálder tomó la palabra:

– ¿Cuál es la moraleja?

El arquitecto le contempló con una media sonrisa.

– Depende de quién la saque. ¿Sabes cuándo hice esta reproducción y cuándo dibujé muchos de los bocetos que hay en las paredes?

– No.

– Después de que Náusica acabase conmigo. Como te dijo ese Pólux, pagué un precio alto. Pero al cabo del tiempo, encontré una contrapartida. Poco a poco, con todas las limitaciones de mi reclusión, regresé a mi arte. Cuando ella me aniquiló, me alivió también de todo el lastre con que cargaba. Ahora soy un despojo, un prisionero y casi un inválido. Pero me queda esto. Por las mañanas me siento delante del tablero y dibujo. Por las tardes perfilo mi pequeña catedral de yeso. Aunque no me hago ilusiones, porque he fracasado y ya nunca realizaré lo que pretendí, también he purgado mis pecados. Vuelvo a ser un artista y eso me compensa de la infamia.

– Te felicito -se burló Bálder, sombríamente.

– Ríete, si te place. La vida te derrota siempre. Puede resultar efimero, escaso o tardío, pero el arte es la única forma de salvación.

– No hay ninguna salvación.

– Es pronto para que estés tan seguro.

Bálder abarcó de un único y último vistazo todo lo que el arquitecto tenía almacenado allí.

– Voy a ir por ella y no voy a salvarme -prometió, con firmeza-. He visto a Pólux con su botella y a ti entre los añicos de tu proyecto. Era un proyecto extraordinario, pero esto es un depósito de cadáveres. No quiero sobrevivirme, ni buscar maneras de consolarme. Mis dedos no volverán a sentir el tacto de la madera o mis instrumentos. Será el tacto de ella y nada más. Náusica, y luego el vacío.

El extranjero se detuvo un instante y concluyó, inmisericorde:

– Ya no soy un artista, ni lo seré nunca. La obra me ha destruido, como destruyó tu proyecto.

Su interlocutor abatió los párpados y al cabo de unos segundos le exhortó, mordiendo las palabras:

– Si eso es todo, vete. No la hagas esperar más.

Antes de salir, Bálder echó una última ojeada al arquitecto. El otro le miraba con resentimiento desde su tablero iluminado por el sol del mediodía. El extranjero lo imaginó en un día igual, años atrás, insultando a los operarios que construían las torres. Lo imaginó también sonriendo, al amparo de la noche en que Náusica había contenido un grito de dolor bajo su cuerpo ahora impotente. No le tuvo lástima. Ni siquiera tenía lástima de sí mismo. El camino no seguía más allá. Con una difusa mezcla de conformidad y decepción, descubrió que había llegado.

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