6 Habría podido ser médico

– ¿Quiere que las ponga detrás de las otras persianas, o que quite las viejas antes de ponerlas? -preguntó el instalador, señalando con un gesto el dormitorio de Brooke y de Julian.

No era una decisión particularmente importante, pero Brooke habría preferido no tener que tomarla sola. Julian estaba en algún lugar del noroeste, cerca de la costa del Pacífico (le costaba seguirle la pista), y últimamente no estaba ayudando mucho en las tareas domésticas.

– No sé. ¿Qué suele hacer la gente?

El hombre se encogió de hombros. Su expresión decía: «Me da exactamente igual una cosa o la otra, pero decídase pronto, para que pueda largarme de una vez y disfrutar del sábado.» Brooke lo entendía perfectamente.

– Hum, supongo que podría ponerlas detrás de las viejas. De todos modos, me parece que aquéllas son más bonitas.

El instalador gruñó una respuesta y se marchó, con el desleal de Walter pisándole los talones. Brooke volvió a la lectura de su libro, pero se sintió aliviada cuando sonó el teléfono.

– Hola, papá. ¿Cómo estás?

Tenía la sensación de que llevaba siglos sin hablar con su padre, y cuando lo hacía, lo único que parecía interesarle a él era Julian.

– ¿Brooke? No soy tu padre. Soy Cynthia.

– ¡Hola, Cynthia! He visto el número de papá en la pantalla del teléfono. ¿Qué tal estáis? ¿Hay alguna probabilidad de que vengáis a Nueva York?

Cynthia forzó una risita.

– No me parece muy probable que volvamos pronto. La última vez fue… agotadora. Pero ya sabes que siempre sois bienvenidos por aquí.

– Sí, claro. No hace falta que lo digas.

Su respuesta sonó un poco más seca de lo que ella pretendía, pero no dejaba de ser irritante recibir una invitación para visitar a su propio padre en la casa donde había pasado la infancia. Cynthia debió de notarlo, porque en seguida se disculpó, lo que le produjo a Brooke cierto sentimiento de culpa, por haberse mostrado innecesariamente susceptible.

– Yo también lo siento -replicó Brooke con un suspiro-. Todo se ha vuelto un poco loco últimamente.

– ¡Y que lo digas! Oye, supongo que me dirás que no es posible, pero tengo que preguntártelo. Es por una buena causa, ¿sabes?

Brooke hizo una inspiración profunda y contuvo la respiración. Ésa era la parte imprevista de compartir la vida con alguien que acababa de hacerse famoso (porque Julian ya era famoso, ¿no?), la parte para la que nadie la había preparado.

– No sé si lo sabías, pero soy copresidenta de la comisión de mujeres del templo Beth Shalom, nuestra sinagoga.

Brooke esperó a que continuara, pero Cynthia guardó silencio.

– Sí, creo que ya lo sabía -respondió, intentando parecer lo menos entusiasta posible.

– Bueno, dentro de unas semanas celebraremos nuestra comida anual de recogida de fondos, a la que invitamos a varios oradores, pero una de las invitadas ha cancelado su participación. Era esa mujer que escribe libros de cocina kósher, ya sabes quién te digo. En realidad, no creo que sus platos sean estrictamente kósher, sino sólo «al estilo kósher». Tiene un libro para la Pascua, otro para el Hanuká, otro de cocina infantil…

– Ajá.

– Bueno, supuestamente tiene que operarse de los juanetes la semana que viene y parece ser que no podrá caminar durante un tiempo, aunque yo creo que en realidad va a hacerse una liposucción…

Brooke se obligó a tener paciencia. Cynthia era una buena persona y sólo pretendía recolectar dinero para los menos favorecidos. Hizo una inspiración lenta y profunda, procurando que Cynthia no la oyera.

– Puede que sea cierto lo de los juanetes, o puede que no le apetezca viajar de Shaker Heights a Filadelfia, no lo sé. Además, ¿quién soy yo para juzgar? Probablemente yo estaría dispuesta a sacrificar a mi propia madre, si alguien se ofreciera a quitarme gratis los michelines. -Hizo una pausa-. ¡Cielos! Eso ha sonado horrible, ¿verdad?

Brooke hubiese querido tirarse de los pelos, pero en lugar de eso, forzó una risita.

– Estoy segura de que más de una haría lo mismo, pero a ti no te hace falta. Estás estupenda.

– ¡Eres un encanto!

Brooke esperó unos segundos a que Cynthia recordara para qué la había llamado.

– ¡Ah, sí! Supongo que Julian estará ocupadísimo en estos días, pero si hubiera alguna posibilidad de que hiciera una aparición en nuestra comida benéfica, sería fantástico.

– ¿Una aparición?

– Sí, bueno, una aparición o una pequeña actuación, lo que él prefiera. Quizá podría cantar esa canción con la que se ha hecho famoso. El almuerzo empezará a las once, con una subasta a sobre cerrado en el auditorio y unos aperitivos ligeros, y después pasaremos a la sala principal, donde Gladys y yo hablaremos del trabajo que la comisión de mujeres ha hecho durante todo el año y de la situación general del Beth Shalom; a continuación, señalaremos las fechas de los próximos…

– Sí, sí, ya te entiendo. Entonces ¿lo que tú quieres es que Julian… actúe? ¿En una comida benéfica de señoras? Ya sabes que la canción habla de su hermano muerto, ¿no? ¿Te parece adecuado? ¿Les gustará a las señoras?

Afortunadamente, Cynthia no pareció ofendida.

– ¿Que si les gustará? ¡Oh, Brooke! ¡Quedarán encantadas!

Si dos meses antes alguien le hubiese dicho que iba a mantener aquella conversación, Brooke no se lo habría creído; pero para entonces, después de recibir propuestas similares de la directora de Huntley, de una compañera de colegio, de un antiguo compañero de trabajo y no de uno, sino de dos primos (todos los cuales querían que Julian cantara o enviara un autógrafo o un saludo), ya no se sorprendía de nada. Aun así, la propuesta de Cynthia era la más increíble de todas. Intentó imaginar a Julian cantando una versión acústica de Por lo perdido en la bimá del templo Beth Shalom, ante un público de quinientas madres y abuelas judías, después de una presentación desbordante de elogios a cargo del rabino y de la presidenta de la comisión. Al final, todas las mujeres se volverían para hablar entre ellas y comentarían: «Bueno, no ha llegado a médico, pero al menos con eso se gana la vida», o «Me han dicho que empezó la carrera de medicina, pero la dejó. ¡Qué pena!». Después, se arremolinarían a su alrededor, y al ver el anillo de casado, querrían saberlo todo acerca de su mujer. ¿Sería también una buena chica judía? ¿Tendrían hijos? ¿Por qué no? Y más importante aún, ¿cuándo empezarían a intentarlo? Comentarían entre ellas que seguramente el muchacho haría mejor pareja con una de sus hijas o sobrinas, y aunque todas vivían en la región de Filadelfia y Julian había nacido y crecido en Manhattan, al menos una docena de las mujeres presentes descubrirían algún parentesco o relación con los padres o los abuelos de Julian. El pobre volvería a casa aquella noche aquejado de estrés postraumático, veterano de una guerra que sólo unos pocos podrían comprender, y no habría nada que Brooke pudiera hacer o decir para ayudarlo a recuperarse.

– Bueno, se lo preguntaré. Sé que te agradecerá mucho que hayas pensado en él y estoy segura de que le encantaría ir, pero me parece que tiene todos los días ocupados las próximas semanas.

– Si crees que le encantará venir, entonces quizá pueda hablar con las otras integrantes de la comisión, para cambiar la fecha. Tal vez pudiéramos…

– Oh, no, por favor, no cambies nada por él -se apresuró a interrumpirla Brooke. Era la primera vez que veía aquella faceta de Cynthia y no sabía muy bien qué hacer-. Estos días es muy impredecible. Se compromete para ir a un sitio y después tiene que suspenderlo. Detesta tener que cancelar compromisos, pero su tiempo ya no le pertenece. Lo entiendes, ¿verdad?

– Por supuesto -murmuró Cynthia, y Brooke intentó no pensar en la ironía de que ella usara con Cynthia la misma excusa que Julian usaba con ella.

Se oyó al fondo el timbre de la puerta, Cynthia se disculpó y Brooke le envió al visitante anónimo un telepático agradecimiento. Leyó otros dos capítulos de su libro (una crónica del secuestro del niño Etan Patz, que le estaba haciendo ver potenciales pedófilos en todos los tipos más o menos siniestros con los que se cruzaba por la calle), y acompañó hasta la puerta al instalador de persianas bloqueadoras de paparazzi, en cuanto el hombre terminó su trabajo.

Empezaba a acostumbrarse a estar sola. Como Julian pasaba mucho tiempo fuera, Brooke solía decir en broma que volvía a sentirse como en sus tiempos de soltera, sólo que con menos vida social. Salió a dar un paseo, bajó por la Novena Avenida, y cuando pasó delante de la pastelería italiana de la esquina, con su rótulo de pasticceria pintado a mano y sus cortinas caseras, no pudo contenerse y entró. Era un lugar adorable con una máquina de café al estilo europeo, donde la gente pedía capuchinos por la mañana y espressos el resto del día, y los bebía de pie.

Brooke contempló la enorme vitrina de bollos y pasteles, y casi pudo saborear las pastas de mantequilla, los croissants rellenos de mermelada y los pastelitos de queso con frutos del bosque. No le cabía la menor duda. Si se hubiese visto obligada a elegir una sola de aquellas delicias, se habría decidido por uno de los cannoli, con su exquisito relleno y su envoltorio pecaminosamente frito. Lo primero que haría sería lamer la crema que llevaba por encima, y después, tras un sorbo de café para limpiarse el paladar, se permitiría un mordisco en uno de los extremos, parándose un momento para saborear el…

– Dimmi! -dijo la señora italiana del mostrador, interrumpiendo así la fantasía alimentaria de Brooke.

– Un descafeinado con leche desnatada, por favor, y una de esas de ahí -respondió Brooke con un suspiro, mientras señalaba las pastas sin crema, sin relleno y sin ningún adorno que reposaban tristemente en una bandeja, junto a la caja registradora. Sabía que las pastas de almendra estaban recién hechas, eran sabrosas y tenían el punto justo entre tiernas y crujientes, pero eran un pobre sustituto de los cannoli. Sin embargo, no podía elegir. Había engordado dos kilos desde el fin de semana en Austin y, con sólo pensarlo, se habría puesto a gritar. El par de kilos de más en la cintura habrían pasado prácticamente inadvertidos en cualquier mujer, pero en ella (que no sólo era nutricionista, sino que era una nutricionista casada con un famoso) resultaban completamente inaceptables. Nada más volver de Austin, había empezado a llevar un diario de los alimentos que consumía, combinado con una dieta estricta de 1.300 calorías al día. Ninguna de las dos medidas estaba obrando grandes efectos de momento, pero ella no se daba por vencida.

Pagó el café y la pasta, y estaba de pie junto a la barra, cuando oyó que la llamaban por su nombre.

– ¡Brooke! ¡Eh, aquí!

Se volvió y vio a Heather, una de las asesoras vocacionales de Huntley. Sus despachos estaban uno frente al otro, y aunque al principio sólo se reunían muy de tanto en tanto para hablar de alguna estudiante atendida por ambas, en los últimos tiempos se habían estado viendo más a menudo, a causa de Kaylie. De hecho, Heather había sido la primera en notar la obsesión de Kaylie por el peso y había sido ella quien le había aconsejado que viera a Brooke. Desde entonces, ambas compartían la preocupación por la niña, y si bien era cierto que en los últimos meses se habían visto con bastante frecuencia, no podía decirse que fueran amigas. Por eso, a Brooke le resultó un poco extraño encontrarse con su colega en un café, en sábado.

– ¡Hola! -dijo Brooke, mientras se sentaba en un taburete de madera junto a Heather-. No te había visto. ¿Cómo estás?

Heather sonrió.

– ¡Muy bien! Encantada de que sea sábado. ¿Te puedes creer que sólo nos quedan dos semanas de trabajo y después tendremos tres meses de vacaciones?

– Sí, cierto. ¡Qué ganas de que pase el tiempo! -respondió Brooke, decidida a no mencionar que ella seguiría trabajando a tiempo completo en el hospital.

Sin embargo, Heather lo recordaba.

– Por mi parte, daré un montón de clases particulares, pero al menos puedo elegir los horarios. No sé si será por el invierno tan crudo que hemos tenido o porque el trabajo me está quemando, pero estoy deseando que lleguen las vacaciones.

– Yo igual -dijo Brooke, un poco incómoda, porque se daba cuenta de que no tenían nada más de que hablar.

Heather pareció leerle el pensamiento.

– Resulta extraño vernos fuera del colegio, ¿verdad?

– Sí, desde luego. Yo siempre tengo la paranoia de encontrarme con una de las chicas por la calle o en un restaurante. ¿Recuerdas cuando eras pequeña y te encontrabas con uno de tus profesores en el centro comercial y de pronto comprendías que ellos también tenían una vida fuera de las aulas?

Heather se echó a reír.

– ¡Es verdad! Por suerte, en general no solemos movernos en los mismos círculos.

Brooke suspiró.

– Así es, sí. -Y después añadió-: Tuve una conversación muy productiva con Kaylie a finales de la semana pasada. Todavía no me gusta la idea de permitirle que adelgace, pero acordamos que llevará un diario de todo lo que come, para ver qué clase de alimentos consume y tratar de que coma más sano. Pareció gustarle la idea.

– Me alegro. Creo que las dos sabemos muy bien que su problema no es el peso, sino la muy comprensible sensación de no encajar entre unas compañeras que pertenecen a otro universo socioeconómico. Sucede a menudo con las becarias, por desgracia, pero la mayoría acaban encontrando su lugar…

Brooke no estaba del todo de acuerdo. Ya había trabajado con unas cuantas adolescentes y, en su opinión, Kaylie estaba demasiado preocupada por su peso; sin embargo, no quería empezar una conversación. Por eso, se limitó a sonreír, y dijo:

– ¡Cómo somos! ¡Hasta en sábado tenemos que hablar de trabajo! ¡Debería darnos vergüenza!

Heather dio un sorbo a su café.

– Ya lo sé. No me lo puedo quitar de la cabeza. De hecho, estoy pensando en volver a la escuela primaria por uno o dos años. Con los niños pequeños estoy más cómoda. ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo más piensas quedarte?

Brooke buscó en la expresión de Heather alguna señal que confirmara su impresión de que indirectamente le estaba preguntando por Julian. ¿Le estaría queriendo decir que ya podía dejar el colegio, puesto que Julian había empezado a ganar dinero con la música? ¿Le habría contado Brooke alguna vez que por eso había aceptado el empleo al principio? Se dijo que estaba siendo demasiado paranoica y que si ella no hablaba de Julian de una manera normal y distendida, ¿cómo iba a esperar que los demás lo hicieran?

– En realidad, no lo sé. Ahora mismo, todo está… hum… un poco en el aire.

Heather la miró con simpatía, pero tuvo la amabilidad de no preguntar nada. Brooke se dio cuenta entonces de que era la primera vez en tres o cuatro semanas que una persona (cualquier persona) no le preguntaba por Julian nada más verla. Se sintió agradecida hacia Heather y quiso orientar la conversación hacia un tema menos incómodo para ella. Miró a su alrededor en busca de algo que decir, y finalmente preguntó:

– ¿Qué planes tienes para hoy?

Rápidamente, le dio un bocado a la pasta de almendra, para no tener que hablar durante unos segundos.

– No muchos, a decir verdad. Mi novio se ha ido a pasar el fin de semana a casa de su familia, así que estoy sola. Supongo que daré una vuelta y nada más.

– Ah, muy bien. Me encantan esos fines de semana -mintió Brooke, que además consiguió reprimirse para no proclamar que se estaba convirtiendo en la mayor experta en pasar el fin de semana de la mejor manera posible sin su media naranja-. ¿Qué lees?

– Ah, ¿esto? -dijo Heather, señalando con un gesto la revista que tenía boca abajo junto al codo, sin levantarla-. Nada, una revista tonta de cotilleos. Nada interesante.

Brooke supo de inmediato que tenía que ser «ese» número de Last Night, y se preguntó si Heather sabría que iba con dos semanas de retraso.

– ¡Ah! -exclamó, con una risa forzada que no resultaba demasiado convincente y ella lo sabía-. ¡La famosa foto!

Heather se retorció las manos y bajó la vista, como si acabaran de sorprenderla contando una mentira espantosa. Abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor, y finalmente dijo:

– Sí, es una foto un poco rara.

– ¿Rara? ¿Qué quieres decir?

– Oh, no, yo… No he querido decir nada. ¡Julian está estupendo!

– Sé exactamente lo que has querido decir. Has dicho que se ve algo raro en la foto.

Brooke no sabía muy bien a qué venía tanta insistencia con una chica que apenas conocía, pero de pronto le pareció de crucial importancia saber lo que pensaba Heather.

– No es eso. Creo que la tomaron justo en esa rara fracción de segundo en que él la está mirando de ese modo, como hechizado.

Era eso, entonces. Otras personas habían hecho comentarios similares, usando palabras tales como «adoración» o «fascinación», todo lo cual era absolutamente ridículo.

– ¡Claro! Mi marido encuentra guapísima a Layla Lawson, lo que significa que no se diferencia del resto de hombres con sangre en las venas de este país -rió Brooke, intentando con todas sus fuerzas parecer despreocupada.

– ¡Desde luego! -asintió Heather con excesivo entusiasmo-. Además, seguro que todo esto ha sido muy bueno para su carrera y para darse a conocer.

Brooke sonrió.

– De eso puedes estar segura. En una sola noche, esa foto lo cambió todo.

La expresión de Heather se volvió más seria tras oír aquel reconocimiento. Miró a Brooke y le dijo:

– Ya sé que todo es muy emocionante, pero también debe de ser muy difícil para ti. Imagino que nadie hablará de otra cosa. Cada segundo de cada día, todo girará alrededor de Julian.

Ese último comentario sorprendió a Brooke con la guardia baja. Nadie (ni Randy, ni sus padres, ni siquiera Nola) había podido concebir que la reciente fama de Julian pudiera tener algún aspecto mínimamente negativo. Miró a Heather con agradecimiento.

– Sí, pero supongo que pasará pronto. ¡Un par de semanas más en la prensa y ya está! Dentro de nada estaremos hablando de otra cosa.

– Tienes que defender a muerte tu intimidad. ¿Sabes lo que le pasó a Amber, mi amiga de la universidad? Se casó por la iglesia con su novio del instituto, ¡una boda perfecta! Pero menos de un año después, su marido se presentó a «American Idol», ese programa para descubrir nuevos cantantes, y lo ganó. ¡Eso sí que fue una revolución!

– ¿Tu amiga está casada con Tommy, el de «American Idol»? ¿El que ganó una de las primeras ediciones?

Heather asintió.

Brooke reaccionó con un silbido.

– ¡Vaya! No sabía que estuviera casado.

– Claro que no. Cada semana sale con una chica diferente; no ha parado desde que ganó el concurso. La pobre Amber era tan joven (¡veintidós años!) y tan ingenua, que no quería dejarlo por muchas infidelidades que cometiera. Estaba convencida de que las cosas se asentarían con el tiempo y todo volvería a ser como antes.

– ¿Y qué pasó?

– ¡Puf, fue espantoso! Tommy le siguió siendo infiel y cada vez lo disimulaba menos. ¿Recuerdas aquellas fotos en las que salía bañándose desnudo con una modelo, aquellas que aparecieron publicadas con los genitales emborronados, pero con todo lo demás a la vista?

Brooke asintió. Incluso entre el torrente constante de fotos sensacionalistas, aquéllas le habían parecido particularmente escandalosas.

– Bueno, siguió más de un año así, sin ninguna señal de que fuera a cambiar. Llegó a ser tan horrible, que su padre cogió un avión para ir a hablar con él y se presentó en su hotel durante una gira. Le dijo que le daba veinticuatro horas para rellenar los papeles del divorcio o que se atuviera a las consecuencias. Sabía que Amber no iba a pedírselo (es muy buena chica y en aquel momento todavía no había acabado de digerir lo que estaba pasando), así que Tommy inició los trámites. No sé si era muy buen tipo antes de hacerse famoso, pero lo que sí sé es que ahora es un imbécil integral.

Brooke intentó mantener una expresión neutra, pero su impulso habría sido pegarle a Heather una bofetada.

– ¿Para qué me cuentas todo eso? -le preguntó, con tanta serenidad como consiguió reunir-. Julian no es así.

Heather se tapó la boca con una mano.

– No ha sido mi intención sugerir que Julian se parezca en nada a Tommy. ¡Nada de eso! Si te he contado todo esto, ha sido porque poco después del divorcio, Amber envió un mensaje a todos sus amigos y familiares, para rogarles que dejaran de mandarle fotos y enlaces por correo electrónico, y recortes de prensa por correo postal, y para que dejaran de llamarla por teléfono para contarle las últimas noticias de Tommy. Recuerdo que al principio me pareció un poco extraño. No podía creer que tanta gente le estuviera mandando las entrevistas que encontraba de su ex marido. Pero un día me enseñó su bandeja de entrada y entonces lo comprendí. No era que intentaran hacerle daño, sino que eran totalmente insensibles. Por alguna razón, creían que ella quería enterarse. En cualquier caso, desde entonces Amber ha vuelto a encarrilar su vida, y probablemente ahora entiende mejor que nadie lo muy abrumador que puede llegar a ser todo ese asunto de la fama.

– Sí, esa parte es un poco desagradable. -Brooke se acabó el café con leche y se enjugó la espuma que le dejó en los labios-. Quizá no te habría creído si me lo hubieras contado hace unas semanas, pero ahora… Esta mañana han venido a instalarme persianas para protegerme de los fotógrafos. Hace unas noches, fui desde el baño hasta el frigorífico envuelta en una toalla y, de pronto, hubo un montón de destellos de flashes. Había un fotógrafo apostado sobre el techo de un coche, bajo nuestra ventana, supongo que para captar alguna imagen de Julian. Es lo más horripilante que he visto jamás.

– ¡Qué espanto! ¿Y qué hiciste?

– Llamé al número de la comisaría, el que no es para urgencias, y dije que había un hombre frente a mi ventana, que intentaba hacerme fotos desnuda. Me dijeron algo así como «bienvenida a Nueva York» y me aconsejaron que bajara las persianas.

Deliberadamente, Brooke omitió contar que antes había llamado a Julian y que él le había respondido que no hacía falta ponerse así y que tenía que empezar a ocuparse sola de ese tipo de asuntos, sin tener que llamarlo «siempre», al borde de un ataque de pánico «por todo».

Heather se estremeció visiblemente.

– Da miedo. Supongo que tendrás algún tipo de alarma.

– Sí, es lo siguiente que vamos a instalar.

Brooke tenía la secreta esperanza de mudarse antes de que fuera necesario instalar una alarma (la noche anterior, Julian le había mencionado de pasada, por teléfono, la necesidad de cambiarse a un piso «mejor»), pero no estaba segura de que verdaderamente fueran a marcharse de donde estaban.

– Discúlpame un segundo. Voy al baño -dijo Heather, mientras descolgaba el bolso del respaldo de la silla.

Brooke siguió a Heather con la mirada y la vio desaparecer detrás de la puerta del lavabo de señoras. En cuanto oyó el ruido del cerrojo, cogió la revista. Había pasado una hora o quizá menos desde la última vez que había visto la foto, pero no pudo evitar abrir la revista directamente por la página catorce. Sus ojos buscaron por sí solos la esquina inferior izquierda de la página, donde la foto que buscaba estaba intercalada inocentemente entre una imagen de Ashton con una mano apoyada sobre la tonificada espalda de Demi, y otra de Suri, a caballito sobre los hombros de Tom, bajo la atenta mirada de Katie y Victoria.

Brooke abrió la revista sobre la mesa y se inclinó para ver mejor la foto. Seguía siendo igual de inquietante y perturbadora que sesenta minutos antes. Si la hubiera visto de pasada y no hubiese sido una imagen de su marido junto a una actriz de fama mundial, no le habría llamado la atención. En la parte baja del cuadro, se veían los brazos levantados de las primeras filas del público. Julian alzaba el brazo en el aire, en gesto victorioso, mientras aferraba con la mano el micrófono como si fuera una espada con poderes especiales. Brooke sentía escalofríos cada vez que veía a su marido en esa pose. Casi no se podía creer lo mucho que parecía una verdadera estrella de rock.

Layla llevaba puesto aquel vestido corsé de flores, de falda terriblemente corta, y un par de botas vaqueras tachonadas. Estaba bronceada, maquillada, accesorizada y extensionada hasta el límite de lo que era humanamente posible, y su expresión, mirando a Julian, era de absoluta y profunda dicha. Resultaba nauseabundo, pero mucho más inquietante era la expresión de Julian. La adoración, la idolatría, la cara de «¡Dios mío, tengo ante mí al ser más maravilloso del mundo!» era innegable y había quedado inmortalizada a todo color, gracias a la Nikon de un profesional. Era el tipo de mirada que una esposa esperaría ver un par de veces a lo largo de su vida, el día de su boda y tal vez después del parto de su primer hijo. Era exactamente el tipo de mirada que nadie querría que su marido le dedicara a otra mujer en las páginas de una revista de difusión nacional.

Brooke oyó correr el agua del lavabo detrás de la puerta cerrada. Rápidamente, cerró el ejemplar de Last Night y lo colocó boca abajo, delante de la silla de Heather. Cuando volvió a la mesa, su colega miró primero a Brooke y después le echó una mirada a la revista, como diciendo: «Quizá no debí dejarla ahí.» Brooke hubiese querido decirle que no se preocupara y que poco a poco se estaba acostumbrando, pero no le dijo nada de eso. En su lugar, soltó lo primero que le pasó por la cabeza, para aliviar la incomodidad del momento.

– Ha sido fantástico encontrarte por aquí. Es una pena que pasemos tantas horas a la semana en el colegio y que no nos veamos nunca fuera. Tendremos que hacer algo al respecto. Podríamos quedar para desayunar un fin de semana, o incluso para cenar…

– Me parece estupendo. Bueno, que te diviertas esta noche. -Heather la saludó con un gesto de la mano, mientras se disponía a marcharse-. Nos vemos la semana que viene, en Huntley.

Brooke le devolvió el saludo, pero Heather ya había salido de la pastelería. Cuando ya se levantaba para irse, intentando no preguntarse si había hablado demasiado, si no había hablado lo suficiente o si había dicho algo que pudiera espantar a su colega, le sonó el móvil. Por la identificación de la llamada, vio que era Neha, una amiga del curso de posgrado.

– ¡Hola! -dijo Brooke, mientras dejaba un par de dólares en el mostrador y se dirigía a la puerta-. ¿Cómo estás?

– ¡Brooke! Te llamo sólo para saludarte. ¡Hace siglos que no hablamos!

– Sí, es verdad. ¿Cómo va todo en Boston? ¿Te gusta la clínica donde trabajas? ¿Cuándo piensas venir a visitarnos?

Hacía quizá unos seis meses que se habían visto por última vez, cuando Neha y su marido, Rohan, habían estado en Nueva York por Navidad. Mientras estudiaban, las dos habían sido bastante amigas, sobre todo porque vivían a pocas calles una de otra, en Brooklyn, pero no les había sido fácil mantener el contacto desde que Neha y Rohan se habían ido a vivir a Boston, dos años atrás.

– Sí, la clínica está muy bien; de hecho, es mucho mejor de lo que esperaba. Pero no veo la hora de volver a Nueva York. Boston es bonito, pero no es lo mismo.

– ¿En serio piensas volver? ¿Cuándo? ¡Cuenta, cuenta!

Neha se echó a reír.

– Todavía no. Tenemos que encontrar empleo los dos, y probablemente será más fácil para mí que para Rohan. Pero iremos de visita a la ciudad para Acción de Gracias, ya que los dos tenemos unos días libres. ¿Estaréis Julian y tú?

– Normalmente vamos a casa de mi padre en Pennsylvania, pero puede que este año ellos vayan a cenar con la familia de su nueva mujer, así que es posible que nos armemos de valor y organicemos nosotros una cena en Nueva York. Si por fin la organizamos, ¿querréis venir? ¿Vendréis, por favor?

Brooke sabía que los dos tenían a sus respectivas familias en la India y que no solían celebrar el día de Acción de Gracias, pero pensaba que sus amigos serían una bienvenida distracción de toda la intensidad de la vida familiar.

– ¡Claro que iremos! Pero ¿podemos rebobinar un poco, por favor? ¿Te puedes creer lo que está pasando en tu vida? ¿No te pellizcas todas las mañanas? ¡Tiene que ser una locura! ¿Qué se siente al tener un marido famoso?

Brooke hizo una inspiración profunda. Pensó en ser sincera con Neha, en hablarle de lo mucho que habían cambiado las cosas hasta volver su mundo del revés, y de la ambivalencia que sentía respecto a lo que estaba sucediendo. Pero de pronto, todo le pareció demasiado agotador. Sin saber muy bien por qué, soltó una risita y mintió.

– Es increíble, Neha. ¡Es lo más genial del mundo!


No había nada peor que trabajar en domingo. Por ser una de las nutricionistas más veteranas del equipo, hacía años que Brooke no hacía guardias los domingos y había olvidado lo horribles que eran. Era una mañana perfecta de finales de junio; todos sus conocidos estarían almorzando fuera, o de picnic en el Central Park, o corriendo junto al río Hudson. A cien metros del hospital, un grupo de adolescentes en shorts vaqueros y chanclas parloteaban y bebían batidos de fruta en la terraza de un café, y Brooke tuvo que hacer un esfuerzo para no quitarse la bata y los espantosos zuecos, y quedarse con ellas a tomar unas creps. Estaba a punto de entrar en el hospital, cuando le sonó el móvil.

Miró la pantalla y por un instante se preguntó si debía aceptar la llamada, que procedía de un teléfono desconocido, con el poco familiar prefijo 718, propio de un distrito periférico de la ciudad. Debió de pensárselo demasiado, porque saltó el buzón de voz. Cuando la persona que llamaba no dejó ningún mensaje, sino que llamó por segunda vez, Brooke se inquietó.

– Diga. Aquí Brooke -dijo, segura de que había cometido un error y de que el interlocutor misterioso sería un periodista.

– ¿Señora Alter? -preguntó una vocecita tímida-. Soy Kaylie Douglas, de Huntley.

– ¡Kaylie! ¿Cómo estás? ¿Todo bien?

Tres o cuatro semanas antes, en su última sesión antes de las vacaciones de verano, la situación de Kaylie había dado un giro, aparentemente para peor. La niña había abandonado su diario de alimentos, que hasta aquel momento había llevado con diligencia, y había anunciado su determinación de seguir en verano un agotador programa físico, combinado con una serie de dietas de adelgazamiento rápido. Brooke había intentado hacerla cambiar de idea, pero todo había sido inútil. Sólo había conseguido que se pusiera a llorar y que se lamentara de que nadie entendiera lo que significaba ser «pobre y gorda» en un lugar donde todas eran «ricas y guapísimas». Brooke se preocupó tanto que le dio su número de móvil y le insistió para que la llamara durante el verano, tanto si todo iba bien como si no. Lo había dicho de verdad, pero aun así se sorprendió cuando oyó a su joven paciente al otro extremo de la línea.

– Sí, estoy bien…

– ¿Cómo va todo? ¿Qué has hecho en estas dos semanas de vacaciones?

La niña se echó a llorar, con sollozos agitados y entrecortados por ocasionales «lo siento».

– ¡Kaylie! ¡Háblame! Dime qué te pasa.

– ¡Señora Alter! ¡Esto es un desastre! Estoy trabajando en Taco Bell, y al final de cada turno me dan un menú, y mi padre dice que tengo que comérmelo porque es gratis. Pero después vuelvo a casa y mi abuela ha hecho un montón de comida que engorda, y cuando voy a las casas de mis amigas de la otra escuela, me invitan a comer pollo frito, burritos y galletas, y yo me lo como todo, porque tengo hambre. ¡Hace sólo tres semanas que terminaron las clases y ya he engordado cuatro kilos!

Cuatro kilos en tres semanas era para preocuparse, pero Brooke mantuvo el tono sereno y tranquilizador.

– Seguro que no será tanto, cariño. Tienes que recordar lo que hablamos: porciones de carne del tamaño de la palma de la mano; todas las verduras de hoja y las hortalizas que quieras, siempre que no te excedas con el aliño, y galletas con moderación. Ahora mismo no estoy en casa, pero miraré la carta de Taco Bell y te buscaré el menú más saludable. Lo importante es no dejarse llevar por el pánico. Eres joven y saludable: vete a dar un paseo con tus amigos, o juega a la pelota en el parque. No es el fin del mundo, Kaylie, te lo prometo.

– No puedo volver al colegio el año que viene tal como estoy ahora. ¡Ahora sí que he superado el límite! Antes estaba en el extremo superior de la normalidad, y eso ya era malo, ¡pero ahora soy oficialmente obesa!

Parecía casi histérica.

– Kaylie tú no eres obesa en absoluto -dijo Brooke- y tendrás un año muy bueno en el colegio, a partir del próximo otoño. Mira, esta noche investigaré un poco lo que te he dicho y después te llamaré. ¿Te parece bien? Por favor, cariño, no te preocupes tanto.

Kaylie se sorbió la nariz.

– Siento mucho molestarla -dijo en voz baja.

– No es ninguna molestia. Te di mi teléfono para que me llamaras y me alegro de que lo hayas hecho. Hace que me sienta importante -dijo Brooke con una sonrisa.

Se despidieron y Brooke se envió a sí misma un mensaje de correo electrónico, para recordarse que debía buscar información nutricional sobre los restaurantes de comida rápida y pasársela a Kaylie. Llegó a la sala de descanso del hospital con unos minutos de retraso y sólo encontró allí a su colega Rebecca.

– ¿Qué haces hoy por aquí? -preguntó su compañera.

– Estoy recuperando unas guardias que no hice. Por desgracia, el trato fue de tres guardias por una doble en domingo.

– ¡Uf! Un poco caro. ¿Mereció la pena?

Brooke rió, con gesto compungido.

– Sí, me ha salido un poco caro, pero ver actuar a Julian en el festival de Bonnaroo fue genial. -Dejó el bolso y el paquete con el almuerzo en su taquilla y salió con Rebecca al pasillo-; ¿Sabes si ha venido Margaret?

– ¡Aquí estoy! -canturreó tras ellas una voz alegre.

La jefa de Brooke llevaba pantalones azules de corte masculino, blusa azul claro y mocasines negros, todo ello bajo una bata de laboratorio perfectamente almidonada y planchada, con su nombre y título bordados.

– Hola, Margaret -dijeron Rebecca y Brooke a un tiempo, antes de que Rebecca se marchara a toda prisa, aduciendo que llegaba tarde a la cita con su primer paciente.

– Brooke, ¿quieres venir un minuto a mi despacho? Allí podremos hablar.

Era una pesadilla. Brooke debió recordar que Margaret casi siempre se daba una vuelta por el hospital los domingos por la mañana, para asegurarse de que todo iba bien.

– Hum… En realidad…, eh… todo está perfecto -tartamudeó-. Sólo me preguntaba si podría pasar a saludarte.

Su jefa ya se dirigía por el largo pasillo hacia su despacho.

– Ven, entonces, y me saludas -le dijo a Brooke, que no tuvo más opción que seguirla.

De algún modo, la mujer debió de intuir que Brooke pensaba pedirle más días libres.

El despacho de Margaret estaba al final de un pasillo oscuro, al lado de un depósito de suministros y en la misma planta que la maternidad, por lo que era muy probable que algún llanto o un gemido interrumpiera la conversación. Lo único positivo era ver por el camino la sala donde estaban los recién nacidos. Brooke pensó que quizá le quedara un segundo libre un poco más tarde, para entrar y coger en brazos a un par de bebés.

– Pasa -dijo Margaret, mientras abría la puerta y encendía la luz-. Me encuentras en el momento perfecto.

Brooke entró tímidamente detrás y esperó a que su jefa retirara una pila de papeles de la silla dispuesta para los invitados, antes de sentarse.

– ¿A qué debo este honor?

Margaret estaba sonriendo, pero Brooke leyó entre líneas. Siempre habían tenido una relación amable y distendida, pero en los últimos tiempos Brooke había empezado a notar cierta tensión entre ambas.

Se obligó a sonreír y rezó para que aquél no fuera un mal comienzo para una conversación que necesitaba que terminara bien.

– Para ti no es ningún honor, desde luego. Sólo quería hablar contigo de…

Margaret sonrió.

– Sí que es un honor, considerando que ya no te vemos mucho por aquí. Me alegro de que hayas venido, porque quería hablar contigo.

Brooke hizo una inspiración profunda y se dijo que tenía que conservar la calma.

– Brooke, ya conoces la excelente opinión que tengo de ti, y no hace falta que te diga lo muy satisfecha que estoy con tu trabajo en todos los años que llevas con nosotros. También tus pacientes están muy satisfechos, como demuestran esas espléndidas evaluaciones de hace unos meses.

– Gracias -dijo Brooke, sin saber muy bien qué decir, pero segura de que el discurso de su jefa no conducía a nada bueno.

– Por eso me preocupa especialmente que hayas pasado de tener el segundo mejor registro de asistencia de todo el departamento a tener el segundo peor. Sólo el de Perry es peor que el tuyo.

No hizo falta que siguiera. Finalmente habían averiguado cuál era el problema de Perry y todos se habían sentido aliviados de que no fuera algo peor. Al parecer, seis meses antes había perdido al bebé que esperaba, y por eso había tenido que faltar mucho al trabajo. Ahora volvía a estar embarazada y el médico le había prescrito reposo en cama durante el segundo trimestre. Como consecuencia, las otras cinco dietistas a tiempo completo del hospital tenían que hacer horas extras para cubrir la baja de Perry, lo que a ninguna le importaba, dadas las circunstancias. Brooke estaba haciendo lo posible por cubrir la jornada extra de trabajo y el fin de semana de guardia cada cinco semanas, y no cada seis semanas, como antes. Pero si además quería seguir un poco a Julian en sus viajes (para compartir con él los buenos momentos), todo eso se volvía prácticamente insostenible.

«No des explicaciones, ni te disculpes -se dijo Brooke-. Simplemente, dile que lo harás mejor.» Una amiga psicóloga le había comentado una vez que las mujeres se sienten obligadas a ofrecer largas explicaciones y excusas cuando tienen que dar malas noticias, y que resulta mucho más eficaz expresar simplemente lo que es preciso decir, sin disculpas ni excusas. Brooke lo intentaba a menudo, pero con poco éxito.

– ¡Lo siento mucho! -exclamó, sin poder reprimirse-. He tenido muchos… ejem… problemas familiares en los últimos tiempos y estoy haciendo lo posible para solucionarlos. Seguramente todo se arreglará muy pronto.

Margaret arqueó una ceja y miró fijamente a Brooke.

– ¿Crees que no sé lo que está pasando?

– Eh… No, claro que no lo creo. Es sólo que hay tantos…

– ¡Tendría que vivir en una cueva para no enterarme! -Margaret sonrió y Brooke se sintió un poco mejor-. Pero tengo un departamento que dirigir y empiezo a preocuparme. Has tomado siete días libres en las últimas seis semanas (y eso sin contar los tres días de baja por enfermedad del primer semestre), y supongo que has venido a pedir más días. ¿Me equivoco?

Brooke consideró rápidamente sus opciones y, al comprobar que no tenía ninguna, se limitó a asentir.

– ¿Cuándo y por cuánto tiempo?

– Dentro de tres semanas, sólo el sábado. Ya sé que está programado que trabaje todo el fin de semana, pero Rebecca me cambia su guardia de fin de semana y yo haré la suya tres semanas después, de modo que técnicamente sólo es un día.

– Sólo un día.

– Así es. Es para… ejem… un acontecimiento familiar muy importante, de lo contrario no lo pediría.

Se prometió poner más cuidado que nunca, el fin de semana siguiente, para evitar las cámaras en la fiesta de cumpleaños de Kristen Stewart en Miami, adonde Julian había sido invitado para cantar cuatro canciones. Cuando se había mostrado reacio a actuar en la fiesta de la joven estrella, Leo se lo había suplicado. Brooke estaba un poco apenada por Julian y sentía que lo menos que podía hacer era ir con él para apoyarlo.

Margaret abrió la boca para decir algo, pero en seguida cambió de idea. Se dio unos golpecitos con el bolígrafo en el agrietado labio inferior y miró a Brooke.

– ¿Te das cuenta de que te estás acercando al número total de días de vacaciones y que sólo estamos en el mes de junio?

Brooke asintió.

Margaret se puso a golpear la mesa con el bolígrafo. Su tap-tap-tap parecía marcar el mismo ritmo que el palpitante dolor de cabeza de Brooke.

– Y no necesito recordarte que no puedes llamar diciendo que estás enferma, para irte de fiesta con tu marido, ¿verdad? Lo siento, Brooke, pero no puedo darte un tratamiento especial.

¡Uf! Brooke lo había hecho solamente una vez y habría jurado que Margaret no lo sabía. Además, tenía pensado usar alguno más de sus diez días de enfermedad, antes de que se le acabaran los días de vacaciones. Ahora ya no podría emplear ese recurso. Brooke hizo lo posible por parecer serena y contestó:

– No, claro que no.

– Bueno, muy bien entonces. Tómate el sábado. ¿Alguna cosa más?

– Nada más. Gracias por entenderme.

Brooke metió los pies en los zuecos debajo del escritorio de Margaret y se puso en pie. Hizo un leve gesto de saludo con la mano y desapareció por la puerta del despacho, antes de que Margaret pudiera decir nada más.

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