– ¿Estás segura de que no quieres que entremos, ni siquiera unos minutos? -preguntó Michelle, contemplando la fila de todoterrenos con cristales tintados aparcados delante del portal de Brooke.
– Completamente -respondió Brooke, intentando que su respuesta pareciera definitiva.
El trayecto de dos horas en coche desde la casa de su madre hasta Nueva York, con su hermano y Michelle, le había dado tiempo más que suficiente para ponerlos al corriente de la situación de Julian, y justo cuando estaban llegando a Manhattan, empezaron a hacer el tipo de preguntas sobre su marido que ella no estaba preparada para responder.
– ¿Quieres que te ayudemos a llegar al portal? -preguntó Randy-. Siempre he deseado darle un puñetazo a uno de esos paparazzi.
Ella rechinó los dientes y sonrió.
– Gracias a los dos, pero creo que puedo arreglármelas yo sola. Probablemente están aquí desde la gala de los Grammy y todavía se quedarán unos cuantos días más.
Randy y Michelle intercambiaron una mirada de escepticismo, de modo que Brooke insistió.
– Lo digo en serio. Os quedan otras tres horas de viaje, como mínimo, y se está haciendo tarde, así que lo mejor será que salgáis ahora mismo. Yo iré andando por la acera, haré como que no los veo cuando salgan de los coches y mantendré la cabeza alta. Ni siquiera les diré «sin comentarios».
Randy y Michelle estaban invitados a una boda en Berkshire y habían planeado llegar un par de días antes, en su primera salida sin la niña. Brooke volvió a echar un vistazo furtivo al vientre impresionantemente plano de Michelle y meneó la cabeza, asombrada. Era prácticamente un milagro, sobre todo porque el embarazo había convertido su figura antes esbelta en una masa compacta y achaparrada, sin la menor delineación entre el pecho y la cintura o entre la cintura y los muslos. Brooke había pensado que pasarían años antes de que Michelle recuperara la figura, pero sólo cuatro meses después del nacimiento de Ella, estaba mejor que nunca.
– Bueno, de acuerdo -dijo Randy, arqueando las cejas.
Después le preguntó a Michelle si quería entrar en casa de Brooke para ir al lavabo.
A Brooke no le sentó bien la idea. Se moría por quedarse sola unos minutos, antes de que llegara Nola y empezara la segunda ronda de interrogatorios.
– No, no hace falta -respondió Michelle, y Brooke suspiró aliviada-. Si el tráfico va a estar difícil, lo mejor será que vayamos saliendo. ¿Estás segura de que estarás bien?
Brooke sonrió y se inclinó sobre al asiento delantero para darle un abrazo a Michelle.
– Te prometo que estaré más que bien. Vosotros concentraos en dormir mucho y beber todo lo que podáis, ¿de acuerdo?
– No te extrañes si pasamos toda la boda durmiendo -masculló Randy, asomándose por la ventanilla para recibir el beso de Brooke.
Hubo un cercano estallido de flashes. El hombre que los estaba fotografiando desde la otra acera obviamente los había descubierto antes que los demás, a pesar de que Randy había aparcado a una manzana de distancia del portal de Brooke. Vestía sudadera azul con capucha y pantalones de explorador, y no parecía dispuesto a hacer el menor esfuerzo para disimular sus intenciones.
– ¡Éste sí que está a la que salta! No ha desperdiciado ni un segundo -dijo su hermano, asomándose por la ventana para verlo mejor.
– A éste ya lo había visto antes. Ya verás que en menos de cuatro horas aparecen fotos de nuestro beso en Internet, con leyendas como:
«Esposa despechada no pierde el tiempo y se arroja en brazos de un nuevo amante» -dijo ella.
– ¿Dirán que soy tu hermano?
– ¡Claro que no! Tampoco dirán que tu mujer iba sentada a tu lado en el coche. Aunque pensándolo bien, quizá cuenten que nos montamos un trío.
Randy sonrió con tristeza.
– Qué mal, Brooke. Lo siento. Siento mucho todo esto.
Brooke le apretó el brazo.
– ¡Deja de preocuparte por mí y disfruta del viaje!
– Llama si necesitas algo, ¿de acuerdo?
– Lo haré -replicó ella, fingiendo más despreocupación de lo que habría creído posible-. ¡Conduce con cuidado!
Se quedó allí de pie, saludando, hasta que doblaron la esquina, y después se dirigió en línea recta hacia su portal. No había andado treinta metros, cuando los otros fotógrafos (probablemente alertados por los flashes anteriores) parecieron salir volando de los distintos todoterrenos y se congregaron en un grupo ruidoso y agitado a las puertas de su finca.
– ¡Brooke! ¿Por qué no vas a las fiestas posgala con Julian?
– ¡Brooke! ¿Has echado a Julian de casa?
– ¿Sabías ya que tu marido estaba teniendo una aventura?
– ¿Por qué tu marido aún no ha vuelto a casa?
«Buena pregunta -pensó Brooke-. Ahora somos dos los que nos preguntamos exactamente lo mismo.» Los fotógrafos gritaban y le ponían las cámaras delante de la cara, pero ella procuró no establecer contacto visual con ninguno de ellos. Fingiendo una serenidad que no sentía, abrió primero la puerta de calle, la cerró, y a continuación abrió con la llave la puerta del vestíbulo. Los destellos de los flashes continuaron, hasta que las puertas del ascensor se cerraron tras ella.
En el apartamento había un silencio sepulcral. Tenía que reconocer, siendo sincera consigo misma, que se había permitido esperar contra toda esperanza que Julian lo dejara todo y volviera a casa en el primer avión, para hablar con ella. Sabía que su agenda estaba completamente ocupada por compromisos inaplazables (al estar ella en la lista de las personas con derecho a «copias carbónicas», recibía todas las mañanas por correo electrónico la agenda diaria de Julian, su información de contacto y sus planes de viaje), y sabía perfectamente que no podía cancelar ninguna de las oportunidades que se le habían presentado en la prensa después de los Grammy sólo para volver a casa un par de días antes. Pero eso no impedía que Brooke deseara desesperadamente que lo hiciera. Estaba previsto que Julian aterrizase en el JFK dos días después, el jueves por la mañana, para realizar otra ruta por los medios de comunicación y los programas de entrevistas neoyorquinos, y ella intentaba no pensar en ello hasta que sucediera.
Sólo tuvo tiempo de darse una ducha rápida y poner una bolsa de palomitas en el microondas, antes de que sonara el timbre. Nola y Walter irrumpieron en el diminuto vestíbulo, en un feliz enredo de abrigos y correas, y Brooke rió a carcajadas por primera vez en varios días cuando Walter dio un salto vertical de más de un metro por el aire, para lamerle la cara. Cuando finalmente lo cogió en brazos, se puso a gemir como un cerdito y le llenó la boca de besos.
– No esperes que yo te salude como él -dijo Nola, con una mueca de disgusto.
Pero en seguida transigió y la abrazó con fuerza, de modo que las dos parecieron una tienda india encima de Walter. Nola le dio un beso a Brooke en la mejilla y otro a Walter en el hocico, y después se fue directamente a la cocina, para servir vodka con hielo, con un poco de salmuera de aceitunas.
– Si lo que está pasando ahora mismo en tu portal es un lejano reflejo de lo que pasó en Los Ángeles, debes de necesitar una copa -dijo, mientras le entregaba a Brooke un vaso de vodka turbio y se sentaba con ella en el sofá-. Bueno… ¿Estás lista para contarme lo que ha pasado? -preguntó.
Brooke suspiró y dio un sorbo a su bebida. El sabor era fuerte, pero le calentó la garganta y le cayó en el estómago de una manera asombrosamente agradable. Se resistía a revivir una vez más aquella noche en todos sus miserables detalles, y sabía que aunque Nola la escucharía con simpatía, nunca podría comprender cómo había sido realmente.
Por eso, le habló a Nola del enjambre de asistentes, de la fabulosa suite en el hotel y del modelo dorado de Valentino. La hizo reír con la historia del guardia de seguridad de Neil Lane y presumió de lo perfectos que le habían quedado el pelo y las uñas. Le contó a grandes rasgos la llamada de Margaret, diciéndole solamente que los directores del hospital estaban locos, pero que realmente había faltado muchos días, y desechó con un gesto la cara de horror de Nola, antes de reír y beber otro trago de vodka. Tal como le había prometido, le contó los pormenores de la experiencia en la alfombra roja («hacía mucho más calor de lo que te puedas imaginar; hasta que no estás ahí, no te das cuenta de la potencia de los focos») y le habló del aspecto de los famosos en persona («en su mayoría más delgados que en las fotos, pero casi todos más viejos»). Respondió a sus preguntas sobre Ryan Seacrest («encantador y adorable, pero ya sabes que soy una incondicional de Seacrest»); le dijo si le parecía o no que John Mayer era suficientemente atractivo en persona como para justificar su larga lista de relaciones femeninas («si quieres que te diga la verdad, yo encuentro más atractivo a Julian, lo que no es un buen augurio, ahora que lo pienso»), y le dio una opinión bastante inútil sobre si Taylor Swift era más guapa que Miley Cyrus o al contrario («todavía no estoy segura de distinguirlas»). Sin saber muy bien por qué, omitió mencionar el encuentro con Layla Lawson, la charla de las dos mujeres en los lavabos y los consejos de Carter Price.
No le dijo lo destrozada que se había sentido cuando colgó el teléfono, después de que Margaret la despidiera. Tampoco le describió la frialdad con que Julian le había contado lo de las fotos, ni que lo peor para ella había sido notar que él sólo pensaba en «reducir el impacto» y «mantener un frente unido». Omitió la parte del recorrido de la alfombra roja durante la cual los paparazzi los habían perseguido haciéndoles preguntas humillantes acerca de las fotos e insultándolos, con la esperanza de que se volvieran y miraran a la cámara. ¿Cómo iba a explicarle lo que había sentido al escuchar la interpretación que hizo Carrie Underwood del tema Before he cheats («Antes de que él me engañe»), preguntándose si todos los presentes en el auditorio la estarían mirando, para luego murmurar entre ellos? ¿Cómo iba a decir lo mucho que le había costado mantener la expresión impertérrita, mientras Carrie entonaba el estribillo de la canción («Porque la próxima vez que engañe a alguien, no será a mí»)?
Tampoco le contó que había llorado en el coche de camino al aeropuerto, ni que había rezado para que Julian le suplicara que se quedara y le prohibiera absolutamente marcharse, ni le dijo que sus protestas tibias y desganadas habían sido devastadoras para ella. No pudo reconocer ante su amiga que había sido la última en subir al avión, porque había conservado hasta el final la patética esperanza de que Julian llegara corriendo a la puerta de embarque, como en las películas, y le rogara que se quedara, ni le había dicho que cuando por fin se adentró por la pasarela y vio que la puerta se cerraba tras ella, lo detestó más por dejarla marchar que por todas las faltas idiotas que hubiera podido cometer.
Cuando terminó, se volvió hacia Nola y la miró, expectante.
– ¿Te ha gustado el informe?
Nola meneó la cabeza.
– Por favor, Brooke. ¿Estás segura de que ésa es la verdadera historia?
– ¿La verdadera historia? -Brooke se echó a reír, pero su risa sonó hueca y triste-. Puedes leerla en la página dieciocho del número de Last Night de esta semana.
Walter saltó al sofá y apoyó la barbilla sobre el muslo de Brooke.
– Brooke, ¿te has parado a pensar que puede haber una explicación lógica?
– No es fácil culpar a la prensa sensacionalista cuando tu propio marido lo confirma.
La expresión de Nola fue de incredulidad.
– ¿Julian ha admitido…?
– Así es.
Nola apoyó la copa y miró a Brooke.
– Para ser exactos, reconoció que hubo «eso de quitarse la ropa» (cito literalmente). Lo dijo como si no supiera cómo sucedió, pero lo cierto es que pasó «eso».
– Cielos.
– Dice que no se acostó con ella. Y se supone que tengo que creérmelo. -Sonó su teléfono móvil, pero ella lo silenció de inmediato-. ¡Oh, Nola! ¡No puedo quitarme de la cabeza la imagen de los dos desnudos, juntos! ¿Y sabes lo más raro de todo? Me siento todavía peor cuando pienso que ella es una chica totalmente normal, porque de ese modo Julian ni siquiera puede alegar como disculpa que estaba borracho y una supermodelo se le metió en la cama. -Levantó un ejemplar de Last Night y lo sacudió-. ¿Ves? Es común y corriente, ¡y eso siendo generosos! Y no olvidemos que él pasó toda la noche flirteando con ella, intentando seducirla. ¿Quieres que me crea que no se acostaron?
Nola bajó la vista.
– Aunque no lo hiciera, es evidente que lo intentó. -Brooke se levantó y se puso a recorrer la habitación de un lado a otro. Se sentía agotada, nerviosa y con ganas de vomitar, todo al mismo tiempo-. Ha tenido una aventura, o ha querido tenerla. Sería una idiota si no lo admitiera.
Nola permaneció en silencio.
– Casi nunca nos vemos, y cuando estamos juntos, discutimos. Ya casi no hacemos el amor. Cuando viaja, sale todo el tiempo; se oyen chicas y música de fondo, y nunca sé dónde está. ¡Ha habido tantos rumores! Supongo que todas las mujeres engañadas del planeta piensan que su situación es diferente, pero sería una tonta si creyera que no puede pasarme a mí. -Exhaló el aire y meneó la cabeza-. ¡Dios, somos iguales a mis padres! Siempre pensé que seríamos diferentes y mira…
– Brooke, tienes que hablar con él.
Brooke levantó las dos manos.
– Estoy completamente de acuerdo contigo, pero ¿dónde está? ¿Comiendo sushi en West Hollywood, antes de iniciar el circuito de los programas nocturnos de entrevistas? ¿No te parece difícil ignorar el hecho de que si verdaderamente quisiera solucionarlo, ahora estaría aquí?
Nola movió un poco el contenido de su vaso y pareció reflexionar sobre ello.
– ¿Podría venir?
– ¡Claro que sí! No es el presidente, ni está operando a corazón abierto, ni tiene que pilotar el transbordador espacial a través de la atmósfera para volver con todos sus ocupantes sanos y salvos. ¡Es sólo un cantante, por el amor de Dios! Y creo que él mismo debería darse cuenta.
– Entonces ¿cuándo vendrá?
Brooke se encogió de hombros y se puso a rascarle el cuello a Walter.
– Pasado mañana, pero no por mí, sino porque Nueva York casualmente está en su programa de viajes. Al parecer, la disolución de su matrimonio no es motivo suficiente para desviarse de su itinerario.
Nola dejó su vaso en la mesita y se volvió hacia Brooke.
– ¿La disolución de tu matrimonio? ¿De veras es eso lo que está pasando?
La frase quedó flotando en el aire.
– No lo sé, Nola. Espero que no, de verdad. Pero no sé cómo vamos a hacer para superarlo.
Brooke intentó no prestar atención a la sensación de náuseas que le recorría el cuerpo. Por mucho que había hablado en los últimos dos o tres días de «tomarse un tiempo», de que necesitaba «un espacio propio» o de que era preciso «arreglar las cosas», nunca se había permitido considerar seriamente la posibilidad de que Julian y ella no fueran a superar la crisis.
– Oye, Nol, no sabes cuánto me fastidia hacer esto, pero voy a tener que echarte. Necesito dormir.
– ¿Por qué? Estás en el paro. ¿Qué demonios tienes que hacer mañana por la mañana?
Brooke se echó a reír.
– Gracias por tu sensibilidad, pero te comunico que no estoy del todo en el paro. Todavía me quedan las veinte horas semanales en Huntley.
Nola se sirvió otros dos dedos de vodka, pero esta vez no se molestó en echarle el agua de las aceitunas.
– No tienes que ir hasta mañana por la tarde. ¿De verdad tienes que irte a dormir ahora mismo?
– No, pero necesito un par de horas para llorar en la ducha, hacer un esfuerzo para no buscar a la chica del Chateau Marmont en Google y después llorar hasta quedarme dormida cuando la busque a pesar de todo -respondió Brooke.
Lo dijo en tono de broma, claro, pero una vez dicho, sonó muy triste.
– Brooke…
– Es una broma. No soy de las que lloran en la ducha. Además, lo más probable es que me dé un baño.
– No pienso dejarte así.
– Entonces tendrás que dormir en el sofá, porque yo pienso meterme en la cama. Estoy bien, Nola, de verdad. Creo que me hace falta estar un tiempo sola. Mi madre ha sido increíblemente discreta, pero aun así hasta ahora no he tenido ni un solo segundo para mí misma. Aunque por otro lado, supongo que en el futuro tendré tiempo de sobra…
Le llevó otros diez minutos convencer a Nola para que se fuera, y cuando finalmente se marchó, Brooke no se sintió tan aliviada como esperaba. Se dio un baño, se puso el pijama de algodón más cómodo y el albornoz más viejo, y se sentó encima del edredón, después de llevarse el portátil a la cama. Al principio de su matrimonio, había acordado con Julian no tener nunca un televisor en el dormitorio y la prohibición se había ampliado para abarcar también los ordenadores; pero teniendo en cuenta que Julian estaba desaparecido en combate, le pareció casi apropiado descargar 27 Vestidos o cualquier otra película para chicas y quedarse dormida. Por un momento pensó en ir a buscar un poco de helado, pero al final decidió que no quería parecerse tanto a Bridget Jones. La película resultó ser una distracción excelente, sobre todo gracias a su disciplina para mantenerse concentrada en la pantalla y no dejar vagar la mente; pero en cuanto terminó, cometió un error garrafal. O mejor dicho, dos.
Su primera decisión desastrosa fue escuchar los mensajes del buzón de voz. Le llevó unos veinte minutos escuchar los casi veinte mensajes que le habían dejado desde el día de los Grammy. El cambio entre el domingo, cuando sus amigos y familiares la llamaban para desearle buena suerte, y ese mismo día, cuando todos los mensajes parecían de condolencia, era asombroso. Muchos eran de Julian y todos incluían una versión más o menos desganada del «puedo explicártelo». Aunque todos tenían un adecuado tono de súplica, ninguno incluía un «te quiero». Había sendos mensajes de Randy, de su padre, de Michelle y de Cynthia, todos para ofrecerle su apoyo y darle ánimos; había cuatro de Nola, enviados en diversos momentos, para preguntar cómo iba todo y darle noticias de Walter, y uno de Heather, la consejera vocacional de Huntley con la que se había encontrado en la pastelería italiana. El resto eran de antiguos amigos, de (ex) compañeros de trabajo y de conocidos diversos, y todos sonaban como si hubiera muerto alguien. Aunque no había tenido ganas de llorar antes de escucharlos, cuando terminó tenía un nudo en la garganta.
Su segunda y posiblemente peor jugada de principiante fue mirar el Facebook. Estaba segura de que muchos de sus amigos habrían actualizado sus estados con emocionados comentarios sobre la actuación de Julian. Después de todo, no pasaba todos los días eso de que un viejo amigo del instituto o la universidad cantara en la gala de los Grammy. Lo que no había previsto, quizá por ingenuidad, fue el torrente de comentarios de apoyo que le habían dedicado. Su muro estaba inundado de mensajes de todo tipo, desde «Eres fuerte y lo superarás», escrito por la madre de una amiga, hasta «Esto es una demostración más de que todos los hombres son unos gilipollas. No se preocupe, señora Alter. Estamos con usted», escrito por Kaylie. En circunstancias menos humillantes habría sido maravilloso sentirse el objeto de tanto cariño y ánimos, pero en aquel momento le resultó muy doloroso. Todos esos mensajes eran la prueba incontrovertible de que sus miserias privadas se estaban aireando de una manera muy pública, y no sólo ante desconocidos. Por algún motivo que no sabía explicar, había sido más fácil para ella pensar que las fotos de su marido y la chica del Chateau Marmont estaban en manos de una masa de personas sin nombre ni rostro; pero en cuanto se dio cuenta de que también las habían visto su familia, sus amigos, sus compañeros de trabajo y sus conocidos lejanos, la idea le pareció casi insoportable.
La doble dosis preventiva de Zolpidem que tomó aquella noche fue suficiente para dejarla atontada y con resaca al día siguiente, pero no lo bastante fuerte para sumirla en la inconsciencia profunda que deseaba desesperadamente. La mañana y el mediodía pasaron en una neblina, interrumpida únicamente por los ladridos de Walter y las constantes llamadas telefónicas, que ella ignoró. Si no le hubiera aterrorizado la idea de perder también el empleo de Huntley, habría llamado para decir que no se encontraba bien. Sin embargo, en lugar de eso, se obligó a ducharse, comió un sándwich de pan integral con mantequilla de cacahuete y se encaminó hacia el metro, con tiempo suficiente para llegar al Upper East Side a las tres y media. Llegó al colegió quince minutos antes de la hora y, tras pararse a admirar un momento la fachada cubierta de hiedra de la antigua mansión, notó un gran revuelo a la izquierda de la entrada.
Había un pequeño grupo de fotógrafos y probablemente dos reporteros (uno con un micrófono y otro con una libreta), en torno a una mujer rubia de baja estatura con un abrigo de piel de oveja hasta los tobillos, el pelo recogido en un pulcro rodete y una mueca desagradable en la cara. Los fotógrafos estaban tan atentos a la mujer que no advirtieron la llegada de Brooke.
– No, no diría que es nada personal -dijo la mujer, meneando la cabeza. Escuchó un momento y después volvió a negar-. No, nunca he tenido ninguna relación con ella. Mi hija no necesita asesoramiento nutricional, pero…
Brooke dejó de escuchar por una fracción de segundo, cuando comprendió que aquella mujer de aspecto extraño estaba hablando de ella.
– Digamos que no soy la única en pensar que este tipo de atención es inapropiada en un entorno escolar. Mi hija debería concentrarse en el álgebra y el hockey sobre hierba, y en lugar de eso, no hace más que recibir llamadas de periodistas, que le piden declaraciones para los tabloides de difusión nacional. Es inaceptable; por ese motivo, la Asociación de Padres y Madres solicita la dimisión inmediata de la señora Alter.
Brooke se quedó sin aliento. La mujer la vio. Las otras diez o doce personas que formaban un corro a su alrededor (para entonces, Brooke vio que había otras dos madres al lado de la señora rubia) se volvieron para mirarla y de inmediato empezaron los gritos.
– ¡Brooke! ¿Ya conocías a la mujer que aparece en las fotos con Julian?
– Brooke, ¿piensas dejar a Julian? ¿Has vuelto a verlo desde la noche del domingo?
– ¿Qué comentario te merece la solicitud de dimisión de la Asociación de Padres de Huntley? ¿Culpas por esto a tu marido?
Era como volver a vivir la gala de los Grammy, sólo que esta vez sin el vestido, ni el marido, ni la línea de cuerdas que la separaba de los paparazzi. Por fortuna, esta vez contaba con el guardia de seguridad del colegio, un hombre amable de más de sesenta y cinco años, que aunque no tenía mucha fuerza, levantó el brazo delante de los periodistas y les ordenó que retrocedieran, al tiempo que les recordaba que si bien la acera era pública, la escalera que conducía a la puerta principal era propiedad privada. Con una mirada de agradecimiento, Brooke se apresuró a entrar en el edificio. Estaba atónita y enfadada a partes iguales, sobre todo consigo misma, por no prever ni tan siquiera sospechar que toda la infernal atención de los medios de información iba a seguirla hasta la escuela.
Hizo una inspiración profunda y se dirigió a su despacho en la planta baja. Rosie, la auxiliar administrativa adscrita a los programas de guía y asesoramiento, la miró desde su escritorio, cuando Brooke entró en la antesala a la que daban los despachos de Heather y de otras tres asesoras, y el suyo propio. Rosie nunca se había caracterizado por su discreción, pero Brooke supuso que ese día iba a ser aún peor que de costumbre y se preparó para la inevitable referencia a las fotografías de Julian, el alboroto que había en la calle o ambas cosas.
– Hola, Brooke. Avísame cuando te hayas recuperado de toda la… ejem… locura de ahí fuera. Rhonda quiere hablar contigo unos minutos, antes de que empieces a recibir a las chicas -dijo Rosie, con suficiente nerviosismo para que también Brooke se pusiera nerviosa.
– ¿Ah sí? ¿Tienes idea de por qué?
– No -respondió Rosie, aunque se notaba que era mentira-. Me ha pedido que la avise en cuanto llegaras.
– Muy bien. ¿Me dejas que me quite el abrigo y vea si tengo mensajes? ¿Dos minutos?
Entró en su despacho, tan pequeño que sólo cabían una mesa de escritorio, dos sillas y un perchero, y cerró la puerta sin hacer ruido. A través de la puerta de cristal, vio que Rosie cogía el teléfono para informar a Rhonda de que había llegado.
No habían pasado treinta segundos, cuando llamaron a la puerta.
– ¡Pasa! -dijo Brooke, intentando que su tono fuera acogedor.
Respetaba a Rhonda, que además le parecía una persona muy agradable. Sin embargo, aunque no era raro recibir una visita de la directora, esperaba no tener que encontrarse con ella precisamente aquel día.
– Me alegro de que hayas venido, porque quería hablarte de Lizzie Stone -dijo Brooke, con la esperanza de llevar la conversación hacia su propio terreno, mencionando a una de las estudiantes a las que atendía-. No me parece adecuado que confiemos el bienestar de estas chicas al entrenador Demichev -prosiguió Brooke-. Me parece fantástico que sea capaz de crear competidoras olímpicas prácticamente de la nada, pero uno de estos días una de sus chicas se morirá de hambre.
– Brooke -dijo Rhonda, poniendo en su nombre un énfasis desusado-, me interesa lo que me dices y quizá podrías enviarme un informe. Pero ahora tenemos que hablar.
– ¿Hay algún problema?
Sentía el corazón desbocado en el pecho.
– Me temo que sí. Lamento mucho tener que decirte esto, pero…
Brooke lo supo por la expresión de Rhonda. La decisión no era suya, le dijo Rhonda. Aunque era la directora, respondía ante muchos otros, en particular los padres y las madres, quienes pensaban que la atención de la prensa concentrada en Brooke no era buena para el colegio. Todos comprendían que la culpa no era suya y que a ella tampoco podía gustarle el escrutinio de la prensa, y por eso querían que se tomara un tiempo libre (pagado, por supuesto), hasta que las cosas se calmaran.
– Espero que comprendas que sólo es una medida temporal y que es un último recurso que a ninguno de nosotros nos gusta tener que utilizar -añadió Rhonda.
Para entonces, Brooke ya se había despedido mentalmente.
No le dijo a la directora que no era ella quien había atraído la atención de la prensa, sino la madre hostil que en ese mismo instante estaba celebrando una rueda de prensa a las puertas del colegio. También se abstuvo de recordarle que nunca había mencionado el nombre del colegio en ninguna entrevista y que siempre había respetado la intimidad de las estudiantes, hasta el punto de que nunca había explicado a nadie la naturaleza de su trabajo, excepto al círculo más inmediato de familiares y amigos. En lugar de eso, se obligó a poner el piloto automático y dar las respuestas que se esperaban de ella. Le aseguró a Rhonda que lo comprendía y que sabía que la decisión no había sido suya, y añadió que se marcharía en cuanto arreglara un par de asuntos que tenía pendientes. Menos de una hora después, cuando salía a la antesala con el abrigo puesto y el bolso colgado del hombro, se encontró con Heather.
– ¡Eh! ¿Ya has terminado por hoy? ¡Qué envidia!
Brooke tosió, para deshacer el nudo que sentía en la garganta.
– Y no sólo por hoy, sino por el futuro próximo.
– He oído lo que ha pasado -susurró Heather, aunque estaban solas en la habitación.
Brooke se preguntó cómo lo sabría ya, pero en seguida recordó que los rumores se difunden con rapidez en un colegio. Se encogió de hombros.
– Sí, ya ves. Es parte del trato. Si yo fuera madre y pagara cuarenta mil dólares al año para que mi hija estudiara en este colegio, supongo que no me haría gracia verla acosada por los paparazzi cada vez que sale de la escuela. Rhonda me ha dicho que varias chicas han recibido mensajes, a través de sus cuentas de Facebook, de periodistas que querían saber cómo me comportaba en el colegio y si alguna vez les hablaba de Julian. ¿Te lo imaginas? -Suspiró-. Si de verdad es así, probablemente deberían despedirme.
– ¡Qué ruines! ¡Qué gente tan ruin! Escucha, Brooke, creo que deberías conocer a mi amiga, aquella de la que te hablé, la chica casada con el ganador de «American Idol». Supongo que muy poca gente entenderá realmente lo que estás pasando, pero ella sí, créeme…
La voz de Heather se apagó y su expresión se volvió nerviosa, como si tuviera miedo de haber llegado demasiado lejos.
Brooke tenía un interés menos que nulo en conocer a la amiga de Heather, una chica de Alabama mucho más joven que ella, para comparar los problemas de ambas con sus respectivos maridos; pero aun así, asintió.
– Sí, claro. Dame su correo y le escribiré un mensaje.
– Oh, no hace falta. Ya le diré a ella que se ponga en contacto contigo, si a ti te parece bien.
No le parecía nada bien, pero ¿qué podía decir? Solamente quería salir de allí, antes de encontrarse con alguien más.
– Sí, desde luego. Como quieras -replicó torpemente.
Después, forzó una sonrisa, saludó con la mano y se dirigió a toda prisa hacia la puerta principal. Por el camino, se cruzó con un grupo de chicas y una de ellas la llamó por su nombre. Consideró la posibilidad de fingir que no la había oído, pero no pudo seguir caminando como si nada. Cuando se volvió, Kaylie estaba caminando hacia ella.
– ¿Señora Alter? ¿Adónde va? ¿No tenemos sesión hoy? Me han dicho que hay un montón de periodistas en la calle.
Brooke miró a la niña, que como de costumbre estaba girando nerviosamente entre los dedos dos mechones de pelo rizado, y sintió una oleada de culpa.
– Hola, cariño. Parece ser que… bueno… parece ser que voy a tomarme unos días libres. -Al ver que la expresión de Kaylie cambiaba, se apresuró a añadir-: Pero no te preocupes. Estoy segura de que sólo será temporal. Además, tú estás muy bien.
– Pero, señora Alter, no creo que…
Brooke la interrumpió y se le acercó un poco más, para que ninguna de las otras estudiantes oyera lo que iba a decirle.
– Kaylie, tú ya no me necesitas -dijo, con una sonrisa que esperaba que fuera tranquilizadora-. Eres sana, fuerte y sabes cuidar de ti misma, probablemente mejor que cualquiera de las chicas del colegio. No sólo has encontrado tu lugar, sino que eres una de las protagonistas de la obra de fin de curso. Estás estupenda y te sientes bien… ¡Mierda! ¿Qué más quieres que haga por ti?
Kaylie le sonrió y le dio un abrazo.
– No le diré a nadie que ha dicho «mierda» -dijo.
Brooke le devolvió el abrazo y sonrió, aunque sentía un nudo en la garganta.
– Cuídate mucho y llámame si necesitas algo. Pero créeme, no vas a librarte de mí tan fácilmente. Volveré pronto, ¿de acuerdo?
Kaylie asintió y Brooke intentó contener las lágrimas.
– Y prométeme que no volverás a hacer ninguna de esas estúpidas dietas radicales, ¿de acuerdo? Eso ya está superado, ¿verdad que sí?
– Está superado -dijo Kaylie con una sonrisa.
Brooke la saludó con la mano y se volvió hacia la salida, decidida a no detenerse ante el grupo de fotógrafos, que entraron en un frenesí de gritos y preguntas en cuanto la vieron. No aminoró el paso hasta estar en la Quinta Avenida. Se volvió para asegurarse de que no la habían seguido y después intentó coger un taxi, empresa más que difícil a las cuatro de la tarde. Después de veinte frustrantes minutos, se montó en un autobús en la calle Ochenta y Seis y fue hacia el oeste, hasta la línea 1 del metro, donde por fortuna encontró un asiento libre en el último vagón.
Cerró los ojos y se recostó en el asiento, sin preocuparse porque su pelo tocara el lugar de la pared donde tanta gente había frotado las greñas engrasadas. De modo que así se sentía una cuando la despedían del trabajo no una, sino dos veces en la misma semana. Empezaba a sentir pena de sí misma, cuando abrió los ojos y vio a Julian, que le sonreía desde un anuncio.
Era el mismo retrato publicitario que había visto miles de veces, flanqueado por la portada de su álbum y la leyenda «por lo perdido»; pero era la primera vez que lo veía en el metro, y nunca había notado que los ojos de la imagen parecían mirarla fijamente. La ironía de que estuviera con ella en el metro, pese a no haber estado en ningún momento a su lado, no le pasó inadvertida. Se fue al otro extremo del vagón y se sentó en un lugar donde los únicos anuncios eran de odontología cosmética y de clases de inglés para extranjeros. Miró furtivamente a Julian y sintió que le daba un vuelco el estómago cuando sus ojos parecieron mirarla una vez más. Por mucho que cambiara la postura del cuerpo o el ángulo de la cabeza, los ojos de Julian siempre encontraban su mirada y, combinados con los hoyuelos de su sonrisa, la hacían sentirse cada vez más desgraciada. En la siguiente estación, se cambió de vagón, tras asegurarse de que en el nuevo no había fotos de su marido.