Walter Alter apoyó la barbilla en el tobillo de Brooke y dejó escapar un suspiro de satisfacción.
– Estás a gusto, ¿eh? -le preguntó ella y él parpadeó.
Cuando le ofreció una palomita de maíz, Walter la olfateó y después, suavemente, se la quitó de entre los dedos con los dientes.
Era muy agradable estar arrellanada en el sofá, esperando la llegada de Julian y la oportunidad de pasar juntos algo de tiempo, pero no dejaba de pensar en Kaylie. Aunque habían mantenido el contacto todo el verano, Brooke se había quedado anonadada cuando había visto por primera vez a la niña desde el comienzo del curso escolar. Era cierto lo que le había dicho Heather: había perdido demasiado peso, tanto que Brooke casi se quedó sin aliento al verla entrar en su despacho. De inmediato tuvieron una larga conversación sobre la diferencia entre una alimentación sana y las peligrosas dietas para adelgazar en poco tiempo. A lo largo de las siguientes semanas habían seguido hablando y Brooke empezaba a creer que estaban haciendo progresos.
El zumbido del teléfono móvil la devolvió a la realidad. Era un mensaje de texto de Julian, diciéndole que estaba a veinte minutos de casa. Brooke corrió al cuarto de baño, deshaciéndose de la ropa mientras corría, decidida a quitarse los restos de olor a detergente del pelo y las manos, después del arrebato obsesivo-compulsivo de limpieza doméstica que la había asaltado poco antes. Acababa de meterse en la ducha, cuando Walter empezó a ladrar con un frenesí que sólo podía significar una cosa.
– ¿Julian? ¡Salgo en dos minutos! -gritó en vano, ya que sabía por experiencia que él no podía oírla desde el cuarto de estar.
Un instante después, sintió la ráfaga de aire frío, antes incluso de ver que la puerta se abría. Julian se materializó casi de inmediato entre el vapor, y aunque la había visto desnuda millones de veces, Brooke sintió una necesidad casi desesperada de cubrirse. La cortina de plástico transparente hacía que se sintiera tan expuesta como si se hubiese estado duchando en medio de Union Square.
– Hola, Rook -dijo él, levantando la voz para hacerse oír por encima del ruido del agua y de los ladridos frenéticos de Walter.
Brooke primero le volvió la espalda y después se reprendió a sí misma por comportarse de manera tan ridícula.
– Hola -dijo-. Ya casi he terminado. ¿Por qué no me esperas fuera? Eh… coge una Coca-Cola. Ahora mismo voy.
Se hizo un silencio, antes de que él dijera que estaba de acuerdo, y Brooke supo que probablemente lo había herido. Una vez más, intentó recordarse que tenía derecho a sus sentimientos y que no necesitaba pedir perdón, ni dar explicaciones.
– Perdona -dijo, todavía de espaldas a la puerta, aunque se daba cuenta de que él ya se había ido.
«¡No pidas perdón!», volvió a regañarse.
Se aclaró el jabón lo más aprisa que pudo y se secó con más rapidez aún. Por suerte, Julian no estaba en el dormitorio, y ella, furtivamente (como si hubiera en la casa un desconocido que pudiera entrar en cualquier momento), se puso unos vaqueros y una camiseta de manga larga. No tuvo más opción que peinarse a toda velocidad el pelo mojado y recogérselo en una coleta. Se miró fugazmente al espejo, con la esperanza de que Julian viera en el aspecto rubicundo de su cara sin maquillaje algún tipo de fulgor de salud y felicidad, aunque le pareció poco probable. Sólo cuando entró en el cuarto de estar y vio a su marido sentado en el sofá, leyendo la sección inmobiliaria de los anuncios por palabras del New York Times, con Walter a su lado, se sintió embargada por la emoción.
– Bienvenido a casa -dijo, confiando en que sus palabras no sonaran irónicas. Se sentó al lado de Julian en el sofá, y él la miró, sonrió y le dio un abrazo que no pareció muy entusiasta.
– Hola, nena. No sabes cuánto me alegro de estar en casa; no te lo imaginas. Ojalá no tuviera que volver a pisar un hotel…
Tras marcharse en medio de la fiesta del padre de Brooke, Julian sólo había estado dos noches en casa a finales de septiembre y una de ellas la había pasado en el estudio. Después se había ido a promocionar el nuevo álbum y había estado fuera otras tres semanas, y aunque ninguno de los dos había escatimado en mensajes de correo electrónico, ni en Skype, ni en llamadas telefónicas, la distancia empezaba a parecer insuperable.
– ¿Encuentras algo bueno? -le preguntó, mientras se instalaba a su lado en el sofá. Habría querido besarlo, pero no podía desembarazarse de la persistente sensación de incomodidad.
Julian le señaló el anuncio de un «loft de lujo en Tribeca». Tenía tres dormitorios, dos baños, estudio, terraza compartida, hogar de gas, servicio permanente de conserje y posibilidad de desgravación fiscal, para «el mejor precio de Manhattan»: dos millones seiscientos mil dólares.
– ¡Mira esto! Los precios están cayendo en picado.
Brooke intentó adivinar si estaba bromeando. Como todas las parejas de neoyorquinos, solían entregarse a sesiones de «porno» inmobiliario los domingos por la mañana, mirando anuncios de pisos que estaban astronómicamente por encima de sus posibilidades y preguntándose cómo se sentirían sus propietarios. Pero algo en el tono de Julian le pareció diferente.
– ¡Sí, una auténtica ganga! Deberíamos comprar dos y unirlos, o tal vez tres -rió ella.
– En serio, Brooke. Dos millones con seis es un precio muy razonable para tres habitaciones con todos los servicios en Tribeca.
Brooke miró a la persona que estaba sentada a su lado y se preguntó adónde demonios se habría ido su marido. ¿Era aquél el mismo hombre que diez meses antes había luchado a brazo partido para prorrogar el contrato de alquiler del apartamento de Times Square que ambos detestaban, sólo para no gastar los miles de dólares que les habría cobrado una empresa de mudanzas?
– Ya lo sabes, Rook -dijo él, volviendo a hablar aunque ella no había dicho nada-. Supongo que parece increíble si te paras a pensarlo, pero podemos permitirnos algo así. Con el dinero que está empezando a entrar, podríamos pagar fácilmente una entrada del veinte por ciento, y con las actuaciones que ya tengo programadas y pagadas, más los derechos de autor de las canciones, no tendremos problemas para pagar las mensualidades.
Tampoco entonces ella supo qué decir.
– ¿No te encantaría vivir en un sitio así? -preguntó Julian, señalando la foto de un loft ultramoderno, con tuberías vistas en el techo y un aire general de chic industrial-. Es impresionante.
Brooke habría querido gritar que no con cada una de sus fibras. No; no quería vivir en una nave industrial reconvertida. No; no quería vivir en la modernísima y alejada Tribeca, con sus galerías de arte de fama mundial y sus restaurantes de moda, y sin ningún sitio normal y corriente donde tomar un café o comer una vulgar hamburguesa. No; si tuviera dos millones de dólares para gastarlos en un piso, estaba absolutamente segura de que aquello sería lo último que elegiría. Se sentía casi como si estuviera manteniendo aquella conversación con un completo desconocido, teniendo en cuenta las veces que habían soñado juntos con tener una casa antigua en Brooklyn, o si eso estaba fuera de su alcance (como siempre lo había estado), entonces quizá sólo un piso en uno de esos viejos edificios, en una calle tranquila y arbolada, quizá con un jardincito al fondo y un montón de preciosas molduras. Habían soñado juntos con algo cálido y acogedor, preferiblemente de antes de la guerra, con techos altos y mucho encanto y carácter; un hogar para una familia, en un barrio de verdad, con librerías pequeñas, cafés con encanto y un par de restaurante buenos pero baratos donde pudieran cenar con frecuencia; exactamente lo contrario de aquel frío y acerado loft de Tribeca que se veía en la fotografía. Brooke no pudo evitar preguntarse en qué momento habrían cambiado tanto los gustos de Julian y, más importante aún, por qué.
– Leo acaba de mudarse a un edificio nuevo en Duane Street, con jacuzzi en la terraza -prosiguió él-. Dice que nunca había visto tanta gente atractiva junta y que cena en Nobu Next Door algo así como tres veces por semana. ¿Te lo imaginas?
– ¿Quieres un café? -lo interrumpió ella, desesperada por cambiar de tema. Cada palabra que oía le preocupaba más que la anterior.
Julian levantó la mirada y pareció estudiarle la cara.
– ¿Te sientes bien?
Ella le dio la espalda y se dirigió a la cocina, donde empezó a echar café en el filtro.
– Estoy bien -respondió.
El iPhone de Julian zumbaba mientras él enviaba mensajes de texto o de mensajería instantánea desde la habitación contigua. Abrumada por una tristeza inexplicable, Brooke se apoyó en la encimera y se puso a mirar cómo caía el café en la cafetera, poco a poco, gota a gota. Preparó las tazas como siempre y Julian aceptó el café, pero sin levantar la vista del teléfono.
– ¿Hola? -dijo ella, tratando sin éxito de disimular la irritación.
– Perdona. Un mensaje de Leo. Me pide que lo llame en seguida.
– ¡Sí, claro! ¡Llámalo ahora mismo!
Ella sabía muy bien que su tono de voz expresaba exactamente lo contrario.
Julian la miró y, por primera vez desde que había llegado, se guardó el teléfono en el bolsillo.
– No, ahora estoy aquí. Leo puede esperar. Quiero que hablemos.
Hizo una pausa por un momento, como si estuviera esperando a que ella dijera algo. Fue como volver de manera extraña a los primeros tiempos de su relación, aunque ella no recordaba haber sentido nunca ese tipo de incomodidad o distancia entre ambos, ni siquiera al principio, cuando prácticamente no se conocían.
– Soy toda oídos -dijo ella, deseando únicamente que él la envolviera en un fuerte abrazo, le declarara amor eterno y le jurara que todo volvería inmediatamente a la normalidad, a la vida aburrida y previsible de los pobres, a la felicidad.
Pero como aquello era extremadamente improbable (y tampoco lo quería, porque habría significado el fin de la carrera de Julian), habría deseado que él iniciara una conversación seria sobre los problemas que estaban teniendo y la manera de superarlos.
– Ven aquí, Rook -dijo él, con tanta ternura que ella sintió que se le inflamaba el corazón.
«¡Gracias a Dios!», pensó. Por fin lo había entendido. Él también sufría por no verla nunca y quería encontrar una solución. Brooke vio un rayo de esperanza.
– Dime lo que piensas -dijo ella con suavidad, esperando que su actitud resultara receptiva y abierta-. Han sido unas semanas muy duras, ¿verdad?
– Así es -convino Julian, con una expresión familiar en la mirada-. Por eso he pensado que nos merecemos unas vacaciones.
– ¿Unas vacaciones?
– ¡Vámonos a Italia! Hace siglos que hablamos de ir, y octubre es una época perfecta. Creo que podría organizarme para tener seis o siete días libres, a partir de finales de la semana que viene. Tendría que estar de regreso antes de la entrevista en Today. Iremos a Roma, Florencia, Venecia… Pasearemos en góndola y nos hartaremos de pasta y vino. Tú y yo solos. ¿Qué te parece?
– Me parece fantástico -respondió, antes de recordar que el bebé de Randy iba a nacer el mes siguiente.
– ¡Ya sé lo mucho que te gustan los embutidos y el queso! -le dijo para tomarle el pelo, mientras le daba un codazo-. ¡Carnes saladas y ahumadas, y toneladas de parmesano!
– Julian…
– ¡Si vamos a hacerlo, hagámoslo a lo grande! Estoy pensando que deberíamos viajar en primera clase: manteles blancos, champán a discreción y asientos convertibles en camas. ¡Tenemos que cuidarnos!
– Me parece fabuloso.
– Entonces ¿por qué me miras así?
Se quitó el gorro de lana y se pasó los dedos por el pelo.
– Porque no me queda ningún día de vacaciones y octubre cae justo en medio del trimestre de Huntley. ¿No podríamos ir en Navidad? Si salimos el veintitrés, tendríamos casi…
Julian le soltó la mano y se dejó caer contra el respaldo del sofá, mientras exhalaba un sonoro suspiro de frustración.
– No tengo ni idea de lo que pasará en diciembre, Brooke. Sólo sé que puedo ir ahora. ¿Vas a permitir que todo eso nos estropee una oportunidad como ésta? No me lo puedo creer.
Esta vez fue ella quien se quedó mirándolo.
– Casualmente, Julian, «todo eso» es mi trabajo. Este año ya he pedido más días libres que nadie. No puedo ir allí y pedir una semana entera. ¡Me despedirían automáticamente!
La mirada de Julian era fría y acerada cuando se cruzó con la suya.
– ¿Y eso sería tan malo?
– Voy a fingir que no has dicho eso.
– En serio, Brooke. ¿Sería lo peor del mundo? Te has estado matando entre Huntley y el hospital. ¿Es tan horrible sugerir que te tomes un descanso?
Todo se estaba descontrolando. Nadie sabía mejor que Julian que Brooke necesitaba trabajar un año más para poder abrir consulta propia, por no hablar del cariño que les había tomado a algunas de las niñas, en particular a Kaylie.
Hizo una inspiración profunda.
– No es horrible, Julian, pero no va a pasar. Ya sabes que sólo me falta un año y entonces…
– ¿Por qué no lo dejas solamente por una temporada? -la interrumpió, agitando las manos-. Mi madre cree que incluso es probable que te guarden el empleo, si eso es lo que quieres; pero yo ni siquiera creo que sea necesario. ¡Como si no fueras a encontrar otro trabajo!
– ¿Tu madre? ¿Desde cuándo hablas con tu madre de algo?
Él la miró.
– No lo sé. Les conté a mis padres lo difícil que nos resulta estar tanto tiempo sin vernos y ella me dio algunas ideas que me parecieron buenas.
– ¿Como la de que yo deje de trabajar?
– No necesariamente, Brooke, aunque si decidieras dejarlo, yo te apoyaría. Pero quizá podrías tomarte un respiro.
Brooke ni siquiera podía imaginarlo. Por supuesto, la idea de no tener que pensar en los horarios, las guardias y la necesidad de hacer tantas horas extra como fuera posible le parecía fabulosa. ¿Quién no lo habría deseado? Pero realmente le gustaba su trabajo y le entusiasmaba la idea de establecerse algún día por su cuenta. Ya había pensado en un nombre para su consulta («Bebé y Mamá Sanos») y sabía perfectamente cómo quería que fuera la web. ¡Hasta tenía pensado el logo! Serían dos pares de pies, uno junto a otro: los de la madre y los de un niño pequeñito, con la mano de la mujer tendida hacia la mano del niño.
– No puedo, Julian -dijo, alargando la mano para coger la suya, pese al enfado que sentía hacia él por su falta de comprensión-. Estoy haciendo lo posible para participar en todo lo que pasa con tu carrera y compartir contigo la emoción, el entusiasmo y la locura, pero yo también tengo una carrera en que pensar.
Julian pareció reflexionar un momento, pero en seguida se inclinó hacia ella y la besó.
– Tómate un minuto y piénsalo, Rook. ¡Italia! ¡Durante una semana!
– Julian, de verdad…
– Bueno, no hablemos más -dijo él, apoyando un dedo sobre los labios de ella-. No iremos, si tú no quieres… o mejor dicho, si no puedes -se corrigió, al ver la expresión de Brooke-. Esperaré hasta que podamos ver Italia juntos, lo juro. Pero prométeme que al menos lo pensarás.
Sin confiar en su propia voz, Brooke hizo un gesto afirmativo.
– Muy bien, entonces. ¿Qué te parece si salimos esta noche? Podemos ir a algún sitio agradable y discreto. Sin periodistas, ni amigos… Tú y yo solos. ¿Qué te parece?
Ella se había hecho a la idea de pasar en casa su primera noche juntos; pero cuanto más lo pensaba, más le costaba recordar la última vez que habían salido solos. Todavía tenían mucho de que hablar, pero podían hacerlo mientras bebían una botella de buen vino. Pensó que tal vez estaba siendo demasiado dura con él y que sería bueno para los dos si conseguía relajarse un poco.
– De acuerdo, salgamos. Pero antes tengo que secarme el pelo, para que no se me encrespe.
Con expresión de alegría, Julian la besó.
– Excelente. Walter y yo saldremos a dar una vuelta, para encontrar el sitio perfecto. -Se volvió hacia Walter y le dio también un beso-. Walty, muchacho, ¿adónde me aconsejas que lleve a mi mujer?
Rápidamente, Brooke se pasó el secador por el pelo húmedo y sacó su mejor par de bailarinas. Se aplicó un poco de brillo en los labios, se puso al cuello una cadena de oro de doble vuelta y, después de un largo debate interno, se decidió por un cardigan largo y suave, en lugar de un blazer de líneas más cuadradas. No iba a ganar ningún concurso de moda, pero fue lo mejor que pudo hacer, sin tener que desvestirse completamente y empezar de cero.
Julian estaba hablando por teléfono cuando ella volvió al cuarto de estar, pero colgó de inmediato y salió a su encuentro.
– Ven aquí, preciosa -murmuró, mientras la besaba-. Mmm, sabes bien. Y estás guapísima. ¿Qué te parece si vamos a cenar, bebemos un poco de vino y volvemos aquí directamente, para empezar por donde lo dejamos?
– Yo voto que sí -respondió Brooke, devolviéndole el beso.
La sensación de incomodidad que había tenido desde que había entrado Julian (la sensación de que estaban pasando demasiadas cosas con excesiva rapidez y de que aún no habían resuelto nada) la seguía atormentando, pero hizo lo posible para no prestarle atención.
Julian había elegido un pequeño restaurante español muy agradable en la Novena Avenida, y todavía hacía buen tiempo para sentarse en la terraza. Cuando terminaron la primera media botella de vino, los dos se relajaron y la conversación volvió a ser fluida y más cómoda para los dos. Michelle salía de cuentas la semana siguiente; los padres de Julian pensaban viajar para fin de año y les habían ofrecido su casa en los Hamptons; y la madre de Brooke acababa de ver una obra fantástica en el off-Broadway e insistía en que ellos también la vieran.
Sólo cuando volvieron a casa y se desvistieron volvieron a sentirse incómodos. Brooke esperaba que Julian cumpliera su promesa de sexo inmediato nada más entrar en el apartamento (después de todo, ¡habían pasado tres semanas!), pero primero se distrajo con el teléfono y después con el ordenador portátil. Cuando finalmente se reunió con ella en el cuarto de baño para lavarse los dientes, ya eran más de las doce.
– ¿A qué hora te levantas mañana? -le preguntó Julian, mientras se quitaba las lentillas y les echaba solución limpiadora.
– Tengo que estar en el hospital a las siete y media para una reunión del equipo. ¿Y tú?
– Tengo que encontrarme con Samara en un hotel del Soho, para una sesión de fotos.
– Ya veo. ¿Me pongo ahora la crema hidratante o la dejo para más tarde? -preguntó, mientras Julian se aplicaba la seda dental.
Como Julian detestaba el olor de su crema nocturna de cuidado intensivo y se negaba a acercársele cuando la llevaba puesta, era lo mismo que preguntarle si iba a haber sexo aquella noche.
– Estoy agotado, nena. Tenemos un calendario muy apretado, ahora que se acerca el lanzamiento del nuevo single.
Dejó sobre el lavabo la cajita de plástico de la seda dental y le dio a Brooke un beso en la mejilla.
Ella no pudo evitar sentirse ofendida. Sí, comprendía perfectamente que él estuviera extenuado después del tiempo que había pasado fuera. Ella también estaba bastante cansada, después de levantarse todos los días a las seis para sacar a pasear a Walter, ¡pero él era un hombre y habían pasado tres semanas!
– Te entiendo -dijo, y de inmediato se untó la cara con una gruesa capa de crema amarilla, la misma que según todas las opiniones expresadas en Beauty.com era completamente inodora, pero que según su marido se podía oler desde la otra punta del cuarto de estar.
También tenía que admitir que sintió cierto alivio, lo que no significaba que no le encantara el sexo con su marido, porque le parecía fabuloso. Desde la primera vez, había sido una de las mejores cosas de su relación y, sin ninguna duda, una de las más constantes. Practicar el sexo a diario (o incluso dos veces al día) no es raro a los veinticuatro años, cuando todavía parece vagamente escandaloso quedarse a dormir en un apartamento prestado; pero el ritmo no decayó después de cierto tiempo de salir juntos, ni tampoco cuando se casaron. Durante años, Brooke había oído a sus amigas bromear sobre sus diferentes métodos para eludir los avances de sus maridos o novios cada noche, y Brooke se había reído con ellas, pero no acababa de entenderlas. ¿Por qué querían eludirlos? Meterse en la cama y hacer el amor con su marido antes de dormir había sido su parte favorita del día. ¡Pero si era la parte buena de ser una persona adulta con una relación seria!
Ahora las entendía. Entre ellos no había cambiado nada. El sexo seguía siendo tan fantástico como siempre, pero los dos estaban completamente agotados todo el tiempo. (La noche antes de irse, él se le había quedado dormido encima, a mitad de la fiesta, y ella sólo había conseguido sentirse ofendida durante unos noventa segundos, antes de caer rendida.) Los dos estaban siempre ocupados, a menudo separados, y abrumados por el trabajo. Brooke esperaba que todo fuera pasajero, y que cuando Julian pudiera pasar más tiempo en casa y ella tuviera más facilidad para elegir sus horarios, pudieran redescubrirse mutuamente.
Apagó la luz del baño y lo siguió a la cama, donde Julian se había instalado con un ejemplar de Guitar Player en la mano y con Walter acurrucado bajo un brazo.
– Mira, aquí mencionan mi nueva canción -dijo, mientras le enseñaba la revista.
Ella asintió, pero ya estaba pensando en irse a dormir. Su rutina era de una eficiencia militar, destinada a promover el sueño en el plazo más breve posible. Encendió el aire acondicionado, a pesar de que en la calle hacía una temperatura agradablemente fresca en torno a los dieciséis grados; se desnudó y se metió bajo el enorme y mullido edredón. Después de tragar la píldora anticonceptiva con un sorbo de agua, colocó junto al despertador un par de tapones de oídos de espuma y su máscara preferida para dormir, de satén, y satisfecha, empezó a leer.
Cuando empezó a tiritar, Julian se le acercó y le apoyó la cabeza sobre el hombro.
– La loca de mi nena -murmuró con fingida exasperación- no se da cuenta de que no es necesario pasar frío. Sólo tendría que encender un poco la calefacción o (¡Dios no lo quiera!) apagar el aire acondicionado, o tal vez ponerse una camiseta antes de meterse en la cama.
– Ni hablar.
Todo el mundo sabía que un ambiente fresco, oscuro y silencioso era bueno para el sueño; por lo tanto, era razonable deducir que el mejor ambiente posible sería frío como los carámbanos, negro como la pez y silencioso como una tumba. Brooke se había acostumbrado a dormir desnuda desde que tuvo edad para quitarse el pijama, y nunca había podido dormir realmente a gusto cuando las circunstancias (campamentos veraniegos, dormitorios compartidos en la universidad o noches pasadas en casa de amigos con los que aún no se había acostado) imponían el uso de alguna prenda.
Intentó leer un rato, pero no dejaban de llegarle a la cabeza pensamientos que le producían ansiedad. Sabía que lo mejor habría sido apretarse contra Julian y pedirle que le masajeara la espalda o le rascara la cabeza; pero antes de que pudiera darse cuenta, estaba diciendo algo completamente distinto:
– ¿Te parece que tenemos suficiente sexo? -preguntó, mientras ajustaba el elástico de la máscara para dormir.
– ¿Suficiente? -preguntó Julian-. ¿Según qué criterios?
– Julian, lo digo en serio.
– Yo también. ¿Con quién nos estamos comparando?
– Con nadie en particular -replicó ella, con un matiz de exasperación cada vez más evidente-. Sólo con… no sé… lo normal.
– ¿Lo normal? No sé, Brooke, yo creo que somos bastante normales. ¿Y tú?
– Hum.
– ¿Lo dices por lo de esta noche? ¿Porque los dos estamos horriblemente cansados? No seas tan dura con nosotros.
– ¡Hace tres semanas desde la última vez, Julian! Lo más que habíamos llegado a estar sin hacerlo fueron quizá cinco días, ¡y eso fue cuando yo tuve la neumonía!
Julian suspiró y siguió leyendo.
– Rook, ¿podrías dejar de preocuparte por nosotros? Estamos bien, de verdad.
Brooke guardó silencio unos minutos, mientras pensaba en ello. En realidad, ella no quería más sexo (era cierto que estaba agotada), pero le habría gustado que él sí quisiera.
– ¿Has cerrado con llave la puerta de entrada cuando has llegado? -preguntó.
– Creo que sí -murmuró él, sin levantar la cabeza.
Estaba leyendo un artículo sobre los mejores técnicos de guitarra de Estados Unidos y ella sabía que no recordaría si la había cerrado o no.
– Pero ¿la has cerrado o no?
– Sí, seguro que la he cerrado.
– Porque si no estás seguro, me levanto y voy a ver. Prefiero treinta segundos de incomodidad a que me maten -dijo ella, con un suspiro profundo y dramático.
– ¿De verdad? -dijo él, tapándose todavía más con las mantas-. Yo pienso justo lo contrario.
– En serio, Julian. La semana pasada murió aquel tipo en esta misma planta. ¿No crees que deberíamos tener un poco más de cuidado?
– Brooke, cariño, aquel hombre era un borracho que se mató de tanto beber. No estoy seguro de que cerrar la puerta con llave hubiese cambiado mucho las cosas.
Ella ya lo sabía, por supuesto (sabía absolutamente todo lo que pasaba en la finca, porque el portero era un chismoso y no paraba de hablar), pero ¿iba a morirse Julian por prestarle un poco de atención?
– Es posible que esté embarazada -anunció.
– No estás embarazada -replicó él automáticamente, sin dejar de leer.
– No, pero ¿y si lo estuviera?
– Pero no lo estás.
– ¿Cómo lo sabes? Siempre puede haber fallos. Podría estar embarazada. ¿Qué haríamos entonces? -preguntó ella, con la voz quebrada por un falso sollozo.
Julian sonrió y finalmente (¡por fin!) dejó la revista.
– Cariño, ven aquí. Lo siento, debí darme cuenta antes. Quieres mimos.
Ella asintió. Su comportamiento había sido tremendamente inmaduro, pero estaba desesperada.
Él se deslizó hasta su lado de la cama y la envolvió en un abrazo.
– ¿Y no se te ha ocurrido decir: «Julian, marido adorado, hazme mimos, préstame atención», en lugar de ponerte a discutir conmigo?
Ella negó con la cabeza.
– Claro que no se te ha ocurrido -dijo él con un suspiro-. ¿De verdad te preocupa nuestra vida sexual o lo decías también para tratar de hacerme reaccionar?
– Sólo para que reaccionaras -mintió ella.
– ¿Y no estás embarazada?
– ¡No! -respondió ella, con un poco más de énfasis de lo que pretendía-. Ni por asomo.
Se resistió a preguntarle si sería lo peor del mundo que realmente estuviera embarazada. Después de todo, llevaban cinco años casados…
Se dieron un beso de buenas noches (él aguantó la crema hidratante, pero arrugando la nariz y exagerando unas arcadas), y ella esperó los diez minutos de rigor hasta que la respiración de Julian se volvió más pausada, para ponerse la bata y dirigirse de puntillas a la cocina. Después de comprobar que la puerta de entrada estuviera cerrada con llave (lo estaba), se sentó delante del ordenador para echar un rápido vistazo a Internet.
En los primeros tiempos de Facebook, había dedicado casi todo su tiempo de conexión al absorbente mundo del Espionaje al Ex Novio. Primero había localizado a los tres o cuatro noviecillos del instituto y la universidad, y después, a aquel venezolano con el que había salido un par de meses cuando estaba cursando el posgrado (y que habría podido ser algo más que una aventura si su inglés hubiera sido sólo un poquito mejor), y se había puesto al corriente de sus vidas. Había comprobado con agrado que todos estaban más feos que cuando ella los había conocido y se había preguntado en repetidas ocasiones lo mismo que se preguntaban otras muchas mujeres de veintitantos años: ¿por qué casi todas las chicas que conocía se habían vuelto mucho más guapas que en la universidad, pero todos los chicos estaban más gordos, más calvos y parecían muchísimo mayores?
Había pasado así un par de meses, hasta que empezó a interesarse por algo más que las fotos de los gemelos del chico con el que había asistido a la fiesta de graduación, y en poco tiempo empezó a acumular amigos de todas las épocas de su vida: del jardín de infancia en Boston (de cuando sus padres todavía estaban estudiando); del campamento de verano en Poconos; del instituto de secundaria en los alrededores de Filadelfia; docenas y docenas de amigos y conocidos de la Universidad de Cornell y de su programa de posgrado en el hospital, y últimamente, colegas de los dos empleos, el hospital y el colegio Huntley. Y aunque ni siquiera recordaba la existencia de muchos de los amigos cuyos nombres reaparecían en la carpeta de notificaciones, siempre se alegraba de recuperar el contacto y averiguar qué había sido de ellos en los últimos diez o incluso veinte años.
Aquella noche, hizo lo de siempre: aceptó la solicitud de amistad de una vecina de la infancia cuya familia se había mudado cuando aún estaban en el colegio; después, curioseó en su perfil, prestando atención a todos los detalles («soltera; estudió en la Universidad de Colorado en Boulder; residente en Denver; le gustan la bicicleta de montaña y los tíos con el pelo largo»), y finalmente le envió un mensaje breve y amable, pero poco entusiasta, sabiendo que probablemente ahí empezaría y acabaría todo su «reencuentro».
Pulsó el botón de inicio y fue transportada otra vez a la adictiva lista de noticias, donde hizo un repaso rápido de las actualizaciones de estado de sus amigos sobre el partido de los Cowboys, las monerías que hacían sus hijos, sus ideas de disfraces para Halloween, su alegría de que ya fuera viernes y las fotos que habían publicado de los variados sitios del mundo donde habían pasado las vacaciones. Sólo cuando llegó al final de la segunda página, vio la actualización de Leo, escrita toda en mayúsculas, por supuesto, como si le estuviera gritando directamente a ella.
Leo Walsh
preparándome para la sesión de fotos de julian alter, mañana en el soho. ¡modelos supercalientes! si queréis ir, mandadme un mensaje.
¡Puaj! Por fortuna, el programa de correo electrónico señaló con un sonido que tenía un mensaje entrante, antes de que pudiera pararse a pensar en el tono grosero de la actualización de Leo.
El mensaje era de Nola. Era la primera noticia que tenía de ella desde su partida (en realidad, era la segunda, ya que su primer mensaje había sido de una sola línea: «¡rescátame de este infierno!»), y Brooke se alegró de recibirla. ¿Habría alguna posibilidad de que lo estuviera pasando bien? No, era imposible. Las vacaciones de Nola eran más del tipo «esquiar en los Alpes», «tomar el sol en Saint-Tropez» o «ir de fiesta en Baja California», y por lo general eran frecuentes, caras y solían incluir a un hombre extremadamente interesado en el sexo que acababa de conocer y que posiblemente no volvería a ver cuando regresara a casa. Brooke no se lo había creído cuando Nola le había anunciado que había contratado un viaje organizado a Vietnam, Camboya, Tailandia y Laos… sin compañía. El plan era alojarse en albergues y hoteles de dos estrellas, con una sola mochila para tres semanas y viajando en autocar. No habría restaurantes con estrellas Michelin, ni servicio de limusinas, ni sesiones de pedicura de cien dólares, ni la menor oportunidad de conocer a gente que la invitara a fiestas en un yate, ni de ponerse sus zapatos de Louboutin. Brooke había intentado convencerla para que se echara atrás, enseñándole las fotos de su viaje de bodas al sureste asiático, repletas de primeros planos de insectos exóticos y de mascotas domésticas asadas para la cena, y le había hecho un collage con todos los retretes sin taza que se habían encontrado; pero Nola había insistido hasta el final en que todo iría bien. Brooke no pensaba decirle «te lo dije», pero a juzgar por su mensaje, las cosas estaban yendo como cabía esperar.
Saludos desde Hanoi, una ciudad tan superpoblada que, a su lado, el metro de Nueva York en hora punta parece unas vacaciones en un club de golf. Estoy apenas en el quinto día de viaje y no sé si llegaré con vida al final. Las excursiones en sí mismas son fantásticas, pero el grupo está acabando conmigo. Se levantan cada día como si hubieran recibido una infusión de vida nueva: para ellos no hay trayecto en autobús demasiado largo, ni mercado demasiado atestado de gente, ni calor demasiado sofocante. Ayer me vine abajo y le dije al guía que estaba dispuesta a pagar el suplemento de habitación individual, después de cinco mañanas seguidas de ver cómo mi compañera de habitación se levantaba una hora y media antes de lo estipulado, para correr diez kilómetros antes del desayuno. Era una de esas que dicen: «¡No me siento yo misma si no hago ejercicio!», ya sabes. Me ponía enferma. Me comía la moral. Tenerla en mi habitación era tóxico para mi autoestima, como te podrás imaginar. Pero ya ha sido eliminada y creo que han sido los quinientos dólares mejor invertidos de mi vida. Por lo demás, no hay mucho que contar. El país es precioso, claro, e interesante a más no poder, pero te diré que el único hombre soltero y menor de cuarenta años del grupo ha venido con su madre, que por otra parte no está nada mal (¿debería reconsiderar mi posición?). Te preguntaría cómo va todo por ahí, pero como no te has tomado la molestia de escribirme ni una sola vez desde que me fui, supongo que esta vez tampoco me dirás nada. Aun así, te echo de menos y espero que al menos, en alguna medida pequeña e insignificante, lo estés pasando todavía peor que yo. Besos y abrazos,
Yo
Brooke no tardó más de unos segundos en responder.
Mi queridísima Nola:
No voy a decir que te lo dije. O pensándolo mejor, te lo voy a decir, ¡te lo dije! ¿Qué demonios estabas pensando? ¿Para qué crees que te enseñé la foto a todo color del escorpión? Tendrás que perdonarme por no ser la mejor corresponsal del mundo. Ni siquiera tengo una buena excusa. No hay mucho que contar. El trabajo me tiene loca; estoy haciendo un montón de guardias de gente que está de vacaciones, con la esperanza de resarcirme más adelante, cuando podamos irnos nosotros. Julian ha estado fuera toda la semana, aunque supongo que es para bien, porque el álbum está teniendo un éxito increíble. Las cosas están un poco raras. Julian parece distante. Yo lo atribuyo a… ni idea. Mierda. ¿Dónde está mi mejor amiga cuando necesito una buena explicación? ¡Necesito ayuda!
Bueno, voy a dejarlo, para que no tengamos que seguir sufriendo ninguna de las dos. No veo la hora de que vuelvas para ir juntas a cenar a un vietnamita. Llevaré una botella de agua turbia de aspecto misterioso, para que te sientas como si todavía estuvieras de vacaciones. Ya verás qué divertido. Cuídate y come mucho arroz por mí. Besos,
Yo
P.D.: ¿Ya le has encontrado uso a los sarongs de segunda mano que insistí en que te llevaras sólo para quitármelos de encima?
P.P.D.: Para que conste, te recomiendo vivamente que intentes ligarte al tipo (a cualquier tipo) que viaja con su madre.
Pulsó el botón de enviar y oyó los pasos de Julian tras ella.
– Nena, ¿qué estás haciendo despierta? -dijo con voz de dormido, mientras se servía un vaso de agua-. Facebook seguirá ahí mañana por la mañana.
– No estoy en Facebook -dijo ella, indignada-. Como no podía dormir, he venido a escribirle a Nola. Parece que no está a gusto con los compañeros de viaje.
– Ven, vuelve a la cama.
Empezó a beber el agua mientras iba de camino a la habitación.
– Sí, ya voy -respondió ella, pero él ya se había marchado.
La despertó un ruido en el apartamento. Se sentó de golpe en la cama, completamente despierta y aterrorizada, hasta que recordó que Julian estaba en casa aquella noche. No habían ido a Italia. En lugar de eso, Julian había hecho una gira promocional de ciudad en ciudad, en la que había visitado radios para ser entrevistado, hacer breves actuaciones en los estudios y responder a las preguntas del público. Había vuelto a estar dos semanas fuera.
Brooke se echó a un lado para ver el reloj de la mesilla, lo que no le resultó nada fácil, por su incapacidad de encontrar las gafas y por tener contra la cara la lengua caliente de Walter. Eran las tres y diecinueve. ¿Qué diablos hacía despierto Julian, cuando tenían que levantarse tan pronto?
– Muy bien, ven conmigo -le dijo a Walter, que ya estaba saltando y agitando el rabo, entusiasmado ante la inesperada actividad nocturna.
Se envolvió en una bata y se fue al cuarto de estar, donde Julian estaba sentado en la oscuridad, tocando sus teclados, sin nada encima excepto los calzoncillos y los auriculares. Más que estar ensayando algo, parecía perdido en la música. Tenía la mirada fija en la pared frente al sofá y sus manos se movían por el teclado como si tuvieran voluntad propia. Si no lo hubiera conocido bien, Brooke habría pensado que estaba sonámbulo o drogado. Se sentó a su lado, antes de que él notara su presencia.
– Hola -la saludó él, mientras se quitaba los cascos y se los dejaba colgando alrededor del cuello, como una bufanda-. ¿Te he despertado?
Brooke hizo un gesto afirmativo.
– Sin embargo, lo tienes sin sonido -dijo ella, señalando el teclado, al que estaban conectados los auriculares-. No sé qué habré oído.
– Éstos -respondió Julian, refiriéndose a un montón de cedés-. Se me han caído al suelo hace un momento. Lo siento.
– No es nada. -Brooke se le acercó un poco más-. ¿Te encuentras bien? ¿Qué pasa?
Julian la rodeó con sus brazos, pero seguía pareciendo ausente. La tensión se le reflejaba en el entrecejo fruncido.
– No sé; supongo que estoy nervioso. Me han hecho muchas entrevistas, pero ninguna tan importante como la de Today.
Brooke le cogió la mano, se la estrechó y dijo:
– Vas a estar genial, ya lo verás. En serio, se te dan muy bien las entrevistas.
Quizá no fuera del todo cierto. Las pocas entrevistas por televisión que le habían hecho a Julian hasta ese momento habían salido un poco raras, pero había llegado el momento de mentir.
– ¿Qué vas a decir tú? Eres mi mujer.
– Tienes razón; no puedo decir otra cosa. Pero además es verdad. Vas a estar increíble.
– Es en directo y se emite en todo el país. Millones de personas ven el programa todas las mañanas. ¿No te parece que es para morirse de miedo?
Brooke apoyó la cara contra su pecho, para que no le viera la expresión.
– Irás a ese programa y harás lo que sabes hacer. Tendrán ese escenario montado al aire libre, con todos los turistas gritando, y te sentirás como en cualquier actuación de una gira. La sensación será incluso mucho más buena.
– Mejor.
– ¿Qué?
– Mejor. Se dice «mucho mejor» y no «mucho más buena» -dijo Julian, sonriendo débilmente.
Brooke le dio un puñetazo de broma.
– ¿Eso es lo que gano por tratar de ayudarte? ¿Que corrijas mi gramática? Ven, volvamos a la cama.
– ¿Para qué? ¿No tenemos que levantarnos dentro de poco?
Brooke echó un vistazo al reloj en el aparato de vídeo: las tres y treinta y cinco.
– Podemos dormir unos… cincuenta minutos, antes de empezar a arreglarnos. Enviarán el coche a buscarnos a las cinco y cuarto.
– Dios, esto es inhumano.
– Rectifico. Tenemos unos cuarenta y cinco minutos. No creas que por ser famoso ya no tienes que sacar a pasear al perro.
Julian soltó un gruñido y Walter ladró.
– Ven, te sentirás mejor si te echas un rato, aunque no puedas dormir -dijo Brooke, poniéndose en pie y tirando del brazo de Julian.
Él se levantó y le dio un beso en la mejilla.
– Ve tú primero. Yo ya voy.
– Julian…
Él volvió a sonreír, esta vez de verdad.
– No seas tan dictadora, mujer. ¿Necesito tu permiso para ir al baño? Ahora mismo voy.
Brooke fingió indignación.
– ¿Dictadora? Ven, Walter, vámonos a la cama y dejemos a papi tranquilo, para que pueda bajarse apps para el iPhone sentado en el baño.
Le dio un beso rápido en los labios a Julian y chasqueó la lengua para que Walter la siguiera.
Lo siguiente que supo fue que el despertador estaba aullando el tema All the Single Ladies. Se sentó en la cama como impulsada por un resorte, convencida de que se habían quedado dormidos, pero comprobó con alivio que eran las cuatro y cuarto. Se inclinó a un lado para despertar a Julian, pero en su lugar sólo encontró una maraña de sábanas y un spaniel repanchigado. Walter estaba acostado boca arriba, con las cuatro patas en el aire y la cabeza en la almohada de Julian, como si fuera una persona. La miró con un solo ojo, con una expresión que parecía decir: «Podría acostumbrarme fácilmente a esto», antes de volver a cerrarlo y dejar escapar un suspiro de satisfacción. Brooke le dio un beso en el cuello y después salió de puntillas al cuarto de estar, segura de encontrar a Julian donde lo había dejado. En lugar de eso, vio una línea de luz bajo la puerta del aseo de invitados, y cuando se acercó para preguntarle si se encontraba bien, oyó el sonido inconfundible de una vomitona. «El pobre está hecho una pena», se dijo, con una combinación de conmiseración por Julian y alivio por no ser ella quien tenía que conceder aquella entrevista. Si la situación hubiera sido la inversa, estaba convencida de que en ese mismo instante ella estaría en el aseo, vomitando y rezando por algún tipo de intervención divina.
Oyó correr el agua durante un momento y después la puerta se abrió, revelando una versión pálida y sudorosa de su marido. Julian se pasó el dorso de la mano por la boca y la miró con una expresión situada en la frontera entre las náuseas y una ligera diversión.
– ¿Cómo estás, cariño? ¿Te traigo algo? ¿Un poco de ginger ale, quizá?
Julian se dejó caer en una de las butacas de la mesa para dos de su diminuta cocina y se recorrió la cabellera con los dedos. Brooke observó que últimamente parecía tener el pelo más denso y que los claros en la coronilla ya no eran tan evidentes como el año anterior. Probablemente se debía a los fantásticos cuidados que estaba recibiendo de la gente de peluquería y maquillaje, que debían de haber descubierto alguna manera de disimular la calvicie incipiente. Fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, lo cierto era que funcionaba. Sin la distracción de la pequeña calva, la mirada se sentía directamente atraída por los hoyuelos de las mejillas.
– Estoy hecho una mierda -anunció Julian-. No creo que sea capaz de hacer la entrevista.
Brooke se arrodilló a su lado, lo besó en la mejilla y cogió sus dos manos entre las suyas.
– Vas a estar fabuloso, cielo. Esa entrevista será una ayuda enorme para ti y para tu álbum.
Durante un segundo, Brooke pensó que su marido iba a echarse a llorar. Por fortuna, se limitó a coger un plátano del frutero que hacía las veces de centro de mesa y empezó a darle bocados y a masticar lentamente.
– De verdad pienso que la parte de la entrevista será lo más fácil. Todo el mundo sabe que vas al programa para actuar. Cantarás Por lo perdido, el público se volverá loco y te olvidarás de las cámaras; después, saldrán los presentadores al escenario y te preguntarán cómo te sientes por haber alcanzado tan repentinamente la fama, o algo parecido. Tú responderás con tu discurso sobre lo mucho que aprecias y adoras a todos tus fans, y después pasarán directamente al pronóstico del tiempo. Será un paseo, ¡te lo prometo!
– ¿Tú crees?
Su mirada implorante le recordó a Brooke cuánto tiempo hacía que no le daba ánimos de aquel modo y lo mucho que echaba de menos hacerlo. Su marido, la estrella de rock, aún podía ser su marido, el tipo nervioso.
– ¡Estoy segura! Ven, métete en la ducha, mientras te preparo unos huevos y unas tostadas. El coche vendrá dentro de media hora y no podemos llegar tarde. ¿De acuerdo?
Julian asintió. Se desarregló el pelo mientras se ponía en pie y se dirigió al baño sin decir una palabra más. Siempre se ponía nervioso antes de las actuaciones, ya fuera un bolo rutinario en la cafetería de una universidad, una presentación para pocos invitados en un local íntimo o un concierto multitudinario en un estadio del Medio Oeste, pero Brooke no recordaba haberlo visto nunca así.
Se metió en la ducha cuando él ya estaba saliendo y pensó en decirle algunas palabras de aliento más, pero al final decidió que era mejor guardar silencio. Cuando terminó, Julian había salido a pasear a Walter y ella se apresuró a ponerse la ropa más fácil de llevar, que le garantizara comodidad sin ser espantosa: un suéter amplio sobre leggings negros y botas hasta los tobillos de tacón bajo. Había tardado en adoptar los leggings, pero en cuanto se decidió y compró el primer par gloriosamente elástico, ya nunca volvió a prescindir de ellos. Después de tantos años de luchar a brazo partido para ponerse los vaqueros pitillo de talle bajo, las faldas tubo y los pantalones de vestir que le constreñían la cintura como unas tenazas, sentía que los leggings eran la disculpa de Dios a las mujeres del mundo. Por primera vez, algo que estaba de moda le sentaba bien, porque disimulaba sus secciones media y trasera, que distaban de ser perfectas, y le resaltaba las piernas, razonablemente bonitas. Cada vez que se ponía unos leggings, agradecía en silencio a su inventor y rezaba para que siguieran de moda sólo un poco más.
El trayecto desde su casa hasta el Rockefeller Center, desde donde se emitía el programa, fue rápido. No había tráfico a aquella hora de la mañana y el único ruido lo hacían los dedos de Julian, repiqueteando sobre la madera del apoyabrazos. Llamó Leo para decir que los estaba esperando en el estudio, pero aparte de eso, nadie dijo nada. Sólo cuando el coche se detuvo delante de la entrada de artistas, Julian le cogió la mano a Brooke con tanta fuerza que ella tuvo que apretar los labios para no gritar.
– Vas a estar fenomenal -le susurró, mientras un joven con el uniforme de los asistentes de la cadena de televisión y unos cascos en la cabeza los llevaba a la sala de espera.
– Es en directo y se transmite a todo el país -replicó Julian, mirando fijamente hacia adelante.
Parecía todavía más pálido que unas horas antes y Brooke rezó para que no volviera a vomitar.
Sacó del bolso un paquete de Peptobismol masticable, separó discretamente dos grajeas del envase y se las puso a Julian en la palma de la mano.
– Mastícalas -le dijo.
Pasaron por un par de estudios, todos con el característico aire helado que mantiene a los presentadores frescos bajo los focos abrasadores del plató, y Julian le apretó todavía más la mano. Doblaron una esquina, atravesaron un espacio que parecía un salón de belleza improvisado, donde tres mujeres preparaban una serie de cosméticos y productos de peluquería, y fueron depositados en una habitación con unos cuantos sillones, un par de sofás de dos plazas y una pequeña mesa de bufet con todo lo necesario para el desayuno. Brooke no había estado nunca en ninguna sala de espera de unos estudios de televisión. Aunque la llamaban «sala verde», estaba decorada en tonos beige y malva. Lo único verde era el tono de la piel de Julian.
– ¡Ahí está! -exclamó Leo, con una voz al menos treinta decibelios más estentórea de lo necesario.
– Volveré para llevarlo a la… ejem… sala de peluquería y maquillaje en cuanto haya llegado el resto de la banda -dijo el asistente, que parecía incómodo-. Mientras tanto, puede tomar un… ejem… un café o algo.
Rápidamente, se marchó.
– ¡Julian! ¿Qué tal estamos esta mañana? ¿Estás listo? No parece que estés listo. ¿Te sientes bien?
Julian asintió, con aspecto de sentirse tan espantado como Brooke de ver a Leo.
– Estoy bien -murmuró.
Leo le dio una palmada en la espalda y se lo llevó al pasillo, para darle algún tipo de discurso preparatorio. Mientras tanto, Brooke se sirvió un café y se sentó en un rincón, lo más lejos posible de todos. Se puso a estudiar la sala y en particular al resto de los invitados de aquella mañana: una niña, que a juzgar por el violín que llevaba en la mano y la actitud altiva debía de ser un prodigio musical; el jefe de redacción de una revista para hombres, que estaba ensayando con su encargada de relaciones públicas los diez consejos para adelgazar que pensaba presentar, y una conocida autora de novelas femeninas, con su libro más reciente en una mano y el teléfono móvil en la otra, repasando con expresión de supremo aburrimiento la lista de llamadas perdidas.
Los otros miembros de la banda fueron entrando en el transcurso de los quince minutos siguientes, todos ellos con aspecto de cansancio y nerviosismo. Bebieron un café y se turnaron para pasar a la sala de peluquería y maquillaje, y antes de que Brooke tuviera otra oportunidad de ver cómo se encontraba Julian, los sacaron a todos a la plaza del Rockefeller Center para saludar a los admiradores y hacer una última prueba de sonido. Era una mañana fresca de otoño y se había congregado una multitud. Cuando empezaron a actuar, en torno a las ocho, había más de un millar de personas, casi todas mujeres de entre doce y cincuenta años, y parecía como si todas estuvieran gritando a la vez el nombre de Julian. Brooke estaba mirando el monitor de la sala de espera, intentando recordar que en ese mismo instante Julian aparecía en los televisores de todo el país, cuando entró el asistente y le preguntó si quería ver la parte de la entrevista desde el interior del estudio.
Brooke se levantó de un salto y siguió al chico escalera abajo, hasta un estudio que conocía bien después de muchos años de ver el programa. De inmediato sintió el golpe del aire helado.
– ¡Oh, qué plató tan bonito! No sé por qué, pero había entendido que le harían la entrevista fuera, delante del público.
El asistente se llevó un par de dedos a los auriculares, prestó atención y asintió. Se volvió hacia Brooke, como si en realidad no la estuviera viendo.
– Normalmente lo habrían entrevistado fuera, pero hay demasiado viento y los micrófonos no van bien.
– Entiendo -dijo Brooke.
– Siéntese ahí, si quiere -dijo el joven, señalándole una silla plegable entre dos cámaras gigantescas-. Entrarán en directo en cualquier momento. -Consultó el cronómetro que llevaba colgado del cuello-. En menos de dos minutos. Tiene apagado el móvil, ¿verdad?
– Sí, lo he dejado arriba. ¡Qué increíble es todo esto! -dijo Brooke.
Nunca había estado en un plató de televisión, y mucho menos en el de un programa famoso en todo el país. Era sencillamente emocionante estar ahí y ver a los cámaras, los técnicos de sonido y los realizadores que iban y venían con los cascos puestos. Estaba viendo cómo un asistente cambiaba los cojines grandes y mullidos de los sofás por otros más pequeños y de relleno más apretado, cuando entró una ráfaga de aire del exterior y se produjo una gran conmoción. Una docena de personas entraron por la puerta del estudio y entre ellas Brooke vio a Julian, flanqueado por Matt Lauer y Meredith Vieira, los dos presentadores del programa. Parecía un poco aturdido y tenía una gota de sudor suspendida en el labio superior, pero se estaba riendo de algo que le habían dicho y meneaba un poco la cabeza mientras caminaba.
– ¡Un minuto y treinta segundos! -atronó una voz femenina por los altavoces.
El grupo se situó prácticamente delante de ella y, durante unos instantes, Brooke sólo pudo mirar las caras familiares de los presentadores. Pero entonces Julian cruzó una mirada con ella y le sonrió con expresión nerviosa; movió la boca para decirle algo, pero ella no le entendió. Brooke se sentó en la silla que le había indicado el asistente. De inmediato, otras dos personas se abalanzaron sobre Julian y, mientras una de ellas le enseñaba a pasarse el cable del micrófono por la espalda y a enganchárselo al cuello de la camisa, la otra le aplicaba polvos para quitarle el brillo de la cara. Matt Lauer se inclinó para susurrarle algo a Julian, que se echó a reír, y después se marchó del escenario. Meredith se sentó frente a Julian, y aunque Brooke no oía lo que decían, aparentemente su marido parecía estar a gusto con ella. Brooke intentó imaginar los nervios que estaría pasando Julian y lo espeluznante e irreal que le parecería todo, y con sólo pensarlo sintió que se mareaba. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y rezó para que todo fuera bien.
– ¡Cuarenta y cinco segundos y estamos en el aire!
Cuando parecía que sólo habían pasado diez segundos, se hizo un profundo silencio sobre el plató y Brooke vio un anuncio de Tylenol en los monitores que tenía delante. Al cabo de unos treinta segundos, empezaron los acordes iniciales de la cabecera del programa y una voz por los altavoces inició la cuenta atrás. Inmediatamente, toda la sala se quedó quieta y en silencio, excepto Meredith, que dio un último repaso a las notas y se pasó la lengua por los incisivos, para comprobar que no los tenía manchados de pintalabios.
– Cinco, cuatro, tres, dos, ¡en el aire!
En el momento exacto en que la voz dijo la palabra «en», se encendieron los colosales focos del plató y todo el estudio quedó inmerso en una luz intensa y caliente. En el mismo instante, Meredith compuso una amplia sonrisa, se volvió hacia la cámara donde parpadeaba una luz verde y empezó a leer del teleprompter.
– ¡Bienvenidos otra vez! Para los que os acabáis de incorporar al programa, hoy tenemos la suerte de tener entre nosotros a una de las principales estrellas emergentes del panorama musical actual: el cantante y compositor Julian Alter. Participó en una gira con Maroon 5, antes de hacer la suya propia, y colocó su primer álbum en el número cuatro de la lista de Billboard en la primera semana. -Se volvió hacia Julian con una sonrisa todavía más amplia-. Y acaba de regalarnos una magnífica interpretación de su tema Por lo perdido. ¡Has estado estupendo, Julian! Gracias por estar hoy aquí con nosotros.
Él sonrió, pero Brooke reconoció las líneas de tensión alrededor de los labios y la fuerza con que la mano izquierda se aferraba al apoyabrazos del sillón.
– Gracias por haberme invitado. Estoy muy contento de haber venido.
– Tengo que decirte que me ha encantado tu canción -dijo Meredith con entusiasmo.
Brooke estaba fascinada por el modo en que el maquillaje de la presentadora resultaba artificial como una máscara en persona, pero parecía fresco y natural en la imagen del monitor.
– ¿Puedes hablarnos un poco de lo que te inspiró a componerla?
Al instante, la expresión de Julian cobró vida y todo su cuerpo pareció relajarse, mientras describía las circunstancias que lo habían llevado a componer Por lo perdido.
Los cuatro minutos siguientes transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos. Julian respondió sin esfuerzo a las preguntas sobre su descubrimiento, el tiempo que le había llevado grabar el álbum y cómo se había tomado la repentina fama y la increíble atención que había suscitado su disco. Las clases que había recibido de los expertos de la casa discográfica definitivamente habían merecido la pena. Respondió con gracia y con modestia, y en ningún caso pareció que sus respuestas hubieran sido redactadas por un equipo de profesionales (aunque la verdad era otra). Todo el tiempo le sostuvo la mirada a la presentadora, mantuvo una actitud informal pero respetuosa y, en un momento, sonrió con una expresión tan encantadora que la propia Meredith Vieira soltó una risita y dijo:
– Ahora entiendo por qué tienes tanto éxito con las chicas.
Sólo cuando Meredith levantó un ejemplar de una revista del corazón sin identificar que tenía sobre la mesa, con la portada hacia abajo, y la abrió por una página marcada, Julian dejó de sonreír.
Brooke recordó la noche en que Julian había vuelto de sus clases sobre las relaciones con la prensa y le había contado que en aquella ocasión había aprendido lo más importante de todo:
– No estás obligado a responder lo que te preguntan. Si no te gusta la pregunta que te han hecho, sigues como si nada y respondes a la pregunta que te gustaría que te hicieran, aunque no tenga la menor relación con lo que te han preguntado. Lo único importante es que transmitas la información que tú quieres transmitir. Tienes que hacerte con el control de la entrevista. No debes dejar que te obliguen a confesar cosas desagradables o incómodas. Simplemente tienes que sonreír y cambiar de tema. La responsabilidad de que la entrevista resulte amena y fluida es del presentador, y él no va a regañarte porque te niegues a responder una pregunta. ¡Una entrevista en un programa matinal no es un debate presidencial! Mientras sonrías y parezcas relajado, todo irá bien. Nadie te acorralará ni te hará pasar vergüenza, si sólo respondes a las preguntas que tú quieres.
Parecía como si hubiera pasado al menos un año desde aquella noche, y Brooke rezaba para que Julian sintiera aquella mañana la misma confianza. «Cíñete al guión -le dijo mentalmente- y no dejes que la presentadora note que estás sudando.»
Meredith dobló la revista, que para entonces Brooke reconoció como US Weekly, y le enseñó una página a Julian. Le señaló entonces una foto en la esquina superior derecha, lo que para Brooke fue el primer indicio de que no se trataba de la infame fotografía con Layla. Julian sonrió, pero parecía desconcertado.
– Ah, sí -dijo, sin responder a nada, ya que Meredith todavía no le había hecho ninguna pregunta-. Mi preciosa esposa.
«¡Oh, no!», pensó Brooke. Meredith le estaba enseñando una foto de Brooke y Julian con los brazos entrelazados, sonriendo felizmente a las cámaras. La imagen apareció en el monitor y Brooke pudo ver los detalles: ella, con su sempiterno vestido negro de punto, y Julian, con aspecto de sentirse incómodo con una camisa y unos pantalones de vestir, ambos con sendas copas de vino en la mano. ¿Dónde estaban? Brooke se inclinó hacia adelante en la silla para ver mejor el monitor más cercano y de pronto lo comprendió. ¡Era la fiesta de los sesenta y cinco años de su padre! Habían debido de tomar la fotografía poco después de que Brooke pronunciara su pequeño discurso para el brindis, porque Julian y ella estaban de pie, mientras que el resto de los comensales permanecían sentados. ¿Quién diablos habría hecho aquella foto y, más importante aún, para qué la querría US Weekly?
Entonces la cámara se movió ligeramente hacia abajo y Brooke pudo ver que la foto tenía un pie de ilustración, que decía: «¿En la dulce espera, con una copa en la mano?» Sintió de inmediato una horrible sacudida de angustia en el estómago, al darse cuenta de que probablemente el último número de US Weekly había salido ese mismo día y que nadie del equipo de Julian lo habría visto aún.
– Sí, he leído que Brooke y tú lleváis… ¿cuánto? ¿cinco años casados? -preguntó Meredith, mirando a Julian.
Él asintió con un gesto, claramente preocupado por el rumbo que podía tomar aquella línea del interrogatorio.
Meredith se inclinó un poco más hacia Julian y, con una gran sonrisa, le dijo:
– Entonces, ¿puedes confirmarlo aquí, como primicia?
Julian la siguió mirando a los ojos, pero parecía tan desconcertado como Brooke. ¿Qué era lo que tenía que confirmar? Brooke sabía que Julian no había procesado lo de la «dulce espera» y que probablemente estaría pensando que Meredith le preguntaba por el estado de su matrimonio.
– Perdón, ¿qué has dicho?
Se suponía que no debía titubear en las respuestas, pero Brooke no lo culpaba. ¿Cuál era exactamente la pregunta?
– Bueno, no pudimos dejar de preguntarnos si esa barriguita de tu mujer no será la señal de que estáis a punto de darnos una buena noticia.
Meredith sonrió todavía más, como si la respuesta afirmativa fuera una mera formalidad y ni siquiera hiciera falta formular la pregunta.
Brooke inhaló bruscamente una bocanada de aire. Decididamente, no era lo que esperaba, y el pobre Julian estaba tan poco preparado para hablar de enigmáticas «buenas noticias» como para responder a la pregunta en ruso. Además, era posible que Brooke no estuviera en el mejor momento de forma de su vida, pero tampoco podía decirse que pareciera embarazada. Todo se debía una vez más al ángulo de la foto, que había sido tomada desde abajo y resaltaba el abullonado de la tela del vestido en torno a la cintura. ¿Y qué?
Julian se removió en su asiento y su inquietud pareció confirmar que la sospecha era fundada.
– ¡Vamos, aquí puedes decirlo! ¡Será un gran año para ti: tu primer álbum y tu primer bebé! Estoy segura de que a tus fans les encantará saber con seguridad…
Brooke tardó un segundo en notar que había dejado de respirar. ¿Era cierto lo que les estaba pasando? ¿Quiénes demonios pensaban que eran Julian y ella? ¿La superpareja de Angelina y Brad? ¿De verdad podía interesarle al público que ella estuviera embarazada? ¿Acaso le importaba a alguien? ¿Realmente parecía tan barrigona en la foto que la «dulce espera» había sido la única explicación verosímil? Peor aún. Si el mundo entero iba a dar por supuesto que estaba embarazada, entonces aquella foto la presentaba como una embarazada que tenía problemas con el alcohol. Le costaba creer que todo aquello estuviera pasando en realidad.
Julian abrió la boca para decir algo, pero pareció recordar las instrucciones de sonreír y responder siempre lo que él quisiera, y dijo:
– Adoro a mi mujer y le estoy muy agradecido. Nada de esto hubiera sido posible sin su apoyo.
«¿Nada de qué? -habría querido gritarle Brooke-. ¿Te refieres al embarazo inexistente y terriblemente inoportuno? ¿Al hecho de que tu mujer beba en medio de su falso embarazo?»
Se hizo un silencio extraño, que probablemente duró un par de segundos, pero pareció interminable, y entonces Meredith dio las gracias a Julian, miró directamente a la cámara y dio paso a la publicidad, después de ordenar a todo el mundo que comprara su álbum. Brooke se dio cuenta vagamente de que los focos habían reducido su intensidad y de que Meredith se había desenganchado el micrófono y se había puesto en pie. La presentadora le tendió la mano a Julian, que parecía conmocionado, le dijo unas palabras que Brooke no pudo oír y salió rápidamente del plató. Una docena de personas empezaron a circular por el estudio, comprobando cables, empujando cámaras e intercambiando tablillas con sujetapapeles. Julian se quedó sentado, con aspecto de haber recibido un garrotazo en la cabeza.
Brooke se puso en pie, y estaba a punto de ir hacia donde estaba Julian, cuando Leo se materializó delante de ella.
– No ha estado mal nuestro muchacho, ¿eh, Brooke? Un poco rara su reacción en la última pregunta, pero nada grave.
– Hum.
Brooke habría querido reunirse con Julian, pero con el rabillo del ojo vio que Samara, junto con el experto de relaciones con la prensa y otros dos asistentes, salía con él del estudio, para preparar las siguientes actuaciones. Todavía tenía que cantar dos temas más, uno a las nueve menos cuarto y otro a las nueve y media, antes de que terminara aquella mañana infernal.
– ¿Quieres venir fuera o prefieres verlo desde la sala verde? Tal vez te convenga tomártelo con calma, ya sabes, poner los pies en alto…
La sonrisa de Leo le pareció a Brooke todavía más chabacana que de costumbre.
– ¿Crees que estoy embarazada? -preguntó ella, incrédula.
Leo levantó los brazos.
– Yo no pregunto nada. Es cosa vuestra, ya sabes. Claro que no sería el mejor momento para la carrera de Julian, pero supongo que los bebés vienen cuando les apetece…
– Leo, te agradecería que…
En ese momento sonó el teléfono de Leo, que lo sacó del bolsillo y lo estudió como si fuera la Biblia.
– Lo siento, tengo que responder -dijo, mientras se volvía para salir.
Brooke se quedó clavada donde estaba. Ni siquiera podía empezar a digerir lo que había sucedido. Julian prácticamente había confirmado un embarazo imaginario, en un programa televisado en directo a todo el país. El asistente que los había recibido antes apareció junto a ella.
– ¿Me permite que la acompañe otra vez a la sala de espera? Aquí hay un poco de revuelo, porque están preparando el plató para la siguiente entrevista.
– Sí, claro. Gracias -respondió Brooke, realmente agradecida.
Subió en silencio la escalera tras el asistente y lo siguió por un largo pasillo. El chico le abrió la puerta de la sala y Brooke creyó haber oído que le daba la enhorabuena antes de marcharse, pero no hubiese podido asegurarlo. Su sitio había sido ocupado por un hombre vestido de cocinero, por lo que se sentó en la única silla que quedaba libre.
La niña prodigio del violín levantó la vista y la miró a los ojos.
– ¿Ya sabes lo que es? -preguntó, con una vocecita tan aguda que parecía como si acabara de inhalar el helio de un globo.
– ¿Qué has dicho? -preguntó a su vez Brooke, que no la había entendido bien.
– Te he preguntado si ya sabes lo que vas a tener -respondió la niña con entusiasmo-. ¿Niño o niña?
A Brooke se le transfiguró la cara por la impresión.
La madre de la violinista se inclinó y le susurró algo al oído, probablemente acerca de lo inapropiado de su pregunta, porque la niña en seguida protestó:
– ¡Sólo le he preguntado qué espera!
Brooke intentó relajarse. Ya que estaba, podía divertirse un poco, aunque estaba completamente segura de que su familia y sus amigos no iban a encontrarlo tan divertido. Recorrió con la vista la sala, para asegurarse de que nadie la estaba escuchando, y se inclinó hacia la pequeña violinista.
– Es niña -le susurró, sintiéndose un poco malvada por mentirle a una chiquilla-, y espero que sea tan bonita como tú.
Las llamadas telefónicas de amigos y parientes empezaron a llover durante el trayecto de vuelta a casa y no pararon en varios días. Su madre declaró que le dolía haberse enterado por la televisión, pero que aun así se sentía enormemente feliz de que su única hija por fin fuera a ser madre. Su padre estaba encantado de que la foto de su cumpleaños hubiera salido en un programa de difusión nacional, pero no se explicaba que Cynthia y él no hubieran adivinado antes lo del embarazo. La madre de Julian intervino para decir, como era previsible, que su marido y ella aún no se sentían con edad suficiente para ser abuelos. Randy propuso amablemente fichar al futuro hijo de Brooke para el pequeño equipo de fútbol americano de la familia Greene que mentalmente estaba preparando, y Michelle se ofreció para ayudar a decorar la habitación del pequeño. Nola estaba indignada de que Brooke no se lo hubiera dicho a ella primero, pero se declaraba dispuesta a perdonarla si le ponía su nombre a la niña. Y todos ellos (algunos más amablemente que otros) tuvieron algo que decir acerca del vino.
El hecho de haber tenido que convencer a toda su familia, a toda la familia de Julian, a todos sus compañeros de trabajo y a todos sus amigos, en primer lugar, de que no estaba embarazada, y en segundo lugar, de que jamás habría bebido alcohol durante un hipotético embarazo, fue para ella una humillación. Un insulto. Y aun así, siguió percibiendo escepticismo en todos ellos. Lo único que funcionó, lo que realmente acabó por convencerlos a todos, fue el siguiente número de US Weekly, donde apareció una fotografía tomada furtivamente a Brooke, mientras compraba en el supermercado Gristedes de su barrio. No cabía duda de que el vientre parecía más plano, pero eso no era lo importante. En la foto aparecía con una cesta, en cuyo interior había plátanos, un pack de cuatro yogures, una botella de agua mineral, un envase de detergente y una caja de Tampax. Por si el mundo estaba interesado en saberlo, eran Tampax Pearl, superabsorbentes, y la caja estaba rodeada por un grueso círculo de rotulador negro, sobre un pie de ilustración que gritaba: «¡No hay bebé para los Alter!», como si la revista hubiera llegado al fondo de la cuestión, tras un ingenioso trabajo detectivesco.
Gracias a aquella gran labor de investigación periodística, el mundo entero pudo saber que Brooke no estaba embarazada, pero tenía reglas más abundantes de lo normal. Nola encontró todo el asunto tremendamente divertido, pero Brooke no podía parar de pensar que todos, desde su novio del instituto hasta su abuelo de noventa años (por no hablar de todos y cada uno de los adolescentes, las amas de casa, los pasajeros de las aerolíneas, los clientes de los supermercados, las clientas de las peluquerías y todos los suscriptores de la revista, de una punta a otra de Estados Unidos), estaban al corriente de los detalles de su ciclo menstrual. ¡Pero si ni siquiera había visto al fotógrafo! Desde aquel día, empezó a comprar por Internet todos los artículos que guardaban relación con el sexo, la regla o la digestión.
Afortunadamente, la hija de Randy y de Michelle, Ella, resultó ser la distracción que tanta falta le hacía. Llegó como una bendición del cielo, dos semanas después del drama de Today, y tuvo la amabilidad de presentarse justo por Halloween, por lo que Julian y ella tuvieron la excusa perfecta para no asistir a la fiesta de disfraces de Leo. Brooke no pudo más que sentir una enorme gratitud hacia su sobrina. Entre la historia del parto repetida hasta la saciedad (la rotura de aguas en un restaurante italiano, la carrera hasta el hospital sólo para esperar otras doce horas más y la promesa de Campanelli, el dueño del restaurante, de que invitaría a comer a Ella siempre que quisiera, por el resto de su vida), las lecciones sobre ropita y pañales, y el recuento de deditos para ver que no faltara ni sobrara ninguno, la atención se desplazó hacia la pequeña, y Brooke y Julian dejaron de ser el centro, al menos dentro de la familia.
Julian y ella se portaron como unos tíos ejemplares: llegaron al hospital antes incluso de que naciera el bebé, llevando consigo dos docenas de bagels neoyorquinos y suficiente salmón ahumado para alimentar a toda la maternidad. Hasta Julian parecía encantado con el acontecimiento, tanto que llegó a susurrarle a Ella al oído que sus manitas diminutas parecían hechas para tocar el piano. Brooke siempre recordaría el nacimiento de la pequeña Ella como el último paréntesis de dichosa calma, antes de la tempestad infernal que estaba a punto de desencadenarse.