CAPÍTULO 5

La posada inglesa está permanentemente emplazada en la confluencia de los caminos de la historia, el recuerdo y la leyenda. ¿Quién no se ha asomado, con la imaginación, hacia el patio embaldosado para observar la llegada de los carruajes, mientras el aliento de los caballos llena de vapor el aire en oscuras noches de invierno? ¿Quién no ha leído sobre esos largos y pesados edificios con ventanas en paneles, pisos hundidos y desparejos, vigas macizas y paredes cubiertas con calderos de cobre, cocinas donde en un tiempo la carne giraba en los asadores y los jamones colgaban del techo? Allí junto a la estufa los viajeros más humildes podían sentarse sobre taburetes o bancos de madera con un jarro de cerveza. Allí la trabajadora dueña de casa ordenaba a las criadas, que salían corriendo como ratones a cumplir sus tareas. Batallones de mucamas con sábanas que olían a lavanda, ayudantes de cocina, lacayos, tiradores de cerveza, conductores de diligencia, todos esperando para atender al viajero desde las pesadas puertas de roble. A menudo éste no sabía si el piso estaría cubierto con paja, o cuántos cuerpos debería pisar o esquivar al ir a desayunar, en caso de dormir en una habitación interior. Pero el desayuno compensaba con creces la incomodidad de la noche: el pastel de riñones y de pichón, los pastelillos calientes de cordero, las jarras de cerveza, los bollitos y el té, los huevos pochés y las gruesas fetas de tocino.

¿Quién no ha descendido junto con el señor Pickwick al patio del Blue Lion en Mugleton o comido ostras con Tom Jones en la Bell en Gloucestershire; o ha sufrido con Keats en la posada de Buford Bridge? Hambriento y sediento, ¿quién no se ha detenido a beber una jarra de cerveza y una rodaja de queso Stilton, o del escamoso Cheshire, o un trocito de cheddar; o no ha sabido que siempre encontraría los utensilios de cobre brillantes, la madera lustrada, el fuego inmenso, la cerveza oscura, el posadero enfundado en ropa de Tweed y los pasillos oscuros y estrechos, el cuarto confortable casi imposible de hallar en la penumbra? Subir dos escalones, bajar tres, doblar a la derecha, subir cinco, caminar diez pasos, como un niño jugando a las escondidas o como un juego de matemáticas. Aunque el humo se haya extinguido de las chimeneas blancas, y si el posadero esté allí casi como una presencia simbólica, como una sonrisa revoloteando en el aire, basta recurrir a ese inmenso tesoro en las bóvedas de la memoria para olvidarse de que bajó la libra.


La posada The Man with a Load of Mischief no era una excepción: se trataba de una posada para viajeros, con muros de entramado de Madera, que databa del siglo XVI. A través de su arcada pasó Melrose Plant con su Bentley y lo estacionó en el establo en desuso. Hasta allí llegaría el coche que venía de Barnet, deteniendo su ruidosa marcha sobre el patio embaldosado, rodeado de galerías, desde donde Molly Mog saludaría y coquetearía con los lacayos. Para Lady Ardry, ese sitio era la quintaesencia de la posada inglesa. En verano, las clemátides extendían sus largos zarcillos por el frente del edificio, compitiendo con la enredadera de rosas. La posada se asentaba sobre una colina y daba al sur. Era un largo edificio que parecía haber sido construido por sectores, en una ola borracha. El techo de paja se acomodaba a las ventanas como un cuello. Entre los verdes y resplandecientes prados del verano, o los plateados y brumosos prados del invierno, sus ventanas con paneles en forma de diamante miraban hacia el pueblo de Long Piddleton.

Cuando Melrose Plant y Lady Ardry llegaron ya estaba oscuro, y esto hacía que el interior iluminado de la posada fuera mucho más seductor. La posada tenía permiso para vender cualquier cerveza y el propietario estaba empeñado en no dejarse engatusar por las grandes compañías cerveceras.

El propietario mismo, Simon Matchett, los recibió en la puerta del frente, muy atento con Agatha y un poco menos con Melrose Plant, a quien le dedicó una inclinación de cabeza y una sonrisa escasamente amplia. A Melrose no le gustaba ese hombre; lo veía como un trepador, alguien que iba detrás del dinero y de la figuración, un hombre refinado en apariencia pero vulgar en su interior. Para ser justo, se preguntó si no estaría celoso. El éxito de Matchett con las mujeres no podía negarse. Lo único que tenía que hacer para hacer resaltar una puerta era pasar a través de ella. El aparente apego de Matchett por Vivian Rivington inquietaba a Melrose.

Quizá la tragedia vivida en el pasado por Matchett (algo relacionado con su fallecida esposa y otra mujer) estimulaba su imagen romántica, como la cicatriz en la cara de un duelista. Pero había sucedido hacía tanto tiempo que ni siquiera Lady Ardry había conseguido desenterrar todos los detalles.

Se encontraban en la sala, baja y poco iluminada, adornada con grabados de caza y pájaros embalsamados. Simon Matchett y su tía charlaban. Melrose se apoyó contra la pared, rozando con la cabeza un par de faisanes embalsamados. Estudió los polvorientos grabados con escenas de coches del otro lado. En uno, los pasajeros eran depositados en un terraplén lleno de nieve mientras el coche se preparaba alegremente para zarpar. En otro el coche entraba en el patio embaldosado, saludado desde la galería superior por Betsy Bunt. Melrose se preguntó por qué en esos tiempos se consideraba deportivo andar en coche, como si fuera una actividad similar al rugby o a las bochas. Observó a su tía y a Matchett dirigirse hacia el bar, ignorándolo. Melrose comenzó a caminar por el vestíbulo, donde una angosta escalera, con más cuadros (urogallos y faisanes colgados cabeza abajo por las largas patas), llevaba hacia el largo corredor de pequeños dormitorios en el piso de arriba. A la derecha estaba el comedor. Tenía un techo de vigas bajas con varias columnas de piedra como soporte. También servían para dividir el salón en sectores donde se ubicaban las mesas. La piedra era rústica y las losas parecían colocadas con demasiada delicadeza entre el techo y el piso como para ofrecer comodidad. Para su tía esa sala era pintoresca, algo parecido al refectorio de un viejo monasterio, lo que probablemente había sido. Allí, Melrose siempre tenía la sensación de estar comiendo en Stonehenge. Pero la sensación general de frialdad era compensada por alfombras orientales, flores naturales, lámparas con globos rojos sobre las mesas y bandejas de cobre muy pulidas colgadas en las paredes. Twig, el anciano camarero, hacía lo posible por aparentar tener demasiado trabajo y ponía servilletas rojas en copas de agua vacías. La camarera, Daphne Murch, hacía el trabajo pesado. En ese momento avanzaba con una bandeja cargada, en dirección a dos ancianas muy formales sentadas en uno de los sectores. No había muchos clientes esa noche; quizás el reciente asesinato había disuadido a los parroquianos.

Twig murmuraba maldiciones contra Daphne Murch. La pobre chica no hacía nada bien, y eso incluía lo de encontrar cadáveres en el sótano.

– ¡Melrose! – Era la voz de su tía, desde el bar -. ¿Te vas a quedar ahí en el comedor dando vueltas? ¡Vamos, vamos!

Agatha se había sentado a la mesita junto a la ventana en arco, en el silloncito con almohadones, dejándole a Melrose la banqueta dura. Matchett se ubicó a la derecha de ella. Los paneles en forma de diamantes reflejaban las luces oscilantes del inmenso hogar de piedra que había al otro lado del salón. Unos leños enormes ardían sin orden ni concierto sobre el piso de piedra de ésta, que no tenía pantalla. Las llamas se alzaban, disminuían y volvían a elevarse, como si abrigaran horribles pensamientos. Ajeno a su proximidad con las puertas del infierno, un gran perro de dudosas credenciales estaba echado frente al hogar, dormitando. Cuando vio entrar a Melrose, abrió un ojo y observó su paso a través de la habitación. Cuando éste se sentó, se levantó con pesadez y avanzó torpemente hacia su mesa. Su amor por Melrose era incomprensible, porque éste no le devolvía la admiración e incluso trataba de ignorarlo. Como le llegaba a la cintura era como tratar de ignorar a un mamut lanudo. El perro metió la nariz debajo de la axila de Melrose.

– Mindy, quieto – dijo Matchett sin mucha convicción.

Mientras tanto, Twig se había acercado arrastrando los pies y tomando el pedido de bebidas. Gin con bitter para Agatha, un Martini para Melrose. Ella apoyó su amplio busto sobre los brazos cruzados y dijo:

– Ahora, mi querido Matchett, haz venir a Murch. Puede ser que recuerde algo más. – La tía había adquirido el tonto hábito de dirigirse a los hombres por los apellidos (Mi querido Plant, mi querido Matchett). Ya nadie hablaba así, excepto en los polvorientos clubes masculinos, donde el rigor mortis parecía una causa más que un efecto de la muerte.

Melrose sabía que su tía sólo quería tener la oportunidad de interrogar a Daphne Murch en su mejor estilo New Scotland Yard.

– ¿Por qué no dejas tranquila a esa pobre chica? – preguntó encendiendo un fósforo contra el soporte que había sobre la mesa y prendiendo un cigarro.

– Porque tengo interés en todo este espeluznante asunto, aunque a ti no te importe. Además puede ser que esa chica haya recordado algo fuera de lo común.

– Supongo que encontrar a uno de los huéspedes con la cabeza en un barril de cerveza es bastante fuera de lo común. No se puede pedir más.

– Dejémosla tranquila – convino Matchett -. Todo esto la ha perturbado tanto, Agatha.

Agatha no estaba contenta. Era evidente que quería oír de nuevo la historia de su propia incidencia en el descubrimiento del cuerpo, papel que había conseguido embellecer más cada vez que lo contaba. Al menos, pensó Melrose, esta chica Murch contaba siempre la misma historia, temerosa, quizá, de que cualquier cambio la llevara al banquillo de los acusados en Old Bailey.

Cuando Twig dejó las bebidas sobre la mesa, Matchett dijo:

– ¿Qué piensa, Plant, de este asunto? – Siempre se las arreglaba para hacer entrar a Melrose en conversaciones como ésa.

Melrose estudió su cigarro.

– Creo que estoy de acuerdo con Wilde. El asesinato es un error. Uno no debería nunca hacer nada de lo que no pueda charlar después de la cena.

– ¡Qué sangre fría! – empezó a decir Agatha, pero fue interrumpida por Matchett que se levantó a recibir a dos personas que acababan de entrar al bar -. Ahí están Oliver y Sheila.

Melrose vio a su tía ensayando varias sonrisas para ver cuál quedaba bien. Odiaba tanto a Oliver como a Sheila, pero no podía permitir que se notara. Aunque Melrose compartía ese sentimiento hacia Oliver Darrington, Sheila le parecía una buena persona. Se la describía eufemísticamente, como la “secretaria” de Darrington, pero todos sabían que era su amante. Aunque parecía ser poco más que un satélite, como una estrellita del brazo del productor, Melrose sospechaba que era mucho más inteligente que Darrington, lo cual tampoco era un cumplido exagerado, porque el amante no tenía dos dedos de frente. La joven se preocupaba más que nada en mostrar su cuerpo que, junto con la cara, hacía un buen conjunto. A Melrose no le gustaba ese tipo de mujer, pero entendía que gustara a otros hombres. Le gustaban las mujeres que lo miraran con ojos claros y honestos, ojos como los de Vivian Rivington, quizá. Los de Sheila estaban tan maquillados que él siempre tenía la sensación de estar mirando a una foca muy bonita.

Sheila y Oliver arrimaron sillas, se quitaron los abrigos y se dispusieron a hablar del tema que había hastiado a Melrose.

– Oliver tiene una teoría – dijo Sheila.

– ¿Una sola? – preguntó Melrose, mirando a un alce que había encima del bar.

– Es muy inteligente – dijo Sheila -. Escúchenlo.

Melrose prefería estudiar al alce. Oliver habló con voz monocorde.

– ¿No te parece, Mel? – Sheila lo tocaba con el codo.

– ¿Qué? – Melrose bostezó. Le hizo ruido el estómago. Sheila frunció los labios.

– La teoría de Oliver, sobre los asesinatos. ¿No escuchaste?

– No le hagan caso a Melrose – dijo Lady Ardry, acomodándose el cuello de zorro -. Nunca escucha. – Melrose pensó que los ojitos de vidrio del zorro lo miraban implorantes. Del alce al zorro. ¿Se había vuelto un aficionado a los animales?

De todos modos, Sheila se inclinó por encima de la mesa para contarle la teoría de Oliver.

– Es alguien que tiene algo en contra de Long Piddleton. Alguien a quien el pueblo perjudicó. La herida se inflamó y se inflamó, hasta que el mancillado encontró la manera de vengarse.

– ¿Por qué no arrojó su estrella en el barro? – preguntó Melrose, sacudiendo la ceniza de su cigarro -. Gary Cooper lo hizo. – Le encantaban las viejas películas del oeste.

Sheila lo miró perpleja y Oliver dejó de sonreír con expresión inteligente.

– Te lo dije, Sheila. No le hagas caso. Actúa como si no estuviera aquí – dijo Agatha, que pidió otro gin con bitter.

Pero Sheila insistió.

– Oliver está escribiendo un libro, ¿saben? Una especie de documental salpicado de ficción sobre este tipo de cosas.

– ¿Este tipo de cosas? – preguntó Melrose cortés.

– Claro, sobre asesinatos especialmente extraños.

– Vamos, Sheila, no cuentes todo – dijo Darrington -. Sabes bien que no hablo sobre mi trabajo hasta que no está terminado.

Agatha estaba desolada. Él era su principal rival en Long Piddleton, pues había disfrutado de una modesta celebridad durante algunos años como escritor de novelas de detectives. Esta celebridad (para gran deleite de ella) declinaba a toda velocidad después de su último intento.

Oliver preguntó, con una risa desdeñosa:

– ¿Quién dijo “Si quiero leer un buen libro, lo escribo”?

Probablemente tú, pensó Melrose, volviendo a concentrarse en el alce.

Simon Matchett intentó representar el papel del perfecto anfitrión, aunque Melrose sabía que despreciaba a Darrington.

– Es una teoría interesante, Oliver. Alguien con rencor, pero tendría que ser un psicótico.

– Sí, claro, de todos modos tiene que serlo, para ahogar a uno en un barril de cerveza y poner a otro en una viga de madera. El punto es que estos dos hombres eran perfectos extraños, ¿qué motivo podría haber para…?

Se ha dicho que son extraños – intervino Melrose, harto de las suposiciones que querían hacer pasar por hechos.

Todos lo miraron como si acabara de sacar una víbora de debajo de la mesa.

– ¿Qué quieres decir, Mel? – preguntó Sheila. Melrose la observó apoyar la mano sobre la de Matchett. Ni siquiera la fidelísima Sheila, capaz de matar alegremente a cualquiera por retener a Oliver, podía resistirse a ese gesto.

– Creo que quiere decir que alguien de aquí pudo haberlos conocido – dijo Simon, encendiendo un cigarro. Le dio una pitada y luego dijo, sonriendo: – ¿Quién piensas que lo hizo?

– ¿Qué cosa?

Simon rió.

– Quién cometió los asesinatos, viejo. Ya que pareces convencido de que fue alguien del pueblo.

¿Por qué no se había callado la boca? Ahora tendría que seguirles la corriente.

– Tú, probablemente.

Todo el grupo sentado a la mesa quedó congelado: las manos se detuvieron a medio camino, las bocas se abrieron como bisagras falseadas, las bebidas se detuvieron en los labios, los cigarrillos quedaron olvidados. En realidad, el único no atrapado por la inmovilidad fue el mismo Simon, que rió de muy buena gana.

– ¡Maravilloso! Podría haber sido en defensa del honor de mis huéspedes del sexo femenino. Para protegerlas de las viles insinuaciones de Small.

Melrose se maravilló de la habilidad de Matchett para manipular un insulto y convertirlo en cumplido.

– Tu sentido del humor me da asco, Melrose – dijo Agatha.

– Siempre cae peor con el estómago vacío, querida tía.

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