CAPÍTULO 19

Jury estaba demorando todo lo posible el agotador e inevitable encuentro con el superintendente en jefe Racer. Pensó que quizá pudiera detenerse en la posada Jack and Hammer y pedirle a la señora Scroggs que le preparara algo de comer.

Al llegar a la senda que llevaba a la iglesia frenó y estacionó el auto. La iglesia era un lugar improbable de encuentro con el superintendente Racer, y él necesitaba tiempo para pensar.

El interior de la iglesia de St. Rules estaba tan húmedo y frío como a primera hora de la mañana y casi igual de oscuro. Se sentó en uno de los bancos de atrás y vio cómo la débil luz del crepúsculo se iba desvaneciendo en los pasillos y los rincones. Se acomodó en el banco duro y miró a su alrededor, los arcos, los adornos en el techo, el púlpito de tres pisos y la mesita negra a un costado que exhibía los himnos que la congregación habría cantado esa mañana durante el servicio. Los libritos de himnos estaban alineados sobre el estrecho estante del banco frente a él. Jury tomó uno, lo abrió y entonó unas notas de Adelante, soldados de Cristo. Luego, sintiéndose un poco tonto, cerró el libro y miró la portada distraído.

En letras doradas algo gastadas se leía: Himnos. Era pequeño y encuadernado en cuero rojo. La voz de la señora Gaunt (¿o la de Daphne?) le resonó en los oídos. “Entré y la vi escribiendo en su diario. Un cuadernito rojo”.

No le llevó más de quince minutos a Jury recorrer todos los bancos, tomar todos los libros de himnos y volver a colocarlos en su lugar, hasta que por fin lo encontró: era un poco más grueso que los demás y de otro tono de rojo, más chillón. Fácil de descubrir, pero sólo si uno lo estaba buscando, ya que casi todos los libros estaban ocultos en parte por el reborde del estante que los fijaba contra el respaldar del banco. Si uno de los fieles se hubiera sentado justo allí el domingo anterior, lo habría hallado. Pero había más libros que fieles. ¿Lo habría dejado Ruby como un seguro contra algo, como la pulsera? ¿O sólo lo había olvidado?

En el lugar de la portada donde debía estar la palabra Himnos aparecía la palabra Diario con letras cursivas doradas. Letras de imprenta, muy grandes, embellecían la primera página: perteneciente a Ruby Judd.

La luz había desaparecido por completo. Jury había tenido que usar la linterna en su búsqueda por los bancos. Llevó el libro hasta el púlpito, subió la escalerita y dobló el cuello de la lámpara de bronce hacia abajo, de modo que la luz diera de lleno sobre las páginas del libro. Las páginas que cubrían los primeros meses del año incluían las tonterías de siempre sobre muchachos de Weatherington u hombres en Long Piddleton (comerciantes y un viajante; nada sobre Trueblood ni Darrington) la cháchara almibarada que era de esperar. Más adelante empezaba a aparecer el tema de Simon Matchett, intercalado con comentarios sobre Trueblood (sorprendentemente bueno en la cama para un hombre con tan peculiares inclinaciones sexuales) y Darrington (sorprendentemente malo), pero volvía siempre a Matchett, que era “tan apuesto”. Ojos como el Rydal Water. Jury se emocionó ante esa metáfora sorprendentemente hermosa de la joven Ruby Judd. Pensar que Daphne puede verlo, mientras yo estoy clavada aquí con el Guardián (la señora Gaunt, sin duda) y el vicario. ¿No se pondrían contentísimos si supieran que estoy sentada aquí escribiendo esto cuando se supone que tengo que limpiar? Bueno, no me pagan ni la mitad de lo que a Daphne y ella trabaja para él, por añadidura. Luego venían las páginas donde describía sus hazañas sexuales con Darrington, con el empleado en la agencia de noticias y otros, interrumpidos por comentarios sobre la aburrida vida en Long Piddleton. Jury pasó varias páginas y encontró lo que buscaba: el relato de la guerra de almohadas con Daphne. Me caí de la cama, y cuando el brazo de ella quedó colgando, tratando de agarrarme, se le salió la pulsera ésa que tiene, una ordinaria con una cruz de oro. De repente me acordé de todo Yo estaba acostada debajo de una cama y un brazo con una pulsera colgaba. Hace años. Jury sintió escalofríos. ¿Era posible que la curiosa Ruby, se hubiera metido debajo de la cama y hubiera permanecido ahí durante toda la representación? Quizás había estado allí mientras Matchett estrangulaba a Celia y no se dio cuenta de lo que pasaba. ¡¡Dios!! Entonces recordé de golpe de quién era la pulsera que yo encontré. Era de ella, de la señora Matchett, la que fue asesinada. ¿Qué quiere decir? La última frase estaba subrayada cinco veces. No había nada escrito en dos días. Parece que después Ruby había ido a la biblioteca de Weatherington, buscado en diarios viejos y leído todo lo referente al asesinato en la posada Goat and Compasses. Pero entonces ella sabía que Celia Matchett había sido asesinada en la cama y no en su oficina.

En esos días se pasaba todo el tiempo yendo a la posada de Matchett, aún tratando de inducirlo a ir a la cama con ella, a pesar de todo. Después comenzó a hacer planes: Llamé al tío Will a hoy. Si él se acuerda, cualquiera puede acordarse. Al principio me dijo que estaba chiflada. “Ruby tú tenías siete años, no sabes lo que pasó”. Me costó mucho, pero al final lo convencí de que tuvo que ser Simon quien la mató. Él o esa chica, Harriet, de la que hablan los periódicos. Ahora me acuerdo de lo asustada que estaba yo. ¡Ese brazo! ¡Ajj! Nunca le dije a nadie que había encontrado la pulsera. Pensé que se iban a enojar conmigo.

Al día siguiente: El tío Will me llamó y me dio que no hiciera nada, que él iba a llamar a unos amigos y a un policía. Le pregunté si iba a hacer arrestar a Simon, y se rió. Me dio la impresión de que quiere sacarle dinero. La otra vez le dije que había rumores de que Simon se iba a casar con esa heredera vieja y aburrida. Tiene kilos de plata.

Al día siguiente: Pero si él le puede sacar plata, ¿por qué yo no? Jury podía casi visualizar los ojos brillosos de Ruby y la risita de escolar resonando contra las vigas de la iglesia.

Había un lapso de dos o tres días en blanco y luego: Él estaba abajo en el sótano eligiendo el vino para la cena y yo bajé, le mostré la pulsera y le pregunté si no la reconocía. Seguro que sí, le dije, ya que le gustaba tanto hacerla girar en mi muñeca. Entonces me animé y le dije todo lo que sabía. Al principio pensé que me iba a pegar. Pero no. Se acercó, me atrajo hacia él y ¡me besó! Me dijo que estaba muy mal haberle contado a mi tío y me preguntó si se lo había contado a alguien más. Le dije que no. Y no es mentira. “Ahora no se puede hacer nada”, me dijo y era una lástima, porque siempre había sentido algo por mí, pero yo era tan joven para él que nunca se animó a decirme nada. Estaba tan triste. Entonces me pidió que me fuera con él a pasar el fin de semana, a pensar qué podíamos hacer. Pero yo no soy ninguna estúpida. Le dije que no se molestar en intentar eso conmigo. Quería asegurarse de que yo no se lo dijera a nadie. Abrió una botella de champagne, nos sentamos ahí, nos reímos y nos besamos. Ahora sé que me quiere de veras. Voy a preparar un bolso y a decir que voy a Weatherington, para que nadie ande haciendo preguntas. Ahora me acuerdo de que el tío Will me dijo que me sacara esta pulsera, que la pusiera en algún lado y que no la usara más. No me hago ningún problema. Pronto voy a usar un gran diamante. ¡Se me acaba de ocurrir un lugar fabulosos para dejar la pulsera! ¡Qué risa!

La última anotación: Ahora no puedo escribir. Ahí viene ella. La señora Gaunt, probablemente. Tengo que cerrar. ¡¡¡SIGUE MAÑANA!!!

Ruby debió de haberlo dejado en el escondite junto con los libros de himnos y de haber tomado la escoba. De modo que el diario había quedado allí hasta más tarde, y después, con todo su entusiasmo, Ruby se lo había olvidado.

¡¡¡SIGUE MAÑANA!!! Jury leyó las patéticas palabras una vez más. Una chica tonta. No hubo mañana para Ruby Judd. Jury permaneció allí en la iglesia oscura; la pequeña lámpara formaba un halo de luz sobre las páginas en blanco. Tan inmerso estaba en la pasión adolescente que Ruby Judd había sentido por Simon Matchett que apenas oyó cuando la pesada puerta de roble de la iglesia se abrió y volvió a cerrarse.

Jury no alcanzaba a ver nada en el oscuro vestíbulo de la iglesia, pero reconoció la voz de Matchett.

– Vi la luz desde el camino y me pregunté quién estaría aquí a esta hora. Extraño lugar para encontrarse a un policía: en el púlpito.

Hubo un largo silencio, luego un movimiento y Jury supuso que Matchett se había sentado en alguno de los bancos de atrás.

– ¿Y usted, señor Matchett? ¿Qué está haciendo usted en la iglesia a esta hora? No me diga que los posaderos son más religiosos que los policías.

– No. Pero son igualmente curiosos.

Había algo desconcertante en mantener una conversación con una voz sin cuerpo. El único punto de luz en la iglesia era el halo que arrojaba la lámpara sobre el púlpito. Jury se sintió como un ciervo encandilado.

– Supongo que a usted se le ocurrió lo mismo que a mí, inspector. Si el diario no estaba en el vicariato, entonces podía estar quizá en la iglesia. Porque supongo que no estará ahí leyendo el Libro de Oraciones de la Iglesia Anglicana.

– Si fuera así, señor Matchett, en este momento usted me está “mostrando sus cartas”, como se dice, ¿no?

Una breve risa flotó en la oscuridad.

– Su sargento me ha estado pisando los talones como un perro. Parece que no quería que saliera a ningún lado. No, no se preocupe. Está bien, durmiendo junto al fuego. Ron caliente adicionado pródigamente con sedantes. Ahora, por favor, alcánceme el librito, inspector.

Jury supuso que le estaba apuntando con un revólver. La confiada suposición de Matchett de que él le entregaría el libro lo atestiguaba.

– Si tiene un revólver, inspector, mejor arrójelo hacia acá, también. Nunca lo vi portar armas, pero nunca se sabe.

Jury no tenía arma. Hacía tiempo había descubierto que era más peligroso tener arma que no tenerla, por lo general. Pero no tenía sentido decírselo a Matchett. Jury quería darse un poco de tiempo para estudiar su situación. Por encima del púlpito de tres pisos estaba la galería del crucifijo, a no más de un metro.

– Señor Matchett, si tiene intenciones de despacharme, ¿cómo puede estar tan seguro de que nadie sabe que usted asesinó a esas personas? – Jury no tenía intención de mencionar a Plant, pero necesitaba hacer pensar a Matchett.

– Vamos, inspector Jury. No intente ese viejo truco conmigo. Ni siquiera su superintendente en jefe lo sabe. Su sargento sí, pero ya me ocuparé de él.

La altura y la distancia de la galería no era excesivas, pero él ya no era tan ágil como antes.

– ¿No podría satisfacer mi curiosidad en uno o dos puntos, señor Matchett? ¿Por qué la exhibición tan extravagante de los cuerpos? Podría haber dejado a Hainsley muerto en la cama y enterrado a Ruby en el bosque. – Jury sabía que los asesinos en serie como Matchett eran terriblemente vanidosos. Su propia habilidad les parecía irresistible. Después de todo, tomarse todo ese trabajo y no poder decirle a nadie lo inteligente que es uno debía de ser una tortura. Sin embargo, al principio creyó que Matchett no respondería. En esos lugares oscuros y abovedados el mínimo ruido se amplifica, y Jury creyó oír el golpecito con que se quita el seguro de un arma. Pero no se había equivocado con la compulsión del asesino a contar su hazaña.

– Usted se acercó cuando se dio cuenta de que eran pistas falsas, inspector. La mejor manera de disimular un ruido es hacer otro más grande. Yo no tenía tiempo para ser sutil y reservado al deshacerme de esa gente. Y ya que no podía hacer discretamente, decidí irme al otro extremo: hacer un ruido tan grande y estrafalario que sería endilgado a un asesino loco y sin motivos. Un psicópata.

– Y lo fue por un tiempo. – A Jury no le hacía mucha gracia el ruido que indicaba que Matchett avanzaba. Desde la galería del crucifijo hasta la galería que recorría los otros tres lados de la iglesia no tendría problemas. Pero debía ser rápido.

– Permítame que le haga una pregunta, inspector Jury. Supongo que ya averiguó que maté a mi esposa. ¿Pero cómo diablos…?

– Muy estúpido de su parte, señor Matchett, suponer tal cosa, y confesar de paso. Lo que yo me he venido preguntando es cuál era su compromiso con la señorita Rivington.

Matchett guardó silencio un momento.

– ¿Cuál de las dos? – preguntó.

– Me parece que eso responde a mi pregunta – Jury aún calculaba la distancia -. ¿Quién atrajo a los otros dos aquí? ¿Small, quiero decir, Smollett, o usted?

– Yo. La voz de Smollett era fácil de imitar. Después que él me dijo que les había contado a Hainsley y a Creed, los llamé, simulando ser Smollett, y les dije que tenían que venir inmediatamente. Les aconsejé que se alojaran uno en la Jack and Hammer y otro en The Swan. No podía permitir que todos murieran en mi posada, ¿no?

– Así que no llegó a The Swan a las once sino a las diez y media. Sabía que descubriríamos la ventana y las huellas.

– Sí, por supuesto. Quería que lo descubrieran, ya que yo estaba sentado con Vivian en The Swan cuando había sucedido el crimen. No me importaba quién creyeran ustedes que había entrado por esa ventana. Unas botas con un número bien grande y un mono para no ensuciarme la ropa. Nada especial.

Jury intentó estimularlo para que siguiera hablando.

– ¿Cómo hizo para acercarse a Creed por la espalda?

– Lo hice creer que estaba revisando la instalación del agua. El mono ayudó. Soy actor, inspector; no lo olvide

– Ya me di cuenta. ¿Por qué diablos no se encontró con Creed en otro lado en lugar de hacerlo venir a Long Piddleton?

– Bueno, usted no nos iba a dejar salir de aquí, ¿no? ¿Qué opción me quedaba? Además empecé a divertirme con el tema de las posadas. Los diarios hablan tanto…

– Ya veo. -Jury estaba calculando el impulso que necesitaría; casi no prestaba atención al hombre invisible que le hablaba desde la negra oscuridad – ¿El asesinato se convierte en hábito después de un tiempo?

– Puede ser. Pero ahora debo insistir en que me dé ese diario, inspector. Tenga la amabilidad de moverse muy despacio y bajar los escalones…

– No tengo mucho para elegir, ¿no, compañero? – Jury de pronto apagó la luz y se escondió detrás del púlpito mientras el primer disparo sacaba astillas a la madera sobre su cabeza. Entonces trepó hasta el borde y se impulsó hacia la galería del crucifijo. La oscuridad absoluta era su único resguardo y necesitó de todas sus fuerzas para agarrarse del borde de la galería. Se balanceó por un momento, hasta que se elevó con el último impulso. Otro disparo dio en los aledaños del techo encima de su cabeza. Luego se hizo un silencio que él respetó tratando de no respirar, aunque sentía que sus pulmones estaban a punto de explotar. Desde la galería del crucifijo podría fácilmente balancearse hasta la otra, pero en ese momento su mente estaba ocupada en tratar de averiguar qué tipo de revólver tenía Matchett y cuántos tiros le quedaban. Matchett no era tan estúpido como para seguir disparando en la oscuridad.

Jury oyó pasos rápidos a la izquierda, y supo que Matchett subía la escalera de la galería del crucifijo, a su izquierda. Se abrió camino, agachado, hasta el otro extremo, y saltó hasta la otra galería a la derecha justo en el momento en que Matchett terminaba de subir la escalera. Hubo otro relámpago y un nuevo estallido de yeso; Jury habría jurado que acababa de errarle a su oreja por milímetros. Aún agachado, se abrió camino entre los bancos y luego se detuvo. Otro silencio. Despacio, sacó la linterna del bolsillo del impermeable, la apoyó en el borde de la galería, la encendió y salió corriendo hacia el extremo opuesto de la galería mientras resonaba otro disparo. La linterna rodó y se estrelló en la nave allá abajo.

Al sacar la linterna del bolsillo, Jury tocó en el bolsillo interior del impermeable la caja de pastillas para la tos que le había dado Wiggins. Si era capaz de sacarle el celofán sin revelar su posición, sacaría del otro bolsillo la honda que le había dado el niño Double. Agradeció a Dios la bondad del chico. Luego apartó una pegajosa pastilla de las otras, la puso en la honda y apuntó a la ventana más cercana. Al golpear el proyectil el vidrio se oyó otro disparo. Jury disparó otra pastilla hacia la oscuridad y oyó que algo se hacía añicos. Posiblemente le había pegado a la estatuilla de yeso de la Virgen.

Pero en lugar de un disparo como respuesta, oyó los pies de Matchett que corrían por los escalones de la galería del crucifijo en dirección a la nave.

Otra vez un largo silencio y luego una luz barrió la galería. Jury se acurrucó.

– Admiro sus tácticas de distracción, inspector – dijo la voz desde abajo. – Pero ha sido tan desafortunado de su parte abandonar su linterna como estúpido de la mía no haber traído una. Como además es obvio que usted no tiene revólver y yo sí, ¿no le parece que sería mejor que bajara ya mismo?

Matchett no iba a malgastar otro tiro, y Jury pensó que no le quedaba elección. ¿Le dispararía directamente cuando lo tuviera en la mira? ¿O esperaría a asegurarse de que tenía el diario? Jury deseó que esperara.

– ¿Me haría el favor de bajar a la nave, inspector? Necesito ese diario. Después podemos ir a dar una vuelta en auto.

Jury dejó de transpirar. Prefirió entregarse y pensar algo camino al bosque. Ya se le ocurriría algo.

– Voy a bajar, Matchett.

– Con cuidado, con cuidado.

Jury pasó por los bancos hacia el este, y luego bajó los escalones de piedra que Matchett había usado unos minutos antes. Al mirar hacia abajo, Jury vio que Matchett estaba parado en la mitad de la nave, entre las filas de bancos. Al pasar entre los bancos, tomó rápidamente un libro de himnos de su soporte de madera. Al llegar abajo levantó el libro por encima de la cabeza, con las dos manos en el aire.

– Tráigamelo aquí, por favor.

Jury caminó hacia él. Matchett le dijo que se detuviera cuando estuvo a unos tres metros.

– Ya está bastante cerca.

En ese momento Jury abrió apenas los dedos y el libro de himnos cayó sobre la suave alfombra.

– Qué torpe. – dijo Matchett.

Jury comenzó a inclinarse, sabiendo que Matchett se lo impediría.

– Vamos, inspector, levántese. Déle un puntapié al libro, por favor.

Era lo que Jury esperaba, y sólo rogaba tener fuerza suficiente en la pierna izquierda para lograrlo. Enganchó con el taco la alfombra y la atrajo hacia sí lo bastante rápido como para hacerle perder e equilibrio a Matchett. Resonó un último disparo rozándole el brazo, y entonces Jury arremetió contra el otro. No fue tarea difícil empujar a Matchett contra la hilera de bancos. Jury estaba tan furioso que toda la ira que sentía hacia ese loco afloró en ese momento. El golpe a la mandíbula y el otro al estómago fueron casi simultáneos y muy efectivos. Matchett se dobló sobre sí mismo y cayó al piso de piedra entre dos bancos.

Jury levantó el libro de himnos. El diario estaba todavía en el púlpito. Lo había deslizado debajo de la inmensa Biblia iluminada mientras hablaba con Matchett. Miró al asesino y pensó en la naturaleza del hombre que terminaba amando el crimen como otros aman las ostras.

– Señor Matchett, no tiene obligación de decir nada a menos que así lo desee, todo lo que diga se pondrá por escrito y podrá ser usado en su contra, ¿comprendido? – preguntó, aún sabiendo que Matchett estaba inconsciente.

Luego dio media vuelta, caminó hasta el altar y volvió a subir al púlpito. Encendió la débil luz, levantó la Biblia y retiró el diario de Ruby Judd.

Contempló largamente el libro que daría fin a Simon Matchett. Al rato oyó una vez más la pesada puerta trasera, que se abría con suavidad. Desde la oscuridad del vestíbulo oyó la voz sarcástica del superintendente en jefe Racer.

– Al fin encontró su vocación, ¿eh, Jury?


Matchett fue llevado a la estación de policía de Weatherington. Fue arrestado “oficialmente” por Racer y su mano derecha, el inspector Briscowe, que había acompañado a su superior a Long Piddleton para “concluir el caso”, como le dijo Racer a los periodistas esa misma noche. Desde el momento mismo en que el superintendente Puso el pie en el pueblo, el caso pareció resolverse solo. Racer no lo dijo de manera tan directa, pero a los periodistas de Londres no se les escapó la relación causa-efecto.


– El maldito le robará el caso – dijo Sheila Hogg. Era medianoche, y estaba sirviéndole un whisky a Jury como si abriera una canilla. – Se va a llevar los laureles que le corresponden a usted. Incluso puso su vida en peligro, inspector; casi se hace matar. Tome. – Le puso el vaso lleno en la mano libre. El otro brazo había sido vendado por un doctor Appleby mucho más suavizado, luego de la resolución del caso.

A la hora del arresto de Matchett, todo Long Piddleton estaba enterado de los pormenores del caso, obra de Pluck, seguramente. Jury se había divertido mucho viendo a Pluck intentando desalojar a Briscowe de la cámara del fotógrafo de los diarios. Sheila Hogg lo había arrastrado literalmente a Jury a su casa a tomar algo. Para ella él era, sin duda, el héroe de la jornada.

– Bueno – dijo Jury en respuesta a las quejas de ella -, lo único que importa es que todo se solucionó al fin, ¿no?

– Por suerte para usted – dijo Darrington, en una nueva muestra de celos y hostilidad -. Hubiera deseado que yo fuera el culpable, ¿verdad? – Se rió afectadamente.

Jury levantó las cejas con burlona expresión de sorpresa.

– ¿Usted? Vamos, vamos. En ningún momento sospeché de usted. Me pareció que eso estaba claro. Usted no tiene la imaginación necesaria. Matchett, en cambio, tiene cierto estilo. Si no fuera tan retorcido habría sido escritor.

Sheila se rió, en parte por el efecto de la bebida, en parte por la satisfacción. Darrington se ruborizó y se levantó de un salto.

– ¿Por qué diablos no se va de una vez? ¡Me ha hecho la vida imposible desde que llegó y ya no tiene nada que hacer aquí!

Sheila golpeó el vaso contra la mesa.

– ¡Yo tampoco! – se puso de pie con dudosa firmeza e intentó una pose digna -. Oliver, tú también eres un asqueroso. Mañana mandaré a buscar mis cosas.

Darrington había vuelto a sentarse. Casi no la miró.

– Estás borracha – dijo, mirando las profundidades de su propio vaso.

Jury estiró el brazo para sostenerla cuando ella giró en redondo para encarar a Darrington.

– Prefiero estar borracha antes que… antes que no tener imaginación. ¿No es cierto, inspector?

Aunque la modulación de las palabras no fue perfecta y se bamboleaba como sacudida por un fuerte viento, Jury estuvo absolutamente de acuerdo con ella. Le ofreció su brazo y la acompañó fuera de la habitación.

– Él cree que no hablo en serio. Pero sí. Voy a tomar una habitación en lo de los Scroggs. A menos que… – y lo miró esperanzada desde debajo de las pesadas pestañas.

Él sonrió.

– Lo siento, preciosa. Pero la posada de Matchett está fuera de consideración. No se aceptan más huéspedes. – Mientras la ayudaba a ponerse el abrigo vio que ella contraía la cara en un gesto de desilusión, y le dedicó un guiño. – Pero siempre queda el viejo Londres. Irás a Londres, ¿no?

Recuperado el buen ánimo, ella dijo:

– ¡Claro que sí, mi amor!

Mientras caminaba hacia el auto Jury vio la silueta de Darrington recortada contra la luz del vestíbulo.

– ¿Sheila? ¿Qué diablos estás haciendo? – gritó desde la sala.


Después de ocuparse de que Sheila quedara en las maternales manos de la señora Scroggs, Jury se dirigió, algo mareado, hacia su alojamiento. Al bajarse del Morris vio luz en el bar.

Era Daphne Murch que lo esperaba retorciéndose las manos. Jury recordó que ella debía de haber estado allí cuando fueron a buscar las cosas de Matchett.

Corrió hacia él y le dijo:

– ¡No podía creerlo! ¡No podía creerlo! ¡El señor Matchett, señor! ¡Tan franco que parecía!

– Lo siento muchísimo, Daphne. Te sentirás muy mal, supongo. – Estaban sentados a una de las mesas; Daphne había preparado té, con la certeza de que una taza de esa bebida sería la cura universal para ellos. No dejaba de sacudir la cabeza, asombrada.

– Escúcheme, Daphne. Ya no tiene trabajo, ¿no?

Ella parecía muy deprimida.

– Tengo algunos amigos en Hampstead – dijo Jury. Sacó su libretita, anotó una dirección en un papel y se lo dio. – No sé si te gustará Londres, pero te aseguro que son muy buena gente. Y sé que están buscando una mucama. – Jury también sabía que tenían un chofer muy presentable. – Si quieres, me pondré en contacto con ellos apenas llegue a Londres y…

No pudo terminar la frase. Daphne dio vuelta alrededor de la mesa corriendo y le plantó un sonoro beso. Después desapareció raudamente de la habitación, roja de vergüenza.

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