Nola había pedido que el coche la esperara en un cruce específico detrás del Staples Center, y por algún milagro (o quizá porque la gente no suele marcharse a mitad de la gala), Brooke consiguió salir por la parte de atrás y meterse en el coche sin que la vieran los paparazzi. Encontró su maleta abierta en el asiento trasero, con todas sus cosas pulcramente dobladas, gracias a la amabilidad de una empleada del Beverly Wilshire. El conductor le anunció que saldría un momento del vehículo, para que pudiera cambiarse y ponerse ropa de calle con la necesaria intimidad.
Rápidamente, Brooke llamó a Nola.
– ¿Cómo has hecho todo esto? -preguntó, sin siquiera saludarla-. ¿Sabes que tienes un gran futuro como asistente?
Era más fácil bromear que tratar de explicarle cómo había sido realmente la velada.
– Oye, no creas que vas a salvarte. Quiero que me lo cuentes todo, pero ha habido un cambio de planes.
– ¿Un cambio de planes? ¡Por favor, no me digas que tengo que quedarme esta noche en Los Ángeles!
– No tienes que quedarte, pero tampoco puedes venir. Tengo la casa rodeada de paparazzi. Debe de haber unos ocho, o quizá diez. Ya he desconectado el teléfono fijo. Si así están las cosas en mi casa, no quiero ni imaginar cómo debe de estar la tuya. No creo que te apetezca meterte en el lío que hay aquí.
– Nola, no sabes cuánto lo siento…
– ¡Por favor! Esto es, con diferencia, lo más emocionante que me ha pasado en la vida, así que cállate, por favor. Te he reservado una plaza en el vuelo directo de US Airways a Filadelfia y he llamado a tu madre para decírselo. Sales a las diez de la noche y llegas poco antes de las seis de la mañana. Tu madre irá a buscarte al aeropuerto. ¿Te parece bien?
– Me parece perfecto. No tengo palabras para agradecértelo.
El conductor aún estaba fuera del coche, hablando por el móvil, y Brooke quería empezar a moverse antes de que alguien la descubriera.
– Recuerda ponerte calcetines bonitos, para cuando te quites los zapatos en los controles del aeropuerto, porque te aseguro que habrá alguien haciendo fotos. Sonríe todo lo que puedas y ve a la sala de espera de primera clase. Probablemente no estarán allí.
– Muy bien.
– Ah, y deja todas las prendas prestadas en el asiento trasero del coche. El conductor las llevará al hotel y ellos se encargarán de devolvérselas a la estilista.
– No sé cómo darte las gracias.
– No hace falta, Brooke. Tú harías exactamente lo mismo por mí si mi marido se convirtiera en megaestrella de la noche a la mañana y me persiguieran los paparazzi; aunque claro, para que eso sucediera, tendría que casarme, lo cual es sumamente improbable, y mi hipotético marido tendría que tener un mínimo de talento, lo cual es aún menos probable…
– Estoy demasiado cansada para discutir, pero quiero que sepas que tus probabilidades actuales de felicidad y éxito en una relación de pareja son por lo menos diez mil veces superiores a las mías, así que deja de dar la lata. Te quiero mucho.
– Yo también te quiero. Recuerda: ponte unos calcetines monos y llámame.
Brooke pasó todo el trayecto del Staples Center al aeropuerto de Los Ángeles guardando con cuidado el vestido en la funda que le habían proporcionado, metiendo los zapatos en sus correspondientes bolsas contra el polvo y colocando las joyas y el bolso de mano en sus estuches de terciopelo pulcramente alineados en el asiento, a su lado. Sólo cuando se quitó la piedra gigantesca del dedo anular izquierdo cayó en la cuenta de que la estilista todavía tenía en su poder su sencilla alianza de matrimonio, por lo que tomó nota mentalmente de pedirle a Julian que la recuperara, pero se resistió al impulso de considerar que aquello era una especie de señal.
Durante el vuelo, dos Bloody Marys y una píldora de Zolpidem le garantizaron las cinco horas de inconsciencia que necesitaba, pero tal como le reveló la reacción de su madre en la zona de recogida de equipajes, hicieron muy poco por mejorar su apariencia. Brooke sonrió y saludó a su madre con la mano, al verla al final de la escalera mecánica, y estuvo a punto de derribar al hombre que tenía delante.
La señora Greene la abrazó con fuerza y después se echó atrás, con los brazos extendidos, para mirarla de arriba abajo. Repasó el chándal, las zapatillas y la coleta de Brooke, y declaró:
– Estás horrible.
– Gracias, mamá. Me siento todavía peor.
– Vamos a casa. ¿Has facturado algo?
– No, sólo llevo esto -respondió Brooke, señalando con un gesto la pequeña maleta con ruedecitas-. Cuando tienes que devolver el vestido, los zapatos, el bolso, las joyas y la ropa interior, no queda mucho que guardar.
Su madre empezó a circular entre la gente, hacia el ascensor.
– Me he prometido no hacerte ninguna pregunta hasta que estés lista para hablar al respecto.
– Gracias, no sabes cuánto te lo agradezco.
– Entonces…
– Entonces, ¿qué? -preguntó Brooke.
Salieron del ascensor. El aire frío de Filadelfia golpeó a Brooke en la cara, como si necesitara un recordatorio de que ya no estaba en California.
– Entonces… esperaré. Estaré esperando, por si en algún momento te apetece hablar… de cualquier cosa.
– Muy bien, mamá, muchas gracias.
Su madre levantó las manos al aire, antes de abrir el coche.
– ¡Brooke! Me estás torturando.
– ¿Torturándote? -respondió ella, fingiendo incredulidad-. Lo único que hago es aceptar tu amable ofrecimiento de dejarme un poco de espacio para respirar.
– Sabes perfectamente bien que el ofrecimiento no era sincero.
Brooke metió su escaso equipaje en el maletero y se sentó en el asiento del acompañante.
– ¿No vas a concederme ni siquiera el trayecto en coche, antes de empezar el interrogatorio? Créeme que, en cuanto empiece, no vas a ser capaz de hacerme callar.
Fue un alivio para ella que su madre charlara sin parar durante todo el camino hasta su casa en el centro y le contara todo acerca de la gente que había conocido en su nuevo club de jogging. Incluso mientras aparcaban el coche en el garaje subterráneo del edificio y mientras subían en ascensor hasta el apartamento de dos dormitorios en el quinto piso de la finca, la señora Greene mantuvo su animado soliloquio. Sólo cuando entraron y cerraron la puerta, se volvió hacia Brooke, que se preparó para lo que iba a venir.
Su madre, en un gesto poco frecuente de intimidad, le puso una mano sobre una mejilla.
– Primero, ve a ducharte. Hay toallas limpias en el baño y también encontrarás ese champú nuevo de lavanda que tanto me gusta. Después, conviene que comas algo. Te haré una tortilla francesa (sólo con las claras, ya lo sé) y te prepararé unas tostadas. Y a continuación, dormirás un poco. Tienes los ojos rojos; supongo que no has podido dormir mucho en el avión. La cama está hecha en el segundo dormitorio y ya he puesto el aire acondicionado al máximo.
Retiró la mano y se dirigió a la cocina.
Brooke exhaló el aire que había contenido, llevó rodando la maleta al dormitorio y se desmoronó en la cama. Se quedó dormida antes de poder quitarse los zapatos.
Cuando se despertó con una necesidad tan atroz de orinar que ya no podía seguir conteniendo, el sol se había movido hasta su posición vespertina, detrás del edificio. Según el reloj, eran las cinco menos cuarto. Oyó a su madre en la cocina, vaciando el lavavajillas. En algo así como diez segundos, se le vino encima todo lo sucedido la noche anterior. Cogió el teléfono móvil y sintió a la vez tristeza y satisfacción al ver doce llamadas perdidas y otros tantos mensajes de texto, todos ellos de Julian, enviados a partir de las once de la noche, hora de California, y durante toda la madrugada y la mañana.
Hizo un esfuerzo para levantarse de la cama y fue primero al baño y después a la cocina, donde encontró a su madre delante del lavavajillas, mirando un pequeño televisor instalado debajo de un armario. Oprah estaba abrazando a una invitada que Brooke no supo identificar y su madre meneaba la cabeza.
– Hola -dijo Brooke, preguntándose por enésima vez qué haría su madre si alguna vez dejaban de emitir el programa de Oprah-. ¿Quién es la invitada?
La señora Greene ni siquiera se volvió.
– Mackenzie Phillips -respondió-, ¡otra vez! ¿Te lo puedes creer? Oprah quiere ver cómo le ha ido después del anuncio inicial.
– ¿Y cómo le ha ido?
– Es una heroinómana en rehabilitación que durante diez años tuvo relaciones sexuales con su padre. No soy ninguna psicóloga, pero diría que su pronóstico a largo plazo no debe de ser muy bueno.
– Cierto.
Brooke cogió de la despensa un paquete de Oreos de cien calorías y lo abrió. Se metió un par en la boca.
– ¡Dios, qué buenas están! ¿Cómo es posible que tengan sólo cien calorías?
Su madre resopló.
– Porque sólo te dan unas migajas. Tienes que comer cinco paquetes para quedar remotamente satisfecha. Son un timo.
Brooke sonrió.
Su madre apagó el televisor y se volvió hacia Brooke.
– Ahora sí que te voy a hacer la tortilla y las tostadas. ¿Qué te parece?
– Sí, muy bien. Me estoy muriendo de hambre -dijo, mientras vaciaba directamente en la boca lo que quedaba del contenido del paquete.
– ¿Recuerdas cuando erais pequeños Randy y tú, y yo hacía «desayuno» para cenar, un par de veces al mes? A los dos os encantaba.
Sacó una sartén de un cajón y la roció con aceite vegetal en aerosol hasta que pareció que estuviera mojada.
– Sí, claro que me acuerdo. Pero estoy casi segura de que lo hacías dos o tres veces por semana, y no un par de veces al mes, y estoy completamente segura de que sólo a mí me gustaba. Papá y Randy solían encargar una pizza, cada vez que tú hacías huevos por la noche.
– ¡No, Brooke! ¡Tan a menudo, no! ¡Me pasaba la vida cocinando!
– Sí, sí, claro.
– Todas las semanas hacía un puchero enorme de chili con pavo. Eso sí que os encantaba a todos.
Rompió media docena de huevos en un cuenco y empezó a batirlos. Brooke abrió la boca para oponerse cuando su madre añadió a la mezcla su famosa «salsa especial» (un chorrito de leche de soja con sabor a vainilla, que daba a los huevos un nauseabundo sabor dulzón), pero se contuvo. Ya le pondría un montón de ketchup a la tortilla, y se la comería, como siempre.
– ¡Pero si el chili venía preparado! -exclamó Brooke, mientras abría otro paquete de Oreos-. Lo único que hacías era añadir el pavo y un frasco de salsa de tomate.
– No negarás que estaba delicioso.
Brooke sonrió. Su madre sabía que era una cocinera espantosa y nunca había pretendido lo contrario, pero las dos se divertían con aquel pequeño juego.
La señora Greene usó una pala metálica para retirar la tortilla de huevos vainillados de la sartén antiadherente, y la repartió entre dos platos. Sacó cuatro rebanadas de pan de la tostadora y las repartió también, sin darse cuenta de que no había pulsado el botón para tostarlas. Le pasó uno de los platos a Brooke y le señaló con un gesto la mesita que había junto a la puerta de la cocina.
Llevaron los platos a la mesa y se sentaron en sus lugares habituales. La madre de Brooke regresó rápidamente a la cocina y volvió con dos latas de Coca-Cola Light, dos tenedores, un cuchillo, un frasco de crema de cacahuete baja en calorías con sabor a uva y un aerosol de mantequilla, y lo puso todo sobre la mesa, sin ceremonias.
– Bon appetit! -canturreó.
– ¡Qué rico! -dijo Brooke, mientras movía por el plato la tortilla con sabor a vainilla.
Roció con el aerosol de mantequilla sus rebanadas de pan sin tostar y levantó la lata.
– ¡Chin-chin!
– ¡Chin-chin! Por… -Brooke notó que su madre se contenía, probablemente para no decir algo sobre estar juntas o sobre un nuevo comienzo, o para no hacer alguna otra referencia poco sutil a Julian. En lugar de eso dijo-: ¡Por la alta gastronomía y la buena compañía!
Comieron con rapidez y Brooke se sorprendió agradablemente de que su madre siguiera sin preguntarle nada. Pero aquello, por supuesto, tuvo el efecto deseado de hacerle sentir unas ganas desesperadas de hablar de la situación, lo que su madre seguramente esperaba desde el principio. Brooke se apresuró a enchufar la tetera eléctrica, y cuando ambas estuvieron sentadas en el sofá, con sendas tazas de Lipton en las manos y el plan de ver los tres últimos episodios de «Cinco hermanos» grabados en vídeo, ya se sentía a punto de estallar.
– Probablemente te estarás muriendo por saber lo que pasó anoche -dijo, después de beber un sorbo.
La señora Greene sacó la bolsita de té, dejó que goteara un segundo y la colocó sobre una servilleta, encima de la mesa. Brooke se daba cuenta de que se estaba esforzando para no mirarla a los ojos.
«Las cosas deben de estar muy mal», se dijo.
Su madre estaba muy lejos de ser el tipo de persona que no presiona a sus hijos.
– Esperaré hasta que estés preparada para contármelo -dijo la señora Greene, mientras hacía con la mano un gesto vago, como para decirle que no había ninguna prisa.
– Bueno, supongo que… ¡Dios! Ni siquiera sé por dónde empezar. Todo es tan confuso.
– Empieza por el principio. La última vez que hablé contigo fue en torno al mediodía y estabas a punto de ponerte el vestido. En ese momento, parecía que todo iba sobre ruedas. ¿Qué ha pasado, entonces?
Brooke se recostó en el sillón y apoyó un pie sobre el borde de la mesilla de vidrio.
– Sí, más o menos a esa hora fue cuando todo se fue al infierno. Acababa de ponerme el vestido, las joyas y todo lo demás, cuando llamó Margaret.
– Ah…
– Bueno, hubo un malentendido enorme sobre el que no merece la pena hablar ahora, pero el meollo del asunto es que me despidió.
– ¿Qué me dices?
Su madre dio un respingo. Tenía la misma expresión que solía poner cuando Brooke volvía de la escuela y le contaba que las niñas malas se habían reído de ella en el patio.
– Me despidió. Me dijo que ya no podían contar conmigo, que en el hospital consideraban que mi compromiso no era suficiente.
– ¡¿Qué?!
Brooke sonrió y suspiró.
– Como lo oyes.
– ¡Esa mujer debe de estar mal de la cabeza! -dijo su madre, mientras daba un manotazo sobre la mesa.
– Agradezco tu voto de confianza, mamá, pero reconozco que tiene su parte de razón. No he sido precisamente un modelo de puntualidad y entrega en estos últimos meses.
Su madre permaneció un momento en silencio, como reflexionando sobre lo que iba a decir. Cuando habló, lo hizo en voz baja y tono medido.
– Sabes que siempre me ha gustado Julian, pero no te voy a mentir. Cuando vi esas fotos, sentí deseos de matarlo con mis propias manos.
– ¿Qué has dicho? -murmuró Brooke, sintiendo como si le hubieran tendido una emboscada.
No había olvidado del todo las fotos (las que su marido había comparado con las del escándalo de Sienna y Balthazar), pero había conseguido archivarlas en un rincón apartado de su mente.
– Lo siento, cariñito. Ya sé que no es asunto mío; de hecho, me juré a mí misma no decir nada al respecto. Pero no podemos actuar como si no hubiera pasado nada. Necesitas saber qué pasó en realidad.
El comentario irritó a Brooke.
– Creo que es bastante evidente que Julian y yo tenemos muchas cosas que aclarar. Ya no reconozco al Julian de ahora, y no es únicamente por culpa de unas fotos espantosas que hayan podido hacer unos paparazzi.
Brooke miró a su madre esperando una respuesta, pero la señora Greene guardó silencio.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó Brooke.
– Todavía no las has visto, ¿verdad?
Brooke se quedó callada un momento y finalmente dijo:
– Quería verlas, pero no puedo, tal vez porque todo me parecerá mucho más real cuando las vea…
La señora Greene recogió las piernas bajo el cuerpo y alargó el brazo a través del sofá, para coger la mano de Brooke.
– Te entiendo perfectamente, cariño, de verdad que te entiendo. Debes de sentirte como si estuvieras en la cornisa de un rascacielos. Y créeme que me cuesta mucho decírtelo, pero… creo que necesitas verlas.
Brooke se volvió y miró a su madre.
– ¿Lo dices de veras, mamá? ¿No me aconsejas siempre que no haga caso de toda esa basura? ¿No me has dicho todo el tiempo, cada vez que me he preocupado por algo que había leído, que el noventa y nueve por ciento de las cosas que publican los tabloides son mentiras y tergiversaciones?
– Tengo la revista en mi mesilla de noche.
– ¡¿En tu mesilla de noche?! -chilló Brooke, en un tono de voz que a ella misma le pareció horrendo, porque era una combinación de escándalo y pánico-. ¿Desde cuándo eres suscriptora de Last Night? ¿No decías que sólo leías Newsweek y la revista de Oprah?
– Me suscribí cuando Julian y tú empezasteis a aparecer en casi todos los números -dijo su madre en tono sereno-. Era emocionante y quería ver a qué se referían todos cuando hablaban de algún reportaje.
Brooke rió sin ninguna alegría.
– Bueno, supongo que estarás contenta de haberte suscrito. ¿No te parece una fuente fascinante de información?
– No sabes cuánto me cuesta hacerte esto, pero prefiero que las veas aquí por primera vez. Me quedaré aquí esperándote. Ahora ve.
Brooke miró a su madre y vio su expresión de dolor. Se levantó del sofá e intentó no pensar en la abrumadora sensación de miedo y horror que la embargaba. El tiempo que tardó en llegar del cuarto de estar al dormitorio le pareció una eternidad; pero antes de que pudiera asimilar lo que estaba sucediendo, se encontró sentada al borde de la cama. La portada de la revista estaba ocupada por las caras sonrientes de Justin Timberlake y Jessica Biel, con una línea zigzagueante de ruptura entre ambos, «¡se acabó!», rezaba el titular, en grandes letras rojas.
Aliviada al comprobar que Julian no era aún lo bastante famoso para merecer una portada, Brooke pasó directamente al sumario, con la idea de leer los titulares. No fue necesario. En lo alto de la página, acaparando más espacio del que habría merecido, había una foto de Julian en una mesa de la terraza del Chateau Marmont. La chica que estaba sentada a su lado estaba parcialmente tapada por una planta enorme, pero se distinguía su perfil, mientras se inclinaba hacia Julian con la cabeza ladeada y la boca entreabierta, como si estuvieran a punto de besarse. Él tenía una cerveza en una mano y le sonreía a la chica con sus famosos hoyuelos. Brooke sintió una oleada de náuseas, pero en seguida se sintió más enferma aún, porque recordó que ese tipo de revistas no desperdician las fotos más jugosas poniéndolas en la página del sumario. Todavía no había visto lo peor.
Hizo una inspiración profunda y pasó a la página dieciocho. Quien haya dicho que se necesita cierto tiempo para procesar las realidades más espantosas no debe de haber visto nunca una doble página con fotos a todo color de su marido seduciendo a otra mujer. Brooke lo asimiló todo en un instante. Sin el menor esfuerzo, vio otra versión de la primera foto, sólo que en ésta Julian parecía escuchar arrobado, mientras la chica le susurraba algo al oído. Llevaba la hora impresa: las 23.38. La siguiente, con un sello rojo vivo que indicaba que había sido tomada a las 00.22, lo mostraba riendo a carcajadas. Ella también se estaba riendo, pero tenía la mano firmemente plantada sobre el pecho de Julian. ¿Sería un gesto juguetón para apartarlo o una excusa para tocarlo? La tercera y última foto de la izquierda de la doble página era la peor. Mostraba a la chica totalmente apoyada contra Julian, bebiendo una copa de algo que podía ser champán rosado. Julian aún tenía un botellín de cerveza en una mano, pero la otra había desaparecido bajo la falda del vestido de la chica. Por el ángulo del brazo, se veía que no estaba haciendo nada más pornográfico que tocarle el muslo, pero era evidente que tenía la mano y la muñeca bajo el vestido. Julian le estaba haciendo un guiño a la chica, con la sonrisa traviesa que tanto le gustaba a Brooke, y ella lo estaba mirando con sus grandes ojos castaños y con cara de adoración. Era la 01.03.
Y después: el hachazo, la joya del reportaje de Last Night. En el lado derecho, había una foto a toda página, que muy bien podría haber sido del tamaño de una valla publicitaria. El sello de la hora marcaba las 06:18 y se veía a la chica, con el mismo vestido azul sin gracia de unas horas antes, saliendo de un bungalow junto a la piscina. Tenía el pelo hecho un desastre y cumplía con todos los tópicos de la «mañana siguiente». Llevaba el bolso apretado contra el pecho, como protegiéndose de la sorpresa de los flashes, y tenía los ojos muy abiertos de asombro. Pero había algo más en su mirada. ¿Orgullo? ¿Satisfacción por la hazaña? Fuera lo que fuese, era evidente que no era vergüenza.
Brooke no podía dejar de examinar cada foto con la atención de un científico que estudiara un espécimen, en busca de pistas, signos y patrones. Tardó varios minutos agónicos en comprender qué era lo que más le molestaba, pero después de estudiar atentamente la última foto, lo descubrió. La chica no era una actriz famosa, ni una supermodelo, ni una estrella de la música pop, o al menos Brooke no la conocía. Parecía una persona normal. Tenía el pelo liso, castaño rojizo, y lo llevaba quizá demasiado largo. El vestido azul era común y corriente, y tampoco llamaba la atención por la figura. Era como cualquier chica, y a Brooke casi se le cortó el aliento cuando se dio cuenta de que incluso era bastante parecida a ella. Se le parecía en todo, desde los dos o tres kilitos de más, hasta el maquillaje de ojos aplicado con mano inexperta, pasando por las sandalias, que por tener los tacones demasiado gruesos y las tiras un poco gastadas, no eran las más adecuadas para salir por la noche. La chica con la que Julian había tenido una aventura en el Chateau habría podido ser su hermana gemela. Y lo peor de todo era que Brooke estaba convencida de que cualquiera la habría considerado a ella la más atractiva de las dos.
Todo era muy raro. Si su marido iba a engañarla con una desconocida que había encontrado en un hotel de Hollywood, ¿no podía al menos tener la decencia de elegir a una mujer despampanante? ¿O al menos a una con pinta de zorra vistosa? ¿Dónde estaban los pechos inflados con silicona y los pantalones superceñidos? «¿Cómo habrá hecho la pobre para entrar en el Chateau?», se preguntó Brooke. Quizá un músico famoso no siempre podía aspirar al nivel de una modelo como Giselle, pero ¿no podía al menos encontrar una chica que fuera un poco más guapa que su propia esposa? Brooke arrojó a un lado la revista, disgustada. Era más fácil concentrarse en lo absurdo de que su marido la engañara con una mujer menos atractiva que ella, que reconocer el hecho de que la había engañado.
– ¿Estás bien?
La voz de su madre la sorprendió. La señora Greene estaba apoyada en la puerta, con la misma expresión apenada de antes.
– Tenías razón -dijo Brooke-. No me habría gustado verlas mañana, en el tren de vuelta a casa.
– Lo siento mucho, cariño. Ya sé que ahora debe de parecerte imposible, pero creo que tienes que escuchar a Julian.
Brooke resopló.
– ¿Para que me diga, por ejemplo: «Cariño, técnicamente habría podido volver a casa y pasar la noche contigo, pero en lugar de eso me quedé en Los Ángeles y me acosté con una chica que parece tu hermana gemela, sólo que un poco más fea. Ah, y además dejé que me hicieran unas fotos»?
Brooke notaba la cólera y el sarcasmo en su propia voz, y se sorprendió de no tener ganas de llorar.
La señora Greene suspiró y se sentó a su lado en la cama.
– No lo sé, cielito. Seguramente tendrá que decirte algo bastante mejor que eso. Pero hay una cosa que debe quedar muy clara: esa zorrita no es ninguna gemela tuya. Es sólo una muchachita patética que se arrojó a los brazos de tu marido. Tú la superas en todos los aspectos imaginables.
De pronto, la melodía de Por lo perdido, el single de Julian, sonó en la otra habitación. La madre de Brooke miró a su hija con expresión inquisitiva.
– Es el tono de mi móvil -le explicó Brooke mientras se levantaba-. Lo descargué hace unas semanas. Ahora puedo pasarme la noche tratando de quitarlo.
Localizó su teléfono en el cuarto de invitados y vio que era Julian. Habría querido no contestar, pero no pudo.
– Hola -dijo, sentándose en la cama.
– ¡Brooke! ¡Dios mío, estaba muerto de miedo! ¿Por qué no contestabas a mis llamadas? Ni siquiera sabía si habías llegado a casa o no.
– No estoy en casa. Estoy en casa de mi madre.
Brooke creyó oír una maldición entre dientes, pero en seguida Julian dijo:
– ¿En casa de tu madre? ¿No habías dicho que te ibas a casa?
– Sí, eso pensaba hacer, hasta que Nola me informó de que nuestro apartamento estaba asediado por los periodistas.
– ¿Brooke? -Se oyó al fondo un claxon-. ¡Mierda! ¡Casi nos dan por atrás! ¿Qué coño le pasa al tipo de ese coche?
Y después, dirigiéndose a ella:
– ¿Brooke? Lo siento, he estado a punto de tener un accidente.
Ella no dijo nada.
– Brooke…
– ¿Sí?
Hubo una pausa, antes de que él dijera:
– Por favor, déjame explicártelo.
Hubo otro momento de silencio. Ella sabía que Julian estaba esperando a que ella dijera algo sobre las fotos, pero no pensaba complacerlo. Por otro lado, aquello también le resultaba preocupante, a su manera. Era triste jugar a esos jueguecillos adolescentes de no mostrar los sentimientos con su propio marido.
– Brooke, yo… -Se interrumpió y tosió-. Ni siquiera puedo imaginar lo difícil que debe de haber sido para ti ver esas fotos, lo terriblemente… horrible que debe de haber sido…
Brooke sujetaba el teléfono con tanta fuerza que por un momento pensó que iba a romperlo, pero no fue capaz de decir nada. De repente se le cerró la garganta y empezaron a fluirle las lágrimas.
– Y cuando todos esos buitres de la prensa hicieron todas esas preguntas, anoche, en la alfombra roja… -Julian volvió a toser y Brooke se preguntó si le costaría hablar o si simplemente estaría acatarrado-. Para mí fue espantoso e imagino que para ti debió de ser un infierno, y…
Se interrumpió, claramente a la espera de que ella dijera algo, para rescatarlo de sí mismo, pero Brooke no podía articular ni una sola palabra a través de sus silenciosas lágrimas.
Estuvieron así un minuto entero, o quizá dos, y finalmente él dijo:
– Nena, ¿estás llorando? Lo siento mucho, Rook, no sabes cuánto lo siento.
– He visto las fotos -susurró ella y después guardó silencio.
Sabía que tenía que preguntar, pero una parte de ella seguía pensando que era mejor no saber nada.
– Brooke, cariño, parecen mucho peores de lo que pasó en realidad.
– ¿Pasaste la noche con esa mujer? -preguntó ella.
Sentía como si tuviera la boca llena de lana.
– No fue así.
Hubo otra pausa. El silencio en el teléfono casi podía cortarse. Brooke esperó y rezó para que él dijera que todo había sido una gran equivocación, una trampa que le habían tendido, una manipulación de la prensa. Pero en lugar de eso, no dijo nada.
– Bueno, muy bien entonces -se oyó decir finalmente-. Eso lo explica todo.
Sus últimas palabras quedaron sofocadas por las lágrimas.
– ¡No, Brooke! Te juro que no me acosté con esa mujer. Te lo juro.
– Salió de tu habitación a las seis de la mañana.
– Te estoy diciendo que no me acosté con ella.
Parecía destrozado y el tono de su voz era suplicante.
Finalmente, ella comprendió.
– Entonces, no te acostaste con ella, pero pasó alguna otra cosa, ¿verdad?
– Brooke…
– Julian, necesito saber qué pasó.
Habría querido vomitar por el horror de estar manteniendo aquella conversación con su marido y por la bajeza de estar averiguando hasta dónde había llegado.
– Hubo eso de quitarse la ropa, pero después nos quedamos dormidos. No pasó nada, Brooke, te lo juro.
«¿Eso de quitarse la ropa?» ¡Qué forma tan rara de decirlo! ¡Qué manera tan fría y distante de decirlo! Sintió que la bilis le subía por la garganta al imaginar a Julian tendido desnudo en la cama con otra.
– ¿Brooke? ¿Sigues ahí?
Sabía que él estaba hablando, pero no oía lo que le estaba diciendo. Se apartó el teléfono de la oreja y miró la pantalla. Lo que vio fue una foto de Julian, con la cara apretada contra la de Walter.
Estuvo unos diez segundos más sentada en la cama, o quizá veinte, mirando la foto de Julian y escuchando la marea lejana de su voz en el teléfono. Hizo una inspiración profunda, se llevó el panel del micrófono a los labios y dijo.
– Julian, voy a colgar. No me llames más, por favor. Quiero estar tranquila.
Antes de arrepentirse, apagó el teléfono, le quitó la batería y guardó ambas cosas por separado en el cajón de la mesilla. No habría más conversaciones aquella noche.