– Kaylie, cariño, no sé de qué otro modo decírtelo: no necesitas adelgazar. Mira las estadísticas, mira este gráfico. Eres absolutamente perfecta tal como eres.
– Aquí nadie es como yo -dijo Kaylie, bajando la vista, mientras hacía girar un mechón de lacio pelo castaño entre los dedos, con expresión ausente. Metódicamente lo enrollaba y lo soltaba, lo enrollaba y lo soltaba. Tenía la angustia pintada en el rostro.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Brooke, aunque sabía perfectamente lo que quería decir la niña.
– Pues que… nunca me había sentido gorda antes de venir aquí. En la escuela pública era normal, ¡y hasta un poco flaca! Pero entonces se acabó el curso y me matricularon en este otro sitio, que se supone que es fantástico y elegante, y de pronto resulta que soy obesa.
La voz de la niña se quebró en la última palabra y Brooke tuvo que reprimirse para no darle un abrazo.
– ¡No, cariño, no es cierto! Ven aquí, mira este gráfico. Cincuenta y siete kilos, para un metro y cincuenta y cuatro centímetros de altura está dentro del margen de lo sano.
Le enseñó el gráfico plastificado, donde se veía la amplia horquilla de los pesos saludables, pero Kaylie apenas le echó un vistazo.
Brooke sabía que el gráfico era un pobre consuelo, al lado de las chicas asombrosamente delgadas que iban al noveno curso con Kaylie. La niña era una estudiante becada del Bronx, hija de un técnico de sistemas de aire acondicionado, que la había criado solo tras la muerte de la madre en un accidente de tráfico. Era evidente que el hombre lo estaba haciendo bien, a la vista de las excelentes calificaciones de la niña en la escuela primaria, de su éxito en el equipo de hockey sobre hierba y, según lo que le contaban a Brooke los otros profesores, de su talento para tocar el violín, muy superior al de otras niñas de su edad. Sin embargo, ahí estaba su preciosa e inteligente pequeña, sumida en la angustia porque no era como las demás.
Kaylie se tironeó el dobladillo de la falda escocesa, que cubría unos muslos fuertes y musculosos, pero en ningún caso gordos, y dijo:
– Supongo que tengo malos genes. Mi madre también tenía sobrepeso.
– ¿La echas de menos? -preguntó Brooke, y Kaylie sólo pudo hacer un gesto afirmativo, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Siempre me decía que yo era perfecta tal como era, pero me pregunto qué diría si viera a las chicas de este colegio. Ellas sí que son perfectas. Su pelo es perfecto, su maquillaje es perfecto y sus cuerpos son perfectos, y aunque todas usamos exactamente el mismo uniforme, también es perfecta la manera que ellas tienen de llevarlo.
Era esa parte del trabajo, esa combinación de nutricionista y confidente, lo que Brooke menos se había esperado del empleo y lo que cada día le gustaba más. En la universidad había aprendido que cualquiera que tuviera contacto regular con adolescentes y simplemente estuviera dispuesto a escuchar podía desempeñar un papel importante para los jóvenes, pero Brooke no había comprendido verdaderamente lo que eso significaba hasta que había empezado a trabajar en Huntley.
Dedicó unos minutos más a explicarle a Kaylie que aunque no se lo pareciera, estaba dentro de los límites de un peso saludable. No era fácil demostrárselo, sobre todo porque el cuerpo atlético y musculoso de la niña era más achaparrado que el de la mayoría de sus compañeras, pero lo intentó. «¡Si pudiera hacer que pasaran en un abrir y cerrar de ojos los cuatro años de la secundaria y mandarla directamente a la universidad! -pensó Brooke-. Entonces se daría cuenta de que ninguna de estas tonterías de noveno curso tiene importancia a la larga.»
Pero sabía por experiencia que eso era imposible. Ella también se había sentido incómoda durante toda la secundaria y los años en Cornell, por estar en el límite superior de la normalidad. Después, durante el curso de posgrado, se había impuesto una dieta rigurosa, con la que había adelgazado nueve kilos, pero no había podido mantenerse y en seguida había recuperado casi siete. Al cabo de los años, pese a la comida sana y a un programa regular de ejercicio, seguía instalada en el extremo máximo de lo que podía considerarse un peso saludable para su altura, y lo mismo que Kaylie, tenía una aguda conciencia de su peso. Se sintió hipócrita al insistir a la niña en que no se preocupara, cuando ella misma pensaba en aquello todos los días.
– Es verdad que eres perfecta, Kaylie. Ya sé que no siempre lo parece, sobre todo cuando estás rodeada de chicas favorecidas en muchos sentidos, pero tienes que creerme cuando te digo que eres absolutamente preciosa. Harás amigas aquí y encontrarás chicas con las que conectarás y te sentirás a gusto. Y un buen día, antes de que te des cuenta, dejarás atrás las pruebas de admisión, el baile de graduación y el noviecillo tonto del colegio de al lado e ingresarás en una universidad fantástica donde todos serán perfectos, pero cada uno a su manera, a la manera que cada uno elija. Y te encantará. Te lo prometo.
En ese momento, sonó el teléfono de Brooke, con el tono especial de música de piano que correspondía únicamente al número de Julian. Nunca la llamaba cuando estaba trabajando, porque sabía que no iba a poder atenderlo, e incluso reducía los mensajes al mínimo imprescindible. Brooke se temió una mala noticia.
– Discúlpame un minuto, Kaylie. -Hizo girar la silla y la alejó tanto como pudo para tener algo de intimidad en el pequeño despacho-. Hola. ¿Hay algún problema? Estoy con una paciente.
– Brooke, no vas a creértelo, pero…
Se interrumpió e hizo una profunda inspiración, como para dar dramatismo a la noticia.
– Julian, de verdad, si no es urgente, te llamo luego y me lo cuentas.
– Leo acaba de llamarme. Uno de los principales ojeadores de Jay Leno estuvo en la presentación, ¡y quiere que actúe en el programa!
– ¡No!
– ¡De verdad! El trato está completamente cerrado: la semana que viene, el jueves por la noche, aunque la grabación es a las cinco de la tarde. Seré el número musical del programa, probablemente después de las entrevistas. ¿Te lo puedes creer?
– ¡Dios mío!
– Di alguna otra cosa, anda.
Brooke olvidó por un momento dónde estaba.
– No me lo creo. Bueno, sí, claro que me lo creo, ¡pero es tan increíble! -Oyó las carcajadas de Julian y pensó cuánto tiempo hacía que no lo oía reír-. ¿A qué hora vuelves a casa? Tenemos que celebrarlo. Se me ocurre una cosa…
– ¿Tiene algo que ver con aquella cosilla de encaje que me gusta tanto?
Brooke le sonrió al teléfono.
– Estaba pensando más bien en la botella de Dom Pérignon que nos regalaron y que nunca encontramos la ocasión de abrir.
– Encajes. Esta noche merece champán y encajes. ¿En casa a las ocho? Yo prepararé la cena.
– No hace falta que te ocupes de la cena. Ya compraré algo yo. ¡O podemos salir a cenar! ¿Qué te parece si salimos y lo celebramos por todo lo alto?
– Deja que yo me ocupe de todo -dijo Julian-. ¿Me dejarás? Tengo una idea.
Brooke sintió que el corazón se le salía del pecho. Quizá a partir de ese momento Julian podría pasar menos tiempo en el estudio y más en casa. Volvió a experimentar la familiar sensación de entusiasmo y alborozado nerviosismo de los primeros tiempos de su matrimonio, antes de que todo se volviera rutinario.
– ¡Claro que sí! Nos vemos a las ocho. Y otra cosa, Julian: ¡me muero de ganas de verte!
Cuando colgó, pasaron por lo menos cinco minutos antes de que recordara dónde estaba.
– ¡Vaya! Parece que eso iba en serio -dijo Kaylie con una sonrisa-. Tenemos cita importante esta noche, ¿eh?
A Brooke nunca dejaba de sorprenderla lo muy niñas que seguían siendo las chicas del colegio, pese a su confiada manera de contestar a los mayores y a su inquietante familiaridad con todo, desde las dietas radicales hasta las mejores técnicas para practicar una felación. (Brooke había encontrado una completa lista de consejos en una libreta olvidada por una de las niñas en su despacho. Era tan detallada, que había considerado la posibilidad de tomar unas cuantas notas, antes de darse cuenta de que aceptar consejos en materia de sexo de una niña de secundaria era espantoso en demasiados sentidos.)
– Una cita importante, ¡con mi marido! -le aclaró Brooke, intentando salvar al menos un poco de profesionalidad-. Siento mucho la interrupción. Ahora, volviendo a lo que…
– Parecía muy emocionante -insistió Kaylie, que por un momento dejó de juguetear con el pelo para mordisquearse la uña del dedo índice derecho-. ¿Qué ha pasado?
Brooke se alegró tanto de verla sonreír que se lo contó:
– Sí, en realidad es bastante emocionante. Mi marido es músico y acaban de llamarlo del programa de Jay Leno, para que actúe una de estas noches.
Brooke sintió que la voz se le inflamaba de orgullo, y aunque sabía que era poco profesional e incluso un poco tonto contar la noticia a una paciente adolescente, estaba demasiado contenta para que eso le importara.
De pronto, Kaylie fijó en ella toda su atención.
– ¿Va a actuar en el programa de Jay Leno?
Brooke asintió y se puso a acomodar unos papeles en la mesa, en un infructuoso intento de disimular su orgullo.
– ¡Qué de puta madre! ¡Es lo más superguay que he oído en mi vida! -exclamó la niña, agitando la coleta como para subrayar sus palabras.
– ¡Kylie!
– ¡Lo siento, pero es verdad! ¿Cómo se llama y cuándo saldrá por la tele?
– El martes por la noche. Se llama Julian Alter.
– ¡Qué de pu…! ¡Qué guay! Enhorabuena, señora Alter. Su marido debe de ser muy bueno, para que Leno lo llame. Irá con él a Los Ángeles, ¿no?
– ¿Qué? -se sorprendió Brooke.
No había tenido ni un segundo para pensar en los aspectos logísticos, pero Julian tampoco los había mencionado.
– ¿No se graba en Los Ángeles el programa de Jay Leno? Tendrá que ir con él, ¿no?
– Claro que iré con él -replicó Brooke automáticamente, aunque de pronto sintió angustia en la boca del estómago y tuvo la sensación de que si Julian había omitido invitarla, no había sido porque se le olvidara hacerlo en medio del entusiasmo.
Aún le faltaban otros diez minutos con Kaylie y después una hora entera con una chica del equipo de gimnasia de Huntley, víctima de una crisis de autoestima, por la obligación que le imponía la entrenadora de pesarse a la vista de todas; pero sabía que no iba a poder concentrarse ni un segundo más. Convencida de que ya había actuado de forma inadecuada al revelar demasiado de sí misma y hablar de su vida personal durante una sesión de trabajo, se volvió hacia Kaylie.
– Lo siento mucho, cariño, pero esta tarde voy a tener que abreviar la sesión. Volveré el viernes y le enviaré una nota a tu profesor de la sexta hora, para decirle que no hemos podido terminar hoy y que nos permita programar otra sesión completa para ese día. ¿Te parece bien?
Kaylie asintió.
– ¡Claro que sí! ¡Es una gran noticia para usted! Dele mi enhorabuena a su marido, ¿vale?
Brooke le sonrió.
– Gracias, se la daré. Y una cosa más, Kaylie. Seguiremos hablando. No puedo apoyar tu intención de adelgazar, pero me encantará aconsejarte sobre la manera de comer más sano. ¿Te parece bien?
Kaylie asintió y Brooke creyó incluso percibir una leve sonrisa en la cara de la niña cuando salió de su despacho. Aunque su paciente no parecía molesta porque le hubiera acortado la sesión, Brooke se sentía muy culpable. No era fácil conseguir que las chicas se abrieran y realmente tenía la impresión de empezar a conseguir algo positivo con Kaylie. Tras prometerse que el jueves compensaría a todo el mundo, envió un rápido correo electrónico a Rhonda, la directora del colegio, alegando una repentina indisposición, guardó todas sus cosas en una bolsa de lona y se montó directamente en el asiento trasero de un taxi que encontró desocupado. ¡Si el programa de Jay Leno no era razón suficiente para hacer un dispendio, nada lo sería!
Aunque era hora punta, el cruce del parque por la calle Ochenta y Seis no estaba imposible y el tráfico por la autovía del West Side se movía a unos vertiginosos treinta kilómetros por hora (una fluidez soñada para aquella hora del día), por lo que Brooke tuvo la alegría de llegar a su casa antes de las seis y media. Se agachó, dejó que Walter le lamiera la cara durante unos minutos y después, suavemente, reemplazó su mejilla por un nervio de toro retorcido y oloroso, su golosina preferida. Tras servirse una copa de pinot gris de una botella abierta que tenía en el frigorífico y de beber un trago largo y profundo, empezó a juguetear con la idea de contar la noticia de Julian en su muro de Facebook, pero rápidamente la desechó; no quería hacer ningún anuncio sin que él le diera antes su aprobación.
La primera actualización en su página de inicio era -para su desagrado- de Leo, que al parecer acababa de vincular su cuenta de Twitter con la de Facebook, y aunque habitualmente no tenía nada interesante que contar, estaba aprovechando la función de actualización en tiempo real.
Leo Moretti
Un supermotivado Julian Alter destrozará el escenario de Leno el martes próximo. ¡Los Ángeles, allá vamos!
Con sólo ver el nombre de su marido en la actualización, Brooke sintió mareos, lo mismo que al leer lo que decía: que, efectivamente, Julian estaba planeando un viaje a Los Ángeles, que Leo iba a viajar con él y que Brooke era la única que aún no había recibido una invitación.
Se dio una ducha, se depiló, se cepilló los dientes, se los limpió con seda dental y se secó con una toalla. ¿Sería extravagante suponer que ella también acompañaría a Julian para la grabación del programa? No sabía si Julian la quería a su lado, para apoyarlo, o si consideraba que aquél era un viaje de negocios y que debía viajar con su representante y no con su mujer.
Mientras se aplicaba en las piernas recién depiladas una crema hidratante sin perfume aprobada por Julian (su marido no podía soportar el olor de los productos perfumados), Brooke vio que Walter la estaba observando.
– ¿Se ha equivocado papi al contratar a Leo? -le preguntó con voz aguda.
Walter levantó la cabeza del esponjoso felpudo del baño que siempre le dejaba el pelo oliendo a moho, movió la cola y ladró.
– ¿Eso es un no?
Volvió a ladrar.
– ¿O un sí?
Otro ladrido.
– Gracias por expresar tu opinión, Walter. La tendré muy en cuenta.
El perro la recompensó con un lametazo en el tobillo y volvió a echarse en el felpudo.
Un rápido vistazo al reloj de pared reveló que eran las ocho menos diez, por lo que después de tomarse un minuto para prepararse mentalmente, sacó una arrugada prenda negra del fondo del cajón donde guardaba la lencería. Se la había puesto por última vez hacía un año, cuando había acusado a Julian de haber perdido interés por el sexo y él había ido directo a ese cajón, la había sacado y había dicho algo así como: «Es un crimen tener guardado algo así y no ponérselo.» De inmediato se había aliviado la tensión. Brooke recordaba que se había puesto el body de encaje y había empezado a bailar por todo el dormitorio con exagerados movimientos de stripper, mientras Julian gritaba y aullaba a su alrededor.
En algún momento, aquel body negro había pasado a simbolizar su vida sexual. Se lo había comprado durante su primer o segundo año de matrimonio, después de una conversación en la que Julian le había confesado, como si fuera un secreto vergonzoso y escandaloso, que le gustaban las mujeres con lencería negra y ceñida… y que quizá no le hacían tanta gracia los pantaloncitos masculinos de colores y las camisetas de rayas que Brooke se ponía todas las noches para meterse en la cama y que a ella quizá le parecieran sensuales por su estilo adolescente. Aunque en esa época no podía permitírselo, Brooke se había puesto de inmediato en campaña para comprar ropa interior y había adquirido un camisón negro de punto con tirantes finos, de Bloomingdale's; otro con volantes de estilo babydoll, de Victoria's Secret, y otro de algodón, con un cartel sobre el pecho que ponía «dormilona jugosa». Los tres, uno tras otro, habían recibido una tibia acogida por parte de Julian, que se había limitado a comentar algo así como «muy bonito», antes de volver a enfrascarse en la lectura de su revista. Cuando ni siquiera el babydoll despertó en él un mínimo de interés, Brooke llamó a Nola a primera hora de la mañana.
– Procura tener libre el sábado por la tarde -le había dicho su amiga-, porque nos vamos de compras.
– Ya fui de compras y gasté una fortuna -gimió Brooke, mientras pasaba de uno en uno los tickets de caja, como si fueran los naipes de una baraja tóxica.
– Vamos a ver. ¿Tu marido te pide que te pongas lencería negra sexy y tú vuelves a casa con un camisón que pone delante «dormilona jugosa»? ¿Estás de broma?
– ¿Por qué? No pidió nada concreto. Sólo dijo que prefería el negro a los colores alegres. Todo lo que he comprado es negro, corto y ceñido. Y «jugosa» está escrito con brillantitos. ¿Qué tiene de malo?
– No tiene nada de malo… si acabas de llegar a la universidad y quieres estar monísima cuando vayas a pasar la noche por primera vez en el dormitorio de la fraternidad. Te guste o no, ahora sois mayores, y lo que Julian está intentando decirte es que quiere verte vestida de mujer y no de niña. ¡Quiere verte guapa, sexy y muy mujer!
Brooke suspiró.
– De acuerdo, de acuerdo. Me pongo en tus manos. ¿A qué hora, el sábado?
– A las doce del mediodía, en la esquina de Spring & Mercer. Iremos a Kiki de Montparnasse, La Perla y Agent Provocateur. En menos de una hora, tendrás exactamente lo que necesitas. Nos vemos entonces.
Aunque Brooke había pasado la semana entera esperando ansiosa el día de las compras, la expedición resultó un completo fracaso. Desde la gloria de su sueldo y sus comisiones en la banca de negocios, Nola no le había avisado que cuanto menos material contenía una prenda de lencería, mayor era su precio. Brooke quedó atónita al descubrir que el traje de sirvienta francesa que enloquecía a Nola en Kiki costaba nada menos que seiscientos cincuenta dólares, y un simple camisón negro no muy distinto del que ella misma había comprado en Bloomingdale's, trescientos setenta y cinco. ¿Qué iba a hacer ella (¡una estudiante de posgrado!), si unas braguitas negras de encaje costaban ciento quince dólares (y veinte dólares más si las quería con una abertura en la entrepierna)? Después de ver dos o tres tiendas, le dijo a Nola con firmeza que le agradecía su ayuda, pero que no pensaba comprar nada aquella tarde. Sólo la semana siguiente, mientras estaba en la sala más reservada de Ricky's, la tienda de artículos de fiesta y de belleza, comprando tonterías para la despedida de soltera de otra amiga, encontró casualmente la solución.
Allí, en unos expositores que iban del suelo al techo, entre vibradores y platos de papel con dibujos de penes, había una pared entera de «trajes de fantasía», cada uno en su envoltorio individual. Venían en paquetes planos, parecidos a sobres, que le recordaron la presentación habitual de las medias; pero las imágenes del anverso eran de mujeres muy guapas, vestidas para encarnar todo tipo de fantasías sexuales: sirvienta francesa, escolar, oficial de bomberos, reclusa, cheerleader y vaquera, así como una gran variedad de trajes sin un tema específico, todos ellos cortos, ceñidos y negros. Lo mejor de todo era que el más caro no pasaba de cuarenta dólares y la mayoría costaba menos de veinticinco. Había empezado a estudiar las figuras, intentando adivinar cuál le gustaría más a Julian, cuando un dependiente con el pelo teñido de azul y delineador en los ojos echó a un lado la cortina de cuentas y fue directo hacia ella.
– ¿Puedo ayudarte en algo? -preguntó.
Brooke desvió rápidamente la mirada hacia un montón de cañitas para refresco con forma de pene y negó con la cabeza.
– Si quieres, puedo asesorarte -insistió el dependiente con un leve seseo-. Sobre los trajes, los juguetes, lo que quieras… ¿Quieres saber cuáles se venden más?
– No, gracias. Sólo estoy comprando un par de cosas graciosas para una despedida de soltera -se apresuró a decir, enfadada consigo misma por sonrojarse.
– Ajá. Bueno, si quieres algo, no tienes más que decirlo.
El dependiente regresó a la zona principal de la tienda, mientras Brooke pasaba de inmediato a la acción. Como sabía que perdería los nervios si volvía el dependiente (o si cualquier otra persona entraba en la zona de los juguetes sexuales), cogió el primer traje sin un tema específico que encontró y lo metió en la cesta. Corrió prácticamente hasta la caja y, por el camino, metió en la cesta un frasco de champú, un paquete de Kleenex y varios recambios para la maquinilla de afeitar, con el único propósito de distraer a la cajera. Sólo cuando estuvo en el metro de vuelta a casa, sentada al fondo del vagón y milagrosamente aislada del resto de los pasajeros, se atrevió a echar un vistazo dentro de la bolsa.
La ilustración del envoltorio presentaba a una pelirroja no muy diferente de Brooke (salvo las piernas de un kilómetro de largo), con un body de encaje de cuerpo completo, de cuello alto y manga larga. La mujer de la foto arqueaba provocativamente las caderas y miraba con descaro a la cámara; pero a pesar de la pose, lograba parecer «sexy» y «segura de sí misma», además de «fresca» y «un poco puta».
– Creo que puedo interpretar ese papel -se dijo Brooke para sus adentros, y esa misma noche, cuando salió del baño vestida con el body y unos taconazos, Julian casi se cae de la cama.
Desde entonces, había vuelto a ponerse el famoso body para varios cumpleaños de Julian, para sus aniversarios y a veces en vacaciones, cuando hacía calor; pero últimamente, como todos los recuerdos de su vida sexual antes de aquellos tiempos de actividad extenuante, lo había relegado al fondo del cajón. Mientras se subía la vaporosa prenda por las piernas y acomodaba dentro primero las caderas y después los brazos, supo que era lo adecuado para expresar el mensaje que quería transmitir: «Estoy muy orgullosa de ti por lo que has conseguido. Ahora ven aquí, para que te lo demuestre.» Le daba igual que al ser de talla única se le clavara un poco en los muslos y que le hiciera un efecto extraño en los brazos; aun así, se sentía sexy. Acababa de soltarse el pelo y de tumbarse sobre el cubrecama, cuando sonó el teléfono fijo. Convencida de que debía de ser Julian para decir que ya iba para casa, Brooke contestó al primer timbrazo.
– ¿Rook? ¿Cielo? ¿Me oyes? -sonó la voz de su madre por el auricular.
Brooke hizo una profunda inspiración; ¿cómo se las apañaría para llamar siempre en los momentos más inoportunos?
– Te oigo, sí. Hola, mamá.
– ¡Bien! Esperaba encontrarte. Oye, necesito que mires tu calendario y me digas si estarás libre para una fecha. Ya sé que no te gusta hacer planes con mucha antelación, pero estoy tratando de preparar algunas cosas para…
– ¡Mamá! Siento interrumpirte, pero no es buen momento. Estoy esperando a Julian y voy con retraso -mintió.
– ¿Vais a celebrarlo? ¡Qué noticia tan fabulosa! ¡Debéis de estar encantados!
Brooke abrió la boca para decir algo, pero luego recordó que todavía no le había contado a su madre la buena noticia de Julian.
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó.
– Por Randy, cielo. Vio una actualización en la página de fans de Julian (¿es así como se llama?). Preferiría decir que mi hija me llamó para contármelo por iniciativa propia, pero por suerte Randy se acordó de su madre.
– ¡Ah, sí, Facebook! Casi se me olvida. Y sí, mamá, estamos muy contentos.
– Dime, ¿cómo vais a celebrarlo esta noche? ¿Quizá vais a salir a cenar?
Brooke se miró el cuerpo enfundado en encaje, y en ese momento, como para subrayar la ridiculez de estar hablando con su madre mientras llevaba puesto un body con un agujero en la entrepierna, uno de sus pezones asomó entre el calado de la tela.
– Hum… Creo que Julian traerá la cena. Tenemos una botella de champán bueno, así que supongo que nos la beberemos.
– Buen plan. Dale un beso de mi parte. Y en cuanto tengas un segundo, me gustaría que me dijeras una fecha para…
– Perfecto, mamá, de acuerdo. Mañana te llamo.
– Será sólo un segundo.
– Mamá…
– Muy bien. Llámame mañana. Un beso, Rookie.
– Un beso, mamá.
Nada más colgar el teléfono, oyó que la puerta se abría.
Sabía que Julian se quitaría el abrigo y saludaría a Walter, lo que significaba que tenía el tiempo justo para quitar el precinto de la botella de champán y retirarle el morrión de alambre. Se había acordado de llevar al dormitorio dos copas alargadas, que había puesto junto a la cama, antes de tumbarse en postura felina sobre el cobertor. Su nerviosismo no duró más de un segundo, hasta que Julian abrió la puerta.
– ¡Adivina quién va a alojarse en el Chateau Marmont!
– ¿Quién? -preguntó ella, incorporándose en la cama, olvidando por un momento su atuendo.
– ¡Yo! -dijo él, y al instante, Brooke sintió que una oleada de angustia la recorría.
– No es posible -consiguió articular, casi sin aliento.
– ¡Sí, claro que sí! ¡En una suite! Y vendrá a recogerme una limusina, que me llevará al estudio de la NBC donde se graba el programa de Leno.
Brooke se esforzó por concentrarse en la buena noticia de Julian y recordar que no tenía nada que ver con ella.
– ¡Oh, Julian, es increíble! Ese hotel aparece constantemente en todas las revistas: Last Night, US Weekly, ¡todas! Kate Hudson dio una fiesta hace poco en los bungalows. Jennifer López y Mark Anthony se encontraron accidentalmente con Ben Affleck en la piscina y dicen que Mark perdió los papeles. ¡Si fue allí donde Belushi murió de sobredosis, por Dios santo! ¡Es un lugar absolutamente legendario!
– ¿Y a que no adivinas qué más? -preguntó Julian, al tiempo que se sentaba en la cama, a su lado, y le acariciaba uno de los muslos cubiertos de encaje.
– ¿Qué?
– El bellezón que tengo por mujer se viene conmigo, siempre que prometa llevarse en la maleta este body de encaje -dijo, inclinándose para besarla.
– ¡Para! -chilló ella.
– Sólo si ella quiere, claro está.
– ¿Es broma?
– Nada de eso. Acabo de hablar con Samara, mi nueva «encargada de relaciones públicas». -Arqueó una ceja y le sonrió-. Me dijo que no hay problema, si pagamos nosotros tu billete de avión. Leo prefería que viajara yo solo, para que no tuviera distracciones, pero le dije que no puedo hacer algo tan importante sin tenerte a ti a mi lado. ¿Qué me contestas?
Brooke decidió no prestar atención a la parte de Leo.
– ¡Que me parece increíblemente fantástico! -exclamó, mientras le rodeaba el cuello con sus brazos-. ¡Que no veo la hora de hacerte arrumacos en el bar del hotel y de pasarnos la noche de fiesta en los bungalows!
– ¿Será así de verdad? -preguntó Julian, empujándola sobre las almohadas y tendiéndose encima de ella, todavía completamente vestido.
– ¡Claro que sí! Por lo que he leído, podemos esperarnos piscinas llenas de champán, montañas de cocaína, más famosos engañando a sus parejas que en un burdel de lujo y suficiente material para llenar diez revistas de cotilleos en una hora. ¡Ah, y también orgías! Nunca he leído nada de eso, pero seguro que las montan. ¡En medio del restaurante, probablemente!
Walter dio un salto en la cama, levantó la barbilla y se puso a aullar.
– ¿A que te he impresionado, Walter? -preguntó Julian, mientras le besaba el cuello a Brooke.
Walter le respondió con un aullido y Brooke se echó a reír.
Julian metió el dedo en la copa de champán, lo apoyó en los labios de Brooke y volvió a besarla.
– ¿Qué te parece si practicamos un poco? -preguntó.
Brooke le devolvió el beso y le quitó la camisa, mientras sentía que se le inflamaba el corazón por las posibilidades que se abrían ante ellos.
– Creo que es la mejor idea que he oído en mucho, muchísimo tiempo.
– ¿Le sirvo otra Coca-Cola Light? -preguntó el camarero vestido con bermudas, junto a la tumbona de Brooke, tapándole el sol. Al sol se estaba bastante bien, y aunque veintipocos grados no eran una temperatura para ponerse el biquini, era evidente que los otros huéspedes del hotel que habían bajado a la piscina no pensaban lo mismo.
Contempló la media docena de personas que bebían cócteles de aspecto delicioso alrededor de la piscina y, recordando que pese a ser la tarde de un martes, ella estaba más o menos de vacaciones, respondió:
– Prefiero un Bloody Mary, gracias. Con mucha pimienta y dos troncos de apio.
Una chica alta y esbelta, que a juzgar por su sorprendente figura tenía que ser modelo, se metió con elegancia en el agua. Brooke la observó mientras nadaba de lado, en una especie de gracioso estilo perrito, con mucho cuidado para no mojarse el pelo. Después, la desconocida llamó en español a su acompañante. Sin levantar la vista del ordenador portátil, el hombre le contestó en francés. La chica hizo un mohín, el hombre gruñó y, antes de que pasaran treinta segundos, le llevó hasta el borde de la piscina sus enormes gafas Chanel. Brooke habría podido jurar que la chica se lo agradeció en ruso.
Sonó el móvil.
– ¿Sí? -dijo Brooke en voz baja, aunque nadie parecía prestarle atención.
– ¿Rookie? ¿Cómo va todo por ahí?
– Hola, papá. No voy a mentirte. ¡Esto es fabuloso!
– ¿Ya ha tocado Julian?
– Acaba de marcharse con Leo; supongo que pronto llegarán a Burbank. No creo que la grabación empiece antes de las cinco o las cinco y media. Por lo que he oído, la tarde será bastante larga, así que los estoy esperando en el hotel.
El camarero volvió con su Bloody Mary, en un vaso tan alto y delgado como las mujeres que había visto hasta ese momento en Los Ángeles. Lo depositó en la mesita junto a su tumbona y dejó también un plato con cosas para picar separadas en tres compartimentos: aceitunas, frutos secos variados y chips de hortalizas asadas. Brooke le habría dado un beso.
– ¿Cómo es el hotel? Bastante ostentoso, imagino.
Brooke bebió un sorbito primero y después dio un buen trago. «¡Mmm, qué bueno!»
– Sí, bastante. Deberías ver a la gente sentada alrededor de la piscina. Todos son guapísimos.
– ¿Sabes que Jim Morrison intentó saltar del techo de ese hotel? ¿Y que los miembros de Led Zeppelin atravesaron el vestíbulo montados en moto? Por lo que he leído, es el lugar perfecto para los músicos con peor comportamiento.
– ¿De dónde sacas la información, papá? -rió Brooke-. ¿De Google?
– ¡Por favor, Brooke! Me insultas si crees que…
– ¿De la Wikipedia?
Se hizo un silencio.
– Quizá.
Hablaron unos minutos más, mientras Brooke contemplaba a la preciosa criatura de la piscina, que se puso a chillar como una niña cuando su novio saltó al agua e intentó salpicarla. Su padre quería contarle todos los detalles de la nada sorpresiva fiesta sorpresa que Cynthia le estaba preparando desde hacía meses para su cumpleaños, ya que al parecer estaba empeñada en celebrar sus sesenta y cinco años, por ser además la edad de su jubilación, pero Brooke no conseguía prestarle atención. Después de todo, la niña-mujer acababa de salir del agua y evidentemente Brooke no era la única que había notado que su biquini blanco se volvía del todo transparente cuando estaba mojado. Se echó un vistazo a la sudadera de felpa y se preguntó qué tendría que hacer para estar alguna vez así de guapa en biquini, aunque sólo fuera durante una hora. Metió para dentro la barriga y siguió mirando.
El segundo Bloody Mary le entró con tanta facilidad como el primero, y pronto estuvo tan achispada y feliz que casi no reconoció a Benicio del Toro cuando salió de un bungalow junto a la piscina y se dejó caer en una tumbona justo delante de ella. Por desgracia, no se quitó los vaqueros ni la camiseta, pero Brooke se conformó con mirarlo todo lo que quiso detrás de las gafas de sol. El área de la piscina en sí misma no tenía nada de particular (Brooke las había visto mucho más espectaculares en casas normales de gente acomodada), pero tenía un encanto sobrio y tranquilo que resultaba difícil de describir. Aunque estaba a sólo cien o doscientos metros de Sunset Boulevard, el lugar parecía escondido, como si fuera un claro abierto en una enmarañada jungla de árboles gigantes, rodeado por los cuatro costados de plantas en tiestos inmensos y sombrillas de rayas blancas y negras.
Habría podido pasar toda la tarde junto a la piscina, bebiendo Bloody Marys; pero cuando el sol bajó un poco y el aire se volvió más fresco, recogió el libro y el iPod y se encaminó a su habitación. Una vuelta rápida por el vestíbulo, mientras se dirigía al ascensor, le permitió descubrir a una LeAnn Rimes en vaqueros, que tomaba una copa con una elegante mujer mayor. Brooke tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sacar la BlackBerry y mandarle una foto a Nola.
Cuando llegó a su habitación (una suite de un dormitorio en el edificio principal, con maravillosas vistas de las colinas), se llevó la agradable sorpresa de encontrar una enorme cesta, con una tarjeta que decía: «¡Bienvenido, Julian! Tus amigos de Sony.» Dentro de la cesta había una botella de Veuve Clicquot y otra de tequila Patrón, una caja de diminutas trufas de chocolate pintadas de colores, una selección de barritas energéticas, botellas de Vitaminwater como para abastecer a una tienda y una docena de cupcakes de Sprinkles. Hizo una foto de la cesta sobre la mesa de la salita, se la envió a Julian con el mensaje «¡Se ve que te quieren!», y en seguida pasó al ataque y devoró una cupcake en menos de diez segundos.
Al cabo de un rato, la despertó el teléfono de la habitación.
– ¿Brooke? ¿Estás viva? -sonó la voz de Julian por el aparato inalámbrico.
– Estoy viva -consiguió articular ella, mientras miraba a su alrededor para situarse y se sorprendía al descubrir que estaba entre las sábanas, en ropa interior y con la habitación a oscuras. Había migas de cupcake dispersas por la almohada.
– Llevo por lo menos media hora llamándote al móvil. ¿Dónde estás? ¿Estás bien?
Brooke se sentó de golpe en la cama y miró el reloj: las siete y media. ¡Había dormido casi tres horas!
– Ha debido de ser el segundo Bloody Mary -masculló para sus adentros, pero Julian la oyó y se echó a reír.
– ¿Te dejo sola una tarde y te emborrachas?
– ¡No ha sido eso! Pero dime, ¿cómo ha ido la grabación? ¿Ha salido bien?
En la breve pausa que siguió, Brooke vio en un destello mental todas las cosas que potencialmente habían podido fallar, pero Julian volvió a reír. O quizá fue algo más que una risa. Parecía borracho de felicidad.
– ¡Rook, ha sido increíble! ¡Clavé la actuación! ¡Absolutamente! ¡Y los músicos que me acompañaron lo hicieron mucho mejor de lo que esperaba, a pesar de que habían ensayado muy poco! -Sobre el fondo de otras voces que se oían en el coche, Julian bajó la suya hasta convertirla en un susurro-. Jay vino hacia mí cuando terminó la canción, me pasó un brazo por los hombros, me señaló la cámara y dijo que había estado maravilloso y que no le importaría que volviera todas las noches.
– ¿De verdad?
– ¡En serio! El público aplaudió muchísimo y después, cuando terminó la grabación y nos encontramos detrás del plató, ¡Jay incluso me dio las gracias y me dijo que estaba ansioso por escuchar el álbum completo!
– Julian, ¡eso es fantástico! ¡Enhorabuena! ¡Esto es muy grande!
– Ya lo sé. Ahora estoy tranquilo. Escucha, llegaremos al hotel dentro de unos veinte minutos. ¿Qué te parece si nos encontramos en el patio para tomar una copa?
La sola idea de beber más alcohol hizo que le doliera aún más la cabeza (¿cuándo había sido la última vez que tuvo resaca a la hora de la cena?); aun así, consiguió sentarse con la espalda erguida.
– Tengo que cambiarme. Bajaré a encontrarme contigo en cuanto esté lista -dijo, pero Julian ya había colgado.
No le fue fácil salir de entre las sábanas suaves y tibias, pero tres ibuprofenos y unos minutos bajo la ducha de efecto lluvia la hicieron sentirse mucho mejor. Se puso rápidamente unos pantalones pitillo que eran casi unos leggings, una blusa de seda sin mangas y un blazer; pero cuando se fijó un poco mejor, notó que los pantalones le hacían un trasero horroroso. Ya le había costado ponérselos, pero quitárselos fue un infierno. Estuvo a punto de darse un rodillazo en la cara, tratando de arrancárselos dolorosamente de las piernas, centímetro a centímetro. Por mucho que ondulara la barriga y agitara las piernas, los malditos pantalones apenas se movían. ¿A que la señorita Biquini Blanco nunca tenía que sufrir semejante indignidad? Al final, arrojó los pantalones al otro extremo de la habitación, disgustada. Lo único que quedaba en la maleta era un vestido de verano. Hacía demasiado frío para ponérselo, pero tendría que apañarse con él, combinado con el blazer, un foulard de algodón y unas botas planas.
– No está del todo mal -se dijo, mientras se miraba por última vez al espejo. El pelo se le había secado prácticamente por sí solo e incluso ella misma tuvo que admitir que tenía un aspecto fantástico, sobre todo para el poco trabajo que le exigía. Se puso un poco de rímel y unos toques del colorete líquido brillante que Nola le había puesto en las manos unas semanas antes, insistiéndole educadamente en que lo usara. Agarró el móvil y el bolso, y salió corriendo. Se puso el brillo de labios en el ascensor y se remangó el blazer mientras atravesaba el vestíbulo. Le dio al pelo una sacudida final y se sintió realmente fresca y bonita cuando al fin vio a Julian rodeado de una comitiva en una de las mesas centrales del patio.
– ¡Brooke! -gritó él, mientras se ponía en pie y agitaba un brazo.
Ella distinguió su sonrisa a quince metros de distancia y, corriendo hacia él, olvidó hasta el último gramo de timidez.
– ¡Enhorabuena! -exclamó, echándole los brazos al cuello.
– Gracias, nena -le murmuró él al oído, y después, un poco más fuerte-. Ven a saludar. Creo que todavía no conoces a todos.
– ¡Hola! -canturreó ella, saludando a toda la mesa con un vago movimiento de la mano-. Yo soy Brooke.
El grupo estaba reunido en torno a una sencilla mesa de madera, instalada al abrigo casi privado de varios árboles en flor. En el patio lleno de plantas exuberantes, había pequeñas áreas para sentarse y en todas ellas había gente bronceada que charlaba y reía, pero aun así el ambiente general resultaba tranquilo y distendido. Pequeñas antorchas ardían en la oscuridad y unos cirios diminutos dulcificaban en las mesas las facciones de todos. Los vasos de cóctel tintineaban y una música suave salía de los altavoces escondidos entre los árboles. Haciendo un esfuerzo, incluso se podía distinguir, a lo lejos, el ruido blanco constante del tráfico por Sunset Boulevard. Aunque nunca había estado en la Toscana, Brooke imaginó que así debía de ser exactamente un restaurante rural en pleno Chianti.
Brooke sintió la mano de Julian en la espalda, que la empujaba suavemente hacia la silla que acababa de separar de la mesa. Perdida en la mágica visión del patio con su iluminación nocturna, había estado a punto de olvidar para qué había bajado. Tras un rápido vistazo a su alrededor, reconoció a Leo, que asombrosamente parecía irritado; a una mujer de treinta y tantos años (o quizá de cuarenta y tantos con bótox muy bien aplicado), de preciosa piel morena y melena negra como ala de cuervo, que debía de ser Samara, la nueva relaciones públicas de Julian, y a un tipo cuya cara le resultaba familiar pero que al principio no consiguió situar.
«¡Oh, Dios mío! ¡No es posible!»
– Ya conoces a Leo -estaba diciendo Julian, mientras Leo la saludaba con una sonrisita de suficiencia-. Y aquí tienes a la adorable Samara. Todos me habían dicho que era la mejor, pero ahora puedo confirmarlo sin lugar a dudas.
Samara sonrió y le tendió la mano a Brooke por encima de la mesa.
– Un placer -dijo en tono cortante, aunque su sonrisa parecía sincera.
– He oído hablar mucho de ti -dijo Brooke, mientras le estrechaba la mano e intentaba concentrarse en Samara, para no prestar excesiva atención al cuarto ocupante de la mesa-. Es cierto. Cuando Julian supo que ibas a trabajar con él, volvió a casa muy entusiasmado y me comentó: «Todos dicen que es la mejor.»
– ¡Oh, qué amable! -respondió Samara, agitando la mano como para no dar importancia a los elogios-. Pero él me facilita mucho las cosas. Hoy se ha portado como un auténtico profesional.
– ¡Basta ya, vosotras dos! -dijo Julian, pero Brooke adivinó en seguida que estaba muy contento-. Mira, Brooke. También quiero presentarte a Jon. Jon, ésta es mi mujer, Brooke.
«¡Cielo santo!»
Era él. Brooke no sabía cómo ni por qué, pero allí, sentado a la mesa de su marido, con una cerveza en la mano y aspecto relajado, estaba Jon Bon Jovi. ¿Qué debía decir ella? ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Dónde demonios estaba Nola cuando más la necesitaba? Brooke se estrujó los sesos. Mientras no dijera algo espantoso, como «Soy tu fan número uno», o «Te admiro y respeto por estar casado con la misma mujer desde hace un montón años», probablemente saldría bien parada, pero sentarse a tomar una copa con una superestrella del rock no era algo que hiciera todos los días.
– Hola -dijo Jon, saludando a Brooke con una inclinación de la cabeza-. Ese color de pelo es fantástico y tiene algo de maléfico. ¿Es auténtico?
La mano de Brooke voló hacia sus bucles y de inmediato ella supo, sin necesidad de mirarse al espejo, que en aquel momento tenía las mejillas del mismo color que el pelo. El tono de su cabellera era un rojo tan puro y tan intensamente pigmentado, que algunos lo adoraban y otros lo detestaban. Ella lo adoraba. Julian lo adoraba. Y, por lo visto, también Jon Bon Jovi. «¡Nola! -gritó para sus adentros-. ¡Tengo que contártelo ahora mismo!»
– Sí, es auténtico -dijo ella, levantando la vista al cielo en gesto de fingida contrariedad-. En el colegio me hacían muchas bromas crueles, pero ya estoy acostumbrada.
Con el rabillo del ojo, vio que Julian le sonreía; esperaba que sólo él supiera lo falsa que era su modestia en aquel momento.
– Pues a mí me parece una pasada de pelo -declaró Jon, mientras levantaba el vaso alto de cerveza-. ¡Un brindis por el cho…
Se interrumpió de golpe y una expresión de adorable timidez le recorrió la cara. Brooke habría querido decirle que podía llamarla «chocho pelirrojo» todas las veces que quisiera.
– Un brindis por las pelirrojas guapas y por las primeras actuaciones en el programa de Leno. Enhorabuena, tío. Has estado grande.
Jon levantó su cerveza y todos brindaron con él. La copa de champán de Brooke fue la última en tocar su vaso, y ella se preguntó si no podría encontrar la manera de llevarse ese vaso a casa de contrabando.
– ¡Enhorabuena! -exclamaron todos-. ¡Felicidades!
– ¿Cómo ha ido la actuación? -preguntó Brooke finalmente, feliz de dar pie a Julian para brillar delante de toda aquella gente-. Cuéntamelo todo.
– Estuvo perfecto -anunció Samara, en su seco estilo profesional-. Actuó después de unos invitados realmente buenos. -Hizo una pausa y se volvió hacia Julian-. Hugh Jackman estuvo estupendo, ¿no crees?
– Sí, estuvo muy bien. Y también esa chica de «Modern Family» -respondió Julian, asintiendo.
– Tuvimos suerte con las entrevistas: dos invitados famosos y realmente interesantes, y nada de niños, ni de magos, ni de domadores de animales -dijo Samara-. No hay nada peor que actuar después de una compañía de chimpancés, creedme.
Todos se echaron a reír. Se les acercó un camarero y Leo pidió para todo el grupo, sin consultar con nadie. Normalmente a Brooke le molestaba mucho que la gente hiciera eso, pero ni siquiera ella encontró objeciones a su elección: otra botella de champán, una ronda de gimlets de tequila y entremeses variados, desde tostadas con aceite de oliva, trufas y setas, hasta mozzarella y rúcula. Cuando llegó el primer plato de croquetas de cangrejo con puré de aguacate, Brooke volvía a estar felizmente achispada y se sentía casi eufórica por la emoción. Julian (su Julian, el mismo que dormía todas las noches a su lado con los calcetines puestos) había actuado en el programa de Jay Leno; estaban alojados en una suite fabulosa del conocidísimo Chateau Marmont, comiendo y bebiendo como miembros de la realeza del rock internacional, y uno de los músicos más famosos del siglo XX había dicho que le encantaba su pelo. El día de su boda había sido el más feliz de su vida, por supuesto (¿acaso no era obligado decirlo, pasara lo que pasase?), pero aquel día estaba reuniendo méritos rápidamente para situarse en segunda posición, a muy escasa distancia.
Su teléfono móvil se puso a aullar desde su bolso, apoyado en el suelo, con una especie de sirena de bomberos que había elegido ella después de la siesta, para no volver a dormirse.
– ¿Por qué no lo coges? -le preguntó Julian con la boca llena, mientras ella miraba fijamente el teléfono. No quería coger la llamada, pero le preocupaba que hubiera pasado algo. Ya eran más de las doce en la costa Este.
– Hola, mamá -dijo, en voz tan baja como pudo-. Estamos en medio de una cena. ¿Todo en orden?
– ¡Brooke! ¡Julian está ahora mismo en la tele y está increíble! Está adorable, los músicos tocan muy bien y, ¡Dios mío!, está para comérselo. Creo que nunca había estado tan bien.
Las palabras de su madre brotaban en torrente desordenado, y Brooke tenía que hacer un gran esfuerzo para entenderla.
Echó un vistazo al reloj: las nueve y veinte en California, lo que significaba que el programa de Leno estaría en antena en ese mismo momento en la costa Este.
– ¿De verdad? ¿Está guapo? -preguntó Brooke.
Aquello le atrajo la atención del grupo.
– ¡Claro! Ahora mismo lo están emitiendo en la costa Este -dijo Samara, mientras sacaba su BlackBerry. Como era de esperar, estaba vibrando con la intensidad de una lavadora.
– Fabuloso -estaba diciendo la madre de Brooke-, absolutamente fabuloso. ¡Y tienes que ver qué presentación tan bonita le ha hecho Jay! Espera… Ahora está terminando la canción.
– Mamá, te llamo luego, ¿de acuerdo? Estoy siendo un poco grosera al hablar por teléfono en medio de la cena.
– Muy bien, cariño. Aquí es muy tarde, así que será mejor que me llames por la mañana. Felicita a Julian de mi parte.
Brooke pulsó una tecla para desconectar la llamada, pero el teléfono en seguida volvió a sonar. Era Nola. Miró a su alrededor y vio que todos los de la mesa también estaban hablando por teléfono, con la excepción de Jon, que se había alejado para saludar a unos conocidos.
– Oye, ¿te importa que te llame más tarde? Estamos cenando.
– ¡Es increíblemente bueno! -chilló Nola.
Brooke sonrió. Su amiga nunca había sido tan entusiasta respecto a las actuaciones de Julian.
– Ya lo sé.
– ¡Joder, Brooke! Casi me caigo del asiento. Cuando se emocionó y cantó ese último párrafo, o como se llame, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, ¡Dios santo!, sentí escalofríos.
– Te lo dije. Es muy grande.
Brooke oyó que Julian daba las gracias a alguien, con una sonrisa turbada pero orgullosa. Leo estaba gritando que Julian era «jodidamente fantástico», y Samara prometía consultar los compromisos de su representado y llamar a la mañana siguiente. El móvil de Brooke estaba a punto de estallar con un aluvión de mensajes de texto y de correo electrónico. Las notificaciones aparecían una tras otra en la pantalla, mientras hablaba con Nola.
– Mira, ahora tengo que dejarte porque esto es una locura. ¿Estarás levantada dentro de una hora? -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro apenas discernible-. Estoy cenando en el Chateau con Jon Bon Jovi y parece ser que le encantan las pelirrojas.
– ¡Calla! ¡Calla, por favor, no digas ni una palabra más! -gritó Nola-. ¿Desde cuándo mi mejor amiga se ha vuelto tan divina y fabulosa? ¡«Cenando en el Chateau»! ¿Me estás tomando el pelo? Además… Tengo que colgar ahora mismo para reservar un vuelo a Los Ángeles y teñirme el pelo de rojo.
Brooke se echó a reír.
– En serio, Brooke -continuó Nola-, no te asombres si me presento a primera hora de la mañana, transformada en pelirroja, y te invado la habitación. ¡Date por avisada!
– Te quiero, Nol. Te llamo dentro de un ratito.
Cortó la comunicación, pero dio lo mismo. Todos los teléfonos continuaron sonando, vibrando y cantando, y todos los presentes siguieron recibiendo las llamadas, ansiosos por oír la siguiente ronda de elogios y felicitaciones. El mensaje ganador de la noche fue sin duda el de la madre de Julian, dirigido a los dos, que decía simplemente:
«Tu padre y yo te hemos visto en el programa de Jay Leno esta noche. Aunque los invitados que entrevistó nos parecieron poco interesantes, tu actuación fue bastante buena. Ya sabíamos, claro está, que con las oportunidades y el apoyo que has tenido desde niño, todo era posible. ¡Enhorabuena por este triunfo!»
Brooke y Julian lo leyeron al mismo tiempo, cada uno en su móvil, y les dio tal ataque de risa que no pudieron hablar durante varios minutos.
Sólo al cabo de una hora empezaron a calmarse las cosas y, para entonces, Jon había vuelto a su mesa, Samara había negociado la actuación de Julian en otros dos programas y Leo había pedido la tercera botella de champán. Julian simplemente estaba arrellanado en su silla, con cara de asombro y felicidad a partes iguales.
– Gracias a todos -dijo finalmente, levantando la copa e inclinando la cabeza en dirección a cada uno de ellos-. Me cuesta encontrar las palabras, pero esta noche… esta noche… es la noche más increíble de toda mi vida.
Leo se aclaró la garganta y levantó el vaso.
– Lo siento, amigo, pero en eso te equivocas -dijo, haciendo un guiño a los demás-. Esta noche no es más que el principio.