CAPÍTULO 13

Melrose Plant iba por la ruta a Sidbury, sonriendo. Sabía que Agatha se resentiría mucho al darse cuenta de que ella era sospechosa, pero él no. No le parecería decente de parte de Melrose eso de desprenderse de las tenazas de New Scotland Yard de esa forma, mientras ella (después de toda su dedicada colaboración) era abandonada a luchar sola. Así lo vería Agatha. Llegaría a la conclusión de que todo era culpa de Melrose. Probablemente una conspiración entre Melrose y Jury.

Se acomodó en el asiento del Bentley pensando si no tendría un anhelo inconsciente de ser detective en alguna parte oscura de su naturaleza que hasta ese momento había pasado inadvertida. Se entretuvo repasando las posibles respuestas a la serie de asesinatos. Quizás el asesino había matado a dos de las víctimas para disimular su verdadero objetivo. La vieja treta de dar una pista falsa. Era una posibilidad, claro, pero, ¿por qué diablos elegir justamente a esos forasteros o haberlos llevado al pueblo para matarlos? ¿Por qué no matar en cambio a un par de habitantes locales?

Quizá todos esos asesinatos eran una cortina de humo para disimular otro aún no llevado a cabo, perspectiva algo estremecedora sugerida por Jury. La razón por a cual se le helaba la sangre era que la primera persona que se le había ocurrido como el blanco verdadero fue Vivian Rivington. Había mucho dinero en juego y mucha gente interesada en él.

Plant levantó el pie del acelerador y redujo la velocidad para pasar por la pequeña elevación anterior a la curva frente a la posada Cock and Bottle. Algo resplandeció a la luz del sol cuando se acercó a la elevación. Miró por la ventanilla y vio que el resplandor provenía de un objeto tirado en el barro, un trozo de vidrio, probablemente. Pero de pronto la imagen de lo que en realidad había visto se materializó en su mente y Melrose frenó tan bruscamente que estuvo a punto de romper el parabrisas con la cabeza. Se quedó sentado unos segundos repitiéndose que el objeto cubierto por la tierra no podía ser lo que él creía que era.

Un anillo. ¿Pero en realidad estaba en una mano?


Sheila todavía se reía cuando Jury se puso el sobretodo y los guantes de cuero.

– Habrá más preguntas, señor Darrington. Pero, por el momento, no tengo tiempo. Pero me gustaría usar el teléfono, si me permiten, para llamar al sargento.

– Por acá – dijo Darrington, indicando la puerta que daba al vestíbulo. Recuperó algo de su antigua altiva confianza para decir: – Entonces debo entender, inspector Jury, que el hecho de que mi libro apareciera en las manos de ese hombre es de alguna manera prueba de que yo no tuve nada que ver con el caso.

Hijo de puta hasta el último minuto, pensó Jury. Ni la menor consideración hacia Sheila, que había renunciado a todo el respeto por sí misma para que Darrington llegara a ser alguien en el mundo. Ese estúpido necesitaba una sacudida.

– Lo que dije es que es una indicación de que usted no lo hizo. Pero eso no lo libera. Hay un detalle que lo convierte en sospechoso, señor Darrington: la publicidad. El hecho de que su libro apareciera en la primera plana obraría milagros con su decaída fama, ¿no?, quiero decir que se encuentre su novela en manos del muerto. Haría subir hasta el cielo las cifras de venta de sus libros. Usted se habría librado de un chantajista recibiendo, por añadidura, un poco de publicidad.

Una vez más, Darrington se puso pálido.

– ¿El teléfono, señor Darrington?

Como si hubiera estado esperando que lo nombraran, el teléfono sonó en ese momento. Sheila, con más aplomo que Darrington, fue a atender.

– Es para usted, inspector.

Él le agradeció y, al tomar el auricular y observarla regresar a la sala, deseó que encontrara un hombre mejor que Darrington. Aunque por cierto que no había descartado a Sheila como sospechosa. Tenía más agallas que su compañero, eso era seguro.

– Habla Jury – dijo, y escuchó con creciente asombro las palabras de Melrose Plant -. Escuche, Plant, usted quédese ahí. Llegaré allí en diez minutos.

Jury colgó y discó el número de la estación de policía de Long Piddleton. Por fin Pluck contestó, y Jury le dijo que se pusiera en contacto con la policía de Weatherington, hablara con el funcionario a cargo, hiciera reunir a toda la gente de laboratorio y la mandara a la posada Cock and Bottle sin demora. Habían encontrado otro cuerpo. El pobre Pluck balbuceó, farfulló y por fin pudo hablar.

– Sí, señor. En seguida, señor. Pero la estación está llena de periodistas que quieren hablar con usted. Llegaron desde Londres hace menos de media hora.

– Olvídese de los periodistas, sargento. Y por favor, no vaya a decirles nada de esto, porque no quiero ver curiosos en la ruta a Sidbury cuando me dirija hacia allá.

– Muy bien, señor. ¡Oh! También quería decirle – agregó en voz más baja -, que Lady Ardry ha estado hablando con estos tipos de los diarios de Londres sin parar. Y el superintendente Racer hace una hora que quiere comunicarse con usted. Parecía bastante furioso.

– Sargento, la próxima vez que llame Racer, pásele con Lady Ardry.


El Morris azul recorrió los veinte kilómetros hasta la posada Cock and Bottle en veinte minutos, despertando las airadas protestas de conductores más serenos, que había salido a pasear.

Cuando Jury vio la posada a medio kilómetro, se desvió hacia la derecha y frenó justo antes de la elevación de tierra. Salió del auto de un salto sin molestarse en cerrar la puerta y corrió hacia donde estaba arrodillado Melrose Plant.

– No intenté remover la tierra. Igualmente está muy dura. Me imaginé que no querría que se moviera nada. Sólo dejé el brazo un poco más a la vista.

– Actuó como debía, señor Plant.

Del duro montículo cubierto de nieve sobresalía una mano. Las uñas estaban pintadas de un rojo fuerte y chillón y podía verse un anillo grande y barato en uno de los dedos. Jury tocó el brazo rígido como una piedra.

– Era bastante obvio – dijo Plant – que la dueña del brazo no estaba ahí abajo tratando desesperadamente de respirar. Así que dejé todo como estaba. Supuse que usted preferiría que no hubiera curiosos así que lo cubrí con ese trapo.

Jury no pudo evitar sonreír, a pesar de las circunstancias. No le llevó mucho notar la cercanía de la posada Cock and Bottle, que se erigía bien a un costado de la carretera. Otra posada. Los periodistas se enloquecerían.

– Hizo un buen trabajo – le dijo a Plant -. Y estuvo bien en no tratar de desenterrarla. Los del laboratorio nos habrían cortado la cabeza si hubiéramos tocado algo.

Se quedaron allí otros diez minutos y de pronto oyeron una sirena. Pluck había actuado con rapidez. Weatherington quedaba del otro lado de Sidbury, a unos dieciséis kilómetros del pueblo.

– Señor Plant, ¿por qué no va a la posada y le hace algunas preguntas al propietario? ¿Lo conoce?

– No mucho. Una vez me quedé dormido sobre el mostrador cuando me estaba contando su vida. ¿Qué le digo?

Jury miró la mano congelada mientras el patrullero se acercaba.

– Dígale que en seguida iré yo.


El doctor Appleby esperó paciente, fumando, mientras el funcionario del laboratorio registraba cada detalle. Las marcas en el cuello de la víctima eran muy claras. Y la víctima era, según sospechaba Jury, Ruby Judd, mucama del vicario.

Cuando el fotógrafo de la policía terminó de retratar el cadáver desde todos los ángulos el doctor Appleby miró al inspector de la misma manera en que a veces un padre clava los ojos en el hijo que se apartó del camino correcto. Incluso Jury, que no solía eludir la mirada de nadie, apartó los ojos.

– Inspector Jury, ¿está seguro de que no quiere que me instale en el asiento de atrás de su coche? Me estoy apareciendo demasiado a menudo por esta región tan afecta a los asesinatos. – Los dedos manchados de nicotina de Appleby encendieron otro cigarrillo con la colilla del anterior.

– Muy gracioso, Appleby. Pero no creo que esta región sea muy “afecta” a los asesinatos, como dice usted de manera tan encantadora. – Jury deseó que no lo hubieran cargado con un médico sabelotodo. Sospechaba que Appleby se estaba divirtiendo perversamente con ese asunto. ¿Con cuánta frecuencia lo llamaban nada más que para curar paperas, malestares femeninos o úlceras?

El doctor Appleby exhaló el humo, con una respuesta lista.

– Pero la pregunta sigue en pie: ¿quién fue? La población de los alrededores sigue disminuyendo. – El doctor arrojó la ceniza en el pozo recién excavado. El cadáver, envuelto en una bolsa de polietileno, había sido llevado por la ambulancia. El hombre de las huellas digitales, de cabello cortado al rape, había tenido poco trabajo y se dirigía al vicariato, para revisar la habitación de Ruby Judd.

– Doctor Appleby, los hechos, por favor.

– Creo que ya se los he dado tres veces, ¿por qué no utiliza los viejos?

Jury se estaba impacientando.

– Doctor Appleby…

Appleby suspiró.

– Está bien. A juzgar por el estado del cuerpo, diría que el deceso se produjo hace varios días, de tres a siete. Es difícil de decir: el cuerpo está bien preservado. Como si hubiera estado en un congelador. – Appleby encendió otro cigarrillo y Wiggins, que tomaba nota de la información del doctor en su libreta, aprovechó la oportunidad para sonarse la nariz y engullir una pastilla para la tos. El doctor Appleby continuó con su informe oral, con voz monótona. – Causa de la muerte: estrangulamiento, esta vez con alguna especie de cuerda. Puede ser una chalina o una media también. Hematomas en la cara y hemorragias internas en la zona de los párpados. Ningún otro daño visible. Pero claro que aquí no tenemos un forense detrás de cada árbol, como en Londres. Yo mismo tendré que hacer la autopsia. A propósito, no encontré nada que pareciera de mucha utilidad en Creed.

Luego de supervisar el traslado del cuerpo a la ambulancia, Appleby cerró su maletín y se fue. A ambos lados de la carretera los agentes de la policía rastrillaban los fríos terrenos buscando más pruebas. Jury esperaba que apareciera alguna cartera, una valija, en el bosque o en la pradera cerca de la posada Cock and Bottle. Suponía que el asesino le habría hecho preparar una valija a la víctima, probablemente con la promesa de un fin de semana de pasión (lo que implicaría que era un hombre), sabiendo que nadie preguntaría nada, al menos por unos días. Appleby dijo que no había señales de “actividad sexual”, pero no podía asegurárselo a Jury hasta hacer la autopsia. Era una pista muy, muy fría.

Cuando por fin Jury subió la colina hacia la posada Cock and Bottle, encontró a Melrose Plant sentado al mostrador con un vaso de cerveza Guinness delante. El rollizo propietario estaba acodado sobre el mostrador, hablando. Su nombre era Keeble, y se secaba la cara sudorosa con una toalla, agobiado. Su esposa, por el contrario, que acababa de entrar por una puerta a la derecha del mostrador, tenía cara de granito y ojos secos.

Plant le ofreció a Jury un cigarrillo de su cigarrera de oro y éste lo aceptó agradecido.

– ¿Qué puede decirme sobre esa joven, señor Keeble?

– Bueno, como le decía acá al sargento – señaló a Wiggins, cuya libreta estaba abierta, como corresponde, sobre el mostrador, con una pañuelo al lado -, casi no la conocía. La vi una o dos veces haciendo compras, así que no pudo decirle mucho. Hace mucho tiempo que están trabajando en ese recodo. – La señora Keeble agregó que perjudicaba mucho el negocio eso de tener la carretera siempre rota.

– ¿Cuándo terminaron de rellenarlo los obreros de vialidad?

Keeble pensó.

– Espere un segundo y se lo diré con exactitud, sí, fue el 15 por la tarde; el martes hizo una semana. Lo recuerdo porque a la noche siguiente teníamos un gran grupo para cenar y yo me alegré de que no estuviera todo levantado ahí. – Celebró su intervención sirviéndose una cerveza, mientras su esposa aspiraba por la nariz en señal de fastidio. – Luego volvió uno de ellos, para terminar. Fue la noche del 15, un martes.

El martes había sido el día en que Ruby se fue, supuestamente a visitar a su familia en Weatherington.

La mención de la cena despertó el apetito de Jury.

– No nos vendría mal comer algo – dijo -. ¿Podría prepararnos alguna cosa? ¿Usted no tiene hambre, señor Plant? ¿Y usted, sargento Wiggins? – ambos asintieron con mucho entusiasmo.

– Sólo tenemos pescado – dijo la señora Keeble.

Plant emitió un suspiro, pero Wiggins dijo:

– Con papas y arvejas, por favor.

Ella los miró como si hubieran sido quienes arrastraron el cuerpo de la chica al pozo, nada más que para incomodarla. Parecía preguntarse si era de esperar que Scotland Yard pagara o si se vería obligada a cumplir con un deber cívico. Mientras se dirigía a la cocina, Plant le dijo:

– Por favor, también traiga una botella de Batard-Montrachet. – Como ella lo miró interrogativa, él agregó -: Cosecha 1971.

Ella apretó más los labios.

– No tenemos bodegas de vinos; esto no es el Savoy.

Plant paseó la vista por el salón y sus sencillas instalaciones.

– Qué raro. Habría jurado…

Pero el señor Keeble parecía más interesado por atenderlos.

– ¿Qué les parece un poco de nuestra mejor cerveza, señor? Gentileza de la casa – dijo en voz baja, mirando hacia la cocina.

– Muy amable de su parte, señor Keeble – dijo Jury. Aceptó la cerveza con gratitud y bebió la mitad de un trago.

Plant se alejó del mostrador y caminó hacia la ventana que daba al frente de la posada.

– La excavación no se ve desde aquí, inspector. Seguramente tampoco se la ve desde las otras ventanas, lo impiden esos robles.

– Creo que no lo sigo, señor Plant.

– Ese hombre de vialidad no corría ningún peligro de que lo vieran desde la posada. Ni de la carretera tampoco. Es bastante plana, se puede ver a lo lejos hacia ambos lados. Claro que está la depresión esa en la carretera, donde está el punto oscuro, pero…

– Sugiere que el obrero de vialidad no era tal cosa, ¿verdad? Sí, habría sido muy fácil volver a cavar el terreno la noche del 15. Si alguien lo vía, lo confundiría con algún obrero que había vuelto a ultimar algún detalle. Hasta pudo utilizar una linterna o un farol.

– Una tumba ya cavada – dijo Plant -. Le habrán bastado un mameluco y una gorra. A nadie le llamaría la atención.

– Siempre existía la posibilidad de que lo vieran sacando el cuerpo… pero, ¿de dónde? Digamos que de entre los árboles, la distancia más cercana a la excavación. Pero, ¿quién podía verlo? Desde aquí sólo se alcanzaría a ver un hombre trabajando en la carretera; si el cuerpo estaba cubierto no se habría podido distinguir bien.

– Además, si tuvo la sangre fría de llegar hasta este punto, no habría vacilado en hacer circular a los coches por la otra senda de la carretera, si pasaba alguno.

– No olvide que puede haber sido una mujer, señor Plant.

– No puedo creer que todo haya sido obra de una mujer.

– Pero es posible. Una mujer también puede vestirse de obrero de vialidad.

– Tiene razón, inspector.

La señora Keeble entró ruidosamente desde la cocina con una bandeja y dejó la comida sobre la mesa. Los tres se habían sentado junto a la ventana donde había puesto vasos, cubiertos y servilletas. La señora Keeble les colocó tres platos de loza, cada uno con iguales porciones de pescado. Frito, no le cabía ninguna duda. Sólo Wiggins parecía comer con placer.

– El vino llegará en cualquier momento – dijo Plant -. Espero que se acuerde de dejarlo respirar.

Wiggins prorrumpió en una risa tonta. Jury estaba tan poco acostumbrado a oír reír a Wiggins que creyó que se había atragantado.

– A propósito, señor – dijo el sargento con la boca llena -, el superintendente Racer pidió que lo llamar inmediatamente. Le dije que usted no había podido sentarse ni un minuto desde que llegamos, señor. – Wiggins se sentía evidentemente culpable por la mañana que se había quedado en la cama, pero parecía muy recuperado. Devoraba el pescado y las papas con fruición y no vaciló cuando Plant y Jury le pusieron en el plato la comida de los suyos.

La puerta del frente de la posada se abrió y entraron tres hombres; uno de ellos era el inspector Pratt. Jury, que podía identificar a un periodista a una distancia de diez kilómetros, se limitó a suspirar.

Los periodistas tenían la misma facilidad para identificar a los policías. Se acercaron, el fotógrafo tomando fotografías a derecha e izquierda como si tuviera delante una modelo posando para él.

– Usted debe de ser el inspector en jefe Jury, del Departamento de Investigación Criminal. Soy del Weatherington Chronicle. – Peces chicos, pensó Jury, que serían fáciles de despedir. – El fotógrafo no se tomó el trabajo de identificarse. Jury contestó las preguntas habituales: la policía todavía no había atrapado al asesino, pero las investigaciones avanzaban… Al decirlo pensó que bien podrían inscribir esa frase en su lápida. Tendría alguna novedad para la prensa en uno o dos días. El periodista hizo un comentario sarcástico sobre el hecho de que Jury bebiera cerveza en este preciso momento. Esto provocó el enojo de Pratt, que les dijo que sus preguntas estúpidas no hablaban nada bien de su calidad como periodistas. Ante tal manifestación de hostilidad los de la prensa se marcharon con el rabo entre las patas.

Jury presentó a Melrose a Pratt.

– El señor Plant fue quien encontró el cuerpo.

– Imagínese – dijo Melrose – lo que va a decir Agatha. Le va a arruinar la Navidad.


Justo antes de que salieran de la posada el agente Pluck se les acercó muy orondo, con un bulto que depositó sobre la mesa frente a Jury.

Era un bolso de mano azul oscuro, barato, de los que usan las mujeres para llevar cosméticos y camisones. Contenía frascos, potes de plástico y en el fondo, algunas bombachas limpias, un camisón y una blusa. Había también unos llamativos aros. Jury sacó la ropa, miró adentro de los potes, y olió los frascos.

– ¿No había nada más en el bosque?

Pluck negó con la cabeza.

– No, señor. La bolsa estaba cerrada, así como usted la ve. Estaba escondida debajo de una pila de hojas y ramas húmedas.

– Muy bien. A ver si puede advertir a la familia Judd. Quiero hablar con ellos esta noche antes de que se haga tarde. Aunque no creo que duerman mucho esta noche.


– No lo puedo entender – dijo el vicario, que parecía haber envejecido con la noticia -. ¿Quién querría matar a esa pobre chica inofensiva? No tenía más de veinte años.

– Veinticuatro, señor Smith. Y no creo que fuera tan inocente como queremos creer. El asunto ahora es que debemos revisar lo ya actuado, porque su asesinato arroja una luz diferente sobre todo el caso. – El funcionario de huellas digitales estaba arriba: los fotógrafos ya habían hecho su trabajo, pero Jury sabía que sería inútil. Suponía que cuando la señora Gaunt limpiaba, lo había bien, y unos días antes había limpiado el cuarto de Ruby. El experto bajó ruidosamente las escaleras, maletín en mano, diciendo que arriba no había ni una huella que valiera la pena, exceptuando unas de dos clases que había por todas partes (probablemente las de la señora Gaunt y las de Jury, cuando había revisado el cuarto)

– Como le había dicho, inspector – dijo el reverendo Smith -, fue Daphne Murch quien me consiguió a esa chica. Eran muy amigas, creo. Si hay alguien que sabe por qué se fue, tiene que ser Daphne. – El vicario sr sirvió una copa de oporto y les ofreció a Jury y a Wiggins, que rechazaron el ofrecimiento. Luego se reclinó en su asiento; Jury pensó que estaría haciéndose a la idea de la muerte de su mucama. Pero en cambio dijo: – es increíble que todos esos asesinatos apuntaran a esto: a eliminar a esa pobre chica.

– ¿Cómo? – dijo Jury -. No, reverendo, creo que hay algo que no tiene muy claro. Ruby fue asesinada antes que los demás. No quiero decir que no haya conexión entre los tres, por supuesto. – Wiggins había extraído algunos cigarrillos del bolsillo del sobretodo, hurgando entre las cajas de pastillas, píldoras para la tos y gotas para la nariz, y se los tendió a Jury. – ¿Cree que Ruby supiera algo sobre alguien del pueblo, algo que no debía saber?

– ¿Chantaje? ¿Eso piensa?

Jury no respondió.

– Ella charlaba mucho, pero no siempre la escuchaba. Aunque hay rumores, yo no presto mucha atención a los chismes. Sin embargo, algo oí sobre Ruby y Marshall Trueblood.

– ¿Marshall Trueblood? – Jury y Wiggins intercambiaron miradas incrédulas y Wiggins casi se ahogó. Jury dijo: -Vicario, supongo que usted estará enterado de que Trueblood es homosexual.

El vicario aprovechó para alardear de su sabiduría mundana.

– ¿No podría ser lo que se llama bisexual, inspector?

Tenía razón, y Trueblood no parecía exagerar sus inclinaciones.

– Pero eso no le consta, ¿no? – dijo Jury. El vicario negó con la cabeza -. El día en que Ruby se fue, ¿parecía especialmente entusiasmada o algo parecido? – El vicario volvió a negar con la cabeza. Como ya había hablado con la señora Gaunt y ésta había sido de la misma opinión en el sentido de que no había habido ningún gesto fuera de lo común en Ruby, Jury supuso que no podían decirle nada más. Por el momento era todo. El inspector se puso de pie y Wiggins cerró enérgicamente la libreta.

Afuera, Jury le preguntó a Wiggins si no le molestaría adelantarse a Weatherington y preparar a los Judd para su visita. Por doloroso que resultara para los padres de Ruby, necesitaba hablar con ellos esa misma noche.

Cuando entró en el bar de Matchett, Jury encontró a Twig con su delantal de cuero repasando las copas. Cansado, se encaramó en uno de los taburetes de roble y pidió un whisky. Por el espejo biselado notó que había otro cliente: una mujer de mediana edad que parecía estar marcando posibles ganadores en una tarjeta de las carreras de caballos.

– ¿Dónde está el señor Matchett, Twig?

– Está en el comedor, señor, tomando algo antes de cenar. – Jury comenzó a ponerse de pie. – Está con la señorita Vivian, señor. – Al oír eso, Jury volvió a sentarse. Fijó la mirada en el líquido ambarino del vaso. Era policía. Debía estar allí, haciendo preguntas.

Se obligó a terminar el whisky y se encaminó hacia el comedor.

Al principio creyó que no había nadie. Estaba en penumbras, iluminado apenas por los globos de luz roja que titilaban en las mesas y se reflejaban en las paredes. Jury se detuvo en las sombras junto a la puerta. Entonces los vio. Casi los ocultaba una de las columnas de piedra. El perfil de Vivian se le presentaba con toda nitidez, pero de Matchett sólo podía ver una mano, que en ese momento descansaba sobre la muñeca de Vivian.

Estaba cerca de ellos, a no más de seis metros. Intentó mover los pies para sortear la distancia hasta ellos y comenzar a hacerles preguntas. Pero no lo hizo. En ese momento comprendió lo que significa quedar clavado en un sitio.

Matchett se inclinó hacia Vivian, y la mano que rozaba su muñeca se apoyó en el respaldo de su silla sobre el hombro de ella.

Jury se internó un poco más en las sombras, listo, si era necesario, para aparentar que acababa de entrar en el salón, por si uno de los dos se volvía y lo veía.

En los breves momentos en que estuvo allí parado, los tres habían guardado un profundo silencio, como si fueran un tableau vivant. Pero Jury alcanzó a oír el final de una frase que decía Matchett.

– … donde vivamos, querida.

El inspector quedó inmóvil en las sombras.

– …No podría vivir aquí, Simon. Ya no. No después de todo esto. Ahora ha sido la pobre Ruby Judd. ¡Dios mío!

– Mi amor, yo tampoco podría hacerlo. Lo que te haría mejor es irte. Nos haría bien, mejor dicho. Aquí hay demasiados recuerdos desagradables para nosotros. Vivian, mi amor… – deslizó los dedos por el cabello de ella, donde parecieron quedar atrapados entre las hebras castañas. – A Irlanda. Iremos a Irlanda, Viv. Sería perfecto para ti. ¿Estuviste en Sligo? – Ella negó con la cabeza, bajando los ojos. – Tenemos que ir, ese país es ideal para ti. Es extraño que nada perturbe la calma allí, ni siquiera esa guerra interminable en que se han embarcado. Será siempre uno de los lugares más tranquilos sobre la tierra.

Ella cruzó los brazos sobre la mesa y lo miró profundamente.

– Tú pareces demasiado activo para enclaustrarte en un lugar como Irlanda. A menos que pienses enrolarte en el IRA.

La mano de él había descendido muy despacio desde los cabellos de ella hasta la curva de la mejilla.

– Eso no es cierto. Necesito tanta paz como tú, querida. Quiero sentarme en una habitación grande y húmeda, con un fuego furioso y un par de galgos a mis pies. Escucha este lugar se puede vender a muy buen precio y, con lo obtenido, podría comprar algo allá. Una posada, si quieres. O volverme traficante de armas; haría cualquier cosa por ti.

– No creo que tengamos que preocuparnos mucho por eso.

La mano que acariciaba la mejilla bajó al hombro, y luego volvió a la mesa.

– Renuncia a él, Vivian.

– ¿Qué renuncie a qué?

– Al dinero. Dónalo a obras de beneficencia, o haz algo por el estilo. Tú no lo necesitas y yo no lo quiero y, por lo que veo, lo único que logra es causar desdicha, a mí al menos. ¡Mi Dios, si ni siquiera me permites que le diga a nadie lo nuestro! ¡Ni siquiera vas a pasar Navidad conmigo!

Ella rió.

– Simon, te estás portando como un chico. – Vivian tomó la mano de él entre las suyas. – Le prometí a Melrose hace años…

– Debe de ser el único hombre que has conocido en tu vida que no parece en absoluto un cazafortunas. Si yo tuviera la mitad del dinero que tiene él te haría mi esposa en cuestión de horas – dijo con amargura.

Jury tuvo la sensación irreal de asistir a una representación secreta y se ruborizó en la penumbra.

– … Dios sabe que no te echo la culpa de tener dudas – dijo Simon -, después de esa niñez espantosa. Francamente, creo que te haría mucho bien alejarte de Isabel.

– Es la primera vez que hablas mal de Isabel.

– No estoy hablando mal de Isabel, pero creo que deberías apartarte de ella. Te recuerda tu niñez y la antigua tragedia. Además, no podría asegurar que no lo hace intencionalmente. Tú crees que le debes muchísimo. Querida, no le debes nada a nadie. Si no quieres casarte conmigo, ven a vivir conmigo. Vivamos juntos. Así tu dinero quedará para siempre fuera de mi alcance. – Ella luchaba con las lágrimas y la risa. – Escúchame, mi amor Compraremos un castillo. ¿Te imaginas la influencia de Irlanda en tu poesía? No te molestaré. Saldré a pasear con los galgos, o me iré a la cantina, o a cualquier lado, con tal de tenerte conmigo. El país de Yeats. Te compraré una torre, como hizo Yeats con su mujer. Aunque me alegro de que tu nombre no sea George, créeme. – Ella se echó a reír. – “Construyo esta torre para mi esposa George;/ que estas imágenes sigan en pie/ cuando todo se convierta otra vez en ruinas.”

– Hermoso – dijo Vivian -. Pero Yeats no estaba enamorado de ella. ¿No era a Maud Gonne a quien amaba de verdad?

– Perdón. Entonces tú me recuerdas a Maud Gonne. No a la vieja George.

Ella rió.

– Qué acomodaticio.

– Maud Gonn. O Beatrice. O Jane Seymour. ¿No fue la única a quien Enrique VIII amó?

– Creo que sí. Al menos una de las pocas a la que no mató.

– No importa. Me recuerdas a Cleopatra. Ahora lo sé.

– Estás yendo un poco lejos, ¿no te parece?

– En absoluto. Y a Dido, Reina de Cartago. ¿Recuerdas lo que dijo cuando vio a Eneas por primera vez?

– Me avergüenzo por no saberlo.

“Agnosco veteris vestigia flammae”.

En ese momento oyeron una voz en las penumbras a sus espaldas.

– “Reconozco” – dijo Jury, mirando de frente a Vivian y apoyando pesadamente el vaso sobre la mesa -, “los vestigios de una antigua llama”.

Los dos lo miraron con la boca abierta. Luego exclamaron al mismo tiempo:

– ¡Inspector Jury!

– Perdón, no era mi intención sorprenderlos así. Estaban… muy absortos.

Vivian emitió una risita de asombro.

– ¡No se disculpe! Estoy azorada de hallarme en presencia de hombres tan eruditos. Tome asiento, por favor.

Jury acercó una silla y encendió un cigarrillo.

– Es un gran parlamento, es todo. ¿Qué hombre en sus cabales podrías resistirse a tales palabras?

– ¿Y qué mujer podría hacerlo, inspector? – Matchett le sonreía, pero él apartó la mirada. – Es un parlamento hermoso.

– Lamento decir que no tenemos mucho tiempo para las cosas hermosas – replicó Jury con demasiada brusquedad, apartando los cubiertos -. Al parecer tenemos otro crimen entre manos. Ustedes ya se habrán enterado. Las noticias vuelan.

Vivian apartó los ojos con rapidez y los fijó sobre el mantel, como una niña castigada.

– Ruby Judd – fue lo único que dijo, en voz muy baja.

– Ruby Judd, sí.

– Hablábamos de eso – dijo Matchett.

¿Ah, sí?, pensó Jury.

– Íbamos a cenar, inspector. ¿Nos acompaña?

– Sí, gracias.

Twig entró en el comedor; le ordenaron que trajera la ensalada y un plato y cubiertos para el inspector.

– Isabel fue a lo de Bicester-Strachan – dijo Vivian. Yo no quise quedarme sola en casa. – Miró la columna de piedra detrás de la silla de Jury, como si en su antigua superficie hubiera escrita alguna advertencia. – Quizás estuviéramos esperando algo así.

– ¿Qué? – preguntó Jury, sorprendido -. ¿Qué mataran a Ruby Judd?

– No. Comprender que es alguien de Long Piddleton. ¿Cómo pudimos pretender en algún momento que fueran asesinatos al azar?

– No lo sé. ¿Usted qué dice?

A ella parecía intrigarla (comprensiblemente, supuso Jury) el tono ácido de él. Bueno, la relación de ella con Matchett no era asunto suyo, ¿o sí? Matchett había servido una medida generosa de Medoc en la copa de vino de Vivian. Jury declinó el ofrecimiento de vino.

Matchett le dijo a Vivian, sonriendo:

– Yo creo que la mayoría de nosotros creyó que eran asesinatos al azar. ¿Pero por qué querría alguien hacerle daño a Ruby Judd? Es la última persona que se me podría ocurrir.

Mientras Twig acercaba la mesa con las ensaladas, Jury se dijo que Matchett creía en la conveniencia social de las cosas; si uno va a asesinar a alguien, mejor elegir un pez gordo y no un campesino.

Twig condimentaba el gran bol de madera con lechuga. Cuando comenzó a agregarle jugo de limón a la ensalada, Matchett se puso de pie, diciendo:

– Yo lo haré Twig. – Con manos de experto vertió aceite en el bol y comenzó a revolver los ingredientes con un tenedor y una cuchara de madera.

– ¿Dónde estuvieron los dos la noche del martes de la semana pasada?

Matchett continuó revolviendo la ensalada con toda serenidad y rompió un huevo encima de la lechuga, pero Vivian se puso nerviosa al decir:

– En casa… no me acuerdo. ¿Simon?

Matchett negó con la cabeza.

– Espere. Eso fue dos noches antes del asesinato de Small… – suspendió el tenedor y la cuchara en el aire. – Estaba aquí, estuve toda la tarde y toda la noche.

– Yo habré estado en casa – dijo Vivian, insegura -. Creo que Oliver pasó a verme. – Jury notó la mueca de Matchett.

– ¿Usted nunca está libre de servicio, inspector? – Matchett echó un poco de queso fresco en la ensalada y la salpicó con un puñado de daditos de pan tostado.

– Me gustaría tomarme un respiro apenas nuestro asesino haga lo mismo.

Matchett les alcanzó sendos platos de ensalada. Cuando Jury la probó, la encontró deliciosa. Y se dijo que no debía de haber muchos hombres capaces de discutir un asesinato reciente, preparar una ensalada y mantenerla atracción de esa encantadora criatura llamada Vivian Rivington. Fuera lo que fuere, no podía llamárselo Simon el Tonto.


– Bueno, Daphne, háblame de Ruby Judd.

Una hora después, Jury y Daphne estaban sentados a la misma mesa en el comedor. Matchett había acompañado a Vivian Rivington a casa.

Daphne estrujaba y desechaba pañuelos de papel. No había cesado de llorar desde que Jury le contó lo de Ruby.

– Eras muy amiga de ella, ¿no? Tengo entendido que tú le conseguiste el trabajo en el vicariato. – Jury había sacado la foto de la billetera y la había colocado entre los dos sobre la mesa. Era una pose clásica, estática. Ruby tenía pelo negro, largo y una cara bonita y vacía. La otra foto mostraba más el cuerpo, que había sido profusamente dotado: grandes pechos y piernas bien formadas. La boca estaba contraída en una expresión nada sentadora por tener de frente el sol.

– Sí, señor. Fui yo – dijo Daphne, sacándose los rulos húmedos de la frente, brillosa por la transpiración. Tenía la cara hinchada y roja de llorar.

– ¿Cuánto hacía que la conocías, Daphne?

– Uf, años. La conocí en la escuela. Éramos compañeras de clase. Yo vengo de Weatherington, ¿sabe? Cuando la mucama del vicario se fue para casarse, y sólo estaba la señora Gaunt para atenderlo le pregunté si necesitaba otra chica, porque yo conocía a una que se había quedado sin trabajo y era muy trabajadora. Él me dijo que se la mandara. – Daphne se miró los zapatos y agregó, débilmente: – Me parece que tendría que haberlo pensado dos veces, señor. Quiero decir que, bueno, ella no era la persona más responsable del mundo. – Enseguida se tapó la boca con la mano.

– ¿Qué quieres decir con que no era responsable? – Jury vio que Twig estaba muy ensimismado repasando las copas de cristal: hacía cinco minutos que secaba la misma.

Daphne bajó la voz.

– Ruby se había metido en uno o dos problemitas, ¿sabe?

– ¿De qué tipo? – Jury comprendió que los problemitas serían de índole sexual, a juzgar por el rubor en las mejillas de la muchacha. Ella no encontraba palabras, y él la ayudó. – ¿Ruby estaba embarazada?

– Oh, no, señor. Mejor dicho, no que yo supiera. Nunca me dijo nada, pero… bueno, sé que había pasado por eso. Una vez. Quizá más de una vez. – La expresión de Daphne parecía decir que hubiera sido ella quien había recorrido las sendas del placer.

– ¿Se hizo un aborto? ¿Más de uno?

Daphne asintió en silencio, dirigiendo una mirada furtiva en dirección a Twig. Pero el viejo sirviente se había alejado al notar la mirada de Jury fija en él.

– A veces me daba mucha lástima. ¿Qué más puede hacer una chica, si no tiene a la familia? La familia de Ruby son unos estúpidos. Nunca se hubiera animado a decirles nada. Cuando era chica, siempre la mandaban a vivir con un tío y una tía que tenía, la tía Rosie y el tío Will, los llamaba ella. Los quería mucho más que a la mamá y al papá. Creo que los padres se la querían sacar de encima.

– ¿Ruby y tú eran íntimas?

Daphne se pasó un pañuelo de papel por la nariz.

– Un poco sí. Pero me contaba las cosas más para que yo le preguntara que por hacerme una confidencia.

A Jury le gustó la capacidad de la chica de hacer una distinción tan refinada. La mayoría de las chicas habría considerado que las insinuaciones entre risitas eran verdaderas confidencias.

– Ruby no estaba saliendo con nadie de acá, que yo supiera. Pero siempre soltaba indirectas de que tenía más de un tipo con el que… Bueno…- Daphne se ruborizó y se alisó la pollera del uniforme negro.

– ¿Con el que se acostaba, quieres decir?

Ella asintió, encontrando la frase menos vulgar, al parecer, en labios de un policía.

– La cosa es que Ruby siempre era así, todo secreto. Aunque no tuviera nada que esconder. Pero le gustaba hacer un misterio de todo. Por ejemplo, ¿a que yo no sabía dónde había conseguido un vestido nuevo, o una cartera o algún adorno, como si alguien en Long Pidd la estuviera manteniendo? Esa pulsera de oro que tenía, por ejemplo, no se la sacaba nunca de encima. ¡Todo el lío que hizo con eso! Primero que se la había regalado, después que la había encontrado. Uno nunca sabía cuándo estaba diciendo la verdad. Además, todos los inventos con la señora Gaunt. Ruby no hacía ni la mitad del trabajo que debía hacer. Cuando se suponía que debía sacudir o limpiar, se ponía a charlar con el vicario, él se entusiasmaba, ella se hacía la interesada y él no se daba cuenta de que ella no trabajaba, que pasaba el plumero una y otra vez por el escritorio en vez de limpiar a fondo. Cuando tenía que barrer la iglesia se sentaba a leer una revista, o a escribir su diario. A veces hasta se pintaba las uñas en la iglesia. – Daphne dejó escapar una risita.

– ¿Ruby tenía un diario? ¿Lo viste alguna vez?

– No, señor. No me lo iba a mostrar a mí, ¿no le parece?

Jury tomó nota mental de eso. Le diría a Wiggins que interrogara a la señora Gaunt sobre este punto.

– Una cosa que dijo Ruby me llamó mucho la atención; sabía algo sobre alguien de Long Pidd.

– ¿Esas fueron sus palabras?

Daphne asintió.

– ¿Tienes idea de lo que quiso decir? – Daphne negó con la cabeza con energía.

– No, señor. Yo tenía mucha curiosidad por saber lo que había querido decir, y traté de sonsacarle algo. Pero cuanto más trataba, ella reía más y seguía diciendo que sería una gran sorpresa. Que tenía a alguien en el puño y que a todos nos sorprendería mucho.

Jury suspiró. Sería difícil separar la cizaña del buen grano con una chica como Ruby Judd. Su “secreto” podía ir desde haber visto a una de las damas locales revolcarse en el lechero hasta un asesinato irresuelto.

Weatherington era el doble en tamaño que Sidbury, que a su vez duplicaba el tamaño de Long Piddleton. Estaban más o menos equidistantes: Sidbury quedaba a unos dieciséis o dieciocho kilómetros al oeste de Long Piddleton y Weatherington a dieciocho al sudoeste de Sidbury. El Ministerio del Interior había instalado un laboratorio en Weatherington para colaborar con la policía de la provincia. Había también un pequeño hospital donde Appleby tenía su sala de autopsias.

La central de policía era un edificio de pintura descascarada de color beige. Pero claro que nadie había buscado belleza cuando se construyó el edificio. Jury fue a la sala de declaraciones, más allá del conmutador telefónico donde una señora con aspecto de abuelita tejía una bufanda roja. El funcionario de guardia estaba inclinado sobre su libro, sentado debajo de uno de los carteles amarillos donde se leía “No estacionar”. Jury siempre se preguntaba a quién se le ocurriría detenerse en un lugar como ése. Pidió una línea para llamar a Appleby.

– No, no estaba embarazada – dijo el doctor cuando Jury le preguntó por los resultados de la autopsia de Ruby Judd -. No creo que pudiera, a juzgar por lo deshecha que estaba por dentro. Se había hecho más de un aborto.

En cierto modo, Jury sintió alivio. Si Ruby hubiera estado embarazada, habría tenido que empezar a buscarle un amante que no hubiera querido casarse con ella y cuya reputación se habría manchado si ella abría la boca. Tal explicación apartaría la muerte de Ruby de las otras dos. El vicario, pensó Jury, había entendido todo exactamente al revés. Los otros asesinatos eran para disimular el de Ruby.

– Gracias, doctor Appleby. Lamento haber tenido que llamarlo tan tarde.

– ¿Tarde? No son más que las diez y media, hombre. Nosotros, los médicos de pueblos chicos, trabajamos las veinticuatro horas del día – dijo Appleby con una risita y colgó.

Jury se dirigió a un agente. Había al menos una docena de hombres en la estación. Todos ansiosos por tener algo que ver con el caso y encantados por la llegada de Jury.

– El inspector no está, ¿no?

– No, señor.

– ¿Tiene el informe del caso de Celia Matchett? Uno en una posada en Dartmouth hace años.

– Sí, señor, si espera un momento…

– Tengo que ver a la familia Judd; lo recogeré a la vuelta. – Jury se volvió a Wiggins, que estaba recogiendo la libreta y los lápices. – ¿Llamó a los Judd? – Wiggins asintió. – Vamos, entonces.


El matrimonio Judd vivía en el distrito nuevo de Weatherington, una urbanización de casitas de ladrillo, tan difíciles de distinguir de día como de noche. Quizás estuvieran un escalón por encima de las grises casas municipales del otro lado del pueblo, pero no parecían haber trepado muy algo. Weatherington presentaba pocos encantos. Había comenzado como un proyecto, esas ciudades-jardín planificadas, pero en algún momento se terminaron los fondos o pasaron a engrosar bolsillos poco escrupulosos. El resultado era una masa amorfa donde no predominaba ningún estilo.

En el oscuro jardín frente a la casa de los Judd Jury alcanzó a ver gansos o patos de yeso, casi ocultos por la nieve.

Una mujer joven atendió la puerta. Era una versión más angular de Ruby, si la foto de Ruby era fiel a su imagen. Sería la hermana, pensó Jury.

– ¿Sí? – la voz era nasal y el hecho de que simulara no saber quién era él le recordó a Lorraine Bicester-Strachan. Pero la señorita Judd no tenía tanto temperamento.

– ¿La señorita Judd, no? – Ella asintió. – Inspector Jury, señorita, del Departamento de Investigación Criminal, y el sargento Wiggins. – Wiggins se tocó el sombrero. – Tengo entendido que el sargento Wiggins le avisó que vendríamos.

Ella se hizo a un lado. Jury notó mientras él y Wiggins pasaban a su lado y entraban en el vestíbulo oscuro, que no parecía muy entristecida por lo ocurrido. Tampoco les pidió los abrigos, de modo que Jury apoyó el suyo sobre la baranda.

– Por acá – fue todo lo que dijo, señalando una habitación al extremo del vestíbulo angosto y oscuro en la parte de atrás de la casa. Quizá fuera una salita de diario, pues la del frente estaba a oscuras. La utilizarían para tomar el té los domingos. En un rincón de la habitación había un escuálido árbol de Navidad de papel plateado.

En la habitación del fondo hallaron al matrimonio Judd, ambos con los ojos increíblemente secos.

La señora Judd, una mujer robusta que apenas levantaba los ojos de su tejido al hablar y que se refería a Ruby como si no fuera su hija, dijo:

– Es horrible pensar que uno se mata trabajando por ellos; mire cómo le pagan.

A Jury le resultó difícil conservar el control ante tanta sangre fría.

– No creo que su hija pretendiera que le sucediera lo que le sucedió, señora Judd. No creo que quisiera terminar sus días en una zanja. – Fue una descripción tan fría como el tono de la señora Judd al hablar de su hija.

El señor Judd no decía nada. Sólo emitía sonidos guturales con la garganta. Era de esos hombres que dejan que hablen las mujeres.

– Desde que era chiquita no hubo manera de controlarla. La única que podía con ella era la tía Rosie, a hermana de Jack. Cuando no podíamos con ella se la mandábamos a Devon. Después, cuando creció, nos trataba como si no fuéramos ni siquiera parientes, mucho menos su mamá y su papá. Nunca mandaba plata a casa, y cuando no trabajaba no hacía nada en la casa. Vivía a costillas nuestras. No como Merriweather. – La madre sonrió afectuosa hacia el palo de escoba que leía una revista de cine junto al hogar con leños eléctricos Merriweather sonrió, luego trató de parecer triste al recordar la muerte de su hermana. Incluso apretaba un pañuelo en la mano para secar las lágrimas que no salían.

– Nuestra Merry nunca nos dio ningún dolor de cabeza. – La señora Judd se meció y miró orgullosa a la chica mientras sus agujas de tejer seguían su tarea. El señor Judd, con chaleco y tiradores, por fin agregó:

– No hables mal de los muertos, mamá. No es de cristianos.

Rara vez Jury había visto tal indiferencia ante la muerte de un hijo. Ninguno de los Judd dejaba ver el menos interés por la terrible muerte de su hija. Que se fueran al diablo. Le facilitarían el trabajo, Nada de condolencias, nada de preguntas delicadas y cautelosas para proteger corazones destrozados.

– Señora Judd, ¿cuándo vio a su hija por última vez? – Wiggins había sacado la libreta y una caja de pastillas para la tos. Empezó a chupar una pastilla y a escribir en taquigrafía, mientras la señora Judd dejaba el tejido y miraba hacia el techo, pensando la respuesta.

– Sería…, déjeme ver, hoy es jueves. El viernes de la otra semana. Sí, me acuerdo porque yo llegaba de la pescadería. Compré pescado fresco y me acuerdo bien que se lo comenté a Ruby.

– Pero me parece haberle oído decir que casi nunca venía a verla. Eso fue hace menos de dos semanas. Pocos días antes de que la mataran. Creemos que fue asesinada el 15.

– Fue en esa fecha, entonces. Pero sólo se quedó a pasar la noche. Dijo que tenía que estar de vuelta el sábado, que el vicario la necesitaba no sé para qué cosa.

– ¿Para qué vino?

La señora Judd se encogió de hombros.

– Nadie podía saberlo con Ruby. Habrá venido a ver a algún muchacho. Tenía demasiados, eso se lo aseguro. El policía esta tarde nos dijo que Ruby había dicho que venía a vernos a nosotros cuando se fue la semana pasada. Qué gracioso. Se habrá ido con algún tipo.

– Parece que no, señora Judd – dijo Jury, esforzándose por mantener el mismo tono de voz. Pero la puñalada llegó a destino, al menos. La mujer se ruborizó. – ¿Tenía éxito con los hombres?

– A mí no me parece muy bien eso de tener éxito con los hombres, inspector. – Lo miró de arriba abajo. – Ruby siempre andaba por ahí, callejeando, cuando vivía en casa. Merriweather, en cambio…

Pero a Jury no le interesaba para nada la excelente Merriweather Judd, con su cara en forma de cuña y pelo crespo. Cuando ella vio que Jury la observaba, se llevó el pañuelo a los ojos.

– ¿Dónde estaba Ruby, entonces, antes de venir a vivir con ustedes? Quiero decir, ¿cuál fue su último trabajo?

– En Londres. No me pregunte qué hacía. Ella decía que era ayudante en una peluquería, ¿pero me quiere decir dónde aprendió a hacer eso?

– ¿No sabe su dirección ni quiénes eran sus amigos en Londres? ¿O por qué regresó?

La señora Judd lo miró como si fuera un pedazo de pescado no demasiado fresco.

– Ya le dije. Sólo sé que no tenía dinero para vivir a lo grande, como le gustaba a ella. Por eso volvió.

– Probablemente no fuera ayudante de peluquería – interrumpió Merriweather -. Probablemente obtuviera dinero de otra fuente.

– ¿Están insinuando que Ruby era una prostituta?

El efecto fue eléctrico. La señora Judd enrojeció y dejó el tejido. Merriweather se sobresaltó. Incluso Judd se movió en la silla.

– ¡Es horrible decir eso de una pobre muchacha muerta! – La señora Judd buscó un pañuelo de papel en el bolsillo del delantal. Judd la palmeó en el brazo.

– Lo siento, señora Judd. – Jury se volvió a Merriweather. – Pero al oír ese comentario sobre el dinero, señorita, me pareció que se refería a…

– Ruby sólo decía que uno de estos días iba a empezar a vivir en la abundancia. Que ganaría montones de dinero, decía.

Jury fijó la atención en Merriweather.

– ¿Cuándo fue eso?

La muchacha se mojó el dedo y pasó la hoja de la revista.

– Cuando estuvo aquí. El viernes de la otra semana. Dio a entender muchas cosas, como siempre. Yo nunca le hago caso.

– ¿Qué dio a entender? – insistió Jury.

– Por ejemplo, dijo: “De ahora en adelante me voy a comprar la ropa en Liberty’s y no en Marks & Sparks”. Tonterías por el estilo.

– ¿No dijo nada sobre quién iba a darle ese dinero o por qué?

Merriweather se limitó a negar con la cabeza, sin apartar los ojos de la revista.

– Tengo entendido que Ruby llevaba un diario. ¿Alguno de ustedes lo vio alguna vez? – Las tres cabezas indicaron que no al unísono.

– Enviaré a un funcionario mañana, entonces, para que revise su habitación.

– Ya la revisaron una vez – dijo la señora Judd -. Tendrían que tener un poco más de respeto antes de molestar a los deudos…

Jury se puso de pie. Con un gusto amargo en la garganta. Wiggins también se levantó, guardándose el lápiz en el bolsillo de la chaqueta.

– Se les entregará el cuerpo de su hija para el funeral apenas recibamos la aprobación del Ministerio del Interior.

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