Julian soltó una carcajada cuando la langosta más grande se puso en cabeza.
– ¡Setecientos gramos ya es líder! ¡Está a punto de tomar la curva! -dijo, en su mejor imitación de un comentarista deportivo-. ¡Creo que ya ha ganado!
Su rival, una langosta más pequeña de concha oscura y brillante, y unos ojos que a Brooke le parecieron enternecedores, se apresuró a reducir la distancia.
– No te precipites -dijo Brooke.
Estaban sentados en el suelo de la cocina, con la espalda apoyada en la isla central, animando a sus respectivas competidoras. Brooke se sentía vagamente culpable por poner a las langostas a jugar carreras, antes de echarlas en una olla de agua hirviendo, pero a ellas no parecía importarles. Sólo cuando Walter se puso a olfatear la suya, que se negó a avanzar un centímetro más, Brooke intervino y la rescató de ulteriores torturas.
– ¡Victoria por abandono del rival! -exclamó Julian, mientras levantaba el puño y chocaba con la mano en alto una de las pinzas de la langosta, cerradas con gomas.
Walter se puso a ladrar.
– El ganador las meterá en el agua -anunció Brooke, señalando con un gesto la olla para langostas que habían encontrado en la despensa de los Alter-. No creo que yo pudiera.
Julian se puso en pie y le tendió la mano a Brooke, para ayudarla a levantarse.
– Ve a ver el fuego, mientras yo me ocupo de estas chicas.
Ella aceptó la proposición y se fue al salón, donde un par de horas antes Julian le había enseñado a encender el fuego. Era algo que siempre habían hecho su padre y Randy, y a Brooke le encantó descubrir lo gratificante que resultaba apilar estratégicamente la leña y acomodarla con el atizador. Cogió un tronco mediano de la cesta que había junto al hogar, lo colocó con cuidado en diagonal, encima de la pila, y se sentó en el sofá, para contemplar fascinada las llamas. En la otra habitación, sonó el teléfono móvil de Julian.
Al cabo de un momento, Julian salió de la cocina con dos copas de vino en la mano y se sentó a su lado en el sofá.
– Estarán listas dentro de quince minutos. No han sentido nada, te lo prometo.
– Sí, seguro que les ha gustado. ¿Quién llamaba? -preguntó ella.
– ¿Que quién llamaba? Ah, no sé. Nadie, no importa.
– Chin-chin -dijo Brooke, mientras entrechocaba las copas.
Julian hizo una inspiración profunda y dejó escapar un suspiro de satisfacción que parecía decir que todo en el mundo era perfecto.
– ¡Qué bien se está aquí! -exclamó.
El suspiro y el sentimiento encajaban a la perfección con el momento, pero algo le olió mal a Brooke. Parecía como si Julian se esforzara demasiado por complacerla.
Las relaciones entre ambos habían sido notablemente tensas en las semanas anteriores a la fiesta de Sony. Julian había confiado hasta el último momento en que Brooke renunciaría a sus obligaciones en Huntley, y cuando no lo hizo (y él tuvo que viajar a los Hamptons sin acompañante), su reacción fue de indignación. En los diez días que habían pasado desde la fiesta, lo habían hablado lo mejor que habían podido; pero Brooke no podía quitarse de encima la sensación de que Julian seguía sin entender su punto de vista, y pese a los heroicos esfuerzos de ambos por seguir adelante y actuar como si nada hubiera pasado, las cosas no acababan de encajar entre los dos.
Brooke bebió un sorbo de vino y tuvo una sensación de tibieza en el estómago que no le era desconocida.
– ¡Se está más que bien! Esto es fabuloso -dijo ella por fin, en un tono extrañamente formal.
– No entiendo por qué mis padres no vienen nunca en invierno. Se pone muy bonito cuando nieva; tienen esta chimenea tan impresionante, y todo está desierto.
Brooke sonrió.
– Completamente desierto. ¡Eso es precisamente lo que no pueden soportar! ¿Para qué van a ir a comer a Nick & Tony's, si nadie puede verlos sentados a la mejor mesa?
– Sí, supongo que en ese sentido estarán mejor en Anguila, luchando con los otros turistas. Además, ahora en la isla todo estará dos o tres veces más caro, y eso les encanta, porque hace que se sientan especiales. Seguro que están felices.
Aunque a ninguno de los dos le gustaba admitirlo, ambos se alegraban de que los padres de Julian fueran propietarios de una casa en East Hampton. No pasaban allí ningún fin de semana con los padres de Julian, ni se atrevían a visitarla en los meses de verano (incluso habían celebrado su boda a principios de marzo, cuando todavía había nieve acumulada en el suelo); pero durante seis meses al año, la casa les ofrecía una lujosa posibilidad de huir de la ciudad. Durante los dos primeros años de casados, la habían aprovechado a fondo, para ver el inicio de la primavera, visitar los viñedos locales o pasear por la playa en octubre, cuando el tiempo empezaba a empeorar; pero con el frenético ritmo de los trabajos de ambos, hacía más de un año que no la visitaban. Había sido idea de Julian pasar allí la noche de fin de año, los dos solos, y aunque Brooke sospechaba que lo hacía por restablecer la paz y no por un auténtico deseo de intimidad, había aceptado de inmediato.
– Voy a preparar la ensalada -informó ella, poniéndose en pie-. ¿Quieres algo?
– Te ayudo.
– ¿Qué le has hecho a mi marido? -bromeó Brooke.
El teléfono volvió a sonar. Julian le echó un vistazo y se lo guardó otra vez en el bolsillo.
– ¿Quién era?
– No sé, número oculto. No sé quién podrá estar llamándome ahora -dijo él, mientras la seguía a la cocina.
Sin que ella se lo pidiera, escurrió las patatas y empezó a hacer el puré.
La conversación durante la cena fue más fluida y relajada, probablemente gracias al vino. Parecía como si hubieran llegado al acuerdo tácito de no mencionar el trabajo de ninguno de los dos. En lugar de eso, hablaron de Nola y de la promoción que acababa de recibir, de lo feliz que estaba Randy con la pequeña Ella y de la posibilidad de hacer una escapada juntos a algún lugar cálido, antes de que Julian tuviera la agenda de las giras mucho más ocupada.
Los bizcochitos de chocolate que Brooke había preparado para el postre le habían quedado menos firmes de lo que hubiera querido, y con la nata montada, el helado de vainilla y las virutas de chocolate por encima, parecían más bien un revuelto de bizcochitos, pero estaban muy buenos. Julian se puso todo el equipo de nieve para darle a Walter el último paseo del día, mientras Brooke fregaba los platos y hacía el café. Se encontraron otra vez delante del fuego. El teléfono de Julian volvió a sonar, pero él lo silenció una vez más, sin siquiera mirar la pantalla.
– ¿Cómo te sientes por no cantar esta noche? Habrá parecido bastante raro que rechazaras la invitación -preguntó Brooke, con la cabeza apoyada en el regazo de Julian.
Lo habían invitado a actuar en el programa de fin de año de la MTV desde Times Square y, después, a partir de la medianoche, a una fiesta llena de famosos en el Hotel on Rivington. Julian se había entusiasmado cuando Leo se lo dijo al principio del otoño; pero después, a medida que se fue acercando la fecha, la exaltación inicial se había ido enfriando. Cuando finalmente le pidió a Leo que lo cancelara todo con una semana de antelación, nadie se asombró tanto (ni se alegró tanto) como Brooke, sobre todo cuando la miró y le pidió que fuera con él a los Hamptons, para pasar la velada juntos en la casa de sus padres.
– No es preciso que hablemos de eso esta noche -dijo Julian.
Brooke se daba cuenta de que él intentaba ser amable con ella, pero también notaba que estaba molesto por algún motivo.
– Ya lo sé -dijo-. Sólo quería estar segura de que no lo lamentas.
Julian le acarició el pelo.
– ¿Estás loca? Entre el drama de la entrevista en Today, los viajes que he hecho y las perspectivas para el año próximo, que probablemente será mucho más agitado que éste, necesitaba un descanso. Los dos lo necesitábamos.
– Es cierto -murmuró ella, que hacía meses que no se sentía tan feliz-. Imagino que a Leo no le habrá gustado, pero a mí me encanta.
– Leo cogió el primer vuelo para Punta del Este. A estas horas estará metido hasta las rodillas en un mar de tequila y chicas de dieciocho años. No te preocupes por él.
Cuando terminaron el vino, Julian colocó primero la pantalla delante del fuego y después cerró las puertas de cristal de la chimenea, y los dos subieron al dormitorio cogidos de la mano. Esa vez sonó el teléfono fijo, y antes de que Julian pudiera decir nada, Brooke atendió la llamada en una extensión del cuarto de invitados donde solían dormir.
– ¿Brooke? Soy Samara. Perdona por llamar esta noche, pero llevo horas intentando hablar con Julian. Me dijo que estaría allí, pero no contesta al móvil.
– Ah, hola, Samara. Sí, está aquí conmigo. Un segundo.
– ¡Brooke, espera! Mira, ya sé que no puedes ir a los Grammy, por el trabajo; pero te recuerdo que después de la gala habrá unas fiestas estupendas en Nueva York y haré que te inviten.
Brooke pensó que había entendido mal.
– ¿Perdona?
– La gala de los Grammy… La actuación de Julian…
– Samara, ¿podrías esperar un minuto?
Pulsó el botón que silenciaba el teléfono y se dirigió al cuarto de baño, donde Julian estaba llenando la bañera.
– ¿Cuándo pensabas contarme lo de los Grammy? -preguntó, intentando que el tono no sonara histérico.
Él levantó la vista.
– Iba a esperar hasta mañana. No quería que los Grammy fueran el tema dominante de nuestra noche juntos.
– ¡Oh, por favor, Julian! Tú no quieres que vaya. Por eso no me habías dicho nada.
Al oír aquello, Julian pareció verdaderamente alarmado.
– ¿Por qué lo dices? ¡Claro que quiero que vayas!
– Pues no parece que Samara piense lo mismo. Acaba de decirme que comprende perfectamente que no pueda ir, por el trabajo. ¿Es una broma? Mi marido va a actuar en la gala de los Grammy, ¿y ella cree que no puedo dejar un momento el trabajo para acompañarlo?
– Brooke, escucha. Quizá lo supone porque no pudiste… ejem… dejar un momento el trabajo para ir a la fiesta de Sony. Pero te juro que no te dije nada porque me apetecía pasar una noche contigo sin hablar del trabajo. No hay ningún otro motivo. Le diré que irás.
Brooke se dio la vuelta y salió del baño.
– Se lo diré yo.
Pulsó la tecla del teléfono para volver a hablar y dijo:
– ¿Samara? Tiene que haber habido algún malentendido, porque tengo intención de acompañar a Julian.
Hubo una larga pausa y finalmente Samara dijo:
– Ya sabes que se trata sólo de una actuación y no de una nominación, ¿verdad?
– Sí, claro.
Otra pausa.
– ¿Y estás segura de que esta vez tus compromisos no te impedirán asistir?
Brooke habría querido acusarla a gritos de no entender nada, pero se obligó a guardar silencio.
– Muy bien, entonces te conseguiremos una invitación -dijo finalmente Samara.
Brooke intentó no prestar atención a la nota de vacilación (¿o de decepción?) en su voz. ¿Por qué iba a preocuparse por lo que pensara Samara?
– Perfecto. ¿Qué ropa me pongo? No tengo nada para una ocasión tan formal. ¿Te parece que alquile algo?
– ¡No! Déjalo todo en nuestras manos, ¿de acuerdo? Ven seis horas antes y lo tendremos todo preparado: vestido, zapatos, ropa interior, bolso, joyas, peinado y maquillaje. No te laves el pelo en las veinticuatro horas anteriores, no te apliques ningún potingue de bronceado sin sol a menos que te lo recomiende específicamente nuestro estilista, hazte una buena manicura y no uses ninguna laca que no sea Allure de Essie o Bubble Bath de OPI, hazte una depilación completa de piernas y axilas entre cinco y siete días antes, y aplícate un tratamiento de acondicionamiento profundo para el pelo, setenta y dos horas antes. En cuanto al color, te enviaré una recomendación para la peluquería con la que solemos trabajar en Nueva York. Empezarás a hacerte los reflejos la semana que viene.
– ¡Oh, vaya! ¿Crees que podrías…?
– No te preocupes. Te lo mandaré todo por correo electrónico y repasaremos la lista más adelante. Ya sabes que las cámaras estarán totalmente encima de Julian, y creo que Leo os ha hablado ya de un asesor para los dos. (Por cierto, ¿has tenido tiempo de pensártelo?) Voy a pedirte cita con el dentista que le arregló la boca a Julian, un auténtico genio. Pone fundas, pero nadie lo diría, porque parecen naturales. ¡Ya verás la diferencia cuando te mires al espejo!
– Hum, muy bien. Solamente dime lo que…
– Lo tenemos todo cubierto. Te llamaré dentro de unos días y lo resolveremos todo, Brooke. ¿Podrías ponerme ahora con Julian? Te prometo que sólo será una pregunta rápida.
Brooke asintió en silencio, sin darse cuenta de que Samara no podía verla, y le pasó el teléfono a Julian, que había entrado en la habitación para desvestirse. Dijo «sí», «no», «me parece bien», «te llamaré mañana», y después se volvió hacia ella.
– ¿Vendrás a meterte en el baño? ¡Por favor!
Su mirada era suplicante y ella se obligó a olvidarse por un momento de los Grammy. Estaban pasando una noche tan deliciosa, que no podía permitir que ningún sentimiento extraño la arruinara. Lo siguió al baño y se desnudó.
Nunca dormían en la cama de los padres de Julian (la sensación habría sido demasiado siniestra), pero les encantaba usar el cuarto de baño principal. Era un auténtico paraíso, un lujo en todos los aspectos: losas radiantes, una bañera enorme con ducha de vapor aparte y, lo mejor de todo, una chimenea de gas. Aunque Julian era incapaz de meterse en el agua caliente, siempre le preparaba el baño a Brooke, y después de darse una ducha, encendía el fuego de la chimenea y se sentaba en la plataforma de la bañera, con una toalla encima, para hacerle compañía.
Brooke echó un poco más de sales de lavanda en el agua y se recostó sobre la almohada de rizo, mientras Julian le recordaba el primer baño que habían tomado juntos, en una excursión de fin de semana, al principio de su relación. Le estaba contando lo mucho que había sufrido por la temperatura del agua, que soportó en silencio para impresionarla, y Brooke lo miraba incapaz de hacer nada más, invadida por la intensa relajación y el profundo cansancio que produce un baño muy caliente.
Después, envuelta en una mullida toalla de baño, Brooke volvió con Julian al dormitorio, donde encendieron una vela en cada mesilla y pusieron música relajante. Hicieron el amor lenta y suavemente, como dos personas que llevan varios años juntas y se conocen a fondo, y por primera vez desde hacía siglos, se quedaron dormidos con los cuerpos entrelazados.
Durmieron casi hasta el mediodía y, cuando se despertaron, el suelo estaba cubierto de quince centímetros de nieve, señal segura de que iban a quedarse una noche más en los Hamptons. Encantada, Brooke se recogió el pelo desordenado en un rodete, se puso las botas Ugg y el voluminoso abrigo invernal, y se montó en el asiento del acompañante de un Jeep que los Alter dejaban todo el año en la casa. Julian tenía un aspecto adorablemente anticuado con la gorra de invierno que había encontrado en el vestidor de su padre, con un pompón en lo alto y orejeras de las que partían dos cuerdecitas para atarla por debajo de la barbilla. Se detuvieron delante del Starbucks de East Hampton para que Brooke entrara corriendo a comprar el New York Times, pero después fueron al café Golden Pear a tomar el desayuno.
Cómodamente arrellanada en su asiento, con ambas manos en torno a una taza de café caliente, Brooke dejó escapar un suspiro de felicidad. Si hubiese podido escribir el guión del día de fin de año perfecto, lo habría imaginado exactamente como aquellas últimas veinticuatro horas. Julian le estaba leyendo en voz alta un artículo del periódico sobre un hombre que había pasado veintiocho años en la cárcel, antes de ser absuelto por una prueba de ADN, cuando sonó el teléfono de Brooke.
Julian levantó la vista.
– Es Nola -dijo ella, mirando la pantalla.
– ¿No vas a contestar?
– ¿No te importa? Supongo que querrá contarme con todo lujo de detalles cómo pasó la noche.
Julian negó con la cabeza.
– Habla tranquila. Yo me quedaré aquí leyendo. No me importa, de verdad.
– Hola, Nol -dijo Brooke, en voz tan baja como pudo. No soportaba a la gente que hablaba a gritos por el móvil.
– ¿Brooke? ¿Dónde estás?
– ¿Cómo que dónde estoy? Estamos en los Hamptons, como ya sabes. De hecho, con la nevada que está cayendo, creo que tendremos que quedarnos hasta…
– ¿Has visto ya la edición digital de Last Night? -la interrumpió Nola.
– ¿Last Night? No, el wifi de la casa no funciona. Estoy leyendo el Times.
– Mira, te lo voy a contar, pero sólo porque no quiero que te enteres por otra persona. Last Night ha publicado un artículo horrendo esta mañana, donde especula sobre las posibles razones que llevaron a Julian a cancelar su actuación de anoche en Nueva York.
– ¡¿Qué?! -exclamó Brooke.
Julian la miró y levantó las cejas, con expresión interrogativa.
– Todas son ridículas, claro. Pero recordé que habías dicho que Leo se había ido de viaje a algún lugar de Sudamérica y pensé que quizá os gustaría estar al corriente, si es que no lo estáis ya.
Brooke hizo una inspiración profunda.
– Muy bien. Genial. ¿Puedes contarme más o menos lo que dice el artículo?
– Míralo con el teléfono de Julian, ¿de acuerdo? Siento muchísimo haberos arruinado la mañana, pero una de las cosas que dice es que probablemente estáis «escondidos» en los Hamptons, por lo que quizá recibáis alguna visita. Quería avisarte.
– Oh, no -gimió Brooke.
– Lo siento mucho. Dime si puedo ayudarte en algo, ¿de acuerdo?
Se despidieron y, sólo después de colgar, Brooke se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado a Nola cómo había pasado la noche.
Antes incluso de terminar de contárselo a Julian, él mismo empezó a buscar la web de Last Night en su móvil.
– Aquí está el artículo.
– Léelo en voz alta.
Los ojos de Julian recorrieron las líneas.
– ¡Vaya! -murmuró, mientras pasaba el dedo índice por la pantalla-. ¿De dónde sacan todo esto?
– ¡Julian! ¡Empieza a leer o pásamelo!
Una chica de aspecto tímido que no podía tener más de dieciséis años se acercó a su mesa, con dos platos. Miró a Julian, pero Brooke no estuvo completamente segura de que lo hubiera reconocido.
– ¿Tortilla vegetariana de clara de huevo con trigo? -preguntó, casi en un suspiro.
– Para mí, gracias -dijo Brooke, levantando la mano.
– Entonces supongo que el desayuno especial es para usted -le dijo a Julian, con una sonrisa tan grande que ya no hubo ninguna duda-. Torrijas con azúcar espolvoreado, dos huevos fritos y panceta muy hecha. ¿Quieren algo más?
– Así está bien, gracias -dijo Julian, hundiendo inmediatamente el tenedor en la esponjosa torrija.
Brooke, por su parte, había perdido el apetito por completo.
Julian se lo comió todo, se bebió el café y volvió a coger el teléfono.
– ¿Estás lista?
Brooke asintió.
– Muy bien. El titular es: «¿Dónde está Julian Alter?», y al lado hay una foto mía, tomada quién sabe dónde, donde aparezco sudoroso y con mala cara.
Se la enseñó en la pantalla. Brooke se puso a masticar su tostada seca, pensando que habría sido mejor pedir pan de centeno.
– Ya sé de dónde es la foto. La tomaron treinta segundos después de que bajaras del escenario, cuando actuaste en la fiesta de Kristen Stewart, en Miami. Hacía treinta y cinco grados y llevabas casi una hora cantando.
Julian empezó a leer.
– «Aunque nuestras fuentes nos aseguran que tras cancelar su actuación de anoche en la gala de Año Nuevo de la MTV el famoso cantante está escondido en casa de sus padres en East Hampton, nadie parece estar de acuerdo en los motivos que lo impulsaron a tomar esa decisión. Muchos sospechan que no todo es de color de rosa para el sexy cantante, catapultado a la fama por su primer álbum, Por lo perdido. Alguien que conoce a fondo el mundillo de la música afirma que está atravesando "la época de las tentaciones", cuando muchas estrellas de rock emergentes ceden al atractivo de las drogas. No nos han llegado noticias específicas de consumo abusivo de drogas. Sin embargo, nuestra fuente declara: "Cuando un nuevo artista se sale de la pantalla del radar, las clínicas de rehabilitación son el primer lugar donde miro."»
Julian levantó la vista, con la boca abierta y el teléfono colgando en una mano.
– ¿Insinúan que estoy en rehabilitación? -preguntó.
– Creo que no lo afirman tajantemente -dijo Brooke, cuidando las palabras-. De hecho, no estoy muy segura de lo que afirman. Sigue leyendo.
– ¿«Alguien que conoce a fondo el mundillo de la música»? ¿Qué es esto? ¿Una broma?
– Sigue leyendo.
Brooke se llevó a la boca un trozo de tortilla, intentando parecer despreocupada.
– «Otros dicen que Julian y su amor de toda la vida, Brooke, su esposa nutricionista, están sufriendo en carne propia las tensiones de la fama. "No creo que a ninguna pareja pueda irle bien en una situación semejante", dijo Ira Melnick, el famoso psiquiatra de Beverly Hills, que no conoce personalmente a los Alter, pero tiene amplia experiencia con parejas formadas por un famoso y un no famoso. "Espero que cuenten con asesoramiento profesional en esta etapa", prosiguió el doctor Melnick, "porque así al menos tendrán una mínima oportunidad."»
– ¡¿Una «mínima oportunidad»?! -chilló Brooke-. ¿Quién demonios es el doctor Melnick y por qué opina acerca de nuestra relación sin conocernos de nada?
Julian meneó la cabeza.
– ¿Y quién ha dicho que estamos sufriendo «las tensiones de la fama»? -preguntó.
– No lo sé. Quizá se refieran a todo el alboroto de Today y el embarazo. Sigue leyendo.
– ¡Vaya! -exclamó Julian, adelantándose en la lectura-. Ya sabía que estos periodicuchos de cotilleos no cuentan más que mentiras, pero esto ya pasa de la raya. Escucha esto: «Aunque la rehabilitación o la terapia de pareja son las causas más probables de la desaparición -(Julian pronunció esta última palabra con una clara nota de sarcasmo)-, hay una tercera posibilidad. Según una fuente próxima a la familia, el cantante está siendo objeto de la atención de varios famosos vinculados con la Iglesia de la cienciología, entre ellos John Travolta. "No sé si se trata de una relación únicamente amistosa o si pretenden reclutarlo para su Iglesia, pero lo cierto es que están en contacto", declaró nuestra fuente. Todo esto nos lleva a preguntarnos si la pareja de J y Bro seguirá el mismo camino que la de Tom y Katie, entregada a la fe. Os mantendremos informados.»
– ¿Te he oído bien? ¿Has dicho «la pareja de J y Bro»? -preguntó Brooke, convencida de que se lo habría inventado.
– ¡Cienciología! -exclamó Julian, antes de que Brooke le indicara con un gesto que bajara la voz-. ¡Se creen que somos cienciólogos!
Brooke tuvo que hacer un esfuerzo mental para asimilarlo todo a la vez. ¿Clínicas de rehabilitación? ¿Terapia de pareja? ¿«J y Bro»? Que todo fuera una sarta de mentiras no era tan preocupante como el hecho de que contenía pequeños retazos de verdad. ¿Qué «fuente cercana a la familia» había mencionado a John Travolta, con quien Julian realmente había tenido cierto contacto, aunque sin ninguna relación con la cienciología? ¿Y quién estaba dando por sentado (por segunda vez en la misma revista) que Julian y ella estaban pasando por un mal momento de su relación? Brooke estuvo a punto de preguntarlo, pero al ver la cara de desesperación de Julian, se esforzó por mantener un tono despreocupado.
– Mira, no sé qué te parecerá a ti, pero entre la Iglesia de la cienciología, el loquero de fama mundial que no nos ha visto nunca y «la pareja de J y Bro», ya se puede decir que estás totalmente en la cima. Si ésos no son indicadores de fama, no sé qué pueden ser.
Lo dijo con una gran sonrisa, pero Julian parecía descorazonado.
Con el rabillo del ojo, Brooke vio un destello de luz, y por una fracción de segundo pensó que era muy raro ver un rayo durante una nevada. Antes de que pudiera hacer ningún comentario al respecto, la joven camarera volvió a aparecer junto a la mesa.
– Eh… Ah… -murmuró, logrando parecer a la vez avergonzada y entusiasmada-. Siento mucho lo de los fotógrafos ahí fuera…
Su voz se apagó justo a tiempo para que Brooke se volviera y viera a cuatro hombres con cámaras, pegados a las ventanas del café. Julian debió de haberlos visto antes que ella, porque alargó un brazo, la cogió de la mano y dijo:
– Tenemos que irnos.
– El jefe… eh… uh… les ha dicho que no podían entrar, pero no podemos obligarlos a marcharse de la acera -dijo la camarera.
Su expresión parecía decir: «Me faltan dos segundos para pedirte un autógrafo», y Brooke supo que tenían que irse de inmediato.
Sacó dos billetes de veinte de la cartera, se los arrojó a la chica y preguntó:
– ¿Hay una puerta trasera? -Ante el gesto afirmativo de la camarera, cogió a Julian de la mano-. Vámonos -dijo.
Cogieron los abrigos, los guantes y las bufandas, y salieron directamente por la puerta trasera del café. Brooke intentó no pensar en lo desarreglada que estaba, ni en lo mucho que hubiese querido evitar que el mundo entero viera fotos suyas en pantalones de chándal y rodete, porque aún más desesperadamente deseaba proteger a Julian. Por un afortunado milagro, su Jeep estaba aparcado detrás del café, por lo que consiguieron montarse, poner en marcha el motor y dar el giro necesario para salir del aparcamiento, antes de que los vieran los paparazzi.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Julian, con algo más que una nota de pánico en la voz-. No podemos volver a casa, porque nos seguirán. Averiguarán la dirección.
– ¿No crees que probablemente ya lo saben? ¿No es por eso por lo que han venido aquí?
– No lo sé. Estamos en el centro del pueblo de East Hampton. Si buscas a alguien que sabes que está en los Hamptons en pleno invierno, lo más lógico es empezar por aquí. Creo que sólo han tenido suerte.
Julian siguió la Ruta 27, hacia el este, en dirección opuesta a la casa de sus padres. Por lo menos dos coches los estaban siguiendo.
– Podríamos volver directamente a Nueva York…
Julian golpeó el volante con la palma de la mano.
– ¡Todas nuestras cosas están en la casa! Además, es peligroso conducir con este tiempo. Podríamos matarnos.
Se quedaron un momento en silencio y finalmente Julian dijo:
– Marca el número de la policía local, el que no es para urgencias, y pon el manos libres.
Brooke no sabía exactamente cuál era su plan, pero no quería discutir. Marcó el número y, cuando una operadora respondió a la llamada, Julian empezó a hablar.
– Hola, soy Julian Alter y en este momento voy hacia el este por la Ruta 27, saliendo de East Hampton Village. Hay unos cuantos coches con fotógrafos y me están persiguiendo a velocidad peligrosa. Si vuelvo a casa, temo que intenten entrar en la finca. ¿Sería posible que nos esperara un agente en casa, para recordarles que es propiedad privada y que no pueden pasar?
La mujer aseguró que les enviaría a alguien en veinte minutos y, después de decirle la dirección de la casa de sus padres, Julian colgó.
– Has sido muy listo -dijo Brooke-. ¿Cómo se te ha ocurrido?
– No se me ha ocurrido a mí. Es lo que me dijo Leo que hiciera, si en algún momento estábamos fuera de Manhattan y empezaban a seguirnos. Ya veremos si funciona.
Siguieron moviéndose en círculos durante los siguientes veinte minutos, hasta que Julian consultó el reloj y giró por el pequeño camino rural que conducía a los prados donde los Alter tenían su casa, en una parcela de seis mil metros cuadrados. El jardín delantero era grande, bonito y muy cuidado, pero la casa no estaba lo bastante retirada para escapar a un teleobjetivo. Los dos sintieron alivio al ver un coche de policía aparcado en la intersección del camino rural con el sendero de entrada de la casa. Julian se detuvo a su lado y bajó la ventanilla. Los dos coches que los seguían se habían convertido en cuatro, y todos se detuvieron tras ellos. Al instante oyeron el ruido de las cámaras disparando, cuando el policía salió de su vehículo y se dirigió al Jeep.
– Buenos días, agente. Soy Julian Alter y ésta es Brooke, mi mujer. Sólo intentamos volver a casa en paz. ¿Podría ayudarnos?
El policía era joven, quizá de veintisiete o veintiocho años, y no parecía particularmente molesto por haber visto interrumpida su mañana de Año Nuevo. Brooke dirigió al cielo una silenciosa plegaria de agradecimiento y cruzó los dedos para que el agente reconociera a Julian.
El hombre no la defraudó.
– Julian Alter, ¿eh? Mi novia es fan suya. Nos había llegado el rumor de que sus padres vivían por aquí, pero no estábamos seguros. ¿Es ésta la casa?
Julian forzó la vista para ver la placa de identificación del policía.
– Así es, agente O'Malley -dijo-. Me alegro de que a su novia le gusten mis canciones. ¿Qué le parece si le mando un cedé del álbum autografiado?
El ruido de las cámaras continuaba y Brooke se preguntó con qué leyendas se publicarían las fotos. ¿«Julian Alter arrestado tras participar drogado en carrera clandestina.»? O quizá: «Agente expulsa a Alter del pueblo. "No queremos gente de su calaña", declara.» O tal vez el tema favorito de todos: «Alter intenta convertir a la cienciología a un agente de policía.»
La expresión de O'Malley se iluminó con la sugerencia.
– Seguro que le encantará.
Antes de que Julian pudiera decir una palabra más, Brooke abrió la guantera y le pasó una copia de Por lo perdido. Habían dejado allí un cedé sin abrir, para ver si los padres de Julian se decidían a escucharlo antes del verano siguiente, pero Brooke se dio cuenta de que le habían encontrado un uso mucho mejor. Rebuscó en el bolso y encontró un bolígrafo.
– Se llama Kristy -dijo el agente, que en seguida deletreó el nombre dos veces.
Julian arrancó el plástico que envolvía el cedé, retiró las notas de la crítica y escribió: «Para Kristy, con cariño, Julian Alter.»
– ¡Gracias! ¡No se lo va a creer! -dijo O'Malley, guardándose con cuidado el cedé en el bolsillo lateral de la cazadora-. Y ahora, ¿en qué puedo ayudarlo?
– ¿Puede detener a esos tipos? -preguntó Julian, medio en broma.
– Me temo que no, pero lo que sí puedo hacer es decirles que se mantengan apartados y recordarles las normas de la propiedad privada. Ustedes entren, que yo me ocuparé de sus amigos aquí fuera. Si surge algún problema más, llámeme.
– ¡Gracias! -dijeron al unísono Brooke y Julian. Se despidieron de O'Malley, y sin mirar atrás, entraron en el garaje y cerraron la puerta.
– Era simpático -dijo Brooke, mientras entraban en el vestíbulo y se quitaban las botas.
– Voy a llamar a Leo ahora mismo -dijo Julian, mientras se dirigía hacia el estudio de su padre, en la parte trasera de la casa-. ¡Nosotros aquí, sitiados por los fotógrafos, y él tumbado en una playa!
Brooke lo vio marcharse y después fue de habitación en habitación, cerrando las persianas. La tarde ya se había vuelto gris oscura, por lo que distinguía los destellos de los flashes orientados directamente hacia ella, mientras iba de una ventana a otra. Se asomó por detrás de una de las cortinas del cuarto de invitados, en la segunda planta, y casi soltó un chillido cuando vio a un hombre que la apuntaba directamente con un zoom del tamaño de un campo de fútbol. En la casa sólo había una habitación sin cortinas ni persianas (un aseo en la tercera planta), pero Brooke no pensaba correr ningún riesgo. Con cinta adhesiva, pegó una bolsa de basura para residuos industriales a la ventana y bajó otra vez la escalera, para ver a Julian.
– ¿Estás bien? -dijo, empujando la puerta del estudio, al no recibir respuesta cuando golpeó con los nudillos.
Julian levantó la vista de la pantalla del portátil.
– Sí, ¿y tú? Siento mucho todo esto -dijo, aunque Brooke no pudo identificar del todo el tono de su voz-. Lo ha estropeado todo.
– No, no ha estropeado nada -mintió ella.
Tampoco hubo respuesta. Julian seguía mirando fijamente la pantalla.
– ¿Qué te parece si enciendo el fuego y vemos una película? ¿Te apetece?
– Sí, me parece muy bien. Estaré contigo dentro de unos minutos, ¿de acuerdo?
– Perfecto -respondió ella, con forzado buen humor.
Cerró suavemente la puerta al salir y maldijo en silencio a los condenados fotógrafos, a aquel miserable artículo de Last Night y (sólo en parte) a su marido, por ser famoso. Estaba dispuesta a ser fuerte por Julian, pero él tenía razón en una cosa: la maravillosa escapada tranquila que tanto necesitaban había terminado. Nadie se atrevió a entrar con el coche por el sendero de la casa, ni a caminar por el césped, pero el grupo congregado en la calle no hizo más que aumentar. Aquella noche durmieron con el ruido de fondo de hombres que hablaban y reían, y motores que se encendían y se apagaban, y aunque hicieron lo posible para no prestarle atención, ninguno de los dos lo consiguió del todo. Al día siguiente, cuando la nieve ya se había fundido lo suficiente para que pudieran marcharse, se dieron cuenta de que no habían dormido más de una o dos horas. Se sentían como si hubieran corrido dos maratones. Prácticamente no hablaron en todo el camino de regreso a la ciudad. Y durante todo el trayecto los fueron siguiendo.